El Señor
- I -
No tenía más consuelo temporal la viuda del capitán Jiménez que la hermosura de alma y de cuerpo que resplandecía en su hijo. No podía lucirlo en paseos y romerías, teatros y tertulias, porque respetaba ella sus tocas; su tristeza la inclinaba a la iglesia y a la soledad, y sus pocos recursos la impedían, con tanta fuerza como su deber, malgastar en galas, aunque fueran del niño. Pero no importaba: en la calle, al entrar en la iglesia, y aun dentro, la hermosura de Juan de Dios, de tez sonrosada, cabellera rubia, ojos claros, llenos de precocidad amorosa, húmedos, ideales, encantaba a cuantos le veían. Hasta el señor Obispo, varón austero que andaba por el templo como temblando de santo miedo a Dios, más de una vez se detuvo al pasar junto al niño, cuya cabeza dorada brillaba sobre el humilde trajecillo negro como un vaso sagrado entre los paños de enlutado altar; y sin poder resistir la tentación, el buen mística, que tantas vencía, se inclinaba a besar la frente de aquella dulce imagen de los ángeles, que cual mi genio familiar frecuentaba el templo.
Los muchos besos que le daban los fieles al entrar y al salir de la iglesia, transeúntes de todas clases en la calle, no le consumían ni marchitaban las rosas de la frente y de las mejillas; sacábanles como un nuevo esplendor, y Juan, humilde hasta el fondo del alma, con la gratitud al general cariño, se enardecía en sus instintos de amor a todos, y se dejaba acariciar y admirar como una santa reliquia que empezara a tener conciencia.
Su sonrisa, al agradecer, centuplicaba su belleza, y sus ojos acababan de ser vivo símbolo de la felicidad inocente y piadosa al mirar en los de su madre la misma inefable dicha. La pobre viuda, que por dignidad no podía mendigar el pan del cuerpo, recogía con noble ansia aquella cotidiana limosna de admiración y agasajo para el alma de su hijo, que entre estas flores, y otras que el jardín de la piedad le ofrecía en casa, iba creciendo lozana, sin mancha, purísima, lejos de todo mal contacto, como si fuera materia sacramental de un culto que consistiese en cuidar una azucena.
Con el hábito de levantar la cabeza a cada paso para dejarse acariciar la barba, y ayudar, empinándose, a las personas mayores que se inclinaban a besarle, Juan había adquirido la costumbre de caminar con la frente erguida; pero la humildad de los ojos, quitaba a tal gesto cualquier asomo de expresión orgullosa.
- II -
Cual una abeja sale al campo a hacer acopio de dulzuras para sus mieles, Juan recogía en la calle, en estas muestras generales de lo que él creía universal cariño, cosecha de buenas intenciones, de ánimo piadoso y dulce, para el secreto labrar de místicas puerilidades, a que se consagraba en su casa, bien lejos de toda idea vana, de toda presunción por su hermosura; ajeno de sí propio, como no fuera en el sentir los goces inefables que a su imaginación de santo y a su corazón de ángel ofrecía su único juguete de niño pobre, más hecho de fantasías y de combinaciones ingeniosas que de oro y oropeles. Su juguete único era su altar, que era su orgullo.
O yo observo mal, o los niños de ahora no suelen tener altares. Compadezco principalmente a los que hayan de ser poetas.
El altar de Juan, su fiesta, como se llamaba en el pueblo en que vivía, era el poema místico de su niñez, poema hecho, si no de piedra, como una catedral, de madera, plomo, talco, y sobre todo, luces de cera. Teníalo en un extremo de su propia alcoba, y en cuanto podía, en cuanto le dejaban a solas, libre, cerraba los postigos de la ventana, cerraba la puerta, y se quedaba en las tinieblas amables, que iba así como taladrando con estrellitas, que eran los puntos de luz amarillenta, suave, de las velas de su santuario, delgadas como juncos, que pronto consumía, cual débiles cuerpos virginales que derrite un amor, el fuego. Hincado de rodillas delante de su altar, sentado sobre los talones, Juan, artista y místico a la vez, amaba su obra, el tabernáculo minúsculo con todos sus santos de plomo, sus resplandores de talco, sus misterios de muselina y crespón, restos de antiguas glorias de su madre cuando brillaba en el mundo, digna esposa de un bizarro militar; y amaba a Dios, el Padre de sus padres, del mundo entero, y en este amor de su misticismo infantil también adoraba, sin saberlo, su propia obra, las imágenes de inenarrable inocencia, frescas, lozanas, de la religiosidad naciente, confiada, feliz, soñadora. El universo para Juan venía a ser como un gran nido que flotaba en infinitos espacios; las criaturas piaban entre las blandas plumas pidiendo a Dios lo que querían, y Dios, con alas, iba y venía por los cielos, trayendo a sus hijos el sustento, el calor, el cariño, la alegría.
Horas y más horas consagraba Juan a su altar, y hasta el tiempo destinado a sus estudios le servía para su fiesta, como todos los regalos y obsequios en metálico, que de vez en cuando recibía, los aprovechaba para la corbona o el gazofilacio de su iglesia. De sus estudios de catecismo, de las fábulas, de la historia sagrada y aun de la profana, sacaba partido, aunque no tanto como de su imaginación, para los sermones que se predicaba a sí mismo en la soledad de su alcoba, hecha templo, figurándose ante una multitud de pecadores cristianos. Era su púlpito un antiguo sillón, mueble tradicional en la familia; que había sido como un regazo para algunos abuelos caducos y último lecho del padre de Juan. El niño se ponía de rodillas sobre el asiento, apoyaba las manos en el respaldo, y desde allí predicaba al silencio y a las luces que chisporroteaban, lleno de unción, arrebatado a veces por una elocuencia interior que en la expresión material se traducía en frases incoherentes, en gritos de entusiasmo, algo parecido a la glosolalia de las primitivas iglesias. A veces, fatigado de tanto sentir, de tanto perorar, de tanto imaginar, Juan de Dios apoyaba la cabeza sobre las manos, haciendo almohada del antepecho de su púlpito; y, con lágrimas en los ojos, se quedaba como en éxtasis, vencido por la elocuencia de sus propios pensares, enamorado de aquel mundo de pecadores, de ovejas descarriadas que él se figuraba delante de su cátedra apostólica, y a las que no sabía cómo persuadir para que, cual él, se derritiesen en caridad, en fe, en esperanza, habiendo en el cielo y en la tierra tantas razones para amar infinitamente, ser bueno, creer y esperar.- De esta precocidad sentimental y mística apenas sabía nadie; de aquel llanto de entusiasmo piadoso, que tantas veces fue rocío de la dulce infancia de Juan, nadie supo en el mundo jamás: ni su madre.
- III -
Pero sí de sus consecuencias; porque, como los ríos van a la mar, toda aquella piedad corrió naturalmente a la Iglesia. La pasión mística del niño hermoso de alma y cuerpo fue convirtiéndose en cosa seria; todos la respetaron; su madre cifró en ella, más que su orgullo, su dicha futura: y sin obstáculo alguno, sin dudas propias ni vacilaciones de nadie, Juan de Dios entró en la carrera eclesiástica; del altar de su alcoba pasó al servicio del altar de veras, del altar grande con que tantas veces había soñado.
Su vida en el seminario fue una guirnalda de triunfos de la virtud, que él apreciaba en lo que valían, y de triunfos académicos que, con mal fingido disimulo, despreciaba. Sí; fingía estimar aquellas coronas que hasta en las cosas santas se tejen para la vanidad; y fingía por no herir el amor propio de sus maestros y de sus émulos. Pero, en realidad, su corazón era ciego, sordo y mudo para tal casta de placeres; para él, ser más que otros, valer más que otros, era una apariencia, una diabólica invención; nadie valía más que nadie; toda dignidad exterior, todo grado, todo premio eran fuegos fatuos, inútiles, sin sentido. Emular glorias era tan vano, tan soso, tan inútil como disentir; la fe defendida con argumentos, le parecía semejante a la fe defendida con la cimitarra o con el fusil. Atravesó por la filosofía escolástica y por la teología dogmática sin la sombra de una duda; supo mucho, pero a él todo aquello no le servía para nada. Había pedido a Dios, allá cuando niño, que la fe se la diera de granito, como una fortaleza que tuviese por cimientos las entrañas de la tierra, y Dios se lo había prometido con voces interiores, y Dios no faltaba a su palabra.
A pesar de su carrera brillante, excepcional, Juan de Dios, con humilde entereza, hizo comprender a su madre y a sus maestros y padrinos que con él no había que contar para convertirle en una lumbrera, para hacerle famoso y elevarle a las altas dignidades de la Iglesia. Nada de púlpito; bastante se había predicado a sí mismo desde el sillón de sus abuelos. La altura de la cátedra era como un despeñadero sobre una sima de tentación: el orgullo, la vanidad, la falsa ciencia estaban allí, con la boca abierta, monstruos terribles, en las obscuridades del abismo. No condenaba a nadie; respetaba la vocación de obispos y de Crisóstomos que tenían otros, pero él no quería ni medrar ni subir al púlpito.- No quiso pasar de coadjutor de San Pedro, su parroquia. «¡Predicar! ¡ah! sí -pensaba-. Pero no a los creyentes. Predicar... allá... muy lejos, a los infieles, a los salvajes; no a las Hijas de María que pueden enseñarme a mí a creer y que me contestan con suspiros de piedad y cánticos cristianos: predicar ante una multitud que me contesta con flechas, con tiros, que me cuelga de un árbol, qué me descuartiza».
La madre, los padrinos, los maestros, que habían visto claramente cuán natural era que el niño de aquella fiesta, de aquel altar, fuera sacerdote, no veían la última consecuencia, también muy natural, necesaria, de semejante vocación, de semejante vida... el martirio: la sangre vertida por la fe de Cristo. Sí, ese era su destino, esa su elocuencia viril. El niño había predicado, jugando, con la boca; ahora el hombre debía predicar de una manera más seria, por las bocas de cien heridas...
Había que abandonar la patria, dejar a la madre; le esperaban las misiones de Asia; ¿cómo no lo habían visto tan claramente como él su madre, sus amigos?
La viuda, ya anciana, que se había resignado a que su Juan no fuera más que santo, no fuera una columna muy visible de la Iglesia; ni un gran sacerdote, al llegar este nuevo desengaño, se resistió con todas sus fuerzas de madre.
«¡El martirio no! ¡La ausencia no! ¡Dejarla sola, imposible!».
La lucha fue terrible; tanto más, cuanto que era lucha sin odios, sin ira, de amor contra amor: no había gritos, no había malas voluntades; pero sangraban las almas. Juan de Dios siguió adelante con sus preparativos; fue procurándose la situación propia del que puede entrar en el servicio de esas avanzadas de la fe, que tienen casi seguro el martirio... Pero al llegar el momento de la separación, al arrancarle las entrañas a la madre viva... Juan sintió el primer estremecimiento de la religiosidad humana, fue caritativo con la sangre propia, y no pudo menos de ceder, de sucumbir, como él se dijo.
- IV -
Renunció a las misiones de Oriente, al martirio probable, a la poesía de sus ensueños, y se redujo a buscar las grandezas de la vida buena ahondando en el alma, prescindiendo del espacio. Por fuera ya no sería nunca nada más que el coadjutor de San Pedro. Pero en adelante le faltaba un resorte moral a su vida interna; faltaba el imán que le atraía; sentía la nostalgia enervante de un porvenir desvanecido. «No siendo un mártir de la fe, ¿qué era él? Nada».- Supo lo que era melancolía, desequilibrio del alma, por la primera vez. Su estado espiritual era muy parecido al del amante verdadero que padece el desengaño de un único amor. Le rodeaba una especie de vacío que le espantaba; en aquella nada que veía en el porvenir cabían todos los misterios peligrosos que el miedo podía imaginar.
Puesto que no le dejaban ser mártir, verter la sangre, tenía terror al enemigo que llevaría dentro de sí, a lo que querría hacer la sangre que aprisionaba dentro de su cuerpo. ¿En qué emplear tanta vida?- «Yo no puedo ser, pensaba, un ángel sin alas; las virtudes que yo podría tener necesitaban espacio; otros horizontes, otro ambiente: no sé portarme como los demás sacerdotes, mis compañeros. Ellos valen más que yo, pues saben ser buenos en una jaula».
Como una expansión, como un ejercicio, buscó en la clase de trabajo profesional que más se parecía a su vocación abandonada una especie de consuelo: se dedicó principalmente a visitar enfermos de dudosa fe, a evitar que las almas se despidieran del mundo sin apoyar la frente el que moría en el hombro de Jesús, como San Juan en la sublime noche eucarística.- Por dificultades materiales, por incuria de los fieles, a veces por escaso celo de los clérigos, ello era que muchos morían sin todos los Sacramentos. Infelices heterodoxos de superficial incredulidad, en el fondo cristianos; cristianos tibios, buenos creyentes descuidados, pasaban a otra vida sin los consuelos del oleum infirmorum, sin el aceite santo de la Iglesia... y como Juan creía firmemente en la espiritual eficacia de los Sacramentos, su caridad fervorosa se empleaba en suplir faltas ajenas, multiplicándose en el servicio del Viático, vigilando a los enfermos de peligro y a los moribundos. Corría a las aldeas próximas, a donde alcanzaba la parroquia de San Pedro; aún iba más lejos, a procurar que se avivara el celo de otros sacerdotes en misión tan delicada e importante. Para muchos esta especialidad del celo religioso de Juan de Dios no ofrecía el aspecto de grande obra caritativa; para él no había mejor modo de reemplazar aquella otra gran empresa a que había renunciado por amor a su madre. Dar limosna, consolar al triste, aconsejar bien, todo eso lo hacía él con entusiasmo... pero lo principal era lo otro. Llevar el Señor a quien lo necesitaba. Conducir las almas hasta la puerta de la salvación, darles para la noche obscura del viaje eterno la antorcha de la fe, el Guía Divino... ¡el mismo Dios! ¿Qué mayor caridad que esta?
- V -
Mas no bastaba. Juan presentía que su corazón y su pensamiento buscaban vida más fuerte, más llena, más poética, más ideal. Las lejanas aventuras apostólicas con una catástrofe santa por desenlace le hubieran satisfecho, la conciencia se lo decía: aquella poesía bastaba. Pero esto de acá no. Su cuerpo robusto, de hierro, que parecía predestinado a las fatigas de los largos viajes, a la lucha con los climas enemigos, le daba gritos extraños con mil punzadas en los sentidos. Comenzó a observar lo que nunca había notado antes, que sus compañeros luchaban con las tentaciones de la carne. Una especie de remordimiento y de humildad mal entendida le llevó a la aprensión de empeñarse en sentir en sí mismo aquellas tentaciones que veía en otros a quien debía reputar más perfectos que él. Tales aprensione, fueron como una sugestión, y por fin sintió la carne y triunfó de ella, como los más de sus compañeros, por los mismos sabios remedios dictados por una santa y tradicional experiencia. Pero sus propios triunfos le daban tristeza, le humillaban. Él hubiera querido vencer sin luchar; no saber en la vida de semejante guerra. Al pisotear a los sentidos rebeldes, al encadenarlos con crueldad refinada, les guardaba rencor inextinguible por la traición que le hacían; la venganza del castigo no le apagaba la ira contra la carne. «Allá lejos -pensaba- no hubiera habido esto; mi cuerpo y mi alma hubieran sido una armonía».
- VI -
Así vivía, cuando una tarde, paseando, ya cerca del obscurecer, por la plaza, muy concurrida, de San Pedro, sintió el choque de una mirada que parecía ocupar todo el espacio con una infinita dulzura. Por sitios de las entrañas que él jamás había sentido, se le paseó un escalofrío sublime, como si fuera precursor de una muerte de delicias: o todo iba a desvanecerse en un suspiro de placer universal, o el mando iba a transformarse en un paraíso de ternuras inefables. Se detuvo; se llevó las manos a la garganta y al pecho. La misma conciencia, una muy honda, que le había dicho que allá lejos se habría satisfecho brindando con la propia sangre al amor divino, ahora le decía, no más clara: «O aquello o esto».- Otra voz, más profunda, menos clara, añadió: «Todo es uno». Pero «no» -gritó el alma del buen sacerdote-: «Son dos cosas; esta más fuerte, aquella más santa. Aquella para mí, esta para otros». Y la voz de antes, la más honda, replicó: «No se sabe».
La mirada había desaparecido. Juan de Dios se repuso un tanto y siguió conversando con sus amigos, mientras de repente le asaltaba un recuerdo mezclado con la reminiscencia de una sensación lejana. Olió, con la imaginación; a agua de colonia, y vio sus manos blancas y pulidas extendiéndose sobre un grupo de fieles para que se las besaran.- Él era un misacantano, y entre los que le besaban las manos perfumadas, las puntas de los dedos, estaba una niña rubia, de abundante cabellera de seda rizada en ondas, de ojos negros, pálida, de expresión de inocente picardía mezclada con gesto de melancólico y como vergonzante pudor.- Aquellos ojos eran los que acababan de mirarle.- La niña era ya una joven esbelta, no muy alta, delgada, de una elegancia como enfermiza, como una diosa de la fiebre. El amor por aquella mujer tenía que ir mezclado con dulcísima caridad. Se la debía querer también para cuidarla. Tenía un novio que no sabía de estas cosas. Era un joven muy rico, muy fatuo, mimado por la fortuna y por sus padres. Tenía la mejor jaca de la ciudad, el mejor tílburi, la mejor ropa; quería tener la novia más bonita. Los diez y seis años de aquella niña fueron como una salida del sol, en que se fijó todo el mundo, que deslumbró a todos. De los diez y seis a los diez y ocho la enfermedad que de años atrás ayudaba tanto a la hermosura de la rubia, que tanto había sufrido, desapareció para dejar paso a la juventud. Durante estos dos años Rosario, así se llamaba, hubiera sido en absoluto feliz... si su novio hubiese sido otro; pero el de la mejor jaca, el del mejor coche la quiso por vanidad, para que le tuvieran envidia; y aunque para entrar en su casa (de una viuda pobre también, como la madre de Juan, también de costumbres cristianas) tuvo que prometer seriedad, y muy pronto se vio obligado a prometer próxima y segura coyunda, lo hizo aturdido, con la vaga conciencia de que no faltaría quien le ayudara a faltar a su palabra. Fueron sus padres, que querían algo mejor (más dinero) para su hijo.
El pollo se fue a viajar, al principio de mala gana; volvió, y al emprender el segundo viaje ya iba contento. Y así siguieron aquellas relaciones, con grandes intermitencias de viajes, cada vez más largos. Rosario estaba enamorada, padecía... pero tenía que perdonar. Su madre, la viuda, disimulaba también, porque si el caprichoso galán dejaba a su hija el desengaño podía hacerla mucho mal; la enfermedad, acaso oculta, podía reaparecer, tal vez incurable. A los diez y ocho años Rosario era la rubia más espiritual, más hermosa de su pueblo; sus ojos negros, grandes y apasionados dolorosamente, los más bellos, los más poéticos ojos... pero ya no era el sol que salía. Estaba acaso más interesante que nunca, pero al vulgo ya no se lo parecía. «Se seca» -decían brutalmente los muchachos que la habían admirado, y pasaban ahora de tarde en tarde por la solitaria plazoleta en que Rosario vivía.
- VII -
Entonces fue cuando Juan de Dios tropezó con su mirada en la plaza de San Pedro. La historia de aquella joven llegó a sus oídos, a poco que quiso escuchar, por boca de los mismos amigos suyos, sacerdotes y todo. Estaba el novio ausente; era la quinta o sexta ausencia, la más larga. La enfermedad volvía. Rosario luchaba; salía con su madre porque no dijeran; pero la rendía el mal, y pasaba temporadas de ocho y quince días en el lecho.
Las tristezas de la niñez enfermiza volvían, mas ahora con la nueva amargura del amor burlado, escarnecido. Sí, escarnecido; ella lo iba comprendiendo; su madre también, pero se engañaban mutuamente. Fingían creer en la palabra y en el amor del que no volvía. Las cartas del ricacho escaseaban, y como era él poco escritor, dejaban ver la frialdad, la distracción con que se redactaban. Cada carta era una alegría al llegar, un dolor al leerla. Todo el bien que las recetas y los consejos higiénicos del médico podían cansar en aquel organismo débil, que se consumía entre ardores y melancolías, quedaba deshecho cada pocos días por uno de aquellos infames papeles.
Y ni la madre ni la hija procuraban un rompimiento que aconsejaba la dignidad, porque cada una a su modo, temían una catástrofe. Había, lo decía el doctor, que evitar una emoción fuerte. Era menos malo dejarse matar poco a poco.
La dignidad se defendía a fuerza de engañan al público, a los maliciosos que acechaban.
Rosario, cuando la salud lo consentía, trabajaba junto a su balcón, con rostro risueño, desdeñando las miradas de algunos adoradores que pasaban por allí; pero no el trato del mundo como en los mejores días de sus amores y de su dicha. A veces la verdad podía más que ella y se quedaba triste y sus miradas pedían socorro para el alma...
Todo esto, y más, acabó por notarlo Juan de Dios, que para ir a muchas partes pasaba desde entonces por la plazoleta en que vivía Rosario. Era una rinconada cerca de la iglesia de un convento que tenía una torre esbelta, que en las noches de luna, en las de cielo estrellado y en las de vaga niebla, se destacaba romántica, tiñendo de poesía mística todo lo que tenía a su sombra, y sobre todo el rincón de casas humildes que tenía al pie como a su amparo.
- VII -
Juan de Dios no dio nombre a lo que sentía, ni aun al llegar a verlo en forma de remordimiento. Al principio aturdido, subyugado con el egoísmo invencible del placer, no hizo más que gozar de su estado. Nada pedía, nada deseaba; sólo veía que ya había para qué vivir, sin morir en Asia.
Pero a la segunda vez que por casualidad su mirada volvió a encontrarse con la de Rosario, apoyada con tristeza en el antepecho de su balcón, Juan tuvo miedo a la intensidad de sus emociones, de aquella sensación dulcísima, y aplicó groseramente nombres vulgares a su sentimiento. En cuanto la palabra interior pronunció tales nombres, la conciencia, se puso a dar terribles gritos, y también dictó sentencia con palabras terminantes, tan groseras e inexactas como los nombres aquellos. «Amor sacrílego, tentación de la carne». «¡De la carne!». Y Juan estaba seguro de no haber deseado jamás ni un beso de aquella criatura: nada de aquella carne, que más le enamoraba cuanto más se desvanecía. «¡Sofisma, sofisma!» gritaba el moralista oficial, el teólogo... y Juan se horrorizaba a sí mismo. No había más remedio. Había que confesarlo. ¡Esto era peor!
Si la plasticidad tosca, grosera, injusta con que se representaba a sí propio su sentir era ya cosa tan diferente de la verdad inefable, incalificable de su pasión, o lo que fuera, ¿cuánto más impropio, injusto, grosero, desacertado, incongruente había de ser el juicio que otros pudieran formar al oírle confesar lo que sentía, pero sin oírle sentir? Juan, confusamente, comprendía estas dificultades: que iba a ser injusto consigo mismo, que iba a alarmar excesivamente al padre espiritual... ¡No cabía explicarle la cosa bien! Buscó un compañero discreto, de experiencia. El compañero no le comprendió. Vio el pecado mayor, por lo mismo que era romántico, platónico. «Era que el diablo se disfrazaba bien; pero allí andaba el diablo».
Al oír de labios ajenos aquellas imposturas que antes se decía él a sí mismo, Juan sintió voces interiores que salían a la defensa de su idealidad herida, profanada. Ni la clase de penitencia que se le imponía, ni los consejos de higiene moral que le daban, tenían nada que ver con su nueva vida: era otra cosa. Cambió de confesor y no cambió de sentencia ni de pronósticos. Más irritada cada vez la conciencia de la justicia en él, se revolvía contra aquella torpeza para entenderla. Y, sin darse cuenta de lo que hacía, cambió el rumbo de su confesión; presentaba el caso con nuevo aspecto, y los nuevos confesores llegaron a convencerse de que se trataba de una tontería sentimental, de una ociosidad pseudomística, de una cosa tan insulsa como inocente.
Llegó día en que al abordar este capítulo el confesor le mandaba pasar a otra materia, sin oírle aquellos platonismos. Hubo más. Lo mismo Juan que sus sagrados confidentes, llegaron a notar que aquel ensueño difuso, inexplicable, coincidía, si no era causa, con una disposición más refinada en la moralidad del penitente: si antes Juan no caía en las tentaciones groseras de la carne, las sentía a lo menos; ahora no... jamás. Su alma estaba más pura de esta mancha que en los mejores tiempos de su esperanza de martirio en Oriente. Hubo un confesor, tal vez indiscreto, que se detuvo a considerar el caso, aunque se guardó de convertir la observación en receta. Al fin Juan acabó por callar en el confesonario todo lo referente a esta situación de su alma; y pues él solo en rigor podía comprender lo que le pasaba, porque lo sentía, él solo vino a ser juez y espía y director de sí mismo en tal aventura. Pasó tiempo, y ya nadie supo de la tentación, si lo era, en que Juan de Dios vivía. Llegó a abandonarse a su adoración como a una delicia lícita, edificante.
De tarde en tarde, por casualidad siempre, pensaba él, los ojos de la niña enferma, asomada a su balcón de la rinconada, se encontraban con la mirada furtiva, de relámpago, del joven místico, mirada en que había la misma expresión tierna, amorosa de los ojos del niño que algún día todos acariciaban en la calle, en el templo.
Sin remordimiento ya, saboreaba Juan aquella dicha sin porvenir, sin esperanza y sin deseos de mayor contento. No pedía más, no quería más, no podía haber más.
No ambicionaba correspondencia que sería absurda, que le repugnaría a él mismo, y que rebajaría a sus ojos la pureza de aquella mujer a quien adoraba idealmente como si ya estuviera allá en el cielo, en lo inasequible. Con amarla, con saborear aquellos rápidos choques de miradas tenía bastante para ver el mundo iluminado de una luz purísima, bañándose en una armonía celeste llena de sentido, de vigor, de promesas ultraterrenas. Todos sus deberes los cumplía con más ahínco, con más ansia; era un refresco espiritual sublime, de una virtud mágica, aquella adoración muda, inocente adoración que no era idolátrica, que no era un fetichismo, porque Juan sabía supeditarla al orden universal, al amor divino. Sí; afinaba y veneraba las cosas por su orden y jerarquía, sólo que al llegar a la niña de la rinconada de las Recoletas, el amor que se debía a todo se impregnaba de una dulzura infinita que transcendía a los demás amores, al de Dios inclusive.
Para mayor prueba de la pureza de su idealidad, tenía el dolor que le acompañaba. ¡Ah, sí! Padecía ella, bien lo observaba Juan, y padecía él. Era, en lo profano (¡qué palabra! -pensaba Juan)- como el amor a la Virgen de las Espadas, a la Dolorosa. En rigor, todo el amor cristiano era así: amor doloroso, amor de luto, amor de lágrimas.
- IX -
«Bien lo veía él; Rosario iba marchitándose. Luchaba en vano, fingía en vano». Juan la compadecía tanto como la amaba. ¡Cuántas noches, al mismo tiempo, estarían ella y él pidiendo a Dios lo mismo: que volviera aquel hombre por quien se moría Rosario!- «¡Sí, se decía Juan, que vuelva; yo no sé lo que será para mí verle junto a ella, pero de todo corazón le pido a Dios que vuelva. ¿Por qué no? Yo no aspiro a nada; yo no puedo tener celos; yo no quiero su cuerpo, ni aun de su alma más que lo que ella da sin querer en cada mirada que por azar llega a la mía. Mi cariño sería infame si, no fuera así». Juan no maldecía sus manteos; no encontraba una cadena en su estado; no, cada vez era mejor sacerdote, estaba más contento de su destino. Mucho menos envidiaba al clero protestante. Un discípulo de Jesús casado... ¡Ca! Imposible. Absurdo. El protestantismo acabaría por comprender que el matrimonio de los clérigos es una torpeza, una fealdad, una falsedad que desnaturaliza y empequeñece la idea cristiana y la misión eclesiástica. Nada; todo estaba bien. Él no pedía nada para sí; todo para ella.
Rosario debía de estar muy sola en su dolor. No tenía amigas. Su madre no hablaba con ella de la pena en que pensaban siempre las dos. El mundo, la gente, no compadecía, espiaba con frialdad maliciosa. Algunas voces de lástima humillante con que los vecinos apuntaban la idea de que Rosario se quedaba sin novio, enferma y pobre, más valía, según Juan, que no llegasen a oídos de la joven.
Sólo él compartía su dolor, sólo él sufría tanto como ella misma. Pero la ley era que esto no lo supiera ella nunca. El mundo era así. Juan no se sublevaba, pero le dolía mucho.
Días y más días contemplaba los postigos del balcón de Rosario, entornados. El corazón se le subía a la garganta: «era que guardaba cama; la debilidad la había vencido hasta el punto de postrarla». Solía durar semanas aquella tristeza de los postigos entornados; entornados, sin duda, para que la claridad del día no hiciese daño a la enferma. Detrás de los vidrios de otro balcón, Juan divisaba a la madre de Rosario, a la viuda enlutada, que cosía por las dos, triste, meditabunda, sin levantar cabeza. ¡Qué solas estaban! No podían adivinar que él, un transeúnte, las acompañaba en su tristeza, en su soledad, desde lejos... Hasta sería una ofensa para todos que lo supieran.
Por la noche, cuando nadie podía sorprenderle, Juan pasaba dos, tres, más veces por la rinconada; la torre poética, misteriosa, o sumida en la niebla, o destacándose en el cielo como con un limbo de luz estelar, le ofrecía en su silencio místico un discreto confidente; no diría nada del misterioso amor que presenciaba, ella, canción de piedra elevada por la fe de las muertas generaciones al culto de otro amor misterioso. En la casa humilde todo era recogimiento, silencio. Tal vez por un resquicio salía del balcón una raya de luz. Juan, sin saberlo, se embelesaba contemplando aquella claridad. «Si duerme ella, yo velo. Si vela... ¿quién le diría que un hombre, al fin soy un hombre, piensa en su dolor y en su belleza espiritual, de ángel, aquí, tan cerca... y tan lejos; desde la calle... y desde lo imposible? No lo sabrá jamás, jamás. Esto es absoluto: jamás. ¿Sabe que vivo? ¿Se ha fijado en mí? ¿Puede sospechar lo que siento? ¿Adivinó ella esta compañía de su dolor?». Aquí empezaba el pecado. No, no había que pensar en esto. Le parecía, no sólo sacrílega, sino ridícula la idea de ser querido... a lo menos así, como las mujeres solían querer a los hombres.- No, entre ellos no había nada común más que la pena de ella, que él había hecho suya.
- X -
Una tarde de Julio un acólito de San Pedro buscó a Juan de Dios, en su paseo solitario por las alamedas, para decirle que corría prisa volver a la iglesia para administrar el Viático. Era la escena de todos los días. Juan, según su costumbre, poco conforme con la general, pero sí con las amonestaciones de la Iglesia, llevaba, además de la Eucaristía, los Santos Óleos. El acólito que tocaba la campanilla delante del triste cortejo guiaba. Juan no había preguntado para quién era; se dejaba llevar. Notó que el farol lo había cogido un caballero y que los cirios se habían repartido en abundancia entre muchos jóvenes conocidos de buen porte. Salieron a la plaza y las dos filas de luces rojizas que el bochorno de la tarde tenía como dormidas, se quebraron, paralelas, torciendo por una calle estrecha. Juan sintió una aprensión dolorosa; no podía ya preguntar a nadie, porque caminaba solo, aislado, por medio del arroyo, con las manos unidas para sostener las Sagradas Formas. Llegaron a la plazuela de las Descalzas, y las luces, tras el triste lamento de la esquila, guiándose como un rebaño de espíritus, místico y fúnebre, subieron calle arriba por la de Cereros. En los Cuatro Cantones Juan vio una esperanza: si la campanilla seguía de frente, bajando por la calle de Platerías, bueno; si tiraba a la derecha, también; pero si tomaba la izquierda... Tomó por la izquierda, y por la izquierda doblaban los cirios desapareciendo.
Juan sintió que la aprensión se la convertía en terrible presentimiento; en congoja fría, en temblor invencible. Apretaba convulso su sagrada carga para no dejarla caer; los pies se le enredaban en la ropa talar. El crepúsculo en aquella estrechez, entre casas altas, sombrías, pobres, parecía ya la noche. Al fin de la calle larga, angosta, estaba la plazuela de las Recoletas. Al llegar a ella miró Juan a la torre como preguntándole, como pidiéndole amparo... Las luces tristes descendían hacía la rinconada, y las dos filas se detuvieron a la puerta a que nunca había osado llegar Juan de Dios en sus noches de vigilia amorosa y sin pecado. La comitiva no se movía; era él, Juan, el sacerdote, el que tenía que seguir andando. Todos le miraban, todos le esperaban. Llevaba a Dios.
Por eso, porque llevaba en sus manos el Señor, la salud del alma, pudo seguir, aunque despacio, esperando a que un pie estuviera bien firme sobre el suelo para mover el otro. No era él quien llevaba el Señor, era el Señor quien le llevaba a él: iba agarrado al sacro depósito que la Iglesia le confiaba como a una mano que del cielo le tendieran. «¡Caer, no!» pensaba. Hubo un instante en que su dolor desapareció para dejar sitio al cuidado absorbente de no caer.
Llegó al portal, inundado de luz. Subió la escalera, que jamás había visto. Entró en una salita pobre, blanqueada, baja de techo. Un altarcico improvisado estaba enfrente, iluminado por cuatro cirios. Le hicieron torcer a la derecha, levantaron una cortina; y en una alcoba pequeña, humilde, pero limpia, fresca, santuario de casta virginidad, en un lecho de hierro pintado, bajo una colcha de flores de color de rosa, vio la cabeza rubia que jamás se había atrevido a mirar a su gusto, y entre aquel esplendor de oro vio los ojos que le habían transformado el mundo mirándole sin querer. Ahora le miraban fijos, a él, sólo a él. Le esperaban, le deseaban; porque llevaba el bien verdadero, el que no es barro, el que no es viento, el que no es mentira.- ¡Divino Sacramento! pensó Juan que, a través de su dolor, vio cómo en un cuadro, en su cerebro, la última Cena y al apóstol de su nombre, al dulce San Juan, al bien amado, que desfalleciendo de amor apoyaba la cabeza en el hombro del Maestro que les repartía en un poco de pan su cuerpo.
El sacerdote y la enferma se hablaron por la vez primera en la vida. De las manos de Juan recibió Rosario la Sagrada Hostia, mientras a los pies del lecho, la madre, de rodillas, sollozaba.
Después de comulgar, la niña sonrió al que le había traído aquel consuelo. Procuró hablar, y con voz muy dulce y muy honda dijo que le conocía, que recordaba haberle besado las manos el día de su primera misa, siendo ella muy pequeña; y después, que le había visto pasar muchas veces por la plazuela.
-«Debe usted de vivir por ahí cerca...».
Juan de Dios contemplaba tranquilo, sin vergüenza, sin remordimiento, aquellos pálidos, aquellos pobres músculos muertos, aniquilados. «He aquí la carne que yo adoraba, que yo adoro», pensó sin miedo, contento de sí mismo en medio del dolor de aquella muerte. Y se acordó de las velas como juncos que tan pronto se consumían ardiendo en su altar de niño.
Rosario misma pidió la Extremaunción. La madre dijo que era lo convenido entre ellas. Era malo esperar demasiado. En aquella casa no asustaban como síntomas de muerte estos santas cuidados de la religión solícita. Juan de Dios comprendió que se trataba de cristianas verdaderas, y se puso a administrar el último sacramento sin preparativos contra la aprensión y el miedo; nada tenía que ver aquello con la muerte, sino con la vida eterna. La presencia de Dios unía en un vínculo puro, sin nombre, aquellas almas buenas. Este tocado último, el supremo, lo hizo Rosario sonriente, aunque ya no pudo hablar más que con los ojos. Juan la ayudó en él con toda la pureza espiritual de su dignidad, sagrada en tal oficio. Todo lo meramente humano estaba allí como en suspenso.
Pero hubo que separarse. Juan de Dios salió de la alcoba, atravesó la sala, llegó a la escalera... y pudo bajarla porque llevaba el Señor en sus manos. A cada escalón temía desplomarse. Haciendo eses llegó al portal. El corazón se le rompía. La transfiguración de allá arriba había desaparecido. Lo humano, puro también a su modo, volvía a borbotones.
«¡No volvería a ver aquellos ojos!». Al primer paso que dio en la calle, Juan se tambaleó, perdió la vista y vino a tierra. Cayó sobre las losas de la acera. Le levantaron; recobró el sentido. El oleum infirmorum corría lentamente sobre la piedra bruñida. Juan, aterrado, pidió algodones, pidió fuego; se tendió de bruces, empapó el algodón, quemó el líquido vertido, enjugó la piedra lo mejor que pudo. Mientras se afanaba, el rostro contra la tierra, secando la losa, sus lágrimas corrían y caían, mezclándose con el óleo derramado. Cesó el terror. En medio de su tristeza infinita se sintió tranquilo, sin culpa. Y una voz honda, muy honda, mientras él trabajaba para evitar toda profanación, frotando la piedra manchada de aceite, le decía en las entrañas:
«¿No querías el martirio por amor Mío? Ahí le tienes. ¿Qué importa en Asia o aquí mismo? El dolor y Yo estamos en todas partes».
¡Adiós, Cordera!
Eran tres: siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.
El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.
Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.
La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo, como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse.- Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.
Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina.- ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!
Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.
«El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas, adelante... ¡todo eso estaba tan lejos!».
Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.
En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas. Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las penas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más obscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad sonadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera; que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando son de perezosa esquila.
En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pensados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.
Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura; y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.
En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.
En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso para estrar el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que la hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación, y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego, y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:
-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.
Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan.
Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella, sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.
Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no paso de ahí; antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos aritos de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.
«Cuidadla, es vuestro sustento», parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo.
El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte.
Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había qué decir palabra a los neños. Un sábado de Julio, al ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. «Sin duda, mío pá la había llevado al xatu». No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos, acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.
Al obscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.
No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío el que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. «No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale». Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.
En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho.
El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón; como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso... Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.
Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.
El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle.
Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.
«¡Se iba la vieja!» -pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.
«Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela». Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba su Cordera.
El viernes, al obscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral obscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, mal humorado, clamaba desde casa:
-Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes! -Así gritaba de lejos el padre con voz de lágrimas.
Caía la noche; por la calleja obscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tin tan pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.
-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma!
-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.
-Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de Julio en la aldea...
Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos, triste; aquel día, el Somonte sin la Cordera parecía el desierto.
De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.
-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.
-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla.
Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo:
-La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas... los indianos.
-¡Adiós, Cordera!
-¡Adiós, Cordera!
Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones...
-¡Adiós, Cordera!...
-¡Adiós, Cordera!...
Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el Rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble.
Y una tarde triste de Octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían.
Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:
-¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera!
-¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mío alma!...
«Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas».
Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo al tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos...
¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.
-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!
Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh! bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado tomó un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad; de muerte.
En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante
-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!
Cambio de luz
A los cuarenta años era D. Jorge Arial, para los que le trataban de cerca, el hombre más feliz de cuantos saben contentarse con una acerada medianía y con la paz en el trabajo y en el amor de los sayos; y además era uno de los mortales más activos y que mejor saben estilar las horas, llenándolas de sustancia, de útiles quehaceres. Pero de esto último sabían, no sólo sus amigos, sino la gran multitud de sus lectores y admiradores y discípulos. Del mucho trabajar, que veían todos, no cabía duda; mas de aquella dicha que los íntimos leían en su rostro y observando su carácter y su vida, tenía D. Jorge algo que decir para sus adentros, sólo para sus adentros, si bien no negaba él, y hubiera tenido a impiedad inmoralísima el negarlo, que todas las cosas perecederas le sonreían, y que el nido amoroso que en el mundo había sabido construirse, no sin grandes esfuerzos de cuerpo y alma, era que ni pintado para su modo de ser.
Las grandezas que no tenía, no las ambicionaba, ni sonaba con ellas, y hasta cuando en sus escritos tenía que figurárselas para describirlas, le costaba gran esfuerzo imaginarlas y sentirlas. Las pequeñas y disculpables vanidades a que su espíritu se rendía, como verbi gracia, la no escasa estimación en que tenía el aprecio de los doctos y de los buenos, y hasta la admiración y simpatía de los ignorantes y sencillos, veíalas satisfechas, pues era su nombre famoso, con sólida fama, y popular; de suerte que esta popularidad que le aseguraba el renombre entre los muchos, no le perjudicaba en la estimación de los escogidos. Y por fin, su dicha grande, seria, era su casa, su mujer, sus hijos; tres cabezas rubias, y él decía también, tres almas rubias, doradas, mi lira, como los llamaba al pasar la mano por aquellas frentes blancas, altas, despejadas, que destellaban la idea noble que sirve ante todo para ensanchar el horizonte del amor.
Aquella esposa y aquellos hijos, una pareja; la madre hermosa, que parecía hermana de la hija, que era un botón de oro de quince abriles, y el hijo de doce años, remedo varonil y gracioso de su madre y de su hermana, y esta, la dominante, como él decía, parecían, en efecto, estrofa, antistrofa y épodo de un himno perenne de dicha en la virtud, en la gracia, en la inocencia y la sencilla y noble sinceridad. «Todos sois mis hijos, pensaba D. Jorge, incluyendo a su mujer; todos nacisteis de la espuma de mis ensueños».- Pero eran ensueños con dientes, y que apretaban de firme, porque como todos eran jóvenes, estaban sanos y no tenían remordimientos ni disgustos que robaran el apetito, comían que devoraban, sin llegar a glotones, pero pasando con mucho de ascetas. Y como no vivían sólo de pan, en vestirlos como convenía a su clase y a su hermosura, que es otra clase, y al cariño que el amo de la casa les tenía, se iba otro buen pico, sobre todo en los trajes de la dominante. Y mucho más que en cubrir y adornar el cuerpo de su gente gastaba el padre en vestir la desnudez de su cerebro y en adornar su espíritu con la instrucción y la educación más esmeradas que podía; y como este es artículo de lujo entre nosotros, en maestros, instrumentos de instrucción y otros accesorios de la enseñanza de su pareja se le iba a D. Jorge una gran parte de su salario y otra no menos importante de su tiempo, pues él dirigía todo aquel negocio tan grave, siendo el principal maestro y el único que no cobraba.- No crea el lector que apunta aquí el pero de la dicha de D. Jorge; no estaba en las dificultades económicas la espina que guardaba para sus adentros Arial, siempre apacible. Costábale, sí, muchos sudores juntar los cabos del presupuesto doméstico; pero conseguía triunfar siempre gracias a su mucho trabajo, el cual era para él una sagrada obligación, además, por otros conceptos más filosóficos y altruistas, aunque no más santos, que el amor de los suyos.
Muchas eran sus ocupaciones y en todas se distinguía por la inteligencia, el arte, la asiduidad y el esmero. Siguiendo una vocación, había llegado a cultivar muchos estudios, porque ahondando en cualquier cosa se llega a las demás. Había empezado por enamorarse de la belleza que entra por los ojos, y esta vocación, que le hizo pintor en un principio, le obligó después a ser naturalista, químico, fisiólogo; y de esta excursión a las profundidades de la realidad física sacó en limpio, ante todo, una especie de religión de la verdad plástica que le hizo entregarse a la filosofía... y abandonar los pinceles. No se sintió gran maestro, no vio en sí un intérprete de esas dos grandes formas de la belleza que se llaman idealismo y realismo, no se encontró, con las fuerzas de Rafael ni de Velázquez, y, suavemente y sin dolores del amor propio, se fue transformando en un pensador y en amador del arte; y fue un sabio en estética, un crítico de pintura, un profesor insigne; y después un artista de la pluma, un historiador del arte con el arte de un novelista. Y de todas estas habilidades y maestrías a que le había ido llevando la sinceridad con que seguía las voces de su vocación verdadera, los instintos de sus facultades, fue sacando sin violencia ni simonía provecho para la hacienda, cosa tan poética como la que más al mirarla como el medio necesario para tener en casa aquella dicha que tenía, aquellos amores, que, sólo en botas, le gastaban un dineral.
Al verle ir y venir, y encerrarse para trabajar, y después correr con el producto de sus encerronas a casa de quien había de pagárselo; siempre activo, siempre afable, siempre lleno de la realidad ambiente, de la vida que se le imponía con toda su seriedad, pero no tristeza, nadie, y menos sus amigos, y su mujer y sus hijos, hubiera adivinado detrás de aquella mirada franca, serena, cariñosa, una pena, una llaga.
Pero la había. Y no se podía hablar de ella. Primero, porque era un deber guardar aquel dolor para sí; después, porque hubiera sido inútil quejarse; sus familiares no le hubieran comprendido, y más valía así.
Cuando en presencia de D. Jorge se hablaba de los incrédulos, de los escépticos; de los poetas que cantan sus dudas, que se quejan de la musa del análisis, Arial se ponía de mal humor, y, cosa rara en él, se irritaba. Había que cambiar de conversación o se marchaba D. Jorge.- «Esos, decía, son males secretos que no tienen gracia, y en cambio entristecen a los demás y pueden contagiarse. El qué no tenga fe, el que dude, el que vacile, que se aguante y calle y luche por vencer esa flaqueza. Una vez, repetía Arial en tales casos, un discípulo de San Francisco mostraba su tristeza delante del maestro, tristeza que nacía de sus escrúpulos de conciencia; del miedo de haber ofendido a Dios; y el santo le dijo: «Retiraos, hermano, y no turbéis la alegría de los demás; eso que os pasa son cuentas vuestras y de Dios: arregladlas con él a solas».
A solas procuraba arreglar sus cuentas D. Jorge, pero no le salían bien siempre, y esta era su pena. Sus estudios filosóficos, sus meditaciones y sus experimentos y observaciones de fisiología, de anatomía, de química, etc., etc., habían desenvuelto en él, de modo excesivo, el espíritu del análisis empírico; aquel enamoramiento de la belleza plástica, aparente, visible y palpable, le había llevado, sin sentirlo, a cierto materialismo intelectual, contra el que tenía que vivir prevenido. Su corazón necesitaba fe, y la clase de filosofía y de ciencia que había profundizado le llevaban al dogma materialista de ver y creer. Las ideas predominantes en su tiempo entre los sabios cuyas obras él más tenía que estudiar; la índole de sus investigaciones de naturalista y fisiólogo y crítico de artes plásticas le habían llevado a una predisposición reflexiva que pugnaba con los anhelos más íntimos de su sensibilidad de creyente.
Don Jorge sentía así: «Si hay Dios, todo está bien. Si no hay Dios, todo está mal. Mi mujer, mi hijo, la dominante, la paz de mi casa, la belleza del mundo, el divino placer de entenderla, la tranquilidad de la conciencia... todo eso, los mayores tesoros de la vida, si no hay Dios, es polvo, humo, ceniza, viento, nada... Pura apariencia, congruencia ilusoria, sustancia fingida; positiva sombra, dolor sin causa, pero seguro, lo único cierto. Pero si hay Dios, ¿qué importan todos los males? Trabajos, luchas, desgracias, desengaños, vejez, desilusión, muerte, ¿qué importan? Si hay Dios, todo está bien, si no hay Dios, todo esta mal».
Y el amor de Dios era el vapor de aquella máquina siempre activa; el amor de Dios, que envolvía, como los pétalos encierran los estambres, el amor a sus hijos, a su mujer, a la belleza, a la conciencia tranquila, le animaba en el trabajo incesante, en aquella suave asimilación de la vida ambiente, en la adaptación a todas las cosas que le rodeaban y por cuya realidad seria, evidente, se dejaba influir.
Pero a lo mejor, en el cerebro de aquel místico vergonzante, místico activo y alegre, estallaba, como una estúpida frase hecha, esta duda, esta pregunta del materialismo lógico de su ciencia de analista empírico:
«¿Y si no hay Dios? Puede que no haya Dios. Nadie ha visto a Dios. La ciencia de los hechos no prueba a Dios...».
Don Jorge Arial despreciaba al pobre diablo científico, positivista, que en el fondo de su cerebro se le presentaba con este obstruccionismo; pero a pesar de este desprecio, oía al miserable, y discutía con él, y unas veces tenía algo que contestarle, aun en el terreno de la fría lógica, de la mera intelectualidad... y otras veces no.
Esta era la pena, este el tormento del señor Arial.
Es claro que gritase lo que gritase el materialista-escéptico, el que ponía a Dios en tela de juicio, D. Jorge seguía trabajando de firme, afanándose por el pan de sus hijos y educándolos, y amando a toda su casa y cumpliendo como un justo con la infinidad de sus deberes... pero la espina dentro estaba. «Porque, si no hubiera Dios, decía el corazón, todo aquello era inútil, apariencia, idolatría», y el científico añadía: «¡Y cómo puede no haberlo!...».
Todo esto había que callarlo, porque hasta ridículo hubiera parecido a muchos, confesado como un dolor cierto, serio, grande. «Cuestión de nervios» le hubieran dicho. «Ociosidad de un hombre feliz a quien Dios va a castigar por darse un tormento inútil cuando todo le sonríe». Y en cuanto a los sayos, a quienes más hubiera D. Jorge querido comunicar su pena, ¡cómo confesarles la causa! Si no le comprendían ¡qué tristeza! Si le comprendían... ¡qué tristeza y qué pecado y qué peligro! Antes morir de aquel dolor. A pesar de ser tan activo, de tener tantas ocupaciones, le quedaba tiempo para consagrar la mitad de las horas que no dormía a pensar en su duda, a discutir consigo mismo. Ante el mundo su existencia corría con la monotonía de un destino feliz; para sus adentros su vida era una serie de batallas; ¡días de triunfo -¡oh, qué voluptuosidad espiritual entonces!- seguidos de horrorosos días de derrota, en que había que fingir la ecuanimidad de siempre, y amar lo mismo, y hacer lo mismo y cumplir los mismos deberes.
Para la mujer, los hijos y los amigos y discípulos queridos de D. Jorge, aquel dolor oculto llegó a no ser un misterio, no porque adivinaran su causa, si no porque empezaron a sentir sus efectos: le sorprendían a veces preocupado sin motivo conocido, triste; y hasta en el rostro y en cierto desmayo de todo el cuerpo vieron síntomas del disgusto, del dolor evidente. Le buscaron causa y no dieron con ella. Se equivocaron al atribuirla al temor de un mal positivo, a una aprensión, no desprovista de fundamento por completo. Lo peor era que el miedo de un mal, tal vez remoto, tal vez incierto, pero terrible si llegaba, también les iba invadiendo a ellos, a la noble esposa sobre todo, y no era extraño que la aprensión que ellos tenían quisieran verla en las tristezas misteriosas de D. Jorge.
Nadie hablaba de ello, pero llegó tiempo en que apenas se pensaba en otra cosa; todos los silencios de las animadas chácharas en aquel nido de alegrías, aludían al temor de una desgracia, temor cuya presencia ocultaban todos como si fuese una vergüenza.
Era el caso que el trabajo excesivo, el abuso de las vigilias, el constante empleo de los ojos en lecturas nocturnas, en investigaciones de documentos de intrincados caracteres y en observaciones de menudísimos pormenores de laboratorio, y acaso más que nada, la gran excitación nerviosa, habían debilitado la vista del sabio, miope antes, y ahora incapaz de distinguir bien lo cercano... sin el consuelo de haberse convertido en águila para lo distante. En sauna, no veía bien ni de cerca ni de lejos. Las jaquecas frecuentes que padecía le causaban perturbaciones extrañas en la visión: dejaba de ver los objetos con la intensidad ordinaria; los veía y no los veía, y tenía que cerrar los ojos para no padecer el tormento inexplicable de esta parálisis pasajera, cuyos fenómenos subjetivos no podía siquiera puntualizará los médicos. Otras veces veía manchas ante los objetos, manchas móviles; en ocasiones puntos de color, azules, rojos... muy a mentido, al despertar especialmente, lo veía todo tembloroso y como desmenuzado... Padecía bastante, pero no hizo caso: no era aquello lo que le preocupaba a él.
Pero a la familia sí. Y Hubo consultas, y los pronósticos no fueron muy tranquilizadores. Como fue agravándose el mal, el mismo D. Jorge tomó en serio la enfermedad, y, en secreto, como habían consultado por él, consultó a su vez, y la ciencia le metió miedo para que se cuidara y evitase el trabajo nocturno y otros excesos. Arial obedeció a medias y se asustó a medias también.
Con aquella nueva vida a que le obligaron sus precauciones higiénicas, coincidió en él un paulatino cambio del espíritu que sentía venir con hondo y obscuro deleite. Notó que perdía afición al análisis de laboratorio, a las preciosidades de la miniatura en el arte, a las delicias del pormenor en la crítica, a la claridad plástica en la literatura y en la filosofía: el arte del dibujo y del color le llamaba menos la atención que antes; no gozaba ya tanto en presencia de los cuadros célebres. Era cada día menos activo y más sonador. Se sorprendía a veces holgando, pasando las horas muertas sin examinar nada, sin estudiar cosa alguna concreta; y sin embargo, no le acusaba la conciencia con el doloroso vacío que siempre nos delata la ociosidad verdadera. Sentía que el tiempo de aquellas vagas meditaciones no era perdido.
Una noche, oyendo a un famoso sexteto de ínclitos profesores interpretar las piezas más selectas del repertorio clásico, sintió con delicia y orgullo que a él le había nacido algo en el alma para comprender y amar la gran música. La sonata de Krentzer, que siempre había oído alabar sin penetrar su mérito como era debido, le produjo tal efecto, que temió haberse vuelto loco; aquel hablar sin palabras, de la música serena, graciosa, profunda, casta, seria, sencilla, noble; aquella revelación, que parecía extranatural, de las afinidades armónicas de las cosas, por el lenguaje de las vibraciones íntimas; aquella elocuencia sin conceptos del sonido sabio y sentimental, le pusieron en un estado místico que él comparaba al que debió experimentar Moisés ante la zarza ardiendo.
Vino después un oratorio de Handel a poner el sello religioso más determinado y más tierno a las impresiones anteriores. Un profundísimo sentimiento de humildad le inundó el alma; notó humedad de lágrimas bajo los párpados y escondió de las miradas profanas aquel tesoro de su misteriosa religiosidad estética, que tan pobre hubiera sido como argumento en cualquier discusión lógica y que ante su corazón tenía la voz de lo inefable.
En adelante buscó la música por la música, y cuando esta era buena y la ocasión propicia, siempre obtuvo análogo resultado. Su hijo era un pianista algo mejor que mediano, empezó Arial a fijarse en ello, y venciendo la vulgaridad de encontrar detestable la música de las teclas, adquirió la fe de la música buena en malas manos, es decir, creyó que en poder de un pianista regular suena bien una gran música. Gozó oyendo a su hijo las obras de los maestros. Como sus ratos de ocio iban siendo cada día mayores, porque los médicos le obligaban a dejar en reposo la vista horas y horas, sobre todo de noche, don Jorge, que no sabía estar sin ocupaciones, discurrió, o mejor, fue haciéndolo sin pensarlo, sin darse cuenta de ello, tentar él mismo fortuna, dejando resbalar los dedos sobre las teclas. Para aprender música como Dios manda era tarde; además, leer en el pentágrama hubiese sido cansar la vista como con cualquiera otra lectura. Se acordó de que en cierto café de Zaragoza había visto a un ciego tocar el piano primorosamente. Arial, cuando nadie le veía, de noche, a obscuras, se sentaba delante del Erard de su hijo, y cerrando los ojos, para que las tinieblas fuesen absolutas, por instinto, como él decía, tocaba a su manera melodías sencillas, mitad reminiscencias de óperas y de sonatas, mitad invención suya. La mano izquierda le daba mucho que hacer y no obedecía al instinto del ciego voluntario; pero la derecha, como no exigieran de ella grandes prodigios, no se portaba mal. Mi música llamaba Arial a aquellos conciertos solitarios, música subjetiva que no podía ser agradable más que para él, que soñaba, y sonaba llorando dulcemente a solas, mientras su fantasía y su corazón seguían la corriente y el ritmo de aquella melodía suave, noble, humilde, seria y sentimental en su pobreza.
A veces tropezaban sus dedos, como con un tesoro, con frases breves, pero intensas, que recordaban, sin imitarlos, motivos de Mozart y otros maestros. Don Jorge experimentaba un pueril orgullo, del que se reía después, no con toda sinceridad. Y a veces, al sorprenderse con estas pretensiones de músico que no sabe música, se decía: «Temen que me vuelva ciego, y lo que voy a volverme es loco». A tanto llegaba esta que él sospechaba locura, que en muchas ocasiones, mientras tocaba y en su cerebro seguía batallando con el tormento metafísico de sus dudas, de repente una melodía nueva, misteriosa, le parecía una revelación, una voz de lo explicable que le pedía llorando interpretación, traducción lógica, literaria... Si no hubiera Dios, pensaba entonces Arial, estas combinaciones de sonidos no me dirían esto; no habría este rumor como de fuente escondida bajo hierba, que me revela la frescura del ideal que puede apagar mi sed. Un pesimista ha dicho que la música habla de un mundo que debía existir; yo digo que nos habla de un mundo que debe de existir.
Muchas veces hacía que su hija le leyera las lucubraciones en que Wagner defendió sus sistemas, y les encontraba un sentido muy profundo que no había visto cuando, años atrás, las leía con la preocupación de crítico de estética que ama la claridad plástica y aborrece el misterio nebuloso y los tanteos místicos.
En tanto, el mal crecía, a pesar de haber disminuido el trabajo de los ojos: la desgracia temida se acercaba.
Él no quería mirar aquel abismo de la noche eterna, anticipación de los abismos de ultratumba.
«Quedarse ciego, se decía, es como ser enterrado en vida».
Una noche, la pasión del trabajo, la exaltación de la fantasía creadora pudo en él más que la prudencia, y a hurtadillas de su mujer y de sus hijos escribió y escribió horas y horas a la luz de un quinqué. Era el asunto de invención poética, pero de fondo religioso, metafísico; el cerebro vibraba con impulso increíble; la máquina, a todo vapor, movía las cien mil ruedas y correas de aquella fábrica misteriosa, y ya no era empresa fácil apagar los hornos, contener el vértigo de las ideas. Como tantas otras noches de sus mejores tiempos, D. Jorge se acostó... sin dejar de trabajar, trabajando para el obispo, como él decía cuando, después de dejar la pluma y renunciar al provecho de sus ideas, estas seguían gritando, engranándose, produciendo pensamiento que se perdía, que se esparcía inútilmente por el mundo. Ya sabía él que este tormento febril era peligroso, y ni siquiera le halagaba la vanidad como en los días de la petulante juventud. No era más que un dolor material, como el de muelas. Sin embargo, cuando al calor de las sábanas la excitación nerviosa, sin calmarse, se hizo placentera, se dejó embriagar como en una orgía de corazón y cabeza, y sintiéndose arrebatado como a una vorágine mística, se dejó ir, se dejó ir, y con delicia se vio sumido en un paraíso subterráneo luminoso, pero con una especie de luz eléctrica, no luz de sol, que no había, sino de las entrañas de cada casa, luz que se confundía disparatadamente con las vibraciones musicales: el timbre sonoro era, además, la luz.
Aquella luz prendió en el espíritu; se sintió iluminado y no tuvo esta vez miedo a la locura. Con calma, con lógica, con profunda intuición sintió filosofar a su cerebro y atacar de frente los más formidables fuertes de la ciencia atea; vio entonces la realidad de lo divino, no con evidencia matemática, que bien sabía él que esta era relativa y condicional y precaria, sino con evidencia esencial; vio la verdad de Dios, el creador santo del Universo, sin contradicción posible. Una voz de convicción le gritaba que no era aquello fenómeno histérico, arranque místico; y don Jorge, por la primera vez después de muchos años, sintió el impulso de orar como un creyente, de adorar con el cuerpo también, y se incorporó en su lecho, y al notar que las lágrimas ardientes, grandes, pausadas, resbalaban por su rostro, las dejó ir, sin vergüenza, humilde y feliz, ¡oh! sí, feliz para siempre. «Puesto que había Dios, todo estaba bien».
Un reloj dio la hora. Ya debía de ser de día. Miró hacia la ventana. Por las rendijas no entraba luz. Dio un salto, saliendo del lecho, abrió un postigo y... el sol había abandonado a la aurora, no la seguía; el alba era noche. Ni sol ni estrellas. El reloj repitió la hora. El sol debía estar sobre el horizonte y no estaba. El cielo se había caído al abismo. «¡Estoy ciego!» pensó Arial mientras un sudor terrible le inundaba el cuerpo y un escalofrío azotándole la piel, le absorbía el ánimo y el sentido. Lleno de pavor, cayó al suelo.
Cuando volvió en sí, se sintió en su lecho. Le rodeaban su mujer, sus hijos, su médico. No los veía; no veía nada. Faltaba el tormento mayor; tendría que decirles: no veo. Pero ya tenía valor para todo. «Seguía habiendo Dios, y todo estaba bien». Antes que la pena de contar su desgracia a los suyos sintió la ternura infinita de la piedad cierta, segura, tranquila, sosegada, agradecida. Lloró sin duelo.
«Salid sin duelo, lágrimas, corriendo»,
tuvo serenidad para pensar, dando al verso de Garcilaso un sentido sublime.
«¿Cómo decirles que no veo... si en rigor sí veo? Veo de otra manera; veo las cosas por dentro; veo la verdad; veo el amor. Ellos sí que no me verán a mí...».
Hubo llantos, gritos, síncopes, abrazos locos, desesperación sin fin cuando, a fuerza de rodeos, Arial declaró su estado. Él procuraba tranquilizarlos con consuelos vulgares, con esperanzas de sanar, con el valor y la resignación que tenía, etc., etc.; pero no podía comunicarles la fe en su propia alegría, en su propia serenidad íntimas. No le entenderían, no podían entenderle; creerían que los engañaba para mitigar su pena. Además, no podía delante de extraños hacer el papel de estoico, ni de Sócrates o cosa por el estilo. Más valía dejar al tiempo el trabajo de persuadir a las tres cuerdas de la lira, a aquella madre, a aquellos hijos, de que el amo de la casa no padecería tanto como ellos pensaban por haber perdido la luz; porque había descubierto otra. Ahora veía por dentro.
Pasó el tiempo, en efecto, que es el lazarillo de ciegos y de linces, y va delante de todos abriéndoles camino.
En la casa de Arial había sucedido a la antigua alegría el terror, el espanto de aquella desgracia, dolor sin más consuelo que el no ser desesperado, porque los médicos dejaron vislumbrar lejana posibilidad de devolver la vista al pobre ciego. Más adelante la esperanza se fue desvaneciendo con el agudo padecer del infortunio todavía nuevo; y todo aquel sentir insoportable, de excitación continua, se trocó para la mujer y los hijos de D. Jorge en taciturna melancolía, en resignación triste: el hábito hizo tolerable la desgracia; el tiempo, al mitigar la pena, mató el consuelo de la esperanza. Ya nadie esperaba en que volviera la luz a los ojos de Arial, pero todos fueron comprendiendo que podían seguir viviendo en aquel estado. Verdad es que más que el desgaste del dolor por el roce de las horas, pudo en tal lenitivo la convicción que fueron adquiriendo aquellos pedazos del alma del enfermo de que este había descubierto, al perder la luz, mundos interiores en que había consuelos grandes, paz, hasta alegrías.
Por santo que fuera el esposo adorado, el padre amabilísimo, no podría fingir continuamente y cada vez con más arte la calma dulce conque había acogido su desventura. Poco a poco llegó a persuadirlos de que él seguía siendo feliz, aunque de otro modo que antes.
Los gastos de la casa hubo que reducirlos mucho, porque la mina del trabajo, si no se agotó, perdió muchos de sus filones. Arial siguió publicando artículos y hasta libros, porque su hija escribía por él, al dictado, y su hijo leía, buscaba datos en las bibliotecas y archivos.
Pero las obras del insigne crítico de estética pictórica, de historia artística fueron tomando otro rumbo: se referían a asuntos en que intervenían poco los testimonios de la vista.
Los trabajos iban teniendo menos color y más alma. Es claro que, a pesar de tales expedientes, Arial ganaba mucho menos. Pero, ¿y qué? La vida exigía ahora mucho menos también; no por economía sólo, sino principalmente por pena, por amor al ciego, madre e hijos se despidieron de teatros, bailes, paseos, excursiones, lujo de ropa y muebles ¿para qué? ¡Él no había de verlo! Además, el mayor gasto de la casa, la educación de la querida pareja, ya estaba hecho; sabían lo suficiente, sobraban ya los maestros.
En adelante, amarse, juntarse alrededor del hogar y alrededor del cariño, cerca del ciego, cerca del fuego. Hacían una pilla en que Arial pensaba por todos y los demás veían por él. Para no olvidarse de las formas y colores del mundo, que tenía grabado en la imaginación como un infinito museo, don Jorge pedía noticias de continuo a su mujer y a sus hijos: ante todo de ellos mismos, de los cabellos de la dominante, del bozo que le había apuntado al chico... de la primera cana de la madre. Después noticias del cielo, de los celajes, de los verdores de la primavera... «¡Oh! después de todo, siempre es lo mismo. ¡Como si lo viera!».
«Compadeced a los ciegos de nacimiento, pero a mí no. La luz del sol no se olvida: el color de la rosa es como el recuerdo de unos amores; su perfume me lo hace ver, como una caricia de la dominante me habla de las miradas primeras con que me enamoró su madre. Y ¡sobre todo, está ahí la música!
Y D. Jorge, a tientas, se dirigía al piano, y como cuando tocaba a obscuras, cerrando los ojos de noche, tocaba ahora, sin cerrarlos, al mediodía... Ya no se reían los hijos y la madre de las melodías que improvisaba el padre: también a ellos se les figuraba que querían decir algo, muy obscuramente... Para él, para D. Jorge, eran bien claras, más que nunca; eran todo un himnario de la fe inenarrable que él había creado para sus adentros; su religión de ciego; eran una dogmática en solfa, una teología en dos o tres octavas.
Don Jorge hubiera querido, para intimar más, mucho más, con los suyos, ya que ellos nunca se separaban de él, no separarse él jamás de ellos con el pensamiento, y para esto iniciarlos en sus ideas, en su dulcísima creencia... pero un rubor singular se lo impedía. Hablar con su hija y con su mujer de las cosas misteriosas de la otra vida, de lo metafísico y fundamental, le daba vergüenza y miedo. No podrían entenderle. La educación, en nuestro país particularmente, hace que los más unidos por el amor estén muy distantes entre sí en lo más espiritual y más grave. Además, la fe racional y trabajada por el alma pensadora y tierna- ¡es cosa tan personal, tan inefable!- Prefería entenderse con los suyos por música. ¡Oh, de esta suerte, sí! Beethoven, Mozart, Handel, hablaban a todos cuatro de lo mismo. Les decían, bien claro estaba, que el pobre ciego tenía dentro del alma otra luz, luz de esperanza, luz de amor, de santo respeto al misterio sagrado... La poesía no tiene dentro ni fuera, fondo ni superficie; toda es transparencia, luz increada y que penetra al través de todo... la luz material se queda en la superficie, como la explicación intelectual, lógica, de las realidades resbala sobre los objetos sin comunicarnos su esencia...
Pero la música que todas esta cosas decía a todos, según Arial, no era la suya, sino la que tocaba su hijo. El cual se sentaba al piano y pedía a Dios inspiración para llevar al alma del padre la alegría mística con el beleño de las notas sublimes; Arial, en una silla baja, se colocaba cerca del músico para poder palparle disimuladamente de cuando en cuando: al lado de Arial, tocándole con las rodillas, había de estar su compañera de luz y sombra, de dicha y de dolor, de vida y muerte... y más cerca que todos, casi sentada sobre el regazo, tenía a la dominante... y de tarde en tarde, cuando el amor se lo pedía, cuando el ansia de vivir, comunicándose con todo de todas maneras, le hacía sentir la nostalgia de la visión, de la luz física, del verbo solar... cogía entre las manos la cabeza de su hija, se acariciaba con ella las mejillas... y la seda rubia, suave, de aquella flor con ideas en el cáliz, le metía en el alma con su contacto todos los rayos de sol que no había de ver y a en la vida... ¡Oh! En su espíritu, sólo Dios entraba más adentro.
El centauro
Violeta Pagés, hija de un librepensador catalán, opulento industrial, se educó, si aquello fue educarse, hasta los quince años, como el diablo quiso, y de los quince años en adelante como quiso ella. Anduvo por muchos colegios extranjeros, aprendió muchas lenguas vivas, en todas las cuales sabía expresar correctamente las herejías de su señor padre, dogmas en casa. Sabía más que un bachiller y menos que una joven recatada. Era hermosísima; su cabeza parecía destacarse en una medalla antigua, como aquellas sicilianas de que nos habla el poeta de los Trofeos; su indumentaria, su figura, sus posturas, hablaban de Grecia al menos versado en las delicadezas del arte helénico; en su tocador, de gusto arqueológico, sencillo, noble, poético, Violeta parecía una pintura mural clásica, recogida en alguna excavación de las que nos descubrieron la elegancia antigua. En el Manual de arqueología de Guhl y Koner, por ejemplo, podréis ver grabados que parecen retratos de Violeta componiendo su tocado.
Era pagana, no con el corazón, que no lo tenía, sino con el instinto imitativo, que le hacía remedar en sus ensueños las locuras de sus poetas favoritos, los modernos, los franceses, que acidaban a vueltas con sus recuerdos de cátedra, para convertirlos en creencia poética y en inspiración de su musa plástica y afectadamente sensualista.
A fuerza de creerse pagana y leer libros de esta clase de caballerías, llegó Violeta a sentir, y, sobre todo, a imaginar con cierta sinceridad y fuerza, su manía seudoclásica.
Como, al fin, era catalana, no le faltaba el necesario buen sentido para ocultar sus caprichosas ideas, algunas demasiado extravagantes, ante la mayor parte de sus relaciones sociales, que no podían servirle de público adecuado, por lo poco bachilleras que son las señoritas en España, y lo poco eruditos que son la mayor parte de los bachilleres.
A mí, no sé por qué, a los pocos días de tratarme creyome digno de oír las intimidades de su locura pagana. No fue porque yo hiciera ante ella alarde de conocimientos que no poseo; más bien debió de haber sido por haber notado la sincera y callada admiración con que yo contemplaba a hurtadillas, siempre que podía, su hermosura soberana, los divinos pliegues de su túnica, las graciosas líneas de su cuerpo, el resplandor tranquilo e ideal de sus ojos garzos. ¡Oh, en aquella cabecita peinada por Praxiteles, había el fósforo necesario para hacer un poeta parnasiano de tercer orden; pero, qué templo el que albergaba aquellos pobres dioses falsos, recalentados y enfermizos! ¡Qué divino molde, qué elocuente estatuaria!
Violeta, como todas las mujeres de su clase, creería que por gustarme tanto su cuerpo, yo admiraba su talento, su imaginación, sus caprichos, traducidos de sus imprudentes lecturas...
Ello fue que una noche, en un baile, después de cenar, a la hora de la fatiga voluptuosa en que las vírgenes escotadas y excitadas parece que olfatean en el ambiente perfumado los misterios nupciales con que suena la insinuante vigilia, Violeta, a solas conmigo en un rincón de un jardín, transformado en estancia palatina, me contó su secreto, que empezaba como el de cualquier romántica despreciable, diciendo:
«Yo estoy enamorada de un imposible». Pero seguía de esta suerte:
«Yo estoy enamorada de un Centauro. Este sueño de la mitología clásica es el mío; para mí todo hombre es poco fuerte, poco rápido y tiene pocos pies. Antes de saber yo de la fábula del hombre-caballo, desde muy niña sentí vagas inclinaciones absurdas y una afición loca por las cuadras, las dehesas, las ferias de ganado caballar, las carreras y todo lo que tuviera relación con el caballo. Mi padre tenía muchos, de silla y de tiro, y cuadras como palacios, y a su servicio media docena de robustos mozos, buenos jinetes y excelentes cocheros. Muy de madrugada, yo bajaba, y no levantaría un metro del suelo, a perderme entre las patas de mis bestias queridas, bosque de columnas movibles de un templo vivo de mi adoración idolátrica. No sin miedo, pero con deleite, pasaba horas enteras entre los cascos de los nobles brutos, cuyos botes, relinchos, temblores de la piel, me imponían una especie de pavor religioso y cierta precoz humildad femenil voluptuosa, que conocen todas las mujeres que aman al que temen. Me embriagaba el extraño perfume picante de la cuadra, que me sacaba lágrimas de los ojos y me hacía soñar, como el mijo a los espectadores del teatro persa.
»Soñaba con carreras locas por breñales y precipicios, saltando colinas y rompiendo vallas, tendida, como las amazonas de circo, sobre la reluciente espalda de mis héroes fogosos, fuertes y sin conciencia, como yo los quería. Fui creciendo y no menguó mi afición, ni yo traté de ocultarla; los primeros hombres que empezaron a ser para mí rivales de mis caballos fueron mis lacayos y mis cocheros, los hombres de mis cuadras. Bien lo conoció alguno de ellos, pero me libraron de su malicia mis desdenes, que al ver de cerca el amor humano lo encontraron ridículo por pobre, por débil, por hablador y sutil. El caballo no bastaba a mis ansias, pero el hombre tampoco. ¡Oh, qué dicha la mía, cuando mis estudios me hicieron conocer al Centauro! Como una mística se entrega al esposo ideal, y desprecia por mezquinos y deleznables los amores terrenos, yo me entregué a mis ensueños, desprecié a mis adoradores, y día y noche vi, y aún veo, ante mis ojos, la imagen del hombre bruto, que tiene cabeza humana y brazos que me abrazan con amor, pero tiene también la crin fuerte y negra, a que se agarran mis manos crispadas por la pasión salvaje; y tiene los robustos humeantes lomos, mezcla de luz y de sombra, de graciosa curva, de músculo amplio y férreo, lecho de mi amor en la carrera de nuestro frenesí, que nos lleva a través de montes y valles, bosques, desiertos y playas, por el ancho mundo. En el corazón me resuenan los golpes de los terribles cascos del animal, al azotar y dominar la tierra, de que su rapidez me da el imperio; y es dulce, con voluptuosidad infinita, el contraste de su vigor de bruto, de su energía de macho feroz, fiel en su instinto, con la suavidad apasionada de las caricias de sus manos y de los halagos de sus ojos...».
Calló un momento Violeta, entusiasmada de veras, y hermosísima en su exaltación; mirome en silencio, miró con sonrisa de lástima burlona a un grupo de muchachos elegantes que pasaban, y siguió diciendo:
«¡Qué ridículos me parecen esos buenos mozos con su frac y sus pantalones!... Son para mí espectáculo cómico, y hasta repugnante, si insisto en mirarlos; les falta la mitad de lo que yo necesito en el hombre... en el macho a quien yo he de querer y he de entregarme... Si me quieren robar, ¿cómo me roban? ¿Cómo me llevan a la soledad, lejos de todo peligro?... En ferrocarril o en brazos... ¡Absurdo! Mi Centauro, sin dejar de estrecharme contra su pecho, vuelto el tronco humano hacia mí, galoparía al arrebatarme, y el furor de su carrera encendería más y más la pasión de nuestro amor, con el ritmo de los cascos al batir el suelo... ¡Cuántos viajes de novios hizo así mi fantasía! ¡La de tierras desconocidas que yo crucé, tendida sobre la espalda de mi Centauro volador!... ¡Qué delicia respirar el aire que corta la piel en el vertiginoso escape!... ¡Qué delicia amar entre el torbellino de las cosas que pasan y se desvanecen mientras la caricia dura!... El mundo escapa, desaparece, y el beso queda, persiste...».
Como aquello del beso me pareció un poco fuerte, aunque fuese dicho por una señorita pagana, Violeta, que conoció en mi gesto mi extrañeza, suspendió el relato de sus locuras, y cerrando los ojos se quedó sola con su Centauro, entregándome a mí al brazo secular de su desprecio.
Un poco avergonzado, dejé mi asiento y salí del rincón de muestra confidencia, contento con que ella, per tener cerrados los ojos, como he dicho, no contemplara mi ridícula manera de andar como el bípedo menos mitológico, como un gallo; por ejemplo.
Pasaron algunos años y he vuelto a ver a Violeta. Está hermosa, a la griega, como siempre, aunque más gruesa que antes. Hace días me presentó a su marido, el Conde de La Pita, capitán de caballería, hombrachón como un roble, hirsuto, de inteligencia de cerrojo, brutal, grosero, jinete insigne, enamorado exclusivamente del arma, como él dice, pero equivocándose, porque al decir el arma, alude a su caballo. También se equivoca cuando jura (¡y jura bien!), que para él no hay más creencia que el espíritu de cuerpo; porque también entonces alude al cuerpo de su tordo, que sería su Pílades, si hubiera Pílades de cuatro patas, y si hombres como el Conde de La Pita pudieran ser Orestes. El tiempo que no pasa a caballo lo da La Pita por perdido; y, en su misantropía de animal perdido en una forma cuasi humana, declama, suspirando o relinchando, que no tiene más amigo verdadero que su tordo.
Violeta, al preguntarle si era feliz con su marido, me contestaba ayer, disimulando un suspiro: «Sí, soy feliz... en lo que cabe... Me quiere... le quiero... Pero... el ideal no se realiza jamás en este mundo. Basta con soñarlo y acercarse a él en lo posible. Entre el Conde y su tordo... ¡Ah! Pero el ideal jamás se cumple en la tierra».
¡Pobre Violeta; le parece poco Centauro su marido!
Rivales
No ha llegado a notar el discreto lector que en las letras contemporáneas de los países que mejores y más espirituales las tienen, brillan por algún tiempo jóvenes de gran talento, de alma exquisita, promesas de genio, que poco a loco se cansan, se detienen, se obscurecen, vacilan, dejan de luchar por el primer puesto y consienten que otros vengan a ocupar la atención y a gozar iguales ilusiones, y a su vez experimentar el mismo desencanto? Un crítico perspicaz, fijándose en tal fenómeno, ha creído explicarlo atribuyéndolo a la poca fuerza de esas almas, genios abortados, superiores en cierto sentido (si no se atiende al resultado, a la obra acabada), a los mismos genios que tienen la virtud... y el límite de la idea fija, del propósito exclusivo y constante, pero inferiores en voluntad, en vigor, en facultades generales, en suma.
Leyendo al autor que eso dice, Víctor Cano cerró el volumen en que lo dice y se puso a pensar por su cuenta:
«Algo habrá de esto; pero yo, mejor que genios abortados, llamaría a esos hombres, como cierto novelista ruso, genios sin cartera. Como otros espíritus escogidos renuncian al placer, al mundo y sus vanidades, y renuncian a la acción, al buen éxito, a los triunfos del orgullo y del egoísmo, en nuestras letras contemporáneas hay quien no conserva, en la gran bancarrota espiritual moderna, en el naufragio de ideas y esperanzas, más que un vago pero acendrado amor a la tenue poesía del bien moral profundo, sin principios, sin sanciones, por dulce instinto, por abnegación melancólica y lánguidamente musical pudiera decirse. Al ver o presentir la nada de todo, menos la nobleza del corazón, ¿qué alma sincera insiste en luchar por cosas particulares, por empresas que, ante todo, son egoístas, por triunfos que, por de pronto, son de la vanidad?- No se renuncia a la gloria por aquello del genio no comprendido, ni se insiste, como en los tiempos de los Heine y los Flaubert, en señalar con sarcasmos el abismo que separa al artista del philistin o del burgués, sino que, como Carlos V junto a la tumba de Carlomagno se grita: Perdono à tutti; y se declara a todos hermanos en la ceniza, en el polvo, en el viento, y se mata en el alma la ilusión literaria, la contumacia artística, y se renuncia a ser genio, porque ser genio cuesta mucho trabajo, y no es lo mismo ser genio que ser bueno, que ser humilde, que es lo que hay que ser; porque hay dos clases de humildes: los que hace Dios, que son los primeros, mejores y más seguros, y los que se hacen a sí mismos, a fuerza de pensar, de sentir, de observar, de amar y renunciar y prescindir. Sí, hoy existen hombres, especie de trapenses disfrazados, que se tonsuran la aureola del genio como se rasura el monje, y que no dan más aprecio al bien efímero de que se despojan, la gloria, que el humilde religioso al cabello que ve caer a sus pies. No importa que estos modernos sectarios de la prescindencia sigan figurando en el mundo, escribiendo poemas, novelas, ensayos; todo eso es apariencia, tal vez un modo de ganar el pan y las distracciones; pero en el fondo ya no hay nada; no hay deseo, no hay plan, no hay orden bello de vida que aspira a un fin determinado; no hay nada de lo que había, por ejemplo, en el sistemático Goethe, que metió el mundo en su cabeza para poder ser egoísta pensando en lo que no era él; por eso se ve que tales hombres siguen figurando entre los artistas, entre los escritores; parece que siguen aspirando al primer puesto... sin facultades suficientes. Acaso no las tengan, pero no les importa; ni aunque las tuvieran las emplearían con la constancia, la fe, el entusiasmo, el orden que ellas exigen; por despreciar la fama hasta consienten que se crea que aún aspiran a ella. Insisten en escribir, por ejemplo, porque no saben hacer otra cosa; por inercia, porque es el pretexto mejor para pensar y sentir... y sufrir».
«Y si no, aquí estoy yo -seguía pensando Víctor, pero esto más piano para no oírse a sí mismo, si era posible-; aquí estoy yo, que no seré genio, pero soy algo, y renuncio también a la cartera, a la gloria que empezaba a sonreírme, aunque buenos sudores y berrinches me costaba».
Y no creía decirse esto a humo y pajas y por vanagloria, sino que tenía la vanidad de fundarlo en hechos. Cierto era que en aquel mes de Mayo que acababa de pasar había entregado a un editor un libro; pero ¿cómo lo había entregado? Como quien mete un hijo en el hospicio. El editor era novel, pobre, no tenía amigos en la prensa ni apenas corresponsales; Cano había dado la obra por cuatro cuartos a condición de que no se le molestara exigiéndole propaganda; no quería faire l'article; nada de reclamos, nada de regalos a los críticos, nada de sueltecitos autobiográficos; allá iba el libro, que viviera si podía. No podría; ¿cómo había de poder?- El autor era conocido; cuatro o cinco novelas suyas habían llamado la atención; no pocos periódicos las habían puesto en los cuernos de la luna; el público se había interesado por aquel estilo, por aquella manera; había sido un poco de fiebre momentánea de novedad. Al publicarse el último volumen ya habían insinuado algunos malévolos la idea de decadencia; se había hablado de extravío, de atrofia, de estancamiento, de esperanzas fallidas, y, lo que era peor, se había mostrado claro, matemático, el cansancio, el hastío, ante lo conocido y repetido. Víctor, en vez de buscar un desquite, una reparación en su obra reciente, con una especie de coquetería refinada, con el placer del eautontimorumenos, se había esmerado en escribir de suerte que su libro tuviera que parecerle al vulgo vulgar, anodino. Era un libro moral, sencillo, desprovisto de la pimienta psicológica que en los anteriores había sabido emplear con tanto arte como cualquier jeane matre francés. En rigor, aquella ausencia de tiquis miquis decadentistas, de misticismos diabólicos, era un refinamiento de voluptuosidad espiritual; la pretensión de Víctor era sacarle nuevo y delicadísimo jugo al oprimido limón de la moral corriente, como se llama con estúpido menosprecio a la moral producida siglo tras siglo por lo más selecto del pensamiento y del corazón humanos.
Como él esperaba, su libro, sincero, noble, leal a la tradición de la sana piedad humana, no llamó la atención, porque nadie se tomó el trabajo de ayudar al buen éxito; dijeron de él cuatro necedades los críticos semigalos que creían seguir la moda con su desfachatado materialismo, con su procaz edonismo de burdel y su estilo de falso neurosismo; pero ni la crítica digna, la que no hace alarde de ser cínica y de no pagar al sastre ni a la patrona, ni el público imparcial y desapasionado dieron cuenta de sí.
Aunque Víctor esperaba este resultado; aunque, en rigor, lo había provocado él mismo, sometiéndose a una especie de experimento en que quería probar el temple de su alma y la grosera estofa del sentido estético general en su patria, tuvo que confesarse que en algunos momentos de abandono sintió indignación ante la frialdad con que era acogida una obra que comenzaba por ser edificante, un rasgo de reflexión sana, continente.
Se consolaba de este desfallecimiento del ánimo, de esta contradicción entre sus ideas y anhelos de abnegación, de prescindencia efectiva, y la realidad de sus preocupaciones, de su vanidad herida de artista quisquilloso, pensando que la tal flaqueza era cosa de la parte baja de su ser, de centros viles del organismo que no había podido dominar todavía de modo suficiente la hegemonía del alma cerebral, del yo que reinaba desde la cabeza. Como gritan el hambre, el miedo, la lascivia en el cuerpo del asceta, del héroe, del casto, gritaba en él, a su juicio, la vanidad artística; pero el remedio estaba en despreciarla, en ahogar sus protestas.
Y lo mejor era ausentarse; salir de Madrid, de aquellas cuatro calles y de los cuatro rincones de murmuración seudoliteraria; huir, olvidar las letras de molde, vivir, en fin, de veras. Empezaba el verano, la emigración general. Se metió en el tren. ¿A dónde iba? a cualquier parte; al Norte, al mar. ¿Qué iba a hacer? No lo sabía. Dejaba a la casualidad que le prendiese el alma por donde quisiera. En una fonda de una estación, a la luz del petróleo, al amanecer, ante una mesa fría cubierta de hule, entre el ruido y el movimiento incómodos, antipáticos, de las prisas de los viajeros, vio de repente lo que iba a hacer aquel verano, si el azar lo permitía: iba a amar. Era lo mejor; la ilusión más ilusoria, pero, por lo mismo, más llena del encanto de la hermosa apariencia de la buena realidad. El amor era lo que mejor imitaba el mundo que debía haber. Enfrente de él, ante una gran taza de café con leche, una mujer meditaba a la orilla de aquel mar ceniciento, con los ojos pardos muy abiertos, las cejas muy pobladas, de arco de Cupido, en tirantez nerviosa, como conteniendo el peso de pensamientos que caían de la frente. No pensaba en el café, ni en el lugar donde estaba, ni en nada de cuanto tenía alrededor. Sonó fuera una campana, y la dama levantó los ojos y miró a Víctor, que se dio por enamorado, en lo que cabía, de aquella mujer, que de fijo no pensaba como un cualquiera. El marido de aquella señora la dio un suave codazo, que fue como despertarla; se levantaron, salieron, y Víctor se fue detrás. Estaba resuelto a seguir a la dama meditabunda, metiéndose en el mismo coche que ella, si era posible, por lo menos en el mismo tren, aunque no fuera el suyo y tuviera que dejar en otra línea el equipaje y los enseres de primera necesidad que llevaba más cerca. Por fortuna, la dama viajaba en el mismo tren en que Víctor venía, en un coche contiguo al suyo. Cano tomó sus bártulos, cambió de departamento, y entró, con gran serenidad, donde el matrimonio desconocido. Nadie notó el cambio ni la persecución iniciada. A pesar del naciente amor, Víctor se durmió un poco, porque la madrugada le sumía siempre en un sopor de muerte. Mil veces se lo había dicho a sí mismo: «Yo moriré al salir el sol». Cuando despertó, la mañana ya había entrado en calor; la luz alegraba el mundo, el tren volaba, el marido dormía, y la señora de las cejas de arco de amor leía con avidez en un rincón, olvidada del mundo entero: leía un libro en rústica, en octavo menor, forrado prosaicamente con medio periódico. Para ella no había esposo al lado, un desconocido de buen ver enfrente, una inmensa llanura en que apuntaban los verdores del trigo hasta tocar el horizonte, por derecha e izquierda; no había más que lo negro de las páginas que bebía. A veces debía de leer entre líneas, porque tardaba en dar vuelta a la hoja; pensaba, pero por sugestión de la lectura; para colmo de humillación, Víctor vio a la dama levantar algunas veces la cabeza, mirar al campo, a la red que tenía enfrente, como si pasara revista a los bultos que llevaba en ella; hasta mirarle a él, sin verle, lo que se llama verle en conciencia.
Con esto se encendía más lo que Víctor quería llamar su naciente amor: una mujer que no le hacía caso, ya tenía mucho adelantado para que él la idealizara y la pusiera en el altar de lo Imposible, su dios falso.
¿Qué demonio de libro sería aquel? Probablemente alguna novela de Daudet, o, a todo tirar, de Guy de Maupassant... No quería pensar en la posibilidad de que fuese de algún autor español contemporáneo, de un amigo suyo sobre todo. ¡No lo permitiera Dios!
«Pero yo soy un texto vivo; yo valgo más que un folleto, que una lucubración pasajera; ese volumen dentro de un año será una hoja seca, olvidada; dentro de dos, un montón sucio de papel, y, moralmente, polvo; en el recuerdo de los lectores que tenga, nada... y yo seré yo todavía; un joven, viejo para la metafísica, pero rozagante, nuevo, siempre nuevo para el amor, que es un dulce engaño compatible con todos los nirvanas del mundo y con todas las obras pías.
«La literatura era una cosa estúpida; porque si era mala, era estúpida por sí, y si era buena, era necio, inútil, entregarla al vulgo que no puede comprenderla. Aquella señora, guapa y todo, con los ojos pensadores y sus cejas cargadas de ideas nobles y de poesía, sería, es claro, como las demás mujeres en el fondo; inteligente sólo en el rostro, no de veras, no por dentro. Si el libro era bueno, caso poco probable, no lo entendería, y si era malo, ¿por qué leerlo?».
Ello era que pasaban el tiempo y la campiña, y el marido no despertaba ni la mujer dejaba la lectura que tan absorta la tenía.
Víctor no pudo más, y fue a la montaña, ya que la montaña no venía a él. Buscó un pretexto para entablar conversación, o por lo menos hacerse oír, y dijo:
-Señora, ¿le molestará a usted el humo... si...?
La dama levantó la cabeza, vio, en rigor por primera vez, a Cano; y reparándole bien, eso sí, contestó, sonriendo con una sonrisa inteligente, que, dijera él lo que quisiera, parecía hablar de inteligencia de dentro:
-En este departamento está prohibido fumar...
-¡Ah! ¡No había visto...!
-Sí; pero fume usted lo que quiera, porque mi marido en cuanto despierte no hará, otra cosa en todo el día.
¡Ah, no importa, yo no debo...!
La dama, dulcemente seria, con una mirada tan sincera por lo menos como la literatura de última hora de Víctor, replicó:
-Le aseguro a usted que el tabaco no me molesta absolutamente nada; fume usted lo que quiera.
Y volvió a la lectura.
Víctor se vio más humillado que antes y sin saber qué haría de aquella licencia que se le había otorgado, y que probablemente sería la última contravención al orden social a que le autorizaría aquella dama de la novela, o lo que fuese.
Cuando despertó el señor Carrasco, el digno esposo de la desconocida, la conversación prendió fuego más fácilmente; fumaron los dos españoles, y la señora de cuando en cuando dejaba la lectura y terciaba en el diálogo.
En cuanto supo Víctor que el distinguido académico de la Historia, señor Carrasco, y su esposa iban a baños a un puerto muy animado y pintoresco del Norte, dio una palmada de satisfacción, aplaudiendo la feliz casualidad de ir todos con igual destino; él también iba a veranear aquel año en Z... En efecto, en cuanto tuvo ocasión arregló en una de las estaciones del tránsito el cambio de itinerario y se aseguró de que su equipaje le acompañaría en el nuevo camino que seguía. Todo se arregla con dinero y buenas palabras.
Los de Carrasco no sospecharon la mentira, ni pensaron en tal cosa. Ello fue que en Z... siguieron tratándose, como era natural; pero es de advertir que Víctor, por suspicacia de autor, de artista, cuyo amor propio vive irritado, aun mucho después de que se le dé por muerto, no quiso decir a sus nuevos amigos su verdadero nombre; tomó el de un pariente muerto, y vivió en Z... como un malhechor o un conspirador que oculta su estado civil. Tuvo miedo de que al decir a la señora de Carrasco, Cristina: «Yo soy Víctor Cano», a ella no le sonaran a nada o le sonaran a poco estas dos palabras juntas. Muchas veces le había sucedido encontrarse con personas a quien se debía suponer regular ilustración y conocimiento mediano de las letras contemporáneas, que no sabían quién era Cano, o sabían muy poco de él y sus obras. Si Cristina recibía el nombre con indiferencia, ignorante de su fama, o teniendo de ella escasas noticias, Víctor comprendía que su amor propio padecería mucho, y para desagravio de sus fueros lastimados le obligaría a él, al enamorado Víctor, a tener en poco las luces naturales y adquiridas de una señora que no sabía quién era el autor de Los Humildes, su obra de más resonancia. Amó, pues, de incógnito, y de incógnito empezó a poner en planta un plan de seducción espiritual, al que se prestaba, como pronto pudo conocer con sorpresa y alegría, el carácter sobador y caviloso de la señora de Carrasco.
La parte material, el teatro, por decirlo así, de la aventura iniciada, puede figurárselo el lector que haya vivido en una playa en verano y haya tenido amoríos, o pretensiones a lo menos, en ocasión tan propicia; los que no, pueden recurrir al recuerdo de cien y cien novelas, y cuentos y comedias en que el mar, la arena, los marineros y demás partes de por medio y decoraciones adecuadas hacen el gasto.
El señor Carrasco, el eximio académico de la Historia, era tan aficionado como a sondar los arcanos de lo pasado, a sondar el fondo de las aguas donde podía sospecharse que había pesca; pescaba desde que Dios mandaba la luz al mando, y cuando no podía, revolvía la arena en busca de conchas pintadas, restos de esos humildes animalitos que otros más fuertes persiguen y que por amor a la paz, a la tranquilidad, se resignan a vivir enterrados, bajo la arena, donde no estorban ni excitan la voracidad del fuerte. Mientras el académico penetraba con el tentáculo de la caña y el anzuelo en lo recóndito del agua, o revolvía con su bastón la blanda y deleznable arena, su mujer, paseando al borde de las espumas, sondaba los misterios del alma guiada por el inteligente buzo de oficio Víctor Cano. Durante los primeros días de la estancia en Z... Víctor había visto algunas veces a Cristina leyendo, ora en la playa, ora en un pinar cercano, ya en la galería del balneario, ya en el comedor de la fonda, un libro forrado con un periódico, el mismo probablemente que él había aborrecido en el tren. Pero notaba con satisfacción el galán audaz que la de Carrasco leía poco, y en llegando él pronto dejaba el volumen. Hasta la oyó quejarse, riéndose, de lo atrasada que llevaba la lectura dichosa. «Si sigo así, tengo con un libro para todo el verano». Ni Víctor le preguntó jamás de qué obra se trataba (tanto era su desprecio y su horror a las letras por entonces), ni ella dejó nunca de ocultar el volumen en cuanto veía acercarse al nuevo amigo.
Por unos quince días la victoria indudablemente fue del texto vivo; Cristina olvidó por completo las letras de molde y oyó con atención seria, como meditaba aquella madrugada ante una taza de café, oyó las disquisiciones de moral extraordinaria y de psicología delicada y escogida con que Víctor iba preparándola para escuchar sin escándalo la declaración sui generis y de quinta esencia en que tenía que parar todo aquello.
Cano, con la mejor fe del mundo, persuadido, a fuerza de imaginación, de que estaba poética y místicamente enamorado, en la playa, en el pinar, en los maizales, en el prado oloroso, en todas partes, le recitaba a Cristina con fogosa elocuencia las teorías metafísico-amorosas de su penúltima manera, las que había vertido, como quien envenena un puñal, en la prosa de acero de su penúltimo libro. Según estas ideas, había moral, claro que sí; el positivismo y sus consecuencias éticas eran groserías horrorosas; el cristianismo tenía razón a la larga y en conjunto... pero la moral era relativa, a saber: no había preceptos generales, abstractos, sino en corto número; lo más de la moral tenía que ser casuístico (y aquí una defensa del jesuitismo, aunque condicional, un panegírico de Ignacio de Loyola y del Talmud). Los espíritus grandes, escogidos, no necesitaban los mismos preceptos que el vulgo materialista y grosero; demasiado aborrecía la carne el alma enferma de idealidad; lejos de hacérsela odiosa, como un peligro, se la debía inclinar a transigir con ella, con la carne, mediante los cosméticos del arte, mediante el dogma de la santa alegría. En el mundo estaba el amor, la redención perpetua; el amor verdadero, que era cosa para muy pocos; cuando dos almas capaces de comprenderlo y sentirlo se encontraban, la ley era armarse, por encima de obstáculos del orden civil, buenos, en general, para contener las pasiones de la muchedumbre, pero inútiles, perniciosos, ridículos, tratándose de quien no había de llevar tan santa cosa como es la pasión túnica, animadora, por el camino de la torpeza y la lascivia... Por ahí adelante, y además por aquellos trigos de Dios (y si no trigos, maizales y bosques de pinos), llevaba Víctor a Cristina, que oía y meditaba, y no sospechaba, o fingía no sospechar, lo que venía detrás de tales lecciones.
Llegó él a creerla persuadida de que el matrimonio era un accidente insignificante, tratándose de almas místicas a la moderna. «Era absurdo proclamar el divorcio para facilitar la descomposición de la familia vulgar, para dar pábulo a la licencia plebeya; todo estaba bien como estaba en la ley religiosa y en la civil; sólo que había excepciones que la grosera expresión legal, vulgar, no podía tener en cuenta, ni mucho menos puntualizar. ¿Cuando llegaba el caso de la excepción? Los dignos de ella eran los encargados de revelarlo a su propia conciencia, mediante inspiración sentimental infalible».
Todo esto lo iba diciendo Víctor, no así de golpe y con términos duros y abstractos, como lo digo yo que tengo prisa, sino entre párrafos de filosofía poética y ante las decoraciones de bosque y marina propias del caso.
Cuando la fruta le iba pareciendo ya muy madura y creía llegado el tiempo de la recolección, notó Cano que la de Carrasco empezaba a distraerse mientras él hablaba, y parecía meditar, no lo que él decía, sino otras cosas. Una tarde que él creía la oportuna para la declaración mística, encontró a Cristina dentro de una caseta, junto al agua, leyendo hacia el final del libro forrado con un periódico.
Desde entonces pudo ver que la conversión de la buena burguesa iba perdiendo terreno; oía ella con frialdad, a ratos con señalado disgusto. Comprendió Víctor que a la dama se le ocurrían objeciones que no exponía, pero que tenía presentes para su conducta. Estupefacto y airado vio el seductor una mañana a su discípula sentada junto al académico que pescaba panchos, mientras su esposa leía el libro de siempre, y lo leía hacia la mitad. Es decir, que había vuelto a empezar la lectura, que repasaba lo leído. ¡Y con qué avidez leía! Los ojos le echaban chispas; las mejillas las tenía encendidas. Al llegar Víctor cerró el volumen de repente, lo escondió bajo el chal, y mirando a Carrasco con dulzura y simpatía, se le cogió del brazo que sujetaba la caña.
-Suelta, mujer, que me quitas el tiento -dijo el sabio.
Y ella soltó, sonriendo, pero no obedecía las señas de Víctor, que, como otras veces, pedían paseo filosófico, un poco de excursión peripatético-erótica.
Tanto terreno iba perdiendo el escritor abstinente, que llegó a la situación desairada del que tiene que apagar la caldera de la pasión elocuente por no caer en ridículo ante la frialdad que le rodea.
Llegó el día en que no pudo emplear siquiera el lenguaje fervoroso, transportado de su misticismo vidente; y entonces fue cuando con un realismo brutal, impropio de los antecedentes, declaró su amor desesperado, batiéndose en vergonzosa fuga...
Cristina tuvo lástima; y, clavándole los ojos pensativos y cargados de lectura con que le miraba hacía tantos días, le dijo:
-Mire usted, Flórez; le perdono, porque he tenido yo la culpa de que usted pudiera llegar a tal extremo. No ha sido coquetería; ha sido... que todos somos débiles; que usted ha sido elocuente, y yo iba haciéndome intrincada y excepcional... porque sus palabras parecían un filtro de melodrama... Pero, francamente, llega usted tarde. Otro ha corrido más. No se asuste usted... Su rival... es un libro. Ni siquiera recuerdo el nombre del autor, porque yo, poco literata, hago como muchas mujeres que no suelen enterarse del nombre de quien las deleita con sus invenciones. Pensaba este verano llenarme la cabeza de novelas; comencé en el tren una, la primera que cogí, y empezó a interesarme mucho; después... llegó usted... con sus novelas de viva voz, y, se lo confieso, por muchos días me hizo abandonar el libro; pero en la lucha, que era natural que dentro de mí mantuviera mi vulgaridad materialista y grosera de burguesa honrada, con la hembra excepcional que ibamos descubriendo, me acordé de lo que había visto en los primeros capítulos de aquel libro extraño... Volví a él... y poco a poco me llenó el alma; ahora lo entendía mejor, ahora le penetraba todo el sentido... Eran ustedes rivales... y venció él. Porque él da por sabido todo eso que usted me cuenta... lo entiende, lo siente... y no lo aprueba; va más allá, está de vuelta y me restituye a mi prosa de la vida vulgar honrada, me enseña el idealismo del deber cumplido, me hace odiar los ensueños que dan en el pecado, me revela la poesía de la moral corriente, que demuestra que el colmo del misticismo estético, de la quinta esencia psicológica, está cifrado en ser una persona decente, y que no lo es la mujer que falta a la fidelidad jurada a su marido. Todo esto, que yo digo tan mal, lo dice, con tanta o más poesía que usted sus cosas, este libro.
Cristina mostró el volumen de mi cuento, y añadió:
-Si de alguien pudiera yo enamorarme sería del autor de este libro; pero la mejor manera de rendirle el tributo de admiración que merece... es obedecer su doctrina... y, por consiguiente, enamorarse sólo del humilde y santo deber.
Víctor no pudo contenerse más, y tendiendo las manos hacia el regazo de Cristina, donde estaba el volumen que antes odiaba, gritó:
-¡Por Dios, señora, pronto; el nombre de ese libro... el autor!...
Cristina se puso en pie, y rechazando a Víctor, como si temiera que el contacto de aquel hombre manchara el texto que veneraba, dio un paso atrás, y abriendo el libro por la primera hoja, leyó: «El Concilio de Trento, por Víctor Cano».
Tembló el literato de pies a cabeza; se sintió partido en dos; pero pudo en él más la vanidad que la vergüenza, y sin tratar de reprimirse, exclamó:
-Señora, Víctor Cano soy yo; no soy Flórez; yo he escrito esa novela.
En el rostro, que palideció de repente, de Cristina, se pintó un gesto de dolor y repugnancia, de desengaño insoportable; y la dama seria, noble, de alma sincera, dando algunos pasos para alejarse, dijo con voz muy triste:
-Lo siento.
Protesto
- I -
Este D. Fermín Zaldúa, en cuanto tuvo uso de razón, y fue muy pronto, por no perder el tiempo, no pensó en otra cosa más que en hacer dinero. Como para los negocios no sirven los muchachos, porque la ley no lo consiente, D. Fermín sobornó al tiempo y se las compuso de modo que pasó atropelladamente por la infancia, por la adolescencia y por la primera juventud, para ser cuanto antes un hombre en el pleno uso de sus derechos civiles; y en cuanto se vio mayor de edad, se puso a pensar si tendría él algo que reclamar por el beneficio de la restitución in integrum. Pero ¡ca! Ni un ochavo tenía que restituirle alma nacida, porque, menor y todo, nadie le ponía el pie delante en lo de negociar con astucia, en la estrecha esfera en que la ley hasta entonces se lo permitía. Tan poca importancia daba él a todos los años de su vida en que no había podido contratar, ni hacer grandes negocios, por consiguiente, que había olvidado casi por completo la inocente edad infantil y la que sigue con sus dulces ilusiones, que él no había tenido, para evitarse el disgusto de perderlas. Nunca perdió nada D. Fermín, y así, aun que devoto y aun supersticioso, como luego veremos, siempre se opuso terminantemente a aprender de memoria la oración de San Antonio.- ¿Para qué? -decía él-. ¡Si yo estoy seguro de que no he de perder nunca nada!
-Sí tal -le dijo en una ocasión el cura de su parroquia, cuando Fermín ya era muy hombre- sí tal; puede usted perder una cosa... el alma.
-De que eso no suceda -replicó Zaldúa- ya cuidaré yo a su tiempo. Por ahora a lo que estamos. Ya verá usted, señor cura, cómo no pierdo nada. Procedamos con orden.
El que mucho abarca poco aprieta. Yo me entiendo.
Lo único de su niñez que Zaldúa recordaba con gusto y con provecho, era la gracia que desde muy temprano tuvo de hacer parir dinero al dinero y a otras muchas cosas. Pocos objetos hay en el mundo, pensaba él, que no tengan dentro algunos reales por lo menos; el caso está en saber retorcer y estrujar las cosas para que suden cuartos.
Y lo que hacía el muchacho era juntarse con los chicos viciosos, que fumaban, jugaban y robaban en casa dinero o prendas de algún valor. No los seguía por imitarlos, sino por sacarlos de apuros, cuando carecían de pecunia, cuando perdían al juego, cuando tenían que restituir el dinero cogido a la familia o las prendas empeñadas. Fermín adelantaba la plata necesaria... pero era con interés. Y nunca prestaba sino con garantías, que solían consistir en la superioridad de sus paños, porque procuraba siempre que fueran más débiles que él sus deudores, y el miedo le guardaba la viña.
Llegó a ser hombre y se dedicó al único encanto que le encontraba a la vida, que era la virtud del dinero de parir dinero. Era una especie de Sócrates crematístico; Sócrates, como su madre Fenaretes, matrona partera, se dedicaba a ayudar a parir... pero ideas. Zaldúa era comadrón del treinta por ciento.
Todo es según se mira: su avaricia era cosa de su genio; era él un genio de la ganancia. De una casa de banca ajena pronto pasó a otra propia; llegó en pocos años a ser el banquero más atrevido, sin dejar de ser prudente, más lince, más afortunado de la plaza, que era importante; y no tardó su crédito en ser cosa muy superior a la esfera de los negocios locales y aun provinciales, y aun nacionales; emprendió grandes negocios en el extranjero, fue su fama universal, y a todo esto él, que tenía el ojo puesto en todas las plazas y en todos los grandes negocios del mundo, no se movía de su pueblo, donde iba haciendo los necesarios gastos de ostentación, como quien pone mercancías en un escaparate. Hizo un palacio, gran palacio, rodeado de jardines; trajo lujosos trenes de París y Londres, cuando lo creyó oportuno, y lo creyó oportuno cuando cumplió cincuenta años, y pensó que era ya hora de ir preparando lo que él llamaba para sus adentros el otro negocio.
- II -
Aunque el cura aquel de su parroquia ya había muerto, otros quedaban, pues curas nunca faltan: y D. Fermín Zaldúa, siempre que veía unos manteos se acordaba de lo que le había dicho el párroco y de lo que él le había replicado.
Ese era el otro negocio. Jamás había perdido ninguno, y las canas le decían que estaba en el orden empezar a preparar el terreno para que, por no perder, ni siquiera el alma se le perdiese.
No se tenía por más ni menos pecador que otros cien banqueros y prestamistas. Engañar, había engañado al lucero del alba. Como que sin engaño, según Zaldúa, no habría comercio, no habría cambio. Para que el mundo marche, en todo contrato ha de salir perdiendo uno, para que haya quien gane. Si los negocios se hicieran tablas como el juego de damas, se acababa el mundo. Pero, en fin, no se trataba de hacerse el inocente; así como jamás se había forjado ilusiones en sus cálculos para negociar, tampoco ahora quería forjárselas en el otro negocio: «A Dios -se decía- no he de engañarle, y el caso no es buscar disculpas, sino remedios. Yo no puedo restituir a todos los que pueden haber dejado un poco de lana en mis zarzales. ¡La de letras que yo habré descontado! ¡La de préstamos hechos! No puede ser. No puedo ir buscando uno por uno a todos los perjudicados; en gastos de correos y en indagatorias se me iría más de lo que les debo. Por fortuna, hay un Dios en los cielos, que es acreedor de todos; todos le deben todo lo que son, todo lo que tienen; y pagando a Dios lo que debo a sus deudores, unifico mi deuda, y para mayor comodidad me valgo del banquero de Dios en la tierra, que es la Iglesia. ¡Magnífico! Valor recibido y andando. Negocio hecho.
Comprendió Zaldúa que para festejar al clero, para gastar parte de sus rentas en beneficio de la Iglesia, atrayéndose a sus sacerdotes, el mejor reclamo era la opulencia; no porque los curas fuesen generalmente amigos del poderoso y cortesanos de la abundancia y del lujo, sino porque es claro que, siendo misión de una parte del clero pedir para los pobres, para las cansas pías, no han de postular donde no hay de qué, ni han de andar oliendo dónde se guisa. Es preciso que se vea de lejos la riqueza y que se conozca de lejos la buena voluntad de dar. Ello fue que en cuanto quiso, Zaldúa vio su palacio lleno de levitas y tuvo oratorio en casa; y, en fin, la piedad se le entró por las puertas tan de rondón, que toda aquella riqueza y todo aquel lujo empezó a oler así como al incienso; y los tapices y la plata y el oro labrados de aquel palacio, con todos sus jaspes y estatuas y grandezas de mil géneros, llegaron a parecer magnificencias de una catedral, de esas que enseñan con tanto orgullo los sacristanes de Toledo, de Sevilla, de Córdoba, etc., etc.
Limosnas abundantísimas y aun más fecundas por la sabiduría con que se distribuyeron siempre; fundaciones piadosas de enseñanza, de asilo para el vicio arrepentido, de pura devoción y aun de otras clases, todas santas; todo esto y mucho más por el estilo, brotó del caudal fabuloso de Zaldúa como de un manantial inagotable.
Mas, como no bastaba pagar con los bienes, sino que se había de contribuir con prestaciones personales, D. Fermín, que cada día fue tomando más en serio el negocio de la salvación, se entregó a la práctica devota, y en manos de su director espiritual y administrador místico D. Mamerto, maestrescuela de la Santa Iglesia Catedral, fue convirtiéndose en paulino, en siervo de María, en cofrade del Corazón de Jesús; y lo que importaba más que todo, ayunó, frecuentó los Sacramentos, huyó de lo que le mandaron huir, creyó cuanto le mandaron creer, aborreció lo aborrecible; y, en fin, llegó a ser el borrego más humilde y dócil de la diócesis; tanto, que D. Mamerto, el maestrescuela, hombre listo, al ver oveja tan sumisa y de tantos posibles, le llamaba para sus adentros «el Toisón de Oro».
- III-
Todos los comerciantes saben que sin buena fe, sin honradez general en los del oficio, no hay comercio posible; sin buena conducta no hay confianza, a la larga; sin confianza no hay crédito; sin crédito no hay negocio. Por propio interés ha de ser el negociante limpio en sus tratos; una cosa es la ganancia, con su engaño necesario, y la trampa es otra cosa. Así pensaba Zaldúa, que debía gran parte de su buen éxito a esta honradez formal; a esta seriedad y buena fe en los negocios, una vez emprendidos los de ventaja. Pues bien; el mismo criterio llevó a su otro negocio. Sería no conocerle pensar que él había de ser hipócrita, escéptico: no; se aplicó de buena fe a las prácticas religiosas, y si, modestamente, al sentir el dolor de sus pecados, se contentó con el de atrición, fue porque comprendió con su gran golpe de vista, que no estaba la Magdalena para tafetanes y que a D. Fermín Zaldúa no había que pedirle la contrición, porque no la entendía. Por temor al castigo, a perder el alma, fue, pues, devoto; pero este temor no fue fingido, y la creencia ciega, absoluta, que se le pidió para salvarse, la tuvo sin empacho y sin el menor esfuerzo. No comprendía cómo había quien se empeñaba en condenarse por el capricho de no querer creer cuanto fuera necesario. Él lo creía todo, y aun llegó, por una propensión común a los de su laya, a creer más de lo conveniente, inclinándole al fetichismo disfrazado y a las más claras supersticiones.
En tanto que Zaldúa edificaba el alma como podía, su palacio era emporio de la devoción ostensible y aun ostentosa, eterno jubileo, basílica de los negocios píos de toda la provincia, y a no ser profanación excusable, llamáralo lonja de los contratos ultratelúricos.
Mas sucedió a lo mejor, y cuando el caudal de D. Fermín estaba recibiendo los más fervientes y abundantes bocados de la piedad solícita, que el diablo, o quien fuese, inspiró un sueño, endemoniado, si fue del diablo, en efecto, al insigne banquero.
Soñó de esta manera. Había llegado la de vámonos; él se moría, se moría sin remedio, y D. Mamerto, a la cabecera de su lecho, le consolaba diciendo:
-Ánimo, D. Fermín, ánimo, que ahora viene la época de cosechar el fruto de lo sembrado. Usted se muere, es verdad, pero ¿qué? ¿Ve usted este papelito? ¿Sabe usted lo que es? -Y D. Mamerto sacudía ante los ojos del moribundo una papeleta larga y estrecha.
-Eso... parece una letra de cambio.
-Y eso es, efectivamente. Yo soy el librador y usted es el tomador; usted me ha entregado a mí, es decir, ha entregado a la Iglesia, a los pobres, a los hospitales, a las ánimas, la cantidad... equis.
-Un buen pico.
-¡Bueno! Pues bueno; ese pico mando yo, que tengo fondos colocados en el cielo, porque ya sabe usted que ato y desato, que se lo paguen a su espíritu de usted en el otro mundo, en buena moneda de la que corre allí, que es la gracia de Dios, la felicidad eterna. A usted le enterramos con este papelito sobre la barriga, y por el correo de la sepultura esta letra llega a poder de su alma de usted, que se presenta a cobrar ante San Pedro; es decir, a recibir el cacho de gloria, a la vista, que le corresponda, sin necesidad de antesalas, ni plazos ni fechas de purgatorio...
Y en efecto; siguió D. Fermín soñando que se había muerto, y que sobre la barriga le habían puesto, como una recomendación o como uno de aquellos viáticos en moneda y comestibles, que usaban los paganos para enterrar sus muertos, le habían puesto la letra a la vista que su alma había de cobrar en el cielo.
Y después él ya no era él, sino su alma, que con gran frescura se presentaba en la portería de San Pedro, que además de portería era un Banco, a cobrar la letra de don Mamerto.
Pero fue el caso que el Apóstol, arrugado el entrecejo, leyó y releyó el documento, le dio mil vueltas, y por fin, sin mirar al portador, dijo mal humorado:
-¡Ni pago ni acepto!
El alma de Zaldúa hizo ni más ni menos lo que su propietario D. Fermín hubiera hecho en la tierra en situación semejante. No gastó el tiempo en palabras vanas, sino que inmediatamente se fue a buscar un notario, y antes de la puesta del sol del día siguiente, se extendió el correspondiente protesto, con todos los requisitos de la sección octava del título décimo del libro segundo del Código de Comercio vigente; y D. Fermín, su alma, dejó copia del tal protesto, en papel común, al príncipe de los apóstoles.
Y el cuerpo miserable del avaro, del capitalista devoto, ya encentado por los gusanos, se encontró en su sepultura con un papel sobre la barriga; pero un papel de más bulto y de otra forma que la letra de cambio que él había mandado al cielo.
Era el protesto.
Todo lo que había sacado en limpio de sus afanes por el otro negocio.
Ni siquiera le quedaba el consuelo de presentarse en juicio a exigir del librador, del pícaro D. Mamerto, los gastos del protesto ni las demás responsabilidades, porque la sepultura estaba cerrada a cal y canto, y además los pies los tenía ya hechos polvo.
- IV -
Cuando despertó D. Fermín, vio a la cabecera de su cama al maestrescuela, que le sonreía complaciente y aguardaba su despertar, para recordarle la promesa de pagar toda la obra de fábrica de una nueva y costosísima institución piadosa.
-Dígame usted, amigo D. Mamerto -preguntó Zaldúa, cabizbajo y cejijunto como el San Pedro que no había aceptado la letra- ¿debe creerse en aquellos sueños que parecen providenciales, que están compuestos con imágenes que pertenecen a las cosas de nuestra sacrosanta religión, y nos dan una gran lección moral y sano aviso para la conducta futura?
-¡Y cómo si debe creerse! -se apresuró a contestar el canónigo, que en un instante hizo su composición de lugar, pero trocando los frenos y equivocándose de medio a medio, a pesar de que era tan listo-. Hasta el pagano Homero, el gran poeta, ha dicho que los sueños vienen de Júpiter. Para el cristiano vienen del único Dios verdadero. En la Biblia tiene usted ejemplos respetables del gran valor de los sueños. Ve usted primero a Josef interpretando los sueños de Faraón, y más adelante a Daniel explicándole a Nabucodonosor...
-Pues este Nabacodonosor que tiene usted delante, mi señor D. Mamerto, no necesita que nadie le explique lo que ha soñado, que harto lo entiende. Y como yo me entiendo, a usted sólo le importa saber que en adelante pueden usted y todo el cabildo, y cuantos hombres se visten por la cabeza, contar con mi amistad... pero no con mi bolsa. Hoy no se fía aquí, mañana tampoco.
Pidió D. Mamerto explicaciones, y a fuerza de mucho rogar logró que D. Fermín le contase el sueño del protesto.
Quiso el maestrescuela tomarlo a risa; pero al ver la seriedad del otro, que ponía toda la fuerza de su fe supersticiosa en atenerse a la lección del protesto, quemó el canónigo el último cartucho diciendo:
-El sueño de usted es falso, es satánico; y lo pruebo probando que es inverosímil. Primeramente, niego que haya podido hacerse en el cielo un protesto... porque es evidente que en el cielo no hay escribanos. Además, en el cielo no puede cumplirse con el requisito de extender el protesto antes de la puesta del sol del día siguiente... porque en el cielo no hay noche ni día, ni el sol se pone, porque todo es sol, y luz, y gloria, en aquellas regiones.
Y como D. Fermín insistiera en su superchería, moviendo a un lado y a otro la cabeza, D. Mamerto, irritado, y echándolo a rodar todo, exclamó:
-Y por último... niego... el portador. No es posible que su alma de usted se presentara a cobrar la letra... ¡porque los usureros no tienen alma!
-Tal creo -dijo D. Fermín, sonriendo muy contento y algo socarrón-; y como no la tenemos, mal podemos perderla.
Por eso, si viviera el cura aquel de mi parroquia, le demostraría que yo no puedo perder nada. Ni siquiera he perdido el dinero que he empleado en cosas devotas, porque la fama de santo ayuda al crédito. Pero como ya he gastado bastante en anuncios, ni pago esa obra de fábrica... ni aprendo la oración de San Antonio.
La yernocracia
Hablaba yo de política días pasados con mi buen amigo Aurelio Marco, gran filósofo fin de siècle y padre de familia no tan filosófico, pues su blandura doméstica no se aviene con los preceptos de la modernísima pedagogía, que le pide a cualquiera, en cuanto tiene un hijo, más condiciones de capitán general y de hombre de Estado, que a Napoleón o a Julio César.
Y me decía Aurelio Marco:
-Es verdad; estamos hace algún tiempo en plena yernocracia: como a ti, eso me irritaba tiempo atrás, y ahora... me enternece. Qué quieres; me gusta la sinceridad en los afectos, en la conducta; me entusiasma el entusiasmo verdadero, sentido realmente; y en cambio, me repugnan el pathos falso, la piedad y la virtud fingidas. Creo que el hombre camina muy poco a poco del brutal egoísmo primitivo, sensual, instintivo, al espiritual, reflexivo altruismo. Fuera de las rarísimas excepciones de unas cuantas docenas de santos, se me antoja que hasta ahora en la humanidad nadie ha querido de veras... a la sociedad, a esa abstracción fría que se llama los demás, el prójimo, al cual se le dan mil nombres para dorarle la píldora del menosprecio que nos inspira.
El patriotismo, a mi juicio, tiene de sincero lo que tiene de egoísta; ya por lo que en él va envuelto de nuestra propia conveniencia, ya de nuestra vanidad. Cerca del patriotismo anda la gloria, quinta esencia del egoísmo, colmo de la autolatría; porque el egoísmo vulgar se contenta con adorarse a sí propio él solo, y el egoísmo que busca la gloria, el egoísmo heroico... busca la adoración de los demás: que el mundo entero le ayude a ser egoísta. Por eso la gloria es deleznable... claro, como que es contra naturaleza, una paradoja, el sacrificio del egoísmo ajeno en aras del propio egoísmo.
Pero no me juzgues, por esto, pesimista, sino canto; creo en el progreso; lo que niego es que hayamos llegado, así, en masa, como obra social, al altruismo sincero. El día que cada cual quisiera a sus conciudadanos de verdad, como se quiere a sí mismo, ya no hacía falta la política, tal como la entendemos ahora. No, no hemos llegado a eso; y por elipsis o hipocresía, como quieras llamarlo, convenimos todos en que cuando hablamos de sacrificios por amor al país... mentimos, tal vez sin saberlo, es decir, no mentimos acaso, pero no decimos la verdad.
-Pero... entonces -interrumpí- ¿dónde está el progreso?
-A ello voy. La evolución del amor humano no ha llegado todavía más que a dar el primer paso sobre el abismo moral insondable del amor a otros. ¡Oh, y es tanto eso! ¡Supone tanta idealidad! ¡Pregúntale a un moribundo que ve cómo le dejan irse los que se quedan, si tiene gran valor espiritual el esfuerzo de amar de veras a lo que no es yo mismo!
-¡Qué lenguaje, Aurelio!
-No es pesimista, es la sinceridad pura. Pues bien; el primer paso en el amor de los demás lo ha dado parte de la humanidad, no de un salto, sino por el camino... del cordón umbilical... las madres han llegado a amar a sus hijos, lo que se llama amar. Los padres dignos de ser madres, los padres-madres, hemos llegado también, por la misteriosa unión de la sangre, a amar de veras a los hijos. El amor familiares el único progreso serio, grande, real, que ha hecho hasta ahora la sociología positiva. Para los demás círculos sociales la coacción, la pena, el convencionalismo, los sistemas, los equilibrios, las fórmulas, las hipocresías necesarias, la razón de Estado, lo del salus populi y otros arbitrios sucedáneos del amor verdadero; en la familia, en sus primeros grados, ya existe el amor cierto, la argamasa que puede emir las piedras- para los cimientos del edificio social futuro. Repara cómo nadie es utopista ni revolucionario en su casa; es decir, nadie que haya llegado al amor real de la familia; porque fuera de este amor quedan los solterones empedernidos y los muchísimos mal casados y los no pocos padres descastados. No; en la familia buena nadie habla de corregir los defectos domésticos con ríos de sangre, ni de reformar sacrificando miembros podridos, ni se conoce en el hogar de hoy la pena de muerte, y puedes decir que no hay familia real donde, habiendo hijos, sea posible el divorcio.
¡Oh, lo que debe el mundo al cristianismo en este punto, no se ha comprendido bien todavía!
-Pero... ¿y la yernocracia?
-Ahora vamos. La yernocracia ha venido después del nepotismo, debiendo haber venido antes; lo cual prueba que el nepotismo era un falso progreso, por venir fuera de su sitio; un egoísmo disfrazado de altruismo familiar. Así y todo, en ciertos casos el nepotismo ha sido simpático, por lo que se parecía al verdadero amor familiar; simpático del todo cuando, en efecto, se trataba de hijos a quien por decoro había que llamar sobrinos. El nepotismo eclesiástico, el de los Papas, acaso principalmente, fue por esto una sinceridad disfrazada, se llevaba a la política el amor familiar, filial, por el rodeo fingido del lazo colateral. En el rigor etimológico, el nepotismo significaría la influencia política del amor a los hijos de los hijos, porque en buen latín nepos, es el nieto; pero en el latín de baja latinidad, nepos pasó a ser el sobrino; en la realidad, muchas veces el nepotismo fue la protección del hijo a quien la sociedad negaba esta gran categoría, y había que compensarle con otros honores.
Nuestra hipocresía social no consiente la filiocracia franca, y después del nepotismo, que era o un disfraz de la filiocracia o un disfraz del egoísmo, aparece la yernocracia... que es el gobierno de la hija, matriz sublime del amor paternal.
¡La hija, mi Rosina!
Calló Aurelio Marco, conmovido por sus recuerdos, por las imágenes que le traía la asociación de ideas.
Cuando volvió a hablar, noté que en cierto modo había perdido el hilo, o por lo menos, volvía a tomarlo de atrás, porque dijo:
-El nepotismo es generalmente, cuando se trata de verdaderos sobrinos, la familia refugio, la familia imposición; algo como el dinero para el avaro viejo; una mano a que nos agarramos en el trance de caducar y morir. El sobrino imita la familia real que no tuvimos o que perdimos; el sobrino finge amor en los días de decadencia; el sobrino puede imponerse a la debilidad senil. Esto no es el verdadero amor familiar; lo que se hace en política por el sobrino suele ser egoísmo, o miedo, o precaución, o pago de servicios: egoísmo.
Sin embargo, es claro que hay casos interesantes, que enternecen, en el nepotismo. El ejemplo de Bossuet lo prueba. El hombre integérrimo, independiente, que echaba al rey-sol en cara sus manchas morales, no pudo en los días tristes de su vejez extrema abstenerse de solicitar el favor cortesano. Sufría, dice un historiador, el horrible mal de piedra, y sus indignos sobrinos, sabiendo que no era rico y que, seguía él decía, «sus parientes no se aprovecharían de los bienes de la Iglesia», no cesaban de torturarle, obligándole continuamente a trasladarse de Meaux a la corte para implorar favores de todas clases; y el grande hombre tenía que hacer antesalas y sufrir desaires y burlas de los cortesanos; hasta que en uno de estos tristes viajes de pretendiente murió en París en 1704. Ese es un caso de nepotismo que da pena y que hace amar al buen sacerdote. Bossuet fue paro, sus sobrinos eran sobrinos.
-Pero... ¿y la yernocracia?
-A eso voy. ¿Conoces a Rosina? Es una reina de Saba de tres años y medio, el sol a domicilio; parece un gran juguete de lujo... con alma. Sacude la cabellera de oro, con aire imperial, como Júpiter maneja el rayo; de su vocecita de mil tonos y registros hace una gama de edictos, decretos y rescriptos, y si me mira airada, siento sobre mí la excomunión de un ángel. Es carne de mi carne, ungida con el óleo sagrado y misterioso de la inocencia amorosa; no tiene, por ahora, rudimentos de buena crianza, y su madre y yo, grandes pecadores, pasamos la vida tomando vuelo para educar a Rosina; pero aún no nos hemos decidido ni a perforarle las orejitas para engancharle pendientes, ni a perforarle la voluntad para engancharle los grillos de la educación a los dos años se erguía en su silla de brazos, a la hora de comer, y no cejaba jamás en su empero de ponerse en pie sobre el mantel, pasearse entre los platos y aun, en solemnes ocasiones, metió un zapato en la sopa, como si fuera un charco. Deplorable educación... pero adorable criatura. ¡Oh, si no tuviera que crecer, no la educaba; y pasaría la vida metiendo los pies en el caldo! Más que a su madre, más que a mí, quiere a ratos la reina de Saba a Maolito, su novio, un vecino de siete años, macho más hermoso que yo y sin barbas que piquen al besarle.
Maolito es nuestro eterno convidado; Rosina le sienta junto a sí, y entre cucharada y cucharada le admira, le adora... y le palpa, untándole la cara de grasa y otras lindezas. No cabe duda; mi hija está enamorada a su manera, a lo ángel, de Maolito.
Una tarde, a los postres, Rosina gritó con su tono más imperativo y más apasionado y elocuente, con la voz a que yo no puedo resistir, a que siempre me rindo...
-Papá... yo quere que papá sea rey (rey lo dice muy claro) y que haga ministo y general a Maolito, que quere a mí...
-No, tonta -interrumpió Maolito, que tiene la precocidad de todos los españoles-; tu papá no puede ser rey; di tú que quieres que sea ministro y que me haga a mí subsecretario.
Calló otra vez Aurelio Marco y suspiró, y añadió después, como hablando consigo mismo:
-¡Oh, que remordimientos sentí oyendo aquel antojo de mi tirano, de mi Rosina! ¡Yo no podía ser rey ni ministro! Mis ensueños, mis escrúpulos, mis aficiones, mis estudios, mi filosofía, me habían apartado de la ambición y sus caminos; era inepto para político, no podía ya aspirar a nada... ¡Oh, lo que yo hubiera dado entonces por ser hábil, por ser ambicioso, por no tener escrúpulos, por tener influencia, distrito, cartera, y sacrificarme por el país, plantear economías, reorganizarlo todo, salvar a España y hacer a Maolito subsecretario!
Un viejo verde
Oid un cuento... ¿Que no le queréis naturalista? ¡Oh, no! será idealista, imposible... romántico.
Monasterio tendió el brazo, brilló la batuta en un rayo de luz verde, y al conjuro, surgieron como convocadas, de una lontananza ideal, las hadas invisibles de la armonía, las notas misteriosas, gnomos del aire, del bronce y de las cuerdas. Era el alma de Beethoven, ruiseñor inmortal, poesía eternamente insepulta, como larva de un héroe muerto y olvidado en el campo de batalla; era el alma de Beethoven lo que vibraba, llenando los ámbitos del Circo y llenando los espíritus de la ideal melodía, edificante y seria de su música única; como un contagio, la poesía sin palabras, el ensueño místico del arte, iba dominando a los que oían, cual si un céfiro musical, volando sobre la sala, subiendo de las butacas a los palcos y a las galerías, fuese, con su dulzura, con su perfume de sonidos, infundiendo en todos el suave adormecimiento de la vaga contemplación extática de la belleza rítmica.
El sol de fiesta de Madrid penetraba disfrazado de mil colores por las altas vidrieras rojas, azules, verdes, moradas y amarillas; y como polvo de las alas de las mariposas iban los corpúsculos iluminados de aquellos haces alegres y mágicos a jugar con los matices de los graciosos tocados de las damas, sacando lustre azul, de pluma de gallo, al negro casco de la hermosa cabeza desnuda de la morena de un palco, y más abajo, en la sala, dando reflejos de aurora boreal a las flores, a la paja, a los tules de los sombreros graciosos y pintorescos que anunciaban la primavera como las margaritas de un prado.
Desde un palco del centro oía la música, con más atención de la que suelen prestar las damas en casos tales, Elisa Rojas, especie de Minerva con ojos de esmeralda, frente purísima, solemne, inmaculada, con la cabeza de armoniosas curvas, que, no se sabía por qué, hablaban de inteligencia y de pasión, peinada como por un escultor en ébano. Aquellas ondas de los rizos anchos y fijos recordaban las volutas y las hojas de los chapiteles jónicos y corintios y estaban en dulce armonía con la majestad hierática del busto, de contornos y movimientos canónicos, casi simbólicos, pero sin afectación ni monotonía, con sencillez y hasta con gracia. Elisa Rojas, la de los cien adoradores, estaba enamorada del modo de amar de algunos hombres. Era coqueta como quien es coleccionista. Amaba a los escogidos entre sus amadores con la pasión de un bibliómano por los ejemplares raros y preciosos. Amaba, sobre todo, sin que nadie lo sospechara, la constancia ajena: para ella un adorador antiguo era un incunable. A su lado tenía aquella tarde en otro palco, lleno de obscuridad, todo de hombres, su biblia de Gutenberg, es decir, el ejemplar más antiguo, el amador cuyos platónicos obsequios se perdían para ella en la noche de los tiempos.
Aquel señor, porque ya era un señor como de treinta y ocho a cuarenta años, la quería, sí, la quería, bien segura estaba, desde que Elisa recordaba tener malicia para pensar en tales cosas; antes de vestirse ella de largo ya la admiraba él de lejos, y tenía presente lo pálido que se había puesto la primera vez que la había visto arrastrando cola, grave y modesta al lado de su madre. Y ya había llovido desde entonces. Porque Elisa Rojas, sus amigas lo decían, ya no era niña, y si no empezaba a parecer desairada su prolongada soltería, era sólo porque constaba al mundo entero que tenía los pretendientes a patadas, a hermosísimas patadas de un pie cruel y diminuto; pues era cada día más bella y cada día más rica, gracias esto último a la prosperidad de ciertos buenos negocios de la familia.
Aquel señor tenía para Elisa, además, el mérito de que no podía pretenderla. No sabía Elisa a punto fijo por qué; con gran discreción y cautela había procurado indagar el estado de aquel misterioso adorador, con quien no había hablado unas que dos o tres veces en diez años y nunca más de algunas docenas de palabras, entre la multitud, acerca de cosas insignificantes, del momento. Unos decían que era casado y que su mujer se había vuelto loca y estaba en un manicomio; otros que era soltero, mas que estaba ligado a cierta dama por caso de conciencia y ciertos compromisos legales... ello era que a la de Rojas le constaba que aquel señor no podía pretender amores lícitos, los únicos posibles con ella, y le constaba porque él mismo se lo había dicho en el único papel que se había atrevido a enviarle en su vida.
Elisa tenía la costumbre, o el vicio, o lo que fuera, de alimentar el fuego de sus apasionados con miradas intensas, largas, profundas, de las que a cada amador de los predilectos le tocaba una cada mes, próximamente. Aquel señor, que al principio no había sido de los más favorecidos, llegó a fuerza de constancia y de humildad a merecer el privilegio de una o dos de aquellas miradas en cada ocasión en que se veían. Una noche, oyendo música también, Elisa, entregada a la gratitud amorosa y llena de recuerdos de la contemplación callada, dulce y discreta del hombre que se iba haciendo viejo adorándola, no pudo resistir la tentación, mitad apasionada, mitad picaresca y maleante, de clavar los ojos en los del triste caballero y ensayar en aquella mirada una diabólica experiencia que parecía cosa de algún fisiólogo de la Academia de ciencias del infierno: consistía la gracia en querer decir con la mirada, sólo con la mirada, todo esto que en aquel momento quiso ella pensar y sentir con toda seriedad: «Toma mi alma; te beso el corazón con los ojos en premio a tu amor verdadero, compañía eterna de mi vanidad, esclavo de mi capricho; fíjate bien, este mirar es besarte, idealmente, como lo merece tu amor, que sé que es purísimo, noble y humilde. No seré tuya más que en este instante y de esta manera; pero ahora toda tuya, entiéndeme por Dios, te lo dicen mis ojos y el acompañamiento de esa música, toda amores». Y casi firmaron los ojos: Elisa, tu Elisa. Algo debió de comprender aquel señor; porque se puso muy pálido y, sin que lo notara nadie más que la de Rojas, se sintió desfallecer y tuvo que apoyar la cabeza en una columna que tenía al lado. En cuanto le volvieron las fuerzas se marchó del teatro en que esto sucedía. Al día siguiente Elisa recibió, bajo un sobre, estas palabras: «Mi divino imposible!». Nada más, pero era él, estaba segura. Así supo que tal amante no podía pretenderla, y si esto por una temporada la asestó y la obligó a esquivar las miradas ansiosas de aquel señor, poco a poco volvió a la acariciada costumbre y, con más intensidad y frecuencia que nunca, se dejó adorar y pagó con los ojos aquella firmeza del que no esperaba nada. Nada. Llegó la ocasión de ver el personaje imposible, pretendientes no mal recibidos al lado de su ídolo, y supo hacer, a fuerza de sinceridad y humildad y cordura, compatible con la dignidad más exquisita, que Elisa, en vez de encontrar desairada la situación del que la adoraba de lejos, sin poder decir palabra, sin poder defenderse, viese nueva gracia, nuevas pruebas en la resignación necesaria, fatal, del que no podía en rigor llamar rivales a los que aspiraban a lo que él no podía pretender. Lo que no sabía Elisa era que aquel señor no veía las cosas tan claras como ella, y sólo a ratos, por ráfagas, creía no estar en ridículo. Lo que más le iba preocupando cada mes, cada año que pasaba, era naturalmente la edad, que le iba pareciendo impropia para tales contemplaciones. Cada vez se retraía más; llegó tiempo en que la de Rojas comprendió que aquel señor ya no la buscaba; y sólo cuando se encontraban por casualidad aprovechaba la feliz coyuntura para admirarla, siempre con discreto disimulo, por no poder otra cosa, porque no tenía fuerza para no admirarla. Con esto crecía en Elisa la dulce lástima agradecida y apasionada, y cada encuentro de aquellos lo empleaba ella en acumular amor, locura de amor, en aquellos pobres ojos que tantos años había sentido acariciándola con adoración muda, seria, absoluta, eterna.
Mas era costumbre también en la de Rojas jugar con fuego, poner en peligro los afectos que más la importaban, poner en caricatura, sin pizca de sinceridad, por alarde de paradoja sentimental, lo que admiraba, lo que quería, lo que respetaba. Así, cuando veía al amador incunable animarse un poco, poner gesto de satisfacción, de esperanza loca, disparatada, ella, que no tenía por tan absurdas como él mismo tales ilusiones, se gozaba en torturarle, en probarle, como el bronce de un cañón, para lo que le bastaba una singular sonrisa, fría, semiburlesca.
La tarde de mi cuento era solemne para aquel señor; por primera vez en su vida el azar le había puesto en un palco codo con codo, junto a Elisa. Respiraba por primera vez en la atmósfera de su perfume. Elisa estaba con su madre y otras señoras, que habían saludado al entrar a alguno de los caballeros que acompañaban al otro. La de Rojas se sentía a su pesar exaltada; la música y la presencia tan cercana de aquel hombre la tenían en tal estado, que necesitaba, o marcharse a llorar a solas sin saber por qué, o hablar mucho y destrozar el alma con lo que dijera y atormentarse a sí propia diciendo cosas que no sentía, despreciando lo digno de amor... en fin, como otras veces. Tenía una vaga conciencia, que la humillaba, de que hablando formalmente no podría decir nada digno de la Elisa ideal que aquel hombre tendría en la cabeza. Sabía que era él un artista, un soñador, un hombre de imaginación, de lectura, de reflexión... que ella, a pesar de todo, hablaba como las demás, punto más punto menos. En cuanto a él... tampoco hablaba apenas. Ella le oiría... y tampoco creía digno de aquellos oídos nada de cuanto pudiera decir en tal ocasión él, que había sabido callar tanto...
Un rayo de sol, atravesando allá arriba, cerca del techo, un cristal verde, vino a caer sobre el grupo que formaban Elisa y su adorador, tan cerca uno de otro por la primera vez en la vida. A un tiempo sintieron y pensaron lo mismo, los dos se fijaron en aquel lazo de luz que los unía tan idealmente, en pura ilusión óptica, como la paz que simboliza el arco iris. El hombre no pensó más que en esto, en la luz; la mujer pensó, además, en seguida, en el color verde. Y se dijo: «Debo de parecer una muerta», y de un salto gracioso salió de la brillante aureola y se sentó en una silla cercana y en la sombra. Aquel señor no se movió. Sus amigos se fijaron en el matiz uniforme, fúnebre que aquel rayo de luz echaba sobre él. Seguía Beethoven en el uso de la orquesta y no era discreto hablar mucho ni en voz alta. A las bromas de sus compañeros el enamorado caballero no contestó más que sonriendo. Pero las damas que acompañaban a Elisa notaron también la extraña apariencia que la luz verde daba al caballero aquel.
La de Rojas sintió una tentación invencible, que después reputó criminal, de decir, en voz bastante alta para que su adorador pudiera oírla, un chiste, un retruécano, o lo que fuese, que se le había ocurrido, y que para ella y para él tenía más alcance que para los demás.
Miró con franqueza, con la sonrisa diabólica en los labios, al infeliz caballero que se moría por ella... y dijo, como para los de su palco solo, pero segura de ser oída por él:
-Ahí tenéis lo que se llama... un viejo verde.
Las amigas celebraron el chiste con risitas y miradas de inteligencia.
El viejo verde, que se había oído bautizar, no salió del palco hasta que calló Beethoven. Salió del rayo de luz y entró en la obscuridad para no salir de ella en su vida.
Elisa Rojas no volvió a verle.
Pasaron años y años; la de Rojas se casó con cualquiera, con la mejor proporción de las muchas que se le ofrecieron. Pero antes y después del matrimonio sus ensueños, sus melancolías y aun sus remordimientos fueron en busca del amor más antiguo, del imposible. Tardó mucho en olvidarle, nunca le olvidó del todo: al principio sintió su ausencia más que un rey destronado la corona perdida, como un ídolo pudiera sentir la desaparición de su culto. Se vio Elisa como un dios en el destierro. En los días de crisis para su alma, cuando se sentía humillada, despreciada, lloraba la ausencia de aquellos ojos siempre fieles, como si fueran los de un amante verdadero, los ojos amados. «¡Aquel señor sí que me quería, aquél sí que me adoraba!».
Una noche de luna, en primavera, Elisa Rojas, con unas amigas inglesas, visitaba el cementerio civil, que también sirve para los protestantes, en cierta ciudad marítima del Mediodía de España. Está aquel jardín, que yo llamaré santo, como le llamaría religioso el derecho romano, en el declive de una loma que muere en el mar. La luz de la luna besaba el mármol de las tumbas, todas pulcras, las más con inscripciones de letra gótica, en inglés o en alemán.
En un modesto pero elegante sarcófago, detrás del cristal de una urna, Elisa leyó, sin más luz que aquella de la noche clara, al rayo de la luna llena, sobre el mármol negro del nicho, una breve y extraña inscripción, en relieve, con letras de serpentina. Estaba en español y decía: «Un viejo verde».
De repente sintió la seguridad absoluta de que aquel viejo verde era el suyo. Sintió esta seguridad porque, al mismo tiempo que el de su remordimiento, le estalló en la cabeza el recuerdo de que una de las poquísimas veces que aquel señor la había oído hablar, había sido en ocasión en que ella describía aquel cementerio protestante que ya había visto otra vez, siendo niña, y que la había impresionado mucho.
«¡Por mí, pensó, se enterró como un pagano! Como lo que era, pues yo fui su diosa».
Sin que nadie la viera, mientras sus amigas inglesas admiraban los efectos de luna en aquella soledad de los muertos, se quitó un pendiente, y con el brillante que lo adornaba, sobre el cristal de aquella urna, detrás del que se leía «Un viejo verde», escribió a tientas y temblando: «Mis amores».
Me parece que el cuento no puede ser más romántico, más imposible...
Cuento futuro
La humanidad de la tierra; se había cansado de dar vueltas mil y mil veces alrededor de las mismas ideas, de las mismas costumbres, de los mismos dolores y de los mismos placeres. Hasta se había cansado de dar vueltas alrededor del mismo sol. Este cansancio último lo había descubierto un poeta lírico del género de los desesperados que, no sabiendo ya qué inventar, inventó eso: el cansancio del sol. El tal poeta era francés, como no podía menos, y decía en el prólogo de su libro, titulado Heliofobe: «C'est bte de tourner toujours comete c'à. A quoi bon cette sotisse eternelle?... Le soleil, ce bourgeois, m'embète avec ses platitudes...», etc., etc.
El traductor español de este libro decía. «Es bestia esto de dar siempre vueltas así. ¿A qué bueno esta tontería eterna? El sol, ese burgués, me embiste con sus platitudes enojosas. Él cree hacernos un gran favor quedándose ahí plantado, sirviendo de fogón en esta gran cocina económica que se llama el sistema planetario. Los planetas son los pucheros puestos a la lumbre; y el himno de los astros, que Pitágoras creía oír, no es más que el grillo del hogar, el prosaico chisporroteo del carbón y el bullir del agua de la caldera... ¡Basta de olla podrida! Apaguemos el sol, aventemos las cenizas del hogar. El gran hastío de la luz meridiana ha inspirado este pequeño libro. ¡Que él es sincero! ¡Que él es la expresión fiel de un orgullo noble que desprecia favores que no ha solicitado, halagos de los rayos lumínicos que le parecen cadenas insoportables».
»Él tendrá bello el sol obstinándose en ser benéfico; al fin es un tirano; la emancipación de la humanidad no será completa hasta el día que desatemos este yugo y dejemos de ser satélites de ese reyezuelo miserable del día, vanidoso y fanfarrón, que después de todo no es más que un esclavo que signé la carrera triunfal de un señor invisible».
El prólogo seguía diciendo disparates que no hay tiempo para copiar aquí, y el traductor seguía soltando galicismos.
Ello fue que el libro hizo furor, sobre todo en el África Central y en el Ecuador, donde todos aseguraban que el sol ya los tenía fritos.
Se vendieron 800 millones de ejemplares franceses y 300 ejemplares de la traducción española; verdad es que estos no en la Península, sino en América, donde continuaban los libreros haciendo su agosto sin necesidad de entenderse con la antiquísima metrópoli.
Después del poeta vinieron los filósofos los políticos sosteniendo lo que ya se llamaba universalmente la Heliofobia.
La ciencia discutió en Academias, Congresos y sección de variedades en los periódicos: 1.º, si la vida sería posible separando la Tierra del Sol y dejándola correr libre por el vacío hasta engancharse con otro sistema; 2.º, si habría medio, dado lo mucho que las ciencias físicas habían adelantado, de romper el vago de Febo y dejarse caer en lo infinito.
Los sabios dijeron que sí y que no, y que qué sabían ellos, respecto de ambas cuestiones.
Algunos especialistas prometieron romper la fuerza centrípeta como quien corta un pelo; pero pedían una subvención, y la mayor parte de los Gobiernos seguían con el agua al cuello y no estaban para subvencionar estas cosas. En España, donde también había Gobierno y especialistas, se redujo a prisión a varios arbitristas que ofrecieron romper toda relación solar en un dos por tres.
Las oposiciones, que eran tantas como cabezas de familia había en la nación, pusieron el grito en el cielo: dijeron los Perezistas y los Alvarezistas y los Gomezistas, etc., etc., que era preciso derribar aquel Gobierno opresor de la ciencia, etc.
Los Obispos, contra los cuales hasta la fecha no habían prevalecido las puertas del infierno, ensalzaban a todos los sabios e ignorantes que se declaraban heliófilos.
«Bueno estaba que se acabase el mundo; que poco valía, pero debía acabarse como en el texto sagrado se tenía dicho que había de acabar, y no por enfriamiento, como sería seguro que concluiría si en efecto nos alejábamos del sol...».
Una revista científica y retrógrada, que se llamaba La Harmonía, recordaba a los heliófobos una porción de textos bíblicos, amenazándoles con el fin del mundo.
Decía el articulista:
«¡Ah, miserables! Queréis que la Tierra se separe del Sol, huya del día, para convertirse en la estrella errática, a la cual está reservada eternamente la obscuridad y las tinieblas, como dice San Judas Apóstol en su Epístola Universal, v. 13. Queréis lo que ya está anunciado, queréis la muerte; pero oid la palabra de verdad:
«Y en aquellos días buscarán los hombres la muerte, y no la hallarán; y desearán morir, y la muerte huirá de ellos. (Apocalipsis, cap. IX, v. 6.) -Porque vuestro tormento es como tormento de escorpión; vuestro mortal hastío, vuestro odio de la luz, vuestro afán de tinieblas, vuestro cansancio de pensar y sentir, es tormento de escorpión; y queréis la muerte por huir de las langostas de cola metálica con aguijones y con cabello de mujer, por huir de las huestes de Abaddón. En vano, en vano buscáis la muerte del mundo antes de que llegue su hora, y por otros caminos de los que están anunciados. Vendrá la muerte, sí, y bien pronto; se acabará el tiempo, como está escrito; los cuatro ángeles vendrán en su día para matar la tercera parte de los hombres. Pero no habéis de ser vosotros, mortales, quien dé las señales del exterminio. ¡Ah, teméis al sol! Sí, teméis que de él descienda el castigo; teméis que el sol sea la copa de fuego que ha de derramar el ángel sobre la tierra; teméis quemaros con el calor, y morís blasfemando y sin arrepentiros, como está anunciado. (Apocalipsis, 16-9.) -En vano, en vano queréis huir del sol, porque está escrito que esta miserable Babilonia será quemada con fuego. (Ibid., 18-8.)».
Los sabios y los filósofos nada dijeron a La Harmonía, que no leían siquiera. Los periódicos satíricos con caricaturas fueron los que se encargaron de contestar al periodista babilónico, como le llamaron ellos, poniéndolo como ropa de pascua, y en caricaturas de colores.
Un sabio muy acreditado, que acababa de descubrir el bacillus del hambre, y libraba a la humanidad doliente con inoculaciones de caldo gordo, sabio aclamado por el mundo entero, y que ya tenía en todos los continentes más estatuas que pelos en la cabeza, el Dr. Judas Adambis, natural de Mozambique, emporio de las ciencias a la sazón, Atenas moderna, Judas Adambis tomó cartas en el asunto y escribió una Epístola Universal, cuya primera edición vendió por una porción de millones.
Un periódico popular de la época, conservador todavía, daba cuenta de la carta del doctor Adambis, copiando los párrafos culminantes.
El periódico, que era español, decía: «Sentimos no poder publicar íntegra esta interesantísima epístola, que esta, llamando la atención de todo el mundo civilizado, desde la Patagonia a la Mancha, y desde el helado hasta el ardiente polo; pero no podemos concederle más espacio, porque hoy es día de toros y de lotería, y no hemos de prescindir ni de la lista grande, ni de la corrida, la cual no pasó de mediana, entre paréntesis. Dice así el Dr. Judas Adambis:
«...Yo creo que la humanidad de la tierra debe, en efecto, romper las cadenas que la sujetan a este sistema planetario, miserable y mezquino para los vuelos de la ambición del hombre. La solución que el poeta francés nos propuso es magnífica, sublime... pero no es más que poesía. Hablemos claro, señores. ¿Qué es lo que se desea? Romper un yugo ominoso, como dicen los políticos avanzados de la cáscara amarga. ¿Es que no puede llamarse la tierra libre e independiente, mientras viva sujeta a la cadena impalpable que la ata al sol y la luna dé vueltas alrededor del astro tiránico, como el mono que, montado en un perro y con el cordel al cuello, describe circunferencias alrededor de su dueño haraposo? ¡Ah, no, señores! No es esto. Aquí hay algo más que esto. No negaré Yo que esta dependencia del sol nos humilla; sí, nuestro orgullo padece con semejante sujeción. Pero eso es lo de menos. Lo que quiere la humanidad es algo más que librarse del sol... es librarse de la vida.
»Lo que causa hastío insoportable a la humanidad no es tanto que el sol esté plantado en medio del corro, haciéndonos dar vueltas a la pista con sus latigazos de fuego, que una antigüedad remota llamó las flechas de Apolo, como las vueltas mismas; esto, esto es lo tedioso: este volteo por lo infinito. Hubo un tiempo, los sabios pueden decirlo, feliz para el mundo: fue el tiempo en que se creyó en el progreso indefinido.
»La ignorancia de tales épocas hacía creer a los pensadores que los adelantos que podían notar en la vida humana, refiriéndose a los ciclos históricos a que su escasa ciencia les permitía remontarse, eran buena prueba de que el progreso era constante. Hoy nuestro conocimiento de la historia del planeta no nos consiente formarnos semejantes ilusiones; los cientos de siglos que antiguamente se atribuían a la vida humana como hipótesis atrevida, hoy son perfectamente conocidos, con todos los pormenores de su historia; hoy sabemos que el hombre vuelve siempre a las andadas, que nuestra descendencia está condenada a ser salvaje, y sus descendientes remotos a ser, como nosotros, hombres aburridos de puro civilizados. Este es el volteo insoportable, aquí está la broma pesada, lo que nos iguala al mísero histrión del circo ecuestre... No se trata de una de tantas filosofías pesimistas, charlatanas y cobardes que han apestado al mundo. No se trata de una teoría, se trata de un hecho viril: del suicidio universal. La ciencia y las relaciones internacionales permiten hoy llevar a cabo tal intento. El que suscribe sabe cómo puede realizarse el suicidio de todos los habitantes del globo en un mismo segundo. ¿Lo acepta la humanidad?».
- II -
La idea de Judas Adambis era el secreto deseo de la mayor parte de los humanos. Tanto se había progresado en psicología, que no había un mal zapatero de viejo que no fuera un Schopenhauer perfeccionado. Ya todos los hombres, o casi todos, eran almas superiores aparte, l'elite, dilletanti, como ahora pueden serlo Ernesto Renán o Ernesto García Ladevese. En siglos remotos algunos literatos parisienses habían convenido en que ellos, unos diez o doce, eran los cínicos que tenían dos dedos de frente; los cínicos que sabían que la vida era una bancarrota, un aborto, etc., etc. Pues bueno; en tiempos de Adambis, la inmensa mayoría de la humanidad estaba al cabo de la calle; casi todos estaban convencidos de eso, de que esto debía dar un estallido. Pero, ¿cómo estallar? Esta era la cuestión.
El doctor Adambis, no sólo había encontrado la fórmula de la aspiración universal, sino que prometía facilitar el medio de poner en práctica su grandiosa idea. El suicidio individual no resolvía nada; los suicidios menudeaban; pero los partos felices mucho más. Crecía la población que era un gusto, y, por ahí no se iba a ninguna parte.
El suicidio en grandes masas se había ensayado varias veces, pero no bastaba. Además, las sociedades de suicidas o voluntarios de la muerte, que se habían creado en diferentes épocas, daban pésimos resultados; siempre salíamos con que los accionistas y los comanditarios de buena fe pagaban el pato, y los gestores sobrevivían y quedaban gastándose los fondos de la sociedad. El caso era encontrar un medio para realizar el suicidio universal.
Los Gobiernos de todos los países se entendieron con Judas Adambis, el cual dijo que lo primero que necesitaba, era un gran empréstito, y además, la seguridad de que todas las naciones aceptaban su proyecto, pues sin esto no revelaría su secreto ni comenzarían los trabajos preparatorios de tan gran empresa.
Aunque ya no había Inglaterra hacía mucho tiempo, pues se la había tragado el mar siglos atrás, no faltaban políticos anglómanos, y hubo quien sacó a relucir el habeas corpus como argumento en contra. Otros, no menos atrasados, hablaron de la representación de las minorías. Ello era que no todos, absolutamente todos los hombres aceptaban la muerte voluntaria.
El Papa, que vivía en Roma, ni más ni menos que San Pedro, dijo que ni él ni los Reyes podían estar conformes con lo del suicidio universal; que así no se podían cumplir las profecías. Un poeta muy leído por el bello sexo, aseguró que el mundo era excelente, y que por lo menos, mientras él, el poeta, viviese y cantase, el querer morir era prueba de muy mal gusto.
Triunfó, a pesar de estas protestas y de las corruptelas de algunos políticos atrasados, la genuina interpretación de la soberanía nacional. Se puso a votación en todas las asambleas legislativas del mundo el suicidio universal, y en todas ellas fue aprobado por gran mayoría.
Pero, ¿qué se hizo con las minorías? Un escritor de la época dijo que era imposible que el suicidio universal se realizase desde el momento que existía una minoría que se oponía a ello. «No será suicidio, será asesinato, por lo que toca a esa minoría».
«¡Sofisma! ¡Sofisma! ¡Metafísica! ¡Retórica!» -gritaron las mayorías furiosas-. «Las minorías, advirtió el doctor Adambis en otro folleto, cuya propiedad vendió en cien millones de pesetas, las minorías no se suicidarán, es verdad; ¡pero las suicidaremos!». Absurdo, se dirá. No, no es absurdo. Las minorías no se suicidarán, en cuanto individuos, o per se; pero como de lo que se trata es del suicidio de la humanidad, que en cuanto colectividad es persona jurídica, y la persona jurídica, ya desde el derecho romano, manifiesta su voluntad por la votación en mayoría absoluta, resulta que la minoría, en cuanto parte de la humanidad, también se suicidará, per accidens».
Así se acordó. En una Asamblea universal, para elegir cuyos miembros hubo terribles disturbios, palos, pedradas, tiros (de modo y manera que por poco se acaba la gente sin necesidad del suicidio); digo que en una Asamblea universal se votó definitivamente el fin del mundo, por lo que tocaba a los hombres, y se dieron plenos poderes al doctor Adambis para que cortara y rajara a su antojo.
El empréstito se había cubierto una vez y cuartillo (menos que el de Panamá), porque la humanidad de entonces, como la de ahora, se prestaba a entusiasmarse, a suicidarse; se prestaba a todo menos a prestar dinero.
Con auxilio de los Gobiernos pudo Adambis llevar a cabo su obra magna, que por medio de aplicaciones mecánicas de condiciones químicas hoy desconocidas, puso a todos los hombres de la tierra en contacto con la muerte.
Se trataba de no sé qué diablo de fuerza recientemente descubierta que, mediante conductores de no se sabe ahora qué género, convertía el globo en una gran red que encerraba en sus mallas mortíferas a todos los hombres, velis nolis. Había la seguridad de que ni uno solo podría escaparse del estallido universal. Adambis recordó al público en otro folleto, al revelar su invención, que ya un sabio antiquísimo que se llamaba, no estaba seguro si Renán o Fustigueras, había soñado con un poder que pusiera en manos de los sabios el destino de la humanidad, merced a una fuerza destructora descubierta por la ciencia. Aquel sueño de Fustigueras iba a realizarse; él, Adambis, dictador del exterminio, gracias al gran plebiscito que le había hecho verdugo del mundo, tirano de la agonía, iba a destruir a todos los hombres, a hacerlos reventar en un solo segundo, sin más que colocar un dedo sobre un botón.
Sin hacer caso de los gritos y protestas de la minoría, se dispuso en todos los países civilizados, que eran todos los del mundo, cuanto era necesario para la última hora de la humanidad doliente. El ceremonial del tremendo trance costó muchas discusiones y disgustos, y por poco fracasa el gran proyecto por culpa de la etiqueta. ¿En qué traje, en qué postura, qué día y a qué hora debía estallar la humanidad?
Se aprobó que el traje fuese el de etiqueta rigurosa entre las clases altas, y en las demás el traje nacional. Se desechó una proposición de suicidarse en el traje de Adán, antes de las hojas de higuera. El que esto propuso, se fundaba en que la humanidad debía terminar como había empezado; pero como lo de Adán no era cosa segura, no se aprobó la idea. Además, era indecorosa. En cuanto a la postura, cada cual podía adoptar la que creyese más digna y elegante. ¿Día? Se designó el primero de año, por aquello de año nuevo, vida nueva. ¿Hora? Las doce del día, para que el sol aborrecido presidiese, y pudiera dar testimonio de la suprema resolución de los humanos.
El doctor Adambis pasó un atento B. L. M. a todos los habitantes del globo, avisándoles la hora y demás circunstancias del lance. Decía así el documento:
al Sr. D...
y tiene el gusto de anunciarle que el día de año nuevo, a las doce de la mañana, por el meridiano de tal, sentirá una gran conmoción en la espina dorsal; seguida de un tremendo estallido en el cerebro. No se asuste el Sr. D... porque la muerte será instantánea, y puede tener el consuelo de que no quedará nadie para contarlo. Ese estallido será el símbolo del supremo momento de la humanidad. Conviene tener hecha la digestión del almuerzo para esa hora.
El doctor Judas Adambis aprovecha esta ocasión para ofrecer... etc., etc., etc.».
Llegó el día de año nuevo, y a las once y media de la mañana el doctor Judas, acompañado de su digna y bella esposa Evelina Apple, se presentó en el palacio en que residía la Comisión internacional organizadora del suicidio universal.
Vestía el doctor rigoroso traje de luto, frac y corbata negra y gasa en el sombrero. Evelina Apple, rubia, alta, de anchas caderas y vientre arrogante, de negro también, escotada y con manga corta, daba el brazo a su digno esposo. La comisión en masa, de frac y corbata negra también, salió a recibirlos al vestíbulo. Entraron en el salón del Gran Aparato, sentáronse los esposos en un trono, en sendos sillones; alrededor los comisionados, y en silencio todos esperaron a que sonaran las doce en un gran reloj de cuco, colocado detrás del trono. Delante de este había una mesa pequeña, cuadrada, con tabla de marfil. En medio de esta, un botón negro, sencillísimo, atraía las miradas de todos los presentes.
El reloj era una primorosa obra de arte. Estaba fabricado con material de un extraño pedrusco que la ciencia actual permitía asegurar que era procedente del planeta Marte. No cabía duda; era el proyectil de un cañonazo que nos habían disparado desde allá, no se sabía si en son de guerra o por ponerse al habla. De todas suertes, la tierra no había hecho caso, votado como estaba, ya el suicidio de todos.
La bala o lo que fuera se aprovechó para hacer el reloj en que había de sonar la hora suprema. El cuco era un esqueleto de este pajarraco. Entonces se le dio cuerda. No daba las medias horas ni los cuartos. De modo que sonaría por primera y última vez a las doce.
Judas miró a Evelina con aire de triunfo a las doce menos un minuto. Entre los comisionados ya había cinco o seis muertos de miedo. Al comisionado español se le ocurrió que iba a perder la corrida del próximo domingo (los toros de invierno eran ya tan buenos como los de verano y viceversa) y se levantó diciendo... que él adoptaba el retraimiento y se retiraba. Adambis, sonriendo, le advirtió que era inútil, pues lo mismo estallaría su cerebro en la calle que en el puesto de honor. El español se sentó, dispuesto a morir como un valiente.
¡Plin! Con un estallido estridente se abrió la portezuela del reloj y apareció el esqueleto del cuco.
-¡Cucú, cucú!
Gritó hasta seis veces, con largos intervalos de silencio.
-¡Una, dos!
Iba contando el doctor.
Evelina Apple fue la que miró entonces a su marido con gesto de angustia y algo desconfiada.
El doctor sonrió, y por debajo de la mesa que tenía delante dio a su mujer la mano. Evelina se asió a su marido como a un clavo ardiendo.
-¡Cucú...! ¡Cucú!
-¡Tres!... ¡Cuatro!
-¡Cucú! ¡Cucú!
-¡Cinco! ¡seis!... Adambis puso el dedo índice de la mano derecha sobre el botón negro.
Los comisionados internacionales que aún vivían, cerraron los ojos por no ver lo que iba pasar, y se dieron por muertos.
Sin embargo, el doctor no había oprimido el botón.
La yema del dedo, de color de pipa culotada, permanecía sin temblar rozando ligeramente la superficie del botón frío de hierro.
-¡Cucú! ¡Cucú!
-¡Siete! ¡ocho!
-¡Cucú! ¡Cucú!
-¡Nueve! ¡diez!
- III -
-¡Cucú!
-¡Once! -exclamó con voz solemne Adambis; y mientras el reloj repetía
-¡Cucú!
En vez de decir: -¡Doce! Judas calló y oprimió el botón negro.
Los comisionados permanecieron inmóviles en su respectivo asiento. El doctor y su esposa se miraron: pálido él y serio; ella, pálida también, pero sonriente.
-Te confieso -dijo Evelina- que al llegar el momento terrible, temía que me jugaras una mala pasada.- Y apretó la mano de su marido, que tenía cogida por debajo de la mesa.
-¡Ya estamos solos en el mundo! -exclamó el doctor con voz de bajo profundo, ensimismado.
-¿Crees tú que no habrá quedado nadie más?...
-Absolutamente nadie.
Evelina se acercó a su marido. Aquella soledad del mundo le daba miedo.
-De modo que, por lo pronto, todos esos señores...
-Cadáveres. Ven, acércate.
-¡No, gracias!
El doctor descendió de su trono y se acercó a los bancos de los comisionados. Ninguno se había movido. Todos estaban perfectamente muertos.
-Los más de ellos dan señales de haber sucumbido antes de la descarga, de puro miedo. Lo mismo habrá pasado a muchos en el resto del mundo.
-¡Qué horror! -gritó Evelina, que se había asomado a un balcón, del que se retiró corriendo. Adambis miró a la calle, y en la gran plaza que rodeaba el palacio, vio un espectáculo tremendo, con el que no había contado, y que era, sin embargo, naturalísimo.
La multitud, cerca de 500.000 seres humanos que llenaba el círculo grandioso de la plaza, formando una masa compacta, apretada, de carne, no eran ya más que un inmenso montón de cadáveres, casi todos en pie. Un millón de ojos abiertos, inmóviles, se fijaban con expresión de espanto en el balcón, cuyos balaustres oprimía el doctor con dedos crispados. Casi todas las bocas estaban abiertas también. Sólo habían caído a tierra los de las últimas filas, en las bocacalles; sobre estos se inclinaban otros que habían penetrado algo más en aquel mar de hombres, y más adentro ya no había sino cadáveres tiesos, en pie, como cosidos unos a otros; muchos estaban todavía de puntillas, con las manos apoyadas en los hombros del que tenían delante. Ni un claro había en toda la plaza. Todo era una masa de carne muerta.
Balcones, ventanas, buhardillas y tejados, estaban cuajados de cadáveres también, y en las ramas de algunos árboles, y sobre los pedestales de las estatuas yacían pilluelos muertos, supinos, o de bruces, o colgados. El doctor sentía terribles remordimientos. -¡Había asesinado a toda la humanidad!-. Dígase en su descargo -él había obrado de buena fe al proponer el suicidio universal.
¡Pero su mujer!... Evelina le tenía en un puño.
Era la hermosa rubia de la minoría en aquello del suicidio; no tanto por horror a la muerte, como por llevarle la contraria a su marido.
Cuando vio que lo de morir todos iba de veras, tuvo una encerrona con su caro esposo; a la hora de acostarse, y en paños menores, con el pelo suelto, le puso las peras a cuarto; y unas veces llorando, otras riendo, ya altiva, ya humilde, ora sarcástica, ora patética, apuró los recursos de su influencia para obligar a su Judas, si no a volverse atrás de lo prometido, a cometer la felonía de hacer una excepción en aquella matanza.
-¿No tienes medio de salvarnos a ti y a mí?...
El doctor, aunque lo negó al principio, tuvo que confesar al fin que sí; que podían salvarse ellos, pero sólo ellos.
Evelina no tenía amantes; se conformó con salvarse sola, pues su marido no era nadie para ella.
Adambis, que era celoso, casi sin motivo, pues su mujer no pasaba nunca de ciertas coqueterías sin consecuencia, experimentó gran consuelo al pensar que se iba a quedar solo con Evelina en el mundo.
Merced a ciertos menjurjes, el doctor se aisló de la corriente mortífera; mas, para probar la fe de Evelina, no quiso untarla a ella con el salvador ingrediente, y la obligó a confiar en su palabra de honor. Llegado el momento terrible, Adambis, mediante el simple contacto de las manos, comunicó a su esposa la virtud de librarse de la conmoción mortal que debía acabar con el género humano.
Evelina estaba satisfecha de su marido. Pero aquello de quedarse a solas en el mundo con él, era muy aburrido.
-¿Y cómo vamos a salir de aquí? Imposible atravesar esa plaza; esa muralla de carne humana nos lo impedirá...
El doctor sonrió. Sacó del bolsillo del chaleco un pedacito de tela muy sutil; lo estiro entre los dedos, lo dobló varias veces y lo desdobló, como quien hace una pajarita de papel; resultó un poliedro regular; por un agujero que tenía la tela sopló varias veces; después de meterse una pastilla en la boca, el poliedro fue hinchándose, se convirtió en esfera y llegó a tener un diámetro de dos metros; era un globo de bolsillo, mueble muy común en aquel tiempo.
-¡Ah! -dijo Evelina- has sido previsor, te has traído el globo. Pues volemos, y vamos lejos; porque el espectáculo de tantos muertos, entre los que habrá muchos conocidos, no me divierte. La pareja entró en el globo, que tenía por dentro todo lo necesario para la dirección del aparato y para la comodidad de dos o tres viajeros.
Y volaron.
Se remontaron mucho.
Huían, sin decirse nada, de la tierra en que habían nacido.
Sabía Adambis qué donde quiera que posase el vuelo, encontraría un cementerio. ¡Toda la humanidad muerta, y por obra suya!
Evelina, en cuanto calculó que estarían ya lejos de su país, opinó que debían descender. Su repugnancia, que no llegaba a remordimiento, se limitaba al espectáculo de la muerte en tierra conocida... «Ver cadáveres extranjeros no la espantaría». Pero el doctor no sentía así. Después de su gran crimen (pues aquello había sido un crimen), ya sólo encontraba tolerable el aire; la tierra no. Flotar entre nubes por el diáfano cielo azul... menos mal; pero tocar en el suelo, ver el mundo sin hombres... eso no; no se atrevía a tanto. «¡Todos muertos! ¡qué horror!». Cuantas más horas pasaban, más aumentaba el miedo de Adambis a la tierra.
Evelina, asomada a una ventanilla del globo, iba ya distraída contemplando el paisaje. El fresco la animaba; un vientecillo sutil, que jugaba con los rizos de su frente, la hacía cosquillas. «No se estaba mal allí».
Pero de repente se acordó de algo. Volviose al doctor, y dijo:
-Chico, tengo hambre.
El doctor, sin decir palabra, tomó del bolsillo del frac una especie de petaca, y de esta sacó un rollo que semejaba un cigarro puro. Era una quinta esencia alimenticia, invención del doctor mismo. Con aquel cigarro-comestible se podía pasar perfectamente dos o tres días sin más alimento.
-No; quiero comer de veras. Vuestra comida química me apesta, ya lo sabes. Yo no como por sustentar el cuerpo; como, por comer, por gusto; el hambre que yo tengo no se quita con alimentarse, sino satisfaciendo el paladar; ya me entiendes, quiero comer bien. Descendamos a la tierra; en cualquier parte encontraremos provisiones; todo el mundo es nuestro. Ahora se me antoja ir a comer el almuerzo o la cena que tuvieran preparados el Emperador y la Emperatriz de Patagonia; ¡ea, guía hacia la Patagonia; anda, y a escape, a toda máquina!...
Adambis, pálido de emoción, con voz temblorosa; a la que en vano procuraba dar tonos de energía, se atrevió a decir:
-Evelina; ya sabes... que siempre he sido esclavo voluntario de tus caprichos... pero en esta ocasión... perdóname si no puedo complacerte. Primero me arrojaré de cabeza desde este globo, que descender a la tierra... a robarle la comida a cualquiera de mis víctimas. Asesino fui; pero no seré ladrón.
-¡Imbécil! Todo lo que hay en la tierra es tuyo; tú serás el primer ocupante...
-Evelina, pide otra cosa. Yo no bajo.
-Y entonces... ¿nos vamos a morir aquí de hambre?
-Aquí tienes mis cigarros de alimento.
-Pero ¿y en concluyéndolos?
-Con un poco de agua y de aire, y de dos o tres cuerpos simples, que yo buscaré en lo más alto de algunas montañas poco habitadas, tendré lo suficiente para componer sustancia de la que hay en estos extractos.
-Pero eso es muy soso.
-Pero basta para no morirse.
-¿Y vamos a estar siempre en el aire?
-No sé hasta cuándo. Yo no bajo.
-¿De modo que yo no voy a ver el mundo entero? ¿No voy a apoderarme de todos los tesoros, de todos los museos, de todas las joyas, de todos los tronos de los grandes de la tierra? ¿De modo que en vano soy la mujer del Dictador in articulo mortis de la humanidad? ¿De modo que me has convertido en una pajarita... después de ofrecerme el imperio del mundo?...
-Yo no bajo.
-¿Pero, por qué? ¡imbécil!
-Porque tengo miedo.
-¿A quién?
-A mi conciencia.
-¿Pero hay conciencia?
-Por lo visto.
-¿No estaba demostrado que la conciencia es una aprensión de la materia orgánica en cierto estado de desarrollo?
-Sí estaba.
-¿Y entonces?...
-Pero hay conciencia.
-¿Y qué te dice tu conciencia?
-Me habla de Dios.
-¡De Dios! ¿De qué Dios?
-¡Qué sé yo! de Dios.
-Estás incapaz, hijo. No hay quien te entienda. Explícate. ¿No te burlabas tú de mí porque predicaba, porque iba a misa, y me confesaba a veces? Yo era y soy católica, como casi todas las señoras del mundo habían llegado a serlo. Pero eso no me impedía reconocer que tú, como casi todos los hombres del mundo, tendrías tus razones para ser ateo y racionalista, y recordarás que nunca te armé ningún caramillo por motivos religiosos.
-Es cierto.
-Pero, ahora, cuando menos falta hace, te vienes tú con la conciencia... y con Dios... Y a buena hora, cuando ya no hay quien te absuelva, porque las mujeres no podemos meternos en eso. Eres tonto, Judas, siempre lo he dicho, eres un sabio muy tonto.
-Pues yo no bajo.
-Pues yo no fumo. Yo no me alimento con esas porquerías que tú fabricas. Todo eso debe de ser veneno a la larga. A lo menos, hombre, descendamos donde no haya gente... en alguna región donde haya buena fruta... espontánea, ¡qué sé yo! tú, que lo sabes todo, sabrás dónde hay de eso: Guía.
-¿Te contentarías con eso... con buena fruta?
-Por ahora... sí, puede.
Adambis se quedó pensativo. Él recordaba que entre los modernísimos comentaristas de la Biblia, tanto católicos como protestantes, se había tratado, con gran erudición y copia de datos, la cuestión geográfico-teológica del lugar que ocuparía en la tierra el Paraíso.
Él, Adambis, que no creía en el Paraíso, había seguido la discusión por curiosidad de arqueólogo, y hasta había tomado partido, a reserva de pensar que el Paraíso no podía estar en ninguna parte, porque no lo había habido. Pero era lo cierto que, hipotéticamente, suponiendo fidedignos los datos del Génesis, y concordándolos con modernos descubrimientos hechos en Asia, resultaba que tenían razón los que colocaban el Jardín de Adán en tal paraje, y no los que le ponían en tal otro sitio. La conclusión de Adambis era: que «si el Paraíso hubiera existido, sin duda hubiera estado donde decían los doctores A. y B., y no donde aseguraban los PP. X. y Z.
De esta famosa disensión y de sus opiniones acerca de ella, le hicieron acordarse las palabras de su mujer. -«¡Si la Biblia tuviera razón! ¿Si todo eso hubiera sido verdad?». ¡Quién sabe! Por si acaso, busquemos.
Y después de pensar así, dijo en voz alta:
-Ea, Evelina, voy a darte gusto. Voy a buscar eso que pides: una región no habitada que produce espontáneos frutos y frutas de lo más delicado.
Y seguía pensado el doctor: Dado que el Paraíso exista y que yo dé con él, ¿será lo que fue?
¿Seguirá Dios haciéndole producir tan sabrosos frutos? ¿No se habrá estropeado algo con las aguas del diluvio? Lo que es indudable, si la Biblia dice bien, es que allí no ha vuelto a poner su planta ser humano. Esos mismos sabios que han discutido dónde estaba el Paraíso no han tenido la ocurrencia de precisar el lugar, de ir allá, buscarlo, como yo voy a hacer.
Ellos decían: debió de estar hacia tal parte, cerca de tal otra; pero no fueron a buscarle. Tal vez yo lo encuentre. Y bajando en globo, aunque los ángeles sigan a la puerta con espadas de fuego, no me impedirán la entrada.
¡Oh, sí, busquemos el Paraíso! Paraíso para mí, porque será el único lugar de la tierra desierto: es decir, que no sea un cementerio; único lugar donde no encontraré el espectáculo horrendo de la humanidad muerta e insepulta.
Abreviemos. Buscando, buscando, desde el aire con un buen anteojo, comparando sus investigaciones con sus recuerdos de la famosa discusión teológico-geográfica, Adambis llegó a una región del Asia Central, donde, o mucho se engañaba, o estaba lo que buscaba. Lo primero que sintió fue una satisfacción del amor propio... La teoría de los suyos era la cierta... El Paraíso existía y estaba allí, donde él creía. Lo raro era que existiese el Paraíso.
El amor propio por este lado salía derrotado.
Y todavía quería defenderse gritándole a Judas en la cabeza:
-¡Mira, no sea que te equivoques! No sea eso una gran huerta de algún mandarín chino o de un Bajá de siete colas...
El paisaje era delicioso; la frondosidad, como no la había visto jamás Adambis. Cuando él dudaba así, de repente Evelina, que también observaba con unos anteojos de teatro, gritó:
-¡Ah, Judas, Judas! por aquel prado se pasea un señor... muy alto, sí, parece alto... de bata blanca... con muchas barbas, blancas también...
-¡Cáscaras! -exclamó el doctor, que sintió un escalofrío mortal.
Y dirigiendo su catalejo hacia la parte a que apuntaba Evelina, dijo con voz de espanto:
-No hay duda... es él. ¡Él, mejor dicho!
-Pero ¿quién?
-¡Yova Elhoim! ¡Jehová! ¡El Señor Dios! ¡El Dios de nuestros mayores!...
- IV -
El autor de toda esta farsa necesita, al llegar a este punto de su narración, interrumpirla, aunque lo sienta y mortifique a esas pléyades de jóvenes naturalistas en román paladino, que no pueden ver sin disgusto que aparezca en la novela o cuento, o lo que sea, la personalidad del escritor. Yo, de buena gana, continuaría siendo tan objetivo como hasta aquí; pero no tengo más remedio que sacará plaza mi humilde personalidad, aunque sea pecando contra todos los cánones y Falsas Decretales del naturalismo traducido al vulga-puck (lengua universal del vulgo).
Esas pléyades de naturalistas imberbes (y no digo pléyade, en singular, porque pléyades no tiene ni puede tener singular, aunque lo olviden la mayor parte de nuestros periodistas) me dispensarán; pero al presentar en escena nada menos que al Deus ex machina de la Biblia, necesito hacer algunas manifestaciones.
Pintar a Jehová (así lo llama el vulgo) tal como es, sin idealizarlo ni nada de eso, es empresa superior a mis fuerzas, porque yo nunca le he visto.
Discuten los sabios si el mismo Moisés llegó a verlo cara a cara; algunos afirman que sólo una vez gozó de su presencia; pero yo, sin ser sabio, me inclino al parecer de los que piensan que ni Moisés ni nadie puso en él los ojos en la vida. Otra cosa es aquello de sentir el Espíritu del Señor que pasa, el soplo divino que hiere el rostro, etc., etc. Eso es posible.
Más fácil me sería, una vez presentado en escena Jehová, hacer que su carácter fuera sostenido desde el principio hasta el fin, como piden los preceptistas, que de camino son gacetilleros, a los autores de dramas y novelas. Para sostener el carácter de Jehová me basta con los documentos bíblicos, pues se ve en ellos que su energía no decae ni un momento y que en él no hay contradicciones; porque el haber hecho el mundo, y arrepentirse después, no es una contradicción, toda vez que, si a eso fuéramos, ahí está Cánovas, que primero fue revolucionario y después se arrepintió, y la energía de Cánovas, sin embargo, está fuera de toda discusión. Y me alegro de haber citado a este personaje, porque si ustedes quieren buscarle a Jehová, según le presenta la Biblia, un parecido, el mayor que encontrarán en la historia, para tener idea del Zeus bíblico, será ese, Cánovas, el Feus malagueño.
Y ahora tengo que entendérmelas con los timoratos y escrupulosos en materia religiosa, que acaso quieran ver ribetes de impiedad en mi cuento. No hay tal impiedad; primero y principalmente, porque sólo se trata de una broma, y yo aquí no quiero probar nada, ni acabar con la Iglesia de Pedro, ni siquiera con los abusos del clero madrileño. Ni yo soy clérigo de El Resumen, ni siquiera redactor de Las Dominicales, ni ese es el camino. Por no ser, ni soy como el autor de Namouna, adorador de Cristo y además de Ahura-Mazda y de Brahma y de Apis y de Vichnú, etc., etc. Estos eclecticismos religiosos no se han hecho para mí. Lo que puedo jurar es que respeto a Jehová, escríbase como se escriba, tanto como el que más, y que en este cuento no pretendo reemplazar la religión de nuestros mayores por otra de mi invención. Para significar ese respeto precisamente, prescindo de los procedimientos naturalistas, y en vez de presentar al nuevo personaje obrando y hablando, como quiere la buena retórica, pasaré como sobre ascuas sobre todo lo que se refiere a sus relaciones con Adambis, mi héroe, valiéndome de una narración indirecta y no de una descripción directa y plástica.
Apresúrome a decir que la bata que Evelina creyó haber visto pendiente de los hombros del que se paseaba por aquel prado del Paraíso, no debía de ser tal bata, ni las barbas, barbas; pero ya saben ustedes que las mujeres todo lo materializan.
Ello es que aquel era Jehová, efectivamente, y que se estaba paseando por aquel prado del Paraíso, como solía todas las tardes que hacía bueno; costumbre que le había quedado desde los tiempos de Adán. Adambis, aturdido con la presencia del Señor, de que no dudaba, pues si hubiese sido un hombre como los demás hubiera muerto a las doce de la mañana, Adambis, lleno de terror y de vergüenza, perdió los estribos... del globo, como si dijéramos; es decir, trocó los frenos, o de otro modo, dejó que la máquina de dirigir el aerostático se descompusiese, y el globo comenzó a bajar rápidamente y se enredó en las ramas de un árbol.
Evelina gritaba, espantando las aves del Paraíso, que volaban en grandes círculos alrededor de los inesperados viajeros.
Levantó el Señor la cabeza al oír tanto ruido, y viendo el trance, acudió a salvar a los náufragos del aire.
A presencia de Jehová, el doctor Judas permanecía silencioso y avergonzado. Evelina miraba al Señor con curiosidad, pero sin asombro. Encontrarse con un Dios personal de manos a boca, le parecía tan natural, como le hubiera parecido la demostración matemática de que Dios no existe. Lo que ella quería era tomar algo.
Con arreglo a lo dicho, se renuncia a copiar aquí el diálogo que medió entre Jehová y el sabio de Mozambique. Pero se dirá la sustancia.
El Señor no abusó, como hubiera hecho Júpiter, o El Siglo Futuro, de su situación, que le daba una superioridad incontestable. Nada de pullas, ni de sarcasmos mucho menos. Demasiado sabía él que Adambis, desde que había estudiado Anatomía comparada, se había pasado la vida negando la posibilidad de un Dios personal. Los dos sabían esto. ¿Para qué hablar de ello?
Judas se creyó en el deber de humillarse y de confesar su error. Pero Jehová, con una delicadeza que nunca tuvieron los Nocedales en sus palizas a La Unión, hizo que la conversación cambiase de rumbo.
Lo pasado, pasado. Ahora se trataba de reformar la humanidad por segunda vez. Lo de Adán había salido mal; el remedio del diluvio tampoco había probado; tal vez el mal habría estado en dejar vivos a tantos parientes; un mundo que comienza entre suegros y cuñadas, no puede ir bien. Además, lo primero que había hecho Noé, pasada la borrasca, había sido emborracharse... Jehová esperaba más formalidad por parte de Judas Adambis. Judas había acabado con la humanidad... Corriente. Poco se había perdido.
El pesimismo era la tontería que menos podía tolerar Elhoim; la humanidad se había hecho pesimista... bien muerta estaba. Ahora se trataba de otro ensayo: Adambis iba a repoblar el mundo, y si esta nueva cría salía mal también, bastaba de ensayos; la tierra se quedaría en barbecho por ahora.
El matrimonio de Adambis y Evelina había sido hasta entonces infecundo; pero con las aguas del Paraíso, Jehová prometía que la fecundidad visitaría el seno de aquella señora.
-No serán ustedes inocentes -vino a decir Jehová- porque eso ya no puede ser. Pero esto mismo me conviene. Inocente y todo, Adán hizo lo que hizo. Usted, señor Adambis, es un sabio verdadero, a pesar de sus errores teológicos, y quiero ver si me conviene más la suprema malicia que la suprema inocencia. Desde hoy llevan ustedes en arrendamiento todo este jardín amenísimo. La renta que me han de pagar serán sus buenas obras. Todo lo que ustedes ven es de ustedes.
-¿Absolutamente todo? -exclamó Evelina.
Y Jehová, aunque con otras palabras, vino a decir:
-Sí, señora... sin más excepción que una... insignificante. Pongo por condición... la misma que puse al otro. No se ha de tocar a este manzano, que en un tiempo fue el árbol de la ciencia del bien y del mal, y que ahora no es más que un manzano de la acreditada clase de los que producen las ricas manzanas de Balsaín. Por comer de esos manzanos no sabrán ustedes ni más ni menos de lo que saben, ni serán como dioses, ni nada de eso. Si Satanás se presenta otra vez y quiere tentar a esta señora, no le haga caso ninguno. Como este manzano los hay a porrillo en todo el Paraíso. Pero yo me entiendo, y no quiero que se toque en ese árbol. Si coméis de esas manzanas... vuelta a empezar; os echo de aquí, tendréis que trabajar, parirá esta señora con dolor, etc., etc. En fin, ya saben ustedes el programa. Y no digo más.
Y desapareció Jehová Elhoim.
Y casi me alegro, porque ahora ya puedo copiar el diálogo textualmente.
Evelina encogió los hombres y dijo:
-Tú, Judas, ¿qué opinas de todo esto?
-¡Figúrate!
-Valiente sabio estabas tú. Mira qué bien hacía yo en ir a misa, por un si acaso. Tú eres un tonto, que por poco nos haces condenarnos a los dos. Afortunadamente, el Señor parece un señor muy amable...
-¡Oh! La Bondad infinita...
-Sí, pero...
-El Sumo Bien...
-Sí, pero...
-La Sabiduría infinita.
-Sí, pero...
-¿Pero qué, hija?
-Pero algo raro.
-Y tan raro, como que es el único.
-No, no quiero decir raro en ese sentido, sino en el de... ¡Mira tú que prohibirnos comer de esas manzanas como si fuéramos unos chiquillos!...
-Y no comeremos.
-Claro que no, hombre. No te pongas tan fiero. Pues por eso digo que es raro. ¿Qué trabajo nos cuesta a nosotros ponernos formales, y, escarmentados, prescindir de unas pocas manzanas que son como las demás?
-Mira, en eso no nos metamos. Dios es Dios, ¿estás? y lo que Él hace, bien hecho está.
-Pero confiesa que eso es un capricho.
-No confieso tal, ni tú tampoco; y te prohíbo blasfemar en adelante. Por lo pronto, no pienses más en tales manzanas... que el diablo las carga.
-¡Qué ha de cargar, infeliz! Buena soy yo. A propósito, tengo sed... deseo de eso, de eso... de fruta... de manzanas precisamente, y de Balsaín.
-¡Mujer!
-¡Bobalicón! ¿No ha dicho que de esa clase hay aquí a porrillo? Pues vamos a buscar otro árbol igual, y me das un hartazgo. ¿Conoces tú el Balsaín?
-Sí, Evelina. (Busca.) Aquí tienes otro árbol igual que ese prohibido. Toma. ¿Ves qué hermosa manzana? Balsaín legítimo.
Evelina clavó los blancos y apretados dientes en la manzana que le ofrecía su esposo.
Mientras Judas volvía la espalda y buscaba otro ejemplar de la hermosa fruta, una voz, como un silbido, gritó al oído de Evelina.
-¡Eso no es Balsaín!
Tomó ella el aviso por voz interior, por revelación del paladar, y gritó irritada:
-Mira, Judas, a mí no me la das tú ¡Esto no es Balsaín!
Un sudor frío, como el de las novelas, inundó el cuerpo de Adambis.
-Buenos estamos -pensó-. ¡Si Evelina empieza a desconfiar... no va a haber Balsaín en todo el Paraíso!
Así fue... a cien árboles se arrancó fruta: y la voz siempre gritaba al oído de la esposa:
-¡Eso no es Balsaín!
-No te canses, Judas -dijo ella ya fatigada-. No hay más manzanas de Balsaín en todo el Paraíso que las del árbol prohibido.
Hubo una pausa.
-Pues hija... -se atrevió a decir Adambis- ya ves... no hay más remedio... Si te empeñas en que no hay irás que esas... tienes que quedarte sin ellas.
-¡Bien, hombre, bien; me quedaré! Pero no es esa manera de decírselo a una.
La voz de antes gritó al oído de Evelina:
-¡No te quedarás!
-Otro sería más... enamorado que tú. Claro, un sabio no sabe lo que es pasión...
-¿Qué quieres decir, Evelina?...
-Que Adán, con ser Adán, era más cumplido amador que tú.
-Tengamos la fiesta en paz y renuncia al Balsaín.
-¡Bueno! Pues tú... ya que prefieres cumplir un capricho de quien hace una hora negabas que existiese, a satisfacer un deseo de tu mujer... tú, mameluco, renuncia a lo otro.
-¿Qué es lo otro?
-¿No se nos ha dicho que seré fecunda en adelante?
-Sí, hija mía; de eso iba a hablarte...
-Pues no hay de qué. Nada de fecundidad.
-Pero, hija...
-Nada, que no quiero.
-¡Así, perfectamente! -dijo la voz que le hablaba al oído a Evelina.
Volviose ella y vio al diablo en figura de serpiente, enroscado en el tronco del árbol prohibido.
Evelina contuvo una exclamación, a una señal del diablo, que comprendió perfectamente; se dirigió a su marido y le dijo sonriente:
-Pues mira, pichón; si quieres que seamos amigos, corre a pescarme truchas de aquel río que serpentea allá abajo...
-Con mil amores...
Y desapareció el sabio a todo escape. Evelina y la serpiente quedaron solos.
-Supongo que usted será el demonio... como la otra vez.
-Sí, señora; pero créame usted a mí: debe usted comer de estas manzanas y hacer que coma su marido. No digo que después serán ustedes iguales que dioses; nada de eso. Pero la mujer que no sabe imponer su voluntad en el matrimonio, está perdida. Si ustedes comen, perderán ustedes el Paraíso; ¿y qué? Fuera tiene usted las riquezas de todo el mundo civilizado a su disposición... Aquí no haría usted más que aburrirse y parir...
-¡Qué horror!
-Y eso por una eternidad...
-¡Jesús! No lo quiera Dios. Venga, venga; y Evelina se acercó al árbol, arrancó una, dos, tres manzanas, y las fue hincando el diente con apetito de fiera hambrienta.
Desapareció la serpiente, y a poco volvió Adambis... sin truchas.
-Perdóname, mona mía, pero en ese río... no hay truchas...
Evelina echó los brazos al cuello de su esposo.
Él se dejó querer.
Una nube de voluptuosidad los envolvió luego.
Cuando el doctor se atrevió a solicitarlas más íntimas caricias, Evelina le puso delante de la boca media manzana ya mordida por ella, y con sonrisa capaz de seducir a Saia Muní, dijo:
-Pues come...
-¡Vade retro! -gritó Judas poniéndose en salvo de un brinco-. ¿Qué has hecho, desdichada?
-Comer, perderme... Pues ahora piérdete conmigo, come... y yo te haré feliz... mi adorado Judas...
-Primero me ahorcan. No, señora, no como. Yo no me pierdo. Tú no sabes cómo las gasta Jehová. No como.
Irritose Evelina, y fue en vano. No sirvieron ruegos, ni amenazas, ni tentaciones. Judas no comió.
Así pasaron aquel día y la noche, riñendo como energúmenos. Pero Judas no comió la fruta del árbol prohibido.
Al día siguiente, muy de madrugada, se presentó Jehová en el huerto.
-¿Qué tal, habéis comido bien? -vino a preguntar.
En fin, hubo explicaciones. Jehová lo supo todo.
-Pues ya sabéis la pena cuál es -vino a decir, pero sin incomodarse-. Fuera de aquí, y a ganarse la vida...
-Señor -observó Adambis- debo advertir a vuestra Divina Majestad que yo no he comido del fruto prohibido... Por consiguiente, el destierro no debe ir conmigo.
-¿Cómo? ¿Y me dejarás marchar sola? -gritó ella furiosa.
-Ya lo creo. Hasta aquí hemos llegado. A perro viejo no hay tus tus.
-De modo -vino a decir el Señor- que lo que tú quieres es el divorcio... quo ad thorum et habitationem.
-Justo, eso; la separación de cuerpos, que decimos los clásicos.
-Pero entonces se va a acabar la humanidad en muriendo tu esposa... es decir, no quedará más hombre que tú... que por ti solo no puedes procrear -vino a decir Jehová.
-Pues que se acabe. Yo quiero quedarme aquí.
Y en efecto, se quedó Adambis en el Paraíso.
Y salió Evelina, arrastrada por dos ángeles de guardia.
Renuncio a describir el furor de la desdeñada esposa al verse sola fuera del Paraíso. La Historia no dice de ella sino que vivió sola algún tiempo como pudo. Una leyenda la supone entregada al feo vicio de Pasifal, y otra más verosímil cuenta que acabó por entregar sus encantos al demonio.
En cuanto al prudente Adambis, se quedó, por lo pronto, como en la gloria, en el Paraíso.
-¡Ahora sí que es esto Paraíso! ¡Dos veces Paraíso! ¡Todo es mío, todo... menos mi mujer!... ¡Qué mayor felicidad!...
Pasaron siglos y siglos, y Adambis llegó a cansarse del jardín amenísimo. Intentó varias veces el suicidio, pero fue inútil. Era inmortal. Pidió a Dios la traslación, y Judas fue transportado de la tierra, según ya lo habían sido Enoch y algún otro.
Así fue como, al fin, se acabó el mundo, por lo que toca a los hombres.
Un jornalero
Salía Fernando Vidal de la Biblioteca de N**, donde había estado trabajando, según costumbre, desde las cuatro de la tarde.
Eran las nueve de la noche; acababa de obscurecer.
La Biblioteca no estaba abierta al público sino por la mañana.
Los porteros y demás dependientes vivían en la planta baja del edificio, y Fernando, por un privilegio, disfrutaba a solas de la Biblioteca todas las tardes y todas las noches, sin más condiciones que estas: ir siempre sin compañía; correr, por su cuenta, con el gasto de las luces que empleaba, y encargarse de abrir y cerrar, dejando al marcharse las llaves en casa del conserje.
En toda N**, ciudad de muchos miles de habitantes, industriosa, rica, llena de fábricas, no había un solo ciudadano que disputase ni envidiase a Vidal su privilegio de la Biblioteca.
Cerró Fernando como siempre la puerta de la calle con enorme llave, y empuñando el manojo que esta y otras varias formaban, anduvo algunos pasos por la acera, ensimismado, buscando, sin pensar en ello, el llamador de la puerta en la casa del conserje, que estaba a los pocos metros, en el mismo edificio.
Pero llamó en vano. No abrían, no contestaban.
Vidal tardó en fijarse en tal silencio. Iba lleno de las ideas que con él habían bajado a la calle dejando las frías páginas de los libros de arriba, la eterna prisión.
«No está nadie», pensó, por fin, sin fijarse en que debía extrañar que no estuviese nadie en casa del conserje.
-¡Y qué hago yo con esto! -se dijo, sacudiendo el manojo de llaves que le daba aspecto de carcelero.
En aquel momento se fijó en otra cosa. En que la noche era obscura, en que había faroles, tres, bien lo recordaba, a lo largo de la calle, y no estaba ninguno encendido.
Después notó que a nadie podía parecerle ridícula su situación, porque por la calle de la Biblioteca no pasaba un alma. Silencio absoluto.
Una detonación lejana le hizo exclamar:
-¡Un tiro!
Y el tiro, más bien su nombre, le trajo a la actualidad, a la vida real de su pueblo.
-Cuando salí de casa, después de comer, en el café oí decir que esta noche se armaba, que los socialistas o los anarquistas, o no sé quién, preparaban un golpe de mano para sacar de la cárcel a no sé qué presos de su comunión y proclamar todo lo proclamable.
Debe de ser eso. Debe de estar armada.
¡Dios mío! -siguió reflexionando- si está armada, si aquí pasa algo grave, mañana acaso esté cerrada la Biblioteca, acaso no me permitan o no pueda yo venir de tarde a terminar mi examen del códice en que he descubierto tan preciosos datos para la historia de los disturbios de los gremios de R*** en el siglo... ¡por vida del chápiro! Y si mañana no concluyo mi trabajo, el número próximo de la Revista Sociológico-histórica sale sin mi artículo... y quién sabe si Mr. Flinder en la Revista de Ciencias morales e históricas de Zurich se adelantará, si es verdad, como me escriben de allá, que ha visto este precioso documento el año pasado, cuando estuvo aquí mientras yo fui a Vichy.
No, mil veces no; eso no puedo consentirlo; no es por vanidad pueril; es que esos socialistas de cátedra me son antipáticos; Flinder de fijo arrima el ascua a su sardina; de fijo lo convierte todo en sustancia, y de los datos favorables para sus teorías que este códice contiene, quiere hacer una catedral, toda una prueba plena... y eso, vive Dios, que es profanar la historia, el arte, la ciencia... No, no; yo diré primero la verdad desnuda, imparcialmente, reconociendo todo lo que este manuscrito arroja de luz en la tan debatida cuestión... pero sin que sirva de arma para tirios ni troyanos. Me cargan los utopistas, los dogmáticos...
Sonó otro tiro.
«Pues debe de ser eso. Debe de haberse armado». Vidal se aventuró por la calle arriba. Al dar vuelta a la esquina, que estaba lejos de la Biblioteca, en la calle inmediata, como a treinta pasos, vio al resplandor de una hoguera un montón informe, tenebroso, que obstruía la calle, que cerraba la perspectiva. «Debe de ser una barricada».
Alrededor de la hoguera distinguió sombras. «Hombres con fusiles», pensó; «no son soldados; deben de ser obreros. Estoy en poder de los enemigos... del orden».
Una descarga nutrida le hizo afirmarse en sus conjeturas; oyó gritos confusos, ayes, juramentos...
No cabía duda, se había armado. «Aquello era una barricada, y por aquel lado no había salida».
Deshizo el camino andado, y al llegar a la puerta de la Biblioteca se detuvo, se rascó detrás de una oreja y meditó.
«Mañana, por fas o por nefas, estará esto cerrado; mi artículo no podrá salir a tiempo... puede adelantarse Flinder... No dejemos para mañana lo que podemos hacer hoy».
Sonó a lo lejos otra descarga, mientras Vidal metía la gran llave en su cerradura y abría la puerta de la Biblioteca. Al cerrar por dentro oyó más disparos, mucho más cercanos, y voces y lamentos. Subió la escalera a tientas, reparó al llegar a otra puerta cerrada, en que iba a obscuras; encendió un fósforo, abrió la puerta que tenía delante, entró en la portería, contigua al salón principal; encendió un quinqué, de petróleo, que aún tenía el tubo caliente, pues era el mismo con que momentos antes se había alumbrado; entró con su luz en el salón de la Biblioteca, buscó sus libros y manuscritos, que tenía separados en un rincón, y a los cinco minutos trabajaba con ardor febril, olvidado del mundo entero, sin oír los disparos que sonaban cerca. Así estuvo no sabía él cuánto tiempo. Tuvo que detenerse en su labor porque el quinqué empezó a apagarse; la llama chisporroteaba, se ahogaba la luz con una especie de bostezo de muy mal olor y de resplandores fugaces. Fernando maldijo su suerte, su mala memoria que no le había hecho recordar que tenía poco petróleo el quinqué... en fin, recogió los papeles de prisa, y salió de la Biblioteca a obscuras, a tientas. Llegó a la puerta de la calle, abrió, salió... y al dar la vuelta para cerrar, sintió que por ambos hombros le sujetaban sendas manos de hierro y oyó voces roncas y feroces que gritaban:
-¡Alto!
-¡Date preso!
-¡Un burgués!
-¡Matarle!
«¡Son ellos -pensó Vidal- los correligionarios activos, prácticos de Mr. Flinder!».
En efecto, eran los socialistas, anarquistas o Dios sabía qué, triunfantes, en aquel barrio a lo menos. Con otros burgueses que habían encontrado por aquellos contornos habían hecho lo que habían querido; quedaban algunos mal heridos, los que menos apaleados. El aspecto de Fernando que no revelaba gran holgura ni mucho capital robado al sudor del pobre, los irritó en vez de ablandarlos. Se inclinaban a pasarle por las armas y así se lo hicieron saber.
Uno que parecía cabecilla, se fijó en el edificio de donde salía Vidal y exclamó:
-Esta es la Biblioteca; ¡es un sabio, un burgués sabio!
-¡Que muera! ¡que muera!
-Matarlo a librazos... Eso es, arriba, a la Biblioteca, que muera a pedradas... de libros, de libros infames que han publicado el clero, la nobleza, los burgueses para explotar al pobre, engañarle, reducirle a la esclavitud moral y material.
-¡Bravo, bravo!...
-Mejor es quemarle en una hoguera de papel...
-¡Eso, eso!
-Abrasarle en su biblioteca...
Y a empellones, Fernando se vio arrastrado por aquella corriente de brutalidad apasionada, que le llevó hasta el mismo salón donde él trabajaba, poco antes, en aquel códice en que se podía estudiar algún relámpago antiquísimo, precursor de la gran tempestad que ahora bramaba sobre su cabeza.
Los sublevados llevaban antorchas y faroles; el salón se iluminó con una luz roja con franjas de sombras temblorosas, formidables. El grupo que subió hasta el salón no era muy numeroso, pero sí muy fiero.
-Señores -gritó Vidal con gran energía-. En nombre del progreso les suplico que no quemen la biblioteca... La ciencia es imparcial, la historia es neutral. Esos libros... son inocentes... no dicen que sí ni que no; aquí hay de todo. Ahí están, en esos tomos grandes, las obras de los Santos Padres, algunos de cuyos pasajes les dan a ustedes la razón contra los ricos... En ese estante pueden ustedes ver a los socialistas y comunistas del 45... En ese otro está Lassalle... Ahí tienen ustedes El Capital de Carlos Marx. Y en todas esas biblias, colección preciosa, hay multitud de argumentos socialistas; el año sabático, el jubileo... la misma vida de Job... ¡no! la vida de Job no es argumento socialista. ¡Oh, no, esa es la filosofía seria, la que sabrán las clases pobres e ilustradas de siglos futuros muy remotos...
Fernando se quedó pensativo, e interrumpió su discurso, olvidado de su peligro y el de la biblioteca. Pero el discurso, apenas comprendido, había producido su efecto. El cabecilla, que era un ergotista a la moderna, de café y de club, uno de esos demagogos retóricos y presuntuosos que tanto abundan, extendió una mano para apaciguar las olas de la ira popular...
-Quietos, dijo... procedamos con orden. Oigamos a este burgués... Antes que el fuego de la venganza, la luz de la discusión. Discutamos... Pruébanos que esos libros no son nuestros enemigos, y los salvas de las llamas; pruébanos que tú no eres un miserable burgués, un holgazán que vive como un vampiro, de la sangre del obrero... y te perdonamos la vida, que tienes ahora pendiente de un cabello...
-No, no; que muera... que muera ese... sofista -gritó un zapatero- que era terrible por la posesión de este vocablo que no entendía, pero que pronunciaba correctamente y con énfasis.
-¡Es un sofista! -repitió el coro- y una docena de bocas de fusil se acercaron al rostro y al pecho de Fernando.
-¡Paz!... ¡paz!... ¡tregua!... -gritó el cabecilla que no quería matar sin triunfar antes del sofista-. Oigámosle, discutamos...
Vidal, distraído, sin pensar en el peligro inmenso que corría, haciendo psicología popular, teratología sociológica como él pensaba, estudiaba aquella locura poderosa que le tenía entre sus garras; y su imaginación le representaba, a la vez, el coro de locos del tercer acto de Jugar con fuego, y a Mr. Flinder y tantos otros que eran en último análisis los culpables de toda aquella confusión de ideas y pasiones. «¡La lógica hecha una madeja enredada y untada de pólvora, para servir de mecha a una explosión social!...». Así meditaba.
-¡Que muera! -volvieron a gritar.
-No, que se disculpe... que diga qué es, cómo gana el pan que come...
-¡Oh! tan bien como tú, tan honradamente como tú -gritó Vidal volviéndose al que tal decía, enérgico, arrogante, apasionado, mientras separaba con las manos los fusiles que le impedían, apuntándole, ver a su contrario.
Le habían herido en lo vivo.
Después de haber tenido en su ya larga vida de erudito y escritor mil clases de vanidades, ya sólo le quedaba el orgullo de su trabajo... No se reconocía, a fuerza de mucho análisis de introspección, virtud alguna digna de ser llamada tal, más que esta, la del trabajo; ¡oh, pero esta sí! «Tan bien como tú. Has de saber, que, sea lo que sea de la cuestión del capital y el salario, que está por resolver, como es natural, porque sabe poco el mundo todavía para decidir cosa tan compleja; sea lo que quiera de la lucha de capitalistas y obreros, yo soy hombre para no meter en la boca un pedazo de pan, aunque reviente de hambre, sin estar seguro de que lo he ganado honradamente...
»He trabajado toda mi vida, desde que tuve uso de razón. Yo no pido ocho horas de trabajo, porque no me bastan para la tarea inmensa que tengo delante de mí. Yo soy un albañil que trabaja en una pared que sabe que no ha de ver concluida, y tengo la seguridad de que cuando más alto esté me caeré de cabeza del andamio. Yo trabajo en la filosofía y en la historia y sé que cuanto más trabajo me acerco más al desengaño. Huyo, ascendiendo, de la tierra, seguro de no llegar al cielo y de precipitarme en un abismo... pero subo, trabajo. He tenido en el mundo ilusiones, amores, ideales, grandes entusiasmos, hasta grandes ambiciones; todo lo he ido perdiendo; ya no creo en las mujeres, en los héroes, en los credos, en los sistemas; pero de lo único que no reniego es del trabajo; es la historia de mi corazón, el espejo de mi existencia; en el caos universal yo no me reconocería a mí propio si no me reconociera en la estela de mis esfuerzos; me reconozco en el sudor de mi frente y en el cansancio de mi alma; soy un jornalero del espíritu, a quien en vez de disminuirle las horas de fatiga, los nervios le van disminuyendo las horas de sueño. Trabajo a la hora de dormir, a obscuras, en mi lecho, sin querer, trabajo en el aire, sin jornal, sin provecho... y de día sigo trabajando para ganar el sustento y para adelantar en mi obra... Yo no pido emancipación, yo no pido transacciones, yo no pido venganzas... Desde los diez años, no ha obscurecido una vez sin que yo tuviera tela cortada para la noche que venía: siempre mi velón se ha encendido para una labor preparada; hasta las pocas noches que no he trabajado en mi vida, fueron para mí de fatiga por el remordimiento de no haber cumplido con la tarea de aquella velada. De niño, de adolescente, trabajaba junto a la lámpara de mi madre; mi trabajo era escuela de mi alma, compañía de la vejez de mi madre, oración de mi espíritu y pan de mi cuerpo y el de una anciana.
»Éramos tres, mi madre, el trabajo y yo. Hoy ya velamos solos yo y mi trabajo. No tengo más familia. Pasará mi nombre, morirá pronto el recuerdo de mi humilde individuo, pero mi trabajo quedará en los rincones de los archivos, entre el polvo, como un carbón fósil que acaso prenda y dé fuego algún día, al contacto de la chispa de un trabajador futuro... de otro pobre diablo erudito como yo que me saque de la obscuridad y del desprecio...
-Pero a ti no te han explotado; tu sudor no ha servido de sustancia para que otros engordaran... -interrumpió el cabecilla.
-Con mi trabajo -prosiguió Vidal- se han hecho ricos otros; empresarios, capitalistas, editores de bibliotecas y periódicos; pero no estoy seguro de que no tuvieran derecho a ello. No me queda el consuelo de protestar indignado con entera buena fe. Ese es un problema muy complejo; está por ver si es una injusticia que yo siga siendo pobre y los que en mis publicaciones sólo ponían cosa material, papel, imprenta, comercio, se hayan enriquecido.
»No tengo tiempo para trabajar indagando ese problema, porque lo necesito para trabajar directamente en mi labor propia. Lo que sé, que este trabajo constante, con el cuerpo doblado, las piernas quietas, el cerebro bullendo sin cesar, quemando los combustibles de mi sustancia, me ha aniquilado el estómago; el pan que gano apenas lo puedo digerir... y lo que es peor, las ideas que produzco me envenenan el corazón y me descomponen el pensamiento... Pero no me queda ni el consuelo de quejarme, porque esa queja tal vez fuera en último análisis, una puerilidad... Compadecedme, sin embargo, compañeros míos, porque no padezco menos que vosotros y yo no puedo ni quiero bastar remedio ni represalias; porque no sé si hay algo que remediar, ni si es justo remediarlo... No duermo, no digiero, soy pobre, no creo, no espero... no odio... no me vengo... Soy un jornalero de una terrible mina que vosotros no conocéis, que tomaríais por el infierno si la vierais, y que, sin embargo, es acaso el único cielo que existe... Matadme si queréis, pero respetad la biblioteca, que es un depósito de carbón para el espíritu del porvenir...». La plebe, como siempre que oye hablar largo y tendido, en forma oratoria, callaba, respetando el misterio religioso del pensamiento obscuro; deidad idolátrica de las masas modernas y tal vez de las de siempre...
La retórica había calmado las pasiones; los obreros no estaban convencidos, sino confusos, apaciguados a su despecho.
Algo quería decir aquel hombre.
Como un contagio, se les pegaba la enfermedad de Vidal, olvidaban la acción y se detenían a discurrir, a meditar, quietos.
Hasta el lugar, aquellas paredes de libros, les enervaba. Iban teniendo algo de león enamorado, que se dejó cortar las garras.
De pronto oyeron ruido lejano. Tropel de soldados subía por la escalera. Estaban perdidos. Hubo una resistencia inútil. Algunos disparos; dos o tres heridos. A poco, aquel grupo extraviado de la insurrección vencida, estaba en la cárcel. Vidal fue entre ellos, codo con codo. En opinión, terrible y poderosa opinión, del jefe de la tropa vencedora, aquel señorito tronado era el capitán del grupo de anarquistas sorprendido en la biblioteca. A todos se les formó consejo de guerra, como era regular. La justicia sumarísima de la Temis marcial fue ayudada en su ceguera por el egoísmo y el miedo del verdadero cabecilla y por el rencor de sus compañeros. Estaban furiosos todos contra aquel traidor, aquel policía secreto, o lo que fuera, que les había embaucado con sus sofismas, con sus retóricas y les había hecho olvidarse de su misión redentora, de su situación, del peligro... Todos declararon contra él. Sí, Vidal era el jefe. El cabecilla salvaba con esto la vida, porque la misericordia en estado de sitio decretó que la última pena sólo se aplicara a los cabezas de motín; a esta categoría, pertenecía sin duda Vidal; y mientras el que quería discutir con él las bases de la sociedad, el cabecilla verdadero, quedaba en el mundo para predicar, e incendiar en su caso, el pobre jornalero del espíritu, el distraído y erudito Fernando Vidal pasaba a mejor vida por la vía sumaria de los clásicos y muy conservadores cuatro tiritos.
Benedictino
Don Abel tenía cincuenta años, D. Joaquín otros cincuenta, pero muy otros: no se parecían nada a los de D. Abel, y eso que eran aquellos dos buenos mozos del año sesenta, inseparables amigos desde la juventud, alegre o insípida, según se trate de don Joaquín o de D. Abel. Caín y Abel los llamaba el pueblo, que los veía siempre juntos, por las carreteras adelante, los dos algo encorvados, los dos de chistera y levita, Caín siempre delante, Abel siempre detrás, nunca emparejados; y era que Abel iba como arrastrado, porque a él le gustaba pasear hacia Oriente, y Caín, por moler, le llevaba por Occidente, cuesta arriba, por el gusto de oírle toser, según Abel, que tenía su malicia. Ello era que el que iba delante solía ir sonriendo con picardía, satisfecho de la victoria que siempre era suya, y el que caminaba detrás iba haciendo gestos de débil protesta y de relativo disgusto. Ni un día solo, en muchos años, dejaron de reñir al emprender su viaje vespertino; pero ni un solo día tampoco se les ocurrió separarse y tomar cada cual por su lado, como hicieron San Pablo y San Bernabé, y eso que eran tan amigos, y apóstoles. No se separaban porque Abel cedía siempre. Caín tampoco hubiera consentido en la separación, en pasear sin el amigo; pero no cedía porque estaba seguro de que cedería el compinche; y por eso iba sonriendo: no porque le gustase oír la tos del otro. No, ni mucho menos; justamente solía él decirse: «¡No me gusta nada la tos de Abel!». Le quería entrañablemente, sólo que hay entrañas de muchas maneras, y Caín quería a las personas para sí, y, si cabía, para reírse de las debilidades ajenas, sobre todo si eran ridículas o a él se lo parecían. La poca voluntad y el poco egoísmo de su amigo le hacían muchísima gracia, le parecían muy ridículos, y tenía en ellos un estuche de cien instrumentos de comodidad para su propia persona. Cuando algún chusco veía pasar a los dos vejetes, oficiales primero y segundo del gobierno civil desde tiempo inmemorial (D. Joaquín el primero, por supuesto; siempre delante), y los veían perderse a lo lejos, entre los negrillos que orlaban la carretera de Galicia, solía exclamar riendo:
-Hoy le mata, hoy es el día del fratricidio. Le lleva a paseo y le da con la quijada del burro. ¿No se la ven ustedes? Es aquel bulto que esconde debajo de la levita.
El bulto, en efecto, existía. Solía ser realmente un hueso de un animal, pero rodeado de mucha carne, y no de burro, y siempre bien condimentada. Cosa rica. Merendaban casi todas las tardes como los pastores de don Quijote, a campo raso, y chupándose los dedos, en cualquier soledad de las afueras. Caín llevaba generalmente los bocados y Abel los tragos, porque Abel tenía un cuñado que comerciaba en vinos y licores, y eso le regalaba, y Caín contaba con el arte de su cocinera de solterón sibarita. Los dos disponían de algo más que el sueldo, aunque lo de Abel era muy poco más; y eso que lo necesitaba mucho, porque tenía mujer y tres hijas pollas, a quienes en la actualidad, ahora que ya no eran tan frescas y guapetonas como años atrás, llamaban los murmuradores «Las Contenciosas-administrativas» por lo mucho que hablaba su padre de lo contencioso-administrativo, que le tenía enamorado hasta el punto de considerar grandes hombres a los diputados provinciales que eran magistrados de lo contencioso... etc. El mote, según malas lenguas, se lo había puesto a las chicas el mismísimo Caín, que las quería mucho, sin embargo, y les había dado no pocos pellizcos. Con quien él no transigía era con la madre. Era su natural enemigo, su rival pudiera decirse. Le había quitado la mitad de su Abel; se le había llevado de la posada donde antes le hacía mucho más servicio que la cómoda y la mesilla de noche juntas. Ahora, tenía él mismo, Caín, que guardar su ropa, y llevar la cuenta, de la lavandera, y si quería pitillos y cerillas tenía que comprarlos muchas veces, pues Abel no estaba a mano en las horas de mayor urgencia.
-¡Ay, Abel! Ahora que la vejez se aproxima, envidias mi suerte, mi sistema, mi filosofía -exclamaba D. Joaquín, sentado en la verde pradera, con un llacón entre las piernas. (Un llacón creo que es un pernil.)
-No envidio tal -contestaba Abel, que en frente de su amigo, en igual postura, hacía saltar el lacre de una botella y le limpiaba el polvo con un puñado de heno.
-Sí, envidias tal; en estos momentos de expansión y de dulces piscolabis lo confiesas; y, ¿a quien mejor que a mí, tu amigo verdadero desde la infancia hasta el infausto día de tu boda, que nos separó para siempre por un abismo que se llama doña Tomasa Gómez, viuda de Trujillo? Porque tú, ¡oh Trujillo! desde el momento que te casaste eres hombre muerto; quisiste tener digna esposa y sólo has hecho una viuda...
-Llevas cerca de treinta años con el mismo chiste... de mal género. Ya sabes que a Tomasa no le hace gracia...
-Pues por eso me repito.
-¡Cerca de treinta años! -exclamó don Abel, y suspiró, olvidándose de las tonterías epigramáticas de su amigo, sumiendo en el cuerpo un trago de vino del Priorato y el pensamiento en los recuerdos melancólicos de su vida de padre de familia con pocos recursos.
Y como si hablara consigo mismo continuó mirando a la tierra:
-La mayor...
-Hola -murmuró Caín-; ¿ya cantamos en la mayor? Jumera segura... tristona como todas tus cosas.
-No te burles, libertino. La mayor nació... sí, justo; va para veintiocho, y la pobre, con aquellos nervios y aquellos ataques, y aquel afán de apretarse el talle... no sé, pero... en fin, aunque no está delicada... se ha descompuesto; ya no es lo que era, ya no... ya no me la llevan.
-Ánimo, hombre; sí te la llevarán... No faltan indianos... Y en último caso... ¿para qué están los amigos? Cargo yo con ella... y asesino a mi suegra. Nada, trato hecho; tú me das en dote esa botella, que no hay quien te arranque de las manos, y yo me caso con la (cantando) mayor.
-Eres un hombre sin corazón... un Lovelace.
-¡Ay, Lovelace! ¿Sabes tú, quién era ese?
-La segunda, Rita, todavía se defiende.
-¡Ya lo creo! Dímelo a mí, que ayer por darla un pellizco salí con una oreja rota.
-Sí, ya sé. Por cierta que dice Tomasa que no le gustan esas bromas; que las chicas pierden...
-Dile a la de Gómez, viuda de Trujillo, que más pierdo yo, que pierdo las orejas, y dile también que si la pellizcase a ella puede que no se quejara...
-Hombre, eres un chiquillo; le ves a uno serio contándote sus cuitas y sus esperanzas... y tú, con tus bromas de dudoso gusto...
-¿Tus esperanzas? Yo te las cantaré: La (cantando) Nieves...
-Bah, la Nieves segura está. Los tiene así (juntando por las yemas los dedos de ambas manos). No es milagro. ¿Hay chica más esbelta en todo el pueblo? ¿Y bailar? ¿o es la perla del casino mando la emprende con el walls corrido, sobre todo si la baila el secretario del gobierno militar, Pacarro?
Caín se Había quedado serio y un poco pálido. Sus ojos fijos veían a la hija menor de su amigo, de blanco, escotada, con media negra, dando vueltas por el salón colgada de Pacorro... A Nieves no la pellizcaba él nunca; no se atrevía, la tenía un respeto raro, y además, temía que un pellizco en aquellas carnes fuera una traición a la amistad de Abel; porque Nieves le producía a él, a Caín, un efecto raro, peligroso, diabólico... Y la chica era la única para volver locos a los viejos, aunque fueran íntimos de su padre. «¡Padrino, baila conmigo!». ¡Qué miel en la voz mimosa! ¡Y qué miradonas inocentes... pero que se metían en casa! El diablo que pellizcara a la chica. Valiente tentación había sacado él de pila...
-Nieves -prosiguió Abel- se casará cuando quiera; siempre es la reina de los salones; a lo menos, por lo que toca a bailar...
-Como bailar... baila bien -dijo Caín muy grave.
-Sí, hombre; no tiene más que escoger. Ella es la esperanza de la casa. -Ya ves, Dios premia a los hombres sosos, honrados, fieles al decálogo, dándoles hijas que pueden hacer bodas disparatadas, un fortunón... ¿Eh? viejo verde, calaverón eterno. ¿Cuándo tendrás tú una hija como Nieves, amparo seguro de tu vejez?
Caín, sin contestar a aquel majadero, que tan feliz se las prometía en teniendo un poco de Priorato en el cuerpo, se puso a pensar, que siempre se le estaba ocurriendo echar la cuenta de los años que él llevaba a la menor de las Contenciosas. «¡Eran muchos años!».
Pasaron algunos; Abel estuvo cesante una temporada y Joaquín de secretario en otra provincia. Volvieron a juntarse en su pueblo, Caín jubilado y Abel en el destino antiguo de Caín. Las meriendas menudeaban menos, pero no faltaban las de días solemnes. Los paseos como antaño, aunque ahora el primero que tomaba por Oriente era Joaquín, porque ya le fatigaba la cuesta. Las Contenciosas brillaban cada día como astros de menor magnitud; es decir, no brillaban; en rigor eran ya de octava o novena clase, invisibles a simple vista, ya nadie hablaba de ellas, ni para bien ni para mal; ni siquiera se las llamaba las Contenciosas; «las de Trujillo» decían los pocos pollos nuevos que se dignaban acordarse de ellas.
La mayor, que había engordado mucho y ya no tenía novios, por no apretarse el talle había renunciado a la lucha desigual con el tiempo y al martirio de un tocado que pedía restauraciones imposibles. Prefería el disgusto amargo y escondido de quedarse en casa, de no ir a bailes ni teatros, fingiendo gran filosofía, reconociéndose gallina, aunque otra, le quedaba. Se permitía, como corta recompensa a su renuncia, el placer material, y para ella voluptuoso, de aflojarse mucho la ropa, de dejar a la carne invasora y blanquísima (eso sí) a sus anchas, como en desquite de lo mucho que inútilmente se había apretado cuando era delgada.- «¡La carne! Como el mundo no había de verla, hermosura perdida; gran hermosura, sin dada, persistente... pero inútil. Y demasiada». Cuando el cura hablaba, desde el púlpito, de la carne, a la mayor se le figuraba que aludía exclusivamente a la suya... Salían sus hermanas, iban al baile a probar fortuna, y la primogénita se soltaba las cintas y se hundía en un sofá a leer periódicos, crímenes y viajes de hombres públicos. Ya no leía folletines.
La segunda luchaba con la edad de Cristo y se dejaba sacrificar por el vestido que la estallaba sobre el corpachón y sobre el vientre. ¿No había tenido fama de hermosa? ¿No le habían dicho todos los pollos atrevidos e instruidos de su tiempo que ella era la mujer que dice mucho a los sentidos?
Pues no había renunciado a la palabra. Siempre en la brecha. Se había batido en retirada, pero siempre en su puesto.
Nieves... era una tragedia del tiempo. Había envejecido más que sus hermanas; envejecer no es la palabra: se había marchitado sin cambiar, no había engordado, era esbelta como antes, ligera, felina, ondulante; bailaba, si había con quien, frenética, cada día más apasionada del vals, más correcta en sus pasos, más vaporosa, pero arrugada, seca, pálida; los años para ella habían sido como tempestades que dejaran huella en su rostro, en todo su cuerpo; se parecía a sí misma... en ramas. Los jóvenes nuevos ya no la conocían, no sabían lo que había sido aquella mujer en el vals corrido; en el mismo salón de sus antiguos triunfos, parecía una extranjera insignificante. No se hablaba de ella ni para bien ni para mal; criando algún solterón trasnochado se decidía a echar una cana al aire, solía escoger por pareja a Nieves. Se la veía pasar con respeto indiferente; se reconocía que bailaba bien, pero, ¿y qué? Nieves padecía infinito, pero, como su hermana, la segunda, no faltaba a un baile. ¡Novio!... ¡Quién soñaba ya con eso! Todos aquellos hombres que habían estrechado su cintura, bebido su aliento, contemplado su escote virginal... etc., etc., ¿dónde estaban? Unos de jueces de término a cien leguas: otros en Ultramar haciendo dinero; otros en el ejército sabe Dios dónde; los pocos que quedaban en el pueblo, retraídos, metidos en casa o en la sala de tresillo. Nieves, en aquel salón de sus triunfos, paseaba sin corte entre una multitud que la codeaba sin verla...
Tan excelente le pareció a D. Abel el pernil que Caín le enseñó en casa de este, y que habían de devorar juntos de tarde en la Fuente de Mari-Cuchilla, que Trujillo, entusiasmado, tomó una resolución, y al despedirse hasta la hora de la cita, exclamó:
-Bueno, pues yo también te preparo algo bueno, una sorpresa. Llevo la manga de café, lleva tú puros; no te digo más.
Y aquella tarde, en la frente de Mari-Cuchilla, cerca del obscurecer de una tarde gris y tibia de otoño, oyendo cantar un ruiseñor señor en un negrillo, cuyas hojas inmóviles parecían de un árbol-estatua, Caín y Abel merendaron el pernil mejor que dio de sí cerdo alguno nacido en Teberga. Después, en la manga que a Trujillo había regalado un pariente, voluntario en la guerra de Cuba, hicieron café... y al sacar Caín dos habanos peseteros... apareció la sorpresa de Abel. Momento solemne. Caín no oía siquiera el canto del ruiseñor, que era su delicia, única afición poética que se le conocía. Todo era ojos. Debajo de un periódico, que era la primera cubierta, apareció un frasco, como podía la momia de Sesostris, entre bandas de paja, alambre, tela lacrada, sabio artificio de la ciencia misteriosa de conservar los cuerpos santos incólumes; de guardar lo precioso de las injurias del ambiente.
-¡El benedictino! -exclamó Caín en un tono religioso impropio de su volterianismo. Y al incorporarse para admirar, quedó en cuclillas como un idólatra ante un fetiche.
-El benedictino -repitió Abel, procurando aparecer modesto y sencillo en aquel momento solemne en que bien sabía él que su amigo le veneraba y admiraba.
Aquel frasco, más otro que quedaba en casa, eran joyas riquísimas y raras, selección de lo selecto, fragmento de un tesoro único fabricado por los ilustres Padres para un regalo de rey, con tales miramientos, refinamientos y modos exquisitos, que bien se podía decir que aquel líquido singular, tan escaso en el mundo, era néctar digno de los dioses. Cómo había ido a parar aquel par de frascos casi divinos a manos de Trujillo, era asunto de una historia que parecía novela y que Caín conocía muy bien desde el día en que, después de oírla, exclamó: -¡Ver y creer! Catemos eso, y se verá si es paparrucha lo del mérito extraordinario de esos botellines. Y aquel día también había sido el primero de la única discordia duradera que separó por más de una semana a los dos constantes amigos. Porque Abel, jamás enérgico, siempre de cera, en aquella ocasión supo resistir y negó a Caín el placer de saborear el néctar de aquellos frascos.
-Estos, amigo -había dicho- los guardo yo para en su día. -Y no había querido jamás explicar qué día era aquel.
Caín, sin perdonar, que no sabía, llegó a olvidarse del benedictino.
Y habían pasado todos aquellos años, muchos, y el benedictino estaba allí, en la copa reluciente, de modo misterioso que Caín, triunfante, llevaba a los labios, relamiéndose a priori.
Pasó el solterón la lengua por los labios, volvió a oír el canto del ruiseñor, y contento de la creación, de la amistad, por un momento, exclamó:
-¡Excelente! ¡Eres un barbián! Excelentísimo señor benedictino, ¡bendita sea la orden! Son unos sabios estos reverendos. ¡Excelente!
Abel bebió también. Mediaron el frasco. Se alegraron; es decir, Abel, como Andrómaca, se alegró entristeciéndose.
A Caín, la alegría le dio esta vez por adular como vil cortesano.
Abel, ciego de vanidad y agradecido, exclamó:
-Lo que falta... lo beberemos mañana. El otro frasco... es tuyo; te lo llevas a tu casa esta noche.
Faltaba algo; faltaba una explicación. Caín la pedía con los ojillos burlones llenos de chispas.
A la luz de las primeras estrellas, al primer aliento de la brisa, cuando cogidos del brazo y no muy seguros de piernas, emprendieron la vuelta de casa, Abel, triste, humilde, resignado, reveló su secreto, diciendo:
-Estos frascos... este benedictino... regalo de rey...
-De rey...
-Este benedictino... lo guardaba yo...
-Para su día...
-Justo; su día... era el día de la boda de la mayor. Porque lo natural era empezar por la primera. Era lo justo. Después... cuando ya no me hacía ilusiones, porque las chicas pierden con el tiempo y los noviazgos... guardaba los frascos... para la boda de la segunda.
Suspiró Abel.
Se puso muy serio Caín.
-Mi última esperanza era Nieves... y a esa por lo visto no la tira el matrimonio. Sin embargo, he aguardado, aguardado... pero ya es ridículo... ya... -Abel sacudió la cabeza y no pudo decir lo que quería, que era: lasciate ogni speranza-. En fin, ¿cómo ha de ser?- Ya sabes; ahora mismo te llevas el otro frasco.
Y no hablaron más en todo el camino. La brisa les despejaba la cabeza y los viejos meditaban. Abel tembló. Fue un escalofrío de la miseria futura de sus hijas, cuando él muriera, cuando quedaran solas en el mundo, sin saber más que bailar y apergaminarse. ¡Lo que le había costado a él de sudores y trabajo el vestir a aquellas muchachas y alimentarlas bien para presentarlas en el mercado del matrimonio! Y todo en balde. Ahora... él mismo veía el triste papel que sus hijas hacían ya en los bailes, en los paseos... Las veía en aquel momento ridículas, feas por anticuadas y risibles... y las amaba más, y las tenía una lástima infinita desde la tumba en que él ya se contemplaba.
Caín pensaba en las pobres Contenciosas también; y se decía que Nieves, a pesar de todo, seguía gustándole, seguía haciéndole efecto...
Y pensaba además en llevarse el otro frasco; y se lo llevó efectivamente.
Murió D. Abel Trujillo; al año siguiente falleció la viuda de Trujillo. Las huérfanas se fueron a vivir con una tía, tan pobre como ellas, a un barrio de los más humildes. Por algún tiempo desaparecieron del gran mundo, tan chiquitín, de su pueblo. Lo notaron Caín y otros pocos. Para la mayoría, como si las hubieran enterrado con su padre y su madre. Don Joaquín al principio las visitaba a menudo. Poco a poco fue dejándolo, sin saber por qué. Nieves se había dado a la mística, y las demás no tenían gracia. Caín, que había lamentado mucho todas aquellas catástrofes, y que había socorrido con la cortedad propia de su peculio y de su egoísmo a las apuradas huérfanas, había ido olvidándolas, no sin dejarlas antes en poder del sanísimo consejo de que «se dejaran de bambollas... y cosieran para fuera». Caín se olvidó de las chicas como de todo lo que le molestaba. Se había dedicado a no envejecer, a conservar la virilidad y demostrar que la conservaba. Parecía cada día menos viejo, y eso que había en él un renacimiento de aventurero galante. Estaba encantado. ¿Quién piensa en la desgracia ajena si quiere ser feliz y conservarse?
Las de Trujillo, de negro, muy pálidas, apiñadas alrededor de la tía caduca, volvían a presentarse en las calles céntricas, en los paseos no muy concurridos. Devoraban a los transeúntes con los ojos. Daban codazos a la multitud hombruna. Nieves aprovechaba la moda de las faldas ceñidas para lucir las líneas esculturales de su hermosa pierna. Enseñaba el pie, las enaguas blanquísimas que resaltaban bajo la falda negra. Sus ojos grandes, lascivos, bajo el manto recobraban fuerza, expresión. Podía aparecer apetitosa a uno de esos gustos extraviados que se enamoran de las ruinas de la mujer apasionada, de los estragos del deseo contenido o mal satisfecho.
Murió la tía también. Nueva desaparición. A los pocos meses las de Trujillo vuelven a las calles céntricas, de medio luto, acompañadas, a distancia, de una criada más joven que ellas. Se las empieza a ver en todas partes. No faltan jamás en las apreturas de las novenas famosas y muy concurridas. Primero salen todas juntas, como antes. Después empiezan a desperdigarse. A Nieves se la ve muchas veces sola con la criada. Se la ve al obscurecer atravesar a menudo el paseo de los hombres y de las artesanas.
Caín tropieza con ella varias tardes en una y otra calle solitaria. La saluda de lejos. Un día le para ella. Se lo come con los ojos. Caín se turba. Nota que Nieves se ha parado también, ya no envejece y se le ha desvanecido el gesto avinagrado de solterona rebelde. Está alegre, coquetea como en los mejores tiempos. No se acuerda de sus desgracias. Parece contenta de su suerte. No habla más que de las novedades del día, de los escándalos amorosos. Caín le suelta un piropo como un pimiento, y ella le recibe como si fuera gloria. Una tarde, a la oración, la ve de lejos, hablando en el postigo de una iglesia de monjas con un capellán muy elegante, de quien Caín sospechaba horrores.- Desde entonces sigue la pista a la solterona, esbelta e insinuante. «Aquel jamón debe de gustarles a más de cuatro que no están para escoger mucho». Caín cada vez que encuentra a Nieves la detiene ya sin escrúpulo. Ella luce todo su antiguo arsenal de coqueterías escultóricas. Le mira con ojos de fuego y le asegura muy seria que está como nuevo; más sano y fresco que cuando ella era chica y él le daba pellizcos.
-¿A ti, yo? ¡Nunca! A tus hermanas sí. No sé si tienes dura o blanda la carne.- Nieves le pega con el pañuelo en los ojos y echa a correr como una locuela... enseñando los bajos blanquísimos, y el pie primoroso.
Al día siguiente, también a la oración, se la encuentra en el portal de su casa, de la casa del propio Caín.
-Le espero a usted hace una hora. Súbame usted a su cuarto. Le necesito. -Suben y le pide dinero; poco, pero ha de ser en el acto. Es cuestión de honra. Es para arrojárselo a la cara a un miserable... que no sabe ella lo que se ha figurado. Se echa a llorar. Caín la consuela. Le da el dinero que pide y Nieves se le arroja en los brazos, sollozando y con un ataque de nervios no del todo fingido.
Una hora después, para explicarse lo sucedido, para matar los remordimientos que le punzan, Caín reflexiona que él mismo debió de trastornarse como ella, que creyéndose más frío, menos joven de lo que en rigor era todavía por dentro, no vio el peligro de aquel contacto. «No hubo malicia por parte de ella ni por la mía. De la mía respondo. Fue cosa de la naturaleza. Tal vez sería antigua inclinación mutua, disparatada... pero poderosa... latente».
Y al acostarse, sonriendo entre satisfecho y disgustado, se decía el solterón empedernido:
-De todas maneras la chica... estaba ya perdida. ¡Oh, es claro! En este particular no puedo hacerme ilusiones. Lo peor fue lo otro. Aquello de hacerse la loca después del lance, y querer aturdirse, y pedirme algo que la arrancara el pensamiento... y... ¡diablo de casualidad! ¡Ocurrírsele cogerme la llave de la biblioteca... y dar precisamente con el recuerdo de su padre, con el frasco de benedictino!...
¡Oh! sí; estas cosas del pecado, pasan a veces como en las comedias, para que tengan más pimienta, más picardía... Bebió ella. ¡Cómo se puso! Bebí yo... ¿qué remedio? obligado.
«¡Quién le hubiera dicho a la pobre Nieves que aquel frasco de benedictino le había guardado su padre años y años para el día que casara a su hija!... ¡No fue a la boda!». Y el último pensamiento de Caín al dormirse ya no fue para la menor de las Contenciosas ni para el benedictino de Abel, ni para el propio remordimiento. Fue para los socios viejos del Casino que le llamaban platónico; «¡él, platónico!».
La ronca
Juana González era otra dama joven en la compañía de Petra Serrano, pero además era otra doncella de Petra, aunque de más categoría que la que oficialmente desempeñaba el cargo. Más que deberes taxativamente estipulados, obligaba a Juana, en ciertos servicios que tocaban en domésticos, su cariño, su gratitud hacia Petra, su protectora y la que la había hecho feliz casándola con Pepe Noval, un segundo galán cómico, muy pálido, muy triste en el siglo, y muy alegre, ocurrente y gracioso en las tablas.
Noval había trabajado años y años en provincias sin honra ni provecho, y cuando se vio, como en un asilo, en la famosa compañía de la corte, a que daba el tono y el crédito Petra Serrano, se creyó feliz cuanto cabía, sin ver que iba a serlo mucho más al enamorarse de Juana, conseguir su mano y encontrar, más que su media naranja, su medio piñón; porque el grupo de marido y mujer, humildes, modestos, siempre muy unidos, callados, menudillo él, delgada y no de mucho bulto ella, no podía compararse a cosa tan grande, en su género, como la naranja. En todas partes se les veía juntos, procurando ocupar entre los dos el lugar que apenas bastaría para una persona de buen tamaño; y en todo era lo mismo: comía cada cual media ración, hablaban entre los dos nada más tanto como hablaría un solo taciturno; y en lo que cabía, cada cual suplía los quehaceres del otro, llegado el caso. Así, Noval, sin descender a pormenores ridículos, era algo criado de Petra también, por seguir a su mujer.
El tiempo que Juana tenía que estar separada de su marido, procuraba estar al lado de la Serrano. En el teatro, en el cuarto de la primera dama, se veía casi siempre a su humilde compañera y casi criada, la González. La última mano al tocado de Petra siempre la daba Juana; y en cuanto no se la necesitaba iba a sentarse, casi acurrucada, en un rincón de un diván, a oír y callar, a observar, sobre todo; que era su pasión aprender en el mundo y en los libros todo lo que podía. Leía mucho, juzgaba a su manera, sentía mucho y bien; pero de todas estas gracias sólo sabía Pepe Noval, su marido, su confidente, único ser del mundo ante el cual no le daba a ella mucha vergüenza ser una mujer ingeniosa, instruida, elocuente y soñadora. A solas, en casa, se lucían el uno ante el otro; porque también Noval tenía sus habilidades: era un gran trágico y un gran cómico; pero delante del público y de los compañeros no se atrevía a desenvolver sus facultades, que eran extrañas, que chocaban con la rutina dominante. Profesaba Noval, sin grandes teorías, una escuela de naturalidad escénica, de sinceridad patética, de jovialidad artística, que exigía, para ser apreciada, condiciones muy diferentes de las que existían en el gusto y las costumbres del público, de los autores, de los demás cómicos y de los críticos. Ni el marido de Juana tenía la pretensión de sacar a relucir su arte recóndito, ni Juana mostraba interés en que la gente se enterase de que ella era lista, ingeniosa, perspicaz, capaz de sentir y ver rancho. Las pocas veces que Noval había ensayado representar a su manera, separándose de la rutina, en que se le tenía por un galán cómico muy aceptable, había recogido sendos desengaños: ni el público ni los compañeros apreciaban ni entendían aquella clase de naturalidad en lo cómico. Noval, sin odio ni hiel, se volvía a su concha, a su humilde cáscara de actor de segunda fila. En casa se desquitaba haciendo desternillarse de risa a su mujer, o aterrándola con el Otelo de su invención y entristeciéndola con el Hamlet que él había ideado. Ella también era mejor cómica en casa que en las tablas. En el teatro y ante el mando entero, menos ante su marido, a solas, tenía un defecto que venía a hacer de ella una lisiada del arte, una sacerdotisa irregular de Talía. Era el caso que, en cuanto tenía que hablar a varias personas que se dignaban callar para escucharla, a Juana se le ponía una telilla en la garganta y la voz le salía, como por un cendal, velada, tenue; una voz de modestia histérica, de un timbre singular, que tenía una especie de gracia inexplicable, para muy pocos, y que el público en general sólo apreciaba en rarísimas ocasiones. A veces el papel, en determinados momentos, se amoldaba al defecto fonético de la González, y en la sala había un rumor de sorpresa, de agrado, que el público no se quería confesar, y que despertaba leve murmullo de vergonzante admiración. Pasaba aquella ráfaga, que daba a Juana más pena que alegría, y todo volvía a su estado; la González seguía siendo una discreta actriz de las más modestas, excelente amiga, nada envidiosa, servicial, agradecida, pero casi, casi imposibilitada para medrar y llamar la atención de veras. Juana por sí, por sus pobres habilidades de la escena, no sentía aquel desvío, aquel menosprecio compasivo; pero en cuanto al desdén con que se miraba el arte de su marido, era otra cosa. En silencio, sin decírselo a él siquiera, la González sentía como una espina la ceguera del público, que, por rutina, era injusto con Noval; por no ser lince.
Una noche entró en el cuarto de la Serrano el crítico a quien Juana, a sus solas, consideraba como el único que sabía comprender y sentir lo bueno y mirar su oficio con toda la honradez escrupulosa que requiere. Era D. Ramón Baluarte, que frisaba en los cuarenta y cinco, uno de los pocos ídolos literarios a quien Juana tributaba culto secreto, tan secreto, que ni siquiera sabía de él su marido. Juana había descubierto en Baluarte la absoluta sinceridad literaria, que consiste en identificar nuestra moralidad con nuestra pluma, gracia suprema que supone el verdadero dominio del arte, cuando este es reflexivo, o un candor primitivo, que sólo tuvo la poesía cuando todavía no era cosa de literatura. No escandalizar jamás, no mentir jamás, no engañarse ni engañar a los demás, tenía que ser el lema de aquella sinceridad literaria que tan pocos consiguen y que los más ni siquiera procuran. Baluarte, con tales condiciones, que Juana había adivinado a fuerza de admiración, tenía pocos amigos verdaderos, aunque sí muchos admiradores, no pocos envidiosos e infinitos partidarios, por temor a su imparcialidad terrible. Aquella imparcialidad había sido negada, combatida, hasta vituperada, pero se había ido imponiendo; en el fondo, todos creían en ella y la acataban de grado o por fuerza: esta era la gran ventaja de Baluarte; otros le habían superado en ciencia, en habilidad de estilo, en amenidad y original inventiva; pero los juicios de D. Ramón continuaban siendo los definitivos. Aparentemente se le hacía poco caso; no era académico, ni figuraba en la lista de eminencias que suelen tener estereotipadas los periódicos, y a pesar de todo, su voto era el de más calidad para todos.
Iba poco a los teatros, y rara vez entraba en los saloncillos y en los cuartos de los cómicos. No le gustaban cierta clase de intimidades, que haría dificilísima su tarea infalible de justiciero. Todo esto encantaba a Juana, que le oía como a un oráculo, que devoraba sus artículos... y que nunca había hablado con él, de miedo; por no encontrar nada digno de que lo oyera aquel señor. Baluarte, que visitaba a la Serrano más que a otros artistas, porque era una de las pocas eminencias del teatro a quien tenía en mucho y a quien elogiaba con la conciencia tranquila, Baluarte jamás se había fijado en aquella joven que oía, siempre callada, desde un rincón del cuarto, ocupando el menor espacio posible.
La noche de que se trata, D. Ramón entró muy alegre, más decidor que otras veces, y apretó con efusión la mano que Petra, radiante de expresión y alegría, le tendió en busca de una enhorabuena que iba a estimar mucho más que todos los regalos que tenía esparcidos sobre las mesas de la sala contigua.
-Muy bien, Petrica, muy bien; de veras bien. Se ha querido usted lucir en su beneficio. Eso es naturalidad, fuerza, frescura, gracia, vida; muy bien.
No dijo más Baluarte. Pero bastante era. Petra no veía su imagen en el espejo, de puro orgullo; de orgullo no, de vanidad, casi convertida de vicio en virtud por el agradecimiento. No había que esperar más elogios; D. Ramón no se repetía; pero la Serrano se puso a rumiar despacio lo que había oído.
A poco rato, D. Ramón añadió:
-¡Ah! Pero entendámonos; no es usted sola quien está de enhorabuena: he visto ahí un muchacho, uno pequeño, muy modesto, el que tiene con usted aquella escena incidental de la limosna...
-Pepito, Pepe Noval...
-No sé cómo se llama. Ha estado admirable. Me ha hecho ver todo un teatro como debía haberlo y no lo hay... El chico tal vez no sabrá lo que hizo... pero estuvo de veras inspirado. Se le aplaudió, pero fue poco. ¡Oh! Cosa soberbia. Como no le echen a perder con elogios tontos y malos ejemplos, ese chico tal vez sea una maravilla... Petra, a quien la alegría deslumbraba de modo que la hacía buena y no la dejaba sentir la envidia, se volvió sonriente hacia el rincón de Juana, que estaba como la grana, con la mirada extática, fija en D. Ramón Baluarte.
-Ya lo oyes, Juana; y cuenta que el señor Baluarte no adula.
-¿Esta señorita?...
-Esta señora es la esposa de Pepito Noval, a quien usted tan justamente elogia. Don Ramón se puso algo encarnado, temeroso de que se creyera en un ardid suyo para halagar vanidades. Miró a Juana, y dijo con voz algo seca:
-He dicho la pura verdad.
Juana sintió mucho, después, no haber podido dar las gracias.
Pero, amigo, la ronquera ordinaria se había convertido en afonía.
No le salía la voz de la garganta. Pensó, de puro agradecida y entusiasmada, algo así como aquello de «Hágase en mí según tu palabra»; pero decir, no dijo nada. Se inclinó, se puso pálida, saludó muy a lo zurdo; por poco se cae del diván... Murmuró no se sabe qué gorjeos roncos... pero lo que se llama hablar, ni pizca. ¡Su D. Ramón, el de sus idolatrías solitarias de lectora, admirando a su Pepe, a su marido de su alma! ¿Había felicidad mayor posible? No, no la había.
Baluarte, en noches posteriores, reparó varias veces en un joven que entre bastidores le saludaba y sonreía como adorándole era Pepe Noval, a quien su mujer se lo había contado todo. El chico sintió el mismo placer que su esposa, más el incomunicable del amor propio satisfecho; pero tampoco dio las gracias al crítico, porque le pareció una impertinencia. ¡Buena falta le hace a Baluarte, pensaba él, mi agradecimiento! Además, le tenía miedo. Saludarle, adorarle al paso, bien; pero hablarle, ¡quiá!
Murió Pepe Noval de viruelas, y su viuda se retiró del teatro, creyendo que para lo poco que habría de vivir, faltándole Pepe, le bastaba con sus mezquinos ahorrillos. Pero no fue así; la vida, aunque tristísima, se prolongaba; el hambre venía, y hubo que volver al trabajo. Pero ¡cuán otra volvió! El dolor, la tristeza, la soledad, habían impreso en el rostro, en los gestos, en el ademán, y hasta en toda la figura de aquella mujer, la solemne pátina de la pena moral, invencible, como fatal, trágica; sus atractivos de modesta y taciturna, se mezclaban ahora en graciosa armonía con este reflejo exterior y melancólico de las amarguras de su alma. Parecía, además, como que todo su talento se había trasladado a la acción; parecía también que había heredado la habilidad recóndita de su marido. La voz era la misma de siempre. Por eso el público, que al verla ahora al lado de Petra Serrano otra vez se fijó más, y desde luego, en Juana González, empezó a llamarla y aun a alabarla con este apodo: La Ronca. La Ronca fue en adelante para público, actores y críticos. Aquella voz velada, en los momentos de pasión concentrada, como pudorosa, era de efecto mágico; en las circunstancias ordinarias constituía un defecto que tenía cierta gracia, pero un defecto. A la pobre le faltaba el pito, decían los compañeros en la jerga brutal de bastidores.
Don Ramón Baluarte fue desde luego el principal mantenedor del gran mérito que había mostrado Juana en su segunda época. Ella se lo agradeció como él no podía sospechar: en el corazón de la sentimental y noble viuda, la gratitud al hombre admirado, que había sabido admirar a su vez al pobre Noval, al adorado esposo perdido, tal gratitud fue en adelante una especie de monumento que ella conservaba, y al pie del cual velaba, consagrándole al recuerdo del cómico ya olvidado por el mundo. Juana, en secreto, pagaba a Baluarte el bien que le había hecho leyendo mucho sus obras, pensando sobre ellas, llorando sobre ellas, viviendo según el espíritu de una especie de evangelismo estético, que se desprendía, como un aroma, de las doctrinas y de las frases del crítico artista, del crítico apóstol. Se Hablaron, se trataron; fueron amigos. La Serrano los miraba y se sonreía; estaba enterada; conocía el entusiasmo de Juana por Baluarte; un entusiasmo que, en su opinión, iba mucho más lejos de lo que sospechaba Juana misma... Si al principio los triunfos de la González la alarmaron un poco, ella, que también progresaba, que también aprendía, no tardó mucho en tranquilizarse; y de aquí que, si la envidia había nacido en su alma, se había secado con un desinfectante prodigioso: el amor propio, la vanidad satisfecha; Juana, pensaba Petra, siempre tendrá la irremediable inferioridad de la voz, siempre será La Ronca; el capricho, el alambicamiento podrán encontrar gracia a ratos en ese defecto... pero es una placa resquebrajada, suena mal, no me igualará nunca.
En tanto la González procuraba aprender, progresar; quería subir mucho en el arte, para desagraviar en su persona a su marido olvidado; seguía las huellas de su ejemplo; ponía en práctica las doctrinas ocultas de Pepe, y además se esmeraba en seguir los consejos de Baluarte, de su ídolo estético; y por agradarle a él lo hacía todo; y hasta que llegaba la hora de su juicio, no venía para Juana el momento de la recompensa que merecían sus esfuerzos y su talento. En esta vida llegó a sentirse hasta feliz, con un poco de remordimiento. En su alma juntaba el amor del muerto, el amor del arte y el amor del maestro amigo. Verle casi todas las noches, oírle de tarde en tarde una frase de elogio, de animación, ¡qué dicha!
Una noche se trataba con toda solemnidad en el saloncillo de la Serrano la ardua cuestión de quiénes debían ser los pocos artistas del teatro Español a quien el Gobierno había de designar para representar dignamente nuestra escena en una especie de certamen teatral que celebraba una gran corte extranjera. Había que escoger con mucho cuidado; no habían de ir más que las eminencias que fuera de España pudieran parecerlo también. Baluarte era el designado por el Ministro de Fomento para la elección, aunque oficialmente la cosa parecía encargada a una Comisión de varios. En realidad, Baluarte era el árbitro. De esto se trataba; en otra compañía ya había escogido; ahora había que escoger en la de Petra.
Se había convenido ya, es claro, en que iría al certamen, exposición o lo que fuese, Petra Serrano. Baluarte, en pocas palabras, dio a entender la sinceridad con que proclamaba el sólido mérito de la actriz ilustre. Después, no con tanta facilidad, se decidió que la acompañara Fernando, galán joven que a su lado se había hecho eminente de veras. En el saloncillo estaban las principales partes de la compañía; Baluarte y otros dos o tres literatos, íntimos de la casa. Hubo un momento de silencio embarazoso. En el rincón de siempre, de antaño, Juana González, como en capilla, con la frente humillada, ardiendo de ansiedad, esperaba una sentencia en palabras o en una preterición dolorosa. «¡Baluarte no se acordaba de ella!». Los ojos de Petra brillaban con el sublime y satánico esplendor del egoísmo en el paroxismo. Pero callaba. Un infame, un envidioso, un cómico envidioso, se atrevió a decir:
-Y... ¿no va La Ronca?
Baluarte, sin miedo, tranquilo, sin vacilar, como si en el mundo no hubiera más que una balanza y una espada, y no hubiera corazones, ni amor propio, ni nervios de artista, dijo al punto, con el tono más natural y sencillo:
-¿Quién, Juanita? No; Juana ya sabe donde llega su mérito. Su talento es grande, pero... no es a propósito para el empero de que se trata. No puede ir más que lo primero de lo primero.
Y sonriendo, añadió:
-Esa voz que a mí me encanta muchas veces... en arte, en puro arte, en arte de exposición, de rivalidad, la perjudica. Lo absoluto es lo absoluto.
No se habló más. El silencio se hizo insoportable, y se disolvió la reunión. Todos comprendieron que allí, con la apariencia más tranquila, había pasado algo grave.
Quedaron solos Petra y Baluarte. Juana había desaparecido. La Serrano, radiante, llena de gratitud por aquel triunfo, que sólo se podía deber a un Baluarte, le dijo, por ver si le hacía feliz también halagando su vanidad:
-¡Buena la ha hecho usted! Estos sacerdotes de la crítica son implacables. Pero criatura, ¿usted no sabe que le ha dado un golpe mortal a la pobre Juana? ¿No sabe usted... que ese desaire... la mata?
Y volviéndose al crítico con ojos de pasión, y tocándole casi el rostro con el suyo, añadió con misterio:
-¿Usted no sabe, no ha comprendido que Juana está enamorada... loca... perdida por su Baluarte, por su ídolo; que todas las noches duerme con un libro de usted entre sus manos; que le adora?
Al día siguiente se supo que La Ronca había salido de Madrid, dejando la compañía, dejándolo todo. No se la volvió a ver en un teatro hasta que años después el hambre la echó otra vez a los de provincias, como echa al lobo a poblado en el invierno.
Don Ramón Baluarte era un hombre que había nacido para el amor, y envejecía soltero, porque nunca le había amado una mujer como él quería ser amado. El corazón le dijo entonces que la mujer que le amaba como él quería era La Ronca, la de la fuga. ¡A buena hora!
Y decía suspirando el crítico al acostarse:
-¡El demonio del sacerdocio!
La rosa de oro
Una vez era un Papa que a los ochenta años tenía la tez como una virgen rubia de veinte, los ojos azules y dulces con toda la juventud del amor eterno, y las manos pequeñas, de afiladísimos dedos, de uñas sonrosadas, como las de un niño en estatua de Paros, esculpida por un escultor griego. Estas manos, que jamás habían intervenido en un pecado, las juntaba por hábito en cuanto se distraía, uniéndolas por las palmas, y acercándolas al pecho como santo bizantino. Como un santo bizantino en pintura, llevaba la vida este Papa esmaltada moro, pues el mundo que le rodeaba era materia preciosa para él, por ser obra de Dios. El tiempo y el espacio parecíanle sagrados, y como eran hieráticas sus humildes actitudes y posturas, lo eran los actos suyos de cada día, movidos siempre por regla invariable de piadosa humildad, de pureza trasparente. Aborrecía el pecado por lo que tenía de mancha, de profanación de la santidad de lo creado. Sus virtudes eran pulcritud.
Cuando supo que le habían elegido para sucesor de San Pedro, se desmayó. Se desmayó en el jardín de su palacio de obispo, en una diócesis italiana, entre ciudad y aldea, en cuyas campiñas todo hablaba de Cristo y de Virgilio.
Como si fuera pecado suyo, de orgullo, tenía una especie de remordimiento el ver su humildad sincera elevada al honor más alto. «¿Qué habrán visto en mí, se decía? ¿Con qué engaño les habrá atraído mi vanidad para hacerles poner en mí los ojos?». Y sólo pensando que el verdadero pecado estaría en suponer engañados a los que le habían escogido, se decidía, por obediencia y fe, a no considerarse indigno de la supremacía.
Para este Papa no había parientes, ni amigos, ni grandes de la tierra, ni intrigas palatinas, ni seducción del poder; gobernaba con la justicia como con una luz, como con una fuente: hacía justicia iluminándolo todo, lavándolo todo. No había de haber manchas, no había de haber obscuridades.
Comía legumbres y fruta: bebía agua con azúcar y un poco de canela. Pero amaba el oro. Amaba el oro por lo que se parecía al sol; por sus reflejos, por su pureza. El oro le parecía la imagen de la virtud. Perseguía terriblemente la simonía, la avaricia del clero, más que por el pecado, que por sí mismas eran, porque el oro guardado en monedas, escondido, se les robaba a los santos del altar, al Sacramento, a los vasos sagrados, a los ornamentos y a las vestiduras de los ministros del Señor. El oro era el color de la Iglesia. En cálices, patenas, custodias, incensarios, casullas, capas pluviales, mitras, palios del altar, y mantos de la Virgen, y molduras del tabernáculo, y aureolas de los santos, debían emplearse los resplandores del metal precioso; y el usarlo para vender y comprar cosas profanas, miserias y vicios de los hombres, le parecía terrible profanación, un robo al culto.
El Papa era, sin saberlo, porque entonces no se llamaban así, un socialista más, un soñador utopista que no quería que hubiese dinero: sus bienes, sus servicios, los hombres debían cambiarlos por caridad y sin moneda.
La moneda debía fundirse, llevarse en arroyo ardiente de oro líquido a los pies del Padre Santo, para que este lo distribuyera entre todos los obispos del mundo, que lo emplearían en dorar el culto, en iluminar con sus rayos amarillos el templo y sus imágenes y sus ministros. «Dad el oro a la Iglesia y quedaos con la caridad», predicaba. Y el santo bizantino que comía legumbres y bebía agua con canela, atraía a sus manos puras, sin pecado, toda la riqueza que podía, no por medios prohibidos, sino por la persuación, por la solicitud en procurar las donaciones piadosas, cobrando los derechos de la Iglesia sin usura ni simonía, pero sin mengua, sin perdonar nada; porque la ambición oculta del Pontífice era acabar con el dinero y convertirlo en cosa sagrada.
Y porque no se dijera que quería el oro para sí, sólo para su Iglesia, repartía los objetos preciosos que hacía fabricar, a los cuatro vientos de la cristiandad, regalando a los príncipes, a las iglesias y monasterios, y a las damas ilustres por su piedad y alcurnia, riquísimas preseas, que él bendecía, y cuya confección había presidido como artista enamorado del vil metal, en cuanto material de las artes.
Al comenzar el año, enviaba a los altos dignatarios, a los príncipes ilustres, sombreros y capas de honor; cuando nombraba un cardenal, le regalaba el correspondiente anillo de oro puro y bien macizo; mas su mayor delicia, en punto a esta liberalidad, consistía en bendecir, antes de las Pascuas, el domingo de Laetare, el domingo de las Rosas, las de oro, cuajadas de piedras ricas, que, montadas en tallos de oro, también, dirigía, con sendas embajadas, a las reinas y otras damas ilustres; a las iglesias predilectas y a las ciudades amigas. Tampoco de los guerreros cristianos se olvidaba, y el buen pastor enviaba a los ilustres caudillos de la fe, estandartes bordados, que ostentaban, con riquísimos destellos de oro, las armas de la Iglesia y las del Papa, la efigie de algún santo.
La única pena que tenía el Papa, a veces, al desprenderse de estas riquezas, de tantas joyas, era el considerar que acaso, acaso, iban a parar a manos indignas, a hombres y mujeres cuyo contacto mancharía la pureza del oro.
¡Las rosas de oro, sobre todo! Cada vez que se separaba de una de estas maravillas del arte florentino, suspiraba pensando que las grandezas de la cuna, el oro de la cuna, no siempre servían para inspirar a los corazones femeniles la pureza del oro.
«¡En fin, la diplomacia...!» exclamaba el Papa, volviendo a suspirar, y despidiéndose con una mirada larga y triste del amarillo foco de luz, sol con manchas de topacios y esmeraldas que imitaban un rocío.
Y a sus solas, con cierta comezón en la conciencia, se decía, dando vueltas en su lecho de anacoreta:
«¡En rigor, el oro tal vez debiera ser nada más para el Santísimo Sacramento!»
Una tarde de Abril se paseaba el Papa, como solía siempre que hacía bueno, por su jardín del Vaticano, un rincón de verdura que él había escogido, apoyado en el brazo de su familiar predilecto, un joven a quien prefería, sólo porque en muchos años de trato no le había encontrado idea ni acción pecaminosa, al menos en materia grave. Iba ya a retirarse, porque sentía frío, cuando se le acercó el jardinero, anciano que se le parecía, con un ramo de florecillas en la mano. Era la ofrenda de cada día.
El jardinero, de las flores que daba la estación, que daba el día, presentaba al Padre Santo las más frescas y alegres cada tarde que bajaba a su jardín el amo querido y venerado. Después el Papa depositaba las flores en su capilla, ante una imagen de la Virgen.
-Tarde te presentas hoy, Bernardino -dijo el Pontífice al tomar las flores.
-¡Señor, temía la presencia de Vuestra Santidad... porque... tal vez he pecado!
-¿Qué es ello?
-Que por débil, ante lágrimas y súplicas, contra las órdenes que tengo... he permitido que entrase en los jardines una extranjera, una joven que escondida, de rodillas, detrás de aquellos árboles, espía al Padre Santo, le contempla, y yo creo que le adora, llorando en silencio.
-¡Una mujer aquí!
-Pidiome el secreto, pero no quiero dos pecados; confieso el primero; descargo mi conciencia... Allí está, detrás de aquella espesura... es hermosa, de unos veinte años; viste el traje de las Oblatas, que creo que la han acogido, y viene de muy lejos... de Alemania creo...
-Pero, ¿qué quiere esa niña? ¿No sabe que hay modo de verme y hablarme... de otra manera?
-Sí; pero es el caso... que no se atreve. Dice que a Vuestra Santidad la recomienda en un pergamino, que guarda en el pecho, nada menos que la santa matrona romana que toda la ciudad venera; más la niña no se atreve con vuestra presencia, segura de su irremediable cobardía, dice que enviará a Vuestra Santidad, por tercera persona, un sagrado objeto que se os ha de entregar, Beatísimo Padre, sin falta. «Yo me vuelvo a mi tierra -me dijo- sin osar mirarle cara a cara, sin osar hablarle, ni oírle... sin implorar mi perdón... Pero lo que es de lejos... a hurtadillas... no quisiera morir sin verle. Su presencia lejana sería una bendición para mi espíritu». -Y desde allí mira la Santidad de vuestra persona.
Y el jardinero se puso de rodillas, implorando el perdón de su imprudencia.
No le vio siquiera el Papa, que, volviéndose a Esteban, su familiar, le dijo: «Ve, acércate con suavidad y buen talante a esa pobre criatura; haz que salga de su escondite y que venga a verme y a hablarme. Por ella y por quien la recomienda, me interesa la aventura.
A poco, una doncella rubia y pálida, disfrazando mal su hermosura con el traje triste y obscuro que le vistieran las Oblatas, estaba a los pies del Pontífice, empeñada en besarle los pies y limpiarle el polvo de las sandalias, con el oro de sus cabellos, que parecían como ola dorada por el sol que se ponía.
Sin aludir a la imprudencia inocente de la emboscada, por no turbarla más que estaba, el Papa dijo con suavísima voz, entrando desde luego en materia:
-Levántate, pobre niña, y dime qué es lo que me traes de tu Alemania, que estando en tus manos, puede ser tan sagrado como cuentas.
-Señor, traigo una rosa de oro.
María Blumengold, en la capilla del Papa, ante la Virgen, de rodillas, sin levantar la mirada del pavimento, confesaba aquella mism a tarde, ya casi de noche, la historia de su pecado al Sumo Pontífice, que la oía arrimado al altar, sonriendo, y con las manos, unidas por las palmas, apretadas al pecho.
En la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena, en Hall, guardábase, como un tesoro que era, una rosa de oro (gemacht vonn golde, dice un antiguo código) regalo de León X (Herr Leo... der zehnde Babst dess nahamens...). Jamás había visto María aquella joya, pues en su idea éralo, y digna de la Santísima Virgen.
Vivía ella, humilde aldeana, en los alrededores de Hall, y tenía un novio sin más defecto que quererla demasiado y de manera que el cura del lugar aseguraba ser idolatría; y aun los padres de María se quejaban de lo mismo. María, al verle embebecido contemplándola, besándola el delantal en cuanto ella se distraía, de rodillas a veces y con las manos en cruz, o como las tenía casi siempre el mismo Papa, sentía grandes remordimientos y grandes delicias. ¡Qué no hubiera dado ella porque su novio no la adorase así! Pero imposible corregirle. ¿Qué castigo se le podía aplicar, como no fuera abandonarle? y esto no podía ser. Se hubiera muerto. Pero el cura y los padres llegaron a ver tan loco de amor al muchacho, que barruntaron un peligro en el exceso de su cariño, y el cura acabó por notar una herejía. Todos ellos se opusieron a la boda; negósele a María permiso para hablar con su adorador; y por ser ella obediente, él, despechado, huyó del pueblo, aborreciendo a los que le impedían arrodillarse delante de su ídolo, y jurando profanarlo todos puesto que no se le permitía a su corazón el culto de sus amores. Pasó a Bohemia, donde la casualidad le hizo tropezar con otros aldeanos, como él, furiosos contra la Iglesia, los chales por causas mezcladas de religión y política se sublevaban contra las autoridades y eran perseguidos y se vengaban cómo y cuándo podían. Pasaron años. A María le faltó su madre, y su padre enfermo, desvalido, vivía de lo que su hija ganaba vendiendo leche y legumbres, lavando ropa, hilando de noche. Y una tarde, cuando el hambre y la pena le arrancaban lágrimas, en el huerto contiguo a su choza, junto al pozo, donde en otro tiempo mejor tenían sus citas, se le apareció su Guillermo, que así se llamaba el amante. Venía fugitivo; le perseguían; para una guerra sin cuartel le esperaban allá lejos, muy lejos; pero había hecho un voto, un voto a la imagen que él adoraba, que era ella, su María; herido en campaña, próximo a morir, había jurado presentarse a su novia, desafiando todos los peligros, si la vida no se le escapaba en aquel trance. Y había de venir con una rica ofrenda. Y allí estaba por un momento, para huir otra vez, para salvar la vida y volver un día vencedor a buscar a su amada y hacerla suya, pesare a quien pesare. La ofrenda es esta, dijo, mostrando una caja de metal, larga y estrecha.
-No abras la caja hasta que yo me ausente, y tenla siempre oculta. No me preguntes cómo gané ese tesoro; es mío, es tuyo. Tú lo mereces todo, yo... bien merecí ganarlo por el esfuerzo de mi valor y por la fuerza con que te quiero. Huyó Guillermo; María abrió la caja al otro día, a solas en su alcoba, y vio dentro... una rosa de oro con piedras preciosas en los pétalos, como gotas de rocío, y con tallo de oro macizo también. Una piedra de aquellas estaba casi desprendida de la hoja sobre que brillaba; un golpe muy pequeño la haría caer. El padre de la infeliz lavandera nada supo. María no acertaba a explicarse, ni la procedencia, ni el valor de aquel tesoro, ni lo que debía hacer con él para obrar en conciencia. ¿Sería un robo? Le pareció pecado pensar de su amante tal cosa. Pasó tiempo, y un día recibió la joven una carta que le entregó un viajero. Guillermo le decía en ella que tardaría en volver, que iba cada vez más lejos, huyendo de enemigos vencedores y de la miseria, a buscar fortuna. Que si en tanto, añadía, ella carecía de algo, si la necesidad la apuraba, vendiera las piedras de la rosa, que le darían bastante para vivir... «Pero si la necesidad no te rinde, no la toques; guárdala como te la di, por ser ofrenda de mi amor». Y el hambre, sí, apuraba; el padre se moría, la miseria precipitaba la desgracia; iba a quedarse sola en el mundo. Trabajaba más y más la pobre María, hasta consumirse, hasta matar el sueño; pero no tocaba a la flor. La piedra preciosa que se meneaba sobre el pétalo de oro al menor choque, parecía invitarla a desgajarla por completo, y a utilizarla para dar caldo al padre, y un lecho y un abrigo... Pero María no tocaba a la rosa más que para besarla. El oro, las piedras ricas, allí no eran riqueza, no eran más que una señal del amor. Y en los días de más angustia, de más hambre, pasó por la aldea un peregrino, el cual entregó a la niña otro pliego. Venía de Jerusalén, donde había muerto penitente el infeliz Guillermo, que acosado por mil desgracias, horrorizado por su crimen, confesaba a su amada que aquella rosa de oro era el fruto de un horrible sacrilegio. Un ladrón la había robado a la iglesia de San Mauricio, de Hall; y él, Guillermo, que encontró a ese ladrón, cuando iba por el mundo buscando una ofrenda para su ídolo humano, para ella, había adquirido la rosa de manos del infame a cambio de salvarle la vida. Y terminaba Guillermo pidiendo a su amada que para librarle del infierno, que por tanto amarla a ella había merecido, cumpliera la promesa que él desde Jerusalén hacía al Señor agraviado: había de ir María hasta Roma y a pie, en peregrinación austera, a dejar la rosa de oro en poder del Padre Santo para que otra vez la bendijera, si estaba profanada, y la restituyera, si lo creía justo, a la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena.
-Mientras viviera mi padre enfermo, la peregrinación era imposible. Yo no podía abandonarle. Para la rosa de oro hice, en tanto, en mi propia alcoba, una especie de altarito oculto tras una cortina. Por no profanar con mi presencia aquel santuario, procuré que mi alma y mi cuerpo fuesen cada día menos indignos de vivir allí; cada día más puros, más semejantes a lo santo. Un día en que la miseria era horrible, los dolores de mi enfermo intolerables, un físico, un sabio, brujo, o no sé qué, llegó a mi puerta, reconoció la enfermedad y me ofreció un remedio para mi triste padre, para aliviarle los dolores y dejarle casi sano. ¡Con qué no compraría yo la salud, o por lo menos el reposo de aquel anciano querido, que fijos los ojos en mí, sin habla, me pedía con tanto derecho consuelos, ayuda, como los que tantas veces le había debido yo en mi niñez! La medicina era cara, muy cara; como que, según decía el médico extranjero, se hacía con oro y con mezclas de materias sutiles y delicadas, que escaseaban tanto en el mundo, que valían como piedras preciosas.
«-Yo no doy de balde mis drogas, decía, a solas él y yo. O lo pagas a su precio, y no tendrás con qué... o lo pagas con tus labios, que te haré la caridad de estimar como el oro y las piedras finas». Dejar a mi padre morir padeciendo infinito, imposible... Me acordé de la piedra que por sí sola se desprendía, de la rosa de oro... Me acordé de mi virtud... de mi pureza, que también se me antojaba cosa de Dios, y bien agarrada a mi alma, piedra preciosa que no se desprendía... Me acordé de mi madre, de Guillermo que había muerto, tal vez condenado, sin gozar del beso que el diabólico médico me pedía...
-Y... ¿qué hiciste? -preguntó el Papa inclinando la cabeza sobre María Blumengold-. Ya no sonreía Su Santidad; le temblaban los labios. La ansiedad se le asomaba a los dulces ojos azules. ¿Qué hiciste?... ¿Un sacrilegio?
-Le di un beso al demonio.
-Sí... sería el demonio.
Hubo un silencio. El Papa volvió la mirada a la Virgen del altar suspirando y murmuró algo en latín. María lloraba; pero como si con su confesión se hubiese librado de un peso la purísima frente, ahora miraba al Papa cara a cara, humilde, pero sin miedo.
-Un beso -dijo el sucesor de Pedro-. Pero... ¿qué es... un beso? ¡Habla claro!
-Nada más que un beso.
-Entonces... no era el diablo.
El Papa dio a besar su mano a María, la bendijo, y al despedirla, habló así:
-Mañana irá a las Oblatas mi querido Sebastián a recoger la rosa de oro... y a llevarte el viático necesario para que vuelvas a tu tierra. Y... ¿vive tu padre? ¿Le curó aquel físico?
-Vive mi padre, pero impedido. Durante mi ausencia le cuida una vecina, pues hoy ya no exige su enfermedad que yo le asista sin cesar como antes.
-Bueno. Pensaremos también en tu padre. Al día siguiente el Papa tenía en su poder la rosa de oro de la iglesia de San Mauricio y Santa María Magdalena, de Hall, y María Blumengold volvía a su tierra con una abundante limosna del Pontífice.
Cuando llegó la Pascua de aquel año la diplomacia se puso en movimiento, a fin de que la rosa de oro fuera esta vez para una famosa reina de Occidente, de quien se sabía que era una Mesalina devota, fanática, capaz de quemar a todos sus vasallos por herejes, si se oponían a sus caprichos amorosos o a los mandatos del Obispo que la confesaba.
Por penuria del tesoro pontificio o por piadosa malicia del Papa, aquel año no se había fabricado rosa alguna del metal precioso. El apuro era grande; el rey de Occidente, poderoso, se daba por desairado, por injuriado, si su esposa no obtenía el regalo del Pontífice. ¿Qué hacer?
El Papa, muy asustado, confesó que tenía una rosa de oro, antigua, de origen misterioso. La reina devota, y lúbrica contó con ella.
Pero llegó el domingo de Laetare y no se bendijo rosa alguna. Porque aquella noche el Papa lo había pensado mejor, y sucediera lo que Dios fuera servido, se negaba a regalar la rosa de oro que María Blumengold había guardado, como santo depósito, a una Mesalina hipócrita, devota y fanática, que no se libraría del infierno por tostar a los herejes de su reino.
Lo que hizo el Papa fue despertar muy temprano, y al ser de día, despachar en secreto al familiar predilecto, cansino de Hall, con el encargo, no de restituir a la iglesia de San Mauricio la rica presea mística, sino con el de buscar por los alrededores de la ciudad la choza humilde de María y entregarle, de parte del Sumo Pontífice, la rosa de oro.
Y el Papa, a solas, si el remordimiento quería asaltarle, se decía, sacudiendo la cabeza:
-«Dama por dama, para Dios y para mí es mujer más ilustre María, la acogida de las Oblatas, que esa reina de Occidente. Por esta vez perdone la diplomacia».
Ya saben los habitantes de Hall por qué les falta la rosa de oro, regalo de León X a la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena.
Appendix A
- Holder of rights
- José Calvo Tello
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- TextGrid Repository (2024). Corpus of Spanish Short Stories from 1880-1940. El Señor y lo demás son cuentos. El Señor y lo demás son cuentos. The CLiGS textbox. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-0012-3962-E