BARCELONA Y SUS MISTERIOS

por

Antonio Altadill

Madrid

Librería española

de Emilio Font

calle de Relatores, núm. 14, tienda.

Barcelona

Librería popular económica,

plaza del Teatro, núm. 7

Imprenta de V. Castaños,

Asalto, núm. 20

PRIMERA PARTE
EL DESTIERRO.

CAPÍTULO I.
La Font den Xirot.

NO era de noche, ni llovia , ni el huracan rebramaba tronchando las ramas de los árboles, ni estremecia el trueno, ni caia el rayo, ni a la fosfórica luz del relámpago se veia una llanura desierta, ni una cruz solitaria en medio de la llanura, ni siquiera una muger llorando al pié de la cruz; sino que era una tarde serena y placentera como son casi todas las tardes de abril, bajo el benigno cielo de Barcelona.

Era dia de fiesta, y un sinnúmero de familias artesanas, que durante la semana toda habian estado sujetas al yugo del trabajo, entre el ruido atronador de los telares y en medio de la cargada atmósfera de las cuadras, en las fábricas principalmente de hilados y tejidos, ó en otros de los variados ó infinitos talleres que encierra la gran ciudad, segun el oficio ú ocupacion de cada uno, salian del casco de la capital, que quedaba en completa calma, desparramándose por sus alrededores y llevando al campo con su natural deseo de esparcimiento, la animacion y la vida que momentáneamente robaban a la poblacion.

Y los pueblos de Gracia, San Gervasio, Sarriá y Sans, renuevos vigorosos de la añosa encina condal, de cuyo jugo se alimentan, á cuya sombra crecen y se desarrollan, y á cuyo tronco, por fin, llegarán á unirse un dia formando el árbol robusto, emblema de la grandeza y prosperidad catalanas, recibian en su seno á las alegres comitivas que invadian sus fondas, sus cafés, sus casas de comida y sus tabernas, ó pasando sin detenerse mas que para añadir algo que faltase á la merienda en casa preparada de antemano, se dirigian á gozar completamente de la libertad y delicia del campo en sus montes vecinos y junto á sus ricas y cristalinas fuentes.

Uno de los puntos predilectos y mas visitados de la clase artesana en la época del año 1844, que es donde empieza nuestra historia, era la fuente llamada den Xirot.

Dejando la poblacion de Gracia á la izquierda y dirigiéndose á una pequeña colina llamada el Puchet, se encuentra, al empezar el monte, un sendero escarpado que, rodeando la falda de la colina, conduce al corazon de la montaña.

Al fin del sendero y en una hondonada que forma el monte, brotando del seno de las rocas y al pié de un añoso sauce que ha crecido junto al rico manantial, está la deliciosa fuente.

La frescura y rica calidad de sus aguas ferruginosas, las mas cercanas á la capital, llamó la especulacion á aquel sitio, y el dueño lo arregló igualando un buen espacio de terreno delante de la fuente, enladrillándolo y rodeándolo de una tapia baja de cal y canto que sirve de respaldo á un poyo hecho al pié del amurallado.

A pocos pasos de la fuente, se levanta tambien una casa que en los dias de fiesta se halla provista de cuanto puedan consumir las gentes que al indicado sitio se dirijan.

Sentado en un estremo del poyo, con la vista fija en el camino y sin atender á la gente que se levantaba y volvia á sentarse, yendo y viniendo de beber de la fuente, estaba un jóven de unos veinte años, le mediana estatura, con pantalon y chaqueta de paño negro, apoyado el antebrazo sobre la tapia y descansando la cabeza, en la palma de la mano.

Fácil hubiera sido á cualquiera, por el aspecto y actitud del jóven, adivinar la causa de su abstraccion.

A ponerse triste pasando la tarde sin conocidos en aquel sitio, no habia de ir á su edad un hombre, cuyo rostro y cuyo porte estaban muy léjos de ser los de un aburrido ó de un maniático. Además, su vista, que no se separaba del camino sino para fijarse en la estera de un reloj de plata que sacaba y volvia á meter en el bolsillo del chaleco, traducia claramente la impaciencia de su alma.

El jóven esperaba, pues, á alguien que tardaba seguramente mas de lo que á su deseo convenia.

Pero ese alguien, en una hora larga que él estaba allí, no aparecia en el camino.

Este se veia cuajado de gente, que en su tortuoso curso se asemejaba á una procesion de hormigas yendo y viniendo del nido al sitio donde una encontró algo para todas.

Entre los varios grupos que llenaban el camino, habia uno compuesto de cuatro personas; dos mugeres y dos hombres que juntos á la fuente caminaban.

Los hombres, artesanos los dos, tendrian ambos, con corta diferencia, la edad de veintitrés años. Uno, mejor vestido que el otro, ocupaba el lado de la mas vieja de las mugeres. Era de regular estatura, enjuto de carnes, de rostro impasible, de oficio hilador y se llamaba Nicolás Turella.

El otro, mas bajo y mas lleno de carnes, de oficio carpintero, se llamaba Roberto; y el descuido de su persona y de su vestido, menos limpio de lo que acostumbran los jóvenes de su clase en los dias festivos, unido á una fisonomía llena de intencion y de bien poco regulares líneas, era otra prueba de esa relacion que existe casi siempre entre el interior y el esterior de un individuo.

Iba al lado dé la muger mas jóven, que era una niña de quince años, completamente desarrollada, de modesto aspecto y fisonomía dulce y apacible, velada por esa especie de sombra de bondad y de pureza que prestan al rostro la pureza y la bondad del corazon.

Se llamaba Clara y era hija de la muger que la acompañaba.

Por el modo como miraba Roberto á la bella jóven, hubiérase conocido al momento en él una de esas pasiones violentas que así como son causa de grandes y nobles hechos cuando se agitan en nobles corazones, son el móvil de las mas bajas acciones cuando van unidas á un alma ruin y pequeña.

Clara iba taciturna, y acelerando el paso al lado de Roberto:

—¡Jesús, Clara! esclamó la madre de ésta, conteniendo su fatigada respiracion; anda un poco mas despacio.

—Ay, respondió Clara, volviendo la cabeza á su madre; es verdad, no advertia que caminaba demasiado aprisa; pero es que tengo una sed...

—¿De agua?... interrumpió Roberto con una sonrisa llena de malicia.

—¿Pues de qué ha de ser?

—Quién sabe... el hambre y la sed no son siempre de comida y bebida...

—No entiendo á V., concluyó Clara con cierta sequedad.

—Ya me entenderá V. luego con sola una leve indicacion, si al llegar á la fuente encontramos lo que yo creo que encontraremos.

Clara se ruborizó á estas palabras, que no contestó, volviendo á quedar muda como antes.

Así que llegaron al punto en que el camino concluia, Clara y Roberto echaron á la vez una mirada á las personas todas que en la fuente habia, tropezando en seguida sus ojos con el jóven sentado en el banco, el cual, al verlos, se levantó de repente como obligado por un secreto y poderoso resorte.

El rostro de Clara pareció iluminarse de improviso.

Roberto la miró, sorprendiendo la súbita alegría de la jóven, y le dijo con la misma maliciosa sonrisa de antes:

—¿Se le ha pasado á V. la sed?...

Clara ruborizóse de nuevo y contestó, procurando afectar una sencillez inútil para Roberto:

[]

—Si no he bebido agua todavia, ¿cómo quiere V. que me haya pasado?

En esto el jóven del banco se adelantó saludando en general á todos con un buenas tardes, aunque sin mirar á Roberto, y haciéndolo luego particularmente con la madre de Clara.

Nicolás, que estaba al lado de la vieja cuando fué á saludarla el jóven, á pesar de que tenia la suficiente fuerza para sofocar en su corazon sus sentimientos sin permitirles asomar al rostro, no logró esta vez que en su cara dejase de pintarse el efecto desagradable que en él produjo la presencia de la persona que se les unia.

—¿Y cómo vos por acá, Diego? preguntó la madre de Clara al jóven, que así se llamaba, despues de contestarle.

—¡Pshe! respondió Diego, aquí he venido á dar un paseo... y ya me volvia cuando he visto á Vds.

—Buenas tardes, Diego, parece que no quieres saludarme, hombre, le dijo Roberto con un tonillo de resentimiento y despecho á la vez.

—He saludado ya en general, respondió Diego secamente y sin mirarle tampoco.

Y dirigiéndose á Clara y á su madre á un tiempo les dijo:

—Vengan Vds á sentarse ahí, que hay sitio, y yo les llevaré el agua para beber.

—Beber ahora no, porque mi madre estará fatigada y yo lo estoy tambien; pero podemos sentarnos, contestó Clara.

Así lo efectuaron en el sitio donde antes estaba Diego, quedando éste al lado de Clara, ésta junto á su madre, y seguidamente Nicolás y Roberto, que no tuvo otro remedio que ocupar el último puesto.

Apenas sentado, el rostro de Diego tomó un cierto tinte de disgusto y de pesar á un tiempo.

Clara lo advirtió, como advierte siempre una muger que ama cuantas impresiones se marcan en el rostro de su amante, y le preguntó:

—¿Qué tienes, Diego, que pareces disgustado hoy á mi lado?

—Eso mismo que has dicho: tengo que estoy altamente disgustado.

—Supongo que no será conmigo...

—No del todo.

—¿Luego hay algo de que yo soy en parte la causa?... Esplícate, Diego.

—¿Por qué iba Roberto á tu lado?

—Es muy sencillo; porque nos encontró al salir en la puerta del Angel y se unió á nosotras.

—¿Y Nicolás?

—Por la misma razon; aunque éste no iba al lado mio.

—Ya le he visto al de tu madre. Ese ya sabe como ha de arreglarse...

Clara, cuyo amor á Diego no podia sufrir ni la mas ligera suposicion en contra de su lealtad, contestó resueltamente:

—Pero, es que no basta, Diego, el ganarse la voluntad de mi madre; es preciso ganar la fé de mi corazon, y esa ya no la tengo yo para que Nicolás la gane.

—¡Ya lo sé, Clara mia!...

—Es que así como lo sabes, es necesario que no lo olvides, Diego...

—¡Oh! no es que lo olvide; pero, ¿qué quieres que te diga? no son esto celos... mas la vista de Nicolás con vosotras me incomoda...

—Y á mí no me incomoda menos. Yo he conocido que me ama, sí...

—¡Ya lo creo!...

—Pero ese modo suyo tan poco franco y hasta rastrero que usa para ganarse la voluntad de mi madre, haria, sin el motivo poderoso que tú sabes, que yo me resistiese siempre á aceptar un cariño que nunca consideraria leal.

—Y en cuanto á Nicolás, pase todavia; al menos á los ojos de la gente no le hace disfavor; no se sabe que tenga una vida relajada, porque realmente no la tiene, vá con decencia, y si bien son pequeños y mezquinos sus sentimientos, la gente no se para en semejantes nimiedades... pero en cuanto á Roberto; mas desarreglado y menos hipócrita que el otro, ese sí me repugna y me dá un pesar cada vez que le veo con vosotras.

—Pues no será á fé mia, porque no le haya yo dado á comprender mi poca simpatía por él.

Mientras Clara y Diego platicaban de esta suerte, no necesitamos relatar minuciosamente la conversacion de la señora Magdalena con Nicolás, para que el lector comprenda el asunto que les ocupaba.

La señora Magdalena hablaba poco, con todo y ser muger.

Nicolás no era gran hablador. Su conversacion se concretaba siempre á sí mismo, dejando conocer mas cada dia su ventajosa posicion, los buenos jornales que ganaba, el modo como hacia producir por otra parte sus no despreciables ahorros y su deseo de tomar estado con una jóven honrada, economizadora, hacendosa, que supiese llevar el gobierno de la casa, etc etc.; pero todo esto á medias palabras y sin declarar abierta y francamente á la señora Magdalena el punto fijo á donde dirigia sus aspiraciones.

Roberto se aburria entretanto y se levantaba unas veces á la fuente, y otras á pasear por delante de sus compañeros, haciendo sallar las piedrecitas y cortezas de naranja del suelo, con la punta de un baston que llevaba.

Una vez, abstraida Clara completamente en la conversacion que tenia con Diego, de cuyo rostro no apartaba sus embelesados ojos, no advirtió que pasaba Roberto, y éste pudo conocer por sus palabras la queja que respecto de él la daba Diego.

Roberto no se detuvo, mordióse el labio inferior y volvió á sentarse al lado de Nicolás.

—Oye, Diego, dijo Clara al cabo de un rato; levántate con la escusa de traernos agua, porque hace ya demasiado rato que estamos hablando y...

—¿Y qué?

Clara no respondió.

—Y tu madre te reñirá luego, ¿no es así? prosiguió Diego adivinando la idea de Clara.

Una lágrima que asomó á los ojos de ésta fué la amarga contestacion á la pregunta de Diego.

—¡Oh! esclamó éste, y ¿por qué no me lo habias dicho antes? ¿Pero te maltrata acaso?

—Eso no, respondió Clara, secándose furtivamente aquella lágrima con la punta del pañuelo.

—¡Ah! prosiguió Diego; bien me lo habia yo temido... ¿Y te escitará tal vez á que te muestres así... amable con Nicolás?..

Clara no respondió; pero bajó los ojos, inclinando la cabeza con una espresion tal, que obligó á Diego á decirla:

—Bien mirado, tu madre tiene obligacion de elegir para tí el mejor partido... y Nicolás, que es solo, que gana un gran jornal, del que no gasta ni la sexta parte... comparado con otro que no gane tanto y tenga una madre anciana á quien mantener, vale diez veces...

—¡Menos con todo su dinero, que tú sin un maravedí, pero con ese magnífico corazon que tanto halaga los deseos del mio! esclamó Clara de repente, concluyendo la idea de Diego como éste realmente deseaba.

Diego cogió entre sus manos la blanca mano de Clara, la estrechó dos veces y se levantó diciendo con acento sereno y tranquilo:

—Voy á traer á Vds. agua.

Parecerá tal vez estraña en una jóven de la por desgracia tan descuidada clase del pueblo, semejante elevacion de sentimientos y la manera como los espresa Clara á Diego; pero dejando aparte que el amor, como todas las grandes pasiones, lleva en sí mismo la elocuencia de la forma con que se espresa; y respecto de los sentimientos, inútil es decir que la naturaleza no distingue de clases al infundirlos en el corazon del hombre y de la muger; aparte esto, decimos, preciso es tener en cuenta que una muger, en su primer amor, llega á asimilarse de tal manera, no solo en el modo de espresarse, sino hasta en el de sentir, con el hombre á quien ama, que muy torpe ha de ser aquella para no engrandecerse tomando algo de la dignidad y grandeza de éste.

Y Clara no era torpe; y en cuanto á Diego, sobre estar dotado de un talento natural nada comun, le tenia, como iremos viendo, bastante cultivado en mas de un sentido, no siendo él sin embargo una rara escepcion en la clase trabajadora de Barcelona.

Diego llegóse á la fuente, de la que volvió con dos vasos llenos de agua fresca y cristalina que presentó á Clara y á su madre.

En el momento mismo acercóse allí una muger que vendia pequeños cucuruchos de anises, simétricamente colocados en una cesta.

Clara y su madre tomaron un cucurucho, haciendo lo propio sus tres compañeros, que fueron por un vaso de agua cada uno para sí.

Despues de haber bebido, preguntó Diego á la muger de la cesta.

—¿Cuánto se os debe?

—Son cinco cucuruchos, cinco cuartos.

—Tomad, dijo Diego entregándole dos reales.

—Tomad el mio, dijo seguidamente Nicolás alargándole un cuarto á la muger.

—¡Está pagado! esclamó Diego; guarda el cuarto para un pobre ó para tí, que será igual.

—No me avergonzaré nunca de no haber hecho el grande, esclamó Nicolás metiéndose el cuarto en el bolsillo.

—Pues yo me avergonzaria de haber hecho una vez el miserable, concluyó Diego.

La accion de Nicolás, si antes no hubiésemos dado á conocer al lector su carácter, bastaba para retratar el género de sentimientos que puede tener un hombre que así se conduce en presencia de la muger que ama.

Roberto bebió sin decir una palabra.

Era ya hora de retirarse.

La gente que allí habia lo iba ya efectuando, y nuestros personages tomaron el camino de Barcelona.

Clara y Diego se encontraron, como por casualidad, el uno al lado del otro, delante y á dos pasos de la señora Magdalena, á la cual no abandonaba Nicolás.

Roberto les seguia sin hablar palabra, ora quedándose atrás, ora avanzando y caminando un rato, como distraido, al lado de la madre de Clara.

En el camino, presentóse á nuestros personages una pobre muger con un niño en brazos y otro de corta edad que llevaba en la mano, pidiéndoles una limosna.

Diego sacó una moneda de cobre, que dió á la pordiosera, la cual seguidamente pidió á Nicolás, que iba con la madre de Clara á dos pasos de ésta y de Diego.

—¿No acaban ahora de daros? respondió agriamente Nicolás á la pobre.

Diego oyó estas palabras, y volviendo la cabeza, dijo á Nicolás con una sonrisa irónica:

—¿No tienes un cuarto suelto? pues dáselo á la pobre muger.

Nicolás metió la mano al bolsillo, refunfuñando estas palabras:

—Es que estos diablos de pobres piden ya hasta por vicio.

—Pues es un vicio bien feo... y así, ya no estraño que gente tan sin tacha como tú, arroje de sí á quien tan vicioso mira.

El sangriento reproche de Diego no hizo el menor efecto en el ánimo de Nicolás, quien, alargando el cuarto á la pobre, la preguntó:

—¿Teneis un ochavo?

—Si, señor.

Y la muger devolvió el ochavo, que Nicolás se metió bonitamente en el bolsillo.

Llegados á Barcelona, siguieron juntos hasta la plaza de la Boquería, donde Diego dijo á Clara:

—Aquí te dejo ya. Es de noche y quiero ver á mi madre, que la pobre estará aguardándome.

—Vé, Diego, sí: ¿hasta cuándo?

—Hasta pasado mañana, que vuelve á ser fiesta.

—Iremos al mismo sitio.

—¿Y á la propia hora?

—Poco mas ó menos.

—Adios, Diego.

Y éste saludó en general tomando la calle de la Boquería, mientras Clara y su madre se dirigian á su casa de la calle de Peracamps, acompañadas de Nicolás.

Roberto se despidió tambien despues de Diego, echando á andar tras de éste.

La casa que Diego habitaba con su madre, era un piso cuarto de la calle del Mill

Al llegar á la de la Boria y á la entrada del callejon de San Ignacio, Roberto se adelantó, tocándole el hombro y diciéndole á la vez:

—Diego.

—¿Qué hay? respondió éste volviendo le cabeza.

—Tengo que decirte dos palabras.

—Despacha, pues, porque es tarde y mi madre está sola en casa

—¿Qué le has hablado hoy á Clara?

¿Y quién eres tú para preguntármelo?

—Es que le has hablado de mí.

—¿Y qué?

—Que quiero saber los motivos que tengas para ello, y tambien el porqué estás así tan serio y hasta despreciativo conmigo de unos dias á esta parte.

—Pues en dos palabras está dicho: en primer lugar estoy así contigo, porque eres un mal amigo.

—¡Yo!

—Tú, sí, que fingiéndome una necesidad que no existia, me sacaste hace quince dias el reloj que te dejé para que lo empeñases, y no lo empeñaste...

—Pues ¿qué hice?...

—Lo jugaste.

—¡Yo!...

—Aquella misma noche. De quien te lo ganó, lo compré yo ayer. Míralo.

Diego sacó su reloj, enseñándoselo á Roberto.

—Es que... balbuceó éste confuso...

—Que eres un perdido, y no quiero que vayan perdidos al lado de la muger que yo amo. Ahí tienes porque realmente, sí, he hablado de tí á Clara, esta tarde.

Aquí los ojos de Roberto brillaron como una llama fosfórica en la oscuridad del callejon, y sacando súbitamente una navaja, abierta ya, del bolsillo, se lanzó sin hablar palabra sobre Diego.

Este paró hábilmente el golpe, desarmándole con el palo que llevaba, y levantándolo otra vez lo descargó sobre la espalda de Roberto, quien, al mirar la navaja en el suelo y al sentir el fuerte dolor en la muñeca por el primer golpe de Diego, echó á correr sin aguardar á mas.

—¡Infame! esclamó Diego cogiendo la navaja y dirigiéndose á su casa.

Roberto llegó corriendo al estremo de la calle de la Boria. Allí se paró y retrocedió por la misma á paso lento, parándose luego cerca de la plaza del Angel y frente al portal de una casa de buena apariencia.

Al tiempo que Diego entraba en la suya, Roberto llamaba en el cuarto principal de la casa de la calle de la Boria.

Era la habitacion del gefe principal de policía.

CAPÍTULO II.
En que se demuestra lo que daña un mal te quiero.

LA morada de Diego y su madre estaba, como hemos dicho, en la calle del Mill, casa número 2 piso cuarto.

Conque sepa el lector que el padre de Diego habia sido un simple tejedor, que habia tenido cinco hijos, de los cuales solo quedaba ya el último, y que éste, muerto aquel, tomó el mismo oficio, de cuyo jornal tenia que mantener á su madre, ya anciana y enferma, pagar el alquiler de casa y demás gastos que se ocurren á una familia por reducida que sea; conque esto sepa el lector, tiene lo suficiente para formarse una idea del aspecto humildísimo que presentaba la vivienda de Diego y su madre.

Pero téngase en cuenta que decimos humilde, y no miserable. Esta última faz no la presenta nunca una familia, que tiene una muger como era la madre de Diego, sino cuando ha llegado al último grado de miseria.

La morada, pues, á que nos referimos, si bien sumamente humilde en sí misma y en el escaso mueblage que contenia, respiraba tal aseo y limpieza, que ninguna persona por escrupulosa que fuera, hubiese repugnado el tomar asiento en cualquiera de las sillas de pino pintado con asiento de anea, que habia en la primera pieza y única de recibo de la casa, ni el beber un vaso de agua en cualquiera de los dos que brillaban tersos y limpios en el vasar de la blanqueada cocina, que se descubria toda al entrar en la salita.

En esta pieza habia una alcoba que es donde dormia la madre de Diego. Un pequeño aposento junto á la alcoba, capaz para un catre de tijera y una mesita, sobre la cual habia algunos libros y una palmatoria de barro con media vela de sebo, era el cuarto de Diego, donde éste dormia y leia, antes de acostarse, lo menos dos horas todas las noches.

La pobre anciana aguardaba efectivamente á su hijo, como este habia previsto.

La prevision de Diego era natural.

¿Qué hijo que ame á su madre, hallándose ésta en semejante situacion, no piensa en que es esperado con ansiedad, siquiera sea escaso el tiempo que falte de su lado?

Y Diego no solo amaba, podemos decir que idolatraba á su madre.

Sintióle ésta ya al subir la escalera, y se levantó pausadamente de una silla baja en que estaba sentada junto al balcon, para abrir la puerta.

Diego entró, abrazó á su madre y se guardó completamente el lance ocurrido con Roberto, queriendo evitar el natural sobresalto y disgusto que habia de causarla.

—¿Qué hora traes, Diego? preguntó la anciana á su hijo, después de haberle abrazado.

—Son las ocho, madre mia.

—Eso es; y dadas, pues me parece haberlos oido hace un rato en el reloj de Santa María.

—Hubiera venido antes, pero...

—¡Oh! no lo digo porque hayas tardado; aunque siento siempre la alegría que ves cuando entras en casa; sino que es ya la hora de cenar y voy á poner la mesa.

—No lleve V. prisa... observó Diego con el acento no muy bien disimulado del disgusto que tenia.

—¿Pues? ¿qué es eso? ¿no tienes gana de cenar? ¿te sientes malo? ¿te ha pasado algo, hijo mio?

Y la cariñosa anciana dirigió este aluvion de preguntas á su hijo con tal ansiedad y una espresion tal de cariño y de ternura, que cualquiera, sin conocerla y sin oiria la frase hijo mio, hubiera adivinado que era una madre la que á Diego preguntaba.

—Nada, madre mia, no tengo nada; sino que unas noches tiene uno mas apetito que otras.

—Es que como, gracias á Dios, te veo siempre bien... pero si no es mas que eso, el apetito viene tambien comiendo, voy á poner la mesa.

—Bueno, bueno, póngalo V. y cenaremos, añadió Diego forzando el tono jovial con que dijo estas palabras.

Luego, quitándose la chaqueta y dejándola con la gorra en su cuarto, decia para sí:

—¡Cenaremos, aunque sea á la fuerza! Cualquiera cosa daria para que entrase alguien á estorbarnos y distrajese á mi madre.

¡Lejos estaba Diego, cuando esto decia, de pensar hasta qué punto iba á cumplirse su deseo!

Puesta ya la mesa y sentados madre é hijo, no bien empezaron á cenar, cuando se oyeron dos golpes dados con la mano á la puerta de la habitacion.

—¿Quién? preguntó Diego levantándose de la mesa.

—¡Abrid! respondió secamente una voz ronca.

—¿De quién es esa voz, Diego? preguntó la anciana medio sobresaltada.

—No sé, veremos.

Y Diego fué á abrir en seguida.

La luz de la mesa de la cocina daba de lleno á la puerta de la habitacion.

Al abrirla, Diego esperimentó un fuerte sobresalto.

Cinco hombres armados con un comisario de policía al frente se ofrecieron á su vista.

El comisario preguntó:

—¿Vive aquí Diego Rocafort?

—Yo soy, contestó éste.

—¡Qué es eso, Diego! preguntó su madre levantándose de la silla y fijos los ojos en el grupo de la puerta.

—Seguid pues conmigo, añadió secamente el comisario.

—¡Cómo! ¿quién ha de seguir? preguntó la anciana con sobresalto saliendo de la cocina ¿mi hijo? ¿Y por qué y á quién ha de seguir mi hijo?

—El porqué ya se verá luego; y á quién ha de seguir, es á la justicia.

—¡Cómo á la justicia! ¿Y qué tiene que ver la justicia con mi hijo, que no se mete con nadie, que no hace nada á nadie, que ningun daño ha hecho á nadie?

—Cálmese V., madre mia.

—Ea, menos razones y pasad en medio de esos hombres, mientras yo registro la casa.

—¡Pero, hijo mio!... esclamó la anciana echándose en los brazos de Diego.

Entre tanto el comisario preguntó:

—¿No tiene esta casa otra habitacion que la que se vé?

—Nada mas, respondió Diego.

Y levantando suavemente la cabeza de su madre, que descansaba llorando sobre su hombro, la dijo:

—Cálmese V. madre mia; esto no será nada; tal vez una equivocacion que se desvanecerá al momento.

—¡Hum! ¡equivocacion! ¡buena equivocacion! ya vá desvaneciéndose la equivocacion!... esclamó irónicamente el comisario desde la mesita del cuarto de Diego, y mirando la primera página de uno de los libros que tenia ya en la mano, ¡Fourier!... ¡un libro de Fourier!.. ¡otro de Luis Blanch!... ¡Equivocacion!... ¡Ya vereis la equivocacion!...

—¿Es por ventura algun crímen tener esos libros?

—Los mismos que se han encontrado en otras casas de los demás conspiradores. ¡Ya vereis si es crímen ó no!...

—Sí lo veré, esclamó Diego con entereza; pero permítame V., señor comisario, le advierta que no adelante juicios sin fundamento, que aflijan de tal manera á mi madre.

—¡Cómo! ¡me reconvienes!

—¡Te reconvengo! sí.

—¡Y me tutea!

—¿No me tutea él por ventura?

—¡Llevadle! esclamó el comisario dirigiéndose á los hombres que consigo traia.

—¡Hijo mío! gritó la anciana cayendo en la silla mas cercana.

—¡Madre mia! esclamó Diego dejándose llevar sin violencia.

No era Diego hombre de resistirse á la autoridad, cuando esta no le faltaba, y preciso es confesar que los cuatro hombres del comisario no usaron de malas maneras al separarlo de su madre, obedeciendo el mandato de su gefe.

—¿Teneis otros papeles que los que hay en esta mesa?

—No, respondió Diego.

—Vamos, pues, dijo el comisario llevándose papeles y libros.

Diego conoció que habia sido imprudente, queriendo dar una leccion, aunque merecida, al comisario, en la situacion en que se encontraba, y no pidió que le permitieran un momento para atender al estado de su madre, temeroso de que le fuera negado por el comisario resentido; y en vez de esto, se dirigió á una muger vecina del cuarto de enfrente, que á la puerta habia salido, diciéndola:

—¡Ana, por favor, atended á mi pobre madre!...

—Anda descuidado, Diego, respondió la muger asomándole dos lágrimas á los ojos y corriendo al lado de la anciana.

Diego bajó silencioso la escalera en medio de los cuatro agentes.

Llegados á la calle, dijo el comisario:

—A casa del gefe.

Y todos se dirigieron á la calle de Calderera, entrando en la casa donde poco antes habia estado Roberto.

Antes de pasar adelante, vamos á permitimos una corta digresion para decir algo acerca de la situacion política de Barcelona en la época á que nos referimos, pues es esto de necesidad para la justificacion de los sucesos que vamos narrando.

Mandaba el partido moderado.

Uno de los medios de gobierno que ha usado siempre este partido en las épocas de su dominacion, y que fatalmente, preciso es confesarlo, está en la índole suya propia, es el de la represion llevada al último grado, principalmente con los partidos estremos; y una de las provincias en donde mas se temia á esos partidos, era Cataluña.

No hay para que decir, si se usaria el rigor en el principado, en una época en que precisamente esos partidos estremos, el absolutista y el republicano habian levantado á la vez su respectiva bandera en la montaña, tomando creces cada dia con la union de nuevos prosélitos al estandarte de la doble rebelion.

Fieles en la pintura de aquel período, no cabe en nosotros omitir ninguna circunstancia, por mas que á primera vista parezca justificar la conducta del gobierno, como así parece desprenderse de la que acabamos de indicar desnuda y aislada; pero es necesario tener en cuenta que, al hablar de represion, no nos referimos á los actos materiales y de probada y palpable conspiracion contra el gobierno; que aquellos estaba éste muy en su derecho, no solo al intentar reprimirlos, sino el castigarlos enérgicamente en los delincuentes; pero de esto á la represion de las ideas, del sitio á la ciudad al sitio de las conciencias, hay una distancia inconmensurable; la distancia de la sospecha á la prueba, de la inocencia al crímen.

Barcelona, puesta en estado de sitio y bajo la autoridad discrecional de un capitan general que resumia todos los poderes, no era una provincia de España en el goce de los derechos políticos que daba indistintamente á todas las provincias la Constitucion del Estado, aun la que entonces subsistia, sino que era una colonia, diremos mas claramente un pais conquistado, sobre el cual tiene el conquistador todo derecho y toda facultad, sin otra ley que su propia voluntad sostenida por la fuerza de las armas.

Por otra parte, aun suponiendo que el buen juicio y sanas intenciones de un capitan general, que en aquel entonces raras veces ó nunca se veia libre de ilegítimas y perniciosas influencias, hubiera podido neutralizar el mal efecto, y las fatales consecuencias de la reunion de poderes y atribuciones de órden tan distinto en una sola persona, ajena á la ciencia para ello necesaria, la suerte quiso que ninguna de las primeras autoridades militares de aquella época, reconociese la inmensa trascendencia de sus varias disposiciones; sino que, todo lo contrario, creyendo ciegamente tal vez que la ciencia era hija en la autoridad, como lo es en último resultado la autoridad de la ciencia, dictase toda clase de medidas en todo género de cuestiones, bajo la impresion del momento, sin examinar el asunto, y contentándose con verlo del lado que, merced á aquellas influencias, se le presentaba.

No, no era el estado de sitio, pues, la causa inmediata de lo que sucedia en Barcelona; éralo, sí, el modo como se ejercia la autoridad en ese estado, que seguia llamándose escepcional despues de veinte años que duraba!

Y tampoco era justa tan estremada represion, aun considerada como medida preventiva. La rebelion en la montaña, tenia precisamente su causa principal y el motivo de su acrecentamiento en estado en que se tenia á las ciudades, y el alzamiento de fuera no era otra cosa que la manifestacion del descontento que reinaba dentro.

Si necesitásemos demostrar esta verdad tan reconocida ya y tantas veces probada, bastaria el tan reciente como elocuentísimo ejemplo de la sublevacion de la Rápita, en la cual el pais mismo que tanto dió que temer á aquellos gobiernos, ha sido el apoyo mas firme y el mejor baluarte del órden y la tranquilidad.

Hechas estas ligeras consideraciones, no estrañará ya el lector las escenas que vamos á presenciar.

Sigamos nuestro relato.

El comisario de policía tomó la delantera al llegar al portal de la casa de la calle de Calderers, y así que estuvo á la puerta del cuarto principal, tiró del cordon de la campanilla.

Un agente abrió y todos penetraron en la primera sala, donde se quedó Diego con los que le custodiaban, pasando el comisario al despacho del gefe.

—¿Qué tenemos? le preguntó éste al verle entrar.

—Ya está aquí el pájaro.

—¿Y qué se le ha encontrado?

—Esta navaja y estos libros y papeles.

—¡Una navaja de muelle! esclamó el gefe de policía examinándola.

La navaja era la misma de Roberto, que Diego habia dejado escondida entre dos libros.

—Veamos los papeles.

Nada tenian estos que al caso hiciese y los dejaron a un lado.

—Los libros.

El gefe empezó á hojearlos, diciendo:

—Sí... como los que hemos encontrado en algunas casas de los otros. Hé aquí lo que pervierte y trastorna á esas masas ignorantes. Bastante hay. Que entre ese pájaro.

El comisario salió, y el gefe tomó en su sillon, detrás de la mesa de despacho, toda la actitud de un juez en el acto de un interrogatorio.

Haremos merced á nuestros lectores de la pintura minuciosa de este nuevo personage.

El lector, sino lo ha visto, se figurará poco mas ó menos la cara que puede tener un gefe de policía.

El hombre lleva en sí, impreso en su persona, algo que no se esplica, pero que se vé y dá á entender el género de oficio ó profesion en que se ocupa, y el ejercicio de la política, no forma por cierto una escepcion de esta regla; y tanto menos, en cuanto por su índole especial, necesita hacer trabajar mucho las facultades intelectuales, que constituyen la sagacidad, y esta, cuando se posee, es una de las circunstancias morales que mas se pintan en el rostro del individuo.

Acerca del grado de sagacidad de nuestro personage, no diremos mas, sino que hacia ocho años que desempeñaba el empleo.

Aquí el lector, á quien inmodestamente juzgamos ya interesado por la persona de Diego, pensará con satisfaccion que siendo el gefe de policía tan sagaz, necesariamente ha de descubrir y conocer su inocencia... .

Pasemos adelante.

Cuando Diego estuvo en presencia del gefe, éste le preguntó:

—¿Cómo se llama V.?

—Diego Rocafort.

—¿Y cuál es su oficio?

—Tejedor de velos.

—¿Y no le valia mas tejer velos que arrastrar una cadena en un presidio de Ultramar?

—Ciertamente que sí, y por esta razon, aunque no he pensado nunca en esto último, no me he separado de mi obligacion, que es lo primero.

—No creo yo lo mismo, y las pruebas me demuestran lo contrario, ¿Conoce V. esta navaja?

—No, señor.

—No mienta V.

—Yo no miento jamás; y suplico, sea cual fuere el destino que me aguarde, que no se me falte usando conmigo espresiones que no están justificadas...

—¿Hay mas justificacion que la de haberse encontrado esta navaja en su casa, en su propia mesa, y no conocerla? ¿Cómo se esplica eso?

—Se esplica diciendo, que puede uno tener un objeto en su casa, de momentos no mas, sin examinarlo, y no poderlo reconocer luego.

Y aquí Diego esplicó al gefe el modo como sabemos que fué la navaja de Roberto á parar en su poder.

—¿Y estos libros?

—Esos libros sí, los reconozco por mios.

—Usted será republicano tambien ¿eh?

La pregunta tan indiscreta como fuera de propósito del gefe, no inmutó á Diego, que contestó simple y sencillamente:

—Si, señor.

—¿Y se atreve á confesarlo?

—¿No se atreve V. á preguntármelo?

—Está bien.

Y sacando una lista de varios nombres, se la presentó diciéndole:

—¿Conoce V. estos nombres?

—La mayor parte, contestó Diego, despues de haber examinado la lista.

—Diga V. pues lodo lo que sepa de la conspiracion, y cuente que no le pesará de sus revelaciones, antes al contrario, ellas servirán para dejarle completamente libre de la pena que en otro caso le aguarda.

Diego, que oyó con una calma admirable y sin perder una sílaba las palabras del gefe, contestó con el mayor aplomo:

—Dejando á un lado que yo, ni por el deseo de la libertad, ni por el miedo de la muerte, revelaria nunca la menor cosa que á otro comprometiese, debo decir, respecto á mí, que ignoro completamente á qué se refiere eso de la conspiracion de que se me habla.

Aquí el gefe iba á decir á Diego que mentia otra vez; pero la observacion anterior de éste, y mas aun la dignidad que revelaba en su tono y sus palabras, detuvieron á aquel, obligándole á otra escitacion en estos mas moderados términos:

—Mire V. bien lo que dice, porque será luego peor para V.

—He dicho ya, y ni ahora ni nunca me retractaré de lo que he dicho.

—Pero, hombre, ¿no manifestó V. que era republicano?

—Sí, señor. Las ideas vienen de Dios...

—¡O del diablo! ¡segun qué ideas!... interrumpió secamente el gefe.

Diego se calló al oir aquel tono exaltado, temiendo llegar á exasperarle añadiendo otra observacion.

—Pero volvamos, al asunto, prosiguió, ¿no ha dicho V. que era republicano, y que conocia á los principales gefes?

—He dicho lo primero, pero no lo segundo.

—Es que los gefes son los nombres que V. ha visto.

—Lo ignoro.

—Pero ¿no ha dicho V. que era republicano? pues entonces es inútil negar que sabe lo de la conspiracion.

—¿Pero por ventura el que tenga uno esas ideas significa que haya de saber todas las conspiraciones?

—Las que son en ese sentido, es natural y seguro que las sabe; y la de que hablo, era en dicho sentido. ¿Con que confiesa V. ó no?

—No tengo nada que confesar acerca de este punto, porque repito que lo ignoro todo.

El gefe se dirigió al comisario diciéndole:

—Como los otros; incomunicado.

El comisario hizo seña á Diego para que saliera del despacho.

—Quisiera pedir á V. un favor, dijo al gefe antes de salir.

—¿Cuál?

—Que me permitiera escribir dos líneas para tranquilizar á mi madre.

—No puede ser.

—¡Oh! se lo suplico á V...

—Es imposible, repitió el gefe: queda V. incomunicado desde este momento, y yo no puedo conceder eso, aunque quisiera.

—Pero á una madre... escribiré delante de V. y á V. mismo ruego que mande la carta...

—Lo siento, pero repito que no puede ser.

EL comisario hizo entonces una seña imperiosa á Diego, que salió del despacho esclamando:

—¡Madre mia!

CAPÍTULO III.
El calabozo de la Ciudadela.

ACOMPAÑADO de los mismos agentes que á su casa fueron á prenderle, fué Diego llevado á un calabozo de la ciudadela de Barcelona.

Desgraciadamente para él, era cierto que en aquellos dias habia descubierto la policía una conspiracion en sentido republicano, cuyos autores y principales miembros estaban casi todos en poder de la autoridad; y aunque Diego no tenia la menor parte en semejante conspiracion ni sabia nada de ella, la circunstancia de haberse confesado republicano y el no haber negado que conocia á alguno de los presos anteriormente, por este motivo, fué causa bastante y aun sobrante para que el gefe, sin otras pruebas ni ulteriores averiguaciones, le declarase tambien conspirador, incluyéndole en el número de los demás.

La noche que Diego pasó en el calabozo, solo, sin luz y sin otro mueble que un banco de madera carcomido y mohoso, pues era húmedo el calabozo, es fácil de comprender.

El motivo de su prision, que ignoraba completamente, no imaginando tal avilantez en el corazon de Roberto, ni tan negra ingratitud en quien tantos favores suyos habia recibido, el estado de su anciana madre, el amor de Clara, y las consecuencias de su prision, que presentia tristes y fatales, todas estas ideas á la vez se disputaban el imperio en su mente confusa y acalorada.

Sin conciliar ni un momento el sueño, ora paseando de un estremo á otro del calabozo, ora sentado en el banco y sin abandonar nunca una idea de las que bullian en su imaginacion, sino para entregarse completamente á la otra, pasó la noche entera.

Vino la mañana del siguiente dia.

La luz de la aurora penetraba ya por la reja mezquina y única del calabozo, practicada en la tapia y cerca de su elevada bóveda, y Diego respiró, creyendo que no podia ya pasar mucho tiempo sin que le dejasen mandar noticias á su madre y á Clara.

Cada momento, sin embargo, se le hacia un siglo.

Apenas salió el sol, empezó ya en la Ciudadela ese movimiento que se observa en los grandes cuarteles de tropa y que inaugura todas las mañanas el toque de diana; movimiento que se hace tanto mas notable en cuanto sucede súbito y repentino al silencio profundo de la noche, interrumpido solamente por el graznido de las aves nocturnas y el alerta de los centinelas.

Cada vez que Diego oia pasos fuera del calabozo, su respiracion cesaba, sus ojos se dirigian á la puerta y su corazon decia: ¡ahora!

Pero los pasos que primero se oian lejanos, llegaban hasta la misma puerta y volvian á alejarse luego, perdiéndose seguidamente, para volver á dejarse oir y perderse otra y otras veces.

Diego no hacia ya caso de las pisadas que sentia fuera; pero mas tarde oyó que á las pisadas acompañaba un ruido metálico como el que produce el choque entre si de muchas llaves en un manojo, y esta voz volvió su corazon á esclamar: ¡ahora!

Las pisadas y el ruido de las llaves se acercaron, paróse la persona que venia en la puerta del calabozo, la llave sonó en la cerradura...

—¡Gracias á Dios! esclamó Diego respirando.

—¡No es ahí! gritó una voz fuerte desde fuera, que penetró en el calabozo como un rayo que hubiese caido junto á Diego.

—¿Pues dónde es? respondió otra voz junto á la misma puerta.

—¡En el número veinte! concluyó la primera voz.

Y la llave volvió á quitarse de la cerradura y las pisadas del hombre aquel se alejaron y perdieron, y Diego dejó caer la cabeza abatida sobre su pecho.

Así pasó hasta la hora de las tres de la tarde.

En la Ciudadela se acordaron por fin que allí habia un hombre encerrado desde las once de la noche anterior, sin lecho y sin alimento durante diez y seis horas!

Un mozo de cárcel penetró en el calabozo.

Llevaba en una mano y en una especie de cazuela de lata, una racion de rancho, medio pan de municion bajo el brazo y un botijo de agua en la otra mano.

—Si quereis comer, ahí os dejo esto, dijo el mozo á dos pasos de la puerta y sin mirar á Diego, que estaba sentado en el banco y en el fondo del calabozo.

Y se dispuso á salir, despues de haber dejado en el suelo lo que llevaba.

—¡Oid un momento! esclamó Diego levantándose.

—¿Qué quereis? dijo el mozo desde la puerta.

—Quisiera saber, continuó Diego adelantándose, si he de estar mucho tiempo aquí en este estado...

—¡Ah! eso no puedo decíroslo yo.

—Si ha de venir alguien... . si he de ver ó puedo ver á alguien... al alcaide... á cualquiera que diga si se me permite mandar un recado á mi casa.

—Lo que á mí me digais, es como si lo dijeseis á esa tapia. Yo aquí soy un mozo no mas, que no puedo contestaros á nada de lo que quereis.

—Pero...

El mozo salió cerrando tras sí la puerta, y dejando á Diego con la palabra en los lábios.

Lo que en tanto sucedia en la casa de Diego, se deprende de la situacion en que se encontraban éste y su madre, despues del suceso, de la noche anterior.

¿Qué habia, qué podia suceder á una madre anciana y achacosa á quien de tal manera arrebatan al único sér querido que le queda en el mundo?

Que esa madre, ó muere con el pesar y el sobresalto en el momento, ó, si vive, ha de ser para morir en breve, si presto no viene en su auxilio la única medicina para su dolor; la libertad con la adorada presencia de su hijo en su casa.

Y ese único remedio no lo tuvo ni al dia siguiente, ni al otro ni al otro la desconsolada madre de Diego.

Respecto de Clara, ignorante como estaba de lo que á su amante sucedia, aguardaba ya desde el momento en que lo dejó de vuelta del paseo, el dia, ó mejor la tarde del domingo, y con ella la hora de la amorosa cita que para el mismo sitio se habian dado.

Fuera de este natural y dulcísimo anhelo, nada turbaba el ánimo de Clara, si no es las indirectas con que de vez en cuando pretendia su madre demostrarla las ventajas de un enlace con un hombre como Nicolás, sobre el matrimonio con un jóven de la posicion de Diego.

Pasáronse tres dias y llegó el del domingo.

Clara se levantó risueña y contenta con esa espresion hermosísima que da al rostro la luz de la esperanza que encierra el corazon. Sus movimientos eran libres y desembarazados, su voz llena y armoniosa, y su ánimo, por fin, cedia con una complacencia indescribible á las menores insinuaciones de su madre, en la limpieza general de la casa que hacian las dos semanalmente á la primera hora del domingo, y hasta se apresuraba á tomar ella sola ciertas faenas, como si quisiera en cierto modo pagar adelantado á su madre el favor que de ésta esperaba al acompañarla á la fuente, como la tarde de la pasada fiesta.

Así pasó la mañana de aquel domingo casi feliz, decimos mal, feliz del todo, en lo que cabe la palabra, pues nunca llega la realidad, por hermosa que se presente, á la idea que de ella nos hacemos antes de tocarla, viéndola con los ojos del deseo y entre las rozadas nubes de la esperanza.

Pero llegó la hora del medio dia, y, sin saber por qué, aquella espresion infantil y dulce alegria que iluminaba su rostro, fué desapareciendo, y un presentimiento triste é indefinible se posesionó de su corazon.

En aquella misma hora, al cabo de tres dias, durante los cuales no se habia preguntado ni dicho una palabra siquiera al desesperado Diego, acerca del asunto que allí le tenia, entraba en el calabozo el alcaide diciéndole:

—Salga V., que vá a partir ya.

—¡A partir! preguntó Diego sobresaltado; ¿á dónde?

—A Filipinas, segun parece.

—¡Pero eso no puede ser! gritó Diego fuera de sí.

—¡Así se ha sentenciado! esclamó la voz del gefe de policía, que asomaba á la puerta del calabozo. Se ha mandado desterrar á los de la conspiracion, á Filipinas, y V. como uno de tantos.

—¿Y quién ha dicho que sea yo uno de tantos?

—Las pruebas; pero esta no es ya ocasion de observaciones ni de rectificar nada.

Renunciamos á describir la escena que tuvo lagar entre Diego y el gefe en aquel momento en que el primero, ciego completamente, no veia mas que al empleado de la policía, causa para él de su desgracia; á su anciana madre muriendo de dolor y sola en el mundo, y á Clara, como puede imaginarse un hombre en semejantes situaciones á la muger que adora.

Diego salió por fin al patio, donde fué atado al estremo de la cuerda que sujetaba ya á los otros presos.

—¡Decid por compasion, por la justicia, por mi madre, por mi desdichada madre, que yo no estaba con vosotros! esclamó dirigiéndose á los demás atados á la cuerda.

—Realmente, este jóven no estaba con nosotros dijo uno.

—¡No estaba, no! esclamaron todos.

Pero el gefe habia ya salido del patio y no era tiempo, como dijo antes, de hacer rectificaciones, ni mucho menos de trabajar en el espediente por un hombre mas ó menos metido en la causa, ya concluida.

En el puerto esperaba anclada la fragata de guerra Perla, en la cual habian de ser conducidos los desterrados á su destino.

Por una puerta que tiene al Norte la ciudadela, salieron y fueron llevados á la fragata.

Al poner los piés en ella, y así que el capitan se hubo hecho cargo de los pasajeros que por cuenta del gobierno habia de llevar, Diego se adelantó á hablarle quitándose la gorra, pero sin bajeza.

El capitan, así que los presos corrieron bajo su responsabilidad, mandó desatarlos en seguida.

—Mi capitan.

—¿Qué se ofrece?

—Quisiera pedir á V. un favor, que agradeceria mas que la propia vida.

—Sin gratitud. Diga V., contestó el capitan con esa franqueza del marino.

—Que fuera un recado á la casa número dos de la calle del Mill, á decir á mi madre María Rocafort, que yo parto á Filipinas... que pronto volveré... que no desmaye... en fin, un recado que la consuele...

Diego apenas podia hablar, y si un hombre pudiera por su causa sufrir al estremo que él sufria en aquel momento, este hombre hubiera sido el capitan á quien hablaba.

—Y que le den... este reloj, concluyó.

Y quitándoselo, entrególo al capitan, que le respondió enternecido:

—Descuide V., jóven; voy á mandar el recado al momento, pues todavía falta mas de una hora para zarpar.

—Gracias, y el cielo le bendiga, mi capitan.

—Él te proteja y consuele á tu madre, concluyó el capitan apeando el tratamiento á Diego de un modo y con tono bien distinto que lo hiciera en aquella otra ocasion el comisario de policía.

Diego se separó, yendo á reunirse con sus compañeros, tristes y apesadumbrados tambien.

El capitan mandó en seguida el recado, que llegó despues del que habia enviado la policía.

La policía tuvo esta atencion. Lo cortés no quita lo valiente, y así que los presos fueron á la fragata, mandó decir á la madre de Diego que su hijo habia sido embarcado para Filipinas y que perdiese todo cuidado.

Nos repugna describir ciertas escenas, y creemos que el lector nos agradecerá el que prescindamos de las que se sucedieron en la casa de Diego con ambos recados, dejándolas á su consideracion.

Eran ya las tres de la tarde y Clara y su madre se disponian á salir de su casa.

Clara estaba visiblemente mal humorada, y en sus ojos se descubrian las huellas de un reciente llanto.

Sus movimientos no tenian la agilidad de la mañana, sino que, por el contrario, eran pesados y perezosos, y su voz opaca y como sofocada por un grave peso en el alma, era tambien muy distinta en las cortas y precisas palabras que pronunciaba.

Nicolás se presentó en aquel momento.

Como de costumbre, aunque disimuladísimamente, miró lo primero á Clara, cuyo disgusto no se le escapó.

Nicolás no era torpe y al fin la amaba.

—¿Qué tiene Clara? preguntó á su madre.

—¿Qué ha de tener? que es á veces lo mas caprichoso que se ha visto.

—¿Pues?

—Nada, que quiere ir, como la pasada fiesta, á la fuente, que está muy lejos para mí, y que yo no quiero cansarme tanto.

—Lo mismo dá á una parte que á otra, todo es pasear, y en verdad, el paseo del otro dia fué demasiado largo para V.

—Como que llegué reventada á casa, añadió la señora Magdalena.

Clara, á todo esto, concluia de arreglarse dentro de la alcoba, donde se metió así que entró Nicolás, sin pronunciar una palabra.

—¿Sabe V. qué es lo que yo creo que tiene? dijo la vieja á media voz llevando á Nicolás al balcon; pues es que seguramente Diego irá allá, y esto basta para que yo no quiera que vaya, concluyó con un tono de autoridad maternal, que no carecia de cierta benévola intencion en favor de Nicolás.

Salieron finalmente y llegaron á la calle, donde encontraron á Roberto, al doblar la esquina.

La presencia de éste acabó de trastornar á Clara.

De buena gana se hubiese fingido enferma, para quedarse en casa, si, no formando la escepcion de la regla general en las mugeres, hubiera sabido fingir, ó de otro modo, resistir á la voluntad de su madre.

Roberto se puso á su lado, y Clara, aunque lo intentó, no tuvo valor para decirle abiertamente que la dejase.

—¿Y hácia dónde vamos? preguntó volviéndose á su madre.

—A cualquier parte, contestó ésta mirando á Nicolás.

—Vamos al muelle, si á Vds les parece, observó éste.

—Vamos pues al muelle, determinó la señora Magdalena, que no aguardaba mas que la insinuacion de su protegido.

Roberto, al oir que se dirigian al muelle, dejó conocer en su rostro una vislumbre de satánica alegría, y en sus labios se deslizó una tan ligera como maligna sonrisa.

Mas de una vez el ingrato amigo, el vil delator intentó, mientras iba andando al lado dé la bella Clara, repetir á ésta las insinuaciones que en mas de una ocasion se habia permitido respecto de un amor que repugnaba ya á la amante de Diego; pero la marcada espresion de disgusto que observaba en su fisonomía, lo detuvo cuantas veces la miraba, ávido de su hermosura, y con impulsos de declarar abiertamente sus sentimientos.

Hay hombres que no perdonan nunca la falta de correspondencia en la mugor que adoran, y creyendo que el amor implica el derecho de ser amado, consideran como un agravio y una, ofensa gravísima la no admision de sus pretensiones, sin conocer, en su manera egoista de sentir, que en la muger, lo mismo que en el hombre, existe por naturaleza la libertad del sentimiento.

Así vemos con frecuencia que una afeccion grande de amor se convierte en una pasion de ódio inestinguible, y el corazon que antes era altar sagrado de la muger adorada, es luego foco de agudos dardos contra la muger aborrecida.

Y si, merced á esta debilidad, hija de la humana naturaleza, se observa esta variacion hasta en personas de cultivada inteligencia, ¿qué no sucederá cuando acontece en hombres que no tienen el freno de la educacion y en quienes por otra parte dominan los malos instintos á las buenas inclinaciones.

Ya sabemos que de estos últimos era Roberto.

A la puerta de Mar llegaban cuando el capitan de la Perla dió órden de levar anclas.

Así que empezó esta operacion, se oyeron tres cañonazos, que fueron el saludo de la fragata á los fuertes.

—¿Que es eso? preguntó Clara asustada, despues de haber lanzado un grito.

Su corazon afligido, estaba por esta razon doblemente dispuesto al sobresalto, y las detonaciones le hicieron un efecto terrible.

—Nada, es un buque de guerra que sale del puerto, observó sin detenerse un hombre que pasaba.

—Lleguémonos á verlo salir, dijo Nicolás.

—Sí, sí, vamos; añadió la señora Magdalena apresurando el paso.

Clara se adelantó tambien obligada por su madre.

Roberto volvió á sonreirse.

Al estremo del muelle y asomados á la muralla habia gran número de personas contemplando la salida de la fragata.

Nuestros personages llegaron y Nicolás dijo á unos jóvenes amigos que allí vió:

—A ver un poco de sitio para estas señoras.

Los jóvenes artesanos dejaron un lado, y todos so colocaron en disposicion de poder observar el buque.

El viento era fresco y la Perla salia del puerto de Barcelona desplegado todo el velámen, flotando las banderas y serpeando en el tope del palo mayor el prolongado gallardete como una culebra de colores.

—¡Qué magnífico buque! esclamó uno; ¡y qué hermosa magestad tiene la salida del puerto de una fragata de guerra!

—Sí, efectivamente, observo otro; pero es cuando esa fragata no lleva veinte ó treinta desterrados á Filipinas.

—¡Cómo! esclamaron á un tiempo varios de los que allí habia.

—¡Qué! ¿no lo sabiais? pues ahí van los infelices. Se metieron en una conspiracion que la policía descubrió y allá los llevan ahora. A ver si nadie de los de su partido les indemnizará de los perjuicios que irrogarán á sus familias, concluyó con cierto tono de hombre desengañado de partidos.

—Se lo pagará un dia la patria, observó un jóven de cuyos ojos brotaban lágrimas.

—¿Tiene V. algun pariente entre ellos? preguntó Clara mirando al jóven.

—No, señora; pero no necesita uno ser pariente para sentir la desgracia de los demás, observó el jóven conociendo que la pregunta de Clara era movida por el sentimiento que en él habia descubierto; en el mundo todos somos hermanos.

—¿Y cuántos van? preguntó con curiosidad la señora Magdalena.

—Veinte y tantos, segun me han dicho.

—Y entre ellos un amigo mio, dijo entonces Roberto.

—¿Un amigo vuestro? preguntó la señora Magdalena.

—Y conocido de todos.

—¿Quién? dijeron los tres á la vez.

—Diego Rocafort..

—¡Ay! gritó Clara.

—¡Diego! esclamaron Nicolás y la señora Magdalena.

Clara cayó sin sentido, en los brazos de su madre.

Roberto saboreó todo el placer de la mas vil de las venganzas.

La fragata Perla, impelida por el viento, siguió hendiendo las olas hasta perderse en el horizonte.

CAPÍTULO IV.
LA fragata Perla

EL capitan de la Perla, comprendió la clase, de gente que á bordo llevaba, así que vió de cerca los revolucionarios, y, con mejor tacto en el buque que el gobierno en Cataluña, se atrajo en breve con su conducta las simpatías de todos.

Su talento supo hacer la debida distincion entre una y otra clase de delitos, y conociendo que el caballerismo y los sentimientos de humanidad no estaban reñidos con el cumplimiento de su deber, dió á los deportados toda la libertad que en el buque podia permitirse, inclusa la de reunion y discusion.

Los deportados pertenecian á la clase media en su mayor parte y los demás á la artesana de Barcelona.

En el espacio limpio y despejado que formaba el alcázar de popa, sentados algunos en el banco de madera barnizado que habia en todo el alrededor, otros en taburetes de tijera, que mandó poner el capitan, se reunieron todos, así que éste les indicó con esa franqueza hermosísima del marino, la libertad que les concedia confiado en la cordura que de ellos esperaba.

Es evidente que la desgracia de muchos trae cierto consuelo al alma, en la mayor parte de los casos; y el que inventó el sabido refran de mal de muchos consuelo de tontos, conocia bien poco de ese sentimiento natural en el hombre, que repugna siempre la soledad, la cual, si es siempre desagradable en las épocas normales de la vida, es cruel en el infortunio.

Y no es esto que el corazon se alegre del mal que otros sufren consigo, sino que la pena que le oprime se siente como consolada al encontrar una compañera en la pena igual de otro corazon, qué á su lado padezca por la misma causa.

Y esta es una verdad palmaria, que se vé clara, por sus mismos efectos materiales.

Destiérrese á un hombre, y vaya ese hombre solo al destierro; á buen seguro que nunca se verá su rostro libre de la sombra del pesar que siente, ni mucho menos la alegría en sus ojos, fijos siempre en un punto donde su imaginacion localiza, digámoslo así, la imagen de su desdicha; pero únansele dos ó mas compañeros de la misma desgracia, y pasados los primeros momentos, cuando empieza ya el corazon á acostumbrarse á ver el mal frente á frente, se observará que su rostro va serenándose, que empieza á oir sin disgusto palabras de consuelo que no tiene derecho á dirigirle otro que como él no sufra, porque nada hay de efecto mas: contrario en el que padece, que las palabras de consuelo de aquellos que son felices, y se verá que aquel hombre, empezando por admitir consuelos, llega á consolarse, y concluye por consolar a los demás y hasta por desafiar la suerte, inventando medios de reirse de la desgracia.

Esto, pues, pasó exactamente á los deportados á Filipinas en la fragata Perla, así que el buque se encontraba ya en alta mar.

Uno habia sin embargo entre todos, de cuyo rostro no se separaba la sombra del pesar, de cuyos labios no salian sino entrecortadas esclamaciones, en cuyos oidos no penetraban ni las palabras de consuelo, ni los chistes mas de una vez graciosísimos de sus compañeros, y cuyos ojos, como los del infortunado que se vé solo, no se separaban de un punto fijo, en el cual, como antes hemos dicho, ponia su imaginacion para contemplarla constantemente, la triste imagen de su desgracia.

Pero para esta escepcion de la regla, preciso era que hubiese una causa especial, una desgracia distinta de las demás.

Y así era efectivamente. Diego hubiera soportado, hasta sacudido antes que los otros una desgracia como la que á los demás afligia; pero la suya no era sola, eran tres desgracias á la vez, á cual mas terrible; y de tanto peso, no podia tan fácilmente librarse un hombre de los sentimientos de Diego.

Su inocencia, por una parte, que era para él la desgracia menor, el estado de la madre y el amor de Clara.

Quince dias llevaban ya de navegacion y mientras todos los deportados, hechos ya á la vida del mar, y tratando de aprovechar el tiempo de la travesía, algo mejor, gracias á la buena índole del capitan, que el que creian les esperaba en Filipinas, comian y bebian y jugaban y discutian y hasta cantaban, Diego no salia de su estado de ensimismamiento, á pesar de las escitaciones de todos y hasta de las atenciones del capitan; estado que á prolongarse mas, hubiera tenido serias consecuencias para su salud, en otra constitucion menos robusta y basta diremos privilegiada, como era la de Diego.

A los quince dias de feliz navegacion, se encontraban en las aguas del golfo de Guinea.

La mar estaba tranquila, el cielo sereno y despejado, el sol caminaba á su ocaso y sus dorados rayos llenaban de granos de oro y de zafiro las majestuosas ondas del Atlántico.

El capitan se paseaba fumando un largo habano con las manos atrás y de arriba abajo del alcázar de popa, y levantando la cabeza tendió una mirada hácia el Este.

Frunció el entrecejo, bajó la cabeza, miró otra vez al Este y siguió, paseando. Despues de un momento, vió al primer pilluelo que paseaba tambien por sobre cubierta: paróse éste junto á la puerta de la cámara y el capitan le dijo:

—¿Qué le parece á V. de la noche que vamos á tener hoy?

—Buena, mi capitan, respondió el piloto.

—Quiéralo Dios...

—¿Pues? ¿Cree V. lo contrario?

—¿Ve V. aquella nubecilla?

Y el capitan tendió la mano en direccion al Este.

—Sí, señor.

—Pues cuente V. esta noche con el Harmatan.

—No lo creo, mi capitan.

—Dios quiera que me equivoque.

—Mientras tengamos este poniente que vá refrescando un poco, no lo temo.

—Es que el poniente cesará, añadió el capitan.

—En fin, veremos, concluyó el piloto.

Y el capitan siguió paseando.

El Harmatan es un viento del Este ó del Oriente, que tiene, sobre la fuerza con que sopla, la maligna propiedad de agrietar la piel de los hombres y de los animales, haciendo imposible la rapidez y precision de maniobras que requiere un buque en momentos críticos.

A medida que el sol iba ocultándose, el viento de poniente cesaba.

El capitan alzó la vista por tercera vez en direccion al Este.

La nubecilla estaba fija en el mismo punto, sin haber disminuido una línea.

Vino el crepúsculo y con él empezó á soplar el viento frio del Este.

El capitan se sonrió de una manera particular y dijo para sí:

—¡No me engañaba yo!

Con efecto, la prediccion del capitan empezaba á cumplirse contra la opinion del piloto.

El poniente calmó por completo, y el Harmatan empezó á dejarse sentir en ráfagas irregulares y bastante fuertes.

—¿Qué le dije yo á V.? preguntó el capitan al piloto, que procuraba no encontrarse con él, previendo ya esta pregunta.

—Veo que ha tenido V. razon, mi capitan.

—Y no es lo peor que la haya tenido hasta ahora, sino el que seguiré teniéndola, si digo que no vamos á tener tiempo de salir del golfo antes de que arrecie el Harmatan; y si á este se le opone viento de tierra, por poco fuerte que sea, tenemos aquí esta noche una marimorena de doscientos mil diablos.

El piloto miró á la parte de tierra, y no se atrevió á manifestar su opinion, temeroso de contradecir de nuevo la del capitan y volver á quedar chasqueado.

El capitan de la Perla tuvo aquel dia un acierto fatal en sus predicciones.

Apenas acababa de hablar, el viento de tierra empezó á dejarse sentir.

—¿Qué le decia yo á V.? preguntó otra vez el capitan al piloto, que mejor hubiera querido todo un chubasco encima de su alma, que tener que mirar á la cara al capitan.

—Ya lo veo, mi capitan.

—¡Ea!... ¡no dormirse, pues, y al avío!

Y cogiendo el pito se puso en medio del castillo de popa, de pié y como un general que vá á dirigir una gran batalla, á mandar por medio del silbido las maniobras necesarias, á la tripulacion.

Y era realmente, no solo un general, sino algo mas el capitan de la Perla, que con un simple leño, con dos trozos de lona y un puñado de hombres, se disponia á luchar nada menos que con los elementos.

Su frente, sin embargo, estaba serena, su mirada, que recorria toda la inmensidad del horizonte, como preguntando á los elementos cuándo y de qué forma iban á atacarle, relucia con ese brillo que el verdadero valor imprime á los ojos ante el peligro, y se fijaba en la maniobra mandada, clavándose luego con la misma serenidad en las ya encrespadas olas, para observar el movimiento del buque.

La noche habia cerrado, y el cielo fué cubriéndose de nubes.

El Harmatan arreciaba cada vez con mas fuerza; el viento de tierra no calmaba, sino que por el contrario, crecia, y la Perla, entre dos vientos encontrados, necesitaba tan súbitas como repetidas maniobras.

—¡Vivo con doscientos mil de á caballo! gritó el capitan dando una fuerte patada que resonó en el interior de la cámara, viendo que no observaba la rapidez necesaria en lo que habia mandado. ¡Vivo, ó nos quedamos en el golfo!

Pero la justa impaciencia del capitan no imprimia desgraciadamente mayor elasticidad á los miembros de los marineros ateridos de frío, ni disminuia el dolor de sus manos y de su cara, en donde sentian una especie de escozor insufrible.

El Harmatan producia ya sus efectos.

—¡Vivo! volvió á gritar el capitan, despues de haber repetido una y otra vez con el silbato la señal de rapidez en la maniobra.

El piloto se le acercó en el acto que el capitan hacia estremecer la popa, menos con una fuerte patada, que con un terrible voto que resonó en el aire.

Era que una fuerte ráfaga acababa de llevarse la gavia del palo mayor.

—Mi capitan, le dijo el piloto acercándosele.

—¿Qué hay?

—Esto presenta muy mal carís.

—Ya lo sabia yo antes.

—Creo que no salimos del golfo.

—¿Y qué opina V. en este caso?

—Mi opinion es ya estrema, porque viene desencadenada la tempestad.

—Diga V.

—Que yo no la aguardaria... añadió con cierto temor el piloto.

—Pues no la aguarde V. y vaya donde pueda guarecerse de ella, contestó el capitan con un tono de chanza tal que estremeció al piloto.

Éste no replicó, quedándose como petrificado al lado de aquel.

—¡Cuerpo de Cristo! añadió el capitan en seguida, ya comprendo la medida salvadora... tenemos tierra no lejos de aquí, en el fondo del golfo por ejemplo... y embistiendo en la playa podia salvarse la tripulacion, perdiéndose el buque. ¿No es eso?

El piloto no contestó.

—Diga V., ¿no es eso? añadió el capitan obligándole.

—Es que de otra manera se perderá buque y tripulacion... se atrevió á responder el piloto.

—¡Se perderá, voto á bríos! pero no se dirá que, por miedo á la muerte, el capitan de la Perla la haya perdido. Si es que al fin se pierde, será con la vida del capitan.

—Y con la de toda su tripulacion, mi capitan, respondió el piloto, que al fin era un buen marino. Pero si me he atrevido á hacer esta observacion, es porque conozco un poco las aguas en que nos hallamos; y en dos distintas ocasiones, y eso que no era de noche, he visto perderse aquí mismo en un temporal como el que tenemos encima, tres buques que quisieron mantenerse sin embestir en la playa.

—Pues con este habrá V. visto cuatro, si tenemos esa desgracia, respondió resueltamente el capitan; y puede ir comunicando mis intenciones por ahí, pues son irrevocables de todo punto.

Las últimas palabras del capitan tienen su lógica esplicacion en su carácter, que si era amable y hasta tierno, como hemos visto, al entrar los presos en el buque, era de hierro en semejantes momentos y en tratándose sobre todo de sostener el pabellon del cuerpo á que pertenecia; y como en otra ocasion crítica los oficiales con el segundo á la cabeza, quisieron tener un consejo, en el cual se propuso una medida de salvacion semejante, por esto mandó que circulasen sus palabras, dando á entender la inutilidad de consejos sobre este punto, por cuanto esta vez los resistiria como los resistió la otra.

La atmósfera que poco á poco habia ido cargándose de espesas y negras nubes que encapotaban completamente el cielo, empezó á descargarse de la electricidad en ellas comprimida, comenzándose la tormenta con un trueno terrible al que siguió inmediatamente un fuerte chubasco.

—¡Zafa cubierta! gritó el capitan al tiempo que arrojaba léjos de sí el saco de goma que le presentaba un marinero. ¡Vivo!

Y el silbato sonó otra vez mandando las necesarias maniobras.

Los presos y soldados de marina obedecieron al momento la orden, cerráronse las escotillas y las puertas de las cámaras y empezó entonces esa lucha gigantesca, á la que no iguala ninguna otra lucha; la lucha de un buque en medio de la tempestad, defendiéndose de todos los elementos.

El Harmatan cargó con viva fuerza, las olas encrespadas, levantando el buque á las nubes y sumergiéndole luego á inconmensurables abismos, bramaban al par de los encontrados vientos, silbando entre las cuerdas y destrozando sus lonas, y el fragor del trueno lejano se confundia con el estrépito del rayo al caer, iluminando con su vivísima luz aquel cuadro de horror y de espanto.

La Fragata quedó en breve á palo seco.

El timon era ya inútil, y entonces se oyó en el espacio un estampido distinto del que produce la descarga eléctrica de las nubes; era el primer cañonazo de la Perla pidiendo socorro!

¡Inútil tentativa!

Una luz mas viva, que cegó por un momento al capitan y marineros, envolvió un instante no mas todo el buque.

A la luz siguió un trueno desgarrado y horrible.

Al trueno y pocos momentos despues, las lastimeras voces de ¡agua! ¡agua! que salian de bajo de cubierta.

Un rayo habia caído en medio del buque, abriendo un boquete en la misma quilla.

—¡Mi capitan, agua en la bodega! gritó un marinero acercándosele.

—¡La bomba! ¡presto! esclamó el capitan.

¡Pero remedio inútil!

El agua que podia sacar la bomba, era en cantidad sobrado insignificante para la que entraba en el buque.

—¡Abrid las escotillas! esclamó el capitan, conociendo la situacion de la gente allí encerrada.

El buque empezaba ya á hundirse.

El capitan esclamó entonces:

—¡No hay remedio!

Y bajando á la cámara, que estaba ya sin luz, mandó encender una bujía, abrió el cajon de una papelera, sacó una pistola cargada, la amartilló y se sentó en un sofá.

Todo el mundo estaba sobre cubierta, menos el capitan.

La primera operacion de algunos, entre los cuales estaba Diego, fué la de despojarse de la ropa.

Una ola que vino sobre la fragata, inundó la cubierta, llevándose, con el peso del agua, que no encontró bastante salida en los agujeros de los costados, toda la murada del buque.

Al pié de los palos estaban, rodeándolos indistintamente, los oficiales, marineros y los deportados, apiñados á su alrededor y cogidos unos á otros, para tener un sosten contra el ímpetu de otra ola; pero desgraciadamente no les sirvió.

Vino una nueva ola que en su tremenda fuerza rebasó la cubierta desde la proa al palo mayor.

Si el grito humano pudiera oirse en medio de semejante horror y estruendo, se hubiese oido desgarrador como nunca el de los hombres que arrebató la ola del pié de los dos palos.

Entre estos estaba el pobre Diego.

A esta ola siguió otra vez la vivísima y aterradora luz de antes!... Pero los pobres náufragos que quedaban en el buque, no oyeron ya el trueno de este último rayo!

En el mar se oyó una profunda detonacion, y el espacio se iluminó un instante!...

El rayo habia caido en el Santa Bárbara, prendiendo fuego á la pólvora, que, en su esplosion, voló el buque.

El capitan no tuvo ni tiempo de apuntarse la pistola!...

¡La Perla habia desaparecido!

CAPÍTULO V.
El buque negrero.

INMEDIATAMENTE despues del naufragio de la Perla, por uno de esos tan raros como irritantes caprichos de la naturaleza, empezó á calmar la tempestad.

El trueno se fué alejando, dejó de rebramar el viento, las encrespadas olas se aquietaron acariciadas por el rayo de la luna; en una palabra, los elementos dejaron de rugir, como satisfechos despues de haber devorado su presa!

La tormenta pasó.

El cielo presentóse despejado y sereno, y bajo el manto azul del firmamento, lucieron las estrellas como un gran puñado de brillantes arrojados al espacio.

La noche tocaba á su término. La rosada luz de la aurora empezó á colorar las regiones de Oriente, y la naturaleza sonrió por fin contenta y desagraviada!...

El sol no habia salido, y cercano al lugar de la catástrofe, pasaba un buque que venia de Loango y se dirigia á Mallemba.

Todo lo que la noche anterior habia sido horrible y tormentosa, era tranquila y serena la madrugada.

La brisa hinchaba apenas las velas del buque, que se mecia dulcemente en las mansas y perezosas olas.

Habia sufrido tambien en la noche pasada, aunque no lo recio de la tormenta, como la Perla, y la marinería roncaba, descansando de la fatiga en el rancho de proa y el capitan en la litera de su cámara.

La cubierta estaba por consiguiente casi desierta, pues solo habia en la popa el contramaestre sentado en un taburete y siguiendo la pausadísima marcha del buque, con la caña del timon bajo el sobaco y tarareando una cancion marítima.

De repente el contramaestre se levantó.

—¿Qué es esto? dijo para sí; ¡diria que se oyen gritos en el agua!

Aguzó el oido y pudo distinguir claramente la voz de socorro, que se oia como debajo del buque.

—¡Diablo! esclamó asomándose á la baranda de la derecha: no distingo nada.

—¡Socorro! gritó la misma voz, mas cercana y distinta.

El contramaestre saltó á la otra baranda del barco.

—¡Por mi vida! esclamó: ¡es un hombre sobre un pedazo de madera! ¡Y por poco lo coge la quilla por el medio!

Y tomando súbitamente una cuerda que tiró al agua, gritó:

—Coged del cabo!... así!... Ahora tened fuerte!... no lo solteis, que yo lo iré cobrando poco a poco...

Y el contramaestre fué cobrando la cuerda hasta atracar el pedazo de tabla á bordo, operacion que permitió grandemente la pausadísima marcha que llevaba el buque.

Atracada la madera, el contramaestre preguntó:

—¿Resistirán vuestras manos el peso del cuerpo?

El náufrago contestó negativamente, meneando la cabeza con desaliento.

—¿No? Pues entonces pasad la cuerda por debajo de los brazos... Así...

Y hecha esta operacion por el náufrago, el contramaestre gritó.

—Ohoo... ¡iza!...

Y tirando de la cuerda, sin embargo de que era un hombre de mas de cincuenta años, pudo subir casi á pulso el cuerpo del hombre á quien acababa de salvar.

El único que sobrevivió al naufragio de la Perla, estaba ya fuera de peligro.

Era Diego.

—Por vida mia, dijo el contramaestre: ¿de dónde diablos venis?

—¡Oh! ¡gracias! ¡gracias! esclamó Diego, sin poder casi respirar, tiritando de frio, y dejándose caer largo sobre cubierta.

—Qué diablo de gracias... tomad este capote.

Y el contramaestre, acompañando la accion á la palabra, envolvió á Diego en un recio y peludo capote.

Luego echó mano á una especie de alacena que habia junto al timon, y sacando una botella de aguardiente de caña, la destapó, aplicándola á los labios de Diego y diciéndole:

—Ea, bebed un buen trago; esto os reanimará.

Diego abrió la boca y bebió, sintiendo instantáneamente cómo si volviese la vida á su aterido y desmayado cuerpo.

—Cuando llame á la gente y se vean con semejante huesped... dijo el contramaestre sonriendo, mientras dejaba la botella.

Diego oyó estas palabras y se sonrió tambien.

Al cabo de un rato, entre el calor que le habia comunicado el aguardiente y que conservaba el capote, la falta de sueño de tantos dias y la escesiva fatiga del naufragio, se quedó como completa y profundamente dormido.

El contramaestre lo observó y le dejó que descansase, sentándose otra vez y poniéndose á hacer conjeturas sobre el lance.

No pasó Diego en este estado mas de una hora.

El sueño y el descanso completo del cuerpo eran imposibles en quien tenia tan escitada el alma.

Para esto, hubiera sido necesario que Diego fuera recogido casi exánime, y el náufrago de la Perla, si estaba sumamente fatigado, como era natural, distaba mucho de haber perdido ni el sentido, ni aquella fuerza de espíritu que raras veces abandona á las naturalezas privilegiadas en los momentos mas críticos y apurados de la vida.

Ya hemos indicado en otra ocasion que Diego poseia una de esas inestimables constituciones físicas.

Gracias á ella, pudo resistir, asido siempre á la madera, los embates de las olas, y á la tempestad que afortunadamente calmó casi de improviso, despues del naufragio de la fragata.

Diego, además, era escelente nadador, y esto por otro lado habia de dar no poca fuerza de ánimo á un hombre en su caso.

Despertó, pues, ó mejor volvió de su letargo, y el contramaestre le preguntó:

—¿Qué tal? ¿se va cobrando ánimo?

—¡Oh! ¿sois vos quien me ha salvado la vida? preguntó Diego incorporándose.

—No os movais, qué diablo, observó el contramaestre.

—Dejad, replicó Diego sentándose sobre el capote, y procurando cubrirse.

—Vamos, veo que teneis mas fuerza de la que yo me creia; mas para estar así, os falta ropa.

Y de un salto, despues de haber amarrado la caña del timon, se fué á proa, de donde volvió con una camisa y unos calzoncillos, que se puso Diego.

El contramaestre le dió otro trago de ron, y Diego, como era natural y el otro deseaba, le esplicó el naufragio.

Una de las circunstancias á que debió su salvacion, fué la de dar casualmente con un cuerpo duro al que se aferró y era el pedazo de madera en que flotaba luego sobre el agua.

La madera no era otra cosa que un gran trozo de la popa de la fragata, que al volar en pedazos cuando la esplosion del buque, vino á caer junto á Diego.

Despues de referido el naufragio, Diego esplicó tambien el motivo de su viaje.

—Nada, nada, pues, ánimo y nada mas, dijo el contramaestre despues de haber oido con suma atencion el relato de Diego. Todo se arreglará.

El sol habia salido ya, y el contramaestre se puso repentinamente en pié, diciendo:

—¡Diablo! ¡vuestra relacion me habia distraido!

Luego tomando aliento, gritó:

—¡Alza arriba! ¡Amarra petates!

A este grito, y como vomitados por el agujero de la escotilla de proa, saltaron sobre cubierta como unos treinta marineros.

Diego volvió hacia ellos la vista, y entonces fijóse en una circunstancia que su estado no le habia permitido reparar cuando entró á bordo.

Esta circunstancia era la de que el buque llevaba cañones.

—¿Si será otro buque de guerra? se dijo, desalentado de nuevo por esta coincidencia. ¿Pero este buque es de guerra? se atrevió á preguntar al contramaestre.

—No es buque de guerra; pero la hace cuando tiene necesidad.

Tan en ayunas como antes quedóse Diego despues de la respuesta del contramaestre, haciendo entre sí mil conjeturas.

Momentos despues del grito de aquel, abrióse la puerta de la cámara y apareció un nuevo personage sobre cubierta.

Un sombrero charolado y de anchas alas cubria casi la mitad de su bronceado rostro, en cuyas mejillas campeaba una patilla espesa y cerdosa, en medio de la cual se descubria una boca ancha y de delgados labios sobre una barba corta y un poco saliente, señales casi infalibles de dureza de corazon y violencia de carácter, cuando van unidas á un cráneo ancho en la línea que pasa de oreja á oreja, sumamente desarrollado en la parte donde residen los órganos animales, como es la posterior de la cabeza, y pobre y mezquino en la region de la inteligencia, como es la frente.

Tales indicios ocultaba, pues, bajo el sombrero, el nuevo personage que vemos salir pausada y perezosamente de la cámara del buque.

Era el capitan.

Sin dar los buenos dias, llegóse al contramaestre y le preguntó:—¿Qué hay?

—Nada, sino un huésped que ha venido como llovido del cielo, respondió el contramaestre.

Y señaló á Diego, que permanecia sentado sobre el capole.

Luego continuó dirigiéndose al náufrago:

—Si podeis, poneos de pié, que estais delante del capitan.

Diego se puso de pié, ya sin trabajo.

—Pero qué mil demonios es eso que yo no lo entiendo? preguntó con ronca y malhumorada voz el capitan.

El contramaestre le esplicó el caso.

—¡Cómo, voto á mil diablos! ¡Es por ventara mi buque hospicio de gente perdida!

Diego miró asombrado al capitan.

—Corre de mi cuenta, capitan, replicó mansamente el contramaestre, y yo pago todo el gasto que aquí pueda hacer este hombre, durante la travesía.

—¡Claro que lo pagareis! Pero es que no está solo en eso, sino en que luego lodo son espedientes y averiguaciones.

—Se le deja con los bultos antes de llegar... observó el contramaestre.

—Para que luego vaya charlando y comprometiendo, añadió el capitan.

—Perded todo cuidado, capitan, esclamó entonces Diego; no sé dónde me hallo, ni me importa; pero sé que os debo la vida, y mi gratitud sabrá ser muda y ciega á la vez.

El capitan echó una mirada á Diego de piés á cabeza, y metiendo su velluda mano en uno de los bolsillos de un gaban que llevaba, sacó un largo cigarro que puso en los labios, volviéndole la espalda sin decir palabra.

—¡Candela! gritó el contramaestre al ver el tabaco en la boca del capitan.

Súbitamente presentóse un grumete con un cabo de cuerda ardiendo. Tomólo el capitan, encendió su cigarro y devolvió la mecha al grumete, en cuya mano cayó una chispa que le hizo soltar el cabo.

Bajóse para cogerlo, y en el momento le aplicó el capitan tan fuerte puntapié, que grumete y mecha fueron á parar rodando al pié del palo mayor.

—¿Cuántos hay muertos? preguntó seguidamente el capitan al segundo, que se le acercó.

—Seis, capitan.

—¡Voto al diablo!¡á este paso no llegamos ni con la mitad! ¡Al agua!

El segundo se alejó, y á los pocos instantes se pusieron dos marineros de pié sobre la escotilla de proa, abierta, y recibiendo un bulto que les venia de la bodega, llegaron á la murada del buque y lo arrojaron al agua. Volvieron á la escotilla, recibieron otro bulto y lo arrojaron tambien, y así repitieron esta operacion por cinco veces.

Diego contemplaba atónito, sin moverse de su sitio, aquella estraña escena, y sin atreverse á preguntar nada, amilanado en cierto modo por el carácter del capitan.

El segundo volvió al capitan y le preguntó:

—Si os parece haremos la limpieza.

—Bueno, respondió el capitan.

Entonces el segundo gritó:

—¡Negrada á cubierta!

Diego se preguntó:

—¿Qué significa esto?

Y desde su sitio redobló su atencion á cuanto en el buque pasaba.

Dada la voz del segundo, cada uno de los marineros cogió un sable ó un hacha de la especie de arsenal que habia á la popa y junto á la toldilla, y se distribuyeron, arma al hombro, en varios puntos del buque.

Abrióse la escotilla mas inmediata á la popa, y levantada la convexa tabla, aparecieron dos cabezas negras, y tras estas, otras dos y tras dos hasta las de cien pares de negros, que á pares subian á cubierta y sujetos por esposas que les tenian atados por las manos derecha é izquierda respectivamente, marchando así á dos de fondo hasta la proa del buque.

Tras de los cien pares de negros subieron como cincuenta negras, veinticinco parejas en la misma disposicion.

A Diego no le quedaba ya duda de la clase de buque en que se hallaba.

Era un bergantin negrero, y los bultos que poco antes viera arrojar al agua, negros muertos en la pasada noche.

Y ahora aquí necesitamos hacer una justificacion.

El lector que sepa algo de lo que pasa en los buques que á esto tráfico se dedican, y conozca la clase de gente que se emplea en tan infame comercio, habrá estrañado la conducta del contramaestre en su noble accion con Diego, la cual no parece muy en armonía con el carácter y sentimientos nada generosos de que está poseida esta clase especial, verdadera hez y escoria de la marina de todos los paises.

Pero para justificar esta conducta del contramaestre, bastará saber que una vez habia naufragado y á una casualidad parecida debia su salvacion.

Sigamos con nuestro relato.

No se necesitaba tener las ideas sociales que Diego profesaba, y que el lector habrá comprendido ya al principio de nuestra historia, cuando tan franca y sencillamente le ha visto confesar su opinion de republicano ante el gefe de policía, ni tan arraigados como Diego tenia los principios de igualdad y fraternidad, sino que bastaba un corazon medianamente noble para sentirse sublevar la sangre ante el espectáculo que ofrecian los negros al subir á la cubierta del bergantin.

Desnudos y atados, como hemos dicho, iban con la cabeza baja, y cada vez que pasaban por delante de los marineros que con el hacha ó el sable al hombro y los oficiales con recios látigos en el aire formaban el terrible cordon de aquella tristísima procesion, se les veia como las carnes les temblaban, como sus fisonomías se contraian y hasta el pelo hacia cierto movimiento, causa todo del miedo al atroz castigo que se los daba.

El capitan presenciaba esta operacion de pié en medio de la toldilla, fumando un largo tabaco y sin pronunciar otras palabras que las de ¡duro! ¡firme! cuando algun latigazo llegaba á sus oidos.

Estando ya todos los negros en cubierta, empezó la operacion de la limpieza, que consiste en sacar las inmundicias que los negros han dejado en la bodega durante la noche, y luego en fumigaciones de cloro que se dejan dentro por espacio de una hora, cerradas las escotillas y cubiertas además con mantas y pedazos de vela, para desinfectar la bodega.

Hecho esto, el segundo volvió al lado del capitan, y le dijo:

—¿Podemos ranchar?

—Sí, respondió secamente el capitan.

—¡A ranchar! gritó con voz de trueno el segundo.

Ranchar es el acto de dar á los negros la primera comida, que consiste en una especie de gachas espesas, hechas con harina de yuca y agua.

Los negros se ponen en círculos de diez en diez y la racion para cada uno en un plato de lata.

Cada círculo tiene un vigilante, que es un marinero armado de un látigo, el cual está encargado de impedir el que algun goloso vaya á otro plato á comerse la racion del compañero.

El aviso del vigilante en estos casos, es un latigazo tan fuerte por lo comun en las espaldas del negro, que él golpe queda marcado con un cardenal de tres dedos sobre la piel.

Mas de uno de estos crueles latigazos se oyó durante el rancho y mas de una vez se oyó tambien inmediatamente la sabida voz del capitan en estos casos:

¡Duro! ¡firme!

No hay para que decir el efecto que estos golpes y estas voces cansarian en el alma del generoso Diego.

Alguna vez estuvo tentado de dirigir una súplica al capitan; pero se detuvo ante su feroz carácter, que si en otra ocasion hubiera despreciado y hasta humillado seguramente, que para ello era Diego bastante hombre, en la posicion que ocupaba en el buque, era muy arriesgado semejante pensamiento.

Pero cuando Diego se sobresaltó de repente fué al oir dos fuertes latigazos, á los que siguieron unos horribles gritos.

La voz era femenina, y esto fué lo que tan vivamente le impresionó.

—¡Firme! esclamó el capitan como de costumbre.

—¡Quia! no hay firme que valga. Está emperrada como no he visto jamás y primero se la mata que se la obliga, dijo uno de los pilotos acercándose al capitan con el látigo teñido en sangre.

Emperrado se dice en lenguaje negrero cuando un negro no quiere comer.

—¿Y será la misma de ayer? preguntó el capitan.

—Sí, la misma; es la que cazamos junto a la bahía.

Además de los esclavos que compran á los gefes negros, las tripulaciones de los buques negreros hacen cortas escursiones á tierra para cazar á alguno.

—Traedla acá y dadme el látigo. Venga tambien el plato, dijo el capitan remangándose la boca manga.

Su órden fué obedecida, y llevada inmediatamente á su presencia la negra emperrada.

El aspecto de aquel ser humano tan horriblemente maltratado, conmovió á Diego hasta hacerle asomar las lágrimas, que contuvo con toda su fuerza de voluntad.

—¡Ea, come! le dijo el capitan señalando con la mano izquierda el plato de la racion, que estaba en el suelo delante de la negra, y levantando el látigo con la derecha.

Esta meneó la cabeza en señal negativa.

Inmediatamente el látigo silbó en el aire dejando oir un golpe seco en las espaldas de aquella muger.

La infeliz dió un grito horrible.

Diego no podia resistir mas.

—¡Come! repuso el capitan saltándole los encendidos ojos de las órbitas.

La negra volvió á menear la cabeza.

Otro latigazo tan fuerte como el primero, porque mas era imposible, hirió de nuevo á la infeliz, que dió otro grito desgarrador.

Diego adelantó, sin advertirlo él mismo, un paso hácia el capitan.

Afortunadamente éste no lo reparó.

—Pero ¿por qué diablos no quiere comer esta mala pécora? preguntó el capitan.

—Qué sé yo, porque no le da la gana, respondió el piloto.

—A ver, que venga ese que los entiende.

El piloto llamó á uno de sus compañeros medio intérprete, pues conocia bastantes de las lenguas que en los reinos de Africa se hablan, y el capitan le dijo:

—A ver si sacais del cuerpo á esa perra el por qué no quiere comer.

El piloto le dirigió la pregunta, y la negra respondió:

—¿Qué dice? esclamó el capitan.

—Dice que es porque se quiere morir.

—Si no la mato yo antes. ¡Pues está buena! dijo entonces el capitan.

Luego añadió:

—Preguntadle á ver por qué se quiere morir.

Se hizo la pregunta á la negra, y ésta rompió entonces en un fuerte llanto, levantando las manos al cielo y llevándolas luego ambas al corazon.

Era evidente que la pobre tenia un gran sentimiento.

Y si el sentimiento, cuando es verdaderamente grande, alcanza á dibujarse hasta en la cara de los animales, ¡cuánto mas en la de un ser racional, siquiera no tenga éste el las mas veces mentiroso barniz de la civilizacion!

A Diego le inspiraba un doble interés la desgraciada figura de aquella negra con tan marcados ademanes de verdadero pesar.

—Vamos á ver, ¿por qué se quiere morir? repuso el capitan.

El intérprete hizo la pregunta.

La negra prorumpió en un llanto copioso, articulando palabras que salian de sus labios entrecortadas por los sollozos.

Al mismo intérprete le fué difícil entenderla, tal era la agitacion y fatiga con que hablaba.

—¿Qué mil demonios habla? Preguntó el capitan al intérprete.

—Dice, respondió éste, que cuando la cazaron, habia dejado sus hijos pequeñuelos encerrados en una cueva, para que las fieras no los devorasen durante su ausencia; que nadie sabe donde están sino ella, y que no pudiendo sus hijos salir por sí, morirán irremisiblemente de hambre, y por eso quiere ella morir tambien.

—¡Pues es capricho! observó con fiera y satánica sonrisa el capitan.

A Diego se le heló la sangre en el corazon.

El contramaestre y el intérprete dejaron conocer en su fisonomía un sentimiento de compasion hácia los horribles dolores de aquella desgraciada madre.

—Con que, tú has determinado no comer, ¿verdad? dijo el capitan á la negra con un acento parecido al que usan los arrieros bárbaros, cuando hablan á sus bestias antes de castigarlas; pues yo he resuelto que comas; porque de lo contrario, me vas á perjudicar de cuatrocientos pesos que valdrás en llegando á la Habana; pero si al fin te empeñas en morir, no será de hambre, como pretendes, sino de una soba que concluya con tanto dengue.

Las personas allí presentes, oian ya con cierta repugnancia las palabras del capitan.

No hay para que decir el efecto que causarian en el destrozado corazon de Diego.

La negra las oyó porque tenia oidos, pero sin comprenderlas, y así, ni siquiera hizo el menor movimiento, teniendo su figura, en su inmovilidad, un cierto aire como de sublime resignacion que inclinaba mas y mas hácia ella los sentimientos de compasion que habia despertado ya en los que la miraban.

—¡Con que al avio! esclamó el capitan señalando el plato á la negra con una mano y levantando con la otra el formidable vergajo.

El contramaestre, el piloto y Diego tuvieron á la vez el impulso de detener al capitan.

Los dos primeros, sin embargo, se contuvieron.

Diego no pudo contenerse y esclamó poniendo la mano delante:

—¡Por Dios, capitan, un poco de compasion!...

El capitan, apenas vió la mano de Diego junto á su brazo, levantó la suya, descargándola instantáneamente en el rostro del jóven con una fuerte bofetada.

De repente el rostro de Diego encendióse como la grana, sus ojos, inyectados de sangre, lanzaron como dos chispas de fuego; dió un paso hácia el capitan, pero sus piernas flaquearon; su cabeza vaciló, su cara perdió el color vivo del fuego, apareciendo lívida y amarilla, y cayó como un cuerpo muerto sobre cubierta.

El sentimiento de la ira, el de la venganza y el de la vergüenza á un tiempo produjeron seguida y momentáneamente sus efectos á tan alto grado, que Diego no pudo resistirlos.

—¡Allí teneis! esclamó en seguida el capitan dirigiéndose al contramaestre; sed generoso otra vez, salvando á gente que venga luego á poneros leyes á bordo y á rebelarse contra el capitan.

—Es que este pobre no ha querido eso, capitan, dijo, lo menos fuerte que pudo el contramaestre, disimulando el efecto que le habia hecho la accion del capitan.

El contramaestre, habia salvado la vida á Diego, éste era su protegido á bordo, y ya sabemos que los agravios inferidos á las personas que uno protege y ampara se toman como hechos á uno mismo.

Esto sucede en todos los hombres y sin distincion de clases en la sociedad.

—Capitan, dejadme esta negra por mi cuenta, dijo el piloto intentando arrancarla de sus garras.

—Tomadla, respondió el capitan, y tirando el látigo, se bajó á la cámara.

En seguida el contramaestre hizo seña á un marinero que se le acercó, y entre los dos cogieron á Diego, que estaba sin sentido, no precisamente del golpe, sino del acceso, como hemos dicho, de su natural furor y vergüenza, y lo llevaron poniéndolo en la litera del primero.

CAPÍTULO VI
El abordaje.

LAS acciones generosas y nobles, cuanto mas raras son en una persona y mas contrastan con su carácter, mayor satisfaccion producen en su alma por la razon misma de que es nuevo y nunca sentido el placer que aquellas traen siempre consigo.

Lo difícil es, pues, en ciertos hombres entregados á una vida agena á todo sentimiento delicado, como la del contramaestre del negrero, el que espontáneamente y arrastrados sin sentirlo por ciertas circunstancias, hagan la primera accion generosa, que una vez está practicada, el placer de sí misma les induce á seguir sus consecuencias, y repitiéndose en el sér á quien favorece, ella sola basta en muchas ocasiones á regenerar, poniéndole en la senda del bien, al corazon poco antes perdido en el camino del crímen y la maldad.

El contramaestre del negrero, que no se contentó con salvar la vida á Diego, recogiéndole, sino que le cuidó luego y le cedió poco despues su misma cama, claro es que no habia de pararse aquí.

Hizo lo primero, esperimentó inmediatamente la consiguiente satisfaccion del bien que habia hecho, y así prosiguió en su obra, que no abandonaria hasta concluirla.

Otro fenómeno se observa en casos semejantes, y es que unido á la satisfaccion del bien que hace, siente el corazon despertarse el cariño hácia la persona á, quien favorece; y nunca los dilatados beneficios, que empiezan á veces sin reconocer causa alguna, particular de afecto, concluyen sin un cariño por parte de quien los hace hácia la persona que los recibe.

El contramaestre siguió cuidando á Diego y redoblando con él sus atenciones y no tardó, aunque sin pararse en ello, en sentir este fenómeno.

Diego tenia ya á bordo una persona que por él se interesaba.

Uno de los marineros, jóven, educado y criado, puede decirse, en aquella infame vida, era hijo del contramaestre.

Se llamaba Mauricio Ponce, nacido en la Habana.

El nombre del padre era Tomás.

Inducido por éste, Mauricio cuidaba tambien á Diego, aunque de una manera muy distinta.

Se conocia que en el hijo no obraban sino las indicaciones del padre.

Esto se comprende tambien fácilmente.

El hijo no habia salvado la vida á Diego. En el caso del padre, quizás hubiese hecho lo mismo y seguido como el padre seguia, así como éste era probable que no manifestase mayor interés que el que en el hijo se observaba, si solo por indicaciones de éste obrase en el cuidado que Diego exigia.

La gratitud de Diego era inmensa, sin embargo, para el padre y el hijo indistintamente.

Al cabo de un dia sintióse ya Diego casi bueno.

A los dos dias subió fuerte y del todo restablecido á cubierta.

—¿Qué tal? preguntóle en tono jovial el contramaestre.

—Del cuerpo, perfectamente... respondió Diego con cierta reticencia.

—Pues entonces todo está bien.

—¡Ah, no! ¡me duele el alma!...

—¿Que os duele el alma?...

—¡Sí! ¡siento en ella el dolor de una bofetada que no se conoce ya en el rostro, pero que está grabada en el corazon!... continuó Diego en tono bajo y reconcentrado.

—¡No la olvida! dijo para sí el contramaestre.

Luego, levantando mas la voz, aconsejó á Diego:

—Pues esa bofetada no debe recordarse aquí.

—Tendré cuidado de no olvidar el sitio en que me hallo, y lo que á vos os debo; pero creed que á no ser por esto último, no sé si tendria fuerza suficiente para hacer lo primero.

—Ea, pues, hacedlo así, que tiempo le queda á un hombre para todo... observó el contramaestre con cierta intencion. Ahora, prosiguió, alejaos á proa, porque el sol vá á salir, voy á dar la voz de arriba, y el lobo marino saldrá inmediatamente de la madriguera. Es mejor que no os veais, si puede ser, durante todo el tiempo que falla de viaje.

Diego se fué á proa, y el contramaestre dió la sabida voz de

—¡Alza arriba! ¡amarra petates!

A la voz del contramaestre, sucedió inmediatamente lo mismo que vimos al amanecer del primer dia que entramos en el buque; pero poco despues hubo un incidente de un género que no sucedia todos los dias.

Apenas subió á cubierta el capitan, se oyó una voz como bajada del cielo que gritó:

—¡Vela!

A este grito toda la tripulacion levantó la cabeza, dirigiendo su escrutadora vista á todos los puntos del horizonte.

La voz venia del gaviero que habia subido á la atalaya, y estaba sentado en las crucetas del juanete.

—¿Por dónde? preguntó el capitan levantando la cabeza y mirando al marinero.

—Por la aleta de sotavento, le respondió el vigia.

Id mediatamente el capitan fijó sus ojos en cuatro puntos distintos: en el que le habian indicado que era donde se encontraba el buque que acababan de cantar; en el compás náutico que cubria la bitácora; en el cataviento para conocer, á favor de sus ligeras plumas, de donde soplaba la brisa, y en el aparejo que estaba ya largo para recibir su accion.

Esta inspeccion la efectuó el capitan con una rapidez estraordinaria, é inmediatamente ordenó á su segundo el tomar la posicion mas favorable á la marcha del negrero, coordinándola con la recíproca situacion de ambos buques.

El segundo, cogiendo la negra y lustrosa bocina, gritó:

—¡Arrima á las brazas!... ¡Braza mayor y gavia por babor!... ¡Trinquete por estribor!...

En tanto el capitan gritó al timonel, que no era ya el contramaestre:

—Orza, timonel, todo lo que el viento dé, y aprovechar.

Por las maniobras mandadas, conocerá al momento cualquier marino que el negrero llevaba el viento por babor, y el buque del cual, por primera providencia, intentaba ponerse á la mayor distancia posible, se hallaba por la aleta de estribor.

Practicadas estas maniobras, el capitan cogió el anteojo y sabiéndose al juanete mayor, aplicó el estremo del tubo á su ojo derecho, poniéndolo sobre el punto blanco del horizonte, que era el buque avistado.

Una palidez mortal cubrió repentinamente su rostro.

Siguió mirando un rato, y así que estuvo satisfecho de sus observaciones, bajó al puente.

El segundo, que habia mirado tambien al buque con su anteojo, al tiempo que el capitan se le acercó, díjole en voz baja al oido:

—¡Es un crucero inglés!

—¡Ojalá! lo preferiria... pero no lo es, respondió con la misma voz el capitan.

—¿Pues?... preguntó el segundo.

—¡Es el pirata!

—¡El pirata!

—¡Él mismo, voto á Cristo!

La fisonomía del segundo, pálida ya, se puso lívida.

La impresion que la observacion del buque avistado produjo en el capitan y en el segundo, se pintó demasiado en su rostro para que pasase desapercibida á la tripulacion.

Todos supieron en breve que era un buque de guerra el que acababa de avistarse, y sabida la constante y tenaz persecucion que estos buques, principalmente los ingleses, hacen á los que se dedican al inhumano é infame comercio de esclavos.

El miedo de la tripulacion era principalmente el de perder el producto del viaje, pues además del sueldo de cada uno, tienen, segun la categoria, los tripulantes de los buques negreros, un tanto por bulto que desembarcan, esto es, por cada negro.

—¡Zafa cubierta! gritó con voz fuerte el capitan.

A esta órden, el contramaestre, ayudado de algunos marineros, hizo bajar al sollado los negros que tomaban el fresco sobre el puente, desembarazando el espacio para poder maniobrar con mas soltura.

Seguidamente se colocó sobre la toldilla una aguja azumital, y el segundo se puso á su lado para demarcar al pirata contínuamente.

La toldilla es en los buques negreros, una especie de fuerte que forma la popa, en donde están las armas como sables, hachas, puñales, etc., y en el cual se pone el capitan, el segundo y otros marineros, para desde aquel punto que domina toda la cubierta, combatir una sublevacion en los negros, que pudiera acontecer cuando los suben para hacer la limpieza de la bodega, tomar el fresco y demás operaciones que requieren la negrada sobre cubierta.

El capitan en tanto no dejaba de poner el anteojo al terrible barco.

La angustia y la impaciencia que reinaban en su corazon, se dejaban conocer en todas sus acciones, y de vez en cuando salian de sus lábios, contraidos por la rabia y el corage, juramentos horribles que hacian estremecer las tablas que bajo sus piés tenia.

—¿Nos entra? preguntó al segundo, que no abandonaba el compás de demarcar.

—Desde que lo demarcamos, no ha entrado cuatro grados, respondió con acento convulsivo el segundo.

—¡Ira de Dios! esclamó el capitan cerrando los puños y haciendo rechinar los dientes.

Y sus ojos brillaron como los de un tigre.

Luego, tirando con furia el tabaco que mordia, cogió la bocina, y desde la toldilla gritó:

—¡Juegue la bomba de incendio, y mójense las velas!

Y en seguida volviéndose al timonel, le hizo la siguiente amorosa advertencia:

—Si me das una guiñada de tan solo un grado, te rompo la bocina en la cabeza.

Dejó luego la bocina, tomó el anteojo, miró otra vez al punto en que el pirata se hallaba y volvió á preguntar al segundo:

—¿Nos entra?

—Desde que mojamos las velas, me parece que lo aguantamos, respondió el segundo respirando un poco.

El capitan respiró tambien, como lo haria un rinoceronte fatigado.

Como anteriormente la espresion de angustia, se comunicó despues á la tripulacion el rayo de esperanza que se reflejó en el rostro del capitan.

—Parece que lograremos escaparle, dijo un marinero al contramaestre.

—Quiéralo Dios; pero se me figura, si no es crucero como yo creo, aunque mi anteojo ya no es muy bueno, que al fin nos topa.

Diego á todo esto estaba sin saber lo que le pasaba y sin atreverse á alegrarse ni á, temor por lo que al buque negrero podia sucederle.

Al fin le habia salvado la vida.

¡Pero al propio tiempo habia arrebatado la libertad á los infelices negros que conducia!

La pequeña esperanza que el capitan y la tripulacion habian concebido, duró bien pocos momentos.

La angustia y el temor vinieron pronto á oscurecerla con sus negros colores.

Mojadas las velas, el negrero llevaba una marcha mas rápida y podia por consiguiente escapar con mayor facilidad.

Pero el atento vigia, que estaba colocado en lo mas alto de la arboladura, no tardó en hacer oir su voz, diciendo que el pirata mojaba tambien sus velas.

—¡Qué no cese de jugar la bomba! gritó inmediatamente el capitan despues de las palabras del vigia.

Pasóse un instante en el mas profundo silencio.

Las impacientes miradas de todos los marineros, se dirigian con rabia al punto en que estaba el pirata, que cada momento se distinguia mas claro.

El contramaestre miró desde la proa con su anteojo y esclamó:

—¡Él es! ¡maldito! ¡Es inútil todo cuanto se haga! se nos viene encima de seguro. Lleva el condenado velas latinas que toman doble cantidad de viento que nosotros en un buque casi igual, y hace por lo mismo doble via que el nuestro.

—El pirata nos come, esclamó al fin el segundo, volviéndose al capitan.

—¡Cuerpo de Cristo! esclamó el capitan: podrá ser, pero le ha de costar el llegar á mascarnos.

Y tomando la bocina, gritó:

—¡Negrada á popa!

A esta órden dada, á fin de que el buque mas empopado andase mejor, los negros fueron llevados á popa.

—Ni por esas, dijo entre dientes el contramaestre, ejecutando la órden del capitan.

Luego la madera de respeto y un gran bote que embarazaban el puente, fueron arrojados al mar á fin de aligerar un tanto el cargo y desembarazar la cubierta.

Las cuñas de los palos, á otra órden del capitan, y los acolladores que sujetan los obenques, fueron un si es no es aflojados, á fin de dar mas juego á la arboladura, así como fueron sacados de quicio los piés de carnero y algunos baos y serradas todas las obras muertas.

¡Pero inútiles esfuerzos!

El pirata, en cada maniobra que el traficante de esclavos hace, le alcanza progresivamente.

—¡No hay remedio! ¡se nos viene, encima! esclamó el segundo.

No bien acabadas de pronunciar estas palabras, el ruido de una bala de cañon disparada por las minas de proa del pirata, hizo fijar los ojos de toda la tripulacion en el pico de su mesana y todos distinguieron el fatídico color de su negro pabellon.

—¡El pirata! esclamaron á la vez todos los marineros.

—¡Pica la bomba, voto á Cristo, y moja velas! esclamó desesperadamente el capitan.

Pero los marineros empiezan á perder su valor al ver la ventajosa y decidida marcha de su perseguidor.

—¡Negrada á babor y á estribor! grita otra vez el capitan, para ayudar con el balance, mudando el peso de un lado á otro en el interior del buque, á la marcha de éste.

Mientras se ejecutaba esta órden, otro cañonazo se oyó disparado por el pirata, y la peladilla pasó silbando por entre los palos del negrero.

—¡Braza mayor y gavia por babor! ¡Trinquete y velacho por estribor!...

Ejecutóse esta miniobra, y el capitan, que no descansaba de un punto á otro de la popa, gritó otra vez:

—¡Orza, timonel!

E inmediatamente de este grito, el negrero hizo una evolucion rápida é inesperada, virando de bordo y poniendo la proa al pirata.

—¡Qué haces, condenado! esclamó el capitan descargando con la bocina un fuerte golpe sobre la cabeza del timonel.

El timonel, sin embargo, era inocente.

El negrero, como antes hemos indicado, habia corrido un fuerte temporal hacia dos noches, y el timon consentido, que se sostenia por milagro sin que nadie lo advirtiera, habia perdido una de las maderas.

—¡Presto, el timon de fortuna! Esclamó el capitán, advirtiendo la avería.

Inútil remedio tambien.

El pirata estaba encima del negrero.

El capitan y toda la tripulacion estrañaron que á la distancia en que el enemigo se encontrase, no disparara siquiera un cañonazo.

Aquel y el segundo cogieron á la vez el anteojo, y observaron las operaciones del pirata.

—¡La gente se arma y prepara los ganchos! ¡es que se viene al abordaje!

—¡Hé ahí porque no tira! esclamó el capitan, ¡el condenado no quiere destruir la presa para cojerla entera!

Y volviéndose á su tripulacion, gritó:

—¡Muchachos: el buque que veis es el pirata! Se viene sobre nosotros al abordaje. La gente que lleva es poco mas ó menos igual en número á la nuestra. ¿Nos rendiremos? ¿dejaremos que con sus manos limpias se lleve lo que tanto nos cuesta, y nos maltrate luego, echándonos despues impunemente á pique?

—¡No! ¡no! gritaron á un tiempo los marineros todos.

—¡Ea, pues! gritó entonces el capitan, ¡al arsenal y brio y corage!

Todos los marineros se fueron al punto que hemos indicado y junto á la toldilla, armándose de hachas, puñales, sables y pistolas.

A todo esto, Diego, aunque no habló palabra, no permaneció indiferente á la situacion del buque.

Llegado el caso de su defensa, de todas maneras hubiese ayudado á ella, aun cuando fuera contra un buque inglés, mucho mas siendo contra un pirata, contra un ladron de mar, tan criminal, lo menos para él, como el negrero.

Tomó, pues, una hacha, que procuró escojer, y se puso de pié en mitad del puente con el hacha al brazo y una especie de tranquilidad y calma que hubiera espantado á quien le hubiese contemplado en un tan cercano como terrible peligro.

La calma y la figura de Diego, arma al brazo, como decimos, de pié é inmóvil en mitad del puente, contrastaba de una manera particular con la ansiedad y contínuo movimiento de los demás de la tripulacion.

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El pirata estaba ya cerca, distinguiéndose sus hombres y hasta sus feroces fisonomías en la murada, armados y con las cuerdas y los ganchos dispuestos para arrojarlos á bordo del negrero.

Con un tino admirable el timonel del pirata puso la proa al negrero como si intentase ponerle la punta del bauprés en el costado de estribor, y cuando el estremo del palo parecia que estaba próximo á rozar al negrero, desvió tan hábilmente y con tanto pulso, que los dos buques se hallaron casi rozando y perfectamente paralelos en el agua.

—¡Hurra! gritó con voz estentórea el capitan pirata.

Instantáneamente los ganchos fueron arrojados á bordo del negrero, lanzándose sobre él y hacha en mano los piratas.

—¡A ellos! muchachos, gritó seguidamente el capitan negrero.

La tripulacion del negrero, á la banda de estribor, recibió el primer empuje parando y devolviendo hachazos que los piratas menudeaban con una rapidez estraordinaria.

Diego, inmóvil é impasible en su sitio, dominaba la horrible y sangrienta escena, pasando rápidamente sus ojos centelleantes de popa á proa, porque la línea del combate era la de lo largo de los buques.

A su frente, esto es, delante del puente mismo, fué donde los piratas comenzaron á adquirir ventajas logrando derribar á cuatro ó cinco marineros.

Entonces levantó Diego el hacha, lanzándose sobre el punto que flaqueaba.

Al mezclarse Diego en el zafarrancho, acababa de caer de un fuerte hachazo en mitad del cráneo, el hijo del contramaestre.

Éste, que estaba en la proa, lo vió, y dando como un ahullido desgarrador, saltó al punto donde acababa de caer su hijo; pero antes de llegar él, habia rodado ya la cabeza de su matador al primer golpe de Diego.

—¡Oh! ¡bien! ¡gracias! esclamó el contramaestre abrazándole por la espalda.

Diego, al sentirse así cogido, hizo un fuerte sacudimiento que hizo tambalear al contramaestre, y volviendo la cabeza, esclamó:

—¡Dejadme! no es esta ocasion de abrazarse.

Y volviendo á adelantar sin perder ni un átomo de serenidad, empezó á repartir hachazos á diestro y á siniestro, restableciendo el ánimo, ya perdido en aquel punto.

Tendió otra vez su mirada mas aterradora, cuanto mas serena, y vió que la popa, en donde estaba el capitan del negrero, flaqueaba tambien.

De un salto se puso al lado del capitan, que, medio caido de espaldas, veia la formidable hacha de su contrario próxima á caer sobre su cabeza.

Pero de pronto hacha y mano que la empuñaba, saltaron en el aire á un fuerte golpe que partió de la espalda del capitan negrero.

Éste volvió la cabeza y vió á Diego que descargaba ya otro golpe gritando:

—¡Animo que ya son nuestros!

El capitan se rehizo completamente, y la voz de ya son nuestros lanzada desde popa, infundió nuevo valor á toda la tripulacion.

Diego entonces ya no paró.

Saltando de popa al puente, del puente á proa, y multiplicándose en todas partes, y en todas partes sembrando la muerte y el espanto, parecia el ángel esterminador que el cielo hubiese enviado de repente contra el pirata.

La victoria al fin se decidió por el negrero.

CAPÍTULO VII
En que acaba de probarse la perversidad del capitán negrero.

PERDIDA ya toda esperanza, los pocos piratas que quedaban sanos y los heridos que aun podian huir, saltaron á las lanchas, huyendo á fuerza de remos de sus vencedores.

La prisa de los piratas en la huida, si natural en ellos, era innecesaria de todo punto puesto que sus vencedores ni querian, ni hubieran podido perseguirles.

No querian, porque les faltaba tiempo para ver y recojer el botin de la victoria, y no podian, porque con un timon de fortuna que llevaban, era imposible perseguir ni á una embarcacion que marchase á fuerza de remos.

Recogieron pues el botin, llevándose cuanto pudo convenirles del buque que completamente desmantelaron, y luego le dispararon dos cañonazos abriéndole á flor de agua dos boquetes que lo echaron á pique.

Inútil es querer pintar el estado de alegría y satisfaccion que sucedió á bordo del negrero despues del combate, visto el sobresalto, la angustia y el fundado miedo que en él reinaba antes del terrible y sangriento abordaje.

El placer de la victoria es ya por sí uno de los mas grandes placeres; pero si á la victoria alcanzada se une el recuerdo de la poca ó ninguna esperanza que se tenia de obtenerla, si temiendo ser vencido se contempla uno luego vencedor, entonces ese placer es una alegría que tiene algo de locura, y el espíritu se siente agitado por una especie de frenesí, al que no basta cuanto se hable y cuanto se haga para satisfacerlo.

De este frenesí estaban, pues, poseidos todos los tripulantes del negrero, inclusos los heridos, de los cuales no habia afortunadamente ni uno de gravedad.

Dos personas, sin embargo, del buque vencedor no participaban de esta alegría.

Una de ellas era el contramaestre, que habia perdido en el combate á su hijo, otro de los del negrero que habia sucumbido.

A los demás, y menos al capitan, les arredraba poco esto.

Todo era cuestion de poner cuatro ó cinco defunciones mas ocurridas en el viaje.

La otra persona era Diego.

Acerca de éste no necesitamos decir el por qué estaba triste.

La misma gloria que acababa de alcanzar, y ese cariño respetuoso, (que tal es el género de cariño que infunde la superioridad) que á la tripulacion inspiraba, eran para él doble motivo de tristeza, recordando, como volvió á recordar así que se hubo sucedido la calma á la confusion y la gritería, su propio estado y el estado triste en que debian encontrarse aquellos dos seres tan queridos de su corazon, que en Barcelona habia dejado.

Otro recuerdo, además, le preocupaba, y este no le tenia triste por cierto, sino que, fijo como estaba contínuamente en su imaginacion, saltaba á veces en su cerebro, haciéndole sentir como agudas punzadas, y la sangre, lanzada con fuerza del corazon que latia violentamente, subia al rostro inyectando los ojos y colorando las mejillas.

Esto le sucedia, cada vez que su vista se encontraba con la figura del capitan.

Diego recordaba la bofetada.

Este vergonzoso recuerdo no le abandonaba nunca.

Ni en el momento en que vió al capitan en peligro de muerte, y saltó á salvarle la vida...

Lo primero que mandó el capitan, recogido el botin de la victoria, fué componer el timon para proseguir el viaje.

Arreglado esto, el viento volvió á hinchar las velas, y la quilla del negrero hendió otra vez las olas hácia el punto de su direccion.

En los sentimientos del alma, cuando existe entre ellos la afinidad, hay la misma atraccion que en las moléculas afines de los cuerpos.

En el mundo material, un cuerpo se une por medio de recíproca atraccion á otro cuerpo de igual naturaleza: en la esfera de lo moral, un alma busca otra alma tambien, á la cual se junta y de la que es atraida por la identidad de sentimientos.

Esto se observa siempre, pero se hace mucho mas palpable cuando ese sentimiento, esa poderosa é invisible fuerza de atraccion es el dolor.

La fortuna hace amigos, pero la desgracia hace hermanos.

Las horas de placer llegan á olvidarse, las de dolor raramente se olvidan: entre los compañeros de aquellas suele quedar un recuerdo que al fin mata la indiferencia; entre los que lo fueron en estas, queda una especie de lazo que por lo comun dura tanto como su imagen, en la memoria.

En el negrero habia dos personas que sufrian.

La una lloraba la pérdida de un hijo.

La otra lloraba la pérdida de una madre.

Nadie osará negarnos que estos sentimientos tienen muchos puntos de afinidad.

Aunque otro motivo no atrajera antes el uno al otro, este solo hubiese juntado, separadamente de los demás individuos del buque, á Diego y al contramaestre.

Con esta nueva y doblemente poderosa causa, claro es que su simpatía de antes habia de crecer estrechando mas y mas sus lazos.

El combate, las consecuencias del mismo y el arreglo del timon llevó la mayor parte del dia, y el negrero no volvió á emprender su marcha hasta la caida del sol.

La tripulacion toda se entregó al descanso.

Solo velaban en el buque aquellos para quienes el reposo estaba vedado.

El contramaestre, sentado junto al timon.

Diego de pié en la murada de proa y siguiendo tristemente con la vista las olas que se alejaban quejumbrosas y divididas por la quilla del baque.

No tardó Diego en ir al lado del que llamaremos su compañero.

El contramaestre no le vió acercarse, ni oyó siquiera sus pasos.

Estaba con la cabeza caida sobre el pecho, pensando en lo único que piensa un padre cuando acaba de perder un hijo.

—Señor...

—¡Hola, muchacho! Qué ¿no te retiras tú? Ya sabes dónde tienes mi litera, que es la tuya.

—No, por ahora no tengo sueño, y seria inútil que quisiera conciliarlo.

—Lo comprendo, dijo el contramaestre: á mí me pasa lo mismo y seguirá pasándome mientras dure mi vida.

—Qué quereis hacerle, ahora ya no hay remedio.

—Es cierto; pero parece que encuentra uno cierto consuelo pensando en ello.

Bien comprendió Diego á su vez estas palabras del contramaestre.

—Lo que yo te agradeceré toda mi vida, prosiguió éste, es el haber partido la cabeza al ladron que lo mató. Al menos me queda el consuelo de que murió vengado.

—¿Qué menos podia yo hacer? respondió Diego; vos me habiais salvado la vida y en la triste imposibilidad de pagaros este beneficio, salvando la de vuestro hijo, he procurado vengarle. No llegué á tiempo para mas.

—Otro que menos lo merecia, fué mas afortunado... observó con cierto pesar el contramaestre.

—¡Quién sabe!... —respondió Diego, ¡ese hombre no puede morir, puesto que me debe la honra!...

—De todas maneras, Diego, yo te agradezco el que hayas vengado á mi hijo, y desde ahora puedes contar para siempre con mi amistad. El me falta ya, era lo único que me quedaba en el mundo... ahora conozco lo que le queria... y muerto él, mal tiburon me trague si me queda cariño para nadie mas que para tí.

—¡Ah! yo no merezco, ni he hecho nada que valga ese afecto; al contrario, yo soy quien os debo todo lo que se puede deber y hay de mas apreciable despues de la honra, la vida.

—¿Ves? no es precisamente porque te deba nada; sino que veo yo en tí ciertas acciones y ciertas cosas... ahora mismo, eso de la honra, que maldito si en mi vida he sabido ni querido saber que sea tal cosa, hoy á mi edad, ya ves, á mi edad, que es ya lo suficiente para que un hombre que ha corrido el mundo y llevado la vida que yo, se ria mas de ciertas cosas; pues ahí tienes, á mi edad y dicho por tí eso de la honra, me hace así cierto efecto, que no me rio, como antes me hubiera reido de ello, sino que, todo lo contrario, lo oigo y lo respeto.

Diego oia como asombrado estas palabras en boca de un hombre de la vida y costumbres del contramaestre.

Este prosiguió.

—Porque si he de decir la verdad, Diego, tales sensaciones esperimento desde hace dos dias, y esto es todo debido á tu presencia, que francamente, no siento sino que haya faltado mi hijo, precisamente cuando uno tenia asegurado ya el pan para toda la vida. Yo le hubiera sacado de este tráfico, haciéndole tomar otra marcha... Este era el último viaje que haciamos, y si el capitan no hubiese venido á tentarme otra vez para esta espedicion, ni en ella hubiésemos tomado parte.

—¡Cómo ha de ser! observó Diego; ahora lo que es preciso es la resignacion; y puesto que antes lo teniais ya determinado, abandonad este negocio, señor Tomás, creedme, dejadlo para siempre.

—¡Oh, sí! contestó el contramaestre, ¡ahora mas que nunca!

Y yo que tengo en Nuevitas una buena casa y tierras que he comprado y dinero en la Habana... ¡Quién me metia á mí ahora!... ¡Parece esto un castigo!

Y dándose una palmada en la frente, dejó caer la mano sobre la rodilla y la cabeza sobre el pecho.

Diego le miraba, esperimentando el placer que es dable á un hombre á quien aquejan por otra parte tantas amarguras.

—He pensado una cosa, dijo al cabo de un rato el contramaestre.

—¿Qué?

—Que cuando desembarquemos, como que vamos á hacerlo en terreno español, al dar cuenta de tí, te cojerán otra vez.

—Es verdad.

—Yo tengo un medio para que no te cojan.

—Decid.

—¡Mi hijo ha muerto!... pues que no dé cuenta de su defuncion el capitan, y desembarcas tú con su nombre.

—Es verdad.

—Nombre que puedes llevar mas tarde si quieres, Diego, porque fuera de esto que ves, ni yo, ni mi hijo somos ladrones, ni otras cosas como otros que hay á bordo...

—Gracias, señor Tomás, acepto vuestra oferta, porque así podré desembarcar libremente.

—Ahora solo falta que lo digamos al capitan.

Pasó la noche, y al amanecer, lo primero que hizo el contramaestre, fué hacer al capitan la indicada proposicion.

—Eso es muy comprometido, fué la primera respuesta del capitan.

—No lo creo, ¿por qué? observó el contramaestre.

—Porque luego todo se descubre, y nadie cargará con la responsabilidad sino yo.

—No hay cuidado por eso. Ninguno de los de á bordo lo ha de saber...

—Entonces, observó el capitan, es preciso que por ello me cedais la parte de vuestro hijo y la vuestra en el viaje y el botin del pirata.

—¿Y osais haceros pagar así un favor que haceis á quien os salvó la vida? esclamó el contramaestre, que tenia cierta confianza con el capitan.

—Yo se la salvé antes; y sobre todo estas son las condiciones; hemos concluido.

—Está bien, sea.

—Bueno, pues, arreglados.

—Tú vomitarás el dinero un dia ú otro, dijo para sí el contramaestre.

Y se fué en seguida á encontrar á Diego.

—Ya está todo arreglado, le dijo al verle.

—¿Si? ¿Y cómo?

—Como he dicho, pero cediendo á esa bribon mas de cuatro mil pesos que llevamos en este viaje mi hijo y yo.

—¡Cómo! esclamó Diego asombrado.

—Con esa condicion ha accedido.

—¿Y habeis consentido en ello?

—Sí.

—¡Oh! no debierais.

—¿Por qué? ¿por cuatro mil pesos? No me hacen gran falta. Además que ya los vomitará, no tengas cuidado.

Diego contemplaba asombrado la generosidad del contramaestre.

Este prosiguió:

—Por otra parte, por cuatro mil pesos, yo, á quien no queda nadie en el mundo, encuentro otro hijo.

—¡Ah, eso sí! esclamó Diego abrazándole.

—Ya ves que no es caro. A otro que no fueras tú, por la sola accion que hiciste vengando su muerte, le hubiera dado entonces todo lo que tengo, y habia de pararme ahora por cuatro mil pesos?—Además que, te lo repito, no me han de hacer falta, ni á ti tampoco, pues que tienes ya desde hoy una casa y una mesa en Nuevitas para toda la vida.

—Gracias, repitió Diego; no digo que no acepte vuestra hospitalidad.

El negrero se dirigia, como hemos dicho, á Mallemba, reino de Cacongo, á completar su cargamento.

Ya antes hemos manifestado que no llevaba sino doscientos negros comprados en Loango, y la cabida del buque era de mas de quinientos bultos.

Las altas copas del corpulento mapon, se distinguian ya en la costa entre las de las elevadas palmeras.

No tardó el negrero en fondear en la bahía de Mallemba. Mallemba, situada en una montaña de ciento cincuenta metros de alta, en cuya parte inferior se estiende una bahía muy segura, era en la época á que nos referimos, la ciudad mas importante de Cacongo, bajo el punto de vista mercantil, y uno de los principales mercados de esclavos de toda el África.

El capitan saltó á tierra, avistóse con el gefe que vendia los esclavos y empezó á completarse el cargamento.

Diego era considerado ya en el buque como otro de la tripulacion, y á pesar de su repugnancia natural é instintiva hácia aquel género de tráfico, tomaba parte en aquellas faenas que no exigian la práctica ó los conocimientos náuticos.

Hallábanse ya en el buque los trescientos bultos que faltaban, cuando el capitan volvió á bordo y sin saltar de la lancha gritó:

—A ver uno que venga conmigo y que haga menos falta á bordo, vos mismo, Diego.

Éste, no obstante lo que mediaba entre él y el capitan, saltó á la lancha.

Ninguno de los de bordo, ocupados como estaban todos en estibar los bultos, paró la atencion en esto.

El contramaestre, por la misma razon, no lo reparó tampoco.

La lancha fué á tierra con los marineros destinados á este servicio.

El capitan saltó diciendo á Diego.

—Venid conmigo.

Diego saltó tras él, sin pronunciar palabra, aunque diciendo para sí:

—¡Cómo habia yo de pensar en que un dia habia de contribuir, siquiera fuese contra mi voluntad, á poner el yugo de la esclavitud á esos desgraciados!

Un cuarto de legua escaso anduvieron Diego y el capitan, pasando, acompañados de una especie de guardia negra de seis hombres, y uno que parecia hacer las veces de cabo, los cuales los recibieron á la orilla del mar, por una vereda estrecha y entre un bosque de cocoteros, palmeras, cedros y mapones.

Debajo de uno de estos últimos árboles, los mas corpulentos que existen en Africa, y bien pudiéramos decir en el mundo, se hallaba el gobernador de Mallemba, rodeado de varios negros armados con sables europeos, los cuales custodiaban á otros veinte que á un lado habia sin armas y con esposas en las manos.

El capitan hizo un profundo saludo al gobernador negro, y éste le dijo en su idioma, que Diego no comprendió, pero que sí entendió el capitan.

—Ahí están los veinte negros.

Y señaló con la mano á los que tenia atados.

—Ahí está, pues, el blanco, respondió el capitan, no con palabras, sino señalando á Diego.

Éste no hizo caso de la accion del capitan, al pronto, pero la comprendió en seguida que cuatro negros de los de los sables, se arrojaron sobre él, atándole fuertemente los brazos y poniéndole una cadena de plata con un collar del mismo metal.

—¡Capitan! esclamó Diego tan fuerte y con rabia tal, que su voz salió desgarrada de su garganta.

El capitan no contestó.

Alejóse pausadamente llevándose los veinte negros atados y custodiados por la misma guardia, sin mirar siquiera á Diego, que quedó pateando y hundiéndose las uñas en las palmas de las manos.

El gobernador de Mallemba queria hacer al rey de Cacongo, que lo deseaba, el regalo de un blanco; trató de ello con el capitan del negrero y el trato se ajustó.

Los veinte negros que llevó el capitan, eran el precio de la venta de Diego.

CAPÍTULO VIII.
El esclavo blanco.

DIEGO no tuvo mas remedio, por muchos que fueran sus bríos, que sucumbir á la fuerza mayor y doblegarse ante su nueva y terrible situacion.

Tenia, respecto de los lances en que se encontraba, la envidiable circunstancia de poderse, dominar y de comprender lo que la situacion exigia.

Así, aunque el furor natural por la vileza del capitan, bullia en el fondo de su corazon, bien pronto dejó de manifestarse en sus ademanes, y á los briosos arranques de su carácter, sucedió repentinamente la humilde apostura de la mas profunda resignacion.

Sin quejarse, pues, ni menos resistirse, emprendió la marcha entre la especie de guardia que le llevaba.

Sin salir del interior del bosque, y sin pararse mas que para tomar un alimento que, estraño á sus costumbres y su naturaleza, repugnaba á la vista y al paladar de Diego, anduvo como unas treinta leguas en dos dias.

Al cabo de este tiempo llegó con la guardia á la capital del reino, que es donde residia el soberano.

Era la ciudad de Kingele.

A treinta leguas de la costa y en una planicie sembrada de palmeras, está la referida ciudad.

Diego, al entrar en ella, sintió, á pesar de su estado de abatimiento y de fatiga, como un alivio á su oprimido corazon.

El espectáculo que ofreció á su vista la poblacion de Kingele, era verdaderamente poético y encantador.

Las casas eran una especie de chozas formadas de paja y juncos, y techadas de hojas de palmera matoba, las cuales son de una prodigiosa magnitud, al paso que de gran resistencia para la intemperie. Cada choza tenia, como verde dosel que la cubria, las magníficas ramas de las palmeras, á cuyo pié estaba formada.

Las chozas, de cabida de seis personas cada una, tenian solo una entrada, sin otro piso que el solar. La entrada era un agujero de una vara de ancho, cubierto por una estera, suspendida en la parte superior.

Estas eran las viviendas de la plebe.

Se veian luego, separadas del resto comun, otras chozas, mas grandes, es decir, tres ó cuatro chozas reunidas, con un solo agujero de entrada en la que sobresalia del grupo, y otras aberturas ó ventanas de forma redonda y á la altura de un hombre en las demás.

Estos eran los palacios de los ricos, cuyo lujo ya se dejaba conocer por la estera de la entrada, hecha de hojas de palmera, cuidadosamente entrelazadas y hasta con vistosas labores.

Por fin, en medio de la ciudad y aislado completamente, se hallaba el palacio del soberano.

La morada de su magestad no se distinguia á primera vista de las de los grandes, sino por el mayor número de chozas agrupadas que formaban el palacio; pero observado éste de cerca se echaba de ver una notable diferencia.

Mas retrocedamos á buscar á Diego, que en breve llegaremos con él al palacio.

Antes de llegar á las primeras chozas de la ciudad, ya llevaba un aumento considerable en el número de gente que formaba su cortejo.

Algunos, poquísimos de los moradores de Kingele, sabian que habia blancos, pero jamás animal de tal especie habia llegado allí para verlo.

Júzguese del asombro de los que lo ignoraban, que eran casi todos, ante el color, la fisonomía y el trage del blanco.

Pasando de un lado á otro, ora delante, ora detrás de la escolta que sacudia sendos sablazos para despejar el paso, empujándose, sallando y ahullando, y alargando unos cuellos de media vara, la vista siempre fija en el blanco, acompañaban á éste desde que se avistó la ciudad, sinnúmero de negros de todas edades, que se aumentaban á cada paso.

Llegó por fin la escolta frente al palacio del rey, y allí hizo alto con la multitud que la seguia.

Lo primero que hirió la vista de Diego, al fijar los ojos en aquella gran choza, fueron los singulares adornos que sobre la puerta se veian.

Eran estos una línea de cráneos humanos, colocados en una tabla que podemos decir servia de cornisa al frontispicio.

Toda la fachada estaba cubierta y como tapizada de plumas vistosísimas y de variados y vivos colores, como son principalmente las de los papagayos y pavos reales que está prohibido criar á, los súbditos, siendo este privilegio esclusivo del soberano.

Quizás como en señal de su soberania los reyes adornan su palacio con las plumas de estos animales.

A uno y otro lado de la puerta habia un negro de elevada estatura, formas atléticas y atroz fisonomía, cuyo repugnante aspecto de ferocidad aumentaban las estrañas figuras hechas sobre la piel con instrumento cortante, en el rostro, pecho, brazos y piernas.

En el cuello llevaba cada uno un collar de plata de dos dedos de ancho, cuya brillante blancura formaba un notable contraste con el color negro de la piel.

Cada uno de estos mónstruos tenia arma al brazo un enorme sable.

Inmóviles como estátuas y sin volver nunca la vista á uno ni á otro lado, fijaron sus verdes pupilas, de siniestro brillo como las del buho, en el rostro del blanco, así que éste se paró á su presencia y á corta distancia de la entrada del palacio.

El gefe de la comitiva, que era el gobernador de Mallemba, saltó del camello en que iba montado y penetró en el palacio.

A los pocos momentos apareció en el fondo de la entrada de la gran choza, un enorme quitasol.

A la vista de este objeto la concurrencia dió un ahullido general.

Diego volvió sobresaltado la vista en derredor suyo.

Todos los presentes se tendieron al suelo, quedando de bruces en la tierra.

El quitasol fué adelantando, y Diego, que era el único que habia quedado de pié, distinguió debajo de la ambulante media naranja un bulto reluciente que adelantaba hacia la puerta, precedido del gobernador.

Este dió un ahullido, y entonces dos negros de los de la guardia de Diego se levantaron y cogiéndole brusca y fuertemente uno de cada brazo, lo echaron al suelo bocabajo, volviendo ellos á quedar en la misma posicion.

El quitasol llegó á la puerta, y debajo el brillante bulto que antes hirió la vista de Diego.

El bulto era la relumbrante magestad del rey de Loango.

Su magestad pasó, siempre debajo del regio quitasol, atributo de su soberanía, y seguido de una guardia de honor, que consistia en doce negros con grandes plumeros en la cabeza y semivestidos con pieles de tigre y de leon y armados de anchos y largos sables, por la senda que el pueblo dejó libre, y se dirigió á una especie de plazoleta inmediata, donde habia siempre una guardia permanente del rey.

Así que éste hubo pasado, levantóse otro ahullido general y tras del ahullido los que estaban de bruces en el suelo.

Los dos negros que antes echaron á Diego, le indicaron, por medio de una brusca y violenta sacudida, que debia levantarse.

Diego con su escolta siguió al rey, y el pueblo continuó gritando y brincando alrededor de Diego.

Llegado que hubo su magestad á la plaza, se dirigió á una especie de trono Lecho de oro puro y al que servian de dosel las grandes hojas de un árbol artificial, hechas de aquel mismo metal precioso é imitando las del mapon.

Sentóse, colocáronse á los lados los guardias, y Diego penetró, seguido del pueblo en la plaza.

Así que todos estuvieron en presencia de su magestad, practicóse la misma ceremonia de echarse bocabajo en el suelo, haciéndolo esta vez Diego por sí mismo, sin aguardar á que de una manera tan brutal se lo indicaran los maestros de ceremonias que á su lado llevaba.

El rey dió una especie de berrido que resonó en el aire ni mas ni menos que si hubiera salido de la garganta de un toro de cuatro años, y todos se levantaron otra vez.

Entonces el gobernador de Mallemba se adelantó al sitio donde estaba Diego, y cogiéndolo de una mano lo llevó á la presencia del monarca, articulando palabras que Diego no entendió y que venian á significar lo siguiente:

«Brillante y poderoso Señor: aquí te presento, como muestra de mi amor á tu elevada magestad y respeto á tu poder, que acato y venero, este esclavo de piel blanca, mandado buscar en remotos climas, para servicio y entretenimiento de tu magestad.»

Diego, mientras el gobernador hablaba, tenia la vista fija en el rey, al que habia conocido por la riqueza que le rodeaba y sobre todo por las humillantes ceremonias que el pueblo habia practicado á la presencia de aquella especie de mónstruo dorado que á su vista tenia, y se sonrió, con todo y la situacion en que se hallaba, al ver la ridícula y estraña forma con que se revestia su magestad.

Sin prenda alguna de ropa, cubria todo su cuerpo una capa de polvo de oro, con infinidad de piedras brillantes engastadas en brazaletes y cadenas de oro que cruzaban sus brazos y piernas, llevando al lado y pendiente de un cinturon tambien de oro, un enorme sable desnudo cuya punta descansaba en una palangana de oro, en donde tenia puestos los piés.

El rey contestó al gobernador aceptando la oferta y dando muestras de gran satisfaccion.

Su magestad tuvo deseos de ver algunas habilidades del blanco, y el gobernador se acercó á Diego, hablándole primero en su lengua, y como el blanco no comprendiese, púsose á hacer mil gestos y movimientos en su presencia.

Diego, con su perspicacia natural, aumentada por la fuerza de su situacion, comprendió lo que el gobernador le mandaba.

Era que se pusiese á bailar delante del rey.

Su primer pensamiento fué el de no acceder á semejante ridícula demanda; pero conoció asimismo que su negativa podria acarrearle un bárbaro castigo, y se dispuso á hacer lo que no hubiera hecho, ni amenazado de muerte, ante otro público que el que iba á presenciar el espectáculo.

Diego bailó, pues, y cantó en medio de las mayores muestras de admiracion por parte del público, y con gran contentamiento del rey.

Como se hallaba tan fatigado del camino, el espectáculo no podia durar gran rato, y conociéndolo el rey mandó traer una botella de cerveza inglesa, que destapó uno de los guardias, y haciendo seña á Diego para que se acercase, le acarició pasándole su dorada mano por el rostro, y despues de beber el primer trago, entregó la botella á Diego.

Éste no pudo evitar un movimiento de repugnancia al tomar la botella para beber del líquido que se le mandaba, y cuya clase ignoraba todavia, no sabiendo que semejantes productos de la industria europea fuesen conocidos en aquellos paises; pero aplicó la botella á los lábios, resignado como estaba á sufrirlo todo, esperando que la Providencia le facilitada un medio de evadirse un dia del poder de aquellos bárbaros.

Concluida la libacion, su magestad le hizo seña de que se sentara á sus piés, lo cual hizo Diego con toda la humildad posible y el rey tomó en sus manos la cadena de plata que pendia del collar del mismo metal que le pusieron así que le dejó en poder del gobernador de Mallemba el infame capitan del negrero.

—Vamos, esclamó Diego para sí, me nombra perro de cámara.

Así se pasaron unos momentos en medio del mayor silencio.

Luego oyóse algo lejano el sonido de un cuerno de mar, al que acompañaba el ruido de muchas voces y el son de varios instrumentos.

Acercóse el ruido, dejándose sentir mas fuerte, aunque con estraña confusion, y á los breves instantes aparecieron en la plaza, por la entrada que estaba frente al trono del rey, veinte hombres, mejor, veinte gigantes negros, desnudos enteramente y sin otro adorno que un taparabos hecho de un pedazo de hoja de palma y sujeto á la cintura con un cordon hecho de las fibras de la corteza del mapon, una piel de la serpiente damba con sus vistosas manchas, cruzando la espalda y el pecho, y un sable de cinco dedos de ancho, sumamente afilado, que empuñaba la callosa y nervuda mano derecha: apoyada la izquierda á la cintura y arma al hombro entraron los primeros en la plaza, yendo á colocarse á la espalda del rey.

Seguidamente presentáronse cinco personages brillantemente vestidos con pieles, tejidos y plumas y planchas de oro, los cuales llegaron á cuatro pasos del trono, echándose en seguida bocabajo.

Estos eran los cinco ministros denominados: el gran capitan, que manda la guardia y el ejército del rey; el mafuc, que es el ministro de comercio; el maquimbo, ministro gobernador general de la costa; el monibanzo, ministro de hacienda, y el monibelo, ministro de estado.

Inmediatamente entraron como unos cuarenta negros, que despues de una reverencia se echaron asimismo bocabajo detrás de los ministros, y, gran parte del pueblo que juntamente con todos los que antes en la plaza estaban, se tendieron luego al suelo en la misma forma.

Solo el rey, sentado en el trono, Diego á sus piés y los veinte gigantes que se habian colocado á espaldas del monarca, respiraban el aire puro y limpio del sucio polvo del suelo.

Cuando su magestad creyó que esta primera y reverente ceremonia habia durado bastante, hizo una señal que consistió en dar tres golpes con la punta del largo sable en la palangana de oro sobre que descansaba los piés, y el gran capitan se levantó, hablándole en estos términos:

—Poderoso Señor; estos que aquí ves son litigantes que han acudido á nuestro consejo, á fin de que solventemos sus respectivas querellas, dando á cada cual lo que merezca; y como no hayamos podido averiguar de una vez quién de ellos tenga razon y quién no la tenga, los llevamos á tu presencia y acudimos á tu sabiduría para que falles de una vez, y se cumpla tu sábia y, justa sentencia en cada uno.

Seguidamente de estas palabras, el gran capitan, especie de relator en estos casos, hizo la relacion de los motivos de querella presentados por cada uno de los litigantes en las diferentes cuestiones sobre que iba á fallar la alta y justa sabiduría del monarca.

—Estoy enterado, y voy á dictar mi sentencia, esclamó el rey, oido que hubo al relator.

Y éste se echó otra vez de bruces al suelo.

El rey volvió la cara á los veinte gigantes, á los que dió una órden muy precisa, pues consistió en una sola palabra, y aquellos veinte bárbaros se lanzaron súbitamente sobre los litigantes, á los que cortaron la cabeza en un abrir y cerrar de ojos.

Luego se levantaron los ministros, felicitando al rey por su justa y sábia decision, y S. R. descendió del trono, y bajo el regio quitasol, precedido de sus ministros, llevando de la cadena á Diego horrorizado, salió de la plaza encaminándose á su palacio rodeado del pueblo que le victoreaba.[1]

CAPÍTULO IX.
Uta banquete del rey de Loango.

EL pobre Diego se halaba completamente estenuado por el cansancio y la falta de alimento. Al levantarse de los piés del rey cuando éste terminó, como hemos visto, los procesos presentados aquel dia, apenas podia dar un repaso, pero hizo un esfuerzo supremo, llamando á sí todo el vigor de su espíritu y procuró disimular la fatiga, temiendo disgustar al rey y sufrir un castigo, ó una muerte que en otro caso hubiera preferido á la vida á que se veia condenado; pero la causa de su desgracia no se apartaba un instante de su imaginacion y con el deseo mas ardiente á cada momento de vengarse, estaba resuelto á hacerlo todo y á pasar por todo, con tal de conservar la existencia, consagrada principalmente á vengar las infamias de que habia sido víctima.

Al cabo de poco rato llegó el rey al palacio y Diego pensó que su magestad querria descansar de la fatiga de la sentencia de aquel dia, y creyéndose asimismo destinado al esclusivo servicio del monarca, acarició la idea de que él podria tambien reposar al paso que su Señor; pero no tardó en caer en el mas completo desaliento, viendo desvanecida tan halagüeña esperanza.

El rey, llevándole siempre delante, entró en una sala grande, seguido de los cinco ministros que hemos visto y otros personages que entraron inmediatamente, pertenecientes á la clase elevada, y dando un grito se sentó en un sillon que se hallaba en el fondo de la sala, cuyo respaldo estaba formado de planchas de oro, y debajo de una especie de dosel hecho todo de plumas de pavo real.

Con un tiron de la cadena que Diego llevaba prendida del collar, indicó á éste que se sentara á sus piés.

Los demás que entraron en el salon se quedaron de pié formados en fila á uno y otro lado.

Al grito del rey aparecieron dos robustos negros, llevando una vasija del tamaño de una tinaja regular, que dejaron en medio de la sala, saliéndose luego inmediatamente.

En seguida entraron doce negros esclavos del rey llevando cuarenta copas hechas de cáscara de coco, tantas cuantos eran los personages que allí habia, incluso el rey.

Una de las copas, que la llevaba el que entró á la cabeza de los esclavos, era de mayor tamaño que las otras, labrada con una porcion de figuras de serpiente, cocodrilo, y otros reptiles, con un pavo real, estendida la cola, cuyas plumas las formaban delgadas láminas de oro: el borde y el pié estaban guarnecidos asimismo de este metal.

El copero mayor, que así llamaremos al esclavo que llevaba la copa del rey, se adelantó, dió tres cabezadas en el suelo, y presentó la copa al monarca. Los demás esclavos hicieron lo mismo en cuanto á las cabezadas ante su magestad; y respecto de las copas, se distribuyeron por mitad, seis á cada lado, y las entregaron á los magnates, quedándose de pié á su espalda.

Diego contemplaba aquella escena como mero espectador, hasta que un tiron de la cadena y una palabra del rey, que no entendió, le indicaron que debia tomar parte en ella. Levantóse trabajosamente de los piés de su amo, y éste le presentó la copa.

Diego la tomó sin hacer otro movimiento, aguardando otra órden del rey.

Éste le rolló la cadena al cuello, y pronunciando otra palabra que Diego tampoco comprendió, estendió la mano señalando la vasija que habia en medio de la estancia.

Diego conoció por la accion que se le mandaba ir junto á la vasija y obedeció; pero una vez allí, no sabia si el rey queria que llenase la copa para sí, ó para que la llevase llena á su magestad.

Como tenia motivos bastantes, con la escena ocurrida en la plaza, para creer que entre aquellas gentes eso de quitar la cabeza á un hombre era cosa sumamente sencilla y que se mandaba ejecutar por cualquier motivo, toda la atencion de Diego estaba fija en la fisonomía y ademanes del rey, para obedecer á la menor indicacion suya; pero al mismo tiempo temia equivocarse, tomando una órden por otra, y esto era terrible, pues no sabia hasta qué punto podia una equivocacion del siervo exaltar los humos de su aurífera magestad.

El copero mayor le sacó de esta terrible duda en aquel momento, acercándosele é indicándole con una accion clara y precisa que llenase la copa en la vasija, sumergiéndola en el líquido.

Diego lo hizo así sin mostrar la menor repugnancia á la poca limpieza del procedimiento, y el copero le indicó seguidamente que fuese á llevar la copa llena á su magestad.

—Vamos, esclamó Diego para sí, marchando hácia el rey con la copa y teniendo muchísimo cuidado en conservar el equilibrio para no derramar el líquido: hemos subido de punto; su magestad me nombra va su copero particular.

La inteligencia de Diego satisfizo mucho al rey, que dió, al tomar la copa, una especie de bufido de satisfaccion.

Bebióla de un sorbo, dió otro bufido, volvióla á Diego, indicándole otra vez la vasija, el nuevo copero practicó la misma operacion y despues otra igual, y á las tres veces de haber bebido y bufado el gran Señor, adelantáronse los demás esclavos, tomando las copas de los magnates, y les sirvieron tambien del líquido de la vasija.

Este líquido consistia en una especie de zumo nada claro, de color bajo, sabor agridulce y olor nada agradable, sacado por medio de un fácil procedimiento de la palma y el banano.

La escasa cantidad alcohólica que contiene este vino, hace que los naturales de aquellos paises puedan beberlo sin que esperimenten los efectos de la embriaguez, por cuya causa, cuando llegan á probar los aguardientes de Europa ó los de América, mas agradables que sus vinos á su paladar, esperimentan al instante las consecuencias de la abundante parte alcohólica que contienen, sirviendo esto muchas veces para transportar á los negros en estado de embriaguez á lugares distantes en donde despiertan en la esclavitud.

La benignidad y la inocencia del vino hacia que los convidados, al parecer por el rey, bebiesen y bebiesen sin emborracharse nunca, lo cual estrañaba, disgustando al propio tiempo á Diego, que esperaba el que los momentos de la embriaguez del rey y de sus magnates serian los de su descanso.

Pero el líquido de la vasija se concluyó, y Diego vió con el mayor asombro que el rey se levantó tan firme de su sillon, como si nada hubiera bebido, llamándole, tomándole la cadena y echando á andar como si tal cosa.

¡Diego levantó tristemente los ojos al cielo!

Aquella no era sino la primera parte de la funcion de aquel dia.

Los magnates siguieron al rey, tan tiesos y tan firmes como su magestad.

Así que el monarca apareció á la puerta, rompió una música tan desacordada y de tan estrañas voces y sonidos, que Diego, al oiria, sintió un estremecimiento general de nervios.

Era la orquesta que esperaba al rey para acompañarle con sus melodías á la plaza misma del trono.

Aquel lugar, poco antes estrado horrible de la mas horrible justicia del rey de Loango y cubierto de cabezas ensangrentadas, se habia transformado en salon del gran banquete, que seguia siempre á los grandes actos de justicia que se permitia el muy alto Señor.

Las cabezas y los troncos de los litigantes decapitados habian desaparecido, pero quedaban los charcos de la sangre en el suelo.

Sobre ellos se habia puesto una larga mesa formada de tablas sobre banquillos de dos piés de alto y cubierta con una tela bien labrada de las libras de la palma llamada matova. Las orillas del mantel lucian una vistosa cenefa, hecha con plumas del pavo real, y en cada una de las cuatro puntas se veia la chata cabeza disecada de la serpiente damba.

Los asientos, á uno y otro lado de la mesa, eran pedazos de tronco de árbol labrados con varias figuras de cuadrúpedos y reptiles, y de la altura de pié y medio, separados como dos cuartas de la mesa: en uno de los estrenaos se veia un sillon forrado de damasco y luciendo en el respaldo una plancha de oro. Era el mismo que hemos visto ocupar al rey en el salon de su palacio, y el cual se habia trasladado al sitio del banquete para sentarse el monarca.

Sobre la mesa no se veian otros objetos, además del mantel, que las copas de coco en número de ochenta, entre las cuales sobresalia, en el estremo donde estaba el sillon, la mejor, labrada con adornos de oro, en que antes hemos visto beber al rey.

Así que éste llegó á la plaza, la música, sin pararse un momento en sus estraños sones, subió á una especie de anfiteatro á espaldas de la presidencia, donde siguió tocando, confundiéndose las que por un momento llamaremos sus notas, con los gritos y ahullidos del pueblo que en inmensa multitud se hallaba agrupado al rededor de la plaza, empero sin atreverse á penetrar en ella por miedo á los linternazos sin piedad que descargaban los cuarenta negros de atroz fisonomía y robustísimo brazo, que con sendos y largos sables guardaban el regio recinto.

Los ahullidos de la multitud eran el saludo que el pueblo dió á su rey al avistarlo á la entrada de la plaza.

Pero la multitud de pueblo en aquella fiesta, que no era á la verdad una cosa nunca vista en la capital de Loango, donde el rey tenia á bien ejercer su paternal justicia del modo, generalmente, que hemos presenciado, lo menos una vez por semana, no se debia precisamente al espectáculo del banquete, por la razon que llevamos dicha, sino á la curiosidad por el esclavo blanco del rey y las habilidades que hacia.

Así es que Diego, al entrar en la plaza, observó seguidamente al ahullido del pueblo, miles de índices en todos los puntos del círculo apuntados y señalándole á él.

Sentóse el rey en el dorado sillon, é inmediatamente á los lados de la mesa los ministros, príncipes y magnates del reino, en los taburetes que hemos dicho.

Cuarenta esclavos se apoderaron al momento de las copas que llenaron en dos tinajas llenas del vino de palma que se sirvió antes en el palacio.

Junto al rey habia una tinaja para el consumo esclusivo de su magestad.

Éste, apenas sentado, señaló la copa á Diego, á cuyo cuello volvió á rollar la cadena, y el esclavo blanco, al ver la accion de su amo y la operacion de los negros con las copas en las otras dos vasijas, comprendió que antes del festin, su Señor habia de volver á remojar la garganta, y llenó la copa, presentándosela en seguida.

Inmediatamente despues de esta libacion, á la que precedieron tres reverendas cortesías de todos los asistentes al aurífero que presidia, aparecieron otros dos criados llevando alta á un palmo de la cabeza una enorme palangana de plata que dejaron sobre la mesa y junto al rey.

La palangana contenia dos piernas enteras de elefante asadas, y en medio de ellas la cabeza de un buey cruda y recientemente cortada.

Adelantóse el esclavo, que sin duda desempeñaria el cargo de trinchador principal, y con una destreza admirable, introdujo la punta de un acerado y recio cuchillo en el testuz del toro, abriólo, y sacando enteros los sesos, se los presentó al rey, que los sorbió como pudiera hacerlo una persona regalar con un par de huevos pasados por agua.

Despues de tan súbita como bestial absorcion, el rey hizo otra seña á Diego, señalándole la copa, y éste, que empezaba ya á conocer las funciones inherentes á su cargo, llenóla y presentóla otra vez al monarca, que la sorbió como habia hecho con los sesos del buey.

Su magestad dió un fuerte resoplido y el trinchador principal, hundiendo el cuchillo en una de las piernas de elefante, cortó un buen pedazo, que el rey tomó entre los dedos, destrozándolo inmediatamente con los dientes. La enorme palangana fué llevada entonces al centro de la mesa, y allí se trincharon las piernas que engulleron los convidados en un abrir y cerrar de ojos.

Despues de las piernas de elefante, otros platos no menos estraños para Diego, á quien mantenia de pié dándole fuerzas para resistir la fatiga que le abrumaba de tantos dias, la curiosidad en él mas viva á cada nueva costumbre que en aquella gente observaba, llegaron á la vez y con gran profusion á la mesa.

Pero esta misma curiosidad fué el mayor enemigo de Diego así que á lo último del banquete fueron apareciendo ciertas viandas á cuya vista no pudo ya resistir su estómago, y las cuales nosotros renunciamos á describir en este momento.

Diego cayó desmayado al lado del rey.

Un ahullido general siguió á la caida de Diego.

El rey dijo ciertas palabras á uno de los esclavos, el cual sacó inmediatamente una botella de entre varias, que contenia un gran cajon allí traido para los postres, y destapándola y aplicándola á los lábios del esclavo blanco, se consiguió reanimarle.

El líquido de la botella era aguardiente de Europa, de que los negros hacen grande aprecio, adquiriéndolo fácilmente de las tripulaciones de los negreros, á cambio de esclavos y otros productos del pais.

Diego volvió en sí.

Un grito de alegria saludó la resurreccion del esclavo blanco.

El sol se habia puesto y las sombras de la noche reemplazaban á la claridad del dia en el sitio del festin.

Pero pronto á la luz del sol sustituyó la luz de astillas secas de árboles resinosos, que, colocados en una especie de parrillas en varios puntos de la plaza, daban la suficiente claridad.

Sacáronse de los cajones las botellas de aguardiente, de las cuales se dieron dos, destapadas ya, á cada uno de los magnates, se puso el sillon del rey sobre la mesa y en el centro de la misma sentóse en él su magestad, brillando el polvo dorado de su cuerpo como una verdadera ascua de oro á la luz de las astillas ardiendo, y empezó entonces otra funcion que tenia como un cierto carácter de infernal, merced á las circunstancias que la acompañaban.

La música dejó oir con mayor fuerza sus desgarrados sones, el pueblo gritó mas y mas, y el rey y los magnates en medio de los frecuentes besos que aplicaban á la boca de las botellas, contemplaban las grotescas y repugnantes figuras de la mas impúdica y asquerosa de las danzas.

Diego no sabia ya entonces en dónde se encontraba, puesto, como siempre que no tenia que servirle ó divertirle, á los piés de su magestad.

Pero cuando llegó al último estremo de su resignacion fué al mandarle el rey que se mezclara en la danza.

Diego, al comprender la órden de su bárbaro Señor, se atrevió á manifestarle por medio de signos lo desfallecido que se encontraba; mas el rey, alargándole una botella de las dos que en las manos tenia, le significó que bebiese y que con ello se reanimaria.

Diego resistió al principio, pero al ver que el rey dejaba caer la botella de la mano llevándo esta á la guarnicion de su enorme sable, se puso á bailar sin dar tiempo al primer efecto del enojo del monarca.

Indescribible fué el júbilo del rey y del pueblo todo ante la habilidad en el baile del esclavo blanco.

Pero este júbilo no podia durar largas horas atendido el estado de Diego.

En vano llamó á sí todas las fuerzas de su espíritu; en vano su mente, fija siempre en el lugar en que se hallaba, sin olvidar la infamia horrible que allí le habia llevado, procuraba mandar, digámoslo así, á la materia estenuada: sus piernas flaqueaban, cansadas por un tan largo viaje, despues de la fatiga de los sucesos anteriores, su estómago, flaco y vacío, comunicaba su debilidad á la cabeza, y los ojos vacilantes, amortiguadas las pupilas, veian ya en estraña confusion todos los objetos y la tierra como empezaba á rodar á su alrededor.

—¡Dios mio, dadme fuerzas! esclamaba Diego levantando la vista al cielo con el doble objeto de poder conservarse mas tiempo sin caerse. ¡Si me vengo al suelo, acaso este bárbaro rey me mande cortar la cabeza! y entonces ¡ay, madre de mi alma! ¡Clara mia! ¡infame capitan del negrero!...

Y el pobre Diego, con una fuerza indescribible de voluntad, mandando su poderoso espíritu y haciendo obedecer á la materia que por momentos desmayaba, continuaba saltando y brincando delante del rey, en medio de las libaciones de éste y de los magnates, del ruido atronador de aquella irritante orquesta y de los gritos ó ahullidos de la multitud en derredor de la plaza agrupada.

Pero cuando mas contento estaba el rey al ver la gracia y ligereza de su esclavo, cuando mas de punto subia la admiracion de todos y mas bebian los magnates, y mas fuerte tocaba la orquesta, y mayores gritos daba el pueblo, hé aquí que de entre la misma muchedumbre se levantó un grito general, compacto y prolongado, que hizo estremecer al rey, parar á la orquesta y quedar á los magnates estupefactos y con las botellas en alto.

Era que de pronto el cuerpo de Diego se habia venido redondo al suelo.

CAPÍTULO X.
En que se vé cómo hablan los muertos para hacer morir á los vivos.

LA caida de Diego dió un grandísimo susto al rey, que veia que el esclavo blanco no se meneaba del suelo, por cuya razon le creyó muerto totalmente.

Nadie de los presentes se hubiera atrevido á tocarle. Las cosas del rey eran sagradas para todos, y ninguno, so pena de ser decapitado, podia llegar á ellas con la mano sin órden y espreso mandato del monarca.

Éste, al fin, mandó que levantaran á Diego y se lo acercaran.

Hiciéronlo así dos de los esclavos y aquel comprendió con grande alegría, aunque no por sí, sino porque se lo manifestaron los siervos, cuya cabeza no turbaban los vapores del aguardiente, como la del rey y de los magnates, que lo del esclavo no era la muerte, sino simplemente un desmayo.

El rey dió entonces por terminada la fiesta.

Subióse ó se mandó subir á espaldas de cuatro esclavos, haciendo conducir á Diego delante de sí en brazos de otros dos, y se dirigió al palacio.

Los grandes del reino siguieron el ejemplo de su magestad, haciéndose llevar en la misma forma á sus viviendas.

El rey se quedó completamente dormido, así que le dejaron en su lecho.

Los esclavos destinados al servicio interior del palacio, hicieron respirar á Diego algunas esencias, y apenas volvió éste en sí, lo tendieron sobre unas pieles de leon y de tigre á los piés de la cama del rey, atándolo con la cadena que al cuello llevaba.

Ciertamente que mejor no podian portarse los esclavos segun lo que Diego principalmente necesitaba.

Aquel accidente era originado mas bien que por la falta de alimento, por el esceso de fatiga y necesidad de descanso, y Diego sintió instantáneamente en aquel, entonces para él dulcísimo lecho, como volvia la vida á su desmayado cuerpo, dispuesta la naturaleza á recobrarse por sí misma á favor de la quietud y la tranquilidad.

Diego fué feliz en aquella noche.

¡Tenia sueño y dormia!

Llegó la mañana del dia siguiente y una especie de berrido del rey le despertó.

¡Cuán horrible fué el despertar de aquel sueño!

Un negro penetró instantáneamente en la estancia al grito del rey, el cual de preguntó en seguida por el esclavo blanco.

El negro desató la cadena, y sin dar ningun tiron, sino levantándola suavemente, indicó á Diego que se pusiera de pié.

Diego tradujo en seguida por el buen modo del esclavo el interés que al rey inspiraba su persona, y levantó los ojos al cielo, brillando en sus pupilas un rayo á la vez de gratitud y esperanza.

El rey le acarició pasándole la mano por la cara y el hombro y dió en seguida una órden al criado, que desapareció volviendo luego acompañado de otros dos, con cuatro platos de distintas viandas.

El corazon de Diego se ensanchó, respirando ni mas ni menos que al ver y coger entre sus manos el cabo de cuerda que le arrojó el contramaestre del negrero.

Adivinó la órden del rey por las viandas que trajeron, y por éstas y lo que antes habia visto, el interés del monarca en la conservacion de su esclavo, y esto era para él, en aquel estado y despues de lo sufrido el dia anterior, volver otra vez á la vida.

Y vida y nada mas que vida era lo que Diego pedia por entonces al cielo.

Pusiéronle los platos traidos sobre una mesa, en medio de la cual habia una horriblemente caprichosa pirámide formada de cráneos, quijadas y otros huesos humanos, y le indicaron que se pusiera á comer.

Diego, sin replicar, hambriento y desfallecido como estaba, empezó á probar de los platos; pero apenas, con todo y la necesidad que sentia, pudo hacer otra cosa que gustarlos. Eran todo asados pésimos, carnes estrañas, entre las que figuraba la de perro, y aunque Diego no lo sabia, comprendia que no eran aquellos alimentos á propósito para él, repugnándole además como le repugnaban á la vista y al paladar.

Pero al cabo de poco rato, sustituyéronse los cuatro primeros platos por otros cuatro que presentaron los mismos esclavos.

En cuanto á la variedad y la abundancia, bien se conocia que se le servia la mesa en el palacio de un rey.

Entre los cuatro platos de la segunda tanda, llamó su atencion una especie de gachas espesas.

Acercólas á sí, no le parecieron repugnantes á la vista y menos al olfato, y al aplicar una pequeña porcion á la boca, esclamó:

—¡A Dios gracias, no nos moriremos de hambre, segun parece!

Aquel plato, el mas sencillo que le presentaron, era realmente una especie de gachas de harina de yuca y agua.

La yuca, que es una planta tuberculosa muy parecida á la patata de América y Europa, tiene, como esta raiz farinacea, bastante cantidad de glúten ó parte nutritiva.

Diego comió el plato casi entero, bebió agua, no quiso probar nada mas, y volviendo la vista hácia el lecho del rey conoció por un ronquido terrible de su magestad, que éste dormia otra vez y se echó sobre las pieles, aprovechando la buena ocasion del sueño de su amo.

Los esclavos negros entraron, y sin hacer el menor gesto ni pronunciar la menor palabra, dejaron la estancia real en el silencio, interrumpido solamente por los bufidos del monarca.

Si otras pruebas no tuviésemos de antemano para saber que Diego poseia una de esas naturalezas raramente privilegiadas, bastaria para convencernos de ello el verle en aquellos momentos en que despues de tantos golpes sufridos, unas pocas horas de descanso y el mas que frugal alimento que habia tomado, bastaron para reanimar sus fuerzas corporales casi por completo.

Y decimos sus fuerzas corporales, porque en cuanto á las de su espíritu, Diego ni las habia sentido ni era fácil que las sintiese desmayar.

Tendido otra vez sobre su lecho de pieles, olvidó completamente sus sufrimientos para pensar en la causa que los habia motivado, y si su corazon se oprimió y en sus ojos brotaron lágrimas de dolor, no fué seguramente ni por sus padecimientos de entonces, ni mucho menos por los que temiese en el porvenir, sino por la triste memoria que siempre le acompañaba de aquellos dos seres que en Barcelona habia dejado!

—¡Y cuando, Dios mio, podré yo volver á Barcelona! esclamaba. Pero no es esta ocasion de afligirse, se decia seguidamente: nadie hay aquí que comprender pueda mi afliccion fuera de mí mismo, y yo solo debo, sino consolarme, fortalecerme. Quiera el cielo conservarme el vigor del cuerpo, que mientras este no me falte, tarde será cuando yo pierda la esperanza. ¡Si yo fuera solo en el mundo, en este momento no viviria ya!... pero ahora es diferente; ¡mi vida no me pertenece, solo conservándola á todo trance puedo servir á quien tanto quiero, á quien tanto amo! vivamos, pues, y que Dios quiera ayudarme.

Despues de estas reflexiones, y siguiendo su propósito, Diego intentó volver á conciliar el sueño; pero ya no pudo.

Era evidente que para dormir, necesitaba antes cansarse mucho materialmente, y solo un gran cansancio del cuerpo podia dominar la fuerza de aquella alma tan viva y fuertemente agitada á un tiempo por dos tan encontradas y constantes ideas como eran el amor y la venganza.

En la una y la otra ocupada alternativamente su imaginacion, pasó tendido sobre las pieles como cinco horas mas que duró el segundo período de la borrachera del rey.

Al cabo de este tiempo dos esclavos entraron á despertar al monarca.

Éste abrió los ojos saltándole verdaderas chispas de furor, y seguramente los esclavos hubieran pagado con la vida semejante esceso y falta de respeto á no esplicar en seguida el motivo que á ello les obligaba.

El rey se incorporó, quedando un rato estupefacto.

No habia para menos con la noticia que acababan de darle.

Uno de los príncipes, sus hermanos, habia reventado del atracon de carne de elefante y la borrachera de aguardiente del dia anterior.

El rey hizo una seña diciendo algunas palabras á los esclavos negros que salieron de la estancia, penetrando luego en ella doce mugeres, muy bien ataviadas con plumas, brazaletes y cadenas, llorando á moco tendido y dando grandes gritos delante del rey.

Eran las doce esposas del príncipe que acababa de reventar, las cuales iban á suplicarle que se dignase ir á ver el cadáver y mandase enterrarlo.

El rey les contestó accediendo á su demanda y saltó de la cama despachando á sus cuñadas y mandando poner la mesa.

Diego, sin moverse de encima de las pieles, no comprendia nada de cuanto pasaba, por mas que fijaba su vista y aguzaba el oido para conjeturar á favor de algun movimiento ó de alguna palabra.

Los esclavos negros llenaron en breve la mesa de platos.

El rey, antes de ponerse á comer, llamó á Diego, lo cual entendió ya éste perfectamente, le señaló la copa, que el esclavo blanco supo llenar sin otra indicacion al ver la tinaja del vino junto á la mesa, y bebió de un sorbo el contenido.

Luego dijo algunas palabras á Diego, ante las cuales éste se puso pálido, y no porque las entendiera, sino precisamente porque no las entendia y temia que el monarca cometiese con él alguna barbaridad, si por falta de inteligencia no cumplia su mandato con la prontitud que su deseo exigia; pero por fortuna, acompañó algunos gestos á la palabra y Diego conoció entonces que su magestad deseaba verle bailar mientras engullia.

Por suerte, el rey tragó aquel dia, aunque mucho, muy deprisa, y la danza de Diego concluyó por consiguiente tambien muy pronto.

El rey levantóse de la mesa, y señalando á Diego una especie de puchero lleno de un líquido viscoso, del cual salia el palo de una brocha de plumas, le dió á entender que cojiese la brocha y fuese untando con el líquido aquel las partes de su cuerpo donde hubiese caido el polvillo de oro. Hízolo Diego así, y luego sacando, tambien por mandato del rey, una especie de gran taza de plata llena de polvos de oro, fué echando ni mas ni menos que lo haria la mano de una muger con un puñado de sal sobre un pedazo de tocino, las brillantes partículas en todas aquellas partes poco relucientes del cuerpo de su magestad.

—Vamos subiendo, dijo Diego para sí, practicando la operacion con todo el cuidado y prontitud posibles; este nuevo empleo me eleva lo menos á la categoría de ayuda de cámara.

A los pocos momentos S. M. quedó como nuevo.

Mandóse poner un cerquillo de oro en la cabeza, en el cual habia clavadas varias y vistosísimas plumas, y pavoneándose y mirándose de arriba abajo, dió unas cuantas vueltas en la estancia.

A veces se paraba delante de Diego, preguntándole qué le parecia de su marcialidad y gallardía, y aunque el esclavo blanco no comprendia sus palabras, adivinaba por sus gestos, y con ademanes sumamente espresivos procuraba responder á satisfaccion de su magestad, que volvia á pavonearse mas envanecido con la admiracion de su siervo.

Despues de un rato entraron los ministros, dieron todos á la vez tres cabezadas en el suelo, hablaron algunas palabras al rey acerca de la muerte del príncipe, y manifestáronle que los funerales estaban dispuestos esperando tan solo su presencia.

El rey tomó la cadena del esclavo blanco, que, como siempre, hizo marchar delante de sí, y todos salieron de la real estancia, encaminándose á la casa mortuoria.

Esta casa, antes vivienda del príncipe, consistia, como la del rey, en una reunion de chozas, si bien no tantas en número ni tan grandes como las que formaban la morada real.

En el frontis de la choza mayor se veia tambien una línea de huesos y cráneos humanos.

Multitud de pueblo esperaba alrededor de la gran choza, en cuya primera pieza se hallaba tendido dentro de una caja el cadáver del príncipe, cubierto con plumas de pavo real, simétricamente clavadas en la madera y enlazadas entre sí, y formando bóveda sobre el cuerpo descubierto.

Alrededor del féretro habia como unos doscientos esclavos llorando desgarrada y dolorosamente.

Llegó el rey, el pueblo dió un grito general, echóse, dando tres cabezadas en el suelo, del que no se levantó hasta que el monarca, despues de haber visto el cadáver de su hermano, dió la órden de que llevasen el féretro.

La fúnebre comitiva se puso en marcha en la forma siguiente: Primero una gran parte de pueblo andando en monton, pisándose, codeándose y hasta pegándose, en medio de la mas confusa y desordenada gritería; luego veinte esclavos del rey con los sables al hombro; seguidamente los doscientos esclavos del príncipe muerto, llorando á lágrima viva; despues los grandes sacerdotes; el féretro llevado por cuatro esclavos del rey, é inmediatamente éste rodeado de los ministros y grandes del reino.

Diego iba delante del rey, sujeto á la cadena, que no abandonaba nunca su magestad.

A los veinte pasos de la casa mortuoria, la comitiva se paró. Uno de los grandes sacerdotes se acercó á la caja del príncipe, al cual preguntó en alta voz:

—¡Quién te ha muerto! ¡Dinos quién te ha muerto!

Un silencio general sucedió á la pregunta del gran sacerdote, que, despues de haberla hecho, se quedó largo rato con el oido aplicado á los labios del muerto.

Todos esperaban con suma ansiedad la respuesta del difunto por boca del gran sacerdote.

Levantó éste por fin la cabeza, y señalando á uno de los magnates que iban acompañando al rey, pronunció en alta voz su nombre.

Un grito general sucedió á la voz del gran sacerdote, y todas las miradas se fijaron en el rostro del acusado por el muerto.

El magnate encogióse de hombros, bajó la cerviz, y á una seña del rey se adelantó á la cabeza de la comitiva que formaba la multitud.

A su llegada levantóse una horrible gritería, en medio de la cual sobresalian al principio unos fuertes ahullidos que en breve dejaron de oirse.

Era que el pueblo despedazaba al acusado por el muerto.

Practicado este acto, la comitiva volvió á emprender su marcha.

No bien habia andado veinte pasos mas, el fúnebre cortejo paróse otra vez.

El gran sacerdote volvió á la caja del muerto, y las piernas de mas de un vivo temblaron de miedo, creyendo cada cual que podia ser el acusado.

Volvió á reinar el mismo silencio, se hizo la misma pregunta de antes, y supuesta la contestacion del príncipe, salió otro nombre de los labios del sacerdote, y marchó inmediatamente á la cabeza del cortejo el individuo acusado, que despedazó desde luego, como al primero, la sanguinaria multitud.

En esta segunda vez, Diego pudo comprender lo que era aquello, horrorizándose, como era en él muy natural, ante tan bárbara y atroz costumbre.

—Quiera Dios, se dijo entonces, que á ese bárbaro que pregunta al muerto, no le dé la gana de pronunciar mi nombre.

Volvió á seguir la comitiva su camino y otra vez se paró.

A la tercera Diego ya participaba del miedo general.

Repitióse la misma horrible escena con otro personage y el cortejo tornó á emprender la marcha para no detenerse ya hasta el lugar en donde estaba preparado el sepulcro.

La sepultura donde iba á enterrarse el príncipe hermano del rey, consistia en un nicho hecho de un pedazo de madera de una sola pieza, sacado del enorme tronco del mapon, medio hundido en el suelo y labrado con varias figuras de animales. La madera que habia de cubrirlo era cóncavo-convexa, y adornada por este último lado, con plumas y pieles, de lo cual estaba asimismo tapizado el interior del nicho.

Delante de la sepultura que olvidamos decir se hallaba en medio de una planicie distante media legua de la ciudad, se habia escavado un pedazo de terreno de la estension de trescientos piés cuadrados y á la profundidad de dos metros.

La tierra estaba amontonada formando un alto borde al rededor del grande hoyo.

Llegaron á este sitio, dejóse la caja del príncipe delante del nicho, y todos los presentes, menos el rey y Diego, se tendieron bocabajo en el suelo, dando cabezadas en la tierra.

Los doscientos esclavos se levantaron despues de las tres primeras cabezadas, y poniéndose de pié, cubriendo todo el borde del hoyo, empezaron á llorar mas desgarradamente y con mayores alaridos que lo habian hecho durante el camino, delante del cadáver de su amo.

Diego no comprendia tan arrebatadas muestras de sentimiento por parte de los esclavos; porque es de advertir, que á primera vista, aquel llanto y aquellos alaridos se conocia no eran mero fingimiento, sino salidos del profundo del corazon.

Cuando el rey creyó que la memoria del príncipe su hermano, tenia ya suficientes cabezadas de los grandes y del pueblo en el suelo, para quedar honrada como se debia á su alta calidad y rango, hizo una señal, á la que se levantaron todos á un tiempo.

El cuerpo del príncipe fué sacado por los sacerdotes de la caja y colocado en el nicho, y practicada esta operacion, el pueblo fué á colocarse á la espalda de los esclavos, que seguian lamentándose de pié al borde del hoyo.

El rey hizo otra señal, y súbitamente el pueblo dió un empujo á los esclavos, que cayeron todos á un tiempo dentro del grande hoyo abierto á sus piés.

Seguidamente echóse la tierra amontonada en los bordes, y, lleno el hoyo, el pueblo se puso á bailar sobre los esclavos, cuyos horribles gritos salian de la tierra como desgarradoras maldiciones del averno.

Diego no creia lo mismo que estaba presenciando.

Y esta era, sin embargo, la antigua y constantemente observada costumbre en aquel pais de enterrar vivos á los esclavos á la muerte de su señor.

El rey volvióse tranquila y magestuosamente, seguido de los grandes, á su palacio, y el pueblo se quedó haciendo las últimas honras al príncipe, bailando y cantando sobre la fosa donde se habian enterrado vivos sus siervos.[2]

CAPÍTULO XI.
En que se demuestra que las buenas acciones tarde ó temprano encuentran su recompensa.

DIEGO, marchando siempre delante del rey, llegó al palacio verdaderamente horrorizado con la memoria de las horribles y sangrientas escenas que acababa de presenciar.

Su magestad llegó tan sereno como si tal cosa.

Así que estuvo en la puerta, paróse en el dintel y volvióse de frente á los ministros y magnates del reino, que le habian acompañado.

Estos echáronse al suelo y dieron en él tres cabezadas; el rey, despues de recibido este acatamiento, volvió la espalda internándose en palacio, y los demás se levantaron yéndose cada cual á su respectiva morada.

Apenas entró el rey en palacio, y en el salon que le servia de dormitorio y comedor á un tiempo, se puso la mesa cubierta de las mismas estrañas viandas de siempre.

El rey se sentó, ordenó á Diego que le sirviese, el cual quedó absolutamente á su inmediato servicio, y el esclavo blanco empezó sus funciones, llenando primero la copa, luego adelantando platos á su Señor, volviendo á llenar aquella cuando el rey se lo indicaba, y bailando y cantando en los intermedios de una á otra operacion.

Tal fué en definitiva la posicion y el destino que cupieron á Diego en su esclavitud, y bajo el poder del soberano de Loango.

En medio de su desgracia, no fué poca la suerte de Diego en un principio.

Al lado del rey, y ganado el aprecio particular de éste, era llevadero aun su cautiverio; pero el carácter mudable y veleidoso del monarca no tardó en cansarse de los oficios de su siervo, y aunque no le separó de su servicio por la razon de que un esclavo blanco era un objeto de grandísimo lujo, que no ostentaba ningun otro soberano, le daba despues tan cruel y duro trato, que solo una tan grande fuerza de voluntad como la que Diego tenia, y una confianza como la suya en el porvenir, pudieran sufrirlo sin intentar la muerte, mil veces preferible á tan desgraciada vida.

No nos detendremos en describir minuciosamente las penalidades de Diego en su esclavitud, así que cayó de la gracia del rey. Conocido el grado de barbarie en que éste se hallaba, fácil es comprenderlas.

Diego no sirvió mas á su amo de pié, sino andando de rodillas, y como de esta suerte era imposible cumplir los mandatos de aquel con la prontitud que exigia su deseo, á menudo el esclavo blanco era castigado de la manera mas bárbara y cruel.

Uno de los castigos que con mas frecuencia se le imponian, era el de hacerle dormir algunas noches, en vez de sobre las pieles que le estaban destinadas á este objeto á los piés de la cama del rey, atado y tendido boca arriba sobre dos palos en forma de X, de los cuales le sacaban al dia siguiente casi baldado y sin poderse apenas valer de los brazos y las piernas.

Pero su envidiable naturaleza todo lo soportaba, y con una noche de dormir sobre las pieles, se reponia de las otras que pudiera haber pasado sobre la cruz.

La Providencia quiso tambien, por otra parte, que uno de los castigos impuestos por órden del rey, castigo que á ser de otra naturaleza, hubiera acabado seguramente con las fuerzas y la vida de Diego, pues era constante y de todos los dias, fuese antes para favorecerle, que para dañarle en contra de la intencion y la voluntad del rey.

Este castigo consistia en la prohibicion absoluta de toda comida y bebida que no fueran el agua y las gachas, hechas con la harina de yuca.

Este alimento, aunque frugal y sencillo, era el único que se acomodaba á la naturaleza y costumbres de Diego.

Desgraciado de él si en vez de las gachas de yuca le hubiese mandado el rey comer los asados de carnes corrompidas, tan apreciados en aquel pais, y de que hacian lujosa ostentacion los grandes en sus mesas.

Diego, sin embargo del cruel tratamiento que sufria, no guardaba el mas pequeño rencor ni al rey ni á los satélites que por órden suya le castigaban.

Aquel rey, en medio de su barbarie, así como los esclavos que obedecian sus órdenes, no eran dignos del ódio ni del deseo de venganza por parte de Diego.

¡No lo sucedia lo propio al pensar en la causa primitiva de su desgracia!

La grandeza de sus sentimientos y la bondad de su corazon no fueron bastantes, debilitarlos, ni las duras penas que sufria, ni la muchas veces horrible desesperacion que le asaltaba.

Un dia, era precisamente otro de los en que se le habia impuesto el castigo de la cruz.

Contaba ya cuatro años, mas bien cuatro siglos, de aquella atroz esclavitud.

El rey volvia de dictar y mandar cumplir otro de sus sabios fallos por el estilo del de los litigantes en la plaza del trono, y se hallaba sentado en aquella sala de palacio y en el sillon de respaldo de oro.

Diego estaba de rodillas á su lado, sin poder casi moverse.

El rey tenia trescientas mugeres, las cuales ocupaban una especie de serrallo pegado al palacio, con el que comunicaba el rey por medio de una puerta practicada en sil dormitorio.

El serrallo tenia una gran pieza general y comun á todas las mugeres del monarca, donde comian y pasaban las horas en que no salian por la ciudad ó fuera de ella, pues gozaban en esto de completo libertad, y contiguas al gran salon, como trescientas celdas, una para cada muger con la cama y demás muebles necesarios.

Siempre que de una de ellas nacia un niño, era presentado al rey en brazos de la madre, el monarca le tomaba en los suyos, lo examinaba, y si le parecia hermoso, lo besaba y lo acariciaba, devolviéndolo luego á la madre que salia regocijada y contenta con el hijo que conservaba á su lado hasta la edad de cinco años, en que era llevado á otro departamento, donde permanecia hasta la de veinte, á cuya edad entraba á servir en el ejército del rey; si, por el contrario, su magestad encontraba feo el fruto de sus amores, llamaba á uno de los gigantes que á sus órdenes tenia, el cual cogia el niño, ahogándolo con las manos en presencia del rey y de la madre.

Hallábanse Diego y el monarca como hemos referido, cuando se presentó una de las mugeres del serrallo á presentar al rey su hijo recien nacido.

Tomólo el monarca, lo miró un rato sin besarlo y las piernas de la madre empezaron á temblar.

El rey volvió á mirar al niño y llamó al bárbaro estrujador.

Era que lo habia encontrado feo.

A la voz del rey la madre dió un espantoso grito.

Diego sabia ya esta costumbre.

El bárbaro verdugo, con los robustos brazos caidos, en los que se marcaban las gruesas venas y los duros músculos bajo la piel, se presentó en la estancia.

La madre cayó de rodillas, abrazándose á los piés del rey, llorando desgarradamente y prorumpiendo en todo género de súplicas.

La muger era una jóven de diez y seis años, y era aquel el primer hijo que tenia.

La naturaleza para las madres tiene en todas partes y entre todas las gentes del mundo los mismos sentimientos.

El corazon de Diego oprimióse de dolor y compasion ante aquella escena.

Sin pensarlo, pues, y movido por esa fuerza de sentimiento de que estaba dotado su hermoso corazon, levantóse del suelo á pesar del vivo dolor que sentia en todos sus miembros, y antes de que el rey entregase el niño al verdugo, se acercó, lo miró, tocó su rostro con la punta de los dedos, luego levantó las manos al cielo y se puso á bailar con una ligereza tal, y cantar delante del rey con tan agradable y sonora voz, que el monarca se quedó mirándole estasiado.

Diego conocia el carácter del rey, é intentó por medio de estas acciones, probarle que el niño era una preciosidad.

El rey volvió á mirar al niño.

Diego entonces repitió la misma operacion, apretó los dientes y las manos para dominar la fuerza del dolor que sentia, volvió á bailar con mayor agilidad y á cantar, procurando dar á su voz las mas dulces modulaciones, y cada vez que leia en el rostro del soberano el efecto de la satisfaccion que esperimentaba, volvia á tocar el rostro del niño, levantaba las manos y la vista al cielo, añadiendo otros ademanes que indicasen su admiracion por la hermosura del infante.

El monarca bajó la cabeza é imprimió un beso en el rostro de su hijo.

Diego habia conseguido su propósito.

La negra, madre de la criatura, lanzó una mirada al esclavo blanco, con toda la inmensa gratitud de que puede ser capaz una madre en semejante caso.

Aunque negra y en el estado de completa barbarie, al fin era madre.

El rey no se cansaba de mirar al niño, al que besaba y acariciaba con loca y singular alegría.

Despidió al esclavo que poco antes llamára para ahogar al recien nacido, y mandó á Diego que trajera viandas y vino para regalar á la madre.

Desde aquel dia, ésta fué la predilecta entre todas las mugeres que el rey tenia.

A su lado pasaba la mayor parte de las horas en que el soberano se bailaba en palacio, y al fin logró de tal manera ganar y subyugar su voluntad, que llegó á ser su única y esclusiva favorita.

No hay para que decir si el favor de que gozaba aquella muger refluiria en beneficio de Diego.

Nunca olvidó aquella madre que al esclavo blanco debia la vida de su hijo y la consideracion de que despues gozó en el amor del soberano.

Diego vió, pues, en breve pagada con usura, por medio de la inmensa gratitud de la negra, su generosa accion de aquel dia, disfrutando de cuanto era dable disfrutar á un ser de su condicion y estado en el palacio.

Sin embargo, el corazon de Diego no se veia nunca libre de la tristeza y la ansiedad que le abrumaba.

Su mente, aun en los momentos en que necesitaba ocupar toda su atencion en conservar el favor de que gozaba, estaba siempre fija en una idea, la misma que le asaltó así que vió que le dejaba vivir el rey, despues que le fué presentado, y la única con la cual soñaba á todas horas: la idea de la evasion.

Pero su cabeza habia ya agotado todos los medios de conseguirla.

Ignorante del camino que conducia á la costa, teniendo que divagar solo por un pais lleno de fieras y para él completamente desconocido, acaso, aunque hubiese vencido la vigilancia de los centinelas del palacio, rodeado de dia y de noche por la guardia del rey, no se hubiese espuesto á una empresa muchísimo mas peligrosa despues de vencida esta primera y casi podemos decir invencible dificultad.

Y á medida que el tiempo pasaba, Diego veia mas y mas claros estos inconvenientes, cuya idea llegó á afectarle al punto de abatir y hacer desmayar un ánimo que, como el suyo, no se abatia ni desmayaba ante los mayores peligros.

Habian transcurrido ya once años desde el dia de la infame venia del capitan del negrero.

El rey llegaba al palacio de vuelta de uno de aquellos grandes banquetes en que se comian elefantes enteros, y se bebia por cubas el ron y el aguardiente.

El monarca se tendió haciendo echar al esclavo blanco, como de costumbre, á sus piés.

Diego se durmió.

Su sueño, como siempre que cerraba sus párpados, le habia trasportado, por medio de encantados caminos, al hermoso y querido suelo, cuna de sus primeras ilusiones, y el pobre esclavo gozaba y veia soñando lo que no podia ver ni gozar despierto y frente á frente de aquella desconsoladora realidad.

Un fuerte ruido le despertó de repente del sueño.

Incorporóse sobresaltado.

Los últimos rayos del sol penetraban en la estancia.

Diego volvió la vista en derredor, y al fijarla en el rostro del monarca, esclamó:

—¡Dios mio! ¡qué es esto!

El rey daba las últimas boqueadas.

Moria de un atracon, ni mas ni menos que el príncipe su hermano.

Diego dió una voz llamando á la servidumbre.

A los pocos momentos el rey habia muerto.

El palacio se llenó en breve de los grandes y magnates del reino.

Los ministros llamaron á todos los esclavos del rey, que rodearon el palacio, empezando á llorar y dar fuertes alaridos que se perdian en los aires.

Las mugeres del monarca formaban coro con los esclavos.

Entre estas estaba la negra favorita del rey, la cual andaba de una parte á otra en el interior de palacio, como ama, digámoslo así, que era de la casa.

La primera idea que á Diego le ocurrió, fué la de si toda aquella gente, esclavos y mugeres del rey, habian de ser enterrados en los funerales.

—Por consiguiente, se decia, yo que soy el primer esclavo, seré enterrado ó echado al hoyo el primero.

No hay para que esplicar el afan y la ansiedad de Diego.

La negra favorita se le acercó diciéndole:

—¡Ya ves, ya ves la muerte del rey!...

—Sí, ya veo, ya veo la muerte del rey, contestó Diego, que hablaba ya para dejarse entender y comprendia perfectamente la lengua del pais; y todos nosotros moriremos... añadió.

—Todos, respondió la negra.

—Menos yo, observó Diego.

—¿Tú? ¿tú no quieres morir? preguntó ella sencillamente.

—No, y tú me has de ayudar á que no muera.

—Sí, sí, manda, manda, contestó la negra; yo no queria que muriese mi hijo, y tú lo salvaste; sí tú no quieres morir, yo haré lo que tú me digas para que no mueras.

—Dame un medio de escaparme y guíame esta misma noche hasta que pueda encontrar la orilla del mar.

La negra se puso á reflexionar, y haciendo seña á Diego de que callase, como quien ha encontrado ya el medio que busca, se separó de su lado.

Pasó un rato y otro rato, y tiempo y mas tiempo, y la noche iba adelantando, y la negra no volvia...

A Diego le consumian el temor y la ansiedad.

Por fin apareció, hizo seña á Diego de que la siguiera, lo cual efectuó ésto sin estrañeza alguna por parte de los que en la sala habia, y al salir fuera de esta pieza, en donde quedaba el cadáver del rey, la negra le señaló el cuerpo de los dos primeros guardias tendidos en el suelo.

—¿Muertos? preguntó Diego.

—Borrachos, contestó ella.

Adelantáronse á la puerta de salida, y la negra hizo la misma accion, señalando á dos gigantes como los que vimos el primer dia en la entrada del palacio, tendidos tambien.

La negra habia imaginado el medio de darles aguardiente, sabiendo el efecto que conocemos ya produce esta bebida espirituosa en la cabeza de los negros.

Diego, al pasar, cogió uno de los dos enormes sables de los guardas.

Los esclavos estaban acurrucados junto á las paredes del palacio y á los troncos de las palmeras, llorando y ahullando algunos y dormidos la mayor parte. Así, á favor de la oscuridad, burlada la vigilancia de las dos puertas, Diego pudo, en compañía de su salvadora, atravesar la ciudad hasta llegar á la última choza.

Luego que estuvieron en despoblado, la negra le dijo.

—Mira en esa direccion, y estendió la mano hacia el Este, sigue siempre esa cordillera, ¿ves aquella estrella mas brillante? no pierdas su punto de vista, ella te conducirá al mar. Allí está la ciudad de Mallemba, junto á la cual he nacido yo, y he vivido hasta que me llevaron para ser esposa del rey.

No es posible trasladar aquí la emocion de Diego.

El pobre esclavo tenia ya todo lo que apetecia, que era libertad y camino para poder llegar á la orilla del mar.

—Bien has hecho en tomar esa arma, con la cual podrás defenderte de las fieras, continuó la negra; yo te acompañaria gustosa, pero no puede ser.

—¿Por qué? preguntó Diego, á quien hubiera servido mucho semejante compañera.

—Porque tendria que dejar solo á mi tierno hijo esta noche.

La negra tenia otro hijo nacido de pocos dias.

—Pero, continuó, como yo no he de morir, porque tengo tres hijos del rey y á las que alcanzamos este número no nos entierran, mañana correré á buscarte.

—No podrás encontrarme ya.

—Sigue el camino y la direccion que te he indicado, y al fin de esta primera cordillera, hallarás un llano donde verás que los árboles son claros aunque robustos. En llegando allí, estás ya completamente á salvo por esta noche. No pases mas adelante. Súbete á uno de los árboles mas altos, porque de esta suerte no serás atacado por las fieras; pero ten cuidado de observar antes si en el tronco ó entre las primeras ramas ves una cosa enroscada como una culebra; entonces no toques siquiera al árbol y vete á otro, porque será realmente una culebra, el boa, que saltaria sobre tí para devorarte en seguida.

Diego escuchaba con suma atencion las minuciosas instrucciones de la negra.

Ésta continuó:

—Pasas sobre el árbol el resto de la noche; te bajas á la salida del sol y buscas en el llano un sendero estrecho.

—¿Cuántos caminos hay en el llano? preguntó Diego no queriendo separarse de las instrucciones de su protectora.

—Ese que te indico, nada mas, que conduce al mar pasando por muy cerca de la ciudad de Mallemba.

—Por él sin duda vine yo cuando me trajeron aquí; pero ya no me acordaria del sitio por donde pasé.

—No puedes perderte, pero ten presente esta otra advertencia.

—Dí, y no dejes de hacerme cuantas te se ocurran; pues no las olvidaré.

—No vayas precisamante por el sendero.

—¿Pues?

—El sendero ha de ser tu guia nada mas; porque yendo por él seria fácil que encontraras gentes que te cogerian sin duda y le matarian ó volverian á hacerle esclavo.

—¡Oh! gracias, gracias, mi buena amiga, mi generosa protectora, el cielo te compense en dias de felicidad el favor que me haces en este momento. No olvidaré ninguna de tus advertencias.

—Anda, pues, y hasta mañana.

—Pero ¿cómo vas á encontrarme mañana? preguntó Diego, á quien la gratitud dominaba tanto como el afan por alejarse del sitio de su cautiverio, y sentia ya separarse de la negra temiendo no volverla á, ver mas.

Este sentimiento era muy natural en un carácter como el de Diego.

El beneficio que recibia, siquiera fuese en recompensa de otro hecho por él en distinta ocasion, despertaba á tal punto la gratitud en su corazon, que sentia un verdadero pesar al alejarse sin poder pagar en alguna manera tan estimable servicio como el que en aquellos momentos recibia.

Pero el tiempo volaba y Diego, que veia la impaciencia de la negra por volver al palacio, no tuvo lugar sino de repetirle la pregunta misma, dando á su acento todo el interés de que era capaz su íntimo agradecimiento.

—Pero ¿cómo vas á encontrarme mañana?

—En cuanto á eso, yo me arreglaré. Tú sigue por entre el bosque y cerca del sendero, y responde á mi voz cuando la oigas acabadas de pronunciar estas palabras, la negra desapareció como una sombra, volviéndose rápidamente á la ciudad.

CAPÍTULO XII.
Otra noche toledana.

DIEGO quedó un momento parado en su sitio, vuelta la vista hácia su generosa y buena protectora.

Cuando ya no pudo verla, esclamó:

—¡Quiera el cielo que mañana pueda volver á encontrarme! Sentiria no ver mas á esa criatura, sin la cual mañana sin remedio hubiera yo dejado de existir.

¡Gracias á ella, ó gracias á tí, Dios mío, continuó levantando los ojos al cielo, que la enviaste á mi lado, he podido romper las cadenas de mi horrible esclavitud! Ahora completa tu obra, Señor, y permite que pueda llegar salvo á la playa.

Despues de esto volvió la vista hácia la cordillera que la negra le habia indicado, y repuso:

—¡Ea! valor, y hágase la voluntad de Dios.

Y empuñando el sable que habia quitado al guardia borracho, echó á andar resuelta y precipitadamente en la direccion convenida antes con su guia.

El cielo estaba sereno y despejado; pero la noche bastante oscura.

La luna tardaria mas de dos horas en salir, y el camino que Diego tenia que andar era harto escabroso y lleno de matorrales.

Además de esto, aunque la negra no se lo habia dicho, las fieras recorrian todas las noches las cercanías de la ciudad, entrando en ella muchas veces, y esto lo sabia Diego perfectamente y lo pensaba tambien en aquellos momentos.

Pero el afan de la libertad podia mucho mas que todas estas consideraciones, y, por otra parte, el peligro, por grande que fuese, no intimidaba nunca á un corazon tan entero y fuerte por naturaleza.

Libre y con un buen sable en la mano, como llevaba Diego, el miedo no solo debia ser raro en un hombre como él, sino que diremos hasta imposible.

Y así era en efecto.

Si pensó en el peligro, fué para prevenirle, no para temerle y huirle.

Tropezando algunas veces, apartando ramas y yerbas, pero sin moderar nunca el paso y sin perder la falda de la cordillera, ni de vista la estrella que la negra le habia señalado, anduvo como cosa de dos leguas, sin esperimentar el menor incidente en su camino, fuera de los ahullidos de los lobos y chacales y el rugido del tigre y del leon, que resonaban bastante á menudo en aquella region completamente desierta.

Pero las voces de las fieras se oian algo lejanas, y Diego no sentia así el menor cuidado.

Mas hé aquí que de pronto suena un fuerte rumor á su espalda.

Vuélvese de repente, y al mismo tiempo oye un ahullido aterrador que le indica cercano á pocos pasos de sí el bulto de un chacal, que habiendo olido el rastro, le seguia hambriento y dispuesto á echarse sobre él.

Diego no se asustó.

Hizo frente á la fiera, y cuando aquella fué á saltarle encima, le descargó un fuerte sablazo teniendo la fortuna de cercenarle una de las patas.

Diego dió un salto atrás, pero la fiera, que hendió el aire con un ahullido desgarrador, no cejó por eso, embistiendo á Diego segunda vez.

Éste volvió á hacerla frente.

Pero el chacal no llegó á él.

Un incidente nada raro en aquel pais le cortó el paso, sorprendiendo completamente el corazon de Diego.

La escena entre éste y la fiera, tenia lugar al pié de una palmera, que si Diego la hubiese observado antes, la hubiera visto plegadas las hojas, ni mas ni menos que un abanico cerrado.

De pronto ábrese la copa de la palmera, cayendo á un tiempo todas sus hojas, y desprendiéndose de lo alto del tronco, como una manga negra, que cayó sobre el chacal.

Otro hombre que no fuera Diego, muere del sobresalto y de repente en aquel acto.

Pero Diego no se sobresaltaba nunca al punto de perder la serenidad, é instantáneamente esplicóse el suceso tal cual era realmente.

No fué otra cosa sino que una enorme serpiente boa, que tenia abrazadas las hojas de la palmera, al oir el ahullido del chacal, so arrojó sobre él y lo devoró.

—¡Quiera Dios, esclamó Diego huyendo precipitadamente del sitio, que el favor que ahora debo á esta boa, no me lo haga pagar otra que encuentre, devorándome luego! pero yo procuraré evitarlo.

Y siguiendo su marcha, procuraba evitar los árboles grandes, donde la serpiente boa se enrosca cuando está hambrienta, para desde arriba acechar y arrojarse sobre su presa.

Los rugidos del tigre y el leon, mezclados con los ahullidos de otras fieras, aumentaban á medida que la noche iba adelantando.

El cielo quiso, sin embargo, que Diego llegase al fin de la cordillera sin ningun otro contratiempo.

La luna acababa de aparecer en el firmamento, bañando prados y bosques con su luz clarísima y plateada.

—Este es el fin de la cordillera y esta debo ser la planicie que me ha dicho la negra que encontraria, se dijo Diego tendiendo la vista sobre un llano que efectivamente encontró despues de la última colina.

Detúvose, pues, al pié del último montecillo.

—Sí, aquí debe ser. Los montes han concluido y viene el llano con árboles claros y altos. No debo pasar mas adelante. No seria tampoco prudente; pues casi es imposible el no encontrarse con alguno de esos cuadrúpedos, que, segun lo que gritan, estarán para pocos respetos con el infeliz que encuentren esta noche. A favor de la clara luz de la luna escogeremos un árbol que esté solo, segun me ha indicado la negra.

Y esto diciendo se fué en derechura á un cedro de tronco bastante alto y corpulento.

—Parece que no hay novedad, dijo mirando atentamente al árbol, aunque de alguna distancia.

Luego acercóse mas.

—No, no hay nada: afortunadamente la serpiente boa no es tan diminuta, que yo no la hubiese visto si estuviera en el árbol. Subamos.

Y pasando el sable por un cinturon que llevaba, se encaramó al cedro.

Las ramas eran bastante espesas y ofrecieron á Diego hasta cómodo sitio, atendidas las circunstancias, para pasar el resto de la noche.

Procuró sentarse, sobre tres ó cuatro troncos reunidos, y, pasando los brazos por otros mas altos para quedar mas seguro, recostó la espalda en el principal del árbol.

—Pues, señor, me hallo como un príncipe, esclamó respirando de la fatiga del camino y concluyendo de acomodarse entre las ramas del cedro. Casi podria dormir así sin miedo de caerme.

Y con electo, segun habia conseguido acomodarse, bien pudiera hacerlo sin ese peligro. En tan buena disposicion, por suerte suya, estaban las ramas del árbol en que se habia colocado.

Pero de pronto oyóse un ruido lleno y prolongado como un trueno lejano en el espacio.

El leon y la leona se pararon á la vez, volviendo la cabeza y la vista al monte vecino.

El leon meneó la cola, irguió la cabeza y lanzó un fuerte rugido.

El trueno del monte se oyó seguidamente mucho mas cercano.

Era el rugido de otro leon que hemos confundido con el trueno, porque trueno mas bien que rugido de fiera parecia.

El apuesto galan respondió otra vez.

La leona se fué al pié del árbol, agachándose como esperando la escena que iba á tener lugar.

Sonaron otra vez ambos rugidos, uno despues del otro, y en breve el leon del monte estuvo frente á frente del jóven galan.

Verse, agacharse, saltar uno contra otro, y revolverse confundidos, recorriendo el suelo como impetuoso torbellino, fué cosa de un instante.

Las matas y los arbustos se rompian crugiendo á su peso, y hondos rugidos llenaban el aire entre el polvo que levantaba la horrible lucha.

La leona, impávida y serena contemplando el espectáculo, meneaba la cola con vanidosa satisfaccion.

Al fin era hembra, y los dos leones se batian por ella.

La lucha fué tan breve como horrible.

Al poco ralo uno de los leones, lleno de sangre, lanzando espuma de la boca y chispeantes aun los encendidos ojos, se levantó, irguió la cabeza, sacudió la espesa y larga melena, y dió un rugido que resonó como un trueno en el espacio.

Era el grito de victoria que daba el leon del monte.

El otro yacia muerto y destrozado en el suelo.

El vencedor so fué, meneando la cola, al sitio donde estaba la leona.

Ésta le recibió dejándose lamer la cara, levantóse, olió al muerto, y acompañada de su poderoso y nuevo galan, alejóse magestuosamente del sitio de la lucha, internándose en el bosque.

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No hay para que decir la admiracion de Diego ante semejante escena, que absorvia, como no podia menos, toda su atencion, haciéndolo esperimentar emociones que jamás habia sentido.

El recelo, que receloso habia de estar á la fuerza un hombre en su caso, de ser fácilmente descubierto por los leones, los cuales, si no conseguian derribar el árbol, le sitiarian en él, dejándole morir de hambre; el recelo, pues, unido á la grandeza y rara especie del espectáculo, tenia, como suele decirse, su alma en un hilo, afectada á un tiempo por el temor, la curiosidad y la impaciencia.

—¡He aquí, esclamó luego, un ejemplo en la naturaleza de lo que pasa en el mundo: el fuerte vence al débil, y sin cuidarse de la razon ni de la sinrazon, los bienes y las consideraciones abandonan al primero, para seguir al segundo, arrastrados por la fuerza y la fortuna!

La noche tocaba ya á su término: la rosada luz de la aurora asomaba en el Oriente, y el canto de las aves, mezclándose en esa especie de leve rumor con que la naturaleza despierta al nuevo dia, reemplazaba á la fria soledad y al silencio profundo, interrumpido antes solamente por el rugir de las fieras y el graznar de las aves nocturnas.

El oprimido corazon de Diego se iba ensanchando á medida que la luz del dia disipaba las sombras de la noche.

El sol salia.

Era hora de bajar del árbol y continuar el camino.

La orilla del mar distaba todavia veintiséis leguas de aquel sitio.

Diego tendió una mirada escrutadora en torno suyo y hasta donde alcanzaba la vista, y esclamó:

—No veo nada por ahora que pueda temer, aunque nadie me dice que á los cuatro pasos no tenga un tropiezo como el de anoche. De todas maneras, lo que importa es llegar cuanto antes á la orilla del mar. Si algo me sucede, procuraré defenderme y haga Dios por darme su ayuda.

Sacó el sable del cinturon y se descolgó del árbol.

Así que estuvo en el suelo, no pudo contener un moví miento de curiosidad, y fué al sitio de la lucha que habia presenciado, á ver de cerca el campo y el destrozado cuerpo del vencido.

—Hé aquí una víctima de la fuerza de su rival, se dijo sonriendo y mirando al desgraciado leon. Quiera Dios, añadió, que no tenga que habérmelas yo dentro de poco con alguno de su raza!...

Y empuñando el sable, púsose á buscar el sendero que lo habia indicado la negra,.

A los pocos momentos lo encontró y emprendió el camino, siguiendo, algo apartado, la direccion misma de la senda.

—No deja esto de tener sus inconvenientes, esclamó; cierto que no yendo materialmente por el camino, no encontraré gentes que suban ó bajen, y me libro con esto del peligro de que otra vez me cautiven; pero en cambio, con el ruido que armo saltando y caminando por entre tantas matas, es posible que despierte de su sueño á alguno de estos moradores que, segun he visto y oido, velan de noche mas que de dia, y pague caro el despertarle.

Diego tenia razon al discurrir de esta suerte, y aunque esto último pesaba mucho en su juicio, como hubiera pesado en el de cualquiera, sin embargo, le imponia mucho mas la idea del cautiverio, y hubiera preferido ya en el caso en que se hallaba, cualquier género de muerte, que volver á una vida como la que por espacio de tantos años habia llevado.

Sin vacilar, pues, ni pensar en otra cosa que en andar mucho y en defenderse en cualquier percance, emprendió resuella y definitivamente la marcha por entre las matas y á buena distancia del camino.

Así anduvo como dos leguas sin tropiezo, y ya su corazon empezaba á alegrarse por la felicidad del camino en este segundo período de su viaje, cuando á cuatro pasos de sí, y á su mismo frente ve levantarse, como tres cuartas del suelo, la chata y fea cabeza de una serpiente.

Diego se paró de improviso.

Precisamente, como sucede á muchas personas de conocido y probado valor ante grandes peligros, la serpiente era el único animal que imponia á Diego.

Y no era que le causara miedo en la acepcion vulgar de esta palabra, sino una especie de invencible repugnancia que le paraba el ánimo y le detenia los movimientos.

Efecto de esto, se estuvo unos instantes parado, pensando si de un tajo cortaria la serpiente, que seria recia como el brazo de un hombre, de color negro y de la longitud de poco mas de un metro, ó bien si torceria de camino, evitando su asqueroso encuentro.

Decidióse al fin por esto último; pero al ir á andar sintió de improviso tal escozor en los ojos, que, cerrándolos súbitamente y llevando ambas manos al rostro, no pudo contener un fuerte grito de dolor.

Era que la serpiente, de la clase llamada copra, habia arrojado la maligna espuma de su boca al rostro de Diego, teniendo éste la desgracia de recibirla en los ojos.

En vano es decir que Diego quedó inútil por completo con la indecible fuerza del dolor que sentia, y á merced del mismo reptil ó de cualquiera otro animal que le hubiese en aquel entonces atacado.

Restregábase los ojos y hacia esfuerzos para abrirlos, pero todo en vano. La fuerza, del dolor aumentaba, lejos de disminuir.

De pronto oye un grito á su espalda, sintiéndose á un mismo tiempo cogido, ó mejor aprisionado.

Aquí sí que Diego perdió todo su equilibrio, desmayando por completo.

—¿Qué es eso? ¿qué tienes? le preguntó en seguida una voz de muger.

—¡Bendito seas, Dios mio! esclamó Diego. ¿Eres tú mi ángel salvador?

La voz era la de la negra, que cumplia su promesa de la noche anterior.

—Pero ¿qué os lo que tienes, le preguntó esta segunda vez, que así te quejas con las manos en los ojos?

—No sé lo que tengo, pero siento un dolor vivísimo que me mala!

La negra tendió una mirada al rededor, y vió la serpiente que estaba todavia en el mismo sitio.

—¡Ah! ¡la copra! ¡no temas, ya sé lo que es! pero, ¡ay de tí si yo no hubiese llegado tan pronto!

—¡Quítame! quítame si puedes este dolor que me mata! esclamó Diego.

—Ven, abre los ojos.

—¡No puedo!.

—Déjame, pues, hacer á mí; aunque te haga daño, déjame.

Y la negra, cogiendo la cabeza de Diego y sujetándola con un brazo, abrióle con una mano un ojo, mientras con la otra procuraba destilar en él leche de su pecho.

Ya dijimos antes que la negra tenia otro hijo de pocos dias.

Repitió la misma operacion en el otro ojo, y el dolor fué instantáneamente pasando.

El remedio que la negra empleó, es el único eficaz que se conoce en aquel pais, como antídoto de la maligna espuma de la serpiente copra [3].

CAPÍTULO XIII.
Un robo en despoblado.

SINTIÓSE Diego aliviado instantáneamente.

—¡Oh! ¡gracias, gracias, mi buena amiga! ¡cómo podré yo pagarle tales servicios!...

—Antes me los pagaste ya, respondió la negra con una delicadeza admirable en un ser semejante.

Tan cierto es que los sentimientos delicados son en su origen hijos esclusivamente de la naturaleza, siquiera venga luego la educacion á darles mas bella y pulida forma.

—¿No salvaste tú la vida de mi hijo? continuó, pues ahora hago yo por tí todo lo que puedo.

Pero no se limitó la solicitad de la negra á ir á encontrar á su protegido, andando en breve tiempo tan largo camino, para verle y acabarle de guiar; sino que pensó tambien en que Diego necesitaba algo mas que una guia.

—Y vamos, le preguntó, ¿tienes hambre?

—Mucha, respondió Diego seguidamente.

—Pues ahí te traigo la comida que tú tienes de costumbre.

Y se inclinó levantando del suelo una porcion de pan de luno ó luco el mejor y mas blanco del pais, y gachas de yuca, que habia dejado en una especie de puchero para abrazar á Diego, á la espalda de éste.

No es posible pintar el agradecimiento de Diego ante la accion de aquella muger; pero se comprende todo por estas palabras:

—Oye, la dijo: en llegando á, la orilla del mar he de encontrar necesariamente algun buque, sino hoy, mañana.

—Oh, sí, respondió la negra, muchos encontrarás que vienen muy á menudo á Mallemba; yo los he visto todos los dias cuando vivia allá abajo.

—¿Con que has visto muchos?

—Sí, sí, todos los dias.

Cada palabra de la negra era una nueva alegría para Diego en aquella mañana.

—Pues bien, continuó éste, ¿te quieres venir conmigo en uno de esos buques?

—¿Esclava?

—No, libre y en un pais donde estarás mejor que aquí.

—No quiero ir, respondió la negra.

—¿Por qué?

—Porque tendria que dejar á mis hijos.

—Vuelve y tráelos.

—No.

—¿No podrias acaso?

—Sí; pero es que mis hijos serán ahora príncipes y yo no quiero ir.

—Pero...

—No, no, no quiero ir.

A semejante resolucion Diego no insistió.

—Siéntate y come, que luego yo podré acompañarte un buen trecho.

Hízolo Diego como la negra se lo indicaba, y se puso á comer con verdadero apetito, por primera vez despues de tantos años.

Al poco rato que estaba comiendo observó que por uno de sus lados venia el aire muy caliente y como oliendo á humo.

Volvió la cabeza y efectivamente, á la distancia de doscientos pasos, vió que se levantaba de la tierra una grande humareda.

—¿Qué es aquello? preguntó.

—Es, contestó la negra, que cazan la serpiente boa.

—¡Cómo!

—Si, cuando la serpiente, que come de muchos en muchos dias, está muy harta, se tiende á dormir en un llano, y entonces, así que se sabe donde está, se prende fuego á las matas por los cuatro costados y así muere ella quemada, pagando todos los bueyes que ha tragado y el daño que ha hecho.

Efectivamente, este es el modo como los africanos matan á este terrible y colosal reptil, cogiéndolo aletargado en los momentos de la digestion.

—Y ahora se me ocurro una cosa, esclamó la negra levantándose del lado de Diego.

—¿Qué?

—Aguárdame, que vuelvo en seguida.

Y echó á correr hácia el punto no muy lejano en donde ardia el fuego.

—¿Pero dónde vas? gritó Diego.

La negra ya no lo oyó.

Al cabo de un rato volvió con un haz de ramas secas ardiendo.

—¿A qué vienes con esa lumbre? preguntó Diego no pudiendo adivinar el objeto de la negra.

—A regalarte un rico panal de miel.

—¡Miel! esclamó Diego mas sorprendido.

La negra se dirigió á un árbol cercano sin soltar el haz de ramas ardiendo.

El tronco del árbol estaba hueco.

La negra aplicó el fuego á un agujero que habia en la parte inferior, y en el momento empezaron á salir infinidad de abejas por la parte superior del tronco.

Era que las abejas habian elegido aquel sitio para ejercer en él su maravillosa industria.

Cuando la negra conoció que no quedaba ya ni una abeja en el hueco, arrojadas todas por el humo, metió la mano en el agujero, del cual sacó un buen pedazo de un riquísimo panal de miel.

Inmediatamente voló al lado de Diego.

La negra vió entrar y salir algunas abejas del tronco, conoció que habria allí buena miel y se apresuró á brindarle á su protegido.

A cada nueva accion de la negra, Diego se quedaba mas sorprendido y estupefacto.

—Toma, toma miel, le dijo: con la yuca te gustará mucho y es muy buena, cómela, cómela.

Con efecto, á Diego le sentó perfectamente, pues se avenian ambas cosas muy bien á su paladar.

—Ahora tengo sed.

—Mira, en todos estos llanos hay agua, y si no la encuentras al paso, donde veas que la yerba crece mas alta, irás y encontrarás agua, como allí, ¿ves? levántate y beberás.

Y la negra indicó con la mano un sitio cercano por donde pasaba limpio y fresco un arroyuelo.

Sin aguardar á mas, levantóse Diego, yendo seguidamente á apagar la mucha sed que ya antes tenia, aumentada entonces por lo que habia comido y doblemente escitada por la miel.

Despues emprendió de nuevo su camino acompañado de la negra.

Esta grata compañía no le duró mucho sin embargo.

La negra no podia dejar por largo tiempo á su tierno hijo, y era muy grande la distancia que la separaba de la ciudad.

Al llegar á un punto en que el camino no podia tener pérdida, la negra le dijo:

—Aquí te dejo ya.

—¡Ya te vuelves y me dejas! esclamó Diego con verdadero sentimiento.

—Sí, estoy ya muy distante de la ciudad y no puedo acompañarle mas.

—Ni yo lo exigiria de tí, mi buena y generosa protectora.

—Ahora ya no será fácil que me necesites, pues el camino está bien marcado.

—Solo te necesitaré á todas horas para darle las gracias por tantos beneficios como te debo.

La negra dió la mano a Diego, que éste estrechó fuerte mente, y se separó ligera volviéndose á la ciudad.

Diego se quedó mirándola y pudo observar que la negra llevó la mano á la cara.

¡Quizás enjugaba una lágrima que saltaba de sus ojos, al tiempo que brotaba tambien del agradecido corazon de Diego!

A la distancia de cuarenta pasos la negra se paró volviendo la cabeza.

Diego levantó la mano saludándola.

Ella respondió a esta última cariñosa manifestacion con el mismo espresivo ademan y echó á andar de nuevo.

Al cabo de pocos momentos desapareció, cubierta por las altas matas que habia á los bordes del camino, para no presentarse mas á la vista de Diego.

—¡Que el ciclo te conceda todo el bien que yo para tí le pido, generosa criatura! esclamó éste fijando por vez postrera la vista al último punto donde vió á la negra y siguiendo su marcha con los ojos de su alma agradecida.

Y  echándose á la espalda las provisiones que aquella le habia dejado, y empuñando el sable, emprendió de nuevo la rápida y resuelta marcha en direccion á la orilla del mar.

La distancia era grande todavia, y Diego, aun sin tener ningun tropiezo en el camino, no podia llegar antes de dos dias ó dia y medio por lo menos.

Su afan, sin embargo, devoraba el camino y la distancia, que aumentaba en su anhelante imaginacion, al paso que disminuía bajo su ligera planta.

Habia ya andado como tres leguas sin esperimentar el menor incidente, cuando un estraño rumor hirió sus oidos, siempre alerta, como es de suponer, en el terreno que atravesaba, tan sembrado y lleno de peligros de todo género.

Paróse y fijó toda su atencion, para hacerse cargo de la causa que podia producir el rumor que sentia.

—¡Cuánta razon tenia esa muger, ese ángel de mí salvacion, esclamó luego, al advertirme que anduviese separado del camino!

El rumor que habia oido era la conversacion de gente que sin duda se encaminaba á la ciudad de Kingele.

Diego no pasó adelante.

Separóse á mayor distancia del sendero y se agachó detrás de unas matas.

En esta disposicion aguardó á los que venian, esperando á que pasaran.

Cuando los vió ya léjos, se levantó, dirigió una mirada á la especie de caravana que cerca de si habia pasado, y volvió á emprender su marcha.

Durante el resto del dia no le interrumpió, felizmente, ninguna otra contrariedad.

—Hasta que llegue la noche, en que volveremos á encaramarnos sobre otro árbol, no me detengo, entonces descansaré y comeré.

Sin embargo, tuvo, á pesar suyo, que detenerse mas de una vez.

La rapidez de la marcha y el sol abrasador de aquel país, le daban una sed irresistible.

Afortunadamente los arroyados cruzaban en gran número aquella inmensa sabana, y Diego podia apagarla fácilmente, sin perder el camino ni desviarse de la direccion que llevaba.

Al caer la tarde, hirió otra vez sus oidos la voz de un hombre que se adelantaba cantando por el camino.

Agachóse Diego tambien detrás de una mata, como la vez anterior, y vió que el hombre iba solo y montado sobre un caballo.

Diego se levantó de puntillas tendiendo una mirada en torno suyo, abrazando la vasta estension del llano.

No vió á nadie.

El caballo andaba al paso, floja la rienda y al compás, puedo decirse, de la perezosa cancion del caballero.

Diego salió de la mata, salló al camino, y súbitamente, cogió una agilidad admirable, á la grupa del caballo, abrazándose al que lo montaba.

El negro dió un grito de espanto.

—¡Apéate, le dijo Diego, ó eres muerto sin remedio!

El negro, sin volver la vista atrás, completamente espantado, obedeció la voz que pegada al cogote habia oido, y saltó al suelo cayendo de bruces.

—¡No to levantes, gritó Diego en el mismo lenguaje del país, el cual poseia lo suficiente ya para dejarse entender, ó te corto la cabeza!

Diego se sonreia, ahuecando la voz al tiempo de pronunciar estas palabras que no hubiera cumplido seguramente en manera alguna, aunque para intimidar al negro las proferia.

Y el efecto fué completo.

El negro estaba de bruces en el suelo, sin osar ni respirar de puro miedo.

—No te levantarás de ahí hasta que yo vuelva y te lo mande, esclamó Diego con voz fuerte, acomodándose sobre el caballo y tomando las riendas.

—Así lo haré, Massa, ó, señor mio, respondió el negro con voz doliente.

Diego volvió las riendas y puso el caballo al trote, siguiendo su camino.

—Mala accion es en parte, se decia trotando en el caballo; pero perdóneme Dios; necesito llegar lo mas pronto posible á la playa, y no habia de desperdiciar tan buena coyuntura. Va á cerrar la noche, y los negros de por acá, que no viajan sino de dia, no será fácil que me encuentren á estas horas por el camino. Por otra parte, continuó, el jamelgo parece descansado y bien podrá resistir un escape en caso de necesidad. Probemos.

Y aprovechando un pedazo limpio y recto del camino, lo puso al galope.

—¡Bravo! esclamó Diego volviendo á poner el corcel al paso; soy feliz por ahora. Un leon ó un tigre corre menos que un caballo, y un hombre, no hay para que decirlo, mucho menos todavia. De esta suerte andaremos esta noche, y al amanecer puedo estar ya á la orilla del mar. ¡Oh! ¡el cielo parece que quiere favorecerme! ¡Ojalá me depare pronto seguro refugio en un buque que quiera recogerme!

Y alejando de su imaginacion todas las ideas que pudieran distraerle, atento el oido y volviendo á, un lado y á otro los despiertos ojos, sin soltar el sable que empuñaba la fuerte mano derecha, todo para no ser sorprendido en cualquier incidente que muy bien podia sobrevenirle, siguió impávida y serenamente su camino.

CAPÍTULO XIV.
La caza del negro.

OBSÉRVASE en la desgracia, lo mismo que en la fortuna, un fenómeno singular, cuya causa nadie ha señalado todavía, sin embargo de que pocos habrá que no lo hayan observado.

Este fenómeno consiste en que cuando la suerte empieza por manifestarse favorable á un individuo en cualquier asunto de la vida, por difícil y escabroso que éste parezca, todo contribuye á su curso feliz, y de tal manera se presentan las circunstancias, que á veces, por ellas mismas y sin el menor esfuerzo por parte de la persona á quien interesa, llega á feliz y dichoso término, aquello mismo que sin variar de naturaleza y en otra ocasion causaria ó hubiera causado la ruina: y al contrario, cuando la señora fortuna empieza por fruncir el entrecejo y dar la espalda, entonces ni hay voluntad, ni inteligencia, ni esfuerzos que basten á llevar por buen camino lo que el soplo de la suerte empuja para que se despeñe en el derrumbadero de la fatalidad.

Preciso, sin embargo, aunque doloroso, es confesar que esto último se ve mas repetido que lo primero.

A Diego, no obstante, despues de esperimentar el último estremo, vemos que la suerte, sin saber por qué ahora como antes, se empeña en enseñarle el lado bueno, despues de tanto tiempo de habérsele ofrecido del lado malo.

Solo así podemos esplicarnos la série de felices circunstancias que le han acompañado desde el crítico momento de su evasion.

Y una vez habiendo empezado ya á favorecerle, es evidente que la suerte no habia de abandonarle tan pronto.

Acompañado de ella, atravesó montado en el caballo, todo el llano que media desde el punto en que lo arrebató al negro hasta el mar, llegando, al despuntar la aurora, á su anhelada orilla.

El corazon de Diego se ensanchó de gozo y de esperanza á un tiempo.

Echó pié á tierra, dejó el caballo suelta la rienda y libre de pacer á sus anchuras, y él se sentó al pié de un árbol, recostando el fatigado cuerpo en el tronco y fijando en la inmensa estension del mar la ansiosa vista que abrazaba desde la orilla hasta el último límite del horizonte.

Inútil es decir lo que Diego anhelaba ver en el mar.

Al primer buque que apareciese á la distancia de poder observar sus señas, se levantaria llamándole la atencion para ver si podia llevarle de allí.

Con estas ideas y esta halagüeña esperanza, su mente se entregaba á las mas bellas ilusiones.

El aire puro de la mañana, impregnado del aroma que exhalaba el bosque vecino, acariciaba su frente; el tibio rayo del sol naciente, que bañaba todo su cuerpo, acababa de dar todo el encanto á sus magníficos pensamientos, y presto la mente seducida, olvidó el lugar en que se encontraba, y cediendo á la languidez de la materia fatigada, fué cayendo en uno de esos sueños deliciosos que trasportan el alma á un mundo que nunca llegan á conocer despiertas las potencias!

El sueño de Diego llegó á ser profundo, precisamente en los momentos tal vez mas críticos de la evasion, y en los que por muchas razones necesitaba estar muy despierto.

En primer lugar, el sitio en que se encontraba estaba sumamente cercano á la bahía de Mallemba, continuamente visitada por gentes de la ciudad, que al verle le hubieran aprisionado otra vez; luego, y esto era tan crítico como lo primero, ¿quién le aseguraba que durante su sueño no podia pasar el buque que tanto anhelaba, y sin el cual era de todo punto imposible que saliese del pais de su horrorosa esclavitud pasada?

Pero ya hemos dicho que Diego no tuvo tiempo de pensar en todo eso.

De otra manera, su poderosa fuerza de voluntad no se hubiese visto precisamente en aquellos instantes vencida por una necesidad material del cuerpo.

Diego soñaba, pues, y su sueño, como acontece casi siempre que estos son hijos y toman la imagen de las deseos del alma despierta, era naturalmente su salida de aquella costa en un buque que le recogia, acompañado esto de todas las circunstancias antes y despues del embarque.

¡Quién le dijera entonces que por una rara coincidencia la primera parte de ese hermoso sueño, era una realidad que pasaba ante sus ojos cerrados!

Efectivamente, á la media hora de quedar Diego dormido, apareció un buque que venia costeando la playa.

Pero Diego dormia, y el buque pasó en el instante mismo en que lo soñaba tal vez!

El buque entró en la bahía de Mallemba.

Diego siguió profundamente dormido.

A las dos horas poco mas ó menos de haber pasado el buque, Diego despertó sobresaltado.

Cuatro voces á un tiempo gritaron á corta distancia suya:

—¡Uno! ¡uno!

—A los gritos Diego abrió los ojos, dando él otro grito tambien.

Tenia delante de si á seis hombres.

Diego se levantó de un brinco; pero uno de los hombres, con una ligereza sin igual, le tiró un lazo que lo hizo caer al suelo, aprisionándolo por ambas piernas.

Afortunadamente la caida fué sobre arena, y Diego no se hizo el menor daño.

—Querias huir, perro negro! dijo uno de los hombres al echársele encima con sus demás compañeros.

Diego, al oir el acento del que hablaba, sintió una tan súbita como inesplicable alegría, apresurándose á responder:

—Ved que os engañais, amigos...

—¡Calle!... esclamaron todos á un tiempo, y habla como nosotros!

—Hacedme el favor de levantarme; pues, segun tengo atados los piés, yo no puedo por mí solo, prosiguió Diego entrecortado el acento, y no de miedo por cierto.

—Ea, quitémosle el lazo, dijo uno; á ver qué es esto.

Así lo hicieron en breve, y Diego se levantó.

Los hombres quedaron estupefactos mirándole.

—¿Os ha sorprendido encontrar otra cosa de la que pensabais al cazarme?

—Con efecto... ¿pero quién eres tú? ¿Y cómo así te encontramos?

—Un desgraciado que ha pasado once años cautivo en este país y ha podido escaparse al fin.

—¡Cómo!

—Sí, amigos mios, y ya que la suerte ha querido que así me encontrase gente que por el habla parece de mi mismo pais...

—Somos americanos de la isla de Cuba.

—Yo soy pues español, añadió Diego, y suplico á vuestra caridad que me lleveis con vosotros, de lo contrario, irremisiblemente me cogerian otra vez y volveria al cautiverio.

—Pues yo lo creo que te llevaremos, dijo uno.

—Ea, esclamó el capataz, vamos á llevarlo á la lancha y á bordo en seguida.

—¡Oh! gracias, gracias, amigos mios.

—Que gracias ni que ocho cuartos, repuso el capataz, pues no fallaba otra cosa.

—Pues como no hubieses hablado, por un negro te tomamos, dijo uno sonriendo.

Con efecto, el tiempo que Diego habia permanecido en aquel pais, habia dado cierto color á su cutis muy parecido al de los africanos de color cobrizo; además de esto, su vestido, enteramente igual al de aquella gente, escepto las hendiduras de la piel que á Diego no le ocurrió hacerse jamás, contribuia á que cualquier europeo á primera vista le tomase por un africano salvaje.

Ya habrá conocido el lector que la gente que intentó cazar á Diego, era parte de la tripulacion de un buque negrero, que habia saltado en tierra con objeto de hacer una escursion al fin que hemos esplicado ya en otro de los capítulos anteriores.

El buque estaba anclado en la bahía haciendo su cargamento.

La llegada de Diego, causó general sorpresa en los marineros, que se agruparon todos á su alrededor, abrumándole á fuerza de preguntas y pidiéndole la relacion ó la historia de su cautiverio.

Por fortuna de Diego, que ya hemos dicho que esta señora se empeñaba ahora en favorecerle, habia tanta distancia del capitan de este buque al del otro que le recogió del naufragio, como distancia hay de una persona á una fiera.

No puso el menor inconveniente, pues, el capitan en admitirlo á bordo, y los marineros, que, gracias al buen carácter de aquel, escepcion verdadera de la regla en todos los capitanes que á este tráfico se dedican, disfrutando en el buque de una libertad y una confianza que en los otros no habia, podian obrar libremente en sus atenciones respecto de Diego, á quien hicieron pasar, puede decirse, del infierno al paraiso el primer dia ya de tenerle á bordo.

Las grandes alegrías afectan tanto como los grandes pesares, y en un carácter como el de Diego, las primeras so dejan sentir con mayor violencia aunque estos últimos.

Diego, tan fuerte para el pesar, era débil para la alegría, cuando esta tenia motivo de ser estremada.

Esto se comprende bien y sucede casi á todas esas naturalezas privilegiadas y que parecen hechas, digámoslo así, á propósito para resistir los mas terribles golpes de la adversidad, que vienen á estrellarse contra su poderosa fuerza, sin conseguir nunca abatirla por completo.

Diego, pues, de puro alegre parecia triste, y tenia mas de una vez necesidad de recordar, como para ponerlos de contrapeso á su alegría, los motivos de dolor que por tantas otras causas debia sentir, llamando así el recuerdo de su pobre madre, el de Clara, y sobre todo la irritante memoria de aquel infame capitan que tan vilmente le vendiera.

Pero con esto no conseguia sino dar pábulo al mismo sentimiento que trataba de combatir.

Los agravios antes sufridos, cuanto mas los recordaba, mayor motivo daban á su corazon de felicitarse por una libertad que presto iba á darle lugar y tiempo de buscar medios de vengarlos.

Así la idea de la venganza, que antes era un tormento para su alma, en la imposibilidad de intentarla siquiera, era entonces un motivo de satisfaccion, pues que iba unida á la esperanza de poderla llevar á cabo.

Diego suplicó á los marineros, despues de haberles dado repetidamente las gracias á todos, que le permitieran descansar en cualquier parte retirada del buque.

—Ya lo creo, respondió el capataz. Ea, llevadlo al rancho de proa y que se eche en la cama que quiera. Oye, tú, añadió dirigiéndose al cocinero, dale algo que comer y un trago de aguardiente de caña. Esto le ayudará á descansar.

Diego tomó un poco de alimento, é inmediatamente, segun lo habia pedido, fué acompañado por uno de los marineros á echarse en una de las camas de proa.

Diego empezó á gozar cuando se vió completamente solo.

Mentira le parecia en el término de dos dias tan completa variacion en su estado.

—Se me figura, docta para si, que vengo hoy al mundo, pero no á un mundo que no conozca, añadia amargamente, sino á un mundo de donde me arrojaron como á un perro, vendiéndome luego por vil precio.

Su corazon tenia necesidad de recordarlo todo en aquellos momentos, y todo lo recordaba.

Pero como los agravios sufridos en la desgracia, cuando ésta cesa, no vienen á ocupar enteramente nuestra imaginacion, sino cuando el alma, con la nueva fortuna, ha pasado el tiempo que necesita para indemnizarse de los sinsabores antes sufridos, hé aquí que Diego insensiblemente daba la preferencia á las doradas y hermosas ilusiones á que ya podia entregarse, y no á las ideas dolorosas que amargaban su nuevo estado.

Una dulcísima melancolía se apoderó en breve de su corazon, y no tardó esta melancolía en convertirse en profundo sueño.

Cualquiera que en aquella hora hubiese estado observándole, hubiera asimismo notado como su pecho respiraba fatigosa y fuertemente, y como de su dulce boca salian hondos suspiros nacidos del fondo de su alma.

¡Diego soñaba que era esclavo!

Al cabo de larguísimo rato dió un salto en la cama y se incorporó.

En el sueño habia oido uno de aquellos bestiales berridos del rey de Loango, llamando á su siervo.

Sentado en la cama Diego, abrió los ojos despavoridos:

—¡En dónde estoy! esclamó mirando al rededor de sí. ¡Ah! ¡Gracias otra vez, Dios mio!

Y entonces asomaron á sus párpados dos gruesas lágrimas de alegría y gratitud á un tiempo.

Otras veces en el cautiverio habia soñado que era libre, y su pesar de entonces, al despertar esclavo, era comparable con su alegría en aquel momento en que acababa de soñar en la servidumbre y al despertar se miraba libre!

Saltó de la cama, y subió alegre y alborozado á cubierta.

¡Qué bello le pareció el cielo, qué hermosa la luz del sol, qué suave aquel aire purísimo que su pecho respiraba libremente!

El buque, completado el cargamento, estaba zarpando áncoras. Al cabo de un rato desplegaba al viento su lujoso velámen, y la ligera quilla hendia las azuladas olas con rumbo á las costas americanas.

Al partir el buque, Diego arrojó una mirada á las costas africanas, esclamando:

—¡Bendita seas, generosa criatura!

CAPÍTULO XV.
De cómo Diego se encontró otra vez solo y abandonado.

INÚTIL es decir que Diego esplicaria su triste historia, mas de una vez durante el viaje, á la tripulacion reunida á su alrededor y curiosa por las estrañas costumbres del interior del África.

Así sucedia en efecto, y el corazon de aquella gente, cerrado por lo comun á toda sensibilidad, se enternecia ante la relacion de alguno de los tristes pasajes que Diego les referia.

Pero cuando mayor y mas desagradable impresion esperimentaron todos, prorumpiendo mas de una boca en juramentos y maldiciones, fué al esplicarles Diego el modo como fué vendido por el capitan del negrero al gobernador de Mallemba.

—¿Y cómo se llamaba ese Judas? preguntaba uno.

—Ignoro su nombre.

—¿Y el del buque?

—¿Qué nombre quieres que tuviera un buque negrero, observó uno de los marineros, cuando nosotros vamos siempre sin él? ¡pues bueno fuera que llevásemos nombre!

—Es que á veces, respondió el reconvenido, has de saber que sale un buque de Nuevitas, por ejemplo, despachado para los Estados Unidos, va á la trata, y á la vuelta descarga en el punto lejano del puerto que se ha convenido: allí encuentra unos cuantos barriles de harina que toma con los papeles despachados de la aduana estranjera, y entra en el puerto como si tal cosa.

—¿Y qué se consigue con esto?

—Mucho: el no tener que quemar luego el barco despues del viaje, como tendremos que hacer nosotros, para que no se descubra el negocio.

—Pues sí, interrumpió Diego contestando á la última pregunta que se le hizo; ignoro tambien el nombre del buque.

—Entonces dí que no sabes nada, respondió otro.

—¿Y de dónde era el buque?

—Americano.

—Pero ¿de qué punto?

—Lo ignoro asimismo.

—Mal podrás buscarle para vengarte, añadia un tercero.

—Solo sé el nombre del contramaestre.

—¿Cómo se llamaba?

—Tomás. Ponce.

—No conozco ese nombre.

—Ni yo.

—El contramaestre me dijo que era de Nuevitas.

—Allí vamos nosotros á descargar.

—Pero no creo que haya aquí nadie de esa ciudad.

—¡Ah! pero el contramaestre era ya muy viejo, y con el pesar de la muerte de su hijo en el combate, es posible que no exista ya! esclamó Diego desconsolado.

A haber sido menos de once años el tiempo transcurrido, aunque se ignoraran los nombres del buque y del capitan, fácil hubiera sido venir en conocimiento de ellos, por el: lance con el pirata, que no podia tenerse oculto entre tanta gente, y el cual debia de haber corrido algun tiempo de boca en boca entre la marina, principalmente, dedicada á este tráfico; pero como por lo general para tripular esta clase de buques, se busca gente jóven de los veinticinco á los treinta años, los marineros con quienes hablaba Diego, todos poco mas ó menos de su edad, no estaban en estado de recordar, aunque algo hubiesen oido, semejante cosa, de fecha tan lejana para ellos.

A los veinte dias de navegacion el buque llegó á la vista de las playas de Nuevitas.

Mantúvose casi á la capa durante el dia; al cerrar la noche hizo la señal convenida desde á bordo y puso la proa al cabo llamado el Júcaro, distante unas dos leguas de la embocadura del puerto, y nueve de la ciudad, porque son siete las que hay desde la entrada hasta la poblacion.

Hízose el desembarco, internáronse los negros, escondiéndolos en el bosque, y concluida esta operacion, el capitan reunió á toda la tripulacion debajo de un árbol, sacó un largo bolsillo de cuero lleno de onzas de oro que acababa de entregarle el dueño de la espedicion, y repartió á cada uno lo que le tocaba del viaje.

Diego lo observaba todo sin decir palabra.

Concluido esto, el capitan esclamó, volviendo la vista á Diego y alargándole la mano:

—Ea, tú tambien has trabajado algo; toma, ahí tienes un par de onzas para que te diviertas á mi salud.

—Mil gracias, respondió Diego, rehusando sin soberbia; bastante debo á V. y á todos.

—Ea, toma, y no seas necio.

—Repito á V. las gracias, pero no puedo yo tomar ese dinero además del beneficio que he recibido.

—Pues, señor, tú mismo entonces te haces el daño; como quieras, respondió el capitan guardando el dinero.

Luego, dirigiéndose á la tripulacion, concluyó:

—Esto está terminado ya y felizmente, muchachos. ¿Hay alguno que no esté contento?

—Ninguno, respondieron seis ó siete á un tiempo.

—Pues cada cual por su lado y disfrutarlo con salud.

Los marineros se dispersaron, el capitan se dirigió al punto donde le aguardaba el amo de la espedicion, y Diego se quedó completamente solo.

Su mente no podia esplicarse como aquellos compañeros de tan largo viaje se marchaban así tan frescos cada uno por su lado, sin decirle una palabra.

—Sin embargo, así sucedió.

Durante la travesía y principalmente en los primeros dias, se mostraron con Diego todo lo generosos y caritativos que cabia hallándose en el buque, pero estando en tierra, era ya otra cosa. A cada cual le interesaba bastante lo propio para meterse en cuidados agenos, y por otra parte, los favores á bordo, como que eran de todos, no pesaban á nadie, mientras que en tierra la persona de Diego solo y abandonado, hubiese embarazado al que le ofreciera su proteccion.

Así fué que, quien mas quien menos, pensando todos lo mismo, cada cual procuró evitarle.

—Pero yo no puedo quedar así, ignorante del punto donde me hallo y sin guia ni camino para llegar á la ciudad.

Y diciendo esto echó á andar tras el primero que topó con la vista, entre los que se marchaban en distintas direcciones.

—¡Camarada!

—¿Qué hay? respondió el marinero volviendo la cabeza.

—Quisiera pedirte un último favor.

—Dí.

—Yo no conozco este país.

—No lo conozco yo mucho tampoco.

—Quisiera solamente que me indicases el camino de la ciudad.

—Lejos está todavia.

—No importa.

—Tenemos que andar nueve leguas.

—¿Vas tú hácia allá?

—Sí.

—Pues, entonces, si no hay inconveniente, yo iré contigo.

—Inconveniente, ninguno, como no sea para tí el de la distancia de las nueve leguas que pienso yo andar en las pocas horas que quedan de noche.

—Eso para mí es lo de menos; puedo yo andar y andaria aunque fuesen veinte.

—Pues entonces, continuó el marinero, que no habia perdido ni un paso mientras hablaba, sigue conmigo; pero te advierto que al amanecer y así que empecemos á encontrar gente, te has de separar.

—Lo tendré presente, y además tú me advertirás cuando yo deba hacerlo.

—Sí, tenemos esta costumbre al volver de un viaje, para evitar toda sospecha.

—Yo, con tal que al amanecer me dejes en camino de poder llegar á la ciudad, tengo bastante, añadió Diego.

—Eso sí, como que la veremos ya al amanecer, concluyó el marinero.

Y  sin pronunciar casi otras palabras ni uno ni otro, siguieron juntos el camino.

Diego era uno de esos hombres á quienes todas las situaciones mas críticas de la vida no hacen perder nunca un átomo de su dignidad.

La dignidad le aconsejó, y ya hemos visto cómo siguió el consejo, rehusar un dinero de manos del capitan, que no habia ganado, y eso que á su prevision no se ocultaba el que se encontraba solo y sin ningun género de recurso en un país totalmente estraño; y esa misma dignidad le impidió, con todo y conocer como conocia su triste situacion, pedir otros favores que el de el camino de la ciudad al marinero, á quien, como á los demás, le habia visto alejarse tan friamente y sin dirigirle la menor palabra.

Amaneció por fin, y á la luz del nuevo dia aparecieron á su vista, en el fondo del puerto de Nuevitas, que seguian costeando, digámoslo así, por tierra, los tejados de madera de las casas de la ciudad.

—Ea, aquí me quedo, dejándote pasar delante, observó Diego al marinero, pues ya distingo la ciudad, que me parece será ese caserío que se vé entre brumas desde aquí.

—Efectivamente, esa es Nuevitas.

—Adios, pues, y gracias, añadió Diego. Si alguna vez me encuentras y en algo puedo pagarle el favor que os debo á todos, manda, que serás complacido.

—Lo mismo digo, respondió el marinero, como quien contesta á un ofrecimiento fútil y por costumbre; con que salud y hasta la vista.

Y el marinero adelantó el paso, dejando á, Diego abandonado á sí mismo.

—En fin, no hay remedio, esclamó Diego parándose para dejar que el otro adelantara, no he de afligirme por eso; de todas maneras les debo á todos ellos, empezando por el capitan, un grandísimo favor, que me pone en el estado de estar hoy alegre. Nada, entraremos en Nuevitas y Dios dirá.

Y viendo al marinero á la distancia conveniente, emprendió otra vez el camino de la poblacion.

Con los dias del viaje, los alimentos y el vestido que Diego llevaba, compuesto de prendas, aunque viejas, que le habian dado los marineros, dejó por completo de parecer un africano salvaje al desembarcar, como lo parecia realmente cuando aquellos le encontraron dormido cerca de la playa de Mallemba.

A las dos horas de sol entró en la ciudad.

Nuevitas es una poblacion de corto vecindario, en lo que respecta á lo que forma el casco de la ciudad, la cual consta de dos á trescientas casas, de un piso generalmente, y construidas todas de madera con techo de la misma materia.

Así que entró en ella, y al verse por primera vez despues de tanto tiempo en un pueblo, que si no se parecia en la forma de las viviendas, era en carácter, lenguaje y costumbres como el de su patria, respiró satisfecho, pues verdaderamente hasta aquel momento no le parecia que habia vuelto á recobrar del todo su calidad completa de hombre.

En breve tiempo recorrió la poblacion toda y en su espíritu se reflejó un rayo de esperanza al considerar que siendo aquella tan reducida, era fácil que pudiese, preguntando, hallar quien le diera razon del viejo Tomás Ponce.

—Pero, aunque no haya muerto, por fortuna, y tenga yo la mayor de encontrarle, se decia al mismo tiempo, ¿será el tio Tomás lo mismo que estos otros tan generosos y tan amables en la mar, y tan despegados é indiferentes en tierra? De todas maneras, aunque no me favorezca en lo que aquí pueda necesitar, con tal que me dé camino de encontrar á aquel infame, quedaré contento y satisfecho. Preguntemos.

Y dirigiéndose á la puerta de una casa, preguntó por un marino viejo, llamado Tomás Ponce.

—No hemos oido nunca en esta calle tal nombre.

Diego repitió la misma pregunta varias veces y á distintas personas, y de todas sacó la respuesta que de la primera.

—¡Esa sí que seria fatalidad! esclamó desmayando un tanto por esta circunstancia.

Pasaba ya el dia y Diego empezaba á sentir la falta de alimento y de descanso.

Pero, ¿cómo satisfacer tan perentoriamente una y otra necesidad?

Diego no conocia ni la vanidad ni el orgullo, pero instintivamente le repugnaba dar otros pasos que no fuesen los del trabajo, y en aquel pais no se tejian velos, que era lo único que él sabia hacer.

Y á su mente fatigada no le ocurria por el pronto otro medio.

Paróse en una esquina á reflexionar sobre su situacion, y el modo de salir de ella.

Largo rato pasó sin que nada se le ocurriese, mas de pronto, dándose una palmada en la frente, esclamó:

—¡Necio de mí! ¡no haber dado antes en el cómo podria yo saber si estaba aquí el tio Tomás! Naturalmente, en este pueblo habrá lo que se dice casa de la villa ó de la ciudad, y en ella el libro...

Pero en el momento en que acababa de hacerse esta reflexion y se disponia á llevar á la práctica su última idea, hé aquí que en la puerta de la casa inmediata á la esquina oye una voz femenina que gritaba.

—Digan Vds al señor médico que vaya tan luego como pueda á casa del señor Tomás Ponce.

—¿Tomás Ponce? bien está, respondió otra voz tambien femenina desde dentro de la casa.

—¡Tomás Ponce! esclamó Diego al mismo tiempo, y volviendo súbitamente la vista á la casa.

La muger de la puerta se alejó así que hubo dejado el encargo.

Diego echó á andar inmediata y precipitadamente siguiendo á la muger.

CAPÍTULO XVI.
Dos antiguos conocidos.

CLARO es que Diego no habia de desperdiciar aquella tan buena como inesperada ocasion que se le ofrecia. Su impaciencia no le dejó andar muchos pasos sin preguntar á la muger que seguia.

Esta dejaba conocer por su porte que pertenecia á la que se llama clase baja del pueblo.

—¡Buena muger!...

—¿Es á mí?

—A V.

—¿Qué se le ofrece, buen hombre?

—Una pregunta, si no es incomodar.

—Diga V., respondió la muger notando el contraste que saltaba desde luego entre las atentas palabras y el traje de Diego.

—He oido que dejaba V. un recado en la casa de aquella esquina, de parte del señor Tomás Ponce.

—Sí, es cierto.

—¿Quisiera V. hacerme el favor de decir si ese señor Ponce es un marino de edad bastante avanzada?

—Sí, señor, y del peor y mas arrebatado genio que pueda tener un viejo en el mundo.

—¡Él es! esclamó Diego para sí.

Y en seguida continuó:

—¿Según eso, está malo?

—Sí, señor, y á tal punto, que no se levanta de la cama hace mas de un mes, y hoy parece que se ha agravado tanto su enfermedad, que tememos no la cuente.

—¡No debo perder momento! se dijo Diego en su interior.

—En fin, veremos lo que dice el médico cuando vaya esta noche.

—Es que yo quisiera verle.

—Es muy fácil, véngase V. conmigo ahora mismo y le verá.

—¡Ah! con mucho gusto, y gracias, buena muger.

Siguiendo ó mejor acompañando á ésta, Diego llegó en breve á la calle de la Marina, que es donde estaba la casa de Tomás Ponce.

Durante el camino, aunque se le ocurrieron mil preguntas que dirigir á la muger, juzgó prudente abstenerse de hacerlas, y no solo eso, sino que tambien el contestar muy ámpliamente á otras varias que la muger sin retintin y sin escrúpulo le dirigió.

Por fin llegaron á la casa.

Esta era, como generalmente todas las de la poblacion, de madera, sin otro piso que el solar, y sin que en ella se notase por su aspecto nada que diese á conocer riqueza, ni un gran desahogo en la familia que la habitaba.

—Aguarde un momento y siéntese, que le avisaremos, dijo la muger á Diego, así que entraron en la casa, no sea que con un voto nos eche á todos del cuarto.:

—Cien, bien, aquí aguardo, pues, y ya tendrá V. la bondad de avisarme.

—¿Y quién le diré que desea verle?

—Un marinero que le trae un encargo de muy léjos.

La muger abrió cuidadosamente la puerta de uno de los cuartos inmediatos á la de la calle, y entró cerrándola otra vez.

Al cabo de momentos salió diciendo á Diego:

—Puede V. pasar.

El corazon de Diego latia con violencia y sus piernas temblaban.

Del recibimiento que le hiciera el contramaestre y de la disposicion en que le encontrase, dependia uno de los tres asuntos únicos que le habian hecho conservar la vida.

—Aquí está este hombre, señor Tomás.

Diego quedó parado en la puerta, fija la vista en el lecho donde yacia el contramaestre.

Un velon puesto sobre una mesa de caoba sin barnizar, alumbraba el reducido aposento, cuyo mueblaje existia, además de mesa, en un arcon de la misma madera con dos fuertes cerraduras, dos sillas, y una fragata primorosamente construida en mínima escala y colgada del techo.

—Acerqúese, dijo el viejo marino, cuya vista chispeaba como fuego entre cenizas, en aquel rostro cubierto por la larga y canosa barba.

Diego se acercó, y la muger quedó de pié junto á la puerta.

—¿Qué haces tú ahí? ¡fuera! gritó el marino con ronca é irritada voz.

La muger salió refunfuñando y cerrando la puerta tras sí.

Diego se acercó mas á la cabecera de la cama.

—Diga, repuso el señor Tomás mirándole.

—¿No me conoce V., señor Tomás?

—¿Yo? ¿A ver?

El contramaestre volvió la cabeza sobre la almohada para mejor poder mirar al rostro de Diego.

—No por cierto.

—No es estraño; hace once años que no nos hemos visto.

—¡Once años!...

El rostro del marino se nubló, y de su pecho salió un suspiro ronco y profundo que hizo estremecer á Diego.

—¡Once años! continuó, no es estraño que uno desconozca una cara en el trascurso de tanto tiempo.

—Y con mayor razon, cuando se trata de un conocido ó amigo al que se ha tratado pocos dias...

—En fin, esplíquese V., dijo malhumoradamente el marino.

—Dispense V., señor Tomás, pero es que no puedo esplicarme así de pronto... Permítame V. que le deje adivinarlo, y empiezo por hacerle una pregunta.

El contramaestre volvió á mirar á Diego.

—Diga V.

—¿Por qué se estremeció V. cuando yo le dije que hacia once años que no nos habiamos visto?

—Porque hace once anos que tuve una gran desgracia, y no puedo recordar esa fecha sin sentir una porcion de pesares á un tiempo!

—¿Y no le acompañó á V. nadie en aquella horrible desgracia?

El contramaestre clavó una mirada fija y escrutadora en el rostro de Diego.

¡Pero no puede ser! se dijo al cabo de un rato apartando de él los ojos.

—¡Y por qué no puedo ser, señor Tomás! esclamó Diego conmovido y sonriendo á la vez.

—¡Pero cómo! ¡seria posible!... habla.

—Señor Tomás, vengo á ver á V. y á recoger de su caridad el pedazo de pan que ofreció un dia al pobre Diego!...

A las últimas palabras de Diego, el señor Tomás, que con tan viva atencion le escuchaba, creyó lo que le parecia ser imposible, y alargándole los brazos esclamó:

—¡Hijo mio!.

—¡Este nombre me dió V., cuando de hecho era mi verdadero padre en el buque! añadió Diego abrazándole.

—¡Y el infame dijo que habias muerto, que te habias enredado con algunos negros, mientras él estaba hablando con otros, y que en la riña habias perecido!...

—¡Infame!

—¡Ah! ¡yo nunca lo creí! esclamó el viejo tendiendo su descarnada mano á Diego. ¡Pero qué sucedió, dímelo, pues quiero saberlo!

—¡Que el muy villano me vendió á los negros!

—Y has pasado todos estos años...

—¡En el mas horrible cautiverio!

Y aquí Diego refirió breve y sucintamente toda la historia de su esclavitud al viejo marino.

—¡Dios, ha querido que llegaras todavia á tiempo!... ¡si tardas un dia mas, tal vez no me hubieses encontrado ya!...

—¿Y por qué no? deje V. esas ideas...

—¡Oh! ¡bien me siento yo como anda la cosa por dentro!... —Mira, Diego, te acordarás que en una solemne ocasion te: dije que te: miraba como á mi propio hijo.

—Ya ha visto V. que lo he recordado.

—¡Pues bien, tú cumplirás como tal la manda de tu padre!..

—¡Oh! no lo dude V.

—¿Me lo juras?

—Mientras no se oponga á mi honra...

—¡Ah! siendo así, ni yo te lo propondria, ni jamás creeria que tú lo cumplieras.

—Perdone V., señor Tomás, no he querido con mis palabras... —Nada de eso, estás muy en tu lugar al hacer esta salvedad; porque un hombre como tú, tratando con otro que fué lo que uno ha sido...

Aquí el amarillento rostro del marino tomó un ligero tinte de rubor, que hizo esclamar á Diego:

—Usted, para mí no fué mas que mi segundo padre, porque á V. debo la vida.

—No recuerdes eso... Yo tengo una gran satisfaccion al verle ahora así... lo mismo que te veia entonces. Pues bien, ya que yo voy á morir y no tengo ni dejo á nadie en el mundo mas que á tí, que eres como mi hijo, oye bien y no olvides, Diego, nada de lo que yo le diga.

—Hable V.

—En primer lugar, tú estrañarás quizá verme así tan pobre...

—No he visto ni me importa ver aquí otra cosa que á V.

—Déjame hablar, y no me interrumpas. Pues lo que es pobre, no lo soy... . Mira, llégale de puntillas á esa puerta y veas si alguien escucha...

Diego obedeció sin decir palabra, abrió la puerta, miró y volvió á entornarla.

—No hay nadie.

—Es que estando uno entre gente estraña que no hacen mas que acechar el momento en que uno cierre los ojos para apoderarse de todo... aunque esta misma noche iba a disponer de lo que tengo en favor de los pobres. Pues bien, sigamos. Yo tengo todavia dinero, bastante dinero, no sé cuánto habrá, porque en once años no he cobrado ni un maravedí de réditos: está en el banco de Lóndres. Todo será tuyo, Diego, todo...

—Pero, señor Tomás, hágame V. el favor de dejar eso á un lado; porque yo tampoco he de admitirlo.

—¡No digas eso, Diego, porque moriria desesperado!...

Y el viejo pronunció estas palabras con tal fuerza de sentimiento que obligó á Diego, contra su natural delicadeza, á decirle:

—Basta, señor Tomás, yo desde este momento juro á V. aceptar y cumplir lo que mande.

—¡Gracias, hijo mio! Pues bien, en primer lugar he de decirte que yo desembarqué de aquel último viaje, tan triste con la pérdida tuya, despues de la de mi hijo, que al poco tiempo caí enfermo de tristeza y de disgusto, y eso que tenia dinero para no haberlo concluido por mucho que hubiese gastado; ¡pero esa misma fortuna era, Diego, mi mayor pesadilla!...

Diego no sabia qué decir á estas últimas palabras del discurso del viejo, cuya incoherencia, comprenderá el lector que era hija de la diversidad de ideas que ocupaban su imaginacion débil y enferma.

—Porque, prosiguió, es preciso que lo sepas todo, Diego, ya que de tí espero el único bien que puedo apetecer... ¡Esta fortuna mía procede de otra cosa peor aun que el tráfico de los negros!...

Diego miró espantado al contramaestre.

—Tú le acordarás que allá por el año treinta...

—¡Ah! no estaba yo en el mundo, observó Diego sonriendo.

—Tienes razon, mi cabeza...

—Vaya V. despacio.

—No importa. En aquel año, pues, cogieron los ingleses al famoso pirata Patrick, al cual ahorcaron en Lóndres al poco tiempo. Yo estaba en connivencia con el pirata en compañía del capitan del negrero, que entonces lo era de un bergantin mercante llamado el Céfiro, de la casa Mesina y compañía de la Habana. En una ocasion salió el Céfiro de Cuba para España, llevando trescientos mil duros en dinero, y el mismo capitan me mandó una carta para el pirata, cuya carta le anunciaba el dia de la salida del buque y la cantidad que llevaba; yo debia dejar el papel en el hueco de un árbol de la punta del Júcaro, á donde el pirata iba siempre á buscar los avisos...

—¡Y el capitan del negrero pudo vender así á una casa que tenia en él su confianza!...

—Deja que me esplique: yo, al llegar al árbol, noté que habia olvidado la carta. El pirata apresó por eso al bergantin; pero no hizo parte del robo al capitan en este negocio, porque dijo que no habia sido antes avisado. Al cabo de pocos dias cogieron al pirata, cuyo verdadero nombre declaró cuando lo iban á ahorcar.

—¡Y cómo se llamaba?

—Genaro Pomar. Pues bien, Diego; este orígen tiene principalmente la fortuna que yo poseo hoy, cuyo remordimiento me está devorando el alma á la hora de mi muerte...

—¿Y qué piensa V. hacer ahora, señor Tomás?

—Hoy os imposible ir á restituir ese dinero, cuyos distintos y verdaderos dueños no habria modo de averiguar; pero he pensado un medio, y si tú quieres ayudarme, Diego, todavia puedo aligerar mi conciencia de tan grave peso.

—Hable V.

—Te haces cargo de toda mi fortuna, que to voy á dejar entera en mi testamento, ahora mismo, cuando venga el notario que mandé llamar. Así que la poseas, despues de mi muerte, haces cuatro partes de ella, una te la guardas para tí...

—Señor Tomás...

—¡Puedes guardártela, Diego, porque esa es ganada por el trabajo! Las otras tres las irás distribuyendo, á tu juicio, remediando el infortunio y la desgracia, que irás á buscar para consolarla en cualquier parte en donde te hallares. Esa es la condicion que te impongo.

—Y que yo os juro cumplir fielmente.

—¡Así á lo menos pueda emplearse en el bien lo que se ganó en el camino del mal, y haz tú, despues de mi muerte, por lavar las culpas con que yo manché mi vida!

—El cielo premie á V. sus intenciones, mientras yo repito mi juramento de cumplirlas.

—Gracias, hi...

El viejo marino no pudo concluir la palabra que cortó por mitad en su garganta la vergüenza de la confesion que acababa de hacer.

—¡Padre mio! esclamó entonces Diego, dándole á entender con esta frase que no tenia que avergonzarse ante quien sabia comprender su arrepentimiento.

El contramaestre abrió los brazos, Diego arrojóse en ellos y como un padre y un hijo verdaderos, permanecieron así algunos momentos.

Un ruido qué se oyó en la puerta del cuarto, hizo separar á Diego.

—¡Quién! esclamó el contramaestre.

Una de las hojas se abrió y apareció la muger de antes.

—Señor Tomás...

—¿Qué hay?

—El notario que V. mandó llamar.

—Que entre, que entre.

El escribano penetró en la sala acompañado de un escribiente.

—Señor escribano, yo he mandado llamar á V. porque me hallo bastante malo, y antes de morir quiero dejar arregladas mis cosas.

—Piensa V. muy bien, no porque realmente exista ahora tal peligro, contestó el escribano, que ni conocia al señor Tomás, ni le habia visto una vez siquiera; sino porque siempre es bueno para un caso que uno lo tenga todo bien dispuesto. Con que V. querrá, hacer un pequeño testamento, ¿eh?

—Sí, eso es, un pequeño testamento, porque en cuatro palabras está dicho lo que quiero. ¿Ve V. á este muchacho?

El contramaestre señaló a Diego.

—Chist... chist... poco á poco, que estas cosas son bastante serias, y no conviene generalmente dar á entender...

—Si sabe ya que yo se lo dejo todo á él...

—Sea como quiera; pero ya que V. habla así, debo decirle que el testamento no puedo yo autorizarlo habiendo gente interesada delante.

—¡Ah! si eso es la ley... dijo el contramaestre.

—Así está prescrito.

—Entonces, Diego, sal un momento ahí fuera, que ya te llamaré cuando esto haya terminado.

Diego salió, y el señor Tomás se quedó con el notario y su escribiente, que empezaba á escribir con la fórmula: En nombre de la Santísima Trinidad, cuando el primero cerraba la puerta.

CAPÍTULO XVII.
La herencia de Tomás Ponce.

EL testamento del contramaestre, que no tenia hijos ni muger, ni dejaba absolutamente en el mundo otro negocio que el de su conciencia, y acerca de este habia ya dicho cuanto tenia que decir á Diego, estuvo hecho en cuatro líneas, que venian á reducirse á esto:

Nombro é instituyo heredero mio universal á Diego Rocafort.

El notario estaba todavia en el cuarto, cuando llegó el médico, el cual, por la circunstancia del testamento,tuvo que aguardar en la primera pieza.

En ella estaba Diego.

Cuando el médico entró, recibióle la muger misma que fué antes á avisarle.

El tio Tomás, viéndose solo y enfermo en el mundo, cuando desembarcó de la última espedicion que hizo, llamó á su casa á una familia para que le cuidase.

La madre de esta familia era la citada muger.

—¡Ay! con que ansiedad le esperábamos á V., señor doctor, dijo á éste así que llegó.

—¿Pues?

—Se me figura que este hombre se nos muere realmente segun V. dijo.

—¡Ah! eso sin remedio. Pero, ¿conocen Vds, si ha empeorado mucho?

—Ahora parece que se ha despejado un poco, pero cuando yo fuí á buscar á V., tenia toda la cara de un difunto.

—Veremos, veremos luego.

—Convendria que V. entrase.

—Pero si está haciendo el testamento...

—Por eso mismo. Usted, que sabe lo que hemos padecido con él, con ese genio tan terrible!... pues se me figura que no va á dejarnos nada! Y si V. tuviese la bondad de indicarle...

En este momento asomó el notario á la puerta.

Diego, que no sabia, aunque le contemplaba de alguna gravedad, que el contramaestre estuviese á las últimas, esclamó:

—¡Dios mio! ¡si este hombre muere sin darme noticias del capitan!...

—A ver si puede entrar un hombre, un vecino, cualquiera que tenga mas de veinticinco años para ser testigo, dijo el notario sacando la cabeza.

—Si el señor doctor quisiera hacer ese favor... se apresuró á observar la muger.

—No hay inconveniente.

El médico entró.

A los pocos momentos el notario volvió á abrir la puerta de un golpe.

—¡Vinagre! ¡que se muere! ¡vinagre!

—Cómo, gritó Diego saltando al cuarto del enfermo.

—¡Ya es inútil! dijo friamente el médico, cuando Diego penetró en la habitacion.

—¡Señor Tomás! gritó Diego abalanzándose á la cama.

—¡No responderá ya! añadió el doctor.

¡El contramaestre habia muerto!

—¡Torpe de mí! esclamó Diego en sus adentros, ¡cuando antes tuve tiempo de preguntárselo!...

—¿Quién es Diego Rocafort? preguntó el doctor.

—Este hombre, contestó el notario señalándole.

—Las últimas palabras del difunto han sido dirigidas á mí para que las trasladara á V.

—Diga V., diga V.

—Son muy breves: que encareciera á V. muchísimo el encargo que ya sabe.

—¡Descansa en paz! esclamó Diego, dirigiendo la palabra al cadáver del marino. ¡Sobre tu lecho de muerte y en nombre de Dios, repito el juramento de cumplir lo que me pediste en las últimas horas de tu vida!

—Nosotros, desgraciadamente, ya hemos concluido, dijo el notario dirigiéndose al médico.

—Sí, contestó éste sencillamente.

—¿Y cómo ha dispuesto?... preguntó la muger, cuya curiosidad y ambicion la tenian en ascuas.

—Si mañana sacan Vds. el cadáver, mañana mismo se leerá el testamento, lo cual no puede efectuarse estando el muerto en casa.

El médico y el notario salieron, y Diego quedó en el cuarto.

Junto al cadáver del contramaestre, pasó la noche en vela.

Al dia siguiente, despues de haberle enterrado, el testamento se abrió en presencia de Diego y los de la casa.

Todo el ajuar quedó para la familia, que saltó de gozo, menos el arcon de caoba con dos cerraduras que habia en el cuarto que ocupaba el contramaestre, cuyo mueble, con todo lo que contenia, quedó para el heredero universal, que era Diego.

El notario entregó seguidamente á Diego las llaves del arca, depositadas en su poder por el tio Tomás.

La primera operacion de Diego, fué encerrarse en el cuarto y abrir el arca.

Y no era ciertamente la codicia por los títulos de sus nuevos bienes, sino otro afan de orígen muy distinto, el que le impelió á registrar el pesado mueble así que se vió en libertad de poder hacerlo.

Levantó la tapa y vió con sorpresa que el arca estaba casi vacia.

Un tubo de lata, sellado con lacre, un pequeño rollo de papeles y otro papel en que habia envuelto un objeto de poco bulto, era lodo lo que habia en el arca.

Cogió esto último y esclamó:

—¡Dinero!

Y sin ver la cantidad que el papel contenia, lo volvió á dejar.

Luego tomó el tubo, lo abrió, sacó unos papeles que contenia, y así que los hubo visto todos, sin examinarlos detenidamente, volvió á meterlos, diciendo:

—Parecen, y serán seguramente, títulos de algun banco inglés. No es eso lo que yo busco por ahora.

Y dejando el tubo, cogió el rollo de papeles.

Estos estaban atados con una cinta, sin carpeta ni rótulo que indicase su naturaleza.

Diego los fué examinando uno por uno.

—La fé de bautismo del tio Tomás... Cartas... No hay ninguna que me interese;... ¡Dios mio! esclamó de repente, fijando los ojos en un sobre.

El sobre decia: A Genaro.

Y desdobló precipitadamente el papel.

En estese leia, en letra sumamente clara, aunque de no muy buen carácter:

«Del 23 al 26 del próximo julio saldré con el Céfiro para España, Llevaré trescientos mil duros en dinero.

PEDRO.»

Diego, leido el papel, se quedó estupefacto, fija la vista sin pestañear, en su contenido.

—¡Esto es para mí el verdadero legado, el tesoro mayor que pudiera dejarme el tio Tomás! ¡Ah! no hay duda, esta es la carta que el capitan escribió al pirata para que robase el buque, cuya carta guardaria, seguramente el contramaestre, para tener un arma de que poder servirse contra aquel!... Ha muerto sin cumplir su deseo...

¡El contramaestre habia muerto!

¡Torpe de mí! esclamó Diego en sus adentros, ¡cuando antes tuve tiempo de preguntárselo!...

—¿Quién es Diego Rocafort? preguntó el doctor.

—Este hombre, contestó el notario señalándole.

—Las últimas palabras del difunto han sido dirigidas á mí para que las trasladara á V.

—Diga V., diga V.

—Son muy breves: que encareciera á V. muchísimo el encargo que V. ya sabe.

—¡Descansa en paz! esclamó Diego, dirigiendo la palabra al cadáver del marino. ¡Sobre tu lecho de muerto y en nombre de Dios, repito el juramento de cumplir lo que me pediste en las últimas horas de tu vida!

—Nosotros, desgraciadamente, ya hemos concluido, dijo el notario dirigiéndose al médico.

—Sí, contestó éste sencillamente.

—¿Y cómo ha dispuesto?... preguntó la muger, cuya curiosidad y ambicion la tenian en ascuas.

—Si mañana sacan Vds. el cadáver, mañana mismo se leerá el testamento, lo cual no puede efectuarse estando el muerto en casa.

El médico y el notario salieron, y Diego quedó en el cuarto.

Junto al cadáver del contramaestre, pasó la noche en vela.

Al dia siguiente, despues de haberle enterrado, el testamento se abrió en presencia de Diego y los de la casa.

Todo el ajuar quedó para la familia, que saltó de gozo, menos el arcon de caoba con dos cerraduras que habia en el cuarto que ocupaba el contramaestre, cuyo mueble, con todo lo que contenia, quedó para el heredero universal, que era Diego.

El notario entregó seguidamente á Diego las llaves del arca, depositadas en su poder por el tio Tomás.

La primera operacion de Diego, fué encerrarse en el cuarto y abrir el arca.

Y no era ciertamente la codicia por los títulos de sus nuevos bienes, sino otro afan de origen muy distinto, el que le impelió á registrar el pesado mueble así que se vió en libertad de poder hacerlo.

Levantó la tapa y vió con sorpresa que el arca estaba casi vacia.

Un tubo de lata, sellado con lacre, un pequeño rollo de papeles y otro papel en que habia envuelto un objeto de poco bulto, era todo lo que habia en el arca.

Cogió esto último y esclamó:

—¡Dinero!

Y sin verla cantidad que el papel contenia, lo volvió á dejar.

Luego tomó el tubo, lo abrió, sacó unos papeles que contenia, y así que los hubo visto todos, sin examinarlos detenidamente, volvió á meterlos, diciendo:

—Parecen, y serán seguramente, títulos de algun banco inglés. No es eso lo que yo busco por ahora.

Y dejando el tubo, cogió el rollo de papeles.

Estos estaban alados con una cinta, sin carpete ni rótulo que indicase su naturaleza.

Diego los fué examinando uno por uno.

—La fé de bautismo del tio Tomás... Cartas... No hay ninguna que me interese;... ¡Dios mio! esclamó de repente, fijando los ojos en un sobre.

El sobre decia: A Genaro.

Y desdobló precipitadamente el papel.

En estese leia, en letra sumamente clara, aunque de no muy buen carácter:

«Del 23 al 26 del próximo julio saldré con el Céfiro para España. Llevaré trescientos mil duros en dinero.

PEDRO.»

Diego, leido el papel, se quedó estupefacto, fija la vista sin pestañear, en su contenido.

—¡Esto es para mí el verdadero legado, el tesoro mayor que pudiera dejarme el tio Tomás! ¡Ah! no hay duda, esta es la carta que el capitan escribió al pirata para que robase el buque, cuya carta guardaria, seguramente el contramaestre, para tener un arma de que poder servirse contra aquel!... Ha muerto sin cumplir su deseo... ¡pero no faltará quien lo cumpla! ¡Oh! ¡yo seré su heredero por completo!

Y doblando la carta, abrió el tubo y la metió junio con los títulos que realmente, como se lo habia figurado, eran de un banco de Inglaterra, del de Lóndres precisamente.

Volvió á cerrar el tubo, y guardándolo en un bolsillo interior de la chaqueta que llevaba, se la abrochó, diciendo:

—Aquí; ¡ya ni para dormir te dejo, preciosísimo tesoro! Por la seguridad de encontrarte, habria pasado cien veces el mar, y hasta otros once años de cautiverio!

Y se levantó poniéndose á pasear por el cuarto, obedeciendo, sin darse cuenta de ello, á la imperiosa fuerza de su espíritu agitado.

—Con que ya sabemos su nombre y tenemos la prueba de su crímen: ¡bravo! ¡Se llama Pedro! pero, ¡Pedro... y nada mas!...

¡Oh! no será difícil saberlo aquí. La casa era de Nuevitas, el buque salió de esto puert... ¡aquí, pues, debe haber alguien que dé razon del capitan del Céfiro!

Llamó á las gentes de la casa, que entraron manifestando el disgusto que sentian por la miseria que el señor Tomás les habia dejado, creyendo que cuando hizo escepcion del arca al dejarles todo el ajuar, allí tendria toda su fortuna.

No se engañaban, como hemos visto; pero esta fortuna, estaban las pobres gentes muy lejos de suponerla tal cual era, sino que se la figuraban en metálico sonante encerrado y guardado en el arca.

Cuando entraron y vieron el arca vacia, la cual tenia aun la lapa levantada, el marido y la muger se dieron mutuamente una mirada de estrañeza.

Diego sorprendió la mirada, y les dijo:

—¿Se estrañan Vds de ver esa arca vacia?

—¡Ah! no, señor... pero... á la verdad... parecia que el señor Tomás, que la tenia siempre tan cerrada con dos llaves, habia de guardar en ella quien sabe los tesoros.

—Pues ya lo ven Vds.

Y Diego se inclinó sobre el arca, sacando el papel en donde estaba el dinero.

El papel contenia sobre treinta mil reales, en monedas de oro.

—Ese es todo el dinero que he encontrado aquí.

Diego no mentia.

—Digan Vds. ¿esta casa pertenecerá á los bienes del señor Tomás?

—Sí, y creo que es la única finca que tiene.

—Bien; Vds pueden seguir habitándola siempre, porque yo se la cedo para ello hasta que vuelva por acá.

—¡Oh! gracias, mil gracias, y Dios se lo pague á V., respondieron á un tiempo marido y muger estrañando semejante generosidad, que contrastaba notablemente con el pobrísimo traje que vestia Diego.

La casa, construida de madera, y pequeña, valia muy poco alquilada y aun vendida.

—Y, digan Vds.: ¿podrian darme noticias de un tal señor Pedro, capitan que fué de la casa Mesina y compañía, y que mandaba un bergantin de la propia casa, llamado el Céfiro, hará como veinticuatro años?...

—No hemos oido nunca hablar de nadie, ni de nada de lo que V. dice.

—Hace mucho tiempo, ya lo veo; pero este señor Pedro, prosiguió Diego, fué luego á la trata de negros, y de esto no hace mas que once ó doce años.

—Tampoco podemos responder á V. á eso.

Diego salió, fué al momento á sustituir con otro mas decente, el traje que llevaba, y á preguntar por todas partes y en toda la ciudad por el señor Pedro, capitan del Céfiro, de la casa Mesina y compañía.

Inútiles fueron sus preguntas durante tres dias; pero al tercero, cuando ya tenia tomado el pasaje para dirigirse á Lóndres y empezar á cumplir el legado del contramaestre, tropezó con una persona, de la cual pudo sacar alguna noticia.

Era un viejo marino que encontró en la casa donde fué á tomar el pasaje.

—¡Ah! sí... ya caigo ahora... Sí, me parece mucho que se llamaba Pedro, respondió el viejo marino á la sempiterna pregunta de Diego.

—¿Y el apellido, lo recuerda V.?

—No, señor, el apellido no lo recuerdo, porque le llamábamos siempre el capitan Pedro.

—La casa Mesina quebró, segun me han dicho.

—Sí, señor, desde el robo del pirata, que fué el tercero y el mas fuerte que tuvo la casa, quedó arruinada por completo.

—¿Y ese señor Pedro, por dónde parará ahora?

—¿El capitan?

—Sí.

—No sé decir á V., hace mucho tiempo ya, oh si, lo menos hace de esto seis años, oí, no sé á quien, que le habia visto en la Habana, donde gastaba gran carruaje como un señor principal.

—¿Y no sabe V. quién podria darme algunas noticias de el en la ciudad?

—No sé decir á V.

Diego dejó al marino despues de haber pagado generosamente sus revelaciones, viendo que ya nada mas podria sacar que lo que aquel le habia dicho.

—De todas maneras, no es poco, iremos primero á Lóndres y luego á la Habana. Si vive y le encuentro, para hacerle la guerra son necesarias otras armas que las que tengo, y estas armas son el dinero.

Diego no sabia á punto fijo, ni mucho menos, la suma á que ascendia la fortuna que le habia dejado el tio Tomás, pues no entendia una palabra, fuera de las cifras, de los títulos que llevaba consigo, ni habia querido averiguarlo, valiéndose de alguien que los conociera en la poblacion, pues comprendia que, á ser una cosa regular la herencia, como creia firmemente, hubiera levantado en la ciudad habladurías, que juzgaba no podian convenirle.

Pero, sin embargo, como decimos, tenia motivos para juzgar bastan le crecida la herencia.

—Segun está dispuesto el mundo, se dijo, y la posicion que en naso de que viva, debe gozar ese bribon, yo necesito presentarme bajo cierto aspecto ante las gentes y ese aspecto está principalmente en el hábito.

Echóse una mirada á sí mismo, y esclamó:

—El que llevo es demasiado humilde, y aunque no ha servido mas que tres dias es preciso sustituirle por otro mejor.

Observó cómo vestian los hombres de alguna posicion en la ciudad, y empezó por hacerse un traje igual para embarcarse.

Difícil hubiera sido, aun á sus mas íntimos amigos y personas mas allegadas de antes, conocer á Diego bajo aquel limpísimo y elegante traje.

Empezando por la cabeza, limpia ya y bien peinada, la cubria con un gracioso sombrerillo de jipijapa. La finísima tela de Holanda de la camisa, vuelto el cuello sobre una estrecha corbata de raso negro, se confundia á corta distancia con la levita y el pantalon blanco de puro hilo, en cuyo talle se escondia, unido al reloj, el estremo de una rica soguilla de oro que pendia del cuello cruzando el transparente pecho de la camisa. Un zapato escotado de charol encerraba el pié sobre una blanca media de hilo de Escocia.

Diego, sin embargo, con su nuevo y perfectamente construido traje, que tan bien sentaba á su bien formado cuerpo, distaba muchísimo de asemejarse á uno de esos hombres consagrados al mas ridículo de los cultos que pueda tener una persona racional en el mundo; esto es, al culto de sí mismo por medio del engalanamiento esterior del individuo.

Su elegancia natural y no estudiada, ni aprendida, no revelaba ese tan indigno como escrupuloso cuidado, que implica la ausencia del verdadero juicio en la mente que en tales frivolidades se emplea, y, subiendo desde su traje á su rostro, no se encontraba la vista con el lastimoso contraste de un magnífico cuerpo y una fisonomía liviana, cuando no marcadamente estúpida.

Además, los sufrimientos, al punto en que á Diego habian afectado y en una tan esquisita sensibilidad como la suya, imprimieron en su rostro un sello tal de indiferencia á las cosas vanas del mundo, que la persona menos conocedora, hubiera hecho á primera vista una escepcion en su favor al observarle, por ejemplo, en un círculo de esos tantos elegantes casquivanos.

Despachados todos los documentos, sin olvidar, en aquellos en que era necesaria, la firma del cónsul inglés, para poder legítimamente presentarse á recoger lo que le pertenecia, como heredero de Tomás Ponce, se embarcó para Inglaterra, en una fragata tomando un camarote de primera.

CAPÍTULO XVIII.
El último Pedro.

ASÍ que estuvo Diego en Lóndres, sus primeras diligencias, como es de suponer, fueron las necesarias para recoger la herencia depositada en aquel banco.

Escediendo aun á sus esperanzas, el capital era cuantiosísimo, acumulados los réditos no cobrados de tantos años, que venian á aumentar mas y mas la gran suma del dinero primeramente impuesto en aquel establecimiento.

Diego no hizo mas que ponerlo á su nombre, dejándolo de manera que estuviese todo ó en parte, segun le conviniese, á su disposicion en cualquier momento que contra el banco girase.

Tomó lo necesario á su permanencia en la gran ciudad, é inmediatamente pensó en aprovechar el viaje, haciendo relaciones que sirviesen á uno de los principales objetos que, podemos decir, en el mundo le tenian.

A un hombre de su natural talento y con los medios metálicos de que disponia, no le fué difícil adquirir esas relaciones en cortos dias.

Lo primero para que las hizo servir, fué para ver por sí, es decir, por medio de persona competente, el proceso seguido al pirata Genaro.

El pensamiento de Diego, fué realmente bueno; pero no tuvo resultado.

Uno de los principales cargos contra el pirata consistia en el robo del bergantin Céfiro.

Pero el nombre del capitan no aparecia en el proceso.

—Nada me queda ya que hacer aquí, se dijo despues de esto, sino pasar á la Habana, punto principal de mis pesquisas y averiguaciones, mientras no tenga mas noticias que las que me dió aquel viejo respecto del paradero del tal Pedro.

Provisto, pues, de muy buenas cartas, para principales casas de la perla americana, embarcóse de nuevo para las Antillas.

Llegado que hubo á la populosa y gran ciudad, su posicion no fué menos falsa que en Lóndres.

Todas las señas que tenia, eran de que allí se habia visto en un carruaje á un hombre, al parecer rico, llamado Pedro de tal y tal figura, y esto ocho ó nueve años atrás.

Diego se guardaria muy bien de preguntar con tan simples señas á nadie.

¿Preguntaria si entre los hombres ricos de la Habana habia uno que se llamara Pedro?

En la Habana habia muchos ricos que iban en carruaje, y el nombre de Pedro no era por desgracia tan poco comun.

Esto era tan simple como aquello.

¿Qué hacer, pues, en semejante situacion?

Diego no lo sabia ciertamente.

Pasar un dia y otro dia, aguardando á que la casualidad se lo presentara delante, era morir de impaciencia y de ansiedad, y, por otra parte, no era su venganza, la cual no se limitaba tampoco esclusivamente al capitan del negrero, el único objeto de sus afanes.

Existia además el deseo de volver á su patria, que guardaba los objetos mas caros, á su corazon.

Pero al mismo tiempo que esto pensaba, se decia tambien:

—Ese hombre, cuando el señor Tomás quedó tan rico, debió necesariamente hacer una fortuna colosal, y si es así, no es un imposible hallar un rastro de él en la Habana, aun con las vagas señas que yo traigo. El corazon me dice que no debo abandonar esto tan pronto. Reflexionemos bien. A él se le vió aquí hace ocho años: accidentalmente, hecho ya un señor, no estaria; en primer lugar, porque cansado ya de viajar, un hombre así escoge el punto que mas le place, y allí, sin moverse ya, va á disfrutar de la fortuna que ha conseguido: y luego que para eso de viajes de recreo, otras partes mas á propósito tiene el mundo que la América.

En cierto modo Diego no discurria mal.

—Además, proseguia reflexionando, que no debe ser ya un jóven y esta es otra razon para que yo no le considere con humor de visitar ciudades, donde tantas veces habrá estado como es en la Habana.

Al fin, despues de haberse repetido una y otra vez estas y otras consideraciones, esclamó:

—Siento que debo quedarme aquí por ahora, y me quedo.

Así lo resolvió, y así lo hizo.

Pero pasaba un dia y otro dia, y la esperanza se iba desvaneciendo á medida que su afan por partir á la península española aumentaba, dejándose sentir mas vivamente en su corazon las causas que ya conocemos.

Desesperado ya de inútiles pesquisas, y despues de haber escrito en un libro todos los nombres de los ricos capitalistas que tenian el de pila que él buscaba, y haberlos visto á todos, determinó dejar la América, y si no abandonar, porque esto era imposible en un hombre que guardara los dolorosos recuerdos que él tenia, el objeto de su venganza por este lado, no entregarse á pensar en él tan contínua y ardientemente como hasta entonces lo habia hecho.

Era la víspera de la partida.

Diego estaba solo y sentado junto á una de las mesas de una especie de café, puesto al aire libre y bajo un hermoso y vistoso entoldado de tela listada de colores, cuando oye á otras personas que en la mesa inmediata habia, estas palabras:

—Ahí viene el rico D. Pedro...

Al oir este nombre, Diego saltó involuntariamente en su asiento.

—Marchando como un nabab en su lujosa carretela, continuó la persona que habia hablado en la mesa inmediata.

—El ladron de D. Pedro, dirias mejor, añadió otro.

Diego dió otro salto, quitando repentinamente la vista de los que así hablaban, y volviéndola al punto por donde pasaban los carruajes.

Pero es el caso que no era solo el de aquel D. Pedro el carruaje que venia, sino muchos y muchos de otras tantas familias bien acomodadas, que salen en ellos á paseo en aquella hora fresca de la tarde.

Mucho y con muchísima avidez miró Diego, tocando apenas con la ropa al asiento de la silla.

Diríase que todo su cuerpo estaba suspendido por la fuerza de la idea que ocupaba su mente.

Y con efecto era así.

Sin embargo, en él se realizó una vez mas, en aquel instante, el sabido dicho de que cuando uno mas mira, menos vé, tomando estas palabras en su sentido puramente literal.

En cada carretela le parecia ver al maldito D. Pedro, y de la misma manera que, movidos por su propia ansiedad, fijaba los ojos en un carruaje, los quitaba para dirigirlos á otro, y tantos caballeros le parecieron el hombre que buscaba y tantas veces dejaron inmediatamente de parecérselo, que al fin, después de los momentos en que calculó debia ya haber pasado entre tantos su D. Pedro, apartó la vista confusa, sin haberse podido dar cuenta de nada de cuanto por delante de sí habia pasado.

Al cabo de un rato miró á los de la mesa, á quienes dejó de oir desde el momento en que su atencion tan ávidamente se ocupó en otros objetos, resuelto á dirigirles otras de las infinitas y siempre parecidas preguntas, que á distintas personas, con igual objeto, habia dirigido.

Aquella tarde, por ser la última de su permanencia en la Habana, segun tenia resuelto, habia de ser tarde de fuertes sensaciones para Diego, respecto del asunto que en la ciudad le habia detenido.

Al tiempo que iba á hablarles, uno de ellos decia, como respondiendo á otro:

—Que mayor felonía que la que hizo á la casa de Mesina y compañia, ¿acaso hay quién ignore eso?

Figúrese el lector la sensacion de Diego á estas palabras.

Iba á hablar y la emocion le cortaba la voz, sus ojos se nublaban y su mente bullia al calor de las ideas de venganza que en tropel le asaltaron en aquel momento.

Pero no habia necesidad de que Diego preguntase para saber mas detalles que conviniesen á las señas y los datos que él traia.

La conversacion iba siguiendo.

—De suerte, añadia otro de los de la mesa, que ese hombre que hoy se presenta tan osadamente pulcro y bueno, ha sido lodo lo sucio y malo que hay que ser en el mundo.

—Figúrate y ancla sumando: negrero.

Diego devoraba con la vista á los de la mesa.

—Usurpador de fortunas agenas, y hasta pirata.

—Acerca de esto último, si no lo ha sido, á lo menos se asegura que ha estado desde la ciudad en connivencia con ellos.

—¡Ah! ¡no hay duda! ¡no hay duda! ¡es él! ¡sí, sí, no puede ser otro! ¡Bien me lo daba el corazon! esclamó Diego casi á media voz.

Luego, levantándose inmediatamente, dió tres pasos y se paró ante la susodicha mesa.

—Caballeros, Vds tal vez estrañarán mi pregunta, juzgándola impertinente; pero ruego antes á Vdes. que disimulen, pues tengo motivos poderosos para hacerla.

Los de la mesa, cuyo porte revelaba ser lo que se ha dado en llamar, por el aspecto, personas decentes, miraron á Diego, cuyo acento y cuya digna presencia les inspiraron al momento toda la consideracion que puede inspirar un desconocido que se presenta en tales términos y en semejante caso.

—Diga V., caballero, respondió uno de ellos.

—Esa D. Pedro de quienes Vds estaban hablando...

—Sí, señor, me afirmo en lo mismo, interrumpió, sin dejar concluir á Diego, el mas jóven de todos; he dicho que era un ladron y al repetirlo delante de V., comprenderá que estoy dispuesto á darle todas y cuantas satisfacciones quiera, cómo y dónde se le antojo.

Diego quedó parado de pronto ante semejante exabrupto, que contestó despues de unos momentos:

—Caballero, siento que haya V. interpretado mal la intencion mia. Si V. me hubiese dejado concluir...

—Tiene razon, observó otro; apenas has dejado hablar á este caballero.

—¡Oh! diga V. entonces, diga V.

—Quizás yo tenga, prosiguió Diego, mas motivos que todos Vds para hablar y aun obrar en contra de ese D. Pedro; pero como soy recien llegado aquí y no tenia noticias de su paradero, á Vds., que por lo visto le conocen, me tomaba la libertad de pedírselo.

—¡Ah! pues si no es mas que eso, le daremos á V. todas cuantas desee.

—La primera que estimaria de su bondad, es la de donde vive.

—En un ingenio que hay á media legua de la ciudad, el primero que se encuentra á la izquierda saliendo por la calle de la Salud.

Diego sacó la cartera y repuso.

—Con permiso de Vds., aunque no seria fácil que se me borrara de la memoria, voy á ponerlo aquí.

Y tomando el lápiz, lo apuntó en una hoja.

—¿Quiere V. saber algo mas?

—¡Oh! mil gracias, es todo cuanto deseaba.

Y saludando cortesmente, Diego se alejó de la mesa esclamando:

—¡Me lo daba el corazon!.

Sin detenerse en parte alguna, se fué á la habitacion que ocupaba en una de las fondas principales.

Entró, tiró el sombrero sobre la mesa, y se puso a pasear la sala de arriba abajo.

Naturalmente, despues de sabido lo que sabia, necesitaba estar solo para pensar, para determinar lo primero que requeria hacer, á fin de dar principio á la realizacion de una parte y no la menos importante de sus deseos de once años.

—¡Ah! ¡no he preguntado el apellido!... pero no importa, ¡qué mas apellido que las vilezas que he oido! ¡vilezas todas suyas!...

¡Ah! ¡es él, es él!

Diego pensó doscientos medios de empezar su venganza y doscientas veces rechazó lo mismo que acababa de pensar.

Y no era que su cerebro se confundiese así tan fácilmente.

Pero la súbita certeza de la existencia de aquel infame en la Habana, que sucedió cuando precisamente acababa de perder la última esperanza de hallarle, le afectó de tal modo que trastornó hasta cierto punto su imaginacion en los primeros momentos de tan anhelado descubrimiento.

Anochecia cuando Diego llegó á la fonda.

Aquella noche fué una de las mas agitadas que habia pasado en su vida.

A la primera luz del alba, despertó de un sueño de pocos instantes conciliado.

Saltó de la cama y esclamó:

—¡Ya llegó el dia!

Y mas sereno calculó:

—De todas maneras, lo primero que hay que hacer es verle yendo á su misma morada. El pretesto... cualquier pretesto es bueno; él no me ha de conocer de seguro. Así que le vea... ¡Oh!... ¡en aquel momento, esclamó, téngame Dios de su mano! Qué diablos, así que le vea, nada; le habré visto y entrado con él en relaciones, que es lo que yo necesito, concluyó Diego con acento precipitado y como reconviniéndose á sí mismo por la impaciencia irresistible que volvia á sentir. En fin, nada, lo primero es ir á verle. Vamos, pues, al ingenio y calma, Dios mio, dadme sobre todo la calma que necesito, ya que á vuestra justicia sin duda debo esta feliz casualidad.

Llamó y mandó poner inmediatamente un carruaje.

Salió, despues de haber aguardado todo el tiempo que sus nervios le permitieron, pues era todavia bastante de mañana, y dió al cochero las señas y la órden de partir hacia el ingenio.

—¡Ah! ¿es el ingenio de D. Pedro Miron? sí, ya sé, ya sé, señorito, está como una legua lejos de la ciudad.

—Lo que son las cosas, esclamó Diego en su interior; no ha mucho me reconvenia el no haber preguntado su apellido, y ahora, sin preguntarlo, viene á decírmelo este hombre.

Y volviéndose al cochero le dijo:

—Sí, pues, al ingenio de D. Pedro Miron hemos de ir. ¿Tú le conoces? preguntó Diego al cochero, al cual tuteó sin embargo de que le veia por primera vez, no queriendo, como le habia sucedido ya, emplear un respeto á que los cocheros no están acostumbra dos en ningun país y que es causa hasta de menosprecio por su parte hacia la persona que lo usa, cuando debia ser motivo de mayor atencion.

Y es que el envilecimiento en que viven, mata tan por completo en ciertas gentes los sentimientos dignos del alma, que ésta, al columbrar un átomo de dignidad en cualquier sentido, huye como espantada confundiéndose en el lodo de su bajeza.

—¿Si conozco yo á D. Pedro? respondió el cochero á la última pregunta de Diego; vaya si le conozco, sí señor.

—¿Y qué tal persona es?

—¡Ah! es un señor muy rico.

—Ya sé eso... quiero decir, de trato, así... si es familiar...

——¡Ah! muy bueno: D. Pedro, crea V. que es uno de los señores mas apreciables que hay.

—Desde luego, se dijo Diego á sí mismo, inútil era que preguntase nada de eso á este hombre. Sin embargo, no todos tienen la misma opinion. Mira, no hay necesidad de ir muy deprisa.

—Iremos al paso si V. quiere, señorito.

Diego subió al carruaje y éste emprendió la marcha hácia el ingenio de D. Pedro Miron.

A la entrada paróse el carruaje.

—¿Es aquí? preguntó Diego.

—Sí, señor, aquí es, no podemos pasar mas adelante, por la obra que están haciendo ahí; pero no son mas que cuatro pasos.

—No le hace, ya puedo ir á pié hasta la casa.

Diego se dirigió á la casa, ó mejor al palacio, que en frente de sí tenia, sin volver la vista á uno ni á otro lado, fija siempre en el solo y esclusivo objeto de su pensamiento.

Cercano á la casa se hallaba, cuando oye á su espalda un gran grito, al paso que siente como se le abraza una persona á las piernas.

Diego estuvo á punto de caerse.

Bajó la vista sobresaltado, dando á su vez otro grito de sorpresa.

Era la negra que le habia salvado.

Este encuentro alegró y disgustó á Diego al mismo tiempo.

—¡Cómo! ¡tú aquí!

—Ay sí, me cogieron y me vendieron.

—¿Eres esclava? le preguntó.

—¡Sí! respondió la infeliz llorando.

—Yo le libraré.

La negra besó los piés de Diego.

—Pero sobre todo no digas que me conoces, ni que yo he estado allí, porque entonces nos matarian á los dos!...

El lector comprenderá por qué Diego hacia semejante prevencion y en tales términos á la negra.

—¡Oh! ¡no, no! ¡no diré nada!

—Vuelve pues á tu sitio y aguarda á que yo vaya por tí.

La negra se volvió, dejando á Diego estupefacto.

—¡Los hombres se encuentran!... ¡cuán cierto es!

Y siguió su camino hasta llegar á la puerta de la casa.

Preguntó, pasóse el recado á su merced el dueño de aquel palacio, y despues de aguardar como una media hora, Diego pudo entrar en la sala donde debia recibirle el podestá americano.

La luz del sol penetraba apenas por las verdes persianas, que tenian además para debilitarla pintados y lujosos transparentes.

El señor D. Pedro estaba de pié en medio de la sala.

Diego entró en ella temblándole casi las piernas de pura inquietud.

Al ver la figura de aquel, su corazon dió como un salto dentro del pecho, y las palabras con que habia pensado saludarle, espiraron entre sus trémulos labios.

—¿Qué se ofrece á V? preguntóle D. Pedro al Verle parado á dos pasos de la puerta.

—Venia... porque he visto una negra entre los esclavos que V. tiene, y si acaso V. quisiera volver á venderla...

—¿Qué negra es?

—¡Oh! difícil será que pueda yo señalarla desde aquí, con palabras.

—Aunque yo necesito hoy todos los esclavos que tengo, sin embargo, espero dentro de breves dias algunos mas y puedo servir á V. Saldremos, y V. me la ensenará.

Diego adquirió toda su serenidad.

Don Pedro pasó la puerta, y al salir á la luz, faltó tiempo á Diego para fijar la vista en su rostro.

—¡Tampoco es!...

Con efecto, aquel D. Pedro, como los anteriores que Diego habia visto, no era el que buscaba.

—¡Pero es particular, se decia, que sean las de este hombre casi las mismas felonías que hizo el otro!

Esto consistia en que en todas épocas puede haber mas de un hombre que se llame Pedro y cometa ó haya cometido los mismos crímenes que otro llamado como él.

—Este es ya el último Pedro que busco. Sin embargo, continuaba reflexionando, míen Iras que con el dueño del ingenio se dirigia al sitio en donde estaban trabajando los negros; á éste deberé el placer de poder pagar, con igual beneficio que de ella recibí, á mi generosa salvadora.

Cincuenta pesos mas ó menos, Diego se llevó consigo á la negra.

—¿Y ahora qué quieres hacer? le preguntó así que la hubo sacado del poder de su amo.

—Volverme á Mallemba.

—¿A que te vendan otra vez?

—¡Oh! ¡no, no! Y aunque eso sea, quiero volver.

Diego conocia ya el carácter de aquella muger, y sabia que no habia de convencerla.

¡Tanto podia en ella, por otra parte, el amor á su patria!

Con no poco trabajo pudo encontrar un capitan que iba á salir á los pocos dias, el cual se comprometió á volver á la negra á su pais.

—No siento los dias de mas que he pasado aquí. He pagado una deuda sagrada, esclamó Diego, terminado este asunto. Ahora nada me resta ya que hacer en América... ¡Europa! ¡España! ¡Barcelona! ¡Quiera Dios que encuentre en tu adorado suelo los objetos de mi amor, ya que en este no he podido hallar el de mi venganza!

FIN DE LA PARTE PRIMERA.

PARTE SEGUNDA
BARCELONA.

CAPÍTULO I.

En que se demuestra como un hombre puede no encontrar en su sitio la casa que dejó.

DESDE cualquier punto de la Muralla de Mar y principalmente desde el estremo inmediato á Atarazanas, se vé, asomado uno al muro que besan las tranquilas ó alborotadas olas, como entran y salen del puerto de Barcelona la infinidad de buques de todas partes del mundo que en el transcurso del año visitan la antigua capital del Principado de Cataluña.

El espectáculo del puerto es siempre el mismo.

El mismo bosque que forman los palos y jarcias de tanto buque flotante sobre el agua; por lo comun el mismo mar, el mismo horizonte, las mismas gaviotas pescando los pececillos en la superficie, ó meciéndose como un puñado de blanca espuma sobre el agua, las mismas velas de las barcas de los pescadores, en una palabra; el mismo puerto. Y sin embargo, todos los dias, á todas horas, hay en la Muralla de Mar gente asomada contemplando un cuadro que tantas veces ha visto, sin esplicarse el porqué la atrae siempre con igual deseo la contemplacion del mismo espectáculo.

¡Admirable secreto de la naturaleza!

Reúnanse en un punto los mas preciosos y variados productos del arte; y el que vaya á verlos, se admirará la primera vez, volverá al dia siguiente y contemplará sin admiracion lo que viera el anterior; y al tercer dia pasará con indiferencia, sin mirar ya las maravillas que tanto le pasmaron el primero.

Mas la naturaleza ofrece un cuadro; el hombre no se admira, pero goza en su espectáculo, y el sentido y el sentimiento, que no salen ni fatigados, ni satisfechos completamente, porque no es dable á la pequeñez del hombre abrazar nunca la grandeza de la obra, vuelven al dia siguiente, y al otro, y al otro, y sin buscar nada nuevo, continúan en el goce primero á cuyo fin no llega nunca el alma, ya que la mente no llega nunca tampoco á esplicárselo por completo.

Hé aquí la verdadera causa: en el cuadro que ofrece el puerto, entra principalmente la naturaleza. ¿Qué cosa mas monótona que la soledad del mar tranquilo, contemplado desde un buque, punto perdido en medio del Océano, y en el silencio de la noche?

Y sin embargo, quien no se conmueva ante la grandeza de un cuadro que forman el cielo y el mar, quien no respire en sus brisas su inmensa poesía, quien no sienta en su corazon las dulcísimas armonías de la naturaleza, que habla solo allí donde todo calla, bien puede decir que tiene ojos y no vé, oidos y no oye, y que su corazon está cerrado á todo sentimiento delicado y puro.

En la tarde del 4 de octubre de 1857, las gentes que asomadas á la Muralla habia, tenian todas la vista fija en un mismo objeto.

Era una fragata que, pausada y magestuosamente, impelida pollina brisa suave que hinchaba apenas sus lonas, entraba en el puerto de Barcelona.

—Esa fragata vendrá de América, decia uno.

—Seguramente.

—Es la Curra, segun parece.

Con efecto: era la fragata Curra, procedente de América, la que entraba en el puerto.

Apenas se echaron anclas, el capitan saltó á tierra, tomó la entrada, y á su vuelta á bordo, subieron tras él á la fragata, una porcion de mozos de cordel á ponerse á disposicion de los pasageros, que, llegando del país en donde no se conoce la moneda de cobre, acostumbran pagar liberalmente en buena plata los primeros servicios que reciben al poner el pié en Europa.

Entre los pasageros de la Curra, venia uno á quien se dirigieron tres ó cuatro mozos á la vez.

Para esta preferencia, no parecia, sin embargo, haber un motivo á primera vista.

La codicia de los mozos era natural que fuese llamada allí donde mayor riqueza se notaba, y entre los viajeros de la Curra, el mas solicitado no era ciertamente el que mas rico parecia.

Fuera de un pedazo de cadena de oro, bastante delgada, que asomaba por entre las solapas del abrochado gaban, no lucia en toda su persona joya alguna que llamase la atencion; mientras que en los demás se notaban al momento, acompañando á las pesadas y gruesas cadenas de oro sobre el chaleco, los grandes alfileres cuajados de diamantes en la pechera de la camisa, y los recios anillos cubriendo casi toda la falanje de los velludos y carnosos dedos.

Pero en medio de aquella sencillez, se notaba, por otra parte, un aire de nobleza y liberalidad que despertó el interés de los mozos, mas que todo el lujo y el boato que los otros viajeros ostentaban.

—Caballero, yo llevaré su equipaje de V., dejáronle dos á un tiempo.

—Bien; ¿pero cuál de los dos ha de ser? preguntó el caballero sonriendo.

—¡Yo!

—¡Yo!

—¡Calla tú!

—¡Yo se lo dije primero!

—Vamos, basta, basta. Hay dos cofres, llevareis uno cada uno.

—Bien, ¿en dónde están?

—Esos dos de piel negra que sacan ahora.

—Tenga V. pues la bondad de saltar á esa lancha verde. ¡Eh! ¡tú!. ¡En la laucha va el caballero, pero la quiere para el solo! ¡cuidado con embarcar á nadie mas!.

El caballero, sin embargo, no habia dicho una palabra de esta órden.

El barquero, con esta indicacion de uno de los mozos, tuvo lo suficiente para conocer que venia á su lancha un buen pasagero.

—Cuidado, caballero, déme V. la mano... ahora póngala en mi hombro y salte V... así. Tenga V. la bondad de sentarse á popa. Aguarde un instante... siéntese ahora sobre este chaqueton.

—No le hace.

—Irá V. siempre mejor. ¡Eh! ¡tú, Juan! ¡á ver si viene pronto el equipaje del caballero, que hace ya media hora que se aguarda!

Apenas hacia tres minutos que habia saltado á la lancha.

Los mozos bajaron de la fragata á la pequeña embarcacion con los dos baules.

—Vamos, y abogar deprisa que el caballero querrá llegar pronto á casa.

—¿A dónde hemos de ir, caballero?

Éste no respondió.

Tenia la vista fija y clavada en el muelle.

El mozo repitió la pregunta.

—A una fonda.

—¿A las Cuatro Naciones?

—Bien, respondió maquinalmente el caballero.

La lancha llegó á la escalera del desembarcadero.

Tres pobres á un tiempo embistieron, digámoslo así, al americano apenas puso el pié en el muelle.

—Apartad, esclamó uno de los mozos, con una solicitud, tan servil para el caballero, como cruel para aquellos desgraciados.

Eran dos hombres y una muger con un niño en brazos.

—¡Dejadles! dijo aquel seriamente á los mozos.

Y metiendo los dedos en el bolsillo del chaleco, sacó una moneda de oto de á cuatro duros, que dió á la muger diciéndola:

—Dos duros para vos, y veinte reales para cada uno de esos hombres.

—¿Quiere V. coche, caballero? le preguntó en el mismo momento un lacayo de alquiler.

—Sí, ¿en dónde está?

—Ahí, caballero, subiendo esa escalera lo encontramos á los cuatro pasos.

—Puede V. tomar el coche, que nosotros andaremos al lado con los cofres, dijo uno de los mozos.

—¡Vamos! esclamó el caballero dirigiéndose á la escalera.

—¡A la fonda de las Cuatro Naciones! gritó, mandando al cochero, uno de los mozos.

Llegaron allá, y el americano, sacando del bolsillo un peso fuerte, dijo á los mozos:

—Para los dos.

El mozo que alargó la mano para tomar los veinte reales, se quedó un momento parado mirando estupefacto la moneda.

—¿Qué te ha dado? lo preguntó el compañero.

—¡Veinte reales!

—¡Veinte reales, nada mas!

—Si lo sé antes, no hubiera sido yo quien le lleva el cofre.

—¡Ni yo!

—¡Vaya un americano miserable!

—Quien habia de pensar que un hombre que da limosnas de dos duros...

—Y así refunfuñando los dos mozos se alejaron de la fonda poco menos que maldiciendo el nombre del caballero á quien poco antes hubieran besado los piés.

—El nombre de V., caballero, le preguntó el mozo de la fonda al darle el cuarto.

—Augusto Mendoza.

Éste subió á su cuarto, mudóse el traje, y salió inmediatamente á la calle.

Siguiendo la Rambla llegó á la plaza de la Boquería.

Allí paróse de repente quedando inmóvil como una estatua y fija la vista en el suelo.

—¡Aquí fué donde la ví por última vez!...

Con esta esclamacion, nuestros lectores habrán adivinado ya á Diego en la persona del caballero americano, á pesar del nombre que dió al mozo de la fonda.

Si durante su cautiverio no le hubiésemos visto mas de una vez lanzar esclamaciones que nos indicasen hasta qué punto guardaba en su corazon el amor de Clara, bastaria para darnos una idea de su constancia en este sentimiento, el efecto que en él causó el verse por primera vez, despues de trece años, en el sitio donde oyó las últimas palabras de los labios de su amada.

Hemos dicho que esto sucedia despues de troce años, porque además de los once del cautiverio, Diego pasó dos en Inglaterra y América, con el objeto que antes hemos visto.

Un buen rato estuvo parado en aquel sitio, volviendo la cabeza á la calle de la Boquería y del Hospital alternativamente.

Su corazon luchó un instante respecto de la direccion que tomaria.

La calle de la Boquería le atrajo al fin.

Llegó á la plaza del Ángel, entró en la de la Boria, y se metió en el callejon de San Ignacio, pasando seguidamente á la calle del Mili.

—¡Qué es esto! esclamó al verse sin sentirlo en medio de la calle de la Princesa.

Y empezó á volver la cabeza de un lado hácia otro, mirando alternativamente arriba y abajo, como un hombre que ha perdido el tino.

Y Diego lo habia perdido realmente.

Volvió á entrar en la calle del Mill.

—Sí, ésta es, porque la reconozco, esclamó, la calle mia; ¡pero no hay mas que la mitad!...

Con efecto, la nueva calle de la Princesa, abierta mucho después de su salida de Barcelona, cortó por mitad, destruyéndola, la calle y la casa en que vivian Diego y su madre.

—Empiezo por no encontrar la casa en donde vivia, ¡en donde seguramente habrá muerto de dolor mi madre!

Preguntó á varios vecinos de la otra media calle, pero ninguno de los de su tiempo habitaba ya en ella.

Diego sintió un pesar profundísimo.

Atravesó la calle de la Princesa, y entrando en la de Moneada, se fué directamente á la parroquia de Santa María.

Subió á la habitacion del cura, por el que preguntó, é introducido que fué á su presencia, le dijo:

—Yo venia á pedir á V. un favor.

—Diga V. en qué puedo servirle.

—Desearia saber si María Rocafort, que vivió en la calle del Mill, existe ó ha muerto.

—¿Cuánto tiempo hace que vivia allí?

—Trece años ya.

—¡Ah! yo no hace mas que dos que sirvo esta parroquia, caballero; pero podemos mirar el libro.

—Se lo agradeceria á V. infinito.

El cura sacó el libro de defunciones.

—¿Cómo dice V. que se llamaba?...

—María Rocafort.

—¿Hace trece años?

—Sí, señor.

—Entonces era en el cuarenta y cuatro, decia el cura mientras hojeaba el libro.

Diego devoraba con la vista la mal trazada letra de aquellas páginas.

—Sí, señor, respondió el sacerdote á la primera pregunta de Diego.

Éste se estremeció.

—¿Con que dice V?...

—Que ha muerto, caballero.

—Una lágrima asomó á los párpados de Diego, que tuvo que aguardar unos momentos para poder hablar y preguntar al cura:

—¿Y en qué dia murió?

—El 15 de abril de 1844, respondió el presbítero cerrando el libro.

—¡A los cuatro dias de mi partida! esclamó Diego para sí.

Y apretó los labios, y contuvo la respiracion para sofocar un suspiro y contener una lágrima, que, brotando del fondo de su corazon, hubiera vuelto á asomar á sus ojos.

—Otra pregunta quisiera hacer á V., continuó.

—Diga V.

—¿No podria saberse en qué punto se enterró?

—¿Vara buscar quizás el cadáver?

—Sí, señor, para eso.

—Muy difícil, será, sino imposible; porque aquí veo que sola enterró por pobre, y seguramente no tendria nicho propio.

—¡Ah! de seguro, no, señor.

—Y á los pobres, prosiguió el sacerdote, los sepultan en la tierra misma y en un pedazo de terreno que es comun á todos y está al lado del cementerio. Allí se hace un hoyo, y se entierran los pobres de solemnidad.

—¡De suerte, que ni el consuelo queda á los pobres de poder saber un dia dónde se hallan fijamente los huesos de sus padres!..

—¡Ya V. vé!... contestó humildemente el cura.

Diego sacó una onza del bolsillo y se la dió diciéndole:

—Tome V., padre, y mil gracias.

—¡Oh! caballero, esto no vale nada, respondió el cura rehusando la moneda de oro.

—¡Tómela V., y si tiene escrúpulo, diga V. una misa por su alma!

—Siendo así, es otra cosa, esclamó el cura resignándose.

Diego se despidió y bajó á la calle esclamando:

—¡Bien me lo daba el corazon! ¡Eso se llama no encontrar ni rastro siquiera! ¡ni la casa en que vivió, ni el sitio en donde fué sepultada!...

Volviendo por el mismo camino que habia andado, pasó otra vez por la calle del Mill, y llegó á la Boquería.

Allí paróse en el mismo punto de antes.

—¡Quiero apurarlo todo esta noche! esclamó al cabo de un instante.

Y tomó el camino de la calle del Hospital.

La misma direccion que habia llevado Clara la noche de la última despedida.

Recordará el lector que en el capítulo primero de la primera parte de nuestra historia, decimos que en la calle de Peracamps vivian Clara y su madre.

A la misma calle pues iba Diego.

En alas de su ansiedad, llegó en breve tiempo a la citada calle.

Desde la esquina sus ojos anhelantes se fijaron en el balcon del cuarto de Clara.

Paróse delante de la casa, levantó la cabeza, miró otra vez al balcon del piso tercero y entró.

A los pocos instantes llamaba á la puerta del cuarto.

—¿Quién vá? respondió una voz desde adentro.

El metal de aquella voz estraña y desconocida heló el corazon de Diego.

—Servidor, respondió, sin embargo, con voz nada conmovida y diciéndose seguidamente: aquí no ha desaparecido la casa, pero sí los habitantes!

—¿Qué se le ofrece á V.? preguntó una muger abriendo la puerta con recelo.

—¿No viven aquí una madre y una hija?...

—¡Aquí no vive nadie! respondió la muger cerrando fuertemente sin dejar concluir á Diego; vaya con el señor, y la pregunta de la madre y la hija!... continuó refunfuñando dentro de la habitacion.

Diego quedóse estupefacto, sintiendo al mismo tiempo un dolor estraño en su alma, herida así de repente por la bestialidad de aquella muger que en tal ocasion daba semejante coz al puro sentimiento de su corazon angustiado.

Estuvo un instante inmóvil delante de la puerta, y luego fué llamando y preguntando á los demás pisos.

No halló la misma falta de crianza, pero si la misma respuesta en el fondo.

Nadie supo darle la menor razon.

Diego bajó á la calle esclamando:

—¡Si habré venido, Dios mio, para saber que ninguna de las dos existe!

Volvió á preguntar, no obstante, á varios vecinos de las tiendas, pero ninguno vivia en la calle mas tiempo de cinco á seis años, y durante estos no habia oido nadie el nombre de tales vecinas, ni reparado en las señas de las mugeres porque Diego preguntaba.

Habia ya anochecido, y desesperado de encontrar allí lo que buscaba, se retiró á su cuarto de la fonda, saliendo de la calle de Peracamps con un sentimiento parecido al que esperimentó al dejar la calle del Mill.

CAPÍTULO II.
La tumba de los pobres.

LA noche que Diego pasó fué verdaderamente triste.

—¿Y á dónde voy á preguntar ahora?... Yo sé de mas de una familia amiga de la de Clara; pero en el transcurso de trece años, ¿quién va á dar ahora con la;gente que entonces conocia? ¡Gran casualidad habia de ser que alguno viviese tanto tiempo en una casa alquilada! ¡Mientras no haya muerto, proseguia, yo la encontraré á pesar de todo! ¡Pero hallaré hoy la misma Clara, que dejé entonces!...

Echóse en la cama, pero tuvo luego que levantarse. Con estas reflexiones Diego no pudo conciliar el sueño en toda la noche.

Ora sentado, ora paseándose por el cuarto, su pensamiento era siempre el mismo.

Aquella noche, la primera de su llegada, tenia algo que se parecia á aquella otra noche última de su partida.

Sin embargo, preciso es confesar que en medio de su profundo sentimiento, esperimentaba su corazon á intérvalos ciertas agradables emociones, que no por lo breves dejaban de ser dulces y bellas.

Una de estas emociones la sintió, cuando en medio del silencio de la noche hirió sus oidos la voz del sereno y el sonido de la campana de la Catedral, dando la hora de las doce.

Solo el que haya estado lejos de su patria muchos años y haya pasado estos en la desgracia, puede comprender él efecto que el alma esperimenta al volver á oir aquellas voces, aquellos sonidos que oyó cuando niño, y que han acompañado su vida, mezclándose invariables y constantes en los primeros dias de su juventud!

Diego abrió el balcon y se asomó.

La Rambla estaba completamente desierta.

Las alteraciones parciales de algunos edificios, no habian variado en nada su aspecto de antes, y Diego desde el balcon contemplaba el solitario paseo, retrotrayéndose su mente ó, tiempos mas felices y dichosos.

Así le sorprendió la primera luz de la aurora, y sus párpados, que no pudieron cerrarse á las sombras de la noche, se cerraron al fin á la luz de la mañana.

A las tres de la tarde Diego despertó.

En su fisonomía se notaba, al despertar, la huella de un sueño doloroso, y de sus labios salió, como respondiendo todavia á una imágen del sueño, esta esclamacion:

—¡Madre mia!

Salió á la calle, y se dirigió por la Muralla de Mar á la puerta de este nombre, tomando el camino del cementerio.

La tarde era serena, pero soplaba un aire bastante frio y el sol tenia ese color amarillento que tiene la luz en algunas tardes del otoño.

Diego llegó á la puerta del cementerio.

Sentado en uno de los poyos de la entrada, estaba uno de los guardas.

—¿Buen hombre, me hará V. el favor de indicarme dónde está el sitio en que entierran á los pobres de solemnidad?

En este momento dos enterradores, llevando una caja que Labia sido pintada de negro, y que á fuerza de servir habia perdido casi toda la capa de la pintura, dejando ver la madera de pino, salian de la sala llamada el Depósito, que es donde se guardan los muertos veinticuatro horas antes de darles sepultura, y pasaban la puerta del cementerio.

—Ahora van á enterrar á uno. Siga V. á esos hombres, y el lugar donde se paren es el que V. busca, respondió el guarda con la mas helada indiferencia.

—Mil gracias.

Diego echó á andar tras los dos enterradores.

Estos tomaron la primera calle de la derecha, y atravesando otras, fueron á parar á un terreno de la estension de dos mil piés cuadrados, en donde no se veia ningun nicho, y sí solo alguna que otra cruz de madera clavada en el suelo.

—¡Hé aquí la tumba de los pobres! esclamó Diego, ¡á dónde viniste tú, pobre madre mia!

Los enterradores se pararon junto á un hoyo, dejando en el suelo la caja del muerto, pero de una manera tan brusca, que hubiera descoyuntado los huesos de un vivo.

Levantaron la tapa y cogiendo por los estrenaos de una sábana un envoltorio largo que habia del ataúd, lo echaron al hoyo, cubriéndolo despues con la tierra misma amontonada á los bordes.

Cogieron otra vez la caja y se alejaron.

Diego observó toda aquella operacion sin dirigirles ni una pregunta, pero diciéndose amargamente en su interior:

—¡Así harian con ella! ¡No habia para que tener mayor consideracion con su cadáver que con el de este infeliz!

Cuando los enterradores se hubieron alejado, Diego se quitó el sombrero, quedándose fijos los ojos en el suelo, é inmóvil como una estatua.

Difícil hubiera sido á cualquiera conocer á primera vista si aquel hombre oraba ó meditaba en aquella posicion y en semejante sitio: nosotros solo diremos que de sus ojos brotaban lágrimas, que no enjugaba por cierto la mano que sostenia la harta entre el índice y el pulgar, mientras tenia atrás la otra con el sombrero.

Al cabo de largo rato que Diego pasó en este estado, levantó los ojos para fijarlos en una persona que por delante de si acababa de pasar.

Era una muger.

—¡Esta infeliz vendrá, tambien á visitar algun ser querido, sepultado en la tumba de los pobres!

A pocos pasos del sitio en que Diego se hallaba, habia una cruz.

La muger arrodillóse delante, levantó una corona de siemprevivas, la besó y la puso en el palo del medio.

Esta accion hizo un efecto inesplicable en el corazon de Diego.

¡Lo hubiera hecho en otro indiferente en aquel sitio, cuánto mas en el suyo tan triste y angustiado!

No tardó en sentir una especie de curiosidad que le obligó á dar dos pasos á un lado, para poder observar el rostro de aquella muger.

—¡Qué perfil tan admirable! esclamó. ¡Y qué jóven es!

Y por ese privilegio que alcanzan siempre en todas épocas y ocasiones la hermosura y la juventud, Diego sintió que lo que momentos antes fué no mas que simple curiosidad, tomó el carácter de un vivo interés, al que acampanaban á un tiempo la piedad y la compasion.

El lector estrañará, tal vez, la súbita aparicion de estos dos sentimientos; pero es que aquella muger era una niña de diez y seis años, de rostro hermoso, pero ajado como la flor del jazmin azotada por el viento de la borrasca, y en aquel instante en que Diego la miró, corrian precisamente por sus mejillas lágrimas de dolor que salian del fondo de su alma.

La niña, abismada en su propio sentimiento, no paró la atencion en la figura de Diego.

Este se acercó otros dos pasos para contemplar el rostro de la jóven mas de cerca.

Cuanto mas la miraba, mas crecia su interés y mas aumentaba su compasion ante aquella fisonomía, en la cual se marcaba claramente la huella de los pesares del corazon.

Su traje, además, daba á conocer que al origen de estos pesares no era estraña la escasez de la fortuna.

Llevaba un vestido de seda de color, muy usado, un pañuelo de merino negro que apenas la cabria el talle, y un velo de tul sencillo á la cabeza.

El pañuelo contrastaba de una manera notable con el vestido, cuya construccion rechazaba tan humilde compañero, y el lustro de azabache de sus linos cabellos, hacia mas y mas triste el color casi rojo del velo de la cabeza.

Pero Diego no observaba ninguna de estas circunstancias, la veia en la tumba de los pobres, y esto era bastante á mover su sentimiento.

La niña seguia orando, y mezclando sus lágrimas silenciosas en sus oraciones.

—¡Por quién llorará! se decia Diego, ¿por un amante tal vez? No, ese llanto y ese dolor tienen un carácter menos vivo, pero mas profundo, mas santo que el del amor mismo...

[]

Diego insensiblemente dió otro paso.

En la corona de siemprevivas que la niña habia puesto en la cruz, se notaban unas letras negras que podian leerse.

Las letras decian:

A mi padre.

—Tú, al menos, sabes, afortunada niña, dónde poner una corona á tu padre!

Esta fué la primera idea y las primeras palabras que Diego pronunció.

—¡Es huérfana! ¡razon tiene de llorar!

A un hombre como Diego inspiran siempre cierta consideracion las desgracias y los pesares agenos, pero la que entonces en aquella niña veia, le causaba tal respeto, que á pesar de sus deseos por saber circunstancias de su estado, se detenia, contentándose con mirarla fijamente.

Así estuvo largo rato, hasta que la niña, concluida su oracion, fué á levantarse.

Entonces reparó en la ligara de un hombre que tan de cerca la contemplaba.

—¡Ah! esclamó con sobresalto.

—No se asuste V., buena niña.

La jóven bajó los ojos al suelo.

—Yo tambien he venido aquí á orar, á llorar la muerte de un sér querido y que, como su padre de V., fué enterrado en la húmeda tierra!...

El acento de Diego hizo un efecto particular en el ánimo de la jóven, que levantó los ojos, diciendo:

—Caballero, creia estar sola.

—Pues la acompañaba otro huérfano como V., esclamó Diego con tal espresion de sentimiento que no pudo menos de interesar á la jóven. ¿Y tiene Y, madre?

—Sí, señor.

—¡A lo menos V. tiene madre!...

—¿La de V. ha muerto? preguntó la niña sencilla y candorosamente.

—¡Y está enterrada aquí! Y su padre de V. no dejaria seguramente bienes...

—Ninguno.

—Y... moriria quizás de alguna desgracia?... continuó Diego, que evitaba todo lo posible ser impertinente en sus preguntas, al paso que no queria perder la ocasion de enterarse del estado de aquella familia desgraciada.

Ya sabemos una de las misiones que en el mundo tenia el heredero de Tomás Ponce.

—Sí, señor, ¡y qué desgracia! respondió la niña volviendo á arrasarse sus ojos en lágrimas.

—Si no fuera impertinencia preguntar...

—¡Se dió él mismo la muerte!

—¡Cómo! esclamó Diego asombrado.

La niña bajó los ojos al sudo enjugando sus lágrimas.

—¡Pero, es posible, prosiguió Diego, que pueda matarse un hombre que deja una hija como V. en el mundo!

—Con tres hermanitos mas, caballero. Hoy hace dos años que murió, y como mi madre, que está enferma, ni mis pequeños hermanos pueden venir á visitarle, he venido yo por todos.

—¿Y por qué se mató?

La niña volvió á bajar los ojos, y un vivo carmin coloró sus mejillas.

Diego comprendió discretamente que no debia hacer otra pregunta sobre este punto.

—¡Ah! ¿y V. querria mucho á su padre?...

—¡Por volverle á la vida daria mil veces la mia!...

—Perdone V., niña, esclamó Diego, el sol va á ponerse, y ya su madre la estará esperando.

—Es verdad. Que Dios le guarde, caballero.

—Usted me permitirá que la acompañe.

—¡Oh! gracias, mil gracias, pero le ruego á V. que me deje ir sola.

—Por el camino no va mucha gente á estas horas, y podria suceder á V. algun percance.

—No me sucederá nada...

—Yo quiero acompañar á V.

—Le suplico que no lo haga, porque daria un pesar á mi madre.

—¡Ah! ¡comprendo! ¡La virtud, cuando va unida á la miseria, necesita rechazar, para no mancharse con apariencias, hasta los buenos oficios de las personas que intentan protejerla! esclamó Diego para sí. Está bien, continuó, no acompañaré á V., pero le suplico me diga la casa donde viven, porque quiero ver á su madre de V.

—Dispense V., caballero.

—¡Cómo! ¡tampoco eso!

—Mi madre me tiene prohibido el que diga á nadie que no conozca y me pregunte, dónde vivo.

—Se comprende tambien, esclamó Diego; pero aunque oso sea, y respete yo el primero la prescripcion de su buena madre que se conoce ha de ser una señora virtuosa, V. no podrá impedirme el que yo la siga para saberlo.

—¡Ah, caballero! suplico á V. no lo haga, se lo suplico á V., esclamó la niña con una espresion tal, que obligó á Diego á prometerle:

—No la seguiré á V.

—¡Oh! gracias, gracias, y que el cielo le guarde.

Y la niña se alejó rápidamente de la tumba de los pobres, internándose en la primera calle del cementerio.

—¡No! esclamó Diego, despues de un momento, viéndola alejarse; la delicadeza y el retraimiento de esa familia, no caben con quien no trata de aprovecharse infamemente de su miseria!... por lo mismo, no rezan conmigo, que tengo, por otra parte, un deber de buscar y consolar á la desgracia.

Y esto diciendo, echó á andar tras de la jóven, que estaba ya á lo último de la primera calle.

Antes, sin embargo, echó una última mirada al suelo que dejaba, esclamando:

—¡Hasta otro momento, madre mia!

Diego perdió de vista á la niña al doblar ésta la primera calle; pero apresuró el paso, y en breve volvió á verla, como, ligera y cual si huyese de aquel sitio, sabaya por la puerta del cementerio.

—Mucho corre, se dijo, pero no se me escapará.

Al llegar al estremo de la última calle, llamó la atencion de Diego, un suntuoso panteon de mármol que se destacaba sobre la humildad de los nichos en el lado izquierdo.

—¡Cuánto daria yo por poder depositar en un panteon como este los restos de mi madre! esclamó parándose un momento delante de aquel testimonio del orgullo y vanidad del hombre, en el lugar donde mueren todos los orgullos y vanidades!

El panteon, como decimos, era de mármol, pero limpio y blanco mármol de Carrara.

En su remate, formado por una columna que rodeaban al pié tres figuras, habia una inscripcion en letras de oro.

Diego se sobresaltó al leerla.

La inscripcion decia:

Panteon de la familia de Turella.

—¡Este nombre me ha hecho un efecto desagradable!

Y siguió examinando el panteon, cuya base, que formaba cuatro lados, tenia una lápida en cada uno, y en la que correspondia al frente de Diego, otra inscripcion tambien en letras de oro.

—¡Dios mio! ¡será posible!

La inscripcion de la lápida decia:

Doña Magdalena Constant, murió el 30 de julio de 1852, á los 59 años de su edad.

—¡Magdalena Constant! ¡el nombre de la madre de Clara en un panteon que se decia de la familia de Turella!...

Diego volvió á fijar la vista en el panteon, examinándolo detenidamente.

La niña de antes, siguiendo sin interrumpirse su camino, desapareció por debajo de los árboles que crecen á las orillas del paseo del cementerio.

CAPÍTULO III.
En que se prueba que cuando uno no ha de morir, aunque se pegue un tiro.

QUÉ detristes ideas, qué de amargas reflexiones sugirió á Diego la vista de aquel panteon, al segundo dia de su llegada!

—¡Esto seria peor que haberla encontrado muerta! esclamó desesperadamente. ¡Ah! pero si es esto, como lo veo ya claramente, la posicion de Nicolás debe ser hoy brillante! ¡Mi conducta, en este caso, debe ser muy otra necesariamente!

—Caballero, que van á cerrarse las puertas del cementerio, gritó la voz del guarda, sacando á Diego de su cruel ensimismamiento.

Diego, antes de alejarse del panteon, dió una vuelta á su alrededor, examinando las lápidas de los tres lados restantes.

Anochecia ya y era preciso acercarse bastante á la verja de hierro que le rodeaba, para poder leer las letras de oro que apenas se destacaban, con la escasa luz del crepúsculo, del fondo blanco de la piedra.

—¡Ah!, no hay duda ya! esclamó Diego con acento reconcentrado.

La lápida que acababa de leer, decia:

Enrique Turella y Constante, muerto á la edad de dos años y en junio de 1847.

—¡Qué poco guardó la ingrata mi memorial ¡Al fin muger! esclamó con la espresion del mas amargo desden.

Y se alejó de aquel sitio, tomando el camino de la ciudad.

Diego, que tenia la conciencia del propio valer, era naturalmente digno hasta la altivez en cuestion de sentimientos en cierto terreno, y en el del amor, por mucho que esta pasion le dominara, no impidió aquel rasgo, que llamaremos de soberano desden, hácia la muger querida sí, pero mas indigna cuanto mas amada, de su odio y su venganza, ya que á tal punto se habia rebajado uniéndose á un hombre como Nicolás, despues de haber conocido á un hombre como Diego.

A éste no le quedaba ya duda de que Clara era la esposa de aquel.

—¡A lo menos, esclamaba, si otro sentimiento que el del interés la hubiera vencido, si se hubiese unido á un hombre que valiera mas, tanto como yo valia, me hubiese resignado!

Este pesar era naturalísimo en un alma y un carácter como Diego tenia.

A un hombre de sus sentimientos, no es lo que mas le mortifica el perder la prometida posesion de la muger amada, ni que ésta vaya á poder de otro, sino el que ese otro sea menos digno, y la idea de que aquella muger haya podido contentarse con un amor tan distinto, con una manera de sentir y espresar el sentimiento tan diversa, de la que habia visto y oido antes de los labios y en el corazon de su primer amante.

—¡Pero, quién sabe!... añadia luego buscando no tanto una disculpa á Clara como una idea de consuelo á su herido corazon; ¡acaso no tenga ella la culpa!...tal vez su madre... la vil ambicion de su madre, su fuerza sobre Clara, sin el apoyo de mi presencia... Si fuera así...

Y al hacerse estas reflexiones, su corazon respiraba como desahogándose del grave peso que le oprimia.

—¡Pero, y mi amor! esclamaba luego de repente: ¡y la memoria mia! ¡Tan poco duró mi recuerdo en su débil corazon! ¡La sombra de mis amores purísimos no se levantó á su vista en aquel instante condenando su indigno juramento!

Abstraido completamente del sitio en que se hallaba, Diego no veia el camino, ni menos so daba cuenta de si andaba ó no por él.

Paróse muchas veces quedando inmóvil largo rato, y la noche le cogió sin advertirlo, en el medio del paseo y distante un buen pedazo de la puerta.

Un incidente vino á sacarle de su profunda abstraccion.

Fué una detonacion parecida á la de un petardo, que oyó á su espalda.

—¡Qué es esto! esclamó volviéndose de repente y fijándose en el sitio en que se hallaba.

A favor de la luz de la luna, sus ojos tropezaron con la figura de un hombre arrodillado junto á uno de los bancos del paseo.

Diego, sin reflexionar, adivinó alguna desgracia y corrió al lado de aquel hombre.

—¿Qué hace V. ahí? le preguntó.

—¡Ah! nada... caballero... ¡nada! respondió el hombre semibalbuciente, mientras ponia un piston en la chimenea de una pistola.

—¡Cómo nada! ¡Y esa pistola! ¡Qué hace V. ahí con esa arma!

—¡Nada, caballero, y le ruego que me deje!

—¡Oh! ¡Este hombre está loco! ¡No quiero dejarle á V. y levántese ahora mismo!

—¡Caballero!...

—¡Ahora mismo!

Y cogiéndole con una mano la pistola y con la otra por el brazo, Diego levantó del suelo al hombre, que no tuvo mas remedio que ceder á la poderosa fuerza que le obligaba.

—¡Caballero! ¡por piedad!

Y el hombre se puso á llorar como un niño.

—¿Qué es lo que V. quiere por piedad?

—¡Que me deje V. morir!

—¡Que le deje suicidarse! dina V. mejor; pero es el caso que yo no debo ni quiero permitirlo.

Y al pronunciar estas palabras, arrojó lejos la pistola que le habia arrancado.

—Es que V. no sabe...

—Yo solo sé que Dios únicamente es dueño de dar y quitar la vida al hombre.

—¡Pero la deshonra y el castigo que me aguarda!...

—Vamos, serénese V. y esplíquese, que tal vez pueda arreglarse, segun lo que sea... en fin, esplíquese V.

Y Diego olvidó completamente sus pesares ante el dolor ageno que presenciaba.

—Yo, caballero, sirvo en el ejército, y llevo ya doce años de servicio...

—¡Doce años!

—Me esplicaré, caballero. Entré en él á los diez y ocho en la quinta del cuarenta y seis, iba á cumplir en el cincuenta y uno, y era sargento primero; dias antes de tomar la licencia, fuí á casa del capitan á buscar el dinero de la compañía: eran diez y nueve onzas en oro: entré en un café con unos amigos y lo perdí.

—¿Lo jugó V?

—Me lo quitaron con el pañuelo en que lo llevaba y que dejó á mi lado en el banco. ¡Juro á V. que fué así!

—Le creo á V.

—Me volví loco buscando aquel dinero, me desesperé, pero en vano. Al fin lo pagué.

—Tenia V. recursos...

—Me vendí por sustituto y por el precio de diez, y nueve onzas. Pues bien, caballero, el próximo domingo cumplo los otros seis años después de doce que llevo en el servicio; y esta vez de simple soldado, ó mejor de asistente, porque no he querido ser ni cabo siquiera; y esta tarde mi amo, el comandante del batallon, me manda á la caja con seis mil reales en billetes y pierdo los seis mil reales!...

—¿Pero cómo ha sido eso? preguntó Diego, á quien no podia menos de chocar esta segunda pérdida.

—Por no llevarlos en la mano, los metí en este bolsillo de la chaqueta, en donde no los encontré al llegar á la caja.

—¡Pero es mucha casualidad!...

—Es mucha desgracia, caballero, y esta vez que comprendo que la suerte se empeña en contrariarme hasta tal punto, para ser soldado toda mi vida, concluyo con ella de una vez para siempre.

—¿Lo que V. me dice de la pérdida de ese dinero, es cierto?

—¡Ah! se lo juro á V. por el nombre de mi madre.

No podia el soldado encontrar juramento mas á propósito para inclinar en su favor el animo de Diego.

—¿Tiene V. madre aun?

—Sí, caballero, ¡pero una madre que no podrá ya acabar los dias de su vejez en los brazos de su hijo!

Los ojos del soldado se arrasaron en lágrimas.

Diego le contemplaba y esclamó:

—¡Oh! ¡es verdad! ¡este sentimiento es el único que no se miente!

Luego dijo al soldado:

—Venga V. conmigo, y tendrá los seis mil reales que ha perdido.

—¡Oh, caballero! esclamó el soldado con la mayor efusion y arrojándose á sus piés, ¡cómo podré yo pagarle semejante beneficio!

—¡Volando luego al lado de su anciana madre y rogando á Dios por la mia!

Y levantando al soldado de sus piés añadió:

—Sígame V.

Y ambos, el soldado sin embargo á cierta respetuosa distancia, se dirigieron á la puerta de la ciudad.

El placer de las acciones nobles y generosas, en caracteres como el de Diego, es inmediato, por cuanto su misma generosidad les hace olvidar en breve el beneficio que han hecho.

Pero en el momento de hacerlo, la satisfaccion que esperimentan os indecible.

Diego encontró bien pronto por cierto la recompensa á su bella accion, olvidando con ella, siquiera fuese por corto tiempo, el profundo y horrible pesar que por aquella otra causa esperimentaba.

Siguiendo el camino sin detenerse, no lardaron en llegar á la fonda donde Diego vivia.

—Suba V. conmigo, dijo al soldado así que estuvieron á la puerta.

Entraron en el cuarto, y Diego, abriendo uno de los cofres, sacó un largo bolso de seda que puso sobre la mesa.

El bolso estaba lleno de onzas de oro.

Contó hasta diez y nueve y dijo al soldado:

—Ea, en la caja no le han de reñir porque lleve oro en vez de billetes. Tome V.

—¡Caballero! ¡Caballero! Dios... se lo p...

El soldado no pudo concluir.

La fuerza del sentimiento cortó sus palabras.

—Nada, nada, serénese V. que el susto ya ha pasado; y vaya pronto, no sea que todavia le castiguen á V., observóle Diego, cuya delicadeza no podia resistir la inmensa gratitud que rebosaba el ademan y la fisonomía del enternecido soldado.

—Hasta mañana, pues, caballero, y Dios se... lo... pag...

Diego no dejó concluir al soldado, empujándole suavemente hacia la puerta.

Hemos dicho antes que las almas verdaderamente generosas no lardan en olvidar el bien que hacen, y así sucedió á Diego por desgracia.

Y decimos por desgracia, por cuanto á haber podido su mente, lisonjearse mas tiempo con la idea de la accion que acababa de hacer, esta satisfaccion hubiera neutralizado en su alma el agudo pesar que sentia por lo que acababa de descubrir acerca de Clara.

Pero Diego, como decimos, olvidó el bien que habia hecho para quedarse á solas otra vez, con el mal horrible que sentia.

Luego fué á sentarse en un sillon junto á la mesa, dejándose caer en el asiento como si de pié no pudiese resistir el grave peso del dolor que le abrumaba.

En esta situacion pasó la noche entera.

Renunciamos á describir tan triste y desconsolada noche.

—¡Qué me queda ya entonces en el mundo! esclamaba, ¡nada! ¡el recuerdo de mi bien pasado, y la constante imagen de mi dolor presente!

Como la última noche, Diego pasó aquella sentado en el sillon y hundido en su propio pensamiento.

La fatiga cerró tambien sus párpados á la primera luz de la mañana.

Allá sobre las diez, Diego despertó sobresaltado, á los fuertes golpes que desde afuera daban á la puerta.

Levantóse y fué á abrir.

Era el soldado.

—¡Señor!...

—¿Qué hay? pase V.

—Que cuando hoy no me he vuelto loco... dijo el soldado.

triste y alegre á la vez y sonriendo al paso que brotaban de sus ojos lágrimas que por cierto no eran de alegría.

—Esplíquese V., añadió Diego con verdadero interés; ¿han recibido en la caja el dinero en oro?

—¡Ah! sí, señor; eso ya está corriente.

—¿Pues?

—Tome V. y sírvase leer aquí en este anuncio.

Y el soldado entregó un número del Diario de aquel mismo dia.

Diego leyó.

La persona que en el dia de ayer perdió cierta cantidad en billetes, puede pasar á la calle de Ripoll, núm. 15, piso 4º, en donde, dando las señas, se le entregará.

—Ahora tome V. su dinero, señor, añadió el soldado entregando á Diego seis billetes de á mil reales.

—Todavia queda honradez en el mundo! esclamó Diego para si tomando los billetes.

Luego añadió, mirando al soldado:

—Pues no ha tenido V. poca suerte.

—Por un lado sí señor; pero por otra parte...

Y aquí la fisonomía del soldado tomó una espresion tan marcada de verdadero pesar, que obligó á Diego á preguntarle:

—¿Qué le ha pasado á V.?

—La mayor desgracia que pudiera acontecerme. Sírvase V. leer esta carta que he recibido hoy tambien.

Diego leyó la carta.

Era de un amigo del soldado, y en ella le daba noticia de la muer le de su madre.

—¡Ciertamente es la mayor desgracia que puede tener un hombre la de quedarse sin madre en el mundo!

El soldado no contestó, sacó su pañuelo y enjugó sus lágrimas—Y ahora ¿qué piensa V. hacer?

—¡Qué sé yo! sin parientes y sin nadie ya en el mundo...

Solo hay una persona con la cual, si ella quisiera...

—Hable V.

—Es la única por quien yo lo haria todo, y á cuyo lado, despues de muerta mi madre...

El soldado no se atrevia á manifestar claramente su pensamiento, temiendo abusar de la generosidad de Diego.

—Hábleme V. francamente y sin cortedad. Diga V., ¿cuándo ha de tomar la licencia?

—Mañana ya, señor, respondió el soldado.

—Bueno. Parece que V. quiere á alguna persona...

—Sí, señor, á una.

—¿Y querrá V. unirse á ella?

—¡Ah! no es esa especie de amor el que yo tengo, señor; solo una vez en mi vida lo tuve, para no volverlo á sentir jamás!...

Mi cariño de hoy es otro...

Diego adivinó en la fisonomía mas bien que en las palabras del soldado. Así le preguntó:

—¿Quiere V. servirme?

—¡Ah! eso, eso, señor, y disponga V. de mi vida, A V. debo mi honra, mi...

—Basta. Mañana toma V. la licencia y se viene aquí.

—¡Ah! gracias, gracias.

—Tres palabras solamente y de ahora para siempre.

—Escucho, señor.

—A nadie dirá V. nunca nada de cuanto á mí concierna. Tiene V. inteligencia, honradez y lealtad, que es lo que yo necesito; mi confianza estará completamente en V., pero ¡ay del dia en que V. fallara á ella!...

El soldado no contestó, bajó los ojos, y su rostro ruborizóse súbitamente.

—Esto es nada masque una suposicion, continuó Diego con afectuoso acento.

—¡Ah! señor, hoy V. no me conoce... me llamo Daniel... hoy pertenezco aun á la reina, mañana dejaré su servicio, para ponerme con alma y vida al de V.

—Hasta mañana, esclamó Diego confiado y benévolamente.

—Hasta mañana, señor.

CAPÍTULO IV.
De como empezó Diego sus nuevas relaciones en Barcelona.

MUY alto habló la accion de Daniel, á la reflexion de un hombre pensador como era Diego, que penetró al momento hasta el fondo del honrado corazon del soldado.

—Ahora solo falta, se decia, que su inteligencia iguale á sus buenos deseos: de todas maneras tiene las primeras cualidades, y no ha sido poca suerte la mia en dar con ese muchacho. Yo necesitaba una persona á mi lado y precisamente de las condiciones de ese chico.

Estas reflexiones se hacia Diego, cuando oyó dos golpecitos á la puerta.

—Adelante.

La puerta se abrió y presentóse el mismo Daniel.

—¿Usted otra vez?

—Sí, señor. He contado á mi amo...

—¡Qué!... interrumpió Diego con tono seco y de reconvencion—

—Solo lo que podia contarle, señor, prosiguió Daniel; que no tan pronto he olvidado la primera prescripción de V. Le he dicho sencillamente que habia encontrado un amo á quien servir, y lo he suplicado que ya que la licencia estaba lista y despachada para entregármela mañana, me la diese hoy. Me la entregó, yo la tomé, le di las gracias y me marché dejando el servicio de la reina para ponerme á las órdenes del que será mi rey, y al que yo serviré toda mi vida.

—Bien, Daniel. Pues va V. á ocuparse en seguida.

—Un obsequio, señor.

—¿Qué?

—Suplicaria á V. que se sirviera tratarme así... de otra manera Yo miro á V. como mi amo y como mi padre á la vez, desde que merecí...

—No hablemos mas de aquello.

—Pues bien; quisiera que me tuteara V., se me figura que así mereceré mas su confianza.

—Sea. A ver, pues, como aprovechamos hoy el dia.

—Mande V.

—En primer lugar, ahí vá ese dinero. Cuando se concluya se pide mas. Sustituye ese traje que llevas por otro nuevo á tu gusto. En seguida alquilas, un piso principal á mi nombre, y lo mandas amueblar.

—¿Hácia qué punto de la ciudad quiere V. el piso?

—Cualquiera, me es indiferente.

—Está bien.

—Vete ya, y a las cinco de la tarde en punto, vuelves aquí.

Daniel iba á salir.

—Aguarda.

Diego sacó una cartera, y de ella una carta que contenia una letra de cambio.

—¡Otro D. Pedro! esclamó al leer el sobre; parece que no he de verme nunca libre de este nombre, sin que por otra parte, pueda encontrar á la persona que yo busco.

Y dirigiéndose á Daniel, le dijo:

—Pregunta en dónde vive D. Pedro Sans, banquero, y vuelve á decírmelo.

Daniel salió y Diego empezó á vestirse.

A los pocos momentos volvió aquel.

—En la calle de la Merced, señor.

—Está bien, vele ya.

Diego concluyó de vestirse y salió á la calle, dirigiéndose á la de la Merced.

En el entresuelo de la casa estaba el escritorio del banquero.

Preguntó por él á los dependientes y acompañado de uno de estos, pasó al gabinete del principal.

—¿Usted es el señor D. Pedro Sans?

—Servidor de. V., caballero.

—Aquí traigo una visita y una carta para V.

Y sacándola de la cartera, se la entregó.

—¡Ah! sí, hace ya mucho tiempo que recibí el aviso de los señores John Thompson de Lóndres.

—He estado viajando, y hasta hace unos dias no llegué á Barcelona.

—Tome V. asiento. Pues ya sabe V. que tiene en esta casa cincuenta mil duros, órden de los señores John Thompson, y aparte de esto, cuanto á V. puede ofrecérsele en Barcelona.

—Gracias. No creo necesitarlo por ahora.

—¿Quiere V. que se le mande esa suma á su casa?...

—¡Oh! mil gracias, he dicho que no he menester nada por ahora, y V. me hará el obsequio de reservar ese dinero.

—Con mucho gusto, ¿y piensa V. estar mucho en Barcelona?

—Quizás me establezca aquí.

—¿Comercio?

—Banca, tal vez.

—¡Ah! mucho me alegraria. ¿Y en dónde vive V.?

—Por ahora, en las Cuatro Naciones; pero mañana probablemente podré ofrecerle á V. mi casa.

—¿Y V. aquí tendrá aun pocas relaciones?...

—Ninguna todavia.

—Entonces me permitirá V. que yo tenga el honor de hacérselas á V. empezando por mi familia. Sírvase V. pasar y tomará posesion de su casa.

El banquero salió. Todos los dependientes se levantaron saludando y mirando á Diego, á quien tal consideracion mostraba el principal.

—Tomás, dijo el banquero al pasar por delante de la caja: este caballero tiene crédito ilimitado en la caja.

Los dependientes volvieron á mirar á Diego.

El cajero inclinó ligeramente la cabeza.

Subieron la escalera hasta el cuarto principal, donde entraron, pasando primero por un recibidor sencillamente puesto, y luego á un salon elegante y lujosamente adornado.

—Tome V. asiento, dijo el banquero á Diego señalándole un sofá.

Diego se quedó de pié.

—¡Ana! ¡Ana! ¡Perico! gritó el banquero volviendo á la puerta del salon.

Una señora y un caballero jóven se presentaron.

—Aquí tiene V. á mi señora.

—A los piés de V., dijo Diego inclinándose.

—Este es mi hijo.

—Muy señor mio.

El hijo del banquero se sonrió estúpidamente, sin encontrar una palabra de cumplido.

—Este caballero, prosiguió el dueño de la casa, señalando á Diego, es el señor D. Augusto Mendoza, americano que viene recomendado de uno de mis mejores corresponsales de Lóndres, y piensa establecerse en Barcelona.

—Papá, yo me marcho.

—¡Perico!... esclamó la señora de Sans.

—Por mí no haga V. cumplido ninguno, observó Diego.

—Es que, francamente, los de Turella, que están hoy en la torre...

En la provincia de Barcelona se llama torre á las casas de campo.

Diego, al oir el nombre de Turella, se estremeció de piés á cabeza.

—Y yo prometí que iria hoy á las doce, concluyó Perico.

—Ya es pues la hora, dijo Diego mirando su reloj y aprovechando este recurso para disimular la sensacion que conocia habia de pintarse en su rostro.

—Con que, caballero, que V. lo pase bien.

—Beso él V. la mano, respondió Diego, no queriendo pagar con un vaya V. con Dios, tan vulgar saludo.

—Usted dispensará, señor de Mendoza, la confianza de mi hijo, esclamó la madre, queriendo disimular la falta.

—Al contrario, señora, yo se la agradezco tanto mas, cuanto que no tengo títulos para merecerla.

Ni el banquero, ni su muger, comprendieron el sangriento epigrama que envolvia la fina respuesta de Diego.

—Ya V. vé, son jóvenes y es preciso hacerse cargo...

—Efectivamente, observó Diego, recobrada ya la calma por completo; y tanto mas, en cuanto quizás existan amoríos...

—Usted lo ha adivinado, añadió con cierta sonrisa de satisfaccion la madre.

Diego habia empezado ya, y no concluiria sin aprovechar toda la ocasion que se le presentaba de adquirir noticias, cuya importancia ya conocemos. Así prosiguió:

—¿Y la novia, pertenecerá á esa familia?...

—Sí, señor.

—No la conozco.

—Es la familia de Turella, dijo el banquero.

—Del baron de Turella, observó la madre.

Diego volvió á sorprenderse.

—Tampoco conozco ese título.

—Es bastante moderno.

—El nombre de alguna posesion...

—No, señor, el de la misma familia.

—¡Ah!

—El señor D. Nicolás Turella...

Aquí Diego perdió por un momento la luz de los ojos.

—Ha prestado en distintas ocasiones grandes servicios al gobierno, prosiguió el banquero, en operaciones financieras de diverso genero; y esto, así como ha aumentado considerablemente su fortuna, porque ya V. conoce que en esa clase de operaciones...

—Sí, sí.

—Le ha valido además la baronía.

—¡Ah! el señor de Turella merecia eso y mucho mas... observó Diego.

—Pero nosotros no vemos el título, ni...

—¡Ah! se comprende sino el amor y la felicidad de los dos jóvenes, interrumpió Diego.

—Sí, porque en cuanto á intereses, mi hijo es único, y ya V. vé..

—Y en casa del señor de Turella habrá mas de uno... observó Diego sencillamente y procurando quitar á sus palabras el viso del ardiente interés que las inspiraba.

—Sí, además de Clarita...

Diego estaba en un potro.

—Que es la hija mayor...

—¿La novia de Perico?

—Eso es.

—¿Será jóven?

—Y preciosa.

—La misma fisonomía que su madre.

—¿Tiene madre? preguntó Diego haciendo un esfuerzo sobrehumano, para no traspasar el tono de la simple curiosidad.

—Sí, señor. Pues como digo, prosiguió el banquero, hay además un niño que será el heredero del título y de la mayor parte de la fortuna.

—Eso, tratándose de una posicion como la de V., importa poco, añadió Diego procurando halagar al banquero; con tal que la niña, como no puedo monos de presumir, sea...

—¡Ah! eso sí, es un ángel, interrumpió la señora de Sans.

—Me gustaria conocerla, repuso Diego con sencillez y sonriendo.

—Así que vuelvan de la torre tendremos el gusto de presentarle a V., como tambien á otras muchas familias.

—¡Oh! mil gracias y acepto la oferta.

—Usted es jóven todavia...

—No tengo mucha edad.

—Y es preciso que se relacione V., ¿y quién sabe? no seria V. el primer americano que se ha quedado aquí contrayendo un enlace ventajoso...

—No diré que no sea: por lo pronto, añadió Diego, que como conocedor del país, sabia que podia tocar con seguridad este resorte; confieso que si todos los barceloneses son aquí como la primera familia que he tenido el honor de conocer...

—¡Ah! mil gracias, caballero.

—Pues por punto general verá V. lo mismo en todos, contestó el banquero, aceptando bonitamente el cumplido de Diego. Aquí franqueza y nada mas.

—Es lo mas hermoso en la vida; pero yo distraigo á V. de sus ocupaciones, observó Diego levantándose.

—No, señor, nada de eso.

La señora de Sans se puso tambien en pié.

—Inútil es reiterar á V. el ofrecimiento de esta casa...

—No lo olvidaré, D. Pedro, y aguardo el momento de poder ofrecer á Vds la mia. Señora, á los piés de V.

—Beso á V. la mano, caballero.

—Adios, señor de Mendoza.

—Adios, D. Pedro.

Y despues de haberle estrechado la mano, el banquero acompañó á Diego hasta la puerta de la escalera.

Apenas se vió solo, Diego respiró fuertemente.

Su corazon habia estado oprimido, padeciendo de una manera horrible durante toda aquella visita que no hubiese dejado, sin embargo, por nada del mundo.

Así que llegó á la puerta de la calle, esclamó:

—¿Pero esto es un sueño?... Nicolás, gran banquero ... . ¡y baron! No me pasma esto último, que no es difícil cuando se ha conseguido lo primero... mas ¿qué circunstancias habrán podido mediar?... ¡Ah! el cómo haya llegado á este punto, me importa poco, pensaba luego; ¡y ella, ella! acostumbrada á la pobreza de su casa, á la humildad de mi persona... ¡será necesariamente feliz, muy feliz en medio de su opulencia de hoy y con el ilustre nombre de su marido!...

Estas reflexiones abrasaban la mente de Diego al tiempo que partian su corazon.

—¡Por fortuna he vuelto rico tambien!... ¡A verme pobre y sin otros medios que los de mi voluntad, moriria de desesperacion!

Llegó á la fonda, comió apenas, y esperó hasta la hora de las cinco.

Daba ésta el reloj de su cuarto, cuando se oian dos golpes dados con los nudillos de la mano en la puerta.

—Adelante.

Era Daniel.

—Has sido puntual. ¿Y bien?

—Aquí está el recibo del casero, calle de la Princesa.

—¿Primer piso?

—Y magnífico. Estos son los recibos de los muebles.

—Bravo, guarda todos esos papeles, dijo á Daniel volviéndole los recibos sin mirarlos. ¿Qué dinero tienes?

—Como cinco ó seis mil reales todavia.

—Vamos á la casa.

Diego se levantó saliendo seguido de Daniel.

CAPÍTULO V.
El café Chantan.

HABIAN de ir á la calle de la Princesa, por consiguiente tomaron su direccion por la de Fernando.

Al llegar á la mitad de esta calle, Diego paróse de repente.

Por delante de sí pasó un hombre.

Diego volvióse á Daniel.

—¿Ves ese hombre de gaban corto?

—Sí, señor.

—Síguele, y veas dónde para, cómo se llama, y si puede ser dónde vive. ¿Qué número tiene la casa que has alquilado?

—Treinta y seis.

—Venga la llave.

Daniel se la dió.

—Vete ahora.

Daniel echó á andar tras el hombre del gaban corto, mientras Diego se dirigia á la calle de la Princesa.

—Bien, esclamó al llegar al portal de la casa. Este chico es una alhaja. Una casa en este sitio vale para mí tres veces mas que otra mejor en diverso punió de la ciudad. Estaré cerca de mi casa!... Esa es la calle del Mill, desde el balcon podré contemplarla á mis solas, cuando tenga necesidad de ver aquella calle y aquellas paredes que vi en otro tiempo!

Subió dos cortos tramos de escalera, y se presentó á su vista una puerta grande de nogal, barnizada, con adornos de laton bruñido.

—Bien: volvió á decirse Diego metiendo la llave en la cerradura; parece que Daniel no tiene mal gusto.

Abrió y entró.

Diego quedó otra vez admirado, al verse en el recibidor, y continuó creciendo siempre la admiracion á medida que fué examinando las demás piezas de la casa.

Y no era que en ella se advirtiese un lujo oriental ni mucho menos.

Sillas de tapicería, consolas y cómodas de madera de chicaranda con sobre de mármol, espejos con marco de lo mismo, una cama de hierro parada con colcha y pabellon de damasco encarnado, alguna lámpara de forma elegante colgada del techo en el recibidor, candeleras con bujías, cortinajes de muselina y una estera de entretiempo en el suelo, sin dorado alguno, ni nada brillante, fuera de los cristales de los espejos.

Hé aquí el mueblaje de la casa.

No era por consiguiente lo que admiraba á Diego el lujo, sino la simetría, el órden, el buen gusto que habia precedido en la eleccion y colocacion de los muebles, y sobre todo la prontitud de la operacion.

Además, en la habitacion no faltaba nada de cuantos objetos exigen las comodidades de la vida interior de casa.

—¡Cuando digo que este chico es una alhaja! se repitió.

Habia ya anochecido y Diego se hallaba sin luz.

Púsose al halcon aguardando á Daniel.

—¡Allí viene! esclamó á poco rato viendo á la luz de los faroles como el antiguo soldado volvia al paso ligero.

Sin dejarle llamar, Diego fué á abrirle la puerta.

Daniel entró.

—Ya pensaba yo que estaria V. sin luz, dijo al entrar.

—No importa. ¿Qué has averiguado?

—Bastante, señor, respondió Daniel, sacando un fósforo y encendiendo una bujía.

—Di pronto.

—Aquel hombre se llama Roberto.

—¡No me habia engañado! esclamó Diego interiormente.

—Se ha parado en la calle de San Pablo, entrando en un cafetin que se encuentra á la mitad de la calle, donde cantan por la noche y en el que suele pasar gran parte de la velada.

—Está bien. Ahora sales otra vez; compras una blusa azul como las que llevan aquí los artesanos para el trabajo, que venga á mi medida, y la traes juntamente con mi equipaje de la fonda: de paso comprarás un sombrero hongo, ordinario, y color de ceniza.

Daniel salió.

Diego quedó paseando por la sala, esperando la vuelta de su criado.

Éste no tardó mas de un cuarto de hora.

Dos mozos de cordel cargados con un cofre cada uno, entraron siguiendo á Daniel, que llevaba la blusa en la mano.

Junto á la alcoba de la sala principal habia un gabinete para vestirse.

Daniel mandó descargar allí los cofres, pagó á los mozos en la puerta y volvió presentando la blusa á su amo.

—Creo que me estará bien, esclamó Diego mirándola.

En seguida añadió para sí:

—Como que no será esta la primera vez que la he llevado.

Diego empezó á despojarse del gaban y dijo á Daniel:

—Sácame un pantalon cualquiera de color.

Quitóse uno negro que llevaba, y se puso el que le daba Daniel.

—Por ahí ha de haber algun pañuelo de seda.

—Aquí hay uno.

—Dóblalo para el cuello.

Y quitándose la fina y delgada corbata negra, se puso el pañuelo al cuello, ocultando la blanca batista de la camisa.

Se puso la blusa y fué á mirarse al espejo.

—Bravo, se dijo, bien estoy; sin embargo, aquí luce una cosa que no está muy en consonancia con el traje.

Y esto diciendo, escondió debajo del cuello del chaleco la soguilla de oro del reloj.

—¿Y el sombrero?

Ya Daniel lo tenia en la mano, de pié detrás de su amo.

—¿Cómo diablos acertaste la medida de la cabeza?

—Muy sencillamente. Fuí primero á la fonda y me llevé una gorra de V.

Diego sacó el reloj.

—Las ocho. Perfectamente. Yo volveré mas tarde.

—A cualquier hora que sea, aguardaré la vuelta de mi amo.

—Antes que se me olvide, Daniel: mañana mandarás hacer dos llaves dobles, que tengan, cada una, la del piso en un estremo, y la de la puerta en otro.

—Bien, señor.

—Una llave será para tí, la otra para mí.

Y Diego salió de la habitacion precedido de Daniel, que le abrió la puerta.

Siguió toda la calle de la Princesa, entrando en la de Jaime I, y por la de Fernando y Rambla estuvo en breve en la de San Pablo.

—Este ha de ser el cafetin, esclamó, viendo el que le habia indicado Daniel.

Entró, y fué á sentarse á una mesa al estremo de la sala.

—¿Café? preguntóle inmediatamente un mozo que se le puso delante, limpiando al mismo tiempo la mesa con un paño.

—No, tráeme una copa.

El mozo se alejó, volviendo al cabo de un ralo con dos botellas, una de licor casi negro, y otra de licor blanco, que se llamaban ron y marrasquino.

Diego tendió una mirada general á toda la gente que en el café se hallaba.

—¡No le veo! esclamó; aguardaremos.

Y llenando la copa, y haciendo la accion de llevarla á los labios, aunque sin probar ni una gota del ingrato brebaje que se sirve en semejantes establecimientos, púsose á observar los diferentes cuadros que la sala presentaba.

Difícil es hacer una pintura del animado y variadísimo cuadro que presenta uno de esos cafés donde acuden al aliciente del canto gentes de toda calaña.

En una mesa habia cuatro hombres del pueblo con un vaso de cerveza cada uno delante de sí y un recio cigarro de papel en la mano ó en la boca, hablando de cosas de su respectivo oficio.

Este grupo formaba un notable contraste con los demás del café.

Aquí bebian y fumaban, y no cerveza ni cigarros de papel, sino sendos puros y sendas copas de licor, tres hombres de chaqueta, pero bien vestidos, con pantalon de lana, lustrosa bota de becerro, chaleco con flores ó cuadros de terciopelo, camisa, aunque de tela de algodon, blanca y bien planchada, afeitada la cara, peinada la patilla y el cabello, que lucia dos bucles junto á las sienes bajo la cachucha con visera brillante de charol.

Estos tres hombres ocupaban una mesa del medio, y parecian como aislados del resto de la concurrencia; y era de notar como todos los que pasaban fijaban en ellos su atencion, y la especie de saludo semirespetuoso que algunos al pasar les dirigian.

Ellos, sin embargo, bebiendo y fumando, hablando apenas entre sí, permanecian como indiferentes á cuanto á su alrededor pasaba.

—Oye, ¿qué tiene esa con esa cara de vinagre?... preguntaba un recien entrado, parándose delante de una mal avenida pareja.

—¡Ganas de que yo le rompa las costillas! respondia el malhumorado amante.

—¡Ya baja!... decia desdeñosamente la aludida, sin volver la cara ni la vista, y jugando con la punta del pañuelo de la cabeza.

—Buenas noches, señores, decia otro saludando á los hombres y mugeres de una mesa.

—Toma una copa.

—No quiero.

—¿Está. V. enfermo? le preguntaba una mugerzuela maliciosamente.

—¿Yo? verás si estoy enfermo.

Y el majo resentido echaba un vaso lleno, mitad ron y mitad marrasquino, y se lo tiraba al coleto para dejar su buen nombre en el lugar que merecia.

—¡Bravo!

—¡Que se repita!

—¡Eh! ¡mozo, una silla!

—¡Trae un café!

—¿No cobra nadie en esta casa? gritaba, uno dando fuertemente con la cucharilla en el borde de la azafata.

—¡Ya voy!

—¡Música!

—¡Allí viene Curro!

Y las miradas de todo un grupo se dirigieron á un torero que acababa de entrar.

—¡Adios, Geroma! decia uno á una jembra de rompe y rasga que entraba tambien como siguiendo al torero.

—Ven, siéntate acá.

—Voy de paseo...

—Mala pécora...

—¡Uf! ¡el tísico! valia mas que me volvieras el pañuelo que me quitaste...

—¡Ja, ja, ja!

—¡Música! ¿qué hace ese gandul de pianista?

—¡Acaban de dar las ocho! respondió la voz del mozo, á estas palabras, como queriendo dar una satisfaccion al parroquiano.

—¡Pues ya es hora! añadió éste.

El pianista apuró la copa que tornaba al pié del anfiteatro, y se levantó para ponerse al piano.

—¡Bravo! ¡venga una jota aragonesa!

—No. ¡La batalla de Peracamps!

—¡El himno de Riego!

—¡Chist!... ¡Calla por Dios!...

—¿Qué mas da una cosa que otra?...

—Sí, pues en mejor ocasion... Mira quién entra por la puerta.

—¡Roberto!

—Todavia no le conozco, ¿lo creereis?

—Pues ahí lo tienes.

—¡Ya hace cara de lo que es!...

Diego oia estas palabras, que se decian en una mesa inmediata.

Uno de los tres hombres de chaqueta, bien vestidos, que hemos visto antes como aislados en una mesa de en medio del café, acercó una silla así que vió entrar á Roberto.

Éste se sentó en ella.

Las miradas de todos los que en el café habia, se fijaron en él, y á su presencia, sucedió un silencio general, aunque de pocos instantes.

—¡Qué demontre será esto! esclamó Diego, no comprendiendo la causa de aquel singular efecto que en los circunstantes producia la presencia de su antiguo conocido.

El mozo corrió á él diciéndole:

—¿Qué tomará V., don Roberto?

—Nada, respondió éste secamente.

—¡Las tres ó cuatro onzas que el amo me guarda todas las noches para que deje correr los dados, es lo que tomaré luego, debias contestar, condenado! esclamó por lo bajo una voz, junto al sitio en que Diego se hallaba.

—Pues señor, decia éste, aquí hay un busílis que yo no entiendo todavia iremos viendo. ¡Por de pronto, continuó mirando á Roberto, lo que es él, está hecho un aparador de platero, con tanta cadena y alfiler de pecho y sortijas de diamantes! ¡Barcelona ha sido la India en estos años para mis antiguos conocidos, segun lo que veo de Roberto y Nicolás!... Pues señor, paguemos esto, para poder salir así que él se vaya.

Y metiendo la mano en el bolsillo del chaleco, gritó:

—¡Mozo!

—¡Allá voy! ¿Quién llama?

—Aquí.

Y al decir esta palabra, Diego esclamó para sí:

—¡Por vida mia! no traigo mas que una onza en el bolsillo, y esta moneda en semejante sitio y en manos de un trabajador...

—¡Ea! ¿qué pensais? dijo el mozo viéndole como estático sin sacar la mano del bolsillo.

—Pienso que no podré tal vez pagar este gasto...

—¿Entonces, por qué lo pedias? respondió el mozo con el peor tono; aquí no se fia á nadie.

—¡Toma, pues, miserable! esclamó Diego dejando caer la onza sobre la mesa.

Todos los del alrededor volvieron súbitamente la cabeza, lijando en la mesa las miradas atraidas por el sonido del oro.

—¡No os incomodeis!... repuso en seguida el mozo variando de tono, ¡yo no he hecho mas que seguiros la broma! acaso no conocia yo... sí, que soy poco pillo para que á mí...

—Ea, despacha, interrumpió Diego secamente y con él tono del mayor desprecio á la servil y baja disculpa del mozo. Éste tomó la moneda y las botellas, y so fué al mostrador.

A los pocos momentos se presentó con la vuelta.

Al entregársela á Diego, le dijo casi al oido:

—Si quereis pasar adentro...

—¡Yo! ¿á qué?...

—Así... para ciertas personas nada mas, hay una banca regular...

En este momento Roberto se levantó de la mesa.

Los tres hombres de chaqueta quedaron en ella. Diego, que como vulgarmente se dice, no le quitaba ojo, lo observó y se puso tambien de pié.

El mozo proseguia á su oido.

Y hay toda seguridad... aquí no os cogerá ya ni á vos ni á nadie...

Roberto atravesó la sala, y se metió en el interior de la casa.

—Siendo así, iré un momento, respondió Diego hablando al mozo y mirando á Roberto.

—Pues, de aquí á un rato, como quien va así á alguna cosa precisa, entráis por la puerta que veis junio al mostrador...

Por ella acababa de penetrar Roberto.

—Tomais una escalerilla que hay á la izquierda, subís, y desde allí ya vereis lo demás.

—Bueno, bueno, pues allá voy luego.

—Pero con disimulo ¿eh? repuso el mozo.

—Descuida.

El mozo se alejó contento con la adquisicion de un nuevo parroquiano.

Diego dijo para sí:

—No sabes tú todavia con el disimulo que yo voy á hacerlo.

Y creyendo pasado ya el rato, se dirigió en seguida á la puerta.

Junto á ella encontró la escalerilla.

Subió, y al estremo tropezó con dos hombres que estaban allí de pié hablando en voz baja.

Al llegar á ellos, hirió sus oidos el sonido de algunas monedas de oro, que caian en la mano de uno de los dos.

Ambos bajaron luego la escalera.

Diego les siguió.

El uno se quedó detrás del mostrador, desde donde empezó á dictar disposiciones á los mozos.

Era el dueño del café.

El otro fué á la mesa de, los tres.

Era Roberto.

Diego volvió á su mismo sitio.

CAPÍTULO VI.
La cantadora.

A penas Diego se hubo sentado, el mozo del café se le acercó diciéndole:

—Pronto hemos concluido.

—Sí... respondió Diego dando á conocer cuanto le incomodaba semejante solicitud.

—¿Pero ha ido bien?

—Sí, respondió Diego maquinalmente.

—¡Oh! me alegro mucho; ya que yo he sido el que...

—Este perillan entiende que he ganado y busca propina... se dijo Diego.

Y sacó un napoleon y se lo dió al mozo, para echárselo de encima.

—Mil gracias; pues ahora ya lo sabe V., y cualquier cosa que se ofrezca...

—¡Mozo! ¡mozo!

—Bendita voz, esclamó Diego.

Y alejado el mozo de su presencia, volvió á fijar toda su atencion en la figura de Roberto.

—Pero oye tú, ¿cómo tarda tanto en empezar el canto esta noche? decia uno.

—¿No ves que Curro ha entrado y está en aquella mesa?... Pues ahí aguarda á ver si sale la Pepa para sacarla de los pelos, segun le tiene ofrecido.

—¡Quiá! no es eso, sino que hay una cantadora nueva esta noche.:

—Pues se hace aguardar.

—¡Es que ha perdido una papalina!

—¡Música! ¡música!

—¡Que se empiece! ¡que se empiece!

El pianista levantó las manos á la altura de la cabeza, y remangándose las bocamangas del ridículo frac azul, de botones que habian sido dorados, las dejó caer sobre el teclado, que empezó á gemir de la manera mas lastimosa que pueda darse bajo aquellos infernales dedos.

En honor de la verdad, sin embargo, debemos decir que hubiera sido difícil averiguar, examinados piano y pianista, quién castigaba á quien en aquella ocasion. Si el pianista al piano con sus manotadas, ó el piano al pianista con sus desgarrados gritos.

Despues de la sinfonía á todo piano, el pianista dió la entrada y seguidamente hizo la salida la cantadora.

—Juy, ¡viva la grasia!

—¡Salerosa!.

¡Selensio!

—¡Qué hermosa es!

—¡Bravo!

—¡Chist!... ¡Chist...

Un silencio profundo sucedió al general murmullo. Todos los ojos estaban embelesados mirando la prodigiosa belleza de la nueva cantadora.

¡Dos hombres habia, sin embargo, que la miraban de un modo particular!...

El uno con ojos chispeantes, encendidos, y diciéndose á sí mismo:

—¡Hermosa es! y yo sin saberlo ni conocerla hasta ahora!...

Éste era Roberto.

El otro era Diego, que, esclamó al verla:

—¡La niña del cementerio!...

El pianista repitió, la entrada, pero la cantadora, inmóvil y de pié en medio del teatro, no daba señales de salir de la especie de estupor en que parecia abismada.

—Vamos, ande V., la decia el pianista volviendo la cabeza, y dándole el primer verso. Quien me verá á mí.

Pero la cantadora, cuyo rostro estaba encendido como la grana, ni oia al pianista, ni veia, ni atendia á nada.

El dueño del calé levantó la cabeza al teatro, miró á la cantadora y corrió á la puerta del lado del mostrador.

A los pocos momentos oyóse desde abajo una voz que salia de entre bastidores gritando:

—¡Ánimo! Quien me verá á mí.

El pianista repitió la entrada.

La cantadora recobróse al fin y empezó:

—Quien me... e... ver.. á...

La voz se le anudó en la garganta.

—¡Fuera! ¡fuera!.

—¡Buñuelo!

—¡Silencio!

Y un silbido general se levantó hendiendo la espesa atmósfera del café.

Un grito agudo se oyó en medio de los fuera y los silbidos de los espectadores.

¡La cantadora habia caido desmayada!

El pianista se levantó á tiempo de cogerla en sus brazos.

El dueño del café salió al escenario diciendo:

—¡Buena la hemos hecho!

[]

El café chantan cogiendo á la cantadora, con la ayuda del pianista, la llevó á una sala inmediata al teatro.

—¡Agua al rostro! gritaba uno.

—¡Esencia para niña! gritaba otro.

—¡Se ha cortado!

Que le pongan una venda!

Diego se lanzó á la puerta del mostrador.

Otros espectadores corrieron tambien antes y despues que él Cuando Diego llegó, encontró á Roberto al lado de la jóven.

—¡Fuera gente de ahí! gritó Roberto.

Diego se acercó mas.

—¡Fuera! gritó uno de los tres de chaqueta que estaban en aquella mesa con Roberto, los cuales habian seguido á éste.

Y apartó bruscamente á Diego cogiéndole de un brazo.

Diego hizo un sacudimiento, levantando, apenas se vió libre, la mano que no tuvo lugar de descargar sobre el individuo que fué rodando contra la pared.

Los otros dos fueron a echarse sobre Diego.

Este les dejó acercar á tiro de puñetazo, y los recibió con tan fuerte golpe en el pecho, que los dos hombres quedaron tambaleándose delante de él.

Los circunstantes se apartaron, tornando la mayor parte la escalera.

—¡Qué hace V.! ¡que se pierde! ¡venga V.:por aquí! gritó á Diego la voz del mozo.

Diego, que, como hemos visto en distintas ocasiones, no perdia nunca la serenidad, conoció en el momento que cometia una imprudencia que podia comprometerle y siguió al mozo. Este le condujo á otra escalera que salia á la calle.

—¡Pero que ha hecho V.!

—Defenderme simplemente.

Fortuna que esto no lo ha advertido D. Roberto, ocupado como estaba con la cantadora.

—¡Pero qué significa D. Roberto!...

—Que se vaya V: si: no quiere perderse, concluyó el mozo volviéndose y dejando á Diego con la palabra en la boca.

—Pues señor, creamos á este hombre, se dijo bajando la escalera. Aquí debe haber algo peligroso que no comprendo aun, y yo estoy poco prevenido por ahora. Pero, por otra parte, necesito saber lo que sea todo eso, que me inspira grande interés y he de averiguarlo.

Salió, á la calle; y se ¡puso al umbral de, una escalerilla frente á la puerta del café.

En la puerta misma por donde Diego salió, apareció al cabo de momentos, uno de los tres hombres; el primero á quien aquel habia derribado en la sala de arriba del café.

La luz del farol de la calle daba de lleno en el rostro del hombre.

Diego le conoció en seguida, y dió dos pasos atrás poniéndose mas á la oscuridad del portal donde estaba.

No necesitamos decir qué esta accion de Diego estuvo muy léjos de ser inspirada por el miedo.

—¡Diria que conozco esta cara! esclamó observando friamente al hombre.

Este salió á la callé, parándose en medio, en actitud arrogante y mirando á todos lados.

Era evidente que su vista buscaba al guapo que poco antes si atreviera á él y á sus dos camaradas, y el cual presumia que habia salido por aquella puerta del lado del café.

En seguida apareció en la propia puerta un grupo de tres personas.

Una era el dueño del café; la otra Roberto, y la tercera una muger á la que daba el brazo este último.

—¿Voy con V., D. Roberto? preguntó el hombre de la calle.

—No, Juan, quédate ahí, y esperadme los tres.

—Cierto, se dijo Diego al oir el nombre de Juan, no me habia engañado! Veo que conservo perfectamente la fisonomía de la gente.

Con efecto, Diego no olvidaba jamás una cara que hubiese visto una sola vez.

El hombre volvió á meterse en el café, y Diego saltó de su escondite, y siguió al grupo.

—Suplico á Vds que me dejen ya, porque me siento buena del todo, decia la niña, que no era otra que la cantadora, á los dos que la acompañaban.

—¡Ah! no faltaba otra cosa, respondió Roberto, sino que la dejáramos á V. sola en medio de la calle.

—Que atento y que fino se ha vuelto mi antiguo amigo, se decia Diego, que iba siguiendo á corta distancia y aguzando cuanto podia el oido.

—Estamos ya cerca de casa, añadió la niña.

—Razon de mas para que no la dejemos á V., proseguia Roberto.

Llegaron á la esquina de la calle de Robador, entraron en ella, y a las cuatro puertas, dijo el dueño del café:

—Ya hemos llegado.

—Gracias mil, caballero, esclamó la jóven.

—Acompañaremos á V. hasta arriba, dijo Roberto.

—¡Ah! ¡eso no! El señor Cristóbal sabe que no puede ser, que mi madre tendria un pesar si llegaba á sospechar algo de lo que ha pasado, continuó la niña llamando en su favor el testimonio del dueño del café.

—Pero, si es que no hay necesidad de decirle nada... insistia Roberto impertinentemente.

Y devorando con los ojos el rostro de la niña.

—¡Amalia! ¡Amalia! gritó en este instante una voz dentro del portal.

—¡Señora Tomasa! respondió la niña.

—Ay, gracias á Dios! á fé que su madre de V. tiene un buen susto! Yo no sé qué mil diablos le han contado que le habia sucedido á V. ahí en el café de San Pablo, y como la pobre está, tan delicada...

—¡Cómo! ¡ay, Dios mio! ¡mi madre ha sabido!...

—Nada, nada, no se asuste V., esclamó Roberto con una satisfaccion que no pudo disimular; nosotros mediaremos en eso: vamos, ¿vé V. como era mejor que subiésemos con V.?

—Ay, sí, sí, usted, señor Cristóbal, le dirá que no ha sido nada...

—Y yo tambien, pues no faltaba mas, añadió Roberto. Ea, fuera miedo, y déme V. la mano.

Y Roberto, aprovechando la primera ocasion, tomó la delicada mano de Amalia, que ésta retiró así que se apercibió de ello, no habiéndolo notado al principio con la confusion de ideas que tenia en su mente.

Como Roberto y los demás personajes no hablaban muy bajo y la calle de Robador en el espacio de la casa de Amalia, estaba algo oscura, Diego, que pudo pararse muy cerca, oia bien toda la conversacion.

Así á las últimas palabras de Roberto no pudo menos de volver á esclamar:

—Vamos, ¡Roberto está hecho un tipo de finura y cortesía!...

Aquellos subieron y Diego quedó en la puerta.

Amalia vivia en el piso cuarto de la casa.

La señora Tomasa, que era una vecina de la misma, tomó la delantera, llamó á la puerta, que abrió un niño casi andrajoso y de edad de diez años, el cual gritó al momento con infantil alegría:

—¡Mamá, aquí está Amalia!

—¡Madre mia! esclamó ésta llorando y arrojándose á una cama miserable que habia en la alcoba, á dos varas de la puerta de la mezquina habitacion.

El aspecto miserable que ésta presentaba, hubiera entristecido á cualquiera que no fuera Roberto., el cual contemplaba con un gozo salvaje, el estado pobrísimo de aquella familia.

—¡Buen disgusto me has dado, hija mia!

—Vamos, la niña no tiene la culpa, esclamó el cafetero.

—La tiene, porque ya sabia que eso era contra toda mi voluntad; pero, es cierto, no tiene ella toda la culpa...

—Claro que no, esclamó Roberto, que inoportuna é intempestivamente se metió en la conversacion.

—Usted la tiene, señor Cristóbal.

—Yo, sí, efectivamente, pero fué con buena intencion. Figúrese V., D. Roberto, prosiguió el cafetero, que esta niña tiene una voz de ángel, que vale toda la plata del mundo. Yo que conozco á la familia desde hace mucho tiempo, y que, francamente, sin ánimo de ofender á nadie, porque eso de bienes de fortuna, amigo, van y vienen, y hoy está uno muy alto y mañana está muy bajo, y en fin, en una palabra; que le dije á esta señora, yo le doy ocho pesetas todas las noches á su hija, si baja á cantar en mi café tres ó cuatro cosillas de las que ella sabe. Su madre no quiso; pero esta buena criatura, que así se ha de decir, á escondidas de su madre, bajó ayer y me dijo que cantaria, porque no podia sufrir, claro, ni los padecimientos de su madre enferma, ni el hambre de sus hermanos.

¡Hija de mi alma! esclamó la enferma volviendo á tender sus descarnados brazos al cuello de Amalia.

—Pero ya se vé, prosiguió el cafetero, como no está acostumbrada; al salir se ha cortado, y... pero no ha sido nada...

—¡Qué han de decir las gentes que la conozcan!... dijo la madre; la pobre no tenia ya otra cosa que su honradez, y ahora hasta eso ¡Dios mio! ¡Dios mio!...

—Vamos, no es nada; no se aflija V., qué diablos; ¿quién sabe? á veces no hay mal que por bien no venga, como suele decirse, interrumpió Roberto.

—Vaya, Amalia, ánimo, y tranquilícense Vds., que esto ya ha pasado. Yo, con permiso, me marcho, que hago falta abajo á estas horas, dijo el cafetero.

—Buenas noches, señor Cristóbal, dijo la madre desde la cama.

—Pues yo voy á tomar asiento un instante, dijo Roberto, con licencia de esta señora; aquí el señor Cristóbal ya me conoce...

—¡Basta que venga V. con él acompañando á mi hija!...

—Sí, entre los dos la hemos auxiliado... prosiguió Roberto con toda intencion.

—Pues hasta luego, D. Roberto, dijo el cafetero y salió.

—Sí, hasta luego.

Cuando Diego, que habia quedado en la puerta de la calle, vió bajar solo al cafetero esperimentó un disgusto difícil de esplicar.

Habia adivinado las bajas pretensiones de Roberto con Amalia, la familia de ésta era pobre, Roberto parecia gozar de cierta posicion y habia quedado solo arriba!...

Esto naturalmente daba á Diego mucho en que pensar.

La madre de Amalia estrañó, como no podia menos, la frescura de aquel hombre á quien no daba derecho á semejante libertad el desgraciado suceso ocurrido á su hija; pero para darle una leccion en aquel instante, se necesitaba un despejo que no cabia en la prudencia ni en la buena educacion de aquella desgraciada madre de familia que no tuvo otras palabras que las que hemos oido para contestar á la licencia que se tomó Roberto y luego estas otras, las únicas que puede emplear en semejante caso toda persona medianamente educada:

—Traedle una silla á este caballero.

El niño que abrió la puerta, dió una ligera vuelta sobre los talones, tendiendo una mirada alrededor de la sala alumbrada por la triste luz de una vela de sebo, y fué á un rincon á buscar la silla que pedia su madre.

Roberto se sentó en ella junto al marco de la alcoba.

Amalia sentóse tambien sobre la cama de su madre.

—¿Y V. creo que es viuda, señora? preguntó Roberto sin rodeos.

—¡Sí, señor, por desgracia!

—¿Con todos estos niños?

—De los cuales solo Amalia, que es mi hija mayor, puede ganar el pan.

—Y si este pan se ha de ganar así trabajando...

—¡En ese torno de seda que V. ve ahí.

—¡Ah! eso ha de ser matarse, para no ganar nada.

—Trabajando diez y seis horas todos los dias, gana una muger nueve reales. Mi hija, que no puede trabajar mas de doce, porque además de tener que cuidarme á mi, ha de hacer todas las faenas de la casa...

—¡Ah! ¡es imposible! esclamó Roberto con el acento de la mas profunda compasion. Pero de eso en parte tienen Vds. la culpa...

—¡La culpa nosotras!... esclamó la madre estrañando naturalmente estas palabras.

—Porque otros medios hay...

—Todos los hemos visto ya, caballero, y antes de sepultarme yo en este lecho de mi martirio, puede V. figurarse que lo he mirado todo...

—Sin embargo, añadió Roberto, yo conozco otras familias en igualdad de caso que Vds., y no lo pasan tan mal... en fin, todo lo contrario...

—No comprendo...

—Esta niña es jóven y muy buena muchacha...

La palabra muchacha fué un puñal que clavó en la esquisita susceptibilidad de la madre, la poco delicada espresion de Roberto.

Toda la miseria del mundo no hace olvidar á ciertas personas las atenciones que merecieron en otro estado de fortuna, y de que no creen deba privarles luego la pobreza.

Roberto prosiguió con socarroneria y mirando al suelo:

—Y podia... en fin... tratándose de una persona de carácter... hablándose las cosas... arreglarse todo, y salir de ese estado triste y deplorable.

—No entiendo á V., caballero... dijo la madre á las para ella ambiguas palabras de Roberto.

—Quiero decir... V. ya no es una criatura, para no conocer ciertas cosas...

—Amalia, mira, hija mia, esclamó la madre, pasa allá adentro y arréglame el cocimiento para luego.

Roberto respiró satisfecho á estas palabras, y dijo para sí:

—Bueno va el asunto.

Luego, dirigiéndose á la madre, añadió inmediatamente:

—Ha hecho V. muy bien en hacerla salir, porque así hablaremos con mas libertad.

La madre miró á Roberto diciendo:

—Sí, caballero, creo que he hecho muy bien en hacerla salir.

Y pronunció estas palabras con una intencion tal, que detuvieron la de Roberto por un instante en sus labios.

Sin embargo, al cabo de breve rato éste prosiguió sin abandonar su idea:

—Pues, sí, señora; con una persona de carácter, por ejemplo, que Vds tuviesen...

—¿Y qué habia de hacer esa persona de carácter, caballero?... preguntó la madre con forzada sencillez.

—Vamos... prosiguió Roberto con maligna socarronería, V. ya me comprende... que viniese á visitarlas á Vds una vez ó dos al dia así, á horas en que no fuese visto...

—Caballero, las personas, pocas ó muchas que puedan entrar en mi pobre casa, ha de ser á la luz del dia, y sin esconderse de nadie...

—¡Oh! por mí eso seria indiferente; pero lo decia por Vds. para que la gente no murmurase... aunque en este mundo cada cual hace de su capa un sayo y nadie dá á uno un pedazo de pan cuando no lo tiene...

La madre sufria horriblemente en el lecho, aguardando que Roberto formulase claramente su pretension.

Éste prosiguió:

—Es decir, á todo esto yo supongo que la niña no tendrá ningun otro compromiso...

—Sí, señor, tiene uno esclamó la madre resueltamente, pero... con voz trémula por la emocion que sentia.

—¡Ah! dijo Roberto.

—Tiene el compromiso de guardar limpio el honor de su nombre, que no perderá ni con la vida.

—¿Pero quién trata aquí de deshonor? esclamó Roberto con la mas irritante sangre fria; la cosa, como Vds la sepan tener oculta, yo lo que es por mi parte...

Aquí la madre de Amalia no pudo sufrir mas y dijo imperiosamente:

—Caballero, hágame V. el obsequio de salir de mi casa.

—¡Cómo!

—La pobreza y la desgracia nuestra no dan el derecho, ni á V. ni á nadie, de insultar así nuestra honra y nuestra dignidad.

—Vea V., señora, lo que dice y considere lo que pierde...

—¡Dios mio! ¡Dios mio! esclamó la madre amargamente.

—Señora, en fin, no se afecte V. tanto, que no so» esas cosas para matar á nadie, y acaso mañana, otro que ofrezca á Vds mucho menos de lo que hubiera hecho...

—¡Caballero! digo á V. que salga de mi casa inmediatamente! gritó la madre.

—¡Qué es esto, madre mia! esclamó Amalia corriendo á la alcoba.

—Nada, no es nada. ¿Se ha dormido Ramon?

—Ahí está dormido, junto al torno.

—Despiértale pues, y vuélve tú adentro.

Amalia despertó al niño de diez años que antes abrió la puerta, y volvió á salir de la habitacion.

—Ramon, prosiguió la madre; abre la puerta á este caballero.

—¿Con que me despide V.? esclamó Roberto con rabia.

—Sí, señor, le despido, y si las fuerzas materiales acompañasen a las de mi indignacion, le arrojaria por la escalera de mi casa!

—Está bien. Buenas noches.

Y Roberto salió despechado y furioso de la sala, esclamando entre dientes:

—¡Ya caerás!...

CAPÍTULO VII
La virtud y la miseria.

SEGUIAN parado Diego en la puerta de la casa de Amalia esperando á que Roberto bajase, con una impaciencia difícil de esplicar.

Ya hemos visto el efecto tan desagradable que le produjo el ver bajar solo al dueño del café.

Despues que hubo salido éste, bajó una muger vecina de la casa, á la cual Diego se atrevió á preguntar:—Buena muger, ¿me haria V. el favor de responderme á una pregunta?

—Diga V., contestó la muger parándose.

—No es con ninguna intencion siniestra, observó Diego, como para prevenir una mala respuesta de aquella muger, que era muy fácil interpretára sus palabras como la de la callo de Peracamps, cuando preguntó por Clara y su madre.

—Usted dirá, repuso la muger.

—En esta casa y en el piso cuarto, me parece, vive una jóven que so llama Amalia, en compañia de su madre...

—Sí, señor.

—Creo que es buena familia...

—Demasiado. ¡Ah! ¡eso sí! pues con la miseria que tienen las infelices, crea V. que se necesita ser una santa para sufrir tanto y con tanta paciencia.

—¿Usted hace mucho tiempo que las conoce?

—Un año nada mas que viven en la casa. Yo hace tres que habito el cuarto de enfrente.

—¿La madre es viuda?...

—Sí, señor.

—¿Y el padre murió en esta casa?

—No, señor, vinieron aquí mucho despues de muerto el padre.

—Gracias mil, es todo cuanto deseaba saber.

—Pues ya lo sabe V., y si trae tal vez alguna intencion con la niña, con gente mas buena no podia tropezar. Ahí no entra lo que se dice alma viviente en figura de hombre...

—No, no era eso...

—Es que á veces uno se informa...

—Sí, con efecto.

—Pues toda la vecindad no dirá á V. ni mas ni menos que yo.

—Repito á V. las gracias.

—Vaya, pues, buenas noches.

—Muy buenas noches.

Las esplicaciones de esta muger enternecieron á Diego, aumentando en él el interés que por aquella familia esperimentaba.

—Y sin embargo, se decia en medio de esto, ¡Roberto ha quedado arriba!... y hace media hora que está y no hay indicio de que baje!...

En este momento se oyeron en lo alto de la escalera las pisadas de un hombre.

—¿Será él? se preguntó Diego.

Y salió á la calle.

Era con efecto Roberto, que bajaba despedido vergonzosamente por la madre de Amalia.

—Es ya muy tarde para subir yo ahora, otro rato volveré, esclamó Diego viéndole salir, puesto de pié al umbral de la puerta de al lado.

—¡Se han atrevido á despedirme! ¡pero yo me vengaré! decia Roberto á mas de media voz, hablando consigo mismo, al poner los piés en la calle.

Diego oyó las palabras de Roberto.

—¡Muy bien! esclamó comprendiendo todo el significado de esta esclamacion, y con una satisfaccion igual al recelo que esperimentaba antes de que bajase Roberto.

Éste tomó la direccion de la calle de San Pablo, y se metió otra vez en el café.

Diego le siguió.

Al llegar al café, paróse cerca de la puerta diciendo:

—Aquí le dejo ya, puesto que sé donde volver á encontrarle cuando quiera.

Y se fué en derechura á su casa.

Al ir á llamar, Daniel abrió la puerta.

—Listo has andado, le dijo Diego al pasar.

—Vi á V. desde el balcon.

Daniel habia permanecido en él desde que hubo anochecido, aguardando la vuelta de su amo.

—Mañana estarán las llaves, señor.

—Bien. Cierra ya; porque vamos á recogernos. Oye: yo no como nunca en casa. Tú puedes hacerlo donde y á la hora que quieras.

—Está bien, señor.

—Puedes retirarte.

Daniel salió, y Diego quedó solo en la sala.

Al dia siguiente se levantó por la mañana, púsose el traje mismo que llevaba cuando fué al cementerio, tomó una de las llaves que Daniel por su mandato habia hecho construir y que á primera hora estaban ya sobre la consola, y salió.

Al salir dijo á Daniel:

—A las doce y á las cinco en casa.

—Está muy bien, señor.

El callejon del Mill venia frente por frente de la casa de Diego.

Éste fué á pasar por la calle donde habia vivido con su madre.

Sus ojos volvieron á clavarse en las vetustas paredes de las casas que en ella quedaban, y que guardaban escritos en caractéres, solo para él inteligibles, recuerdos que arrancaban lágrimas á su corazon.

Salió á la calle de la Boria, y siguiéndola con direccion á la plaza del Angel, paróse de repente ante uno de los portales.

Era aquella casa misma donde vivia el gefe de policía, á cuya presencia le con d aje ron los esbirros para llevarle luego al calabozo de la Ciudadela.

Antes habia pasado, sin embargo, dos veces por aquel sitio, despues de su vuelta á Barcelona, sin detenerse un momento.

Era que la primera vez pasó para ir á la casa de su madre, y la segunda para ir á la de Clara.

—¡Aquí fué y de esta casa salí! esclamó Diego con el acento del mas profundo dolor.

Y el recuerdo de todos sus pasados sufrimientos se presentó á su imaginacion vivo como nunca.

De semejantes recuerdos es imposible separar la idea de la venganza.

Pero Diego no pensó mas que en el gefe de policía, no maliciando las relaciones que con éste pudiera tener Roberto.

Sin embargo, ya hemos visto la natural antipatia que sentia por este último, cuya pista no quiso perder cuando le encontró por primera vez en la calle de Fernando.

Era que Diego, instintivamente y sin esplicarse la causa, se sintió impulsado á seguirle por un sentimiento que era en él algo mas que simple curiosidad.

Diego odiaba á Roberto, y el ódio nos atrae tanto como el cariño en ciertas ocasiones, hácia las personas que nos lo inspiran.

Al cabo de un rato de mirar la casa, Diego esclamó:

—Tiempo tendré de ocuparme de esto. Vamos ahora á la calle de Robador.

Llegó á la casa de Amalia, subió al piso cuarto y llamó.

—¿Quién? respondió desde adentro una voz clara y argentina.

—Servidor de V.

La puerta se abrió.

Dego Vió otra vez á La niña del cementerio.

Amalia se sobresaltó al verle,—A los piés de V., señorita.

—Beso á V. la mano, contestó Amalia ruborosa y sobresaltada.

—¿Está en casa su madre de V.?

—Sí, señor, pero...

—¿Está enferma? ya lo sé, no importa, yo quisiera verla.

—¿Qué es eso, Amalia? preguntó una voz débil que salia del interior del cuarto.

Era la madre, cuyo fino oido estaba atento siempre que llamaban á la puerta.

Amalia corrió á la alcoba.

—Es aquel caballero que dije á V. me habló en el cementerio.

—¡Jesús! ¡cuándo concluiremos, Dios mio!

—Le diré que V. no puede recibirle.

—Volverá otra vez y tendremos lo mismo; dile que pase.

Amalia salió, y la madre quedó esclamando:

—¡Hasta los dones de la naturaleza se convierten en males para los pobres!

Con efecto: la peor de las desgracias es la hermosura en medio de la virtud y la miseria.

—Pase V., caballero, dijo Amalia á Diego, que aguardaba de pié y con el sombrero en la mano en la puerta del cuarto.

En la casa de un opulento Diego no se hubiera descubierto hasta entrar en la habitacion.

—Señora, V. me dispensará la libertad que me lomo con esta visita.

—Caballero...

—Sabia, porque lo pregunté á su buena hija de V., y me lo han dicho despues otras personas, que V. estaba enferma.

—Ya lo vé V., caballero... pero tenga V. la bondad de sentarse... y de cubrirse.

—Haré lo primero, y en cuanto á lo segundo, señora, yo estoy siempre descubierto en los lugares sagrados.

La madre miró á Diego sin comprender estas Últimas palabras.

—No estrañe V., señora, esta espresion mia. El lugar donde mora la virtud, es para mí lugar sagrado.

—Caballero... dijo la madre confusa ante un lenguaje que no habia oido jamás, y sobre todo, ante la noble fisonomía y compostura que Diego guardaba en todos sus movimientos.

—Señora, anoche sucedió á Vds... á su hija de V., un lance desagradable.

—¡Ah! sí, caballero. ¿Usted lo sabe?

—Sí, señora; y es triste, muy triste que la verdadera honradez tenga que bajar para encontrar un pedazo de pan, hasta el lodo del vicio y de la maldad, para salir, sino manchada, empañado su brillo cuando menos!...

—Es verdad, caballero, y V. que comprende eso, conocerá asimismo el profundo dolor que yo sentí, al saber el paso que el amor de mi hija á su madre y á sus hermanos la hizo dar en contra de mi voluntad.

Y aquí la madre esplicó á Diego el cómo Amalia fué á cantar en el café, lo cual sucedió de la manera que poco antes oimos al cafetero, cuando acompañó juntamente con Roberto á la jóven á su casa.

—El otro dia, señora, cuando ví á su hija de V. en el cementerio, y en lugar donde se entierran los pobres...

—Me lo dijo.

—Entonces diria á V. tambien que á mí me arrastraba igual sentimiento que á ella hacia aquel sitio. Así, el interés que yo sentí por esta familia, fué tan santo, señora, como el lugar en que nos hallábamos. Era la tumba de su padre y de la madre mía, y ante los sepulcros de los padres, no nacen bajas pasiones en el corazon de los hijos.

La intencion de Diego al pronunciar estas palabras era evidente.

Queria proteger con recursos á aquella familia desgraciada, pero la miseria en que ésta vivia, era una señal infalible de que la madre habia rechazado todo género de proteccion por parte de alguien que pudiera comprometer la honra de su hija, y era necesario, para que el favor de Diego fuese aceptado, buscar títulos para hacerlo, y revestirlo de cierto carácter que alejara toda mira indigna por su parte, al paso que no ofendiese la dignidad de aquella familia.

En un hombre como Diego no parecerá estraña semejante delicadeza en sus acciones, conocida la elevacion de sus bellos sentimientos.

La madre miraba encantada el rostro de Diego, en el cual se retrataba la verdad del sentimiento, que dictaba sus espresiones.

—¿Con que, V. no tiene madre? preguntóle la de Amalia.

—Murió, y su muerte fué por cierto bien horrible.

—¡No lo seria tanto como la del padre de mis hijos!

—Ya la sé, aunque ignoro los motivos.

—Mi marido no poseia bienes de fortuna, aunque su familia habia sido muy rica. Conocióme á mí hallándose él en buena posicion, pero grandes golpes de la suerte en la casa de sus padres le dejaron pobre de la noche á la mañana. Quiso, pues lo habia prometido, llevar á cabo el casamiento conmigo, que era de una familia pobre tambien. Trabajando mucho, llevando los libros y escribiendo en algunas casas de comercio, sostenia, aunque con trabajo, á su muger y á sus hijos. Un dia vino á casa mas alegre y muy contento con unos papeles en la mano. Eran los poderes de procurador de una casa, cuya administracion le habia sido confiada. Con lo que ésta le habia de producir y su trabajo por otra parte, mi marido se prometia pasar una vida menos penosa y mas desahogada para toda la familia. Y así fué, en efecto, durante los seis primeros meses. Llegó el segundo semestre y en casa teniamos como unos seis mil reales de alquileres cobrados cuyas cuentas mi marido no debia rendir hasta dos meses despues. En esto vino á verle un su amigo y le dijo que en Barcelona existia una casa en donde el dinero que se dejaba, producia el ciento cuarenta y cinco por ciento al año, esto es, por cada duro un real semanal, que se podia ir á cobrar todos los sábados. Mi marido no podia creer esto al principio; pero su amigo, que era persona de bien y formal, se lo aseguró diciéndole que él tenia dados á dicha casa mil reales, cincuenta duros, y hacia ya tres meses que cobraba cincuenta reales todas las semanas. Mi marido calculó el tiempo que le faltaba para rendir cuentas de los alquileres y arriesgó cincuenta duros de los trescientos que tenia del amo de la casa que administraba. Con efecto, el amigo le dijo verdad.

—¡Cobró tan crecidos intereses! esclamó Diego sorprendido.

—Sí, señor.

—¿Pero cómo puede ganar el dinero ese interés tan exhorbitante en Barcelona?

—Aguarde V., dijo la madre.

Luego continuó:

—Pues la primera semana cobró cincuenta reales de los cincuenta duros. El sábado de la semana siguiente volvió, y se le entregaron religiosa y puntualmente otros cincuenta reales. Mi marido estaba loco de contento.

—Y á V. le pasaria lo mismo.

—Yo, si he de decir á V. la verdad, caballero, lo veia y no lo creia, y pensaba mas en los cincuenta duros que en la casa aquella quedaban, que en los cincuenta reales que pudieran venir á la mia. Mi marido reprochaba continuamente mis temores, que yo por otra parte no podia justificar, y seguia cobrando tan cuantiosos réditos. Un dia, queriendo desvanecer por completo mis recelos, me dijo: Vamos, para que te convenzas, voy á sacar ahora mismo el dinero de la casa, á donde puede ir á buscarse cuando se quiera, pues entregan el capital depositado en cuanto el dueño lo pide. Vé, pues, le dije yo. Fué mi marido, y con efecto, al cabo de una hora volvió diciéndome: Toma, ahí tienes los cincuenta duros, y á ver si en el cajon de la cómoda producirán lo que depositados en esa casa. Confieso, caballero, que me arrepentí de mis temores, y le rogué que fuera otra vez á ver si se los admitian. Volvió mi marido, pero no con los cincuenta duros solamente, sino con los trescientos que tenia. Aquello habia despertado por completo su confianza y el deseo de mayores productos.

Diego escuchaba con marcado interés esta relacion.

—Cuatro semanas estuvo cobrando mi marido trescientos reales todos los sábados.

—Era ya una renta.

—Pero á la quinta semana tuvo que ir á sacar el dinero para rendir cuentas, pues habia ya llegado el dia. Fué, y ¡ay! ¡Dios mio!

—¿Qué sucedió?

—¡No quisiera recordarlo! Todavia le veo entrar en la sala desencajado el rostro, el cabello erizado, descompuesto el traje... y gritándome: ¡Margarita, me han robado!

—¡Cómo!

—Sí, caballero...

—¡En la calle!...

—¡En la misma casa!

—¿Pero cómo fué?

—Al llegar se encontró con que la dueña, pues era una muger la que recibia el dinero y pagaba los réditos, ¡habia muerto!

—Pero esa muger dejaria bienes, efectos...

—No, señor.

—Y habria además un documento...

—No, caballero. ¡Ni la muger tenia bienes, ni dejó ningun género de papel que acreditase la cantidad prestada!.

—¡Comprendo entonces que pueda tomarse dinero dando un tan crecido interés! esclamó Diego.

—Y no fué sola nuestra desgracia la que ocasionó aquel suceso; sino la de muchas familias de Barcelona que quedaron así burladas y que llorarán las consecuencias mucho tiempo.

—Lo creo.

—Sigo pues.

—Continúe, continúe V.

—Llegó el dia de las cuentas y mi marido estaba como loco. No se presentó á rendirlas. Al otro dia recibió un recado del dueño de la casa que administraba, para que se presentase, pues aquel necesitaba fondos para sus negocios.

—¡Horrible situacion era la de su marido!

—¡Y sin tener, entre tantos como él habia favorecido cuando se encontraba en la buena posicion en que le tenia su familia en Barcelona, ni un amigo que le sacase de tan grande apuro!

—¡Eso sucede por lo general!

—Mi marido se metió en su cuarto, escribió una carta que se metió en el bolsillo, y salió diciéndome, hasta luego, Margarita. Que el cielo te dé un camino para salir de este gran compromiso, le dije yo. A los pocos momentos entró la muchacha, que venia de la calle con el niño mas pequeño que teniamos, en brazos. Vino á mí á dejarme la criatura, y yo observé que la muchacha tenia los ojos llorosos.¿Qué tienes? la pregunté. Nada, señora, pero cuando subia encontré al señor que bajaba la escalera: al verme con el niño, lo cogió y empezó á cubrirle de besos y de lágrimas que brotaban de sus ojos, esclamando al mismo tiempo: ¡hijo mio! ¡hijo mio! luego me lo volvió y se bajó precipitadamente; y yo, como el señor lloraba, he llorado tambien. No digo á V., caballero, el efecto que me hizo la relacion de la muchacha.

—¡Ah! ¡lo comprendo!

—¡Pasó la mañana y mi marido no volvia!... pasó la tarde y ¡tampoco!...

Aquí la buena madre, la desgraciada esposa no podia continuar. Las lágrimas arrasaban sus ojos y sus palabras salian de sus labios entrecortadas por los sollozos.

—No siga V., señora... la observó Diego, en cuyo tierno corazon se dejaba sentir agudamente el pesar que veia en la pobre enferma.

—¡Si, V. me permitirá que siga, continuó ésta; porque esto, aunque me hace llorar, me dá cierto alivio cuando lo cuento á una persona que sabe comprenderlo!...

Diego entendia perfectamente ese consuelo que el alma dolorida esperimenta al depositar sus penas en otra alma que sepa comprenderlas.

—Continúe V. pues, señora.

—¡Anocheció, y entonces llegó á nuestros oidos la voz que corria ya por todo Barcelona de que un caballero se habia suicidado de un pistoletazo en la montaña de Monjuich!...

A Diego no le sorprendió esta catástrofe, que supo ya por Amalia la tarde del cementerio.

—La autoridad recogió el cadáver, y una carta que á su lado habia. Era la que habia escrito por la mañana.

—¿Y qué decia la carta? preguntó Diego con verdadera ansiedad.

—La tengo grabada en la memoria, continuó la madre, y se la recitaré á V. palabra por palabra. Decia así: «Soy oirá de las víctimas engañadas por la prestamista que se dice ha muerto de repente. Yo le habia entregado, hace un mes, seis mil reales que no eran mios, y de los cuales debia dar cuenta al dueño de la casa que yo administraba, D. José Ferrer. Ha llegado el dia de las cuentas, el señor Ferrer me reclama su dinero, ¡y yo no lo tengo! No puedo sobrevivir á semejante deshonra, y salgo de esta vida. Al morir pido perdon al señor Ferrer, y abrazo con el alma á mi muger y mis hijos—Cárlos Messina

—¡Cómo! esclamó Diego de repente, al oir el nombre de Messina.

—Esa es la carta, caballero, concluyó la madre sin notar el efecto que hizo á Diego el nombre de su marido.

CAPÍTULO VIII.
El cancerbero de los pobres.

EL nombre de Messina trajo toda una historia á la mente de Diego.

La historia de aquella familia de Nuevitas, víctima de la infame connivencia del capitan del negrero, cuando mandaba un buque de aquella casa, con el famoso pirata Patrick.

—Y lo mas sensible fué, que teniamos para pagar, Ahí realmente pagamos despues, prosiguió Margarita, que este nombre dijimos tenia la madre de Amalia

—¿Pagó V.?

—Sí, señor, y fué de esta suerte. La carta de mi marido era una confesion de la cantidad que tenia de Ferrer—Efectivamente.

—Éste, pues, se apoderó de muebles y de cuanto en nuestra casa habia, y lo vendió para cobrarse.

—¡Fué de todas maneras un acto de bien poca consideracion! esclamó Diego.

—Puedo asegurar á V., sin embargo, que no lo sentí, á pesar de que quedamos luego en el estado en que V. nos vé hoy. A lo menos el nombre de mi marido quedó limpio de la deuda.

Diego contemplaba asombrado tanta honradez en medio de tanta pobreza.

—¿Dijo V., señora, que su marido se llamaba Cárlos Messina? preguntó Diego, fija su atencion en aquella idea.

—Sí, señor.

—¿Era de Barcelona?

—No, señor, americano.

—¡Americano!

—¿Le sorprende á V.?

—Es que yo soy americano tambien. ¿De qué punto de América era su marido de V.?

—De Nuevitas.

Diego admiróse de nuevo, diciéndose en su interior.

—¡Pertenecia sin duda á aquella familia!

Luego añadió:

—¿Creo haber oido á V. que la casa de su marido, ó de sus padres, habia sufrido grandes pérdidas?

—Sí, señor. Era una casa de comercio y tuvo la mala suerte de que por tres veces fuese cogido por los piratas un baque que traia cuantiosas sumas de dinero á España.

—¡Ya no puede quedarme ninguna duda!

Esta esclamacion de Diego sorprendió á la pobre viuda, que no pudo menos de preguntarle:

—¿Acaso, V., caballero, conocia á la familia?...

—No la conocia, pues yo soy mas jóven de lo que parezco, y de aquellas desgracias hace ya treinta años.

—Es verdad.

—Pero recuerdo la relacion que en el mismo Nuevitas me hizo un viejo marino, y si entonces me enterneció, puede V. figurarse si me afectará ahora que la oigo de nuevo y de boca de persona tan interesada.

—Yo doy á V. las gracias, caballero, por el interés que le merecen nuestras desgracias.

—Pues han concluido desde hoy, buena señora, esclamó Diego.

—¡Cómo!

—Yo soy bastante rico por mí...

—¡Ah! perdone V., caballero, interrumpió la madre con un tono de dignidad que aumentó mas y mas la consideracion con que Diego hablaba.

—¡Suplico á V. me deje concluir!...

—Siga V.

—En primer lugar, señora, he de manifestar á V. que he sido tambien pobre, y nunca como en los momentos de infortunio han sido mi decoro y mi dignidad tan susceptibles; y no ignoro que las personas de cierta educacion reciben un agravio generalmente en la forma del beneficio que se quiere dispensarlas, cuando están en la desgracia. Bajo este supuesto, señora, yo puedo asegurarle que ni el buen nombre, ni el decoro de su familia, padecerán lo mas mínimo en cuanto yo ofrezca á V.

La madre de Amalia oia embelesada las palabras que Diego pronunciaba.

Éste prosiguió:

—Aunque empecé por decir que yo era bastante rico por mí, fué para concluir manifestando que nada mio iba á ofrecerles; esto tendria el carácter de una limosna, y en ese caso yo no la daria así tan á las claras, haciéndola pagar tan cara á quien la recibiese; pero yo tengo encargo, no puedo decir á V. el cómo ni el por qué le tengo, mas le juro que digo la verdad, de entregar cierta suma á un miembro cualquiera de esa familia de Messina.

—Caballero... esclamó la madre con el tono de la mayor benevolencia y la sonrisa mas sencilla de incredulidad.

—Es dinero de la familia y al entregarlo yo, lo doy á quien pertenece.

—No puedo menos, caballero, de admirar y agradecer en el fondo de mi alma el delicado pretesto con que V. trata de disfrazar su generosidad; pero yo la comprendo á pesar de eso, y V., que tan bien ha sabido hace un momento esplicar lo que los pobres sufrimos en nuestro amor propio y en ocasiones semejantes, no querrá causarme ese sentimiento.

—Pero, señora, es que yo puedo asegurar á V...

—Gracias, caballero, gracias. Yo debo á V., y querré deberle toda mi vida el dulce consuelo que en mi corazon han derramado sus atentas y nobles palabras; poro otra cosa, ya V. mismo conoce que no puede ser.

Diego hubiera querido en aquel momento, á costa de cualquier sacrificio, poder dar una prueba de las que tenia para persuadir de la verdad de sus palabras á aquella muger y vencer tan fuertes escrúpulos; pero no podia presentar esa prueba, sin esponerse á descubrir al mismo tiempo un lado del incógnito absoluto con que estaba en Barcelona y que le convenia guardar por mucho tiempo todavia.

—¿Con que, no hay forma de convencer á V.? ¿Qué es lo que V. quiere, señora, que yo haga, mientras no sea descubrir lo que antes he dicho que debia callar, para convencer á V. de que digo la verdad?

—Nada, caballero, nada, respondió la madre con la misma incrédula sonrisa.

En este momento llamaron á la puerta del cuarto.

Amalia abrió.

—¡Quién es, Amalia! preguntó como siempre la madre desde la alcoba.

—Es el casero, mamá.

El rostro de Margarita cubrióse de rubor.

Diego lo notó al instante, sintiendo en su corazon el dolor que adivinaba en el de la madre de Amalia.

La situacion de Margarita al ver al casero, y estando Diego delante, era dos veces mas penosa. Diego lo conocia así, y sin embargo de que la suya era por lo mismo sumamente violenta, no quiso despedirse, esperando que surgiese alguna circunstancia en que poder apoyarse para hacer el bien que deseaba á aquella familia.

Margarita, por su parte, sentia la presencia de Diego, en aquel momento, y, á pesar de cato, no esperimentaba aquella incomodidad que causan testigos estraños, en situaciones semejantes.

—Que pase, dijo al fin Margarita.

El casero entró sin quitarse el sombrero, sin saludar á nadie, y diciendo:

—¿Con que está V. todavia en la cama?

Diego clavó la vista en el estúpido rostro de ese cancerbero de los pobres, sin hacer el menor movimiento para contestar á un saludo que no se habia hecho, ni mucho menos para ponerse de pié, como en seguida hubiese efectuado á la vista de otra persona mejor educada.

—Ya V. vé... ¡todavia! respondió Margarita con esa voz particular de manifestarse que tiene la pobreza.

—Yo he estrañado que no fuera nadie á mi casa, despues del dia en que yo estuve aquí...

—Ya puede V. figurarse la causa...

—Como se ha pasado ya una semana... y V. dijo que el sábado...

—Es verdad que así lo dije, contando con que antes hubiera podido levantarme; pero...

—Sin embargo, como V. lo prometió...

—Ya digo á V. que es verdad...

Diego estaba como sobre áscuas.

—Pero tambien le manifiesto la causa que V. vé, Mi hija cobró nada mas que nueve pesetas...

—Si V. me las hubiera mandado...

Margarita sudaba á mares.

Los labios de Diego temblaban como luchando con las palabras que pugnaban por salir de la boca.

—No ha podido ser, continuó Margarita, porque de otro modo, ni hubiera podido yo medicinarme, ni tampoco comer mis hijos.

—Pero el alquiler de la casa, sabe V. que es sagrado, y ha de ser siempre lo primero.

—Dispénseme V., interrumpió Diego, que no pudo ya sufrir mas; lo primero es alimentarse para no morirse.

El casero fijó la vista en el rostro de Diego.

—¡Oh! caballero, suplico á V... esclamó Margarita queriendo impedir á Diego que tomase cartas en aquel asunto.

—¡Ah! señora, dispénseme el que yo haya tomado parte en este asunto; pero es que un hombre que tenga sangre en las venas, no puede oir con calma...

—Entonces, interrumpió el casero, ya que V. se interesa tanto...

—¿Qué quiere V. decir con eso? preguntó Diego.

Y metió la mano en el bolsillo, sacando una cartera, y de ella un billete de banco.

—¡Caballero! gritó la madre estendiendo el brazo para contener la accion de Diego.

—Señora, V. puede admitir de una persona como yo, que tanto debe á su familia, esa miseria para pagar á ese hombre.

—¡Oh! no, de ninguna manera...

—¡Pobres y orgullosos! dijo entre dientes el casero.

—¿Usted es el dueño de esta casa? le preguntó Diego seguidamente.

—Soy el procurador.

—¿Me hará V. el favor de decirme quién es el dueño?

—Don Pedro Blanco.

—¡Otro D. Pedro! pensó Diego inmediatamente preguntando en seguida; ¿dónde vive?

—En la calle de Moncada; pero es inútil que V. vaya para...

—¿Y quién ha dicho á V. para lo que yo pregunto eso?

—Es que en los alquileres de sus fincas, nadie entiende mas que yo, y yo solo debo responder...

—Pues vaya V. tranquilo por hoy, que yo procuraré librarle de ese compromiso.

El procurador quedó admirado ante las palabras de Diego, cuya fuerza de conviccion consistia, masque en su tono seguro, en la cartera y los billetes que habia notado la avarienta mirada del casero.

Así éste no tuvo otra razon que contestar, y se despidió diciendo:

—Pues que V. se alivie y allá veremos.

—¡Gente estúpida y soez! esclamó Diego al verle salir.

—¡Oh! caballero, ¿qué piensa V. hacer? esclamó Margarita.

—No puedo responder á V. en este momento; porque no lo sé yo mismo de una manera precisa; pero Vds.. no pueden permanecer así, señora, yo tengo una obligacion sagrada que cumplir, y en esa obligacion entra el librar á Vds.. de esa horrible escasez...

—Caballero, caballero...

—Y el atender á esos escrúpulos, dignos por otra parte de una señora como V., seria en mí hasta criminal. ¡Con que, señora, yo me alojo por ahora de esta honrada casa, para ir, lo repito, á donde mi deber me llama, y salgo bendiciendo la ocasion que me ofreció el cielo en el encuentro con su buena Amalia y en el lugar donde, junto á su pobre padre, yace tambien la pobre madre mia!

Margarita iba á hablar, pero Diego salió precipitadamente de la alcoba.

Al pasar á la especie de corto recibidor para abrir él mismo la puerta, tropezó con Amalia que estaba escuchando.

Antes, á una seña de su madre, Amalia abandonó la alcoba, así que en ella se hubo sentado Diego; pero niña y curiosa, como muger, pudo escuchar, y oyó desde afuera toda la conversacion.

Creyéndose sorprendida por Diego, cuando éste salió, encendióse de rubor su rostro, pero Diego no lo notó siquiera.

Saludóla afectuosa y respetuosamente y bajó la escalera.

. Siguió la calle de Robador con direccion á la de San Pablo, y al llegar á la esquina, tropezó con un hombre que la doblaba en aquel momento.

—Esta cara... ¡ah! sí... ¡es la misma de anoche! es Juan, otro de los satélites de Roberto.

Diego siguió su camino sin pararse mas en ello.

—Juan no miró á su rostro, ni conociera aunque lo mirara bajo el traje del caballero, al artesano de los buenos puños del café.

Cuando Diego llegaba frente al cafetin de la calle de San Pablo, Juan entraba en la casa de Amalia.

Diego siguió su camino con direccion á su casa.

Juan subió al cuarto piso de la de la calle de Robador, y llamó V. la puerta.

—¿Quién? respondió Amalia.

—Servidor de V.

Amalia abrió.

—¿Qué se le ofrece?

—Anoche estuvo aquí el señor Cristóbal del café de ahí abajo.

—Si, señor.

—Con otro caballero...

—Es verdad.

—Este último era mi amo D. Roberto, el cual perdió ayer un dije, un anillo que llevaba en los colgantes del reloj.

—¡Aquí no hemos visto nada!

—No dice él tampoco que lo haya perdido aquí, es cosa de poco valor por una parte, y por otra, como es un objeto tan diminuto...

La madre de Amalia preguntó luego á ésta como tenia de costumbre; Amalia le dijo lo que el criado de D. Roberto pedia, y aquella repuso:

—Aquí no hemos encontrado nada, si hubiéramos visto algo...

—Ya se supone, esclamó Juan con el tono de la mas afectada confianza, pero como es una cosa tan pequeña...

—Mira en el suelo, Amalia, añadió la madre, tal vez se le haya caido aquí.

—Luego está visto, dijo Amalia; ese caballero no pasó del marco de la alcoba y desde él á la puerta.

—En fin, veamos, dijo Juan.

Y se puso tambien él á buscar por los ladrillos.

Aprovechando un momento en que Amalia estaba de espaldas á él, e inclinada al suelo, Juan abrió la portezuela de un armario bajo que habia en un rincon del recibidor, y dejó en él un papel de poco bulto que envolvia un objeto.

—Yo no veo nada, esclamó Amalia al cabo de un rato.

—Ni yo, dijo Juan, poniéndose á su lado.

—Ya V. vé que si se hubiera caído aquí, añadió la madre, se encontraria.

—Ya he dicho que D. Roberto no lo sabe tampoco de cierto... sino que por preguntar nada se pierde.

—¡Ah! no, efectivamente.

—Vaya, pues, le diré que no se ha encontrado, y hemos concluido. Que Vds.. lo pasen bien.

—Dios guarde a V.

Juan salió de la casa al tiempo que Diego entraba en la suya.

CAPÍTULO IX.
Otra visita á otro D. Pedro.

LA visita á la casa de Amalia, fué para Diego motivo de placer y de dolor á un tiempo. De placer, porque habia bailado ocasion de emplear, conforme á la voluntad del testador, Tomás Ponce, gran parte de los bienes que; éste le habia dejado; y de dolor, porque la presencia de aquella familia tan desgraciada, y la reflexión de la causa de su infortunio, le trajo á la memoria, viva como nunca, la imagen del malvado capitan del negrero, cuya vileza fué asimismo la causa de su propia desdicha en tantos años de indecibles sufrimientos, pasados en tan horrorosa esclavitud.

—¡Ay! ¡el cielo no querrá que yo le encuentre un dia! esclamaba con la reconcentrada ira que encendia su corazon.

Nunca la idea de la venganza hirió mas vivamente la imaginacion de Diego, ni aun en los momentos en que él llegó á sufrir tanto.

Era que sus propios padecimientos, como sucede á todos los corazones grandes y tiernos, no le parecieron, con lodo y serlo en tan alto grado, tan horribles como los que presenciaba en aquella pobre familia, cuya virtud aquilataba mas y mas la suma escasez de que la veia rodeada.

Por un momento Diego se olvidó de sus afecciones propias, para sentir únicamente, ya que él habia de remediarlo, el mal de la familia de Messina; y si el recuerdo del capitan del negrero, asaltó de nuevo su mente, fué en aquel instante, no tanto por lo que á él le tocaba, como por las calamidades que habia traido la vil é infame connivencia de aquel con el pirata Patrick ó Genaro Pomar, para robar tan infamemente á la casa de Nuevitas.

—Lo primero, es volar al socorro de esa familia, se dijo en medio de todas las reflexiones que hacia.

Así, al entrar en su casa, ordenó al criado que le abrió la puerta:

—Daniel, sal inmediatamente, é infórmate de un tal D. Pedro Blanco, que vive en la calle de Moneada.

Daniel salió con la presteza que ya conocemos á ejecutar la órden de su amo.

Éste abrió un secreter que tenia dentro de la alcoba y llenó de billetes la cartera que llevaba en el bolsillo.

No tardó Daniel en volver.

Desde la sala Diego oyó en la cerradura de la puerta el raido de la doble llave que llevaba siempre el criado consigo.

—Señor.

—Dí.

—Es un hombre de cincuenta y tantos años, sumamente rico quizás el mas rico de Barcelona.

—¡Malo! esclamó Diego; si es tan rico, difícil será que conozca los dolores del pobre, ni que el dinero le obligue á servirme en lo que le pida.

Daniel prosiguió:

—Tiene un genio muy adusto.

—Peor, añadió Diego.

—Pero es muy buena persona.

—Esplica mas si puedes eso último.

—Quiero decir, segun los informes que he tomado, que es un caballero así muy honrado... que no quiere nada de nadie...

—Lástima fuera teniendo el tanto como tiene.

—Y esto es todo, concluyó Daniel.

—¿Cómo vive? preguntó Diego.

—Con grande opulencia.

—¿Has visto su casa?

—Sí, señor; es el primer portal grande que se encuentra á la derecha, entrando en dicha calle, por la de la Princesa.

Diego quitóse el gaban que llevaba, se puso un frac con bolones dorados, encima un elegante y rico paleto, tomó unos guantes de color claro y salió.

Daniel acompañó hasta la puerta á su amo.

Éste le dijo al salir:

—¡Ah! toma una tarjeta mía, que está con las señas de esta habitacion sobre el velador de la sala, y llévala á casa de D. Pedro Sans.

Al llegar á la calle de Moneada entró en el primer portal grande, como le habia dicho Daniel, y preguntó al portero, que estaba sentado sobre un cojin de badana en una silla y dentro de un biombo con cristales que habia frente á la escalera:

—¿El señor D. Pedro Blanco está en casa?

—Sí, señor, respondió el portero sin levantarse.

Habia ido á servir la portería del señor Blanco, saliendo de una de las del estado, y conservaba la fina atencion que tienen todos los porteros de las oficinas públicas.

Diego subió la ancha y corta escalera, llamó, y pidió que pasasen recado al señor, de que esperaba verle un caballero.

El criado entró, volvió á salir, y Diego fué introducido, despues de atravesar tres salas riquísimamente adornadas, sobre todo de objetos de plata que tenian sofocado al buen gusto bajo el peso de su riqueza, en el salon principal de la casa.

—Tenga V. la bondad de sentarse, dijo el criado y volvió á salir dejando en el salon á Diego.

Éste quedóse de pié, aguardando que se presentara el señor Blanco.

Despues de breves momentos se levantó una cortina de terciopelo carmesí que cubria una puerta del salon, y apareció la figura de un hombre envuelto, como en un saco, en una rica bata llena de ramajes y bordaduras.

Diego inclinó la cabeza al verle.

En seguida esclamó:

—¡Dios mio! ¡qué es lo que veo! ¡será posible!

Y desde su sitio fijó su escrutadora mirada en el rostro del señor Blanco.

Éste se adelantó pausada y gravemente hundiéndose sus ricas babuchas morunas en la velluda alfombra que cubria el suelo del salon.

A medida que se iba acercando, mas fijamente le miraba Diego, que esclamó cuando aquel estuvo ya cerca de sí:

—¡No hay duda, es él! ¡gracias, Dios mío, gracias!

El capitan del negrero y el náufrago de la Perla estaban otra vez uno delante del otro.

Diego hizo un esfuerzo sublime para dominarse, y aunque su corazon latia con violencia dentro de su pecho, procuró que esta agitación no apareciese ni en su rostro ni en sus labios.

Así empezó á hablar con la mayor calma:

—Señor D. Pedro, aunque no tengo el honor de conocer á V. personalmente...

—Sírvase V. tomar asiento, interrumpió el señor Blanco, reparando el noble continente y distinguidas maneras de Diego.

Éste sentóse en el sofá que D. Pedro le indicaba, haciendo lo mismo el señor Blanco en un sillon inmediato.

Diego llevaba un objeto determinado y una pretension fija en aquella visita al señor D. Pedro Blanco; y de seguro no se hubiera detenido un instante al presentar la idea que traia formulada en la mente; pero al encontrarse con que aquel D. Pedro, era el que tan ávidamente buscaba, el capitan mismo del negrero, se apoderó de su cabeza una especie de confusion, que no hubiera pasado desapercibida á otra vista mas perspicaz que la del antiguo traficante de negros.

Éste tomó la palabra sin estrañar, poco acostumbrado como estaba á los usos de sociedad, el que Diego no continuase en la suya.

—¿Usted me dirá, caballero, el objeto de su visita?

—¡La misma voz! pensaba Diego mientras el otro hablaba.

Pero volviendo á ponerse sobre sí, dijo con la mayor sencillez:

—He venido á ver á V. para tratar de un pequeño negocio...

El ruido de un carruaje se oyó en el palio.

El señor Blanco casi no paró la atencion en estas palabras.

A su frente estaba la puerta de entrada del salon, y fijó los ojos en la mampara que se abria.

Un criado se presentó á la puerta.

—¿Qué hay? preguntó secamente el señor Blanco.

Si por tantas circunstancias no le conociera antes Diego, le hubiera conocido entonces al oir en el salon el acento mismo que hacia temblar á todos en la cubierta del buque negrero.

—La señora baronesa de Turella y la señora de Sans.

Diego mudó el color enteramente.

—Que pasen, que pasen, respondió el señor Blanco poniéndose de pié y yendo hasta la puerta. Con permiso de V., caballero.

Diego inclinó la cabeza levantándose tambien, y esclamando:

—¡Esto mas!.

Pero su corazon, al latir esta vez con tanta violencia como la primera, sentia una emocion que se parecia á oirás, en lejano tiempo sentidas!...

¡Al fin la habia amado mucho, la amaba todavia, y era la vez primera que iba a verla despues de trece años!

Diego tenia la vista fija en la puerta del salon, donde aguardaba el señor Blanco.

Este inclinó la cabeza.

Diego lo vió, y su corazon dió una fuerte sacudida al tiempo que la mente decia:

—¡Ya está aquí!

Con efecto, Clara apareció en la puerta con la señora de Sans.

La figura de Clara habia variado completamente. Su estatura era mayor, su cuerpo, antes delgado y esbelto, era mas lleno y magestuoso, aquella fisonomía viva y agraciada, se habia vuelto grave, aunque siempre dulce y buena, y sobre todo, las sayas de percal y el corpiño de merino, se habian sustituido por la rica seda y las blancas pieles de armiño que cubrian su cuerpo. Diego, sin embargo, la conoció al momento, y no porque antes supiera que era ella. La hubiese adivinado asimismo sin saberlo. ¡Su corazon se la hubiera anunciado y sus ojos la hubieran reconocido!

—Señoras, pasen Vds., dijo el señor Blanco acompañándolas al sofá.

Diego se inclinó, Clara contestó al saludo en la misma forma, y la señora de Sans le dijo:

—Beso á V. la mano, señor de Mendoza.

—No esperaba tener el honor de ver á V. esta mañana, dijo Diego.

—Mi marido fué ayer á ver á V.

—Lo siento infinito. Iria á la fonda...

—Sí.

—Y yo estaba ya en mi nueva habitacion, cuyas señas mandé hoy á casa de Vds sin perjuicio de que pasaré yo á ofrecérsela.

—Sans volverá.

—¡Ah! soy yo ahora el que está en descubierto.

A Diego le costaba un trabajo inmenso el contestar serenamente á la señora de Sans; pero la conversacion tenia corto objeto y duró por fortuna breves momentos.

Clara y la señora de Sans se sentaron en el sofá, y en los sillones de los estremos el señor Blanco y Diego.

Éste estaba al lado de Clara.

—Pues señor D. Pedro, vamos á decir á V. el objeto de nuestra visita, empezó Clara sonriendo.

—¡Ah! Vds dirán, señoras, respondió el señor Blanco, cuya galantería no encontró otra frase.

—Desde hoy esta señora y yo somos directoras de la Junta de Damas.

¡Ah! me alegro, volvió á decir D. Pedro, sin alegrarse ni saber por qué decia que se alegraba.

—Ya V. sabe cual es el cometido de esta Junta...

—No, señora, repuso el señor Blanco sin cortedad.

—Pues consisto en allegar recursos para el alivio de los pobres y desgraciados.

—¡Ah! eso es muy laudable.

Diego, que miraba embelesado á Clara, cuya, dulce fisonomía y cuya espresion llena de bondad la rehabilitaban por momentos á sus ojos, esclamó para sí::

—¡Noble como siempre!

—Y, naturalmente, hoy empezamos á ver con este objeto á nuestros conocidos, y á los que no lo son, pero comenzamos por los primeros, y hemos dado la preferencia á V.

—A mí...

—Para pedirle una limosna por amor de Dios, concluyó Clara con un acento tan encantador que enterneció el corazon de Diego, así como hizo todo el efecto contrario en el del señor Blanco, que respondió sin poder disimular su avaricia:

—Pero ¿qué limosna voy yo á dar á semejantes pordioseras?...

—Lo que V. quiera, añadió Clara; sírvase Y, poner la cantidad que guste y su nombre en esta lista, que encabeza el capitan general.

Y  Clara entregó el papel á D. Pedro, que dijo entre dientes leyendo la cifra que habia bajo la firma del general:

—¡Mil reales!... ¡será preciso dar mil reales!

Y levantándose, tiró del cordon de una campanilla, y volvió á sentarse.

—Señoras, esclamó Diego entonces, aunque no he tenido el honor de que Vds me invitasen para un acto semejante, permítanme que me tómela libertad...

—Como V., señor de Mendoza, es forastero...

—La caridad no tiene patria, señora.

Clara dirigió una mirada á Diego.

Éste sacó una cartera, y de ella dos billetes de banco.

El color de los billetes, era rosa claro.

El señor Blanco se estremeció.

Conoció qué eran dos billetes de á cuatro mil reales cada uno.

Dirigió tambien otra mirada á Diego, pero muy distinta de la de Clara.

Era evidente que Diego le comprometia.

—Tome V., señora, dijo Diego, entregando á Clara los billetes.

—Gracias, caballero, y que Dios se lo premie, esclamó ésta admirada de tanta generosidad.

Al tomar los billetes, rozáronse los dedos de ambas manos.

Clara no sintió nada.

El cuerpo de Diego vibró de piés á cabeza como una cuerda tirante.

—¡Señor! dijo un criado que se presentó á la puerta llamado por la campanilla.

—Que te den ocho mil reales, dijo D. Pedro Blanco, forzando la palabra para disimular el pesar que sentia.

—¿Y este caballero es forastero? preguntó sencillamente Clara, interesada por el generoso desprendimiento y las nobles palabras de Diego.

—Pero, segun piensa, se quedará entre nosotros, observó la señora de Sans. Es una presentacion que yo me reservaba hacer ea su casa uno de estos dias.

Diego se inclinó.

—Este caballero la tiene desde hoy á su disposicion.

—Señora, dijo Diego, conteniendo la respiracion, iré á ella a ponerme á sus piés.

El criado de Blanco volvió con dos billetes iguales á los de Diego.

—Tomen Vds., dijo D. Pedro, haciendo pasar los billetes de manos del criado á las de la señora de Sans.

—Que Dios se lo pague, D. Pedro.

—¡Mas quisiera que no me lo debiese!... esclamó éste en sus adentros.

—Ahora hagan Vds el favor de poner su nombre y la cantidad en la lista.

—El recado de escribir, dijo el señor Blanco al criado.

Este salió y volvió seguidamente con un precioso tintero de piala cincelado, y con molduras sobrepuestas de oro, y lo dejó en un velador de ébano con incrustaduras de plata y oro, que habia en medio del salon.

El señor Blanco dijo á Diego presentándole el papel:

—Tome V.

—¡Ah! V. primero, esclamó Diego, y no con el solo objeto de cumplir con una de las leyes de la buena educacion al cederle la preferencia.

Siempre lo hubiera hecho así, pero su objeto principal era otro en aquel entonces.

El señor Blanco fué al velador y escribió: «Pedro Blanco, 8,000 reales.»

Diego se levantó cuando aquel hubo concluido.

—¡Ah! ¡perfectamente! se dijo con una satisfaccion indecible mirando al papel. ¡Este Pedro, continuó fija la vista en la firma del señor Blanco, es igual al Pedro que suscribe la carta que yo tengo!

Ya recordará el lector la que Diego encontró en el arca de Tomás Ponce, dirigida al pirata Patrick, y guardó luego tan cuidadosamente.

Diego puso su nombre y la cifra de la dádiva, y volvió con la lista, que entregó á Clara.

—Tome V., señora, la dijo sin casi mirarla al rostro, por temor de comprometerse.

—Repetidas gracias, caballero, repuso Clara, con benévolo y hasta diremos afectuoso acento.

—Con que, señor D. Pedro, dijo la señora de Sans, nuestra mision en esta casa ha terminado por hoy...

Este por hoy, acabó de exasperar al señor Blanco, que se mordió el labio inferior, sonriéndose forzadamente.

—Y no podemos menos de felicitarnos por el buen resultado de nuestra visita, concluyó.

—Señora... dijo el traficante de negros, sin ocurírsele otra palabra.

—Que ha sido de doble provecho, gracias á la casualidad de encontrar á este caballero, tan generoso y caritativo, añadió Clara.

Diego contestó inclinándose respetuosamente.

Era demasiado el efecto que le hacian las palabras de Clara, para atreverse á responder á ellas seguro de si mismo.

Las dos señoras se levantaron.

Diego y el señor Blanco lo hicieron casi al mismo tiempo.

—Con que, señor D. Pedro...

—Adios, señoras.

—Caballero... dijo Clara saludando á Diego.

—Señora, beso á V. los piés.

—Adios, señor de Mendoza.

—Mis respetos al señor de Sans, dijo Diego inclinándose.

Las señoras salieron acompañadas del señor Blanco, que no las dejó hasta la escalera, y Diego quedóse en el salon.

CAPÍTULO X.
El traidor de la casa de Messina.

CUANDO Diego se vió solo, se dejó caer en un sillon, haciendo seguidamente tres grandes espiraciones, para desahogarse de la pena que habia sufrido su corazon oprimido durante toda la visita.

¡Cuántas sensaciones esperimentó en cortos momentos!

El señor Blanco no tardó en volver.

Entró casi bufando en el salon.

Diego volvió á ponerse de pié al verle.

—No se moleste V., le dijo, sentándose él en el sillon de enfrente.

Diego leia en su rostro la incomodidad que habia sufrido, y el dolor de haberle arrancado tan sencillamente ocho mil reales.

—¡Es que esto es una calamidad! esclamó así que estuvo sentado, creyéndose dispensado de toda reserva delante de otro hombre, siquiera no fuese de su confianza.

—¿El qué? preguntó Diego con estudiada candidez.

—¡Hombre! ¿y V. lo pregunta? ¡eso de venir á saquearle á uno así de esta manera!

Don Pedro no se atrevió, sin embargo, aunque interiormente se lo decia, á manifestar que Diego tenia la culpa con haberse anticipado á la limosna de un modo tan espléndido—¡Ah! eso es nada, observó Diego con un desden que no tenia sin embargo el menor viso de vanidad.

—¡Cómo, que es nada!

—Una miseria.

El antiguo capitan del negrero miró fijamente á Diego.

—Y sobre todo, continuó éste, para una persona como V...

—Sí, pero si uno hiciera limosnas de estas todos los dias, presto dejaba de ser esa persona que V. dice.

—En fin, ahora ya está hecho, no pensemos mas en ello y vamos á hablar del pequeño negocio que me trae aquí, dijo Diego entrando de lleno en el asunto, sin la consideracion que hubiera tenido con otra persona que no fuese la que delante tenia.

—Yo no hago ya negocios, dijo con tono bastante seco el señor Blanco; hace tiempo que estoy retirado de ellos.

—Pues vea Y, que casualidad, continuó Diego, el negocio que yo vengo á proponerle, y que creo firmemente no desatenderá V., se parece, ¡oh! tanto que es de la misma índole, al que acaba V., ó mejor, que acabamos de hacer los dos ahora.

¡Cómo! esclamó D. Pedro admirado.

—Sí.

—Pues amigo mio, V. comprenderá que no estoy yo para semejantes negocios.

—Permítame V. que esplique el mio.

—Vamos, es inútil.

—Sentiria tener que emplear otros medios que los de la súplica para que V. lo escuchase, dijo Diego con un tono tan grave, que sorprendió al señor Blanco, el cual le miró estupefacto.

Aquel continuó:

—¿Usted posee una casa en la calle de Robador?

—Creo que sí.

La palabra creo, tratándose de una casa en Barcelona, dió á Diego la medida de las inmensas riquezas del señor Blanco.

—Pues bien, en el piso cuarto de esa casa vive una familia que humanamente no puede pagar...

—Permítame V., esas son cosas de mi procurador, interrumpió el señor Blanco, yo no entiendo nada en esos asuntos de mis propiedades.

—Es que esa familia es tan pobre...

—¿Pero yo qué tengo que ver?...

—Y el procurador de V. están... procurador.

—¡Pero caballero! esclamó el señor Blanco, moviéndose en el sillon de puro disgusto é impaciencia.

—Comprendo que esto pueda molestarle á V., pero es que esa familia es hoy tan pobre y debia ser tan rica...

—Pero ¿qué remedio?...

—Si V. supiera su nombre... continuaba Diego con una horrible sangre fria y como pesando las palabras que pronunciaba.

—Aunque tenga el nombre de...

—¡Messina! esclamó Diego con voz grave y entera.

—¡Messina! esclamó á su vez y en su interior el antiguo traidor de aquella casa.:

El nombre sin embargo que no pronunciaron sus labios, lo leyó Diego en la perturbacion de su rostro, y en vano fué el disimulo de aquel, cuando despues de un momento dijo:

—¿Y qué significa ese nombre?...

—Significa, continuó Diego, midiendo sin compasion el efecto terrible de sus palabras, que esa familia de Messina tenia casa de comercio en América... y buques en la mar... y que á un capitan infame de uno de los buques ... le confió varias veces...

El señor Blanco tenia todos los colores.

—¿Pero á qué cuento yo ahora la triste historia de esa familia?...

—Efectivamente, esclamó D. Pedro en medio de una confusion que en vano pretendia ocultar; no sé á qué viene contar esa historia...

—En fin, D, Pedro, esa familia, pues, ó mejor, los descendientes de esa familia, pobres hoy y en la mayor escasez, han venido á habitar un cuarto miserable de una casa de V... de V!...

—Pero repito, caballero, repuso Blanco intentando disimular, que no sé qué tenga yo que ver ni hacer con eso...

—Lo que V. tiene que ver... dejémoslo por ahora; pero lo que tiene que hacer, es darles el piso de balde.

—¡Cómo! esclamó el capitan negrero, que no cesaba de mirar á la cara de Diego para conocer quién fuese el que así y de tal asunto le hablaba.

—Ya V. conoce que no es mucho.

—Sea lo que quiera, caballero, dijo entonces Blanco, revistiéndose de un valor que seguramente no tenia; yo debo decir que no estoy en el caso de hacer semejantes limosnas, y mucho menos cuando se me piden en la forma que V. acaba de hacerlo.

Y concluidas estas palabras se levantó del sillon como para indicar á Diego que hiciese lo mismo.

—En fin, dijo Diego entonces, yo crei que en cosa tan pequeña bastaria el que yo la pidiese para que V. accediese á ella...

—No es por lo que importa, sino que...

—Sin hacer uso de otra recomendacion que estoy seguro no desatenderá V. cuando se la diga...

—¡Recomendacion!...

—Sí; de Genaro Pomar...

Una sola impresion podia tener: el capitan del negrero mas fuerte que la producida por el nombre de la familia Messina, y esta era la de oir este otro nombre que acababan de pronunciar con tanta intencion los labios de Diego.

—¡Genaro Pomar! esclamó encogiéndose de hombros el señor Blanco.

—O el pirata Patrick, es lo mismo.

El antiguo traficante de negros quedó aplastado bajo el peso de este nombre.

De pié delante de Diego, permaneció un momento mirándole como asombrado y sin pronunciar una palabra.

—Creo, repuso Diego, que V. no desatenderá la recomendacion de un amigo tan íntimo, y tan antiguo...

—¡Caballero! esclamó entonces el señor Blanco, intentando sacudirse todavia la grave acusacion que envolvian las palabras de Diego, yo no conozco ni he conocido, semejante nombre; no sé por qué se atreve V. á presentarse en mi casa, de esta, suerte, y lo digo desde ahora que se sirva dejarme.

Es inútil, respondió Diego con la mayor sangre fria, que trate V.;de evitarlo; yo no he de dejar á V. así de cualquier modo, pues soy hombre que no desiste tan fácilmente de lo que una vez se propone.

—¿Pero quién es V., para venir aquí y hablarme en esos términos?...

El rostro de Diego se coloró súbitamente de un carmin vivísimo, y esclamó con indignado acento:

—¡Quién soy!

Pero conteniéndose de pronto, varió el tono y basta la fisonomía y prosiguió con gran calma y con una sonrisa de horrible ironía:

—¿Quién soy? ya oyó V. mi nombre á la señora de Sans.

Luego prosiguió:

—¿Y qué le importa á V. saber quién soy, cuando conoce que sé todas sus felonías?...

—¿Cómo? ¡caballero! gritó el señor Blanco.

—No levante V. la voz, pues de otra manera, sí me veria obligado á dejarle á V... y entonces... ¡ay de ese nombre tan respetado en Barcelona! ¡ay de todos esos bienes ganados por medio del robo mas infame!...

El capitan negrero oia estas palabras trémulo de coraje y de miedo á la vez, pero sin atreverse ya á contradecirlas.

—Y ¡ay sobre lodo de esa gran consideracion que usted goza!...

—Pero todo eso, aunque fuera verdad...

—¿Necesitaria pruebas?... ¡Las tengo!

El rostro del señor Blanco se puso cadavérico.

—Y tan ciertas, repuso Diego, que el tribunal de Lóndres que sentenció á PatricK, tendria con ellas mas que suficiente para sentenciar y pedir la estradicion de su infame cómplice, del vil capitan del Céfiro de la casa Messina, del traidor Pedro...

—¡Calla! ¡calla! esclamó el capitan negrero con voz ahogada, y poniéndole la mano delante de la boca.

—Norabuena, continuó Diego friamente, callará y lo haré con gusto; ese es mi ánimo; si otra intencion hubiese tenido, ya V. conoce, señor D. Pedro, que no me hubiese presentado de esta suerte en su casa.

El capitan respiró un poco.

—Pero para ello V. conoce que yo he de merecer algo.

—¡Ah! ¿y qué es lo que V. quiere de mí?

—Ya lo sabe V., poca cosa por hoy: que estienda V. inmediatamente una órden á su procurador, cuya órden yo me llevaré, para que no moleste mas á esa pobre familia de Messina. Ya V. vé que no es abusar por ahora...

—Pero despues... observó al capitan, conociendo que no habian de parar aquí las exigencias de Diego.

—¡Ah! no tema V. Yo le prometo no dejarle pobre; y cuenta que soy hombre de cumplir mi palabra.

El señor Blanco no sabia qué hacer. Si accedia á las primeras exigencias de Diego, era darse ya á partido, al primer impulso, con un hombre que, enterado mas ó menos de su vida pasada, era sin embargo difícil que tuviese las pruebas que decia. Así intentó resistirse de nuevo, probando otra vez, y dijo:

—¡Pero dónde y cómo constan esas pruebas que yo no he dado nunca á nadie!

Diego se sonrió de una manera que heló la sangre del señor Blanco, y dijo:

—Usted no me conoce mas que de un momento, y, por lo visto, ni mi nombre sabia antes de decirlo la señora de Sans.

Diego hacia mencion de esta circunstancia, para que el señor Blanco se intimidase mas al verle relacionado con esa familia, que era de las principales de Barcelona.

—Pero, prosiguió, ¿no comprende V. que yo, sin pruebas claras y precisas, no habia de esponerme al resaltado de decirle á V. las cosas que le he dicho?

Esta reflexion acabó de anonadar al señor Blanco.

—Vamos, señor D. Pedro, yo tengo esas pruebas, y si V. quiere convencerse de ello, no tiene masque resistirse ala menor cosa que yo le suplique.

—Segun eso... esclamó el señor Blanco, intentando conocer las intenciones de Diego, V. piensa pedirme...

—Casi nada; que otorgue cuanto yo le proponga, y que no intento V. resistirse á nada de lo que yo haga.

—¡Ah! ¡pero esto puede ser horrible!

—No tal. Esa es la prescripcion que le dejo, la cual le aconsejo tenga muy presente, suceda lo que suceda, pues de lo contrario, ya se lo he dicho, entregaré su nombre al escarnio de esta sociedad que tanto le considera hoy, y en cuanto á su persona... de eso se...

encargará el tribunal inglés, á quien pertenece. Con que sírvase V. por el pronto estender esa órden que le he dicho.

El señor Blanco se fué al velador, tomó la pluma, y se puso á escribir sin replicar mas.

Sin concluir lo que escribia, se levantó y dijo á Diego:

—Creo que V. tiene esas pruebas, que yo en este momento no sé cuáles puedan ser. ¿Quiere V. admitir un trato?

—¿Cuál?

—¿Esas pruebas pueden destruirse?

—Si yo quiero.

—¿Y qué es lo que V. exige por ello?

—Nada.

—Pero...

—Es que por nada de este mundo las destruiria.

—Preséntemelas V., y yo le doy lo que pida...

—Concluya, concluya V. la orden, porque es tarde, y la familia Messina ha de tenerla hoy mismo.

El señor Blanco conoció que era inútil toda proposicion y concluyó de escribir la órden.

—Tome V.

—¡Oh! mil gracias, esclamó Diego con toda cortesía. ¿Vé V. que poco le ha costado, y ha hecho V. un grandísimo beneficio?

El señor Blanco se mordió los labios.

Diego leyó el papel, muy detenidamente, esclamando luego:

—Está conforme.. ¿Pero sabe V. que no ha variado nada su letra en tantos años?

El señor Blanco palideció de nuevo y dijo, confuso:

—¿Usted conocia mi letra antes?

—¿Diria esto, sino? contestó Diego con una horrible sonrisa.

El señor Blanco se puso á reflexionar diciendo para sí:

—¡Acaso tenga papeles mios!... ¡Bien pudiera ser!...

Y en seguida pensó en las cartas que habia escrito el pirata Genaro Pomar.

Diego observó su meditacion, y sin hacer caso de ella prosiguió, mientras guardaba la órden en la cartera:

—¿No es verdad que ahora siente V., prosiguió Diego, como un placer, una satisfaccion en su corazon? Es la recompensa del bien que se hace, igual al remordimiento por el mal que se ha hecho.

Y V., que ha debido sentir muchas veces esto último, es preciso que conozca las dulzuras de lo primero.

—¡Caballero!...

—Nada, nada, ya verá V. que bien lo vamos á pasar, amigos como hemos de ser desde hoy en adelante. Usted, sobre todo, no olvide mi prescripcion: yo no le dejaré pobre, no le deshonraré; todo lo contrario en cuanto á esto último.

Estas palabras devolvian un tanto el ánimo á D. Pedro.

—Pero V. por su parte no se me oponga á nada, porque entonces ¡ay de tí, Pedro Blanco!

El acento y la espresion de Diego en esta última frase, volvieron á amedrentar al traficante de esclavos.

—Con que, D. Pedro, hasta dentro de breves dias.

El señor Blanco, no contestó, pero hizo el ademan de acompañarle á la puerta.

—¡Ah! esclamó Diego, se me olvidaba.

El señor Blanco; se sobresaltó de nuevo.

—Dé V. la órden á sus criados de que: no nieguen nunca la persona de su amo al caballero D. Augusto Mendoza.

—Se hará así, respondió D. Pedro obedeciendo.

Diego salió, y D. Pedro Blanca volvió al salon esclamando:

—¡De dónde ha salido este hombre, voto á Cristo!

CAPÍTULO XI.
La falsa delacion.

DIEGO fué directamente á su casa.

Abrió la puerta con la llave, que llevaba siempre consigo, y se dirigió precipitadamente al secreter que tenia en la alcoba.

Sacó de uno de los cajones la carta que habia encontrado en el arca de Tomás Ponce, firmada por Pedro y dirigida por éste al pirata Patrick, desdobló del papel que contenia la órden de Blanco á su procurador, y cotejó las firmas.

—¡Ah, son iguales, esclamó, con alegría, la letra de uno y otro escrito!

Diego ya sabia esto, como antes hemos visto; sin cotejar los papeles, pero era muy natural, sin embargo, que él los cotejase.

Con efecto, el Pedro de la firma, sobre todo, era igual en ambos, con la sola diferencia de que en la carta al pirata, la letra era mas segura, como hecha de mano mas jóven, y mas gruesa que en la órden de Blanco al procurador; pero el carácter era el mismo, y esto era lo que importaba.

Diego volvió á colocar la carta, prueba del horrendo crímen, en el cajon del secreter, metiéndose otra vez la órden de Blanco en el bolsillo.

—Ahora, se dijo con satisfaccion, iremos á dar el primer consuelo á esa pobre familia de Messina; y luego... no;esto hasta mañana ó pasado: Clara no es hoy la sencilla niña del pueblo, es la señora baronesa de Turella, y es necesario sujetarse á las leyes de la etiqueta!... ¡Y qué hermosa está todavia! ¡Quién le dijera que el caballero que estuvo hoy á su lado... que habló con ella!... ¡No me ha conocido! ¡Yo, sin embargo, la hubiese conocido á ella hasta bajo el manto de una reina!... Vámonos á ver á esa pobre familia.

Diego salió otra vez y se dirigió á la calle de Robador.

La madre de Amalia quedó profundamente afectada por la visita de Diego á su casa.

La honrada viuda, la madre tan celosa por el honor de su hija, temia y se felicitaba á la vez de la nueva relacion de Diego.

El aspecto de éste le pareció noble y franco; sus palabras desinteresadas y compasivas; pero ¡ay! ¡cuántas veces la pobre Margarita habia tenido que variar de opinion, ante el proceder de personas que habian querido interesarse por la suerte de la familia!

Hé aquí porque la pobre madre temia á pesar de todo. Pero, por otra parte, aquel caballero llevaba tan marcada en su rostro la espresion de los delicados sentimientos que le animaban; fué tan atento, tan comedido, tan fino en la forma de sus favores, que Margarita no podia menos de lisonjearse con la esperanza de un futuro alivio á su desgraciada suerte.

Sufria y sufria mucho, y la esperanza, no es para los que gozan, sino para los que padecen.

—Amalia, dijo á ésta, que fué al lado de su madre así que salió Diego, ¿qué te parece de este caballero?

Amalia se ruborizó.

Margarita lo notó y se estremeció al ver fin su hija el efecto de su pregunta.

—Madre mia, respondióla niña, yo ¿qué quiere V. que la diga? parece una persona tan fina y tan bien educada.

—Eso sí, pero, hija mia, á nosotras, que somos mugeres solas y tan pobres, nos está vedado corresponder á esas atenciones por mas desinteresadas que sean. Quiero decir, que es necesario cerrar la boca á la calumnia, y para ello, no habrá, mas remedio que manifestarle, cuando vuelva, lo que hemos tenido que manifestar otras veces.

—Como V. quiera, madre mia, dijo Amalia sin poder ocultar un siso de sentimiento.

La vista perspicaz de Margarita lo notó tambien.

En este momento llamaron á la puerta.

Amalia preguntó:

—¿Quién es?

—¡La justicia!

—¡Cómo! esclamó Margarita desde la alcoba, ¿qué es eso, Amalia?

—¡Dice que es la justicia!...

—¡La justicia en mi casa! esclamó Margarita sobresaltada.

Sin embargo, ¿qué podia temer aquella honrada familia de la justicia? ¡Ah! podia temer lo que teme siempre la gente honrada, desde que por desgracia se ha probado tantas veces que no siempre la inocencia es fuerte y seguro escudo contraia espada inflexible de la ley!

—Abre, Amalia, abre.

Amalia abrió la puerta.

—¿Vive aquí Amalia Messina?

—Sí, señor, contestó Amalia temblando.

Un comisario de policía preguntó, observando su temblor:

—¿Es V?

—Sí, señor.

—Que pasen, Amalia, que pasen.

El comisario y dos agentes, acompañados del alcalde del barrio, penetraron en la pequeña salila.

—Se ha de registrar la casa, dijo el comisario con esa voz hueca que tiene la autoridad en ciertos hombres.

—Pueden Vds registrarla cuando gusten, respondió la madre de Amalia. Pero, añadió, ¿no podré yo saber el objeto y el por qué de esta medida?

—Es una acusacion.

—¿Contra quién?

—Contra esa niña...

—¡Mi hija!

—¡Yo! dijo Amalia espantada.

—¿Y de qué se acusa á mi hija?

—Eso no podemos decírselo á V.

—¡Ha de ser precisamente una calumnia!... añadió la madre.

—Ya se verá luego, dijo el comisario.

Y dirigiéndose á los agentes les mandó:

—Empezad á registrar la casa.

—Pronto se concluye la operacion, dijo uno de ellos, porque la habitacion no es muy grande y está bastante desmantelada.

Los agentes empezaron á cumplir el mandato de su gefe.

Amalia fué al lado de su madre para ampararse de la accion de aquellos hombres, como la tímida gacela á la presencia de una manada de lobos.

—Usted tendrá que levantarse de la cama, dijo el gefe á Margarita.

—¿Para qué?

—Para poderla registrar tambien.

—Vea V. que me hallo bastante enferma, caballero.

—¡Ah! no hay mas remedio. Es cuestion de poco rato.

—Ya tenemos lo que buscábamos, dijo uno de los agentes presentándose en la alcoba.

—¿A ver? preguntó el comisario.

—Tome V.

Y el agente le entregó un papel envuelto, diciendo.

—En ese pequeño armario del recibidor se ha encontrado.

El comisario desenvolvió el papel.

Margarita oia lo que se decia y miraba estupefacta lo que pasaba á los piés de su cama.

—¡Monedas de á cinco duros!, dijo el gefe viendo lo que el papel con tenia.

—¡Oro! esclamó Margarita mas sorprendida. ¿Y cuándo ha habido oro en mi casa?

—Hoy, respondió el comisario friamente, ya lo vé V.

—Pero esas monedas...

—Son falsas, señora, por cuya razon vamos á llevar ahora á su hija.

—¡Mi hija! ¡Y qué tiene que ver mi hija! gritó la madre llorando y cogiendo á Amalia.

—¡Mamá! ¡mamá! gritaron á la vez dos niños que se levantaron de un rincon de la sala y corrieron al lado de su madre, llorando, cuando vieron que ésta lloraba.

—Vamos, niña, véngase V. con nosotros, repuso el comisario.

—¡Pero esto es horrible! esclamó Margarita.

—Es preciso, señora; pero tranquilícese V., que si su hija es inocente, eso no será nada, dijo entonces el alcalde del barrio.

Margarita comprendió que las súplicas y ruegos serian inútiles, y conociendo por otra parte que su dolor aumentaba el sobresalto que tenia Amalia, hizo uno de esos esfuerzos sublimes de que solo es capaz el corazon de una madre y dijo:

—Es verdad, esto no puede ser nada, porque tú, hija mia, no sabes lo que pueda ser eso de las monedas.

—¡Ah! no, madre mia, respondió Amalia con un acento tal de verdad, que hubiera anulado á la vista de cualquiera las pruebas mayores y mas evidentes del delito que al parecer se le imputaba.

—Por eso mismo, repuso la madre; la justicia no castiga nunca á la inocencia. Vé, pues, hija mia, sigue á estos señores, mientras yo ruego á Dios porque se esclarezca luego la verdad en todo este asunto.

Margarita pronunció estas palabras con un tono al parecer tan sereno y tranquilo, que logró desvanecer en su hija gran parte del sobresalto que habia tenido.

—¿Vamos pues? dijo el comisario.

—¡Pero yo no puedo dejar así á mi madre!

—Vé, hija mia, vé, porque es preciso; ya me dará Dios quien me asista entre tanto.

—Vamos, dijo Amalia resignada.

Y alargando los brazos á su madre, esclamó:

—Hasta luego, madre mia.

Margarita casi no podia contestar; pero hizo un último esfuerzo, y dijo abrazándola:

—Sí, hasta luego, hija mia.

Amalia salió con la justicia.

No bajaban el primer tramo de la escalera, cuando Margarita esclamó dolorosamente:

—¡Dios mío, qué desgracia! ¡Hija de mi alma!

Y el dolor hasta entonces comprimido, brotó de repente por sus ojos en raudales de lágrimas que inundaron sus mejillas.

—¡Madre mia! gritaron los dos niños estendiendo sus pequeños brazos á la cabecera del lecho de su madre.

—Hijos mios, esclamó Margarita incorporándose con gran trabajo, subiendo á sus hijos y estrechándolos contra su corazon. ¡Señor, continuó levantando los ojos al cielo, á lo menos dadme fuerzas para que pueda salir de este triste lecho!

—¡Señora!

—¡Ah! gritó Margarita sorprendida.

Aquella palabra la habia pronunciado un hombre que apareció de repente dentro dé la alcoba.

Era Roberto que vió, colocado á cierta distancia de la puerta de la calle, como se llevaban á Amalia, y subió seguidamente, colándose, sin anunciarse siquiera, en la habitacion que halló abierta.

—Dispénseme V., si la he sorprendido... pero por una casualidad acabo de enterarme de la desgracia que acaba V. de tener...

—¡Es horrible, caballero, y en el estado en que yo me entiendo!... dijo la madre, ¿quien el suceso de aquel momento no daba lugar á pensar en lo antes ocurrido con Roberto.

—Y eso puede ser todavia mas de lo que V. se figura...

¡Cómo! siendo mi hija inocente...

—Tan inocente como V. quiera; pero, segun me han dicho, encontrado aquí el cuerpo del delito, el juez no tendrá mas remedio que sentenciar...

—¡Oh! ¡y qué afrenta, Dios mio! ¡si esto llega á suceder, yo y mi hija moriremos de vergüenza!

—Yo, aunque V. anoche se exaltó tanto conmigo sin motivo alguno, he venido sin embargo sabiendo el suceso en la calle, pues los encontré por casualidad y pregunté al comisario, que es amigo...

Margarita miraba fijamente á Roberto.

—¿Con que el comisario es amigo de V.? preguntó con viva ansiedad.

—Sí, y tal vez, como él es el que ha de decir...

—El qué, caballero... ¡Oh! diga V.

—Muy sencillo; lo que ha visto y encontrado en la casa. Y si una persona como yo, por ejemplo, le espusiera el estado de esta familia... en fin... quién sabe... acaso pudiera conseguirse algo...

¡Oh! caballero, sí, sí, por caridad se lo suplico; ya conoce V. al señor Cristóbal, á quien V. trata, en fin, todos saben lo que es mi hija, lo que es su madre; y supuesto que V. tiene ocasion de hacérselo saber al señor comisario, ¡oh! háblele V., caballero, se lo pido por caridad, y exija luego de esta pobre madre la vida, que la dará mil veces por la honra de su hija!

—No, yo no voy á pedir tanto, no quiero la vida de V., yo hablaré ahora mismo al comisario, pero ya sabe V... en fin... yo me interesaré como en cosa propia en este asunto, y desde ahora le prometo alcanzar buen resultado; pero todo eso, V. comprende, siendo cosa que ha de costar mucho y de muchas maneras, que un hombre no lo hace así por cualquiera y de cualquier modo; sino que lo hace movido... por un sentimiento como el que yo he esperimentado por su hija de V.

—¡Caballero!...

—Sí, yo la amo, la adoro, y yo la sacaré de lodo ese gran peligro en que se encuentra, aunque me cueste la vida; pero para ello necesito antes la palabra de V.

—¡Mi palabra!

—Sí.

—¿Y de qué he de dar yo á V. mi palabra, caballero?

—De que pondrá cuanto esté de su parte, para que Amalia me ame...

—¡Ah! ¡nunca! esclamó horrorizada Margarita, apartando la vista de aquel hombre.

—Pero señora...

—¡Nunca! ¡ya lo he dicho! ¿Usted ofrece salvar á mi hija de la deshonra, para luego rasgar esa misma honra salvada? ¡Ah! para hacer semejante proposicion, se nesesita tener entrañas de tigre, y ser tan malvado...

—¡Me insulta todavia!

—¡Como es V! concluyó la madre con el acento de la mas profunda indignacion.

—Está bien, dijo Roberto con la espresion del mas horrible despecho. ¡Usted y ella tocarán las consecuencias mas pronto de lo que creen!...

—Cualesquiera que estas sean, no podrian llegar á lo desastrosas que serian de otra suerte.

—Piénselo V. todavia...

Margarita levantó los ojos al cielo, y meneó la cabeza sobre la almohada.

—Vea V., que aun hay tiempo...

—¡Salga V.!

—¡Que luego será tarde!...

—¡Salga V., ó llamo á gritos ahora mismo á los vecinos de la casa!

Roberto miró á Margarita, y dijo entro sí:

—Yo que casi me habia arrepentido de haber empleado tan pronto tan duro medio... he obrado bien.

Y acercándose á la cama, con voz que solo de Margarita podia oirse en la sala, la dijo:

—Tu hija está perdida, yo tengo en mi mano el salvarla. Si quieres, ya sabes cómo.

Y Roberto, acabadas de pronunciar estas horribles palabras, salió inmediatamente de la habitacion.

CAPÍTULO XII.
De cómo halló un alivio la desgracia de Margarita y su hija.

COMO quedaria la pobre Margarita, la infeliz madre de Amalia, despues de la visita de Roberto, es difícil de esplicar, aunque fácil de comprender, conocidos los motivos de tan triste y desgarradora situacion.

Abrazada á sus dos tiernos hijos, de los cuales el mayor tenia diez años, enferma, al punto de no poder moverse en el lecho de su dolor, sin recurso de ningun género, sola y abandonada á la clemencia del cielo, despues de haberle arrancado el único apoyo de la familia, Margarita pensaba, no en su situacion del momento, sino en los motivos que habian podido traerla, y cuya esplicacion buscaba en la atroz conducta y, sobre todo, en las últimas significativas palabras de Roberto.

Las reflexiones que acerca de esto se hacia, acababan de aumentar su dolor y su desesperacion.

—¡Y quién, Señor, vendrá en apoyo de la inocencia, en alivio de tanta desgracia! esclamó dolorosamente.

—El cielo que no abandona nunca á los buenos, respondió una voz dentro de la sala como bajada para la pobre madre, del cielo mismo que nombraba.

Era la voz de Diego que llegó con el objeto que conocemos, y penetró en la habitacion, cuya puerta quedó abierta desde la salida de Amalia.

—¡Oh! ¡caballero! ¡caballero!

Margarita prorumpió en un amargo y copioso llanto.

—¿Por qué llora V., señora, cuando yo traigo aquí la felicidad para Vds.?

—¡Ay, caballero! ¡la felicidad no cabe ya en nosotras!

—¡Pero qué sucede! ¡alguna nueva desgracia quizás!...

Aquí Margarita esplicó como pudo, entre lágrimas y sollozos, el suceso recientemente ocurrido.

—¡Cómo! esclamó Diego admirado.

—¡Esto ha sucedido, caballero! ¡vea V., Amalia! ¡mi hija! ¡complicada en asunto semejante!...

—¡Ah! ¡eso no puede ser! ¡Aquí hay alguna infamia de por medio!

—¡Ah! sí, sí, una infamia, y la peor de todas las infamias, caballero! esclamó la madre, que empezaba á adivinar la causa de lo ocurrido.

—¿Ustedes no sabian que estuviesen aquellas monedas en el armario?...

—¡Ah! no.

—¡Y quién ha entrado ó acostumbra entrar en esta casa?...

—Acostumbrarlo, nadie; pero de las pocas veces que alguien viene, fué ayer y por cierto, caballero, que... .

Margarita recordó de nuevo las brutales pretensiones, y sobre todo la desalmada proposicion de Roberto, y el sentimiento volvió á embargar su voz.

Diego sufria muchísimo, tanto respectivamente como la pobre madre, para alcanzar de ésta que le esplicase minuciosamente las visitas de Roberto en aquel dia y en la noche anterior.

—¡Con que eso proponia el malvado!

—¡Y á una madre, caballero!...

—Razon tiene V. de afligirse, señora; pero no desespere V.

Margarita siguió esplicando todas las circunstancias referentes á la visita de Roberto, y cuando llegó á la del criado que fué á buscar el dije del reloj, Diego le preguntó:

—¿Ese criado de don Roberto era un hombre delgado?

—Si, señor.

—De chaqueta, pero bien vestido...

—Eso es...

—¿Alto?

—Él mismo, añadió la madre.

—Señora, eso que pasa á Vds... es una infamia horrible; pero, ó no hay justicia en el cielo ni en la tierra, ó V. y su inocente hija han de alcanzar satisfaccion cumplida. Déjeme V. obrar á mí, señora, yo se lo suplico.

—Caballero, yo acepto, sí, en medio de mi soledad y mi abandono, por la honra de mi pobre hija, la proteccion que V. quiere dispensarnos, y V. que no exige por los beneficios que hace una infame recompensa...

—Señora.

—Sea V. el apoyo de esta familia que no pide á V. mas que su honra...

—Y los medios de subsistencia que se la deben, y que yo felizmente soy el encargado de proporcionarla.

—Caballero.

—Me llamo Augusto, señora.

—Don Augusto.

—Augusto á secas.

—¡Oh!

—Mis iguales me llaman Augusto, y la desigualdad entre las personas, no debe consistir en la fortuna que tenga uno mas que otro.

—Dios mio, pero sobre todos sus beneficios, esclamó la madre con el acento de la mas profunda gratitud; ¿no hará V. el que yo sepa á quién debo tantas y tan generosas atenciones? Porque si he de decir á V. la verdad, y sin ánimo de ofender la generosidad de V...

—No la ofendiera V. nunca, porque, ya lo lie dicho, no es mi generosidad la que me hace obrar así. Lo que V. reciba hoy, señora, perteneció antes á la familia ele su marido. Yo me llamo Augusto Mendoza. No puedo decir á V. mas por hoy, y hasta le suplico que reserve mi nombre en adelante. Algún dia lo sabrá, V. todo. Aquí dejo á V. una órden del dueño de esta casa, que presentará V. á su procurador para que mas no la incomode.

Y envuelta en el papel, Diego dejó á Margarita una cantidad en oro.

—¡Dios le bendiga á V, Augusto! esclamó ésta recibiendo el papel.

—Ahora voy á enterarme de eso otro asunto.

—Eso sobre todo ¡mi hija, Amalia! Saber de ella principalmente, es lo que yo le ruego.

—Tenga V. confianza, no se aflija mas, y aguarde noticias de mi parte.

Diego se despidió al tiempo que entraba la señora Tomasa, aquella vecina misma que la noche anterior tan buenos informes le diera de la familia de Margarita.

—Buena muger, la dijo Diego, después que ésta hubo cambiado algunas palabras con Margarita, referentes al suceso de Amalia.

La señora Tomasa le miró sin conocer en él al artesano de la pasada noche.

—Ya vé V. el estado de esta familia, continuó Diego, ¿puedo V. encargarse del cuidado de esta señora y estos niños? Dios se lo pagará á V. en el cielo, además de que tendrá aquí su recompensa.

—Pues ya lo creo que me encargaré, no faltaba mas, ¡los pobres!... y sin recompensa de ninguna clase: si yo tengo un pedazo de pan, con gusto lo partiré con ellos. Hoy por ti y mañana por mi, y quién sabe lo que uno se ha de ver todavia.

Diego volvió á saludar, y salió oprimido el corazon en un sentido, pero satisfecho por otro lado de haber podido emplearse en favor de aquella familia.

El juez, ante el cuerpo del delito de que se acusaba á Amalia, dictó inmediatamente auto de prision, y la pobre niña fué llevada á la cárcel.

Comprometida era la situacion de Amalia, y difícil probar su inocencia.

Diego fué á la cárcel inmediatamente.

Amalia estaba confundida entro todas las mugeres criminales que habia en el departamento destinado á mugeres.

¡La flor de la azucena, limpia todavia, en medio de un lodazal inmundo!

Diego preguntó á uno de los mozos de la cárcel:

—¿Amalia Messina, que ha venido hoy?...

—Abajo está, caballero.

—Yo necesito hablarla.

—No sé si podrá ser... dijo el mozo vacilando.

—A ver, pues, cómo se arregla, repuso Diego metiendo mano al bolsillo y deslizando una moneda de oro en la mano del mozo.

El mozo echó á andar diciendo:

—Venga V. conmigo, caballero.

Atravesaron un corredor largo que se encuentra á la izquierda de la entrada de la cárcel, en el piso primero, y á cuyo fin hay una escalera que conduce al departamento de mugeres, y el mozo dijo al llegar allí:

—Veré si puedo hacer que suba al instante.

—Aquí aguardo.

A los pocos momentos apareció Amalia, precedida del mozo.

—¡Amalia!

—¡Caballero! esclamó ésta, prorumpiendo en un fuerte llanto.

—Serénese V., Amalia, que esto no será nada. Acabo de ver á su madre de V.

—¿Cómo está mi madre?

—Bien, en lo que cabe. Usted no debe tener el menor cuidado por ella, pues no le falta nada absolutamente, fuera de la presencia de su hija, á quien volverá luego á ver.

—¡Ay! sí, sí, caballero, ¿y cuándo volveré?.

—No puedo decir a V. nada todavia, pero será pronto. Y ¿dónde la han puesto á V.? la preguntó Diego seguidamente.

—¡Ay, caballero! en medio de una porcion de mugeres que no conozco, ahí abajo, en una gran cuadra...

—¡A ver! ¡Usted! ¡eh! gritó Diego al mozo de antes, que habia vuelto al otro estremo del corredor.

El mozo voló como una exhalacion al lado de Diego, quitándose la gorra que llevaba.

Diego no lo dijo que se cubriera.

—¿El alcaide está en la casa?

—Sí, señor, ¿quiere V. verlo? preguntó el mozo con la mas servil solicitud.

—Tenga V. la bondad de aguardar aquí un momento, Amalia, que yo vuelvo en seguida, dijo Diego.

Y luego, dirigiéndose al mozo, esclamó:

—Vamos.

Entró en la habitacion del alcaide, y al cabo de poco rato volvió á salir, acompañado de una muger.

Era la esposa del alcaide.

Llegaron al sitio donde aguardaba Amalia, y Diego la dijo:

—Ahora, Amalia, tendrá V. la bondad de pasar aun cuarto que so ha arreglado espresamente para V.

Amalia hizo una señal de asentimiento.

—Cuanto a V. se le ocurra, prosiguió Diego, lo pide V., que se la servirá inmediatamente.

—¡Ah! sí, cualquier cosa, señorita, no tiene V. mas que pedirla, añadió la señora del alcaide.

—¡Que tal habrá ido el regalo! esclamó para sí el mozo al ver la solicitud y afectuoso acento de la alcaidesa.

Diego condujo á Amalia al cuarto que mandó destinarle en la alcaldía.

La muger del alcaide, así que Amalia y Diego entraron en el cuarto, se dispuso á salir; poro éste la detuvo diciéndola:

—Yo voy á marcharme ahora mismo, y convendría que esta señorita no quedase así sola tan de pronto.

—¡Quién! no, señor, pues no faltaba mas, yo me quedaré un rato á hacerle compañía, dijo la alcaidesa; además de que toda nuestra habitacion es suya, y puede pasar á ella cuando guste.

—Ya lo oye V., Amalia, aquí estará V. como en su casa. Yo me marcho ahora...

En la fisonomía de Amalia se pintó la ligera espresion de un secreto pesar por la ausencia de Diego.

—Porque voy á tranquilizar á su buena madre, concluyó éste—¡Ah! sí, sí, caballero, vaya V., esclamó Amalia con verdadera alegría.

Y Diego salió del cuarto despues de haberla saludado respetuosa aunque cariñosamente.

No necesitamos decir si influiria en el ánimo del alcaide y principalmente de su muger, para que tuviesen con Amalia todo género de atenciones, el respeto con que vieron la trataba una tan distinguida persona como parecia Diego, que además acababa de pagar por adelantado y con inusitada largueza cuanto la jóven pudiera necesitar durante su estancia en la cárcel. Diego, con su perfecto conocimiento del corazon de ciertas gentes, comprendia esto, y así aumentó mas y mas sus atenciones y sus respetos con Amalia, delante de la muger del alcaide.

De la cárcel volvió á la calle de Robador.

Su presencia y sus palabras tranquilizaron á la pobre madre, en lo que cabia despues que de tal modo se habian llevado de su casa á su inocente y adorada hija.

—Yo procuraré volver á menudo, señora; pero si fallo algun dia, sírvase V. recibir á la persona que venga aquí en mi nombre. Será un criado mio probablemente.

—Como V. quiera, Augusto; yo nada puedo decir á V., sino que bendigo su nombre y doy gracias á Dios.

—A él, á Dios solamente, señora, interrumpió Diego.

Y se despidió, despues de haber satisfecho las mil preguntas tan naturales en la ansiedad maternal, de aquella casa en donde fué su presencia la de un ángel del cielo.

Diego fué directamente á su casa.

Tantos sucesos y de tal magnitud, ocurridos en tan corto tiempo, abrumaban su cabeza, y necesitaba calma para llevar con la regularidad y el acierto que requerian, los graves asuntos en que estaba tau vivamente interesado.

Al llegar á la plaza de San Jaime ó de la Constitucion, sintió una mano que amigablemente le tocaba en el hombro.

Diego volvió la cabeza, estrañando semejante muestra de familiaridad, cuando nadie ó poquísimas personas le conocian en Barcelona.

—¡Señor D. Pedro! esclamó:

Era el banquero Sans.

—Amigo, puede uno ir á verle á su casa, dijo éste con esa franqueza propiamente catalana.

—Siento el que V. no me haya encontrado, pero...

—Nada, nada, continuó el banquero, otro dia estará V. Ya sé que ha visto V. á mi muger...

—En casa de Blanco.

—Me lo ha dicho, y tambien que les han saqueado á Vds.

—¡Pseh! no vale la pena...

—Pues yo habia pasado á su casa, para ver si queria V. dar un vistazo hoy en la bolsa...

—¡Ah! mil gracias, con mucho gusto.

—Sí, y allí le presentaré á V.; todos los dias, á eso de las dos, nos reunimos los principales: Blanco, Turella, Sala, yo, en fin, todos. ¿Con que pasa V. á mi casa, ó voy yo á la de V?...

—Hoy me es imposible, D. Pedro.

—¡Ah! entonces nada, tiempo queda; será otro dia...

—Sí, mañana mismo; y yo iré á su casa.

—Bravo, pues.

—Inútil es decirle, aunque repito que siento no haber estado, el que V. tomó ya posesion de la suya en esa calle.

Y Diego señaló la de la Princesa.

—Vaya, pues, basta mañana, dijo el banquero tendiéndole la mano.

—Hasta mañana, D. Pedro.

Las palabras del señor Sans hicieron á Diego un efecto inesplicable, y eso que tan sencillas parecian y eran realmente.

—¿Con que el amigo Blanco vá todos los dias á la bolsa? se dijo así que quedó solo. ¡Bravo! Y me ha dicho que van á eso de las dos...

Diego miró el reloj.

—¡Todavia tengo tiempo! esclamó.

Y apresurando el paso se dirigió á su casa.

—Daniel, dijo al criado, que le siguió á la sala para recibir las órdenes de su amo; sal inmediatamente á la calle, y á ver si sabes encontrar una barba rubia, postiza, para ponérmela yo.

—Eso no debe ser difícil en Barcelona, dijo el criado.

—De paso tomas un sombrero de copa, una levita ó gaban, en fin, un traje de caballero completo para tí.

—¿Qué manda V. mas? preguntó el criado.

—Nada mas, sino que eso ha de hacerse volando.

Inútil de todo punto era esta última órden para Daniel que salió como una exhalacion á ejecutar el mandato de su amo.

Diego empezó á despojarse de la ropa que llevaba, sustituyéndola por otra construida en Lóndres, cuando él estuvo en aquella ciudad con el objeto que ya conocemos.

CAPÍTULO XIII.
La bolsa.

ERA hora de las dos de la tarde.

El gran salon de la Lonja estaba lleno de jugadores de todas las clases del comercio.

La base del comercio es la buena fé. Sin embargo, para entrar en la bolsa, es preciso que el comerciante deje la buena fé á la puerta.

Desgraciado el jugador que tiene buena fé.

Los comerciantes en la bolsa, no son comerciantes: son jugadores.

Al dar este calificativo á los bolsistas, les hacemos un honor que no merecen.

Se dice que la bolsa es un juego. Nosotros creemos que es, mas que juego, fullería en toda la estension de la palabra.

En el juego, puramente tal, el azar decide; en la bolsa no decide el azar.

El que talla, ha visto unios las cartas, y tiene la facultad de admitir ó dejar de admitir las puestas de los puntos que no saben las cartas que vendrán.

Hé aquí porque siempre gana el banquero.

El juego ha tenido y tendrá siempre aficionados.

Es un medio de adquirir malamente lo que pertenece á otro, y esto halaga á la miserable condicion humana.

El gobierno, padre de la gran familia que dirige, ha tratado de evitar esos horribles despojos que trae el juego, y lo ha perseguido á muerte en todas partes: y desde el café hasta el mas escondido garito, ha penetrado su mano salvadora para arrancar del borde del precipicio al infeliz próximo á perderse.

Pero así como, absolutamente hablando, no hay nada completa mente bueno en el mundo, tampoco hay nada completamente malo.

Todas las cosas en un medio.

Arrancar de cuajo una costumbre ó una inclinacion, trae sus males en lugar de los bienes que se buscan.

Así el gobierno ha dicho: «os quito el juego de los cafés y los garitos; pero os dejo abiertas, para que podais jugar con mas decencia, las administraciones de loterías y los salones de la bolsa.»

Dejemos la lotería, que no podemos hacer aquí sino mentarla, y detengámonos en la bolsa.

Estamos en medio del salon.

Los hombres que lo llenan están divididos en grupos de seis ó siete.

Algunos se hallan solos, parados al pié de una columna, con aire grave y de importancia.

Otros corren de aquí para allí, de grupo en grupo, hablando al oido de éste, volviendo á cuchichear con aquel, y acercándose de vez en cuando respetuosamente á los que están al pié de las columnas, y que son los únicos que no se mueven.

En los demás todo es movimiento, lodo agitacion, sacar y meter papeles, tomarlos y darlos, mirarse, hablarse, buscarse, huirse, segun á cada cual conviene; resultando de la agitacion de cada uno, esa especie de hervor general que tan bien retrata el espiritu de codicia que mueve á todos.

—Turella ¡toma! dice uno al oido de otro.

—¡Cómo!

—Lo sé de cierto.

—¡Y yo que acabo de dar!...

¡Doy! ¡doy! vá diciendo un agente que corre de un círculo á otro.

—Cambio, le pregunta uno.

El agente se detiene.

—Cuarenta y uno.

—Tomo.

—¿Diez y seis millones?

—Hecho.

—Hay ocho millones mas.

—No.

—Doy, doy, sigue entonces el agente concluida esta operacion.

—¿Cómo se comprende esto? pregunta uno, ese es agente de Sans; y mientras Turella toma...

—Es connivencia; luego tomará Sans tambien, responde otro dándose aire de comprender el agio.

—¿Con que le tenemos á cuarenta y uno? pregunta un individuo con acento trémulo á otro de los agentes.

—Esa es la cotizacion que ha llegado de Madrid.

—Según eso pierdo...

—Sí, ¿quién se lo habia de figurar?... ¡Ha sucedido contra todo lo que debia esperarse!...

—¡Pero el caso es que ha sucedido! dice el perdidoso, que es un comerciante de estopillas; ¡por la primera vez me he lucido!... ¿Y se hará la liquidacion?...

—Hoy mismo, dice al agente.

—El comerciante de estopillas se separa de él para ir en busca de otro agente.

—Necesito para esta mañana ocho mil duros.

—Se buscarán.

—Tongo seis mil y pico de piezas en el almacén.

—Bueno. Último precio, dice el agente.

—Seis sueldos.

—Caro es para una urgencia así.

—A cinco y medio, añado el ahogado comercian le.

—No se mueva V. de este sitio.

El agente corre con asombrosa rapidez de uno a otro círculo, habla al oido de éste y de aquel, y á los pocos momentos vuelve diciendo:

—A cuatro las pagan.

—¡Cómo á cuatro! ¿es género robado por ventura?

—Eso hay, y no encontraremos dinero fuera de ese precio.

—¡En fin, no tiene remedio! ¡de las V.!

El agente vuelve al comprador.

El pobre comerciante se queda haciendo cálculos que le destrozan al alma.

—¡Ocho mil duros del papel, y cuatro mil que pierdo en las piezas, son doce mil duros! ¡No volverán á cogerme!

El pobre dice mas verdad de lo que él mismo cree. La falta de aquellos doce mil duros que necesita para otras obligaciones, le ahoga mas cada dia, hasta que al fin le conduce á una bancarrota.

La tablilla de la cotizacion está fijada en una de las paredes.

Todos los que entran, se dirigen lo primero á mirar la tablilla.

Dos hombres á un tiempo se paran delante de ella.

—¡Cuarenta y uno! esclaman los dos á la vez, al ver la cotizacion llegada de Madrid.

En la fisonomía del uno se retrata la mas grande alegría.

El otro está pálido como la muerte.

Este sale del salon, se dirige á casa del celador, luego á las oficinas de policía en el gobierno civil, saca pasaporte para el estranjero, y aquel mismo dia desaparece de Barcelona.

Es que ha perdido y no puede pagar.

. El otro echa mano al bolsillo, saca un papel que hace allí mismo en cincuenta pedazos, esclamando con satisfaccion:

—No lo necesito ya.

Éste habia ganado, y el papel era el pasaporte que llevaba ya prevenido para el caso contrario.

¡Y seguidamente prepara su liquidacion y cobra despues religiosamente!...

¡No hay nada que decir, es dinero legalmente ganado y unido á la consideracion del dinero, gozará su nombre la fama de hombre entendido, y por tal será acatado y respetado!...

—Doy, doy.

—Cambio.

—Cuarenta y tres cuartos.

—Doy.

—Cambio.

—Cuarenta y medio.

—¡Qué es esto! ¡Qué baja tan espantosa!

—El agente de Turella ya no toma.

El papel empieza á bajar poniéndose á cuarenta.

De pronto una porcion de agentes empiezan á tomar á este precio, y el papel sube otra vez, poniéndose sobre la cotizacion de Madrid, y se hace á última hora á cuarenta y uno y medio y cuarenta y uno y tres cuartos.

La generalidad de los jugadores se arrepiente de las operaciones verificadas, y el disgusto que no pueden ocultar contrasta con el soberano aire de satisfaccion con que entran en el salon tres personajes, ante los cuales todos se inclinan, que reciben las sonrisas y el saludo de un gran número, á su alrededor agrupado, como para, sorprender el menor signo por el cual puedan conocer sus intenciones.

Estos tres personajes son los banqueros, los que tallan, como hemos dicho, en el juego de la bolsa.

Pero cuando ellos llegan, sus agentes han terminado ya el negocio en virtud de sus instrucciones, y la jugada queda hecha por aquel dia.

Han ido solamente á dar lo que so llama un vistazo, y los respetables señores Turella, Blanco y Sans están, juntamente con otros de menor categoría, formando el círculo del Estado mayor de la bolsa, y hablando friamente de diversos negocios ajenos á la cuestion del papel.

El lector estañará quizás ver al señor Blanco tan tranquilo en la bolsa, despues de la para él tan terrible? entrevista con Diego.

Mas en aquel dia, el negocio que habia de hacerse era muy grande, y no podia abandonarlo la codicia del capitan del negrero, que por otra parte, con los infinitos y grandes medios de que podia disponer para cualquier asunto, contaba con que no habia de faltarle uno para deshacerse del hombro que en tal ocasion y con tal carácter se le habia presentado.

Esto, sin embargo, su corazon estaba sobresaltado todavia, y en su rostro se reflejaba la zozobra horrible de su alma.

Pero los que con él estaban no lo notaron siquiera.

Un individuo en trage de caballero, preguntó á uno que estaba cerca del círculo de los tres.

—¿Ha visto V. por aquí al señor Blanco?

—Ahí le tiene V.

El individuo le vió, salió del salon, y una vez en la calle, echó á andar precipitadamente hácia la de la Princesa.

Momentos despues, un coche, salido de esta última calle, se paraba junto á los pórticos de la casa de Xifré, frente á la Lonja.

Dos caballeros bajaron del coche.

Uno de ellos tenia todo ef aire de un inglés: rubia patilla, altos foques, sombrero de copa de anchas alas, en una palabra, un inglés; el otro era el individuo que antes preguntó en la bolsa por el señor Blanco.

Este último siguió al primero, que se dirigió ala puerta principal del salon de la Lonja.

—¿En dónde estaba? preguntó el inglés al individuo que le seguia, parándose así que llegó á la puerta.

—En donde está ahora mismo, contestó el individuo; en ese primer círculo de la entrada.

—Ya le veo, concluyó el inglés.

Y se dirigió al círculo de los banqueros.

El individuo le siguió, parándose á corta distancia del círculo.

El inglés se metió en medio de nuestros personajes, saludando con la mano al sombrero, y diciendo con el acento de los hijos de la gran Bretaña:

—Con permiso, señores.

[]

Su aspecto era el de una persona muy decente, y todos le miraron dejándole paso.

El inglés se dirigió al señor Blanco, haciéndole un ademan como indicándole que tenia que decirle una palabra al oido.

El señor Blanco inclinó la cabeza.

El inglés se acercó, y le dijo:

—¡De parte de Genaro Pomar!...

El señor Blanco palideció, poniéndose á temblar de piés á cabeza.

Todos notaron instantáneamente esta sensacion de Blanco, que les dejó estupefactos.

El inglés, despues de aquella palabra, separóse un poco, y levantando la mano, descargó tan fuerte bofetada en el rostro de Blanco, que el golpe se dejó oir en todo el salon.

Los circunstantes se quedaron inmóviles de asombro al primer momento.

El señor Blanco, como muerto.

El inglés salió con toda calma del círculo.

—¡Qué osadia! esclamó de repente el señor de Sans.

Y se volvió al inglés, que ya salia á la calle, para correr á detenerle.

Pero á los tres pasos que dió, cayó de bruces en el suelo, gracias á un tropezon que tuvo con el individuo que habia acompañado al inglés, y con el cual se encontró casualmente.

—¡A ese! ¡cogerle! ¡á ese!gritaron varias voces á un tiempo.

El inglés llegó al sitio del carruaje, subió, y, el cochero, dejando caer la fusta sobre los lomos de dos magníficos caballos, que partieron al escape, con direccion al paseo de San Juan, dejó burlados á los que salieron de la bolsa con el objeto de detenerle.

El señor Blanco quedó desmayado en brazos de sus amigos.

El señor de Sans volvió con los demás que le siguieron para alcanzar al inglés, diciendo:

—¡Ha huído!.

El individuo que le hizo tropezar, se sonrió saliendo del salon; y volviéndose á la calle de la Princesa, entró en el número treinta y seis.

Ante esta casa paró al poco tiempo un coche, que llegaba con los caballos llenos de sudor y de espuma.

El inglés de la bolsa bajó del carruaje, y subió la escalera diciendo:

—¡Ya hemos cobrado la primera deuda!

CAPÍTULO XIV.
De como fué Diego á consolar á Blanco del disgusto del bofeton.

OCIOSO y basta simple fuera en nosotros decir al lector que el tal inglés era Diego, y Daniel el individuo que se interpuso al paso del señor Sans, haciéndole tropezar á fin de dar tiempo á su amo de alcanzar el carruaje.

Daniel recibió á Diego al entrar éste en la habitacion.

—Y bien, ¿qué ha sucedido?

—Que el señor de Sans, contestó Daniel, pretendia seguir á V., pero casualmente tropezó conmigo, y cayó de bruces al suelo.

Diego se sonrió.

—Y en cuanto al señor Blanco, éste se desmayó, cayendo en brazos de dos caballeros.

—Yo tambien caí sin sentido en la cubierta del negrero, pensó Diego; la venganza ha sido, completa en este punto.

Luego dijo al criado:

—Bien, Daniel, estoy satisfecho de tí.

—Señor, ya sabe V. que mi vida toda.

Diego indicó á Daniel, con una señal de benevolencia, que no continuase.

Su carácter, que aceptaba la gratitud por los favores que hacia, repugnaba la espresion de esa misma gratitud, al manifestarse con palabras mas ó menos esplícitas.

Esto es propio de la verdadera generosidad.

Daniel saludó y salió del cuarto, llevando, cuanto menos pudo demostrarlo, mas vivo y profundo el sentimiento de la gratitud.

—Pues señor, el tal Blanco me ha pagado su primera deuda con usura! se repitió Diego, satisfecho, y quitándose el trage que para ir á la bolsa habia llevado.

Y con efecto, con usura acababa de pagar el traficante de negros el bofeton que le habia dado en el buque.

Semejante suceso, tratándose de una persona como el señor Blanco, fué, como no podia menos, estremadamente ruidoso, corriendo de boca en boca mil interpretaciones diversas acerca del mismo.

Quien lo atribuia á la venganza de un hermano, quien al odio de un marido burlado por Blanco en épocas anteriores, pero nadie naturalmente á la verdadera causa que lo habia producido.

Blanco, conducido á su casa en un carruaje, volvió en sí inmediatamente.

Hizo despedir al infinito número de personas de todas clases, cuya solicitud las atrajo á la casa del opulento D. Pedro, y quiso quedar solo en su habitacion.

Pasadas algunas horas, Diego volvió á verle.

Al subir la escalera, paróse de repente, su corazon se sobresaltó y su cuerpo estremecióse de piés á cabeza.

Cuando él subia, bajaba la escalera un hombre, ante cuya presencia sintió Diego efecto tan terrible.

Era el antiguo gefe de policía.

Diego naturalmente le reconoció al instante.

No así el otro, que pasó por su lado sin mirarle.

—No sé qué presentimiento me dá el encontrar á este hombre en cada casa... se dijo Diego; pero de todas maneras me alegro infinito, pues vive todavia y le tengo en Barcelona...

Y concluyendo de subir la escalera, llamó á la puerta tirando del cordon de la campanilla.

—¿El señor D. Pedro? preguntó al criado que abrió.

—Está en casa, caballero, pero no puede recibir á nadie.

—A mí, sin embargo, me recibirá, insistió Diego.

—Su órden es terminante y general, caballero, porque el señor está enfermo.

—No importa. Yo soy el señor Mendoza, y V. debe recordar la órden de su amo respecto de mí.

—Es verdad, caballero, ahora la recuerdo; pero Y me permitirá que vuelva á preguntar.

—Yaya V.

A los pocos momentos volvió el criado diciendo:

—Pase V., caballero.

Diego atravesó, precedido del criado, las mismas salas que el dia anterior, y pasando tambien el salon principal, entró por aquella puerta que cubria una cortina de terciopelo, y por la cual salió el señor Blanco la primera vez que aquel fué á verle.

La puerta conducia á un gabinete con alcoba, riquísimamente adornado.

Cuando Diego entró, el señor Blanco estaba echado sobre la preciosa colcha que cubria la cama.

Al verle, se levantó diciendo al criado:

—Vete.

El criado salió, y el señor Blanco se puso frente á Diego.

—¿Estará V. satisfecho con la hazaña de hoy?...

—Soy hombre que raras veces esperimento satisfaccion ni disgusto por nada, respondió Diego fingiendo, para acabar de dominar á Blanco, un carácter y una sangre fria que sabemos estaba muy lejos de poseer.

—¡Ha sido una infamia!

—Cuidado con las palabras, señor D. Pedro, porque mi sangre lila deja de serlo y se calienta cuando se me falla al respeto.

—¡Con que, ni siquiera puede quedarme el desahogo de decir á V. que ha fallado á su palabra!...

—¡Yo!

—Usted me prometió que no me dejaria pobre.

—Sí.

—¡Y que no me deshonraria!...

—Es cierto.

—¿Y cabe mayor deshonra para una persona como yo, que la del suceso de hoy?...

—Señor D. Pedro, prosiguió Diego con una calma horrible; todas las cosas en este mundo son conforme y segun se miran; ¿V. cree que eso le deshonra?

—¿Añade V. ahora la burla?...

—No tal.

—¿Qué dirán ahora de mí en Barcelona?

—Si V. sabe portarse con discrecion, dirán todo lo contrario de lo que V. se figura.

—¡Cómo!

—Óigame V., y tenga calma sobre todo. Hoy no diré que no, es muy natural, pensará la gente: un hombre como D. Pedro Blanco recibir un bofeton en medio de la bolsa, en presencia de todo el comercio, acostumbrado á acatarle y venerarle!...

El corazon de Blanco estallaba de cólera.

—Pero, prosiguió Diego, esta mala impresion se desvanece fácilmente con la conducta de V. en adelante, y lo que es hoy motivo de deshonra, ha de ser precisamente la primera piedra para el futuro monumento de la gloria de V.

—¡De mi gloria!

—Sí, de su gloria. Usted la habia tenido hasta hoy, principalmente, en ser muy rico, mas rico que los demás, y por ello recibia de continuo el acatamiento de todas las gentes, que al inclinarse en su presencia, maldecian tal vez en su interior esa riqueza, ante la cual se humillaban. Y diga V., ¿qué gloria es esa que se dá al dinero y no al hombre que lo tiene?

El señor Blanco miraba á Diego estúpidamente sin comprender á dónde éste pudiera ir á parar con tan estraño discurso.

—Es preciso, continuó Diego, otra clase de gloria. Es necesario que le quieran y le acaten á V., no por su dinero, sino por sus virtudes; que le respeten, no por su soberbia, como basta hoy, sino por su humildad; y hé aquí como el haber recibido V. humildemente, sin atreverse á rechazarlo, el bofeton de esta mañana, puede dar principio á esa nueva era de su vida en que yo me propongo hacerle entrar.

—¡Pero, caballero! esclamó el señor Blanco, sin comprender todavia el sentido verdadero de las palabras de Diego.

—Sí, D. Pedro. Usted ya sabe y debe recordar demasiadamente la vida que ha llevado; pues bien, es preciso pensar en la otra, y borrar con buenas acciones, en el tiempo que queda de vivir, el mal que hasta aquí se ha hecho, para tener luego un descargo á la hora de la muerte.

—¿Pero qué le importa á V. de mi muerte ó de mi vida?...

—¡Ingrato! ¡cuándo me propongo hacerle adorar en este mundo y salvarle en el otro!... Pero la ingratitud de V. no ha de ser un motivo para que yo deje de cumplir con la mision que tengo.

—En fin, esplíquese V. de una vez, esclamó Blanco, diga V. lo que quiere, lo que pretende de mí, y sepa yo á qué atenerme!...

—¡Oh! no es cosa de un dia: lodo en el mundo ha de venir por sus pasos. Lo que yo me propongo, ya puede V. conocerlo; es hacerle mudar completamente de vida: que á la soberbia de hoy, suceda la humildad y la mansedumbre; que á la codicia, reemplace la caridad y la largueza; y el odio de muchos hácia el opulento que, nadando en oro, no se apiada de nadie, se convierta en amor de todos al hombre que sabe emplear el esceso de su fortuna en el socorro de los pobres y desgraciados.

El señor Blanco estaba confuso ante estas palabras de Diego.

—Y empezando hoy mismo la obra de su regeneracion, porque V. va no es jóven, y tenemos que andar un poco todavia, vá V. á mandar ahora mismo lo que yo le prevenga.

El señor Blanco palideció de nuevo.

Llame V. inmediatamente á su mayordomo, y déle la órden de vender en seguida los carruajes y caballos que tiene V. para su regalo.

—¡Cómo!

—Lo que V. oye.

—¿Y cómo voy yo á andar luego?...

—¿Pues qué? ¿son tan matas las calles de Barcelona?

—¡Oh! ¡esto es horrible!

—Además que esa vida poltrona que V. hace, no puede serle provechosa, y el mejor dia un ataque apoplético... ¡ah! ¡Dios nos libre!...

Esta horrible ironía de Diego acababa de exasperar á Blanco.

—¿Pero qué se dirá cuando se sepa que yo he vendido mis carruajes sin comprar otros?

—Hay un medio muy fácil de evitar malas interpretaciones. Yo pienso en todo, y no he de dejar que el nombre de V. desmerezca en ningun asunto. El producto de la venta se mandará entero á la Casa de Caridad.

—¡A la Casa de Caridad!

—¿Hay nada mas honroso para V.?

—¿Pero V. sabe cuánta es la suma que se sacará de todo?...

—No he pensado en ello; pero comprendo que no tendrá V. toda su fortuna en carruajes y caballos.

—¡Ah! ¡eso es imposible!

—¿Resiste V.? Norabuena. Adios, señor D. Pedro.

Y Diego hizo ademan de salir del gabinete.

—¡Ah! ¡oiga V.!

Diego se paró, sin decir palabra, y mirando severamente á la cara de Blanco.

—Se mandarán á la Casa de Caridad ocho ó diez mil duros que puede valer todo!...

—Pero, es que V. debe comprender, insistió Diego, que no importa tanto á mi objeto la limosna, como el modo de sacarla. Es preciso que sea de lo que resulte de la venta de los carruajes y caballos,.

—¡Sea!

—Llame V:, pues, al mayordomo, y déle la orden.

El señor Blanco alargó su mano trémula á un timbre que tenia sobre la mesa, y el mayordomo se presentó.

—Quiero vender todos mis carruajes y caballos, y es preciso que sea hoy.

—¡Vender los carruajes y caballos! esclamó asombrado el mayordomo.

—¿No lo has oido? gritó Blanco con ira.

—Bien, señor.

El mayordomo salió, y Blanco y Diego volvieron á quedar solos.

—¡Bravo! verá V. el resultado de esta operacion. No ha de pesarle seguramente el ir á pié. Mañana por la tarde yo pasaré á buscar á V., y saldremos juntos á paseo.

—Mil gracias, yo salgo poco á paseo.

—¡Oh! conviene á la salud de V., y es preciso: yo soy el médico de su cuerpo y de su alma, y es faena que V. obedezca á su médico. Con que hasta mañana á las tres. Cuando vuelva me enseñará V. el recibo del tesorero de la Casa de Caridad. Adios, don Pedro, y hasta mañana.

Diego salió.

Cuando hubo traspuesto la puerta del gabinete, el señor Blanco esclamó:

—¿Pero es esto un sueño? ¡oh! ¡qué fatalidad arroja ahora á este hombre en mitad de mi camino! ¡Quién será!... ¿Y qué me importa quien sea, cuando sabe y tiene las pruebas?... ¡oh! ¡las tiene, las tiene! Harto claro me dijo, que, de otra manera, no se atreveria á obrar así!... ¡Ah! sí, hoy mismo!... ¡me lo han prometido!... ¡y no ha de ser difícil hacerlo!... ¡Todo será si él no se ha prevenido!... De todas maneras, lo queme pasa es horrible, y yo estoy loco. ¡Acaso en Barcelona sepa ya alguna otra persona lo que él sabe!... ¡Y despues de treinta años!...

Y agobiado por esta confusion de ideas que bullian á un tiempo en su imaginacion, abatido su espíritu por el suceso de la bolsa, el señor Blanco iba y venia á grandes pasos de un estremo á otro del gabinete, aguijoneado por las mil ideas que á un tiempo le abrumaban.

—¡Mañana volverá! así lo ha dicho, y lo que es por él, lo cumpliria... pero ¡no le espero!

Y el señor Blanco, hallando, entre tantas que le destrozaban el alma, una idea de consuelo, entregóse á ésta, desechando las demás que tanto le mortificaban.

Diego abandonó por entonces el negocio ¿El capitan negrero, al que dejaba ya arreglado por aquel dia, y pensó en otro asunto para él no menos interesante: en la visita que debia hacer á la casa de Clara.

De la de Blanco se dirigió, pues, á la de Turella.

Esta se hallaba en una de las calles principales.

Diego habia tomado antes las señas y fué allá directamente y sin preguntar á nadie.

A corta distancia de la puerta, su vista tropezó con la figura de Roberto, que pasaba por la calle.

Diego, al verle, sintió la misma repugnancia de siempre: decimos mal, fué además de repugnancia, un sentimiento de verdadero odio el que esperimentó esta vez. Y eso que ignoraba todavia que á él principalmente debia su destierro y las grandes penalidades sufridas durante su esclavitud. Pero su presencia le trajo el recuerdo del reciente crímen cometido con la pobre familia de Messina, y hé aquí lo que añadió el odio á la instintiva repugnancia que Diego sentia por Roberto.

A la luz del dia pudo observarle mejor, llamando sobremanera su atencion el valor de las alhajas que lucia.

—Ya ví la otra noche, se dijo Diego, como este bribon se proporciona el dinero para gastar ese lujo; ¿pero en virtud de qué poder se hace dar el dinero así?

Esto era lo que Diego no entendia.

Roberto se paró delante de la casa de su antiguo amigo Nicolás, miró al balcon, volvió á andar, volvió á pararse y á mirar á la casa, y al fin siguió resueltamente su camino.

Imposible de todo punto era el que ninguno, si por casualidad las notase, comprendiera la causa de las miradas de Roberto; pero Diego, que le conoció al momento, vió en ellas aquella antigua pasion hácia Clara, no estinguida en trece años y aumentada quizás por el despecho y los celos que necesariamente hubo de despertar en Roberto la fortuna de Nicolás, que habia obtenido la mano de aquella.

Diego, que estaba en todos los antecedentes, pudo leer todo esto en la fisonomía de Roberto, al cual miró atentamente al pasar por su lado.

—Este infame, se dijo, siente todavia aquella misma pasion de antes.

Y entró en el portal de la gran casa del señor baron de Turella.

CAPÍTULO XV
La baronesa de Turella.

LA primera accion, en una sociedad desconocida, es la que dá generalmente concepto al hombre que por vez primera en ella se presenta.

Diego se presentó, recomendado por una casa de Lóndres, en la de un banquero, contra quien traia una letra de cincuenta mil duros que no quiso cobrar, suplicando al banquero que la guardase, pues no creia necesitarla en muchos dias.

Esto bastó para que el alto comercio de Barcelona admitiese con la mayor confianza el nombre y la firma de Augusto Mendoza.

Se encuentra éste con dos señoras de la alta clase en la casa de otra persona tambien muy alta, y pone en manos de aquellas señoras que representaban la caridad, yendo en carruaje y vestidas de seda, la limosna de ocho mil reales, limosna á que no estarian muy acostumbradas las ilustres pordioseras, sin embargo de que, por su calidad, les era permitido el llamar coa la voz de la desgracia á las puertas de los mas grandes y poderosos.

¿Qué mejores precedentes queria un hombre para entrar con toda la consideracion en una sociedad como la de Barcelona? ¡En el comercio se habia tomado ya nota de su nombre, y en los salones corria acompañado de una especie de aura que seducia á cuantos le oian.

Pocos le conocian aun personalmente; de nombre casi todo lo mejor de Barcelona.

Nada diremos del concepto ea que le tenia la casa de Turella, que juntamente con la de Sans, habia dado á conocer el nombre de Mendoza.

Diego llamó á la puerta, dió su nombre al criado, y á los pocos momentos salió éste otra vez acompañándole al salon de recibo. Clara estaba sola en él.

El corazon de Diego latia violenta y apresuradamente.

Así que llegó á la puerta, vió á Clara; adelantóse pausadamente, é inclinándose á cierta distancia, la dijo.

—Señora...

—Caballero Mendoza...

Cambiáronse las preguntas y respuestas de puro cumplido y de imprescindible costumbre en casos semejantes, y Diego se vió por primera vez en su vida en una situacion embarazosa delante de Clara.

Ésta le señaló el sofá.

Diego se sentó.

No sabia qué decir ni cómo empezar.

A tener menos instinto de la buena sociedad, y decimos instinto, porque solo apoyado por esta apreciable dote podia haber adquirido, en tan corto tiempo de trato con personas de cierta posicion, las maneras distinguidas y finos modales que en Diego observamos; á no ser por ese instinto, repetimos, casi hubiera cometido la indisculpable vulgaridad, en un hombre como él, de hablar del tiempo ó de lo hermosa que le parecia Barcelona.

Clara, por su parte, bajo la presion del elevado concepto que Diego ó el señor de Mendoza le mereció á primera vista en casa de Blanco, sola, además con él, participaba asimismo de ese embarazo que embarga á uno la palabra, sobre todo si intenta empezar á hablar con personas en las que reconoce cierta superioridad.

Esta recíproca situacion no podia, sin embargo, durar mucho entre dos personas como eran Clara y Diego.

Este rompió, pues, los brevísimos instantes de silencio, diciéndola:

—¿Ha descansado V. ya de la fatiga de ayer?

—El trabajo no fué mucho, dijo Clara.

—La obra es, sin embargo, grande y meritoria.

—Debida, no á nosotras, sino á la generosidad de las personas que á ella contribuyen, entre las cuales no ocupa V. el último lugar.

—¡Ah! Señora...

—¿Vió V. hoy á la de Sans?

—No me ha sido posible.

—Mandarán entonces á V. un recado de mi parte, dijo Clara con encantadora sencillez.

—¿De parte de V.?

—Esta noche tenemos encasa una pequeña fiesta...

—¡Ah!

—Y me tomé la libertad de invitar á V.

—Es una doble honra que deberé á su amabilidad.

—Mi casa será la honrada. Es una reunion casi de confianza.

—No faltaré, señora, aunque son raras las reuniones á que yo asisto...

—Doble favor entonces para nosotros; pero si ha de servir á V. de molestia...

—¡Oh! puedo asegurar á V. lo contrario.

—¿No es V. amante de reuniones?

—Mi carácter es algo original, y me sucede generalmente el ponerme triste en los sitios en donde mas reina la alegría.

Clara miró á Diego sintiendo un efecto particular, no tanto por el significado de sus palabras, cuanto por el acento con que fueron pronunciadas.

—Es que en ciertos caracteres, dijo Clara entonces, sucede realmente que los recuerdos tristes vienen ó en la completa soledad, ó en medio del bullicio.

Las palabras de Clara abrieron, sin ésta sospecharlo, una puerta de su corazon á la escrutadora mirada de Diego, que dijo en seguida:

—¡Y es tan terrible, señora hallarse solo en medio de mucha gente!...

Esta esclamacion movió el interés de Clara y á un tiempo la curiosidad de muger.

Así dijo á Diego:

—Usted, separado aquí tal vez de su familia...

—No tengo familia, señora.

—La de Sans me dijo que era V. soltero, pero creia tuviese padres, hermanos...

—No tengo, pues, á nadie, señora; me hallo solo en el mundo, como un árbol en medio del desierto.

—¡Triste cosa es! esclamó Clara, cada vez mas interesada por las palabras de Diego. Pero V., que es jóven, que tiene buena posicion, puede encontrar fácilmente...

—¿Qué, señora? preguntó Diego con una sonrisa llena de amargura.

—¡Ah! no sigo ya... dijo entonces Clara, comprendiendo la sonrisa de Diego.

—¡En la vida no se ama sino una vez sola... prosiguió éste, ¡y yo no podria nunca mentir á nadie el amor mio!

Clara se estremeció.

—Tal vez esto podrá parecer ridículo en un hombre como yo, y en el siglo que alcanzamos; pero qué quiere V., entre todos los crímenes, hay uno que no se castiga y el mas grande para mí de todos: este es el crímen del amor que se miente, ó del perjurio que se comete.

—Con efecto, dijo Clara casi balbuciente; pero cuando uno, por ejemplo, se vé Libre de un juramento, porque otro lo haya roto ó haya muerto... en fin...

—¡Ah! señora, es fácil dejar de cumplir lo que á otro; se promete; pero lo que uno se, jura á sí mismo... Ahora cuando no se ha jurado nada, cuando se ha amado por vanidad ó por capricho... en ese caso, comprendo yo mismo que pueda, mas ó menos tarde, desaparecer el sentimiento del amor con la persona que lo inspiraba, ante el egoismo de una posicion que el cálculo aconseja; pero para eso se necesita tener un alma y un corazon mas dóciles que el corazon y el alma mia.

Clara no sabia ciertamente qué replicar á las sentidas palabras de Diego, que sin dejar de guardar el comedimiento debido, no podia evitar, sin embargo, el que brotasen de sus labios, con el calor del corazon que las dictaba.

—Se conoce que ha amado V. mucho, dijo Clara, puesta insensiblemente en un terreno, en que no hubiera seguramente entrado con facilidad, siquiera fuese por mero hablar, con otra persona que Diego.

—Solo cuando así se ama, puede amarse siempre como yo.

—¿Y, segun parece, fué V. engañado?...

¡Mi cabeza me lo dice, y mi corazon no lo cree! ¡Ella, sin embargo, vive feliz!

—¿Sabiendo que es V. desgraciado?

—¡Mi nombre habrá huido de su memoria, cuando huyó mi amor de su pecho! esclamó Diego con un acento de profundo dolor, mezclado con un ligero gesto de resignacion, Pero, señora, añadió luego mudando, de tono, yo estoy abusando de la amabilidad y condescendencia de V., hablando tan largo rato de mí mismo...

—¡Ah! señor de Mendoza, V. tiene ya todos los títulos para nuestra, amistad, y nunca abusará de ella.

—Mil gracias, señora.

—Además, que acaso he sido yo, sin quererlo, la indiscreta, dando lugar la que esos dolorosos recuerdos vinieran aquí á mortificarle.

—¡Ah! tocante á mí es una éspecie de dolor el mio que no trocaria por todos los placeres de otro género.!

Bien comprendia Clara ese placer que se siente en medio del dolor mismo que el alma esperimenta con ciertos recuerdos.

—Pero el que esto me suceda á mí, prosiguió Diego, no es una razon para que V., que seguramente no ha sido tan desgraciada, pues que la miro hoy feliz...

El corazon de Clara se sobresaltó.

—Haya de conocer pesares ajenos, en medio de la felicidad, concluyó Diego.

—¡Ah! señor de Mendoza!; ciertamente... yo soy feliz, dijo Clara con un acento ligeramente forzado, que no se escapó á la penetracion de Diego; pero no soy tan egoista que huya y me molesten las ocasiones que tengo de poder oir los pesares de mis amigos.

—Mil gracias, señora.

—Y V., que ha entrado en ese número, me honrará siempre dándome un placer con su confianza.

En esto apareció en el salon la figura de un hombre que entró sin anunciarse.

Diego le vio en seguida, y á las tiernísimas, aunque, dolorosas sensaciones que esperimentaba en aquellos momentos, sucedió el disgusto, el desencanto mayor que podia sentir en aquel entonces.

La figura de aquel hombre era la del baron de Turella, en el cual Diego reconoció al momento á su antiguo rival Nicolás.

Éste entró, descubierta la cabeza, que dejaba ver una frente semi-calva, sobre la que caian claros cabellos grises; los ojos pequeños brillando como dentro de un agujero entre las pobladas cejas y los pómulos salientes y descarnados; la cara rasurada completamente; y en cuanto al vestido, llevaba pantalon negro, y una levita del mismo color, larga y deslucida, que formaba particular contraste, en el dueño de la casa, con la riqueza de los muebles que la adornaban. Tal era y tal se presentó á los ojos dé Diego el marido de su antigua amante.

Diego se levantó al verle, inclinándose al propio tiempo.

—Aquí presento á V. á mi marido, dijo Clara dirigiéndose á Diego; y este caballero, prosiguió hablando luego al baron, os el señor de Mendoza.

—Muy señor mio, dijo Nicolás; ya tenia el gusto de conocer el nombre de V.

—Señor baron, yo he venido á ponerlo á sus órdenes en lo poco que vale.

—Vale mucho.

—Pero siéntese V., observó Clara.

Diego volvió á, sentarse en el sofá, Nicolás ocupó un lado del mismo, y Clara se quedó en el sillon que ya ocupaba.

—¿Y piensa V. estar mucho en Barcelona?... preguntó Nicolás á Diego así que se hubo sentado.

—Si no me quedo aquí definitivamente, estaré larga temporada, cuando menos.

—En uno y otro caso, continuó Nicolás, sabe V. que tiene una casa á su disposicion.

Diego inclinó la cabeza.

—Esta noche tendremos á este caballero en la reunion, aunque no es muy aficionado á reuniones, dijo Clara á su marido.

—Esto consiste, señora, en que no siempre se le ofrecen á uno como la de esta noche.

Clara pagó con una delicada sonrisa este cumplido de Diego.

Nicolás, que no lo entendió, dijo:

—Pues se engaña V. si espera ver gran cosa.

—Pienso, nada mas, pasar la velada en esta casa, y esto me basta.

La delicada leccion de Diego al baron ruborizó á Clara.

Nicolás siguió, siempre fuera de tono:

—Yo participo de la misma opinion en cuanto á reuniones; sino que dió la casualidad que vino recomendado á mí ese célebre pianista Litz, y un dia se ofreció él mismo á dar un concierto en mi casa, y como es una celebridad así, no puede prescindirse de convidar á gran número de personas que uno conoce.

—¡Ah! Litz ha tenido en esta ocasion una complacencia que suele tener raras veces, dijo Diego.

—A mí, como no me gusta la música...

—Sin embargo...

Diego no quiso concluir su idea para decirle en buenas palabras: ese desden, hijo de la ignorancia de V., corresponde muy mal á la alta honra que le dispensa el grande artista.

—Señor D. Nicolás... llamó en aquel instante, desde la puerta, un dependiente del baron.

En el círculo del comercio, el baron de Turella no se llamaba sino D. Nicolás, aun por sus dependientes.

—¿Qué hay?

—Esta carta...

—¡A qué venís con cartas ahora!

Otro hombre que Nicolás se hubiera valido de otra frase para escusarse de recibir cartas delante de una visita de cumplido.

—Como dice que es urgentísima... la he traido á V.

—Por mí, señor baron, no haga V. el menor cumplimiento, y le suplico no se distraiga de sus ocupaciones.

—Usted ya sabe lo que son negocios.

—Demasiado.

—Y yo que tengo tantos...

—Por la misma razon.

Nicolás se creyó dispensado ya de todo, y dijo al dependiente:

—Trae esa carta.

El dependiente se adelantó á dársela. Tomóla Nicolás, y rasgando la oblea, dijo:

—Con permiso de V., pues.

Y se puso á verla para sí.

Clara y Diego notaron una variacion completa y repentina en la fisonomía del baron.

Ni uno ni otro, sin embargo, le preguntó nada.

—¡Es fuerte cosa! esclamó el baron sin concluir la carta.

—¿Pues? dijo Clara.

—¡Y esta es la segunda que recibo en pocos dias!...

Diego se contentaba con manifestar el interés que la ley de la buena educacion exígese manifieste en casas semejantes.

—¡Nada! ¡una friolera! me piden cincuenta mil daros, un millon nada menos en esta carta.

—¡Un millon! dijo Clara ¿y quién?

—¿Quién? un ladron.

—¡Un ladron! esclamaron Clara y Diego á la vez.

—Que no pone su nombre, es claro, prosiguió Nicolás; pero que me amenaza de muerte si no mando hoy mismo la suma que me pide á un punto que me designa en una montaña cercana.

—¡Eso se desprecia! esclamó Diego.

—Como hice la otra vez, dijo Nicolás.

—¿Y no le sucedió á V. nada?

—Nada.

—Pues claro está. No creo que valga la pena de pensar en ello siquiera.

—Señor baron... llamó en este momento desde la puerta la voz de un criado de la casa.

—¿Qué hay?

—El señor cara de San Pablo y dos caballeros mas.

—Que pasen.

—Yo me retiro ya, con su permiso, dijo Diego levantándose.

—Suplico á V. que se quede, dijo Nicolás; ya me figuro poco mas ó menos el objeto de esta visita, y estando otra persona delante, evitaré mejor el compromiso.

—¡Ah! con mucho gusto entonces, respondió Diego.

—¡Qué no haya de verse uno libre nunca!... esclamó Nicolás; ¿ve V.? es lo malo que tiene Barcelona...

En esto entraban ya en el salon las visitas anunciadas.

CAPÍTULO XVI.
En que se prueba los inconvenientes que tiene y las molestias que causa el ser rico.

MIENTRAS Diego y el baron hablaban, Clara, aunque con todo el disimulo que su situacion exigia, no cesaba de observar al primero, atenta, no solo á sus palabras, sino á sus menores movimientos.

Aquel hombre tenia para ella algo de particular, que no veia en los demás hombres. Su pálida fisonomía, que no podia ocultar la huella que dejan en el rostro los profundos pesares del alma, sus maneras finas y distinguidas, su generosidad y su modestia á un tiempo, aquella especie de frio desden por lo que á otros halaga tanto en la vida, su voz, sus palabras, en fin, que envolvian el misterio de una triste y amarga historia, todo llamaba la atencion de Clara en aquel hombre, de quien no hizo caso en el primer momento de verle en casa de Blanco, y en el cual desde el acto de aquella limosna, descubria un nuevo motivo, no ya de curiosidad, sino de interés, en sus, al parecer, mas sencillas palabras y mas leves acciones.

Clara, sin embargo, no se esplicaba ni podia esplicarse nada de cuanto en Diego observaba.

Sentia que era un hombre bueno; la bondad de su alma se retrataba en toda su persona, y Clara lo conocia, lo creia firmemente, pero nada mas.

Ella buscaba, sin embargo, puntos de comparacion entre Mendoza y alguno de sus conocidos. Alguien habia conocido Clara que en el fondo se le parecia; pero ese alguien habia muerto, y ni por un instante siquiera asomó á su mente la menor sospecha.

Ni uno solo de los tripulantes, ni de los prisioneros ó desterrados de la Perla se habia salvado del naufragio, todos habian perecido. Así lo dijeron los periódicos, y así y de una manera indudable se sabia en Barcelona.

Además, se habian pasado trece años. Cuando Diego era el amante de Clara, tenia veintidós; su cara rebosaba toda la frescura de la juventud y la esperanza de su jóven corazon enamorado; era un simple jornalero, y se llamaba Diego Rocafort, Despues de estos trece años, la persona á quien miraba Clara, se llamaba, en primer lugar, D. Augusto Mendoza; su edad, que no pasaba de treinta y cinco años, parecia ser de cuarenta; su traje y su posicion eran otros, y su rostro, sobre todo, desfigurado por la negra barba que le adornaba, la frente mas alta al parecer por la falta de cabello que antes la cubria, no conservaba ya sino un remotísimo parecido con la cara imberbe del jóven tejedor de velos.

A haberlo sospechado, la misma Clara se hubiera dicho á sí misma que era una ilusion de sus sentidos.

El amor no es adivino, sino cuando tiene motivos de serlo, y Augusto Mendoza no los habia dado aun, para que Clara adivinase en él á Diego Rocafort.

Éste, interesado vivamente como estaba en conocer el mas leve efecto que sus palabras ó sus acciones pudieran producir en el ánimo de su antigua amante, no descuidaba, por su parte, el observarla, y á su penetrante mirada no se escapó el interés que en ella habia despertado su persona.

Diego sentia con esto un secreto placer en medio de su naturalísimo dolor, hallándose en la casa de su antiguo rival, dueño legítimo del dulce y adorado objeto de su alma.

El cura de San Pablo y los dos caballeros que le acompañaban, espusieron al baron, luego de haber tomado asiento, el motivo de su visita.

—Usted, ya sabe, señor baron, dijo el cura de San Pablo, lo muy malos que han sido estos dos últimos años para la clase artesana de Barcelona.

—Para todos han sido malos igualmente, esclamó el baron, empezando á parapetarse para defenderse de la acometida que adivinaba por parte de la comision que habia ido á verle; pues llevamos, en cortos meses unos descalabros, que ya! ya! ¡Dios nos libre que esto durara mucho!

La mentira del alma avara rebosaba, á pesar del baron, en sus compungidas y miserables espresiones.

—Sí, pero, continuó el sacerdote, cuyo buen celo iba, al parecer, dispuesto á luchar con la avaricia del baron, lo que Vds hagan en bien de tantos infelices, no será nunca un sacrificio tan grande ni de tanta monta en sus intereses, que pueda influir en la marcha de sus grandes negocios y colosales operaciones.

—¡Oh! ¡amigo! eso es muy bueno juzgado así de por fuera: el primero de mil es uno, y un grano no hace el granero, pero ayuda al compañero, como dice el refran.

—Vamos, señor baron, esto es muy cierto, pero El cura de San Pablo no se atrevió á concluir despues de lo que ya habia dicho; pero Diego, que adivinó su idea, añadió.

—Guando el granero está hecho... ¿No es eso?

El cura de San Pablo y sus compañeros se sonrieron afirmativamente.

—¿Tambien V.? preguntó el baron á Diego.

—¡Qué demontre! señor baron; el mundo es este, y los unos hemos de ayudar á los otros.

El baron salió de una de sus posiciones ante estas palabras, y presentando la cara al enemigo, dijo:

—Pero vamos á ver, de qué se trata.

—De comprar sustituto para la quinta que ha de hacerse ahora, á todos los pobres que caigan soldados y no tengan dinero para librarse del servicio de las armas.

—¿Pero V. sabe la suma á que eso puede llegar? preguntó asombrado el baron, que, oido el pensamiento, calculó en un instante sus consecuencias.

—¡Y qué importa para lo que es el comercio de Barcelona!...

—¡Ah! nada, no importa nada, una friolera! prosiguió el baron. Barcelona no dá mas que seiscientos hombres todos los años, y si estos llegan á ser todos pobres, que como tales se presentarán mas de cuatro, aunque tengan medios, ¡hágame V. el favor de sumar!...

—Aunque realmente esa suma puede ser grande, observó el cura, ha de tenerse en cuenta que el reparto comprenderá muchas casas, y no será, por consecuencia, tan sensible.

—Y despues, que es esto establecer un mal precedente, prosiguió el baron; todos los años querrán los pobres lo mismo, pues tanto derecho tienen á ello los quintos del cincuenta y seis, como los del cincuenta y siete y años siguientes.

—Eso se arreglaba empezando este año así y haciendo lo mismo en los posteriores, observó Diego entonces.

Nicolás miró á Diego de una manera casi igual á la de Blanco, cuando aquel se anticipó con ocho mil reales á la limosna que pedian las señoras de Sans y de Turella.

—Aunque así debiera hacerse, dijo entonces el cura de San Pablo, en una capital como Barcelona, donde hay dinero de sobra para redimir la contribucion de sangre que pagan sus hijos, no habrá necesidad de ello, porque no todos los años han de ser tan malos como este y el pasado.

—Yo, si Vds me permitieran, dijo Diego, aunque parezca estraño que un estranjero se meta en estos asuntos.

—El señor, interrumpió Clara entonces, tiene ya carta de naturaleza en Barcelona, pues sin pedirle nada á él.

—Señora...

—Dió el otro dia una limosna á la Junta de Damas, que debo manifestar no ha recibido mas que otra tan crecida, entre tantas casas fuertes como tiene Barcelona, concluyó Clara.

El baron de buena gana hubiera tapado la boca á su muger.

El cara de San Pablo y los otros dos caballeros miraron á Diego saludándole con una inclinacion de cabeza y diciendo el primero:

—¡Oh! diga V., caballero; las ideas que tienden al bien de la humanidad, deben admitirse siempre, y mas en esta ocasion en que las presenta persona tan respetable.

—Pues yo propondria, ya que Vds piensan sacar ese socorro de la clase del comercio, que es en Barcelona la que mejor puede hacerlo, que asociasen á la comision de Vds un número suficiente de las personas principales, á fin de que el nombre y la influencia de cada uno llevasen á la comision los medios que necesita.

—Buena idea es, dijo el cura de San Pablo.

—Efectivamente, dijeron á un tiempo sus compañeros.

Nicolás no observó nada á esto.

—Y á mí se me figura, continuó Diego, que los nombres del señor baron de Turella.

—Eso es, ¡el mio el primero! esclamó éste entonces.

—Ya V. vé, señor baron, que no es mia la culpa si V. es una de las primeras personas de su clase.

Estas palabras, que halagaron la vanidad de Nicolás, le hicieron perdonar parte de las otras, á Diego.

Éste lo adivinó, y aprovechando todo lo que la ocasion le ofrecia, continuó:

—Y esto es no mas que por un lado; que luego, contando como creo que debe contarse con la nobleza, no creo le toque tampoco el último lugar en la lista al señor baron de Turella.

Esto volvió á halagar la vanidad por una parte y á aumentar por otra el disgusto de Nicolás, que dijo.

—En fin, siga el plan; veamos.

—En breves palabras está concluido. Vean Vds., que lo saben mejor que yo, los otros nombres que pueden añadirse.

—Sans, Sala, Puig, y me parece que basta ya con estos, dijo el cara de San Pablo, entre los cuales loca la presidencia al señor baron.

—De ninguna manera, eso no; me es de todo punió imposible, porque estoy agobiadísimo de negocios... Yo daré mi nombre para junta, no hay inconveniente ya que Vds. se empeñan.

—Entonces...

—Vamos, puesto que el señor baron, observó Diego, dá razones que se deben considerar para no admitir la presidencia, yo presentaré un candidato, al que creo hemos hecho una ofensa no contando antes con él.

—¡Oh! diga V.

—El señor D. Pedro Blanco.

—¡Ah! no admitirá. Ya se ha probado en otras ocasiones.

—¡Pero una persona tan rica y sobre todo de tal posicion en Barcelona! esclamó Diego fingiéndola mayor admiracion.

—Pues con todo y con eso no admite, replicó uno de los comisionados.

—Se puede probar otra vez, replicó Diego.

—Lo que es Blanco, es difícil, y con el suceso de la bolsa tan reciente, estará menos aun para esas cosas, dijo el baron.

—En fin, señores, no quisiera pasar por terco; pero creo que á pesar de lodo, debe probarse.

—No disgustemos á este caballero, dijo entonces el cura de San Pablo; se probará.

—Yo le hablaré antes, continuó Diego. Vayan Vds mañana á eso de las cinco de la tarde.

—Bueno pues, quedamos entendidos.

Los comisionados se levantaron, imitándoles Diego, que habia prolongado ya lo suficiente su primera visita á la casa de Turella.

—Señor baron, dijo á éste alargándole la mano.

—Usted ha tomado posesion de su casa, dijo Nicolás disimulando el tono forzado con que hablaba.

Diego le dió las señas de la suya.

—Señora, dijo enseguida dirigiéndose á Clara, á los piés de V.

—Hasta la noche, señor de Mendoza, aunque con toda confianza, queda V. relevado del compromiso.

El tono de Clara tenia, sin embargo, una ligera espresion que contradecia sus palabras.

—¡Ah! señora, ya he manifestado antes á V. que no podia desaprovechar tan honrosa ocasion.

Y volviendo á saludar á Clara, concluyó:

—Hasta la noche.

Las visitas salieron acompañadas del baron, que llegó hasta la puerta y volvió inmediatamente al salon, en donde se puso á pasear á largos pasos esclamando:

—¡Cuidado que es particular! ¡esto no es vivir! Hasta que yo cierre de una vez para siempre la puerta á lodo el mundo.

—Ten un poco de paciencia, Nicolás, esclamó Clara; no hay remedio, hay ciertas molestias que no se pueden evitar, pues son anejas á la posicion que uno goza.

—Pues ya verás tú si yo las evito pronto. Lo mismo que la reunion de esta noche! Cuidado que esas señoras celebridades que yo no conocia...

—Pues las conoce toda la Europa, Nicolás.

—Yo no las conocia, y maldito si me importaba, hasta que han venido á mi casa. Digo que esas celebridades tienen bien poca aprehension. Decir con esa frescura: el jueves daré un concierto en su casa de V., y V. tendrá la obligacion de convidar una porcion de gente que le hagan gastar en luces y en refresco, y le destrocen los muebles por añadidura, para que luego digan como aquella otra vez: «Litz, ¡qué magnífico! pero Turella ¡qué miserable_!»_

—La otra vez, Nicolás, tuvieron un poco de razon.

—¡Eso es! ¡pues me gusta!

—Sí, Nicolás; pero esta, yo te guardaré y me guardaré á mí misma de que vuelvan á criticarnos. Óyeme, siéntate y hablemos un poco. Estamos ya en el compromiso, y es necesario salir de él de un modo digno y decoroso.

—Sí, gastando en un dia lo que bastara para todo un año.

—Escucha: vendrán sobre unas doscientas personas.

—¡Cómo!

—Uno de los motivos fundados de crítica á la vez, fué el que muchas familias con las cuales estamos en relaciones, no fueran invitadas.

—Bueno, adelante.

—El bufet se ha encargado al café de las Siete Puertas, que os el que tiene mas gusto...

—Y el que lo hace pagar mas, interrumpió el baron.

—Qué importa una leve diferencia?

—Se me ocurre una idea, esclamó de pronto el baron.

—Dí.

—¿Qué vá á servir el café?

—Orchatas, naranja, helados, vinos, dulces, en fin, lo que se acostumbra en estos casos.

—Pues que traigan solamente helados para doscientas personas.

—¿Y lo demás?

—A eso voy; porque de otra manera, vá á ser una atrocidad lo que se gaste. Se toman jarabes de orchata y naranja en la fábrica de la calle de Petrixol.

—¡Nicolás!

—Como la cantidad será algo regular, puede que hagan todavia la rebaja del cuatro, ó quizás del cinco por ciento.

—¡Pero Nicolás!

—Con una botella de jarabe, que, comprado así, vale lo mas quince cuartos, se hacen seis vasos de orchata ó de naranja, que cuestan seis reales en el café.

—Pero hombre, ¿vas á dar eso á las personas que aquí vengan?...

—Suma, suma tú misma, calcula la diferencia, y verás lo que le resulta. Lo mismo digo acerca de los dulces.

Clara sudaba á mares.

—¡Eso no puede ser, Nicolás!

—¿Y por que no ha de poder ser?...

—Porque seria el ridículo mayor á que pudiéramos espoliemos. Además, que está ya lodo encargado á las Siete Puertas, y no hemos de dar oirá órden á última hora, cuando quizá esté preparado todo.

—¡Esto es una calamidad! esclamó el baron.

Y levantándose otra vez del lado de su muger, volvió á pasearse á largos pasos por el salon.

Todavia faltaba á Clara el dar otro trago á su marido, algo mas amargo que el del bufet.

Ella, que no tenia nada de miserable, todo lo contrario, pues era espléndida el último grado, temblaba ante la idea de la honda sensacion que habia de producir en su marido lo que tenia que decirle por precision.

—¿Lo dejaré para mas tarde? pensaba; no, porque será luego difícil que tenga mejor ocasion que ahora. Aguardaremos un poco.

Esperó, pues, dominando el temor su impaciencia, hasta que Nicolás fué á salir.

—Aguarda un poco, Nicolás, pues tengo que enseñarte una cosa.

Y levantándose, del sillon, Clara fué á su gabinete, volviendo al poco rato con tres estuches cerrados.

—¿Qué es eso? preguntó el baron.

—Lo vas á ver.

Y Clara abrió el primer estuche.

—¡Joyas!

—Sí, dos botones de brillantes para el pecho, y unos gemelos para los puños de la camisa.

—¿Y qué significa eso?

—¿Te gusta?

—Es precioso.

Clara dejó la primera caja abierta sobre el mármol de una consola y dijo:

—A ver esto otro.

Y abrió el segundo estuche.

—¡Una botonadura de chaleco!

—Sí.

—¿De brillantes tambien?

Eso es.

—¿Pero qué significa esta joyería?

—Aguarda un momento.

Y dejando el segundo estuche tambien abierto al lado del primero, Clara pasó á abrir el tercero.

—¡Un reloj! esclamó el baron.

—Cronómetro, añadió Clara, con su correspondiente cadena.

—Es magnífico tambien.

Clara puso el tercer estuche junto á los otros.

—Pero al fin podré saber.

—Ahora. Mira: los botones para la camisa, valen ocho mil reales.

—Ya lo creo, porque son preciosos.

—Diez mil la botonadura á el chaleco, y doce mil el reloj.

—¡Ese reloj vale doce mil reales!

—¿No has visto que la cadena tiene diamantes?

—¡Ah!

—Pues bien, mañana se ha de mandar una de estas tres cosas á Mr. Litz.

—¡A Mr. Litz!

—En pago del obsequio que nos dispensa esta noche.

—¡Có...mo... qué... dices!... tartamudeó el baron, mirando asombrado á su muger.

—Que esta es la costumbre de recompensar semejantes distinciones á los grandes artistas, y nosotros no podemos prescindir de esto.

El baron seguia mirando estupefacto á su muger.

—¡Pues dí que vale mas entonces ser grande artista, que gran sultán! Con que despues de la molienda de oirle, y el gasto que acompaña á la molienda, agradecerle ahora con... ¡bah! ¡bah! Tú estás loca, muger, y yo seria un borrico de cuatro suelas en...

Pero en último resultado, ¿qué es lo que vá á hacer ese hombre? ¿qué vá á ganar mi casa con él?

—Nicolás, es necesario...

—¿Y cómo sabes tú esas estrañas costumbres, ó quién le ha dicho semejante despropósito?.

—En primer lugar voy todos los dias casos iguales en los periódicos.

—Los periódicos dicen lo que les dá la gana, y sobre todo, ¿quién hace nada porque lo digan los periódicos?

—Y luego, añadió Clara, lo he consultado, aunque sin preguntarlo así abiertamente, á la persona que sabe lo que son esas cosas.

—¿Y esa persona sabe asimismo lo que son y lo que cuesta ganar diez ú once mil reales, que vale una sola de esas frioleras?

—Pero, Nicolás...

—Vamos, eso seria una barbaridad.

—Es lo que debe ser, si no quieres que mañana seamos la irrision de Barcelona.

—Pues yo te digo que todas las irrisiones me importan á mí tres cominos. ¡Pues no faltaba mas!

—Pero la casa tal vez mas rica en metálico, de Barcelona, cuyo gefe es todo un señor baron...

—Esto es verdad, pensaba Nicolás, que ya hemos visto lo sensible que era á la vanidad.

—Es preciso, prosiguió Clara, que te muestres en todo digno de tí y á la altura de tu posicion. Mañana vuelve Litz á Lóndres, visita, como es natural, á ese gran banquero que le lo ha recomendado, y le dice: «el baron de Turella me obsequió la noche que toqué en su casa con este reloj, con esta botonadura,» en fin, con la joya que se le mande.

—Tambien esto es verdad, volvió á pensar Nicolás; pero esta vez, no por vanidad, sino por cálculo.

—Y figúralo tú, prosiguió Clara, lo que gana ó pierde tu nombre hasta en la esfera positiva del negocio, con quedar bien ó mal con Mr. Litz.

Esta razon de Clara convenció por completo á Nicolás.

—En fin, no hay remedio, esclamó; pero no puedo menos de protestar con toda mi alma contra esos usos y costumbres.

—Con que, á ver, Nicolás, ¿cuál de estas, cosas le parece mejor?

—Cualquiera, dijo el baron con áspero acento, pues habia llegado ya el crítico instante.

—Pero míralo otra vez y á ver cuál te parece mas apropósito.

Nicolás volvió á mirar los tres estuches y preguntó:

—¡Cuánto has dicho que valia cada uno?

—Ocho mil los botones para camisa, diez mil la botonadura de chaleco, y doce mil el reloj.

—Lo de mas gusto me parece que son los botones para camisa.

—Sean, pues, los bolones, dijo Clara separando el estuche.

E inmediatamente añadió:

—Ahora te dejo ya libre.

—Voyme pues.

Y Nicolás salió del salon esclamando:

—¡Buen dia! ¡con muchos como el de hoy!...

Clara devolvió con un criado la botonadura y el reloj, diciendo al dueño de la joyería que pasara cuando quisiera á cobrar ocho mil reales de los botones á la caja de Turella.

CAPÍTULO XVII.
El concierto.

QUE naturalmente el salon principal de la casa de Turella el que se dispuso para el concierto.

Ya sabemos que Clara no habia nacido, ni se habia criado en medio de esa sociedad que iba á recibir en su casa, cuyos usos y costumbres tuvo que aprender y adquirir así que su marido subió á la altura en que le encontramos al regresar á Barcelona; pero como el verdadero tono y el buen gusto se adquieren tan fácilmente con el ejemplo, cuando existe en una persona esa flexibilidad de carácter que Clara tenia, unida al instinto de la buena sociedad, la baronesa de Turella dispuso de.. tal modo la fiesta en su casa, que el mas exigente no hubiera echado de menos nada de cuanto pudiera pedirse de su posicion y el título que gozaba.

Eran las diez de la noche y el salon estaba profusamente iluminado.

Inútil es decir que los convidados pertenecian casi todos á la clase del comercio.

Otras familias de la clase media, como la de algun abogado, médico ó propietario, se veian tambien en el salon, pero ni una sola de la antigua aristocracia.

Don Nicolás Turella, baron de nuevo cuño, era mirado con desuden por esta clase que ha comprendido perfectamente la herencia, pero nunca la creacion de un título.

Todas las noblezas nuevas repugnan á la antigua nobleza, pero ninguna tanto como la nacida de las artes ó de la industria.

Esto se comprende fácilmente; para brillar en esas esferas se necesita trabajo y talento, y sabido es que la aristocracia está reñida con uno y otro.

El título de Nicolás, adquirido como ya indicamos, aparecia, sin embargo, como dado á la industria del hombre que de la nada habia sabido levantar tan inmensos capitales.

El salon iba llenándose por momentos.

Para la buena sociedad de Barcelona, era un verdadero acontecimiento el concierto de aquella noche.

La señora de Turella, con la amabilidad y finura que la distinguia, como diria un gacetillero de periódico, hacia los honores de la casa, recibiendo á las señoras á la entrada del salon..

Las señoritas se colocaban indistintamente en las sillas de los lados, y las mamás iban á formar el estado mayor, á un estremo del salon, en donde habia anchos sofás frente al piano, colocado en el centro del estremo opuesto.

Los padres fumaban y hablaban en las antesalas, de negocios y política con el dueño de la casa.

Los jóvenes estaban agolpados á la puerta del salon, separándose de vez en cuando en dos filas para dar paso á las señoras que llegaban, y volviendo seguidamente á agruparse á la puerta, sin atreverse á pasar los mas, por un mal entendido respeto en buena sociedad, y deslizándose uno que otro que, mas despejado ó menos tímido, aprovechaba la buena ocasion que dejaban perderla mayor parte.

La señora de Sans no faltó á la reunion.

Lo primero que preguntó á Clara fué por el caballero Mendoza.

—Hoy ha estado aquí y ha dicho que vendria esta noche.

—Tendremos, el gusto de conocer á ese caballero, esclamó una mamá que habia oido antes hablar de el.

—Es persona muy simpática, dijo la señora de Sans.

Clara no lo dijo, pero pensó lo mismo.

—Por lo que de él se dice, debe serlo, contestó la mamá.

En este momento entró Diego en el salon acompañado de. Nicolás.

La figura de Diego era interesante aquella noche.

Vestia frac de color con botones dorados, completamente abrochado, sin dejar ver mas que dos líneas del chaleco blanco que cruzaban el pecho sobre una corbata de raso negro, sujeta por un precioso alfiler que consistia en una limpia perla de gran tamaño. El pantalon era oscuro, los guantes oscuros tambien, y la elegante severidad del trage armonizaba completamente con aquella fisonomía, que nunca mejor habia retratado el sentimiento de tristeza que al alma dominaba.

Clara, al verle, hizo un movimiento que le costó no poco trabajo dominar.

Sin embargo, repetimos, Clara estaba muy lejos de sospechar lo mas mínimo. Pero es que entredós corazones á tal punto idénticos en la manera de sentir, se establece fácilmente la corriente magnética, que hace vibrar las cuerdas del uno á impulsos del sentimiento del otro.

Clara no se esplicaba, pero sentia, sin comprenderlo, este efecto.

Dando á sus palabras todo el acento de la pura cortesía, ofrecióle un asiento en el sofá, que Diego aceptó inmediatamente.

A éste le pasó lo mismo que á Clara, pero con la diferencia de que el sentimiento en él fué mayor, puesto que sabia lo que ella ni siquiera sospechaba.

Además, Clara estaba aquella noche verdaderamente hermosa.

Llevaba un vestido de moiree azul, un poco descolado, sin otros adornos que un collar de perlas y una flor en la cabeza.

No hay para que decir cómo la miraria el enamorado Diego.

Hombre de sentimiento, y privado tantos años de verla, llegó á olvidarlo lodo, menos el sitio en que se hallaba, y sus ojos la contemplaban embelesados, apenas se lo permitia la distraccion de Clara y de las otras personas que en su círculo se hallaban.

Pero de pronto, á este embeleso sucedió una sensacion totalmente contraria. El rostro de Diego tomó de repente una espresion de profundo enojo, su frente se nubló, y sus labios se comprimieron como para contener la ira del corazon.

Era que un nuevo personaje, que acababa de entrar, se presentó á saludar á la señora de la casa.

Diego reconoció en él al momento al antiguo gefe de policía.

Éste, al ver a Diego, hizo un movimiento, diciéndose á sí mismo:

—¡Está aquí.

Diego no lo notó, pues habia desviado la vista de su rostro en el momento de reconocerle.

El antiguo polizonte saludó á Clara, preguntándole en seguida por el baron.

—Por ahí debe estar, dijo Clara sencillamente.

Diego, que la miraba en aquel momento, notó con indecible satisfaccion que Clara respondió al saludo y á la pregunta del gefe de policía con las palabras precisas y con un tono visiblemente forzado.

El gefe de policía se separó al instante.

Diego preguntó á Clara con toda intencion:

—¿Quién es este caballero?

—Un tal D. Jaime, conocido de mi marido.

El tono despreciativo en cierto modo con que Clara pronunció estas palabras, derramó un bálsamo en el lacerado corazon de Diego.

Éste prosiguió:

—¿Es tambien del comercio?

—Sí, pero le aconsejo á V. no haga negocios con él.

Diego penetraba hasta el fondo del corazon de Clara por medio de sus palabras.

—¿Pues?

—Hoy goza de muy buena posicion, pero ha desempeñado un destino de policía, y se cuentan de él cosas...

—¡Ah! quizá no sea cierto... esclamó Diego, que quiso hablar así para mejor sondear el corazon de Clara.

—¡Ay! ¡demasiado! esclamó ésta con un sentimiento que hizo pensar á Diego:

—¡Lo sabe! ¡y se acuerda todavia!

Diego no quiso proseguir. Era este asunto para él harto comprometido y no estaba muy seguro de sí mismo en semejante conversacion.

El antiguo gefe de policía encontró á Nicolás en una de las antesalas.

Alargóle la mano, apretándosela de un modo particular.

Nicolás se separó al cabo de poco rato del círculo en que estaba, y se metió por un corredor en el interior de la casa.

El D. Jaime, que por este nombre le llamaremos en adelante, le siguió.

Llegaron á un apartado gabinete; Nicolás abrió la puerta, que cerró por dentro así que hubo entrado aquel, y los dos quedaron solos en la pequeña pieza.

—¿Qué? ¿trae V. algo? preguntó Nicolás.

—Sí, respondió D. Jaime, metiendo la mano en el bolsillo interior de la levita, y sacando un largo bolso de punto de seda.

—¿Y cuánto, cuánto hay? preguntó codiciosamente Nicolás, sacando él mismo monedas de oro de á cinco duros que contenia el bolso.

—Ciento.

—Pocas son.

—No han podido hacerse mas hoy.

—Es que mañana despacharia yo aunque fuesen dos mil.

—Mañana por la mañana habrá mas, porque se trabajará toda la noche.

—Vamos á ver, vamos á ver, esclamó Nicolás, siempre con voz baja, contando las monedas sobre el tapete de la mesa.

—Están las cien justas.

—Sí, no ven la y seis, y cuatro, justo. Y estas ya están casi idénticas, dijo examinando una á la luz de la bujía, y comparándola con otra que sacó del bolsillo.

—¿Cómo casi? exactísimas, añadió el Jaime, como que os el cuño nuevo y de lo mejor que se ha hecho.

—¿Y el peso?

—Exacto tambien. Pruébelo V.

Nicolás sacó un peso de oro y efectuó la operacion.

Mientras tanto seguia preguntando siempre en voz baja:

—¿Y estas tienen el ochenta y cinco de oro?

—Ya lo creo, sin fallar un quilate.

—Bravo, dijo Nicolás. En bueno ley no habia de perseguirse esto.

—Como que no se defrauda nada al público.

—Claro que no; son monedas de ley!o mismo que las del gobierno, solo que no salen de su fábrica, y lo que él habia de ganar, que es el quince por ciento, lo ganamos nosotros.

—Eso es.

—Con que esto son quinientos duros, y desquitado el quince por ciento, son cuatrocientos veinticinco lo que tengo que dar á V.

—Eso es.

—Ahí van dos billetes de á cuatro mil reales, y uno de quinientos.

—En paz por hoy.

—Hasta mañana, y no olvide V. el traerme cuanto haya hecho.

—A primera hora estoy aquí. Con que, señor baron, hasta mañana.

—Pues qué, ¿se vá V. ya?

—Sí.

—¿No quiere V. oir á ese gran músico?

—Dispense V., pero tengo otra música mas importante esta noche.

Nicolás se sonrió maliciosamente.

El Jaime salió, y sin entrar á despedirse al salon, tomó inmediatamente la escalera.

Dejemos, que ya le encontraremos luego, al antiguo gefe de policía, y quedémonos por ahora en el concierto que vá á empezar.

Nicolás depositó las cien monedas en un cajon, y esclamó:

—Si mañana me trae quinientos mas, habré ganado tres mil reales en un momento. ¡Ah! ¡es un magnifico negocio! gracias á él, ha llegado uno... Si la gente supiera en medio de todo ¡Qué mundo!.

Y esto diciéndose á si mismo, con aquella maliciosa socarronería que ya le conocemos, salió del gabinete para volver á la reunion.

Guando Nicolás volvió, entraba el famoso Litz.

Algunos aficionados y profesores de música, que al concierto habian acudido, y otros pollos entremetidos, que no quisieron desperdiciar la ocasion de hablar con el célebre pianista, para luego referir mil conversaciones, tenidas y no tenidas, en el casino ó en el calé, le rodearon al momento.

Los señores comerciantes, salvo algunas escepciones, se contentaron con volver la cabeza para verle la cara.

Al fin, Litz distaba mucho de ser un millonario.

En los jóvenes que estaban á la puerta del salon, se levantó al instante ese murmullo que se levanta entre mucha gente cuando todos pronuncian un nombre.

Una voz dijo: ¡Litz! y cien voces á la vez esclamaron: ¡Litz! ¡Litz!

Esta esclamacion comunicóse como una chispa eléctrica al salon, y pocos labios dejaron de esclamar ¡Litz!

Las miradas de todos se fijaron al instante en un solo punió: en la puerta.

—¡Ya está aquí! ¡ese es! sonó otra esclamacion general, produciendo el mismo murmullo, cuando el célebre artista se presentó en el salon.

La figura de Litz tenia cierta estravagancia en el vestido, bija del descuido de la mente, que, ocupada en grandes pensamientos, de se fija en semejantes pequeñeces.

—¡Huy! ¡qué facha! esclamaba una señorita que tenia amores con un jóven tan hermoso como tonto.

—¡Qué feo es! añadian muchas á un tiempo.

La del talento es una belleza particular, que no es dado á todos conocer.

El artista fué presentado por Nicolás á la señora baronesa, que le recibió con grande amabilidad, supliendo con muchas frases lisonjeras, la falta de su marido en este punto, y Litz tomó asiento por un instante á su lado.

—¡Toma, ahora se sienta! esclamó la señorita que le encontró feo.

—¡Despues de hacerse aguardar tanto! dijo otra.

—¡Ay! añadió una tercera, no he visto gente que mas importancia se dé que estos artistas. Lo mismo sucede con el que vá á tocar en el Pireo todos los jueves. Siempre pasa una hora hablando, antes de tocar, con éste y con el otro.

La impaciencia de estas señoritas duró, sin embargo, muy poco, porque Litz se levantó luego y se puso al piano.

Las miradas de todos estaban fijas en él.

Presto resonaron en el salon los acordes sones que brotaron del magnífico instrumento, traduciendo la sublime inspiracion del artista.

Lo primero que tuvo fué una fantasía sobre motivos de la Norma.

El sentimiento del amor, espresado como nunca, brotaba á raudales, iluminando la frente del artista, que parecia rodeado de una fúlgida aureola, retratándose en su rostro las rápidas y sublimes transiciones de la pasion á medida que la traducian las notas de la música.

La indignacion de Norma herida por los celos, la confusion de Polion, y el amor puro y casto de la cándida Adalgisa, todo á un tiempo, sin confundirse, ni oscurecer una pasion á otra, se sentia indistintamente, ora oprimiendo, ora arrebatando al corazon, pendiente de las notas del piano.

No podia Litz haber elegido una pieza mas apropósito.

La Norma era una de las óperas mas conocidas en Barcelona, y la reunion podia juzgar perfectamente.

Todos oian con atencion marcada, todos se estremecian, todos gozaban.

Nadie, sin embargo, como Clara y Diego.

Éste volvia de vez en cuando la vista para mirar á su rostro las miradas se encontraron alguna vez... Clara se ruborizó, y Diego desvió los ojos confusos para no volver á mirarla mas.

Litz concluyó su fantasía.

Un aplauso general resonó en el salon.

Los músicos y aficionados fueron á estrechar la mano del grande artista.

Alguna señorita se quedó tan fria como la nieve.

La fantasía le habia gustado sin embargo; ¡pero Litz era tan feo!...

Clara no osaba volver á mirar á Diego.

Éste, por su parte, no sabia qué decirla.

Afortunadamente estaba entre ellos la señora de Sans.

—¿Qué le ha parecido á. V.? porque le he visto con mucha atencion, preguntó á Diego.

—Ese hombre me ha hecho retroceder hoy diez años de mi vida.

Clara oyó esta respuesta, comprendiendo lo que no entendió seguramente la señora de Sans.

—No hay nada como la música que tan bien traiga ciertos recuerdos, añadió Diego.

—Efectivamente, dijo Clara entonces.

Diego conoció bien el móvil de esta espresion.

Clara, sin embargo, estaba muy lejos de presumir que á tal punto penetrase el señor de Mendoza en el sentido de la palabra que habia pronunciado.

Litz se dispuso á tocar otra pieza.

A los primeros preludios, sucedió un silencio general en el salon.

Era una tempestad.

Como el acento de la pasion en la primera pieza, brotaba del piano en la segunda el rugido de los encontrados elementos; la frente del artista se nublaba y oscurecia, como el cielo bajo el cual se hallaba su inspirada mente, y entre el confuso rumor de las olas alborotadas se dejaban sentir los ayes del náufrago, la triste melodia de la plegaria del marino, el cañonazo de socorro, la voz del trueno, el grito de desesperacion, todos los horrores, en fin, del naufragio en medio de la tormenta.

¡Diego se hallaba otra vez en la cubierta de la Perla!

Aquí su serenidad le abandonó.

Conmovido su espíritu, arrebatada la mente con el vivo recuerdo de aquel horrible cuadro, el corazon dominando á la cabeza, miró á Clara y esclamó:

—¡Ah! ¡es un naufragio!

Clara volvió á él los ojos, y su alma se espantó al ver en el rostro de Diego retratada la tormenta que en el salon resonaba.

—¡Oye V. el ruido del trueno! ¡el rugir de las olas! la plegaria del náufrago al cielo, que responde con rayos á sus gemidos!... ¡ese es el cañonazo de socorro!... ¡figura un buque de guerra que se pierde!...

Clara le miraba absorta, ¡viendo con los ojos del alma otro naufragio que ella sabia, y habia visto muchas veces en su imaginacion!...

La tormenta calmó. A los arrebatados sones de la música, sucedieron otros mas dulces y apacibles.

Diego prosiguió:

—¡La tempestad ha calmado! ¡la mar se presenta tranquila y sosegada; pero el buque no se ve ya en la superficie del mar!...

—¡Ah! esclamó Clara sin poderse contener.

Su esclamacion no fué notada de nadie, á escepcion de Diego.

La confundió el aplauso general que estalló otra vez en el salon.

Litz habia concluido.

Diego entonces volvió en sí; esclamando en su interior:

—¡Qué he hecho! ¡torpe de mí!

—¡Pero qué me ha pasado, Dios mio! se dijo Clara al mismo tiempo.

Y dominándose por completo, dijo á Diego con una serenidad bastante forzada:

—¡Qué efecto lo ha hecho á V. esta pieza!

—Es cuestion de temperamento, señora; ya dije á V. que mi carácter era bastante original.

Era llegado el momento del bufet, y Clara, no podia faltar á los deberes que tenia como señora de la casa, con todos los convidados.

Esto vino de molde á Diego y á Clara á la vez.

Esta, sin saber por qué, se encontraba impaciente y violenta delante de Diego, por el cual sentia, no obstante, marcada y viva simpatía; aquel, por su parte, necesitaba mayor libertad para espaciar su corazon afectado con tantas y tan fuertes impresiones.

—Señora, con su permiso, yo me retiro ya.

—¡Tan pronto! esclamó Clara.

Ella queria salir del lado de Diego; pero no que éste saliera tan pronto de su casa.

—Me duele dejar tan amable compañía; pero me es forzoso.

—¡Ah! en ese caso, no quiero obligarle, aunque lo siento.

añadió Clara con suma finura.

Diego se despidió muy cortés, aunque afectando la mayor indiferencia.

Saludó al baron y salió.

CAPÍTULO XVIII
Los monederos falsos.

NOS es forzoso dejar á Diego un momento, pues ofrecimos en el capítulo anterior que encontraríamos al antiguo gefe de policía, y es distinto del de aquel el camino que éste tomó al salir de la casa del baron de Turella.

Bajó la escalera con bastante precipitacion., y aceleró mas el paso todavia cuando estuvo en la calle.

La casa de Turella so hallaba en la parte antigua de la ciudad, y D. Jaime, esto es, el antiguo comisario, tenia que atravesarla toda para ir á una de las últimas calles de la parte nueva, es decir, de los arrabales.

Pasó la Rambla, y tomando la del Conde del Asalto, fué á parar á una de las cercanas á la muralla.

No recordamos, á bien que tampoco es esto de importancia para nuestro asunto, el nombre de la calle en donde se detuvo D. Jaime. Baste saber que era bastante sucia, alumbrada todavia por faroles de luz de aceite, y desierta totalmente, pues era muy avanzada la hora de la noche.

Don Jaime paróse en la esquina, y se puso á mirar atentamente la calle, antes de entrar en ella, aguzado el oido al propio tiempo.

No vió ni oyó nada.

Aguardó, sin embargo, unos momentos.

Al cabo de un ralo sonó, algo lejana y á su espalda, la voz del sereno que cantaba las dos y nublado.

—¡Bien! so dijo entonces, el sereno está algo apartado todavia.

Y penetró en la calle casi de puntillas, para producir el menor ruido posible con las pisadas.

Detúvose á las seis puertas, púsose sobre el umbral de una casa, y dió tres golpecitos con los nudillos de la mano.

Al cabo de pocos instantes sonó un arañazo en la parte interior de la puerta.

Don Jaime, que tenia el oido pegado al agujero de la cerradura, contestó en seguida con otro arañazo en la misma puerta, y dijo aplicando los labios al agujero donde antes tenia el oido:

—¡Don Jaime!

La puerta, sin ninguna clase de raido, se abrió entonces; pero lo suficiente no mas para dar paso al hombre que habia de entrar.

Tras éste cerróse luego tambien sin el menor ruido.

Habíala abierto un hombre solo, que recibió á D. Jaime sin luz, conduciéndolo de la mano á una pieza alumbrada por una vela.

Un silencio sepulcral reinaba en aquella casa misteriosa.

Desde la pieza, sin embargo, en donde entró D. Jaime con su guia, se dejaban oir á intervalos, unos golpes hondos y como lejanos, parecidos á la detonacion que produciria, oido desde tierra, un cañonazo disparado muchas millas dentro del mar.

—¿Qué hay de nuevo, D. Jaime? preguntó á éste el hombre de la casa, así que estuvieron ambos dentro de la pieza.

—Dos cosas, Roberto, respondió el antiguo gefe de policía.

Nuestros lectores conocen un Roberto, Es pues el que encontramos ahora.

—Diga V., D. Jaime.

—En primer lugar se necesitan lo menos doscientas piezas de esas mismas de á cinco para mañana.

—Mucho es, pero veremos si se hacen.

—Es preciso.

—Se trabajará hasta que esté la cantidad.

—Es que te faltará, un hombre.

—¿Qué me faltará un hombre? preguntó Roberto, que no comprendió el sentido de la frase de D. Jaime.

Éste prosiguió:

—¿No dijiste que era uno de esos muchachos el encargado de aquel negocio?...

—Sí.

—Pues es preciso que salga esta noche.

—¿Esta noche?

—Sí, porque creo que habrá una magnífica ocasion.

—Esplíquese V.

—¿Sabes que esta noche hay un concierto en casa del baron de Turella?

—Ya lo sabia, esclamó Roberto, contraidos los labios por la ira—Yo salgo ahora de allí.

—¿Y bien?

—Aquel hombre está en el concierto.

¡Ah! ¡comprendo!

—Ya ves que la ocasion.

—¿Y eso se acabará tarde? preguntó en seguida Roberto.

—¡A hora en que nadie vá por las calles!... respondió el antiguo gefe de policía.

—Ciertamente es buena ocasion.

—Él es probable que salga solo.

—Y aunque salga acompañado, añadió Roberto, en un punto ú otro ha de separarse de la compañía para ir á su casa.

—Eso es. ¿Es uno solo el encargado del negocio? preguntó el antiguo gefe de policía.

—Uno solo y basta, respondió Roberto con horrible confianza.

—¿Lo conoce ya?

—Sí.

—Ea pues, aprovechar la coyuntura.

—Pero se me ocurre ahora, observó Roberto, lo que V. ha dicho hace un instante, y es que si me falta un hombre, no tendré para mañana esa cantidad que V. pide.

—Es cierto, poro importa mas esto que aquello, pues será difícil hallar mejor ocasion.

—Ya lo veo.

—Además, que por esta noche, ¡qué diablos! cuando el negocio vá bien te pones tú á la máquina y suples su falta.

—Así habrá que hacerlo.

—¿Con que entendidos?

—Entendidos, contestó Roberto.

Don Jaime salió de la pieza, Roberto guióle de la mano como hizo á la entrada, abrió la puerta de la calle con aquel mismo cuidado, aquel salió, y este último cerró la puerta con las mismas precauciones de antes.

Roberto se dirigió al fondo de la casa, que era sumamente honda. La parte posterior comunicaba á un gran jardín.

Cualquiera que le hubiese acompañado, hubiera oido, conforme hubiese andado, mas distinto el ruido que dijimos se parecia á la muy lejana detonacion de un cañonazo.

En el fondo de la casa habia una gran cuadra.

Roberto abrió la puerta.

En medio de la cuadra se hallaba una máquina de fabricar moneda falsa.

El producto de aquella máquina, sacada exactamente con el dibujo de una de las del gobierno, era igual á las monedas legítimas.

Dos hombres en mangas de camisa daban el empaje á los pesados brazos del aparato, comunicando con este movimiento la fuerza necesaria al hierro vertical, en cuyo estremo inferior estaba el cuño que imprimia la marca de la moneda á la plancha.

Otro hombre iba recogiendo las monedas conforme las dejaba la máquina acuñadas.

Esta se habia colocado sobre varias capas de lela que sofocaban el ruido del golpe, y lié aquí como este se oia tan hondo, que nadie, aun hallándose dentro de la casa, hubiera sospechado la causa tan cercana.

—Juan, dijo Roberto á uno de los hombres que se hallaban en mangas de camisa.

—¿Qué manda V.?

—Es preciso que dejes eso.

—Ya está dejado, respondió Juan abandonando el brazo de la máquina.

—Vístete, pues, enseguida.

Juan salió con Roberto: fueron ambos á la pieza que ya conocemos, el primero se vistió, y despues de referirle el segundo las palabras que antes oimos al antiguo gefe de policía, respecto de una persona que se hallaba en el concierto del baron de Turella, dijo:

—Allá voy, pues.

Y tomando la última prenda de ropa, que era una capa, se dispuso á salir.

—Buena suerte, le dijo Roberto despidiéndole.

Y acompañóle hasta la puerta de la casa, volviéndose luego á la cuadra á tomar parte en la faena que hemos presenciado.

Una vez en la calle, Juan embozóse en su capa y se dirigió á paso redoblado á la Gasa del baron de Turella.

En el camino encontró todavia á D. Jaime, que no iba tan de prisa, y volvia al concierto.

Juan le conoció.

Don Jaime oyó pasos á su espalda, volvió la cabeza y conoció tambien á Juan.

Ni uno ni otro se dirigieron, sin embargo, una palabra.

Ambos se conocian, como hemos dicho, pero de nombre y de vista, nada mas.

En cuanto al trato, habia demasiada distancia de uno á otro.

Juan estaba en las ultimas capas, y D. Jaime rozaba con las primeras de la sociedad.

La mancomunidad, sin embargo, entre ambos habia existido mas de una vez y en mas de un asunto.

En distintas ocasiones les habian unido y les unian entonces los mismos intereses; pero el eslabon de la cadena estaba en una persona, intermediaria siempre en todo, que se hallaba no tan baja como Juan, ni tan alta como D. Jaime.

Esta persona era Roberto.

Hé aquí porque cada cual_(a)hizo como si al otro no hubiese visto.

Juan adelantóse á D. Jaime, y por consiguiente, llegó antes que éste á la casa de Turella.

Escogió un sitio delante de la puerta que, como es de suponer, estaba abierta é iluminada por un gran farol que colgaba en el centro del patio, y allí se paró, colocándose de manera que le fuera posible ver, sin ser visto por los que saliesen de la casa, los cuales, por otra parte, poco ó ningun interés habian de tener en ir á mirar quién pudiese haber en la calle.

Al cabo de bastante rato llegó D. Jaime.

Éste tendió una mirada escrutadora á la calle, y vió en seguida el bulto de Juan.

Inútil es decir que le reconoció al momento.

Juan, por su parte, le vió tambien y le conoció asimismo.

Don Jaime entró en el portal, al tiempo que Diego bajaba la escalera.

Al verle aquel, le saludó casi gritando:

—¡Beso á V. la mano, caballero Mendoza!

Estas palabras del antiguo gefe de policía, pronunciadas, como decimos, con tono bastante fuerte, se oyeron en la calle.

Juan hizo un movimiento al oirias.

Diego, que no trataba ni conocia al tal D. Jaime, sino por lo que saben ya nuestros lectores, se paró estupefacto ante un saludo que no esperaba por parte de semejante persona, y mucho menos con el tono descompuesto de sus palabras.

Así le contestó en voz tan baja como fué alto el tono de aquel:

—Beso á V. la suya.

—¿Se retira V. ya? le preguntó seguidamente D. Jaime.

—Si, le respondió Diego con cierto desden, estrañando semejante solicitud en aquel hombre.

—¿Y sale V. solo?

Diego iba á dejarle ya sin responderle, pues le incomodaba aun la pregunta de una persona á la cual aborrecia con el alma.

—¿Y qué tiene de estraño? le dijo no obstante.

—En Barcelona, nada ciertamente. Es lo bueno que tiene, ser el pais mas sosegado del mundo; cualquiera puede ir y á cualquier hora de la noche sin ningun recelo.

—Beso á V. la mano, dijo Diego al fin, dejando tanta impertinencia.

—¡Buenas noches, caballero Mendoza! volvió á esclamar en alta voz el antiguo gefe de policía.

Y se dirigió á la escalera, mientras Diego salia del portal.

Al pié de la escalera, D. Jaime se paró, volviendo la vista á la calle.

—¡Vaya un interés asqueroso de hombre! esclamó Diego en su interior.

Al poner éste el pié en la calle, una sombra se desprendió de la pared de enfrente.

Diego lo notó.

Don Jaime, con aquellos ojos tan pequeños como perspicaces, lo vió tambien desde su sitio.

—¡Bueno! se dijo.

Y subió ya sin detenerse.

A los pocos pasos que anduvo Diego, volvió la vista atrás, y tendió una mirada á su alrededor, pero vió la calle completamente desierta.

Metió ambas manos en los bolsillos del ancho gaban, que se puso sobre el frac al salir de la casa de Turella, y siguió ¿paso regular el camino de su casa.

La sombra que habia visto al salir él á la calle, ocupó brevísimos momentos su imaginacion.

Otras mas dulces imágenes se ofrecieron á su mente, sedienta de esparcirse en el bellísimo campo de sus ilusiones por tanto tiempo sofocadas.

Clara se le habia presentado aquella noche hermosa como nunca.

Era, es cierto, la esposa de Nicolás; pero, por otra parte, Diego habia leido en su rostro la huella de recuerdos de otro tiempo, que no habian borrado ni los años, ni el nuevo y brillante estado de fortuna en que la encontraba.

—Nicolás ha obtenido su mano, se decia, no alcanzo cómo eso haya podido suceder; pero sé de cierto que nunca ha poseido su corazon.

Diego lo creia así firmemente, porque tenia necesidad de creerlo, y con esta creencia absolvia á Clara, porque tenia tambien necesidad de absolverla.

El quitar á Clara la culpa de su enlace con Nicolás, era quitarse á sí mismo el mas grave peso que oprimia su corazon enamorado.

El amor necesita creer y creer aquello que le halaga, inclinándose por esta misma razon á pensar en lo que le es favorable, al paso que rechaza naturalmente todo lo que es contrario.

Además de esto, que es la ley general en todos los amantes que en análogas situaciones á la de Diego pueden encontrarse, éste tenia motivos mas que suficientes para alimentar las hermosas ilusiones que habian nacido durante el concierto, al observar como brotaron en la mente de Clara recuerdos que él creia tal vez muertos para siempre!

Y no era que Diego abrigase la menor pretension respecto de la señora que se llamaba entonces la baronesa de Turella; era él demasiado noble, y su amor harto puro para alimentar bastardas pasiones; pero, amando como él habia amado y amaba todavia, no podia resignarse al completo olvido de su cariño por parte de la muger que tantas pruebas le diera en otro tiempo.

Diego salió, pues, casi feliz, en lo que cabia en su triste desconsuelo, de la casa de Clara.

Envuelto, digámoslo así, en la nube de sus ilusiones, seguia el camino maquinalmente, muy lejos su pensamiento del sitio por donde pasaba.

Al doblar la esquina de la calle de Moneada, para entrar en la de la Princesa, vió de repente como un hombre se le echó encima, diciéndole con ronca voz:

—¡Alto!

Y levantando la mano armada de un puñal que iba á hundirle en el pecho.

Diego sobresaltóse como no podia menos, pero con un movimiento tan rápido como lo crítico de la situacion exigia, sacó la mano del bolsillo del gaban, empuñando una pistola, cuya boca rozó casi con la frente del asesino, diciéndole:

—¡Infame!

El asesino se quedó inmóvil.

Ambos permanecieron parados y en silencio un brevísimo instante.

El asesino dijo en seguida bajando el puñal:

—Perdon, caballero, no era á V. ... me habia equivocado.

—¡Es Juan! pensó Diego reconociéndole.

Juan hizo el ademan de marcharse.

[]

—¡Como te muevas, te salta la tapa de los sesos! esclamó Diego sin quitarle la pistola de la cabeza.

¡Señor!...

—¡Silencio! tira ese puñal.

Juan obedeció.

Diego sacó la otra mano del bolsillo con la doble llave de su casa.

—Toma esta llave.

Juan alargó la mano tímidamente, tomándola sin decir palabra.

—Ahora echa á andar por la izquierda, delante de mí.

—Señor.

Como te separes mas de tres pasos, te salto la tapa de los sesos.

Juan empezó á andar temblando delante de Diego.

Al llegar á la casa número 36, éste le dijo:

—Para ahí.

Juan obedeció, mirando receloso al rostro de Diego.

Éste seguia con la pistola apuntada á la cabeza de aquel—Abre esa puerta.

Juan abrió con mano temblorosa.

—¡Entra!

—Pero señor, ¿á dónde me lleva V.?...

—¡Silencio, y obedece! respondió Diego con una voz que acabó de estremecer á Juan.

Al abrirse la puerta, el patio de la casa se iluminó de repente. Era que Daniel habia salido con una luz á recibir á su amo.

—¡Daniel!

—Señor.

—Deja la luz y retírate.

Y Diego indicó á Juan que subiese la escalera despues de haberle mandado cerrar la puerta de la calle.

El asesino sabia temblándole las piernas.

El crímen es de suyo cobarde.

—Coge esa luz y entra, le mandó Diego cuando llegaron á la puerta de la habitacion.

Diego entró seguidamente cerrando la puerta tras sí.

CAPÍTULO XIX.
Interrogatorio.

POR mucho que insistamos en el miedo que tenia Juan, no alcanzaremos á traducirlo completamente con palabras.

Sobre todo, al verse dentro de la habitacion, prisionero de aquel hombre, que en el tono imperioso y seco con que hablaba dejaba conocer la fuerza y el temple de su carácter, le asaltaron mil pensamientos á cual mas horribles acerca del castigo que le aguardaba.

Atravesaron el salon, y entrando en el gabinete de Diego, éste le dijo:

—Deja la luz sobre ese velador, y siéntate en esa silla.

Juan obedeció tomando una que habia á dos pasos del indicado mueble, sentándose casi en ella.

Decimos casi, porque Juan no se sentó. La ropa apenas tocaba al damasco del asiento, teniéndole el miedo como suspendido de un hilo.

Diego sentóse á su frente y junto al velador, dejando sobre él y cerca de sí la pistola amartillada.

—¿Con que tú querias asesinarme?...

—Ya le he dicho que no era á V., señor... respondió Juan con entrecortado acento.

—¡No mientas!

—Puedo jurar.

—¡Silencio! esclamó Diego dejando caer el puño sobre el velador, y clavando su aterradora mirada en el rostro de Juan.

Éste se estremeció.

Diego se puso sereno de repente y continuó con fria calma:

—La sola tentativa de tu crímen merece la muerte, y yo soy aquí dueño completamente de tu vida.

Juan palideció.

—Puedes librarte, sin embargo, de esta pena...

Juan respiró con estas palabras, apresurándose á decir:

—Hable V., señor.

—Es muy sencillo: diciéndome la verdad de cuanto te pregunte.

—¡Oh! ¡Diga V.!..

—Debo antes advertirte que será inútil el que quieras mentirme, porque yo sé ya todo cuanto voy á preguntarte, y en prueba de ello te diré que me aguardabas á la salida de casa Turella.

—Es verdad, señor dijo Juan confundido.

—Pues bien, así sé todo lo demás; y si te lo pregunto, no es por saberlo, sino por el capricho de oirlo de tus labios. En ellos está tu vida ó tu muerte, y cuenta que cumpliré la sentencia que tú mismo vas á imponerte con tu verdad ó tu mentira.

Estas últimas palabras las acompañó Diego con aquella mirada aterradora que poco antes heló la sangre de Juan.

El acento de aquel convenció á éste, por otra parte, de que le cumpliria lo prometido.

—Con que empecemos. En primer lugar, ¿cuánto iban á darte por asesinarme?.

La forma de esta pregunta dió naturalmente á entender á Juan, que Diego sabia como aquel no iba á asesinarle por él, sino por encargo de tercera persona.

—Tres... mil reales... respondió el asesino balbuciente.

—¡Claro y sin tartamudeos! ¿Conque tres mil reales?...

—Sí, señor.

—¿Y este es el precio de la vida de un hombre? ¡Imbécil! Diego sacó una cartera del bolsillo y esclamó:

—Toma seis mil.

Juan clavó la vista asombrada en el rostro de Diego, bajándola luego á tres billetes de á dos mil reales que aquel echó sobre el velador.

—¡Toma eso!

—Señor.

—Yo te lo mando.

Juan alargó la mano y tomó los billetes.

—Ese es el precio de la primera verdad.

—Señor, esclamó Juan entonces, arrastrado por la accion de Diego; juro decir á V.

—¡No jures! interrumpió Diego, pues ni yo lo necesito para sabor si mientes ó no, ni el hombre debe jurar jamás.

Juan ya no temia, ya no recelaba; pero se sentia confundido ante la superioridad del hombre que le hablaba.

Diego prosiguió:

—¿Quién te ha mandado asesinarme?

—Don Roberto.

—Y á éste ¿quién se lo ha encargado?

—No lo sé fijamente, pero creo que será D. Jaime Fernandez..—¿Y quién es ese D. Jaime Fernandez?

—Ha sido gefe de policía.

—¡Ah! esclamó Diego en su interior, yo le encontré ayer cuando salia él de la casa de Blanco y esta noche le he visto en la de Nicolás, de donde ha salido tambien al verme.

Diego se remontó al verdadero origen de la trama.

—¿Y tu sirves á D. Roberto?

—Sí, señor, respondió Juan, bajando la cabe?a como avergonzado.

—¿Para negocios de este género?..

—De este género, es el primero en que me habia metido.

—¿No tienes tú otro oficio en que ganarte mas honradamente la vida?

Diego hizo esta pregunta con toda intencion.

—No tengo oficio, señor.

Diego cogió la pistola y esclamó:

—¡Juan Delmas! ¡prepárate á morir!

—Señor, balbuceó Juan espeluznado el cabello, levantando las manos y cayendo de rodillas.

—¡Has dicho una mentira! prosiguió Diego desplegando toda la influencia que la situacion lo proporcionaba para apoderarse por completo del ánimo de Juan, que al oirse llamar por su nombre y de boca de una persona que sabia era estranjera, se sentia confundido y lleno de cierto terror supersticioso.

—Perdon, señor, he dicho que no tenia oficio, porque apenas me acordaria del mío.

—¿Tan pronto se olvida el modo de curtir pieles?

Ya ha visto antes el lector que Diego conocia á Juan.

Este acabó de sobrecogerse al oirse adivinar su oficio, y volvió á mirar espantado a la cara de Diego.

Este prosiguió:

—Has dicho ya dos mentiras, y contra toda mi costumbre te perdono todavia porque comprendo que estarás algo turbado.

—Lo confieso, señor, esclamó Juan sin moverse del suelo y abriendo un poco los brazos.

—Pero ten cuenta con la tercera... porque de esa no pasamos ya. Siéntate.

Juan respiró.

Diego volvió á dejar la pistola y continuó:

—¿Con que decias que no te habias ocupado sino hasta hoy del asunto de asesinar?...

Juan puso la mano sobre su corazon y fué á responder.

—No respondas, que ya lo sé.

Diego conoció en el estado en que Juan se hallaba, que iba á decirle que no, y que esto era la verdad.

—¿Pues en qué te emplea tu amo?

—En hacer moneda falsa.

—Oficio mas lucrativo es que el de curtir pieles.

En seguida pensó Diego en las monedas que habian servido para acriminar á la pobre Amalia, y vió claramente la infamia, recordando las señas que le diera Margarita acerca del criado de don Roberto que habia ido con el pretesto de la sortija á su casa, cuyas señas convenian perfectamente á Juan, á quien Diego encontró en la calle de Robador el dia y á la hora en que se efectuó aquella felonía Diego no quiso desaprovechar esta otra ocasion para acabarse de apoderar del ánimo de Juan, y continuó:

—¿Y qué te ha dado tu amo por servirle con la infamia de ir á meter unas cuantas monedas de esas en la casa de una familia honrada, para perder luego á una jóven virtuosa?

Juan no sabia si era un hombre ó el diablo quien así le hablaba.

—¡Responde!

—Nada, señor, esclamó Juan temblándole las carnes.

—Y vamos á ver: ¿en tanto tiempo que sirves á semejante dueño, qué es lo que tienes? ¿cuánta es tu fortuna de hoy?

—Ninguna.

—¿De suerte que trabajas para él?

—¡Ah! eso sí que es verdad; él es rico, y nosotros esclamó Juan, no tenemos nada.

—¿Y tú dejarias de servirle?

—He dejado de servirle ya.

—¡Cómo!

—Desde esta noche, señor. Lo que ahora me pasa ¡ah! ¡yo no sé qué es lo que siento!... pero sé que no volveré á verle, y mañana salgo de Barcelona.

—¿Por qué?

—Porque si me quedo aquí y me aparto de ellos, me asesinarán cualquier dia.

—No temas, yo puedo mas que ellos.

—¡Es que pueden delatarme á la justicia!...

—Yo te libraré.

—¡Pero, señor!... esclamó entonces Juan con acento casi enternecido, yo que poco hace iban... á...

—¿Y qué importa, si te arrepientes de ello?

—¡Ah! ¡y con toda mi alma, señor!

—Tú has sido antes honrado; pues bien, ¿quieres volver á serlo?—Sí, señor.

—Todavia puedo prometerte un porvenir.

—¡Oh! mande V.

—Es preciso que te pongas enteramente á mi disposicion.

—Con alma y vida.

—Ya has tenido ocasion de conocer mi carácter. Yo puedo salvarte siempre, y de todo; pero puedo tambien perderte siempre que yo quiera.

—Lo creo, señor.

—Pues bien, ¿te avienes á servirme?

—Ya lo he dicho.

—A mi lado tu salvacion, al lado de esa gente, tu ruina tarde ó temprano.

—Elijo lo primero.

—¿Adonde debias ir despues de asesinarme?...

—Señor.

El rostro de Juan se ruborizó á la palabra asesinarme.

—¿Que tienes?

—Esa palabra, despues de tanta generosidad, me hace un daño inmenso.

—Es esta la última vez que te lo digo.

—Debia ir á encontrar á D. Roberto en la casa de la moneda y darle cuenta del resultado.

—Pues, vuelves allá, y dices que has tenido que escapar ante la boca de mi pistola.

—Está bien. ¿Qué mas, señor?...

—Nada mas por hoy. Fuera de aquí, no has de acordarte sino de las horas y del sitio á donde has de ir á verme, y de lo que yo especialmente te encargue. ¿Me entiendes bien?

—Perfectamente, señor.

—Por lo demás, sigue con ello, como hasta aquí.

—Trabajo me vá á costar.

—Es preciso.

—Seguiré.

—Estás despachado por hoy. Mañana ven á recibir órdenes.

—¿A qué hora?

—A cualquiera. Si yo no estoy en casa, mi criado te la dará.

—Está bien, señor.

Diego dió un pequeño silbido.

Daniel se presentó á la puerta del gabinete.

—Acompaña á este hombre á la calle.

Juan saludó y salió.

Diego so, quedó sentado en la silla en donde estaba.

Lo que pasó á Juan, no es ciertamente para contado.

Nosotros hemos referido con pálidos colores la materialidad de la estraña escena que tuvo lugar entre él y Diego, pero no alcanzaríamos nunca á pintar lo que pasó en el interior de aquel hombre á quien Diego habia conocido honrado y laborioso, y que, puesto entonces en el sendero del crímen y la maldad, tropezaba con un hombre que, cual ángel bajado del cielo, le habia despertado sentimientos ya muertos en su corazon, abriéndole la puerta del bien, que él creia cerrada para siempre.

Aquí tenemos la esplicacion del por qué Diego se fió tan pronto de un hombre encenagado en el crímen, hasta el punto de asesinar á sangre fria y por dinero á otro hombre que no conocia.

Diego con su mirada perspicaz, descubrió en el corazon de Juan la primera señal del arrepentimiento, y trató de salvarle, ganándole á la vez completamente, para otros fines que veremos mas adelante.

Con la emocion que senda, y el paso precipitado que llevó durante el camino, Juan llegó á la presencia de Roberto, desencajado el rostro, y sin color en los labios.

—¿Qué tienes? ¡que ha pasado! le preguntó instantáneamente Roberto.

—Que he sido un animal, respondió Juan, respirando con fatiga.

—¡Ya me lo temia yo! pero esplícate, esclamó Roberto impaciente y con tono acre.

—Que ese hombre iba prevenido.

—¿Y habrás sido tan bruto, que le has acometido cara á cara?—Sí.

—¡Habrá torpeza!...

—Y por poco no me salta la tapa de los sesos.

—¡Ojalá lo hubiera hecho! respondió Roberto. ¿Dónde se ha visto acometer á un hombre frente á frente?

—Pero al fin me escapé.

—Pero ¿cómo no advertiste?... ¡Ah! ¡pues no perdemos mas que tres mil duros en el negocio!...

Juan pensó en seguida en los tres mil reales que se le habian ofrecido.

Inútil es decir si compararia al momento entre la persona con quien acababa de hablar y la que oia despues.

Juan odiaba ya á Roberto.

Es difícil que se engendre el cariño cuando es el crímen el lazo que une á dos personas, pero es muy fácil y sucede generalmente entre criminales, que por cualquier motivo, á veces el mas pequeño, se despierte un odio mortal y profundo, que nada logra estinguir.

—¡Y lo peor es que ahora, advertido ya, échale un galgo!

—Pero, don Roberto, yo no he podido hacer mas...

—Calla, y quítate de mi presencia.

—Diga V. ¿Me dá facultad para quitarle del medio? preguntó Juan de repente para que Roberto no sospechara de su intencion.

—¿En cuántos dias?

—¡Ah! eso dependerá de circunstancias.

—No quiero que hagas nada. Es necesario pensar ahora otra cosa.

—Pero, ¿me promete V. que he de ser yo?

Juan procuraba á lodo trance recuperar el aprecio que su torpeza le enagenaba.

—¡Tres mil duros! esclamó otra vez Roberto. En fin, vete, vete á la máquina, torpe, que nos quedan pocas horas, y es necesario trabajar mucho.

Y  Juan volvió á su puesto en la máquina de la moneda falsa, relevando á Roberto, que se quedó paseando en la pieza en que le vimos con el antiguo gefe de policía, y esclamando:

—¡Cómo haria yo para no tener que devolver los tres mil duros!...

CAPÍTULO XX.
Mortal impaciencia de Pedro Blanco.

LA impaciencia del señor Blanco, desde que Diego salió de su casa la última vez que éste fué á verle despues del suceso de la bolsa, aumentaba á medida que el tiempo transcurria.

Por pasar un dia en un minuto, Blanco hubiera dado seguramente un año de su vida.

La noche pasóla velando, ó en medio de horribles, de los mas pesados insomnios, en los cuales se le presentaba siempre el mismo fantasma, rodeado de todos los horrores á que podia conducirle el capricho ó la voluntad de aquel hombro que acababa de presentarse con pruebas bastantes á perderle en cualquier momento. Apenas la luz del dia penetró en la habitacion, hizo sonar el timbre que tenia sobre la mesa.

El mayordomo se presentó.

—Los periódicos.

—No han venido aun, señor.

—¡Cómo!

—Es muy de mañana todavia.

—¡Que salga uno á buscarlos pronto! gritó Blanco con aquel tono acre y duro que le conocemos.

El mayordomo, que habia pasado toda la noche en vela, aunque sin órden de su amo, y sentado en la pieza inmediata al gabinete, pues comprendia que Blanco hubiera podido llamar á cualquier hora de la noche, y el antiguo traficante de negros necesitaba poco para despedir de su casa, en donde, por otra parte, tambien estaban los criados, á cualquiera de estos que no respondiese al momento de ser llamado, el mayordomo, decimos, que sabia ya el suceso de la bolsa, salió del salon esclamando:—¡Este hombre se vá á volver loco!

Con la celeridad del rayo se mandó un criado por los dos periódicos que se publicaban diariamente en Barcelona, y el mayordomo, guardándose bien de leerlos antes de llevarlos á su amo, como hacia todos los dias, los presentó á Blanco así que volvió el criado con ellos.

Blanco los tomó con verdadera avidez, yendo á buscar la gacetilla.

Miró lo primero el Diario, que arrojó luego esclamando:

—¡Nada!

Seguidamente abrió la Corona y se puso á leer en la gacetilla, como hemos dicho.

—Riñas...Lavadero...Funerales....

El solo epígrafe de estas noticias le hacia pasarlas por alto sin leerlas. No eran nada de lo que él buscaba.

—Asesinato ¡Ah! esclamó Blanco de repente.

Y siguió leyendo:

—En el barrio de la Barceloneta fué muerto ayer un carabinero... ¡Eh!... ¡qué me importa á mí que mueran todos los carabineros del mundo!...

Y pasando tambien este suelto sin leer mas que las dos primeras líneas, fué siguiendo la columna del periódico, esclamando al final de la seccion:

—¡No ha pasado nada!

Y Blanco volvió á sumergirse en la honda consternacion de antes.

Al cabo de un ralo volvió á tocar el timbre.

El mayordomo se presentó otra vez.

—¿Quién fué por los periódicos?

—¡Ya están aquí!

—¡Voto á Cristo! gritó Blanco, dando una fuerte patada que estremeció el gabinete.

—Los dejé sobre la mesa, señor... continuó el mayordomo temblando.

—¡No es eso, animal! ¿Hablo yo en griego, so bestia?

—Señor.

—¡Te pregunto sencillamente quién fué por los periódicos! ¡Ah!

—¡Ah ah!... escarnecióle Blanco poniendo la cara mas feroz y mas ridicula á un tiempo.

—Perdone V. señor, no habia entendido.

—¿Acabas?

—Fué Antonio.

—Que entre Antonio inmediatamente.

El mayordomo salió, y á los pocos momentos se presentó temblando el criado, á quien naturalmente aterrorizó aquel con lo que dijo acerca del pésimo humor que Blanco tenia aquella mañana.

—Señor... dijo con tímida voz el criado, parándose como una estatua en la puerta.

—Pasa. Tú saliste hoy de casa, ¿eh?

—Sí, señor.

—¿Y qué se dice por Barcelona?

—¿Que, qué es lo que se dice por Barcelona?

—Sí.

El pobre criado creyó firmemente que Blanco estaba loco.

—Nada, señor...

El criado se puso á temblar de nuevo.

—Quiero decir, que nada de particular, señor.

—Tú no te metas, en si es ó no cosa particular lo que se dice; pero dí lo que hayas oido decir.

—Yo, señor, oí decir... que esta tarde habrá gran parada.

—¡No es eso! ¡no es eso!

—Es que, señor, no entiendo.

—Yo quiero saber lo que se dice que pasó ayer; por ejemplo, si se ha caído alguna casa...

—Vamos, decididamente, pensó el criado, este hombre está loco.

—Si han herido á alguno... en fin, esas cosas que pasan y se dicen.

—¡Ah! sí, señor, esclamó el criado; esta noche han herido.

—¿A quién?

—Es decir, no solo lo han herido, sino que lo han muerto.

—¿A quién?

—A un carabinero de la Barceloneta.

—¿Y á quién mas?

—¡A nadie mas, señor!...

Y el criado pensó en seguida:

—Este hombre, por lo visto, queria que mataran esta noche á medio Barcelona.

—¡Eres un animal!

—Señor.

—¡Vete! gritó Blanco enfurecido.

EL criado salió mas que de prisa del gabinete.

Blanco esclamó al verse solo:

—¡No ha sucedido nada! ¡se sabria ya! ¡y este chico lo hubiera dicho!

En toda la mañana de aquel dia no salió Blanco un momento del gabinete.

No quiso tampoco ver á nadie sino al mayordomo, al que le dió la órden de negarle á todo el mundo, menos á D. Jaime, el antiguo gefe de policía, si iba á verle.

Pero pasó la mañana, y á la casa de Blanco fueron todos sus amigos y conocidos, á escepcion del que él esperaba.

Blanco, consumido por la impaciencia, fijó una mirada en la esfera de un magnífico péndulo que tenia en el gabinete, y esclamó.

—¡Las tres menos cuarto! si hubiese alguna novedad, habrian venido á decirme algo. ¡Ya lo veo, no se ha hecho nada todavia!..

—En este momento entró el mayordomo y puso sobre la mesa los periódicos de la tarde.

Blanco los cogió y leyó en uno de ellos:

«Ayer ocurrió en la bolsa un hecho escandaloso entre un desconocido, estranjero al parecer, y uno de nuestros mas ricos y respetables capitalistas, el cual fué objeto, por parte de aquel, de uno de osos desmanes que reprueban á un tiempo la moral y la civilizacion de todos los paises. Este suceso despertó la indignacion general por lo respetabilísimo de la persona ofendida. Se nos ha asegurado que el citado estranjero padece una enfermedad en la cabeza. Lo creemos firmemente, pues solo así pudiera un hombre haber atentado en tales términos á la respetabilísima persona cuyo nombro callamos en este momento por el respeto y consideracion que le son debidos.»

Blanco leyó con la satisfaccion que es de suponer este suelto.

El periodista supo cumplir su alta mision. Prescindió de la gravedad del hecho en lo que respectaba al sitio en que se cometió, y se limitó á defender el nombre de la persona ofendida, indignándose fuertemente con el público en general, ante esa desatencion cometida con el hombre mas respetable, esto es, el mas rico de Barcelona.

Si el bofeton hubiera caido en el rostro de un aprendiz de corredor, el suceso no hubiera significado nada; pero tratándose de la persona á quien aconteció, era muy distinto; la mancha caia sobre un nombre que significaba muchos miles, y abofetear al dinero en el templo de su adoracion, no podia pasar sin el anatema, cuando menos, de la opinion pública representada siempre por los periódicos.

Era necesario además lavar la mancha, y para ello vino perfectamente la demencia del agresor.

Son mas todavia de lo que parecen las gentes sencillas que toman como artículo de fé cuanto leen en letras de molde, y bastó la noticia del periódico para acallar todas las interpretaciones que al sucoso de la bolsa se habian dado.

Blanco tuvo lo que so llama un alegron.

Pero le faltaba tenor otro mayor.

Despues de este suelto, pasó al siguiente, y leyó:

«Anoche se cometió una muerte en una callejuela que conduce á la de la Princesa.»

—¡Ah! esclamó Blanco, pensando en seguida: ¡él vive por allí!..

Y siguió leyendo con la mayor ansiedad:.

«El muerto parece por el trage persona muy decente.»

—¡Ah! ¡no hay duda!

Y Blanco empezó á sallar de gozo.

Pasada la primera impresion de alegría, tocó el timbre de la mesa y el mayordomo se presentó.

El hombre entró lleno de miedo aguardando un desahogo brutal del malhumor de su amo.

—Gregorio, le dijo éste con la cara mas risueña del mundo.

—Señor... respondió el mayordomo adelantándose sin recelo.

—¿Cómo está eso de los carruajes?

—¿De la venta?

—Sí.

—No hay nada hecho todavia.

—Es que he pensado otra cosa.

—Mande V., señor.

—No quiero venderlos ya, sino que, por el contrario, quiero tener pronto una carretela nueva y la mas lujosa que se haya visto en Barcelona.

—Se mandará traer de París, señor.

—Bueno.

—¿Manda el señor algo mas?

—No, retírale. ¡Ah! sí.

El mayordomo se detuvo.

—Estoy visible para cualquiera que venga.

El mayordomo saludó y salió.

Blanco echóse en un sillon, haciendo una grande aspiracion y esclamando:

—¡Qué horrible peso me he quitado de encima!

El péndulo dió las tres en esto momento.

La frente de Blanco se nubló, arrugándose su entrecejo.

—¡A esta hora debia volver! ¡pero no volverá!

Y su faz volvió á serenarse.

La mampara del gabinete se abrió, y sonó la voz del mayordomo, anunciando:

—El señor de Mendoza.

Blanco quedó como herido de un rayo en el sillon.

Diego penetró en el gabinete.

—Beso á V. la mano, señor D. Pedro, dijo Diego saludando con la mayor calma.

Blanco le miraba estupefacto, sin poder articular una palabra, ni menos moverse del sillon en que parecia clavado.

—¡Qué! continuó Diego, ¿no merezco de V. ni contestacion al saludo?... Pero ya lo veo, le ha sorprendido á V. mi presencia, pues no me aguardaba tal vez... ¡Ah! ya vé Y¡V. que se ha equivocado, y que he cumplido exactamente la cita: son las tres en punto.

Blanco apoyó las manos en los brazos del sillon, levantándose pausadamente.

Diego prosiguió.

—Con que, no me aguardaba V. ¿eh?

—¡Yo!... ¿porqué?... sí, señor dijo Blanco semibalbuciente.

—Ja! ja! ja! pero, ¿es posible que sea Y, tan sencillo?...

Blanco, de pié delante de Diego, no osaba mirarle al rostro.

—¿Creyó V. tal vez que me habia... . ó me habian muerto?...

—¡Yo!

—Una desgracia semejante hubo esta noche cerca de mi casa: pero no he sido yo la víctima.

—¡Se habrán equivocado! pensó Blanco.

La tal muerte fué aislada completamente y sin la menor relacion con ninguno de nuestros personajes.

—Y V., al saberlo, y creyendo id vez que era yo... prosiguió Diego con la mayor ironía, ¿no lo ha sentido siquiera?...

—Pero... dijo Blanco, que no sabia qué decir.

—¡Ingrato! prosiguió Diego, siempre con el mismo tono irónico, ¿así agradece V. los favores? Cuando yo, por devolver á su nombre el prestigio que pudiera haber perdido con el suceso de la bolsa, me presenté ayer al director de un periódico, diciéndole que vi al estranjero del bofeton, reconociéndole por escándalos semejantes que habia cometido en otras partes, y asegurándole que era loco, para que diese así la noticia, alejando toda mala interpretacion en perjuicio de V.!..

—¡Ah! ¿con que fué V. mismo?... esclamó Blanco.

—¿Y quién habia de tomarse ese interés por su nombre, sino yo, que quiero elevarlo alas nubes?

—¡Ah! gracias.

—No bastan las gracias, es necesario que me pida V. perdon de rodillas.

Blanco se quedó inmóvil, mirando á Diego.

—Sí, sí, de rodillas, repuso éste sin alterarse.

—Pero ...

—¡De rodillas! gritó entonces Diego con una voz verdaderamente aterradora.

Y de rodillas cayó á sus piés el aterrado Blanco.

—Queda V. perdonado por esta vez. Ahora levántese V., y hablemos como buenos amigos.

CAPÍTULO XXI.
El padre de los pobres.

DIEGO hizo sentar á Blanco en el sofá, poniéndose él á su lado.

—Con que, vamos á ver ¿cuánto han valido los carruajes y caballos?

Blanco palideció de nuevo, respondiendo:

—No han podido venderse todavia.

—¿De veras? preguntó Diego mirándole y sonriendo maliciosamente.

Blanco no se atrevió á afirmar lo que habia dicho.

—¿O es que ha dado V. órden en contrario?

¡Yo!;—La verdad, repuso Diego. Vamos, ya lo comprendo. Hoy es dia de perdon, y queda esta tambien perdonada. Pero, advierta V. que será fácil que yo no vuelva á estar otro dia de este humor, y entonces ¡Ay cuando yo castigo!

El traficante de negros se hallaba como el raton delante del gato.

—Llame, llame V. á su mayordomo.

—¿Para qué?

—¡Toma! para repetirle la orden.

—Le prometo á V. volver á dársela.

—Ha de ser ahora.

—¿Pero V. quiere ponerme en ridículo hasta con mis criados? ¿Qué han de decir ahora?...

—¿Y qué le importa á un criado el que su amo cambie de opinion veinte veces al dia? Pues no se ha hecho V. poco escrupuloso. Vamos, llame, llame V. á su mayordomo.

El señor Blanco se levantó.

Sonó el timbre de la mesa, y presentóse el mayordomo.

—A ver, que se venda pronto eso que dije.

—¿El qué, señor?...

—¿No te acuerdas ya? ¿No sabes que no quiero mas carruaje?

—Como el señor mandó esta mañana.

Diego se sonrió.

—¡Silencio! gritó Blanco, interrumpiendo al criado para que Diego no comprendiera la contraorden que habia dado; ¡á mí no se me replica!

—Está bien, señor. ¿Y no se manda ya por la carretela nueva?

Blanco hubiera querido poder matar con una mirada al mayordomo; pero en la imposibilidad de hacer esto, juzgó lo mejor hacerle salir para que mas no le comprometiera, y le gritó:

—¡Vete!

El pobre mayordomo salió esclamando:

—Ahora sí, creo que este hombre se ha vuelto loco.

Diego miró sonriéndose á Blanco. Éste no osaba mirarle.

—Con que, ¿iba V. á comprar otra carretela nueva?...

—No era eso respondió Blanco confuso.

—Vamos, decididamente es V. un infeliz.

¡Ah! sí, esa es la verdad; soy un infeliz; porque dudo que baya quien sufra lo que yo sufro!.

—¡Ha habido quien sufrió mas, y sufre todavia por causa de V.!..

—Pero, aunque eso fuera á V., ¿qué le hice yo á V.?..

El rostro de Diego se encendió de repente.

Blanco se espantó al punto de caer sobre el respaldo del sillon.

—¿Ayer dije á V. que iriamos á paseo? preguntó Diego serenándose por completo.

—Creo que sí, respondió Blanco.

—Vístase V., pues, y saldremos.

—Pero, es que me siento malo, como V. comprenderá, y no puedo salir.

—Eso es falta de ejercicio. Con que, vístase V.

—Pero...

—Le advierto ya por última vez, díjole entonces Diego con voz reconcentrada, que no intente oponérseme á nada; porque ha concluido toda contemplacion desde este momento, y me falla muy poco para romper por lodo!

Blanco se levantó, se vistió y se presentó á Diego, dispuesto á salir.

—¿Lleva V. dinero encima?

—No.

—Pues tome V. dinero.

—¿Cuánto?

—Mil ó dos mil reales en moneda menuda de plata.

—Pero eso vá á pesar mucho.

—No tal, ¡qué diablo! y si V. no puede con ello, yo llevaré la mitad.

Blanco pidió el dinero al mayordomo, llenóse los bolsillos, segun le habia prevenido Diego, y ambos salieron á la calle.

—Tome V. mi brazo, le dijo Diego al salir.

—¡Oh! ¡gracias!...

—Usted tiene mas edad y le toca esta preferencia.

Blanco tomó el brazo sin replicar.

—¿Y podré saber á dónde vamos?

—¡Ya lo creo! pues no faltaba mas. Saldremos á la Rambla, y, paseo arriba, llegaremos hasta los Campos, y volveremos á casa.

Y  como dos íntimos y queridos amigos, salieron de la calle de Blanco, dirigiéndose á la Rambla.

Apenas entraron en ella acercóseles por el lado de Blanco un pobre andrajoso y cojo, apoyado en una muleta.

—Nobles caballeros, una limosna por amor de Dios.

Blanco miró al pobre diciéndole:

—Dios le ayude, hermano.

—¡Cómo! esclamó Diego, ¡déle V. limosna!

—No traigo mas que pesetas.

—¿Y qué importa eso? mejor para él.

Blanco sacó una peseta y se la dió al pobre.

Este se alejó corriendo hacia otros tres pobres que vió en una acera.

—  ¡Eh! ¡mirad! ¿veis aquellos dos caballeros que van allí?

—Sí, respondió uno de los pobres.

—Pues dan una peseta de limosna á todo el que les pide.

—¡Quiá! ¡una peseta! dijo otro; ¡al momento van á hacer esas limosnas!

—¿Por qué no vas tú? preguntaron al de la muleta con una sonrisa de incredulidad.

—Mira mi peseta, respondió éste; y no vuelvo porque me conocerian.

—Con probar nada se pierde, dijo entonces uno dirigiéndose á los caballeros.

Los otros dos le siguieron.

—Es el caballero de la izquierda el que hace la limosna, añadió el pobre de la muleta.

Diego contemplaba como se iban acercando los tres pobres, pues habia seguido con la vista al primero, y empezó á reirse en su interior.

Los pobres llegaron al lado de Blanco.

—¡Noble caballero!

Blanco volvió la vista.

—¡Una limosna por amor de Dios!

—Otro dia será, esclamó Blanco.

—Vamos, déles V. limosna, ¿qué han de decir la gente, sino, de un hombre tan rico? le dijo Diego en voz baja.

—¡Noble caballero!... insistieron los pobres tendiendo sus manos descarnadas.

Blanco sacó una peseta.

Alargó la á uno de los pobres, y en el momento en que iba á decir para los tres, Diego, que lo conoció, se apresuró á advertirle:

—Una moneda á cada pobre.

Blanco sacó otras dos pesetas, que salieron de su bolsillo como lágrimas arrancadas de su corazon.

Mientras los tres pobres recibian la limosna, el de la muleta estaba en medio de otros cinco que reunió, señalándoles con el dedo á los primeros.

Ni con alas en los piés hubieran llegado mas pronto los cinco pobres, que rodearon á Blanco, tendiendo las manos y esclaman de los cinco á un tiempo:.

—¡Noble caballero!...

A Diego le costaba trabajo el contener la risa.

—¡Cinco ahora! esclamó Blanco.

—Con cinco pesetas los despacha V., le dijo Diego.

Blanco aflojó otras cinco monedas de plata.

No bien acababa de dejarle los últimos pordioseros, cuando, reclutados tambien por el de la muleta, atacaron á Blanco otros seis ó siete.

—¡Ah! ¡esto no se puede sufrir! esclamó el tratante de negros.

Y sacando un puñado de plata, lo paso en la mano del que mas se habia adelantado, diciendo:

—Para todos.

—Con moderacion, señor O. Pedro, con moderacion, advirtió Diego, ¿no vé V. que de esta suerte parecerá que se ha propuesto V. hoy tirar el dinero y no hacer limosna á los pobres, lo cual perderia todo el mérito que puede tener de otra suerte?

—Es que esto es ya demasiado, y ahora comprendo que no os mas que un plan fraguado de ¡antemano por V.

—¿Y V. cree que yo me he entretenido en avisar á todos los pobres para que viniesen?... ¡qué necedad! No necesitan los infelices que nadie les avise para pedir una limosna. Allí vienen otros cuatro. Prepare V. una peseta para cada uno, pero nada mas que una peseta.

El pobre de la muleta no tuvo necesidad de avisar á mas compañeros.

Como llevada por el aire, la buena noticia alcanzó á un número tal de mendigos, que al llegar Blanco á la plazuela de la Boquería, no podian ni él ni Diego dar lo que se llama un paso.

Asediado por todas parles, Blanco repartió en breves momentos las dos ó trescientas pesetas que se habia metido en los bolsillos.

—¡Ea, no tengo mas!

—Caballero, ¡que á mí no me ha tocado nada! decia uno.

—Ni á mi, caballero, y tengo á mi marido enfermo!

—¡Ya os he dicho que no tengo mas! volvió á esclamar el señor Blanco.

—¡Míreme V., con estos tres niños que no han comido hoy todavia!... esclamaba una muger.

—¿No le parten á V. el corazon estas miserias, D. Pedro? le preguntó Diego.

—Sí, pero ya V. vé que he concluido cuanto llevaba.

—¡Don Pedro, por Dios! esclamó uno que estando cerca, pilló el nombre de Blanco, cuando Diego lo pronunció.

—  ¡Don Pedro, D. Pedro! gritaron veinte voces á un tiempo con ese acento lastimero y agudo que tiene la miseria, cuando ha perdido en las calles el rubor de sí misma.

—¡Y le llaman á V. por su nombre! esclamó Diego, ¿no le parte esto el corazon, D. Pedro?

De pura cólera y rábia lo tenia éste, no partido, sino destrozado en aquel momento.

—¿Pero qué quiere V. que yo haga? esclamó Blanco.

—Tomar mas dinero en cualquiera de estas casas de por aquí.

—¡Cómo!

—Muy fácil, pidiéndolo.

—¡Pedir yo!

—¿Hay nada mas honroso para V. en un caso semejante?

—¿Y quién me vá á dar ahora dinero?

—Cualquiera de esas tiendas. A D. Pedro Blanco ¿quién ha de negarle?... Vamos, vamos.

—Pero es que esto vá á ser un escándalo luego.

—Lo que vá á ser, es la gloria de V. Con que vamos.

Este corto diálogo fué sostenido en voz muy baja, como es de suponer, entre Blanco y Diego.

Mientras estos hablaban, los pobres guardaban silencio; pero apenas empezaron á andar, se levantó una gritería tal cutre los mendigos, que hubiera mareado al mismo Job.

—¡Señor D. Pedro!

—¡Caballero!

—¡Calla! tú ya tienes, decia un pobre á otro.

—¿Yo? ¡mentira!

—¡Don Pedro!

—¡Por Dios!

—¡A mí!

Blanco esclamó en voz baja y reconcentrada:

—¡Ah! ¡esto es inaguantable!

—No hay mas medio de acallarlos que el que he dicho á V., volvió Diego á observar á Blanco en voz bastante baja.

Blanco traspasó con trabajo la muralla que delante tenia, y se dirigió á una tienda de la plaza de la Boquería.

Diego se volvió á los pobres, y les dijo:

—Aguardad, que ahora so os repartirá mas.

Y siguió á Blanco, llevando tras de sí toda la turba de mendigos.

—¿Qué es esto, señor D. Pedro? preguntó, conociendo á Blanco.

el dueño de la tienda.

Nada, que no he salido con bastante dinero de casa para dar limosna á todos los que me piden hoy, dijo Blanco sonriéndose forzadamente, y disimulando el coraje que sentia, y me encuentro ahora con que...

—¿Quiere V. dinero? dijo el tendero con esa servil solicitud del pequeño capital á los grandes capitales.

—A eso venia.

—Para el objeto que es, ¿querrá V. cuartos?

—El señor D. Pedro Blanco, dijo Diego entonces, lo menos que dá es plata cuando socorre á los desgraciados.

—¡Ah! perdone V., dijo el tendero. Pío faltará plata.

Y abriendo el cajon de un pequeño escritorio que habia al estremo del mostrador, sacó tres papeletas de plata.

—Tómelas V. y repártalas, dijo Diego á Blanco en voz baja.

El traficante de negros, obedeciendo la órden, se puso en el umbral de la tienda, y repartió aquel dinero.

El pobre de la muleta estaba entre el enjambre de mendigos.

Diego, á la mitad del reparto, sacó el pañuelo como para limpiarse, y el mendigo de la muleta gritó:

—¡Viva el padre de los pobres!

—¡Viva! respondieron todos á un tiempo.

Y los gritos aumentaron, y los vivas á D. Pedro Blanco y al padre de los pobres fueron repitiéndose á tal punto, que Blanco no se atrevia a salir á la calle.

El dueño de la tienda estaba estupefacto, y el público bendecia aquel nombre que salia, envuelto en el consuelo que acababa de derramar, de la boca de tantos desgraciados.

—Es hora de ir á casa, le dijo Diego.

—Pero, ¿quién sale ahora con ese enjambre? observó Blanco confuso.

—¿Y qué tiene eso que ver? mejor.

—Me van á seguir hasta casa.

—¿Y qué mejor acompañamiento podia V. apetecer?

—Es verdad, dijo el dueño de la tienda; ese acompañamiento vale mas que todo el que pueda llevar un príncipe ó un rey.

—¡Claro es! añadió Diego.

—Vamos pues, dijo Blanco, en quien semejante ovacion despertó el sentimiento de la vanidad que por un instante sofocó la ira de su pecho.

Y  acompañados de la pordiosera multitud, se volvieron á casa de Blanco en medio de los gritos de ¡viva D. Pedro! ¡viva el padre de los pobres!

—Blanco llegó á su casa-palacio, en cuya puerta despidió á los pobres.

Estos volvieron á repetir, dando siempre la primera voz el de la muleta, los gritos de ¡viva D. Pedro! ¡viva el padre de los pobres! y se fueron contentos á sus miserables viviendas.

Uno de los mendigos, sin embargo, se dirigió á una calle principal, entrando en una casa de magnífica apariencia.

El mendigo era el de la muleta.

La casa, la del número 36 de la calle de la Princesa.

CAPÍTULO XXII.
De como tuvo Blanco otra sorpresa mayor al llegar á su casa.

BLANCO concluyó casi satisfecho y contento el paseo que con tan mal humor habia empezado.

En sus continuas conjeturas, que no cesaban nunca en su imaginacion, acerca del plan que el señor de Mendoza podia llevar con él, no alcanzaba á esplicarse esos dos estremos contrarios de la conducta de Diego.

Por un lado éste le heria, y por otro aplicaba un bálsamo á la herida.

Entraron ambos en el salon y Diego le dijo al momento:

—Vamos, ¿qué tal?

—¡Que vengo aturdido! respondió Blanco.

—Pero contento, ¿no es verdad?

—Sí, despues de haber lirado hoy cuatro ó cinco mil reales, dijo Blanco aparentando un disgusto que entonces no tenia, pues no se atrevia á mostrarse contento, temeroso de que Mendoza le diese otro disgusto.

—¡Para comprar una ovacion que no se paga con todo el oro del mundo, y además las bendiciones de tantas familias desgraciadas que pronunciarán su nombre agradecidas!

—Eso es verdad.

—Y entre tantos que le han maldecido, prosiguió Diego, justo es que ahora le bendiga alguno.

Blanco no dijo nada á estas palabras.

—Le han llamado el ¡padre de los pobres! ¿lo vé V.? Ahora conocerá que no le ha de ir tan mal dejándose llevar de mí.

El mayordomo de Blanco apareció en la puerta del salon.

—Señor.

—¿Qué hay?

—Los señores Sans y Puig, el cura de San Pablo y otros dos caballeros desean verle.

—Que pasen.

Blanco y Diego se levantaron para recibir á las visitas que penetraron al instante en el gabinete.

Invitados por el primero, tomaron todos asiento.

Diego procuró ponerse al lado de Blanco.

Despues de los cumplidos de costumbre, el cura de San Pablo empezó:

—Señor D. Pedro, antes de hablar á V. del objeto de nuestra visita, de la que presumo tendrá ya noticia por el señor de Mendoza.

Éste tocó á Blanco con el pié, y se apresuró á decir:

—Sí, algo he dicho ya al señor Blanco.

—¡Ah!... sí dijo el traficante de negros sin poder, naturalmente, decir otra cosa.

—Debo felicitarlo, prosiguió el cura de San Pablo, en nombre de la caridad y la religion, cuya representacion me atrevo á abrogarme en este momento, por el generoso acto de esta tarde, que corre de boca en boca y entre las bendiciones de todos.

—¡Ah! esclamó Blanco, disimulando apenas la vanidad que le dominaba; no vale la pena.

—Así lo creerá la generosidad de V.; pero significa mucho un acto semejante en la tierra, y será mejor premiado en el cielo.

—Señor cura dijo Blanco indinándose.

—No sigo mas, dijo el cura de San Pablo, deteniéndose en sus elogios y creyendo de buena fé ofender la modestia y la caridad de Blanco.

Luego prosiguió variando de tono:

—Pues, pasando ya al objeto de nuestra visita, que segun parece le ha manifestado ya el caballero Mendoza.

—Sí, interrumpió Diego adelantándose para enterar á Blanco, á quien no habia querido decir nada antes para mortificarle doblemente con la sorpresa; yo hablé á D. Pedro.

Este inclinó la cabeza en señal de asentimento.

Era que Diego le habia vuelto á dar con el pié.

El señor de Mendoza prosiguió:

—De lo conveniente que seria por la honra de Barcelona y de las personas que contribuyesen á tan laudable objeto, el que se diera sustituto para el servicio de las armas en la próxima quinta á los pobres que no tienen medios de librarse de la suerte de soldado; y debo consignar lo primero, que el señor Blanco, con esa bondad y condescendencia que le distingue, ha encontrado sumamente aceitado el pensamiento, aceptando desde luego la presidencia de la comision encargada de hacer el reparto y reunir los fondos.

Blanco oia á Diego mirándole estúpidamente, pero sin atreverse á contradecirle con la menor palabra, sino que, lodo lo contrario, dando á cada instante una muestra de aprobacion tanto mas espresiva, cuanto con mayor fuerza le oprimia Diego el pié, que tenia debajo del suyo.

—No podia esperarse menos de la conocida caridad del señor D. Pedro, dijo el cura de San Pablo, despues de oir á Diego.

—Ea pues, ya que la comision está toda aquí, dijo uno de los caballeros de la misma, pues solo falta el baron de Turella, que dijo no podia acompañarnos, pero que se adhería á cuanto hiciéramos, creo que no habria inconveniente en tener la primera sesion ahora.

—Es decir, si no es abusar de la escesiva amabilidad del señor Blanco, observó el cura de San Pablo.

—¡Ah! no, lo que es por mí respondió Blanco, sin conocer todavia á dónde podia ir á parar la intencion de Mendoza.

—Vamos pues, ocupe V., señor presidente, su puesto, le dijo Diego con una sonrisa y un tono tal, que al tomarlo todos por la espresion de la mas fina cortesía, partió el corazon del agobiado Blanco.

Este se levantó y ocupó el sillon que habia detrás de la mesa de su despacho.

—Vamos, yo seré el secretario en esta sesion, dijo Diego colocándose al lado de Blanco.

Y buscando sus piés, puso el suyo sobre el de éste con el fin de marcarle la línea de conducia que debia seguir, por el medio que liemos visto empleó poco antes.

Eran las cinco de la tarde, y en aquella estacion la escasa luz que penetraba en el salon, permitia lodo el juego de la especie de telégrafo que Diego escogió para comunicar sus órdenes al antiguo traficante de negros.

No nos detendremos, pues no importa á nuestro propósito, á referir las diversas proposiciones, que con ese espíritu de verdadera caridad que domina generalmente á las comisiones ó juntas de este género que para casos semejantes se han instituido en Barcelona, se presentaron al mejor logro del objeto en cuestion.

Blanco apenas hablaba.

Se limitaba á decir si ó no, segun se le preguntaba, ó mejor, segun se le mandaba por aquel telégrafo, verdaderamente eléctrico para él, sin importarle, lo mas mínimo que se aceptase ó dejara de aceptarse este ó aquel estremo.

¿Qué tenia él que ver con las quintas, y qué cuidado le daba que cayesen ó no soldados, pobres artesanos, cuya perdicion envolviera la de toda una familia?

Además, que él conocia, porque allí se habia manifestado, que aquella visita y la presidencia de la comision fueron cosas sugeridas ambas por Mendoza, y lo que él aguardaba, lo que le tenia pensativo y confuso era el no poder adivinar, por mas conjeturas que hacia, el objeto que aquel se llevaba en hacerle figurar en primera línea para semejante asunto.

—Pero, señor D. Pedro, dijo el cura de San Pablo, un momento en que la cuestion necesitaba ilustrarse con el parecer de todos, sírvase V. manifestar su opinion sobre este punto, aquí todos, como V. conoce mejor que yo, tenemos la obligacion de presentar nuestras respectivas opiniones al mejor resultado del pensamiento.

Era inútil escitar al señor Blanco, que apenas quedó ni siquiera enterado de lo que se habia discutido.

El hombre estaba en un aprieto.

Pero los apuros aumentaron cuando Diego le dijo:

—Vamos, el señor cura de San Pablo tiene razon; manifieste V. su parecer.

—Yo dijo Blanco absorto y confundido.

—¡Pues! V.: ¿qué os lo que me dijo esta mañana?

—¡Esta mañana!... esclamó Blanco, que sudaba a mares.

—¡Aquella idea tan magnífica! repuso Diego.

—¿Una idea? preguntaron dos ó tres á un tiempo. Vamos á ver, venga esa idea.

—Es que... dijo Blanco sin saber qué decir.

Y entonces fué él quien tocó con el pié á Diego, como queriéndole decir: ¡por compasion!

Diego le sacó del apuro muy pronto.

—Señores, dijo, el señor D. Pedro me manifestó hoy un pensamiento que su estremada modestia le impide presentar ahora. Cuando yo le hice saber que se habia pensado en él, cediéndole el primer puesto de la junta, eligiéndole su presidente, el señor Blanco ha creido que por su parte debia corresponder á esta preferencia, dando él solo por esta vez la suma necesaria al objeto que se desea.

—¡Cómo! esclamaron los comisionados en medio del mayor asombro.

Diego pisó el pié de Blanco.

Éste inclinó la cabeza.

La accion de Blanco fué tomada por una muestra afirmativa á las palabras de Diego, y acabó de admirar á los presentes.

Nadie pensó que la inclinara al peso de las palabras de Diego, que se la hicieron bajar como por la fuerza de un golpe de maza.

—¡Ah! un acto semejante es solo digno de una persona como el señor D. Pedro, dijo el cura de San Pablo.

—Como que, si hay seiscientos quintos, á trescientos duros por sustituto, ascenderá la dádiva nada menos que á ciento ochenta mil duros, añadió otro de los comisionados, que, como buen comerciante, sacó la cuenta inmediatamente.

Blanco conoció, despues de las palabras de Diego, que la cosa era gorda, pero no estaba su cabeza para hacer el cálculo tan pronto.

Así, la cuenta que sacó el comerciante, acabó de anonadarlo.

—Pues señor, siendo esto así, observó el banquero Sans, pronto concluye nuestro cometido con respecto á la cuestion de procurar fondos.

Blanco se quedó como alelado.

A Diego le convenia despertarle.

Repitió el procedimiento, de los pisotones, y aquel dijo contestando al señor de Sans.

—Sí efectivamente.

—Ahora, prosiguió Diego para dejar firme el compromiso, propongo un voto de gracias por parte de la comision al señor don Pedro.

—Por parte de la comision y de Barcelona entera, señores, cuyo nombre me atrevo á tomar en este momento para manifestar anticipadamente la gratitud de todo un pueblo, ante un acto tan noble, tan grande, tan generoso, añadió el cura de San Pablo.

Nada restaba ya que hacer por aquel dia á los comisionados, respecto del asunto que les habia llevado á ver á Blanco.

Levantáronse pues, repitiendo una y otra vez las muestras de su admiracion ante una tan gran generosidad, y salieron del gabinete de D. Pedro.

Diego se quedó.

—Poro, ¡qué es esto! esclamó Blanco así que se vió solo con Diego.

—¿Cómo qué es esto? ¿no lo ha oido V.?

—Pero, ¿á dónde voy yo á parar á este paso?

—¡Ah! no tenga V. cuidado, dijo Diego fríamente; no sé dónde irá, V. á parar, pero de seguro no ha de ser al hospicio.

—¡Ciento ochenta mil duros!...

—Que son una parte casi insignificante de la gran fortuna que V. posee.

—¡Ah! ¡de ninguna manera! esclamó Blanco con acento firme y decidido.

—¿Cómo? preguntó Diego mirándole.

—¡Que eso no puede ser, y no será!...

—¿Resiste V. de nuevo?

—Sí.

—¡Ah! perfectamente. ¿Lo ha pensado V. bien? preguntó Diego.

—Si, replicó Blanco con resolucion.

—Corriente; puesto que V. lo quiere, mañana verá Barcelona el padron de la infamia de V., que se mandará luego al tribunal de Lóndres.

—¡Ah! ¡yo lo desmentiré, sea lo que fuere!

—Son cartas.

—Diré que son falsas.

—Eso podria haber tenido algun efecto antes de que pasara lo que el público ya ha visto; pero hoy, ¿cómo no siendo V. culpable, resistió el bofeton de la bolsa? ¿cómo, contra toda su avaricia, ha cedido habitacion de balde á la familia de Messina? ¿cómo ha hecho V. la limosna de hoy á los pobres que antes rechazaba de su lado? y ¿cómo, en fin, ha convenido V. delante de personas tan respetables como las que de aquí acaban de salir, en un acto tan grande y de tal contraste con la conducta de V. hasta el dia en asuntos semejantes?

Blanco palidecia por momentos, volviendo á desmayar su espíritu.

Diego prosiguió:

—Y despues de todo esto, ¿cómo, cuando yo manifieste á todos la causa, vá V. á hacer creer á nadie que fué espontánea su nueva conducta, y no impuesta por mí en virtud de las pruebas de sus crímenes y la fuerza que sobre V. me daban ellas?

—¡Ah! esclamó Blanco apretando los dientes y cerrando los puños con ira.

—Ya V. vé, señor D. Pedro: lo que es hoy, aunque las pruebas que yo tengo fueran falsas, V. mismo, con lo que ha hecho ya, las daria un carácter tal, que nadie dudaria de ellas.

—¡Es verdad! esclamó Blanco para si, completamente abatido.

—Con que es inútil cuanto V. intente. Está V. en mi poder, esclavo de mi voluntad, y no tiene mas remedio que acatarla y obedecerla.

Blanco no replicaba ya.

—Lo menos malo que á V. puede sucederle, prosiguió Diego, os eso; que vaya V. dando el esceso de su fortuna á los pobres que lo necesitan. Verdad es que dentro de algun tiempo no será V. tan rico en dinero, pero lo será mucho mas en fama y en honra. ¿Qué mas quiere V.? Yo puedo dejarle, casi de la noche á la mañana, pobre y deshonrado. Tocante á lo primero, ya dije á V. que no lo baria.

—Sí, pero lo hace V.

—¡Por la miseria de ciento ochenta mil duros!

—¿Y los carruajes? ¿y el despilfarro de las limosnas de hoy?

—¡Y qué es eso! ¿ocho ó diez mil duros mas?

Blanco volvió á morderse los labios.

—Y en cuanto á lo segundo, prosiguió Diego concluyendo su idea, ya V. vé que, lejos de deshonrarle, he abierto para V. las puertas de la gloria y de la fama.

Blanco dió tres ó cuatro pasos en el gabinete y se dejó caer en un sillon.

—Vamos, D. Pedro, no se abata ni se aflija, porque pierde V. mas. Hoy hemos empleado el dia regularmente.

Blanco no oia estas palabras de Diego. Su cabeza se perdia en un verdadero laberinto de ideas, nacidas todas de su situacion en aquellos momentos.

Inútil es decir que entre estas ideas figuraba principalmente la de librarse ó deshacerse de aquel hombre, y Blanco esclamaba repetidamente en su interior:

—¡Pero no ha de haber modo de quitarle del medio!

—Vaya, D. Pedro, ya le dejo por hoy. ¡Qué! ¿No se levanta V. á despedirme? ¿O guarda V. algo todavia de las brutales costumbres de los negreros?

Blanco se levantó.

—Adios, señor D. Pedro. ¡Ah! mañana, ó cuando yo vuelva, que me presente V. el recibo del tesorero de la Casa de Caridad.

Diego salió y Blanco volvió á caer como rendido en el sillon.

CAPÍTULO XXIII.
Como halló Roberto medio de cobrar el precio ofrecido por el asesinato que se frustró.

EL estado del antiguo traficante de negros, era por demás horrible, atendida la posicion y el nombre que gozaba.

Sin esta circunstancia, fácil le era sustraerse á la continua pesadilla de Mendoza, dejando Barcelona de la noche á la mañana, y partiendo, por ejemplo, á los Estados Unidos, donde no existe el derecho de estradicion por parte de ninguna potencia estranjera, sea cual fuere el delito del criminal que en suelo de la república acuda á refugiarse. Pero para Blanco la cuestion no era la de salvar los bienes y el individuo solamente, sino el nombre y la reputacion que á la altura en que se hallaba, le dolia perder tanto como los bienes y aun la misma vida.

Si él se fugaba de Barcelona, claro es que su nombre quedaba deshonrado, pues Mendoza no tardaria en hacer saber á todo el mundo la causa de su fuga.

Blanco necesitaba, pues, otro medio de sustraerse á la que llamaremos continua persecucion de Mendoza.

Pero, ¿en dónde estaba este medio?

Por mas que el traficante de negros so devanaba los sesos en buscarle, no acudia tan pronto á su fatigada mente.

¿Las ofertas? eran inútiles. Ya lo habia probado, y Mendoza, que, al parecer, no era pobre, las habia desdeñado, burlándose del que so las hizo.

¿La muerte de Mendoza? desgraciadamente para Blanco la primera tentativa salió frustrada, y era despues de esto muy difícil encontrarlo desprevenido para un caso que aquel podia sospechar volveria á repetirse.

Despues de reflexionado todo esto, y cuando mas desesperado y abatido se hallaba el señor Blanco, pareció sacudirse de pronto su desmayo: su rostro se animó, levantó la cabeza, sus ojos chispearon, y en sus labios se dibujó una sonrisa de feroz alegría.

En este momento el mayordomo anunció al antiguo gefe de policía D. Jaime Hernandez.

—Señor D, Pedro, buenas noches, dijo aquel al entrar.

—Buenas noches, respondió Blanco secamente.

—¿Podemos hablar? dijo Hernandez en voz baja, despues de haber dado una mirada á todo el gabinete.

—Estamos solos, respondió Blanco; siéntese V.

Y le indicó un lado del sofá, sentándose él en el otro.

—Ya presumo que no estará V. muy contento de mí, dijo Hernandez así que se hubo sentado.

—Con efecto.

—No fué culpa mia.

—De todas maneras el caso es que no se ha conseguido.

—Ha sido una fatalidad, prosiguió Hernandez; y á fé que el chico que lo habia de despachar, entiende á media palabra.

—Ya V. vé, pues, como ha entendido... añadió Blanco irónicamente.

—Demasiado que entendió por una parte, sino que equivocó las señas, y otro fué la víctima.

El lector habrá comprendido que el tal D. Jaime Hernandez, que era el encargado por parte de Blanco de buscar el asesino para Diego, quena dar á entender al capitan negrero que la muerte del caballero de que hemos visto dieron caen la los periódicos, fué por equivocacion del asesino en la persona de la víctima.

Nada de eso habia sin embargo. La muerte aquella, fué enteramente estraña á este asunto; pero se trató da aprovechar la casualidad para hacerle ver á Blanco que habia sido equivocacion, con objeto de cobrar de éste la cantidad estipulada, como precio del asesinato.

Pero lo mejor de todo esto era que el tal Hernandez engañaba ú Blanco sin saberlo.

Roberto habia antes engañado á Hernandez, y solo él sabia que Juan no pudo dar el golpe.

—¿Y bien? ¿qué hacemos ahora? preguntó Blanco.

—Nada, por eso no hay que desmayar, so repetirá la operacion, respondió con la mas horrible sangre fría de D. Jaime; pero para ello es preciso.

—¿Qué?

—La muerte de todas maneras se ha hecho.

—Sí, pero, observó Blanco, no murió quien debia morir.

—Ya, pero el trabajo y la esposicion han sido iguales para el pobre muchacho á quien se encargó el negocio, repuso Hernandez con la misma sencillez que si se tratara de haber mandado á un peon sacar un fardo caido en el mar.

—¿Y qué quiere V. ahora? preguntó Blanco.

—Que si el negocio se ha de llevar adelante.

—Sí se ha de llevar.

—Pues entonces, es preciso que se pague al muchacho, segun se le dijo, por lo que ha hecho esta vez, para que quiera repetirlo.

—¿Y cuánto dijimos que... ?

—Ya lo sabe V., seis mil duros.

El lector recordará que á Juan se le habian prometido tres mil reales, y que Roberto esclamó, cuando aquel le dijo que la tentativa se habia frustrado: Pierdo tres mil duros en el negocio.

El antiguo gefe de policía jugaba tan limpio como seguro.

—No hay inconveniente en dar los seis mil daros, dijo Blanco; pero para la otra vez, es necesario asegurar el golpe.

—Respondo á V. de ello.

—El precio de la otra son doce mil.

Los pequeños ojos del antiguo gefe de policía so agrandaron de repente hasta salirse de las órbitas.

—Veinte mil, añadió Blanco.

—¡Oh! yo respondo á V. de ello.

—Esta vez yo mismo dirigiré la operacion; mas fácil, menos espuesta y mejor pagada, repaso Blanco. Ahora vá V. á recibir en onzas de oro los seis mil duros cabales.

Y Blanco se levantó, cogiendo él mismo una bujía, y dirigiéndose á otra pieza de la casa.

Mientras estos dos personajes se ocupan el uno en dar y el otro en recibir el precio de la infamia que ya conocemos, y ambos del medio que Blanco imaginó para deshacerse de Diego, volvamos á seguir á éste á su casa.

Al subir la escalera, encontró á Juan que por ella bajaba.

—Señor... . díjole Juan al verle.

—Sube conmigo.

Ambos entraron en la habitacion de Diego; Juan se sentó á una seña de aquel que le preguntó, tomando asimismo asiento:

—¿Qué hay de nuevo?

—Roberto se enfadó mucho cuando vió frustrado el golpe.

—Era natural.

—Pero no he caido de su gracia.

—Eso has de procurar sobre todo. ¿Y conociste si quiere volver á intentar el golpe? preguntó Diego.

—Yo se lo propuse.

—¿Y qué dijo?

—Pero le pedí dias de tiempo, motivándolo en que V. debia estar prevenido, y no me contestó nada mas sobre esto.

—¿Que habeis hecho hoy?

—Hoy nada, pero desde anoche hasta la madrugada, hemos acuñado como unas doscientas monedas de á cinco duros.

—  ¿V quién está metido en ese negocio además de Roberto?

—Don Jaime por una parte, Turella, Solana, y creo que tambien D. Antonio Gavia.

—Cuidado tendré, pensó Diego, cuando tenga que cobrar alguna cantidad de esas casas respetables.

Y dirigiéndose a Juan, le volvió á preguntar:

—¿Qué mas?

—Por hoy nada mas. Mañana habrá seguramente una gorda.

—¿Cuál?

Veremos si Turella deposita en el punto en que se le ha dicho, el millon que se le pide bajo pena de asesinarle.

—¿Quién ha de ir á apostarse para recoger el dinero?

—Uno de la compañia.

—Si fueras tu, podrias ahorrarle ese trabajo, porque Turella entregará esta vez el dinero como la otra, que no hizo caso de la carta ni de la amenaza.

Juan se quedó como admirado, al ver que Diego estaba tan en antecedentes acerca de este asunto, sin ocurrirle, pues sabia que Diego iba á la casa dé Turella, el que podia saberlo por boca del mismo baron.

Era que Juan, desde que aquel le adivinó aquellas otras cosas no pensaba nunca en los medios naturales por que pudiera saberlo el señor de Mendoza, sino que, confundido ante la especie de misterio que á éste rodeaba, todo le parecia en él sobrenatural.

—Estás despachado por hoy.

Juan se levantó, saludó con respeto y salió de la habitacion.

—¡Daniel! llamó Diego en seguida.

—Señor.

—Ese hombre que acaba de salir ha sido muy malo, antes, sin embargo, fué muy bueno, y hoy parece que quiere volver al camino del bien. Te doy acerca de él esta esplicacion para que arregles por ella la conducta que has de observar al recibirle. Vendrá todos los dias á verme por órden mia. Recíbele siempre, pero no te descuides nunca.

—Está bien, señor.

—¿Me has entendido?

—Completamente, señor.

—Ahora otra cosa.

Diego se levantó, sacó un pliego de poco volúmen del secreter y un pañal.

Inclinóse al suelo, y con la punta de la hoja levantó un ladrillo de un ángulo de la alcoba, puso el pliego en un hueco practicado de antemano y volvió a colocar el ladrillo diciendo á Daniel:

—Ya ves dónde he metido este pliego.

—Sí, señor.

—Pues bien, si yo muero de muerte violenta, lo sacarás al momento, lo abrirás y cumplirás lo que en él te prevengo, ¿puedo confiar en ello, Daniel?

—Señor, sea lo que fuere, lo juro por la memoria de mi madre.

—Ten presente lo que voy á decirle.

Daniel era todo oidos.

—Hasta que sepas que yo he muerto, no lo has de abrir.

—Entendido, señor.

Si yo falto por causas que pueden sobrevenir, esto es, si estoy dias sin venir á casa y tú no sabes nada de mí, entonces te apoderas del pliego, poniéndolo en paraje mas seguro, á tu discrecion, y esperas, para abrirlo, á que sepas si soy muerto ó no.

—Comprendido, señor.

El acento resuelto y la noble fisonomía de Daniel, dejaron á Diego completamente seguro del cumplimiento del encargo que para un caso desgraciado legaba á su fiel criado.

La prevision de Diego era muy natural; luchaba con un enemigo poderoso, del cual debia temerlo todo, y lo que él principalmente queria era asegurar la sentencia que tenia reservada á Blanco, cumpliéndola él por sí, ó, en la imposibilidad de hacerlo por cualquier evento, dejarla en manos de quien pudiera cumplirla.

Daniel salió del gabinete, y Diego, abandonando por entonces el asunto de Blanco, volvió á entregarse á los melancólicos pensamientos de su triste y desgraciado amor.

Vino el siguiente dia, y lo primero que hizo Diego, fué visitar á la pobre familia Messina.

La causa de Amalia estaba en sumario, y era inútil y prematuro lodo lo que se intentase por entonces para probar la inocencia de la jóven, y sacarla del sitio adonde la habia llevado la mas infame y vil de las calumnias.

Diego aseguró á Margarita que tenia una prueba plena que pondría en evidencia la inculpabilidad de su hija, así que la causa estuviese en estado de admitirla, y la madre sintió renacer en su angustiado pecho, la dulce esperanza que en él derramaban siempre las consoladoras y nobles palabras de Diego.

A la hora misma, poco mas ó menos, del dia anterior, éste volvió á ver á Blanco.

Al entrar en el gabinete, Diego observó en la fisonomía del capitan negrero una alteracion particular.

No lo estrañó sin embargo, pues recordó las fuertes y desagradables impresiones que Blanco recibiera el dia anterior y cuya huella no habia de borrarse tan fácilmente de su rostro, cuando existia aun la causa misma en su corazon.

—Señor D. Pedro... . dijo saludándole.

—Adios, señor de Mendoza.

—¿Cómo está V.?

—Muy bien.

—¡Ah! me alegro mucho, dijo Diego estrañando entonces el tono de Blanco.

—Siéntese V., le dijo éste.

le señaló el mismo sitio del sofá en donde acostumbraban sentarse las otras veces.

Diego se sentó, y Blanco lo efectuó tambien á su lado.

Conforme estaba Diego ea el sofá, daba la espalda á la puerta vidriera de la alcoba.

—¿Con que está V. bien? volvió á preguntar á Blanco.

—Sí, dijo éste. Con desesperarme, pierdo mas, y he resuelto entregarme por completo á su voluntad.

Las palabras de Blanco no podian ser sinceras.

Diego lo pensaba así, ¿pero cuál era la segunda intencion que sin duda encubrian?

.Esto era lo que Diego queria adivinar.

—Varaos á ver entonces, prosiguió: ¿el recibo de la Casa de Caridad?

—¡Ah! todas las cosas no se hacen en un dia, respondió Blanco con calma.

Diego le miraba, estrañando, mas que sus palabras, el tono con que aquel las pronunciaba.

—¡Ah! ¿Con que no se hace en un dia?...

—Usted lo dijo en otra ocasion, repuso Blanco con la misma tranquilidad.

—¿Qué será esto? se preguntaba Diego interiormente. Este hombre habla sin miedo y con un tono tan distinto de los demás dias.

Y dirigiéndose á Blanco, continuó:

—Me parece, señor D. Pedro, que V. imagina algo.

—¡Yo!—Sí, y cuidado con ello, porque le costaria muy caro luego—¿A mí? Según.

A Diego no le quedó ya la menor duda de que Blanco intentaba rebelársele de nuevo.

—¿Pero es posible que sea V. tan torpe? le preguntó Diego. Blanco fué á responderle, pero no pudo porque un estornudo le cortó la palabra.

—¡Jesús! dijo Diego irónicamente.

—¡Etchum! ¡etchum! ¡etchum!

Blanco estornudaba sin parar.

—Pero ¿qué diablos tiene V.? dijo Diego inclinándole á él.

Los ojos de Blanco brillaron de un modo feroz.

En este momento Diego se sintió de repente cogido por la espalda por dos hombres que salieron de la alcoba á los estornudos de Blanco.

—¡Infam...

Diego no pudo concluir.

Al tiempo de cogerle los brazos los hombres que so le echaron encima por la espalda, Blanco le tapó la boca con un pañuelo que le ató fuertemente al cogote.

Diego levantó un pié dando á Blanco una fuerte patada.

—Sí, patea, patea, esclamó éste, ¡ya eres mio!

Diego quedó en breve, tapada la boca y atado de brazos y piernas, sobre el sofá.

Sus ojos lanzaban rayos de cólera, ya mirando á Blanco, ya á los dos hombres que le habian aprisionado.

Estos eran Roberto y D. Jaime Hernandez, el antiguo gefe de policía.

CAPÍTULO XXIV.
La cueva.

UNA sola circunstancia, en medio de la inesperada sorpresa que sufrió Diego, podia aumentar el natural furor hijo de la apuradísima situacion en que de repente se encontraba, y esta circunstancia era la de ver en los dos hombres que le aprisionaron, á los mismos precisamente que, despues de Blanco, mayor ódio le inspiraban.

En vano Diego forcejó en un principio, agolando toda la poderosa fuerza de que estaba dolado: cogido por la espalda, en una posicion sumamente desventajosa como era la de hallarse sentado cuando le cogieron, y con tres hombres encima, pues Blanco so unió en seguida á Roberto y ¿D, Jaime, era imposible que Diego pudiera vencer la fuerza de los tres, falto además de respiracion, pues Blanco, como antes hemos dicho, lo primero que hizo, fué taparle la boca.

—¡A la alcoba! esclamó Blanco así que los otros dos hubieron atado á Diego de brazos y piernas con una cuerda de antemano prevenida.

Roberto y D. Jaime le cogieron ni mas ni menos que hubieran podido hacerlo con un fardo, y lo dejaron sobre la cama de Blanco.

—¡Ahora le registraremos! dijo Blanco, metiendo la mano en los bolsillos de Diego.

Sus dos compañeros le imitaron.

Sacáronle todos los papeles que encima llevaba, los cuales cogió Blanco con avidez, llevándoselos fuera de la alcoba.

Roberto y D. Jaime quedaron con Diego.

Aquel siguió registrando á éste hasta las botas. Se metió en el bolsillo cuanto dinero le encontró, y al conocer, por el tacto, que en una de las faltriqueras Diego tenia una llave, dijo:

—Ya no tiene nada mas encima.

El antiguo gefe de policía, que sabia quedaba Diego bien asegurado, salió de la alcoba á preguntar lo que habian de hacer á Blanco, que, como le oímos indicar en el anterior capítulo, era el que dirigia la operacion.

Roberto, apenas salió el antiguo gefe de policía de la alcoba, volvió á tentar el bolsillo de la llave, la sacó y se la guardó en el suyo.

Esta llave era la de dobles guardas que Diego llevaba siempre consigo, y que abría la puerta de la calle y de la habitacion.

Roberto salió tambien de la alcoba despues de esto.

El señor Blanco estaba examinando sobre la mesa los papeles que habian quitado á Diego, con una ansiedad difícil de esplicar.

—¡No hay aquí nada mio! esclamó viendo el último.

—Y ahora, ¿qué hacemos, D. Pedro? ¿le rematamos? preguntó D. Jaime.

—No habrá necesidad, porque creo que se ha ahogado ya, dijo Roberto.

—¡Cómo! esclamó entonces Blanco con grande ansiedad.

—Sí, repuso Roberto; como el pañuelo le priva la respiracion por la boca y la nariz...

—¡Ah! ¡Aflojárselo! ¡aflojárselo, en seguida! gritó Blanco corriendo á la alcoba.

—¿Pues no queria que muriera? preguntó Roberto á D. Jaime.

—Así lo tenia yo entendido, respondió éste; en fin, veremos.

Blanco se puso pálido como la muerte al ver á Diego con el rostro hinchado y de un color cárdeno, efecto de la sofocacion que sufria.

¡Ah! ¡no me conviene que muera todavia! esclamó.

Y al instante le aflojó el pañuelo que tan fuertemente le oprimia la boca y la nariz.

Diego hizo al momento una grande aspiracion, exhalando un quejido profundo de su pecho.

Blanco respiró tambien, esclamando al mismo tiempo:

—¡Vive todavia!

Y se puso a observarle atentamente.

El color morado del rostro de Diego, efecto de la sangre en él agolpada, fué bajando por instantes.

Su pecho palpitaba fuertemente, y sus ojos permanecian cerrados.

—¡Señor de Mendoza! dijo Blanco llamándole.

Diego no respondió.

Habia perdido el sentido.

En aquel momento de supremo furor habia esperimentado un efecto parecido ó igual al que sintió cuando recibió el bofeton en la cubierta del negrero.

La sangre, encendida de repente al fuego del corazon que ardia, exaltaba el cerebro al punto de trastornarle en los primeros momentos, y rendirle luego, paralizando por completo sus facultades.

—Está sin sentido, esclamó Blanco.

—Usted dirá qué es lo que se ha de hacer, dijo D, Jaime.

—A ver siesta bien asegurado... observó Blanco tocándolos nudos de la cuerda que sujetaba á Diego.

—¡Ah! lo que es por eso, no hay cuidado, observó Roberto; bien se podia dejarle conforme esta hasta el dia del juicio, seguro que no habia de moverse aunque volviera en sí,—Eso es lo que á mí me importa, dijo Blanco, que vuelva en sí.

—Pero no será cosa de llamar un médico, observó D. Jaime chanceándose.

—Eso es, respondió Blanco sonriendo á la chanza, en mejor ocasion.

—¡Ah! no tenga V. cuidado, lo que es porque vuelva en sí, volverá. Eso es efecto del sofocon y nada mas, dijo D. Jaime.

—Yaya pues, salgamos ahí al gabinete, y dejémosle un momento, dijo Blanco.

—Si para eso no hay como la calma, repuso D. Jaime, siempre en tono de chanza.

Salieron al gabinete, y Blanco les dijo:

—Pues señor, ya hemos conseguido lo principal, que es aprisionarle.

—Ahora V. dirá.

—Me conviene tener ese hombre vivo y á mi disposicion algunos dias, dijo Blanco.

—Nada mas fácil, lo tendrá tantos dias como V. quiera; en esto V. es dueño, respondió D. Jaime, pero con el bien entendido que ese hombre ha de morir.

—¡Ah! eso desde luego, añadió Blanco.

—Digo esto, porque al cogerle me ha mirado, añadió el antiguo gefe de policía, y de seguro me conoceria el dia de mañana, pues ya me ha visto y hasta hablado otras veces.

—En eso no hay cuidado, pues harto, valgo mas que á V., me interesa á mí el quitarle del medio, dijo Blanco.

—Pues diga V. lo que se ha de hacer por ahora, volvió á preguntar D. Jaime.

—Lo primero es buscar un sitio donde se le pueda guardar con seguridad hasta que á mí me convenga, respondió Blanco.

—Supongo, dijo entonces el antiguo gefe de policía, con un lo no de horrible sarcasmo, que no querrá V. un palacio.

—Cualquier parte, con tal que sea sitio seguro y se le pueda meter y sacar con sigilo.

—Entonces, observó Roberto, dirigiéndose á D. Jaime, quizá la casa aquella.

—¿La fábrica?... preguntó D. Jaime.

—Sí.

—¿Hay cueva en ella, segun creo?

—Y buena, respondió Roberto.

—Pero es que cuando vayan los chicos.

—No se oirá nada. A la cueva se baja por una trampa que hay al otro estremo del palio, y una vez dentro, ya puede gritar.

—Diga V., D. Pedro, preguntó á Blanco el antiguo gefe de policía, ya que, segun V. dice, ese señor ha de estar por pocos dias alojado allí donde le llevemos, ¿se hallaria bien en una cueva?

—¡Oh! perfectamente.

—Pues tenemos á su disposicion una que no se encontraria mejor en lodo Barcelona, dijo Roberto.

En esto so oyó un quejido dentro de la alcoba.

Blanco se levantó de repente, entrando en ella de un salto.

Los otros dos se quedaron impasibles en los asientos.

—Y diga V., preguntó Roberto acercándose á D. Jaime así que Blanco se levantó, mirando con recelo á la alcoba, y bajando la voz; ¿los veinte mil duros han de ser ahora?...

—No sé, respondió Jaime en el mismo tono bajo.

—Como lo principal ya está hecho.

—Veremos, veremos, concluyó D. Jaime poniéndose el índice en los labios para dar á entender á Roberto que no convenia hablar allí de aquel asunto.

—Blanco hizo salir á Roberto y á D. Jaime al salon, á fin de que no oyesen lo que iba á hablar con Diego.

—¿Qué es eso, señor de Mendoza? preguntó Blanco á Diego así que hubo entrado en la alcoba.

Diego habia ya vuelto en sí.

Abrió los ojos, quiso moverse, pero se lo impidieron las fuertes ligaduras de la cuerda que le sujetaba; tendió una mirada á su alrededor, reconoció la alcoba de Blanco y sus ojos tropezaron con el rostro de éste, que acababa de acercarse á la cabecera de la cama.

Entonces adquirió Diego la conciencia de su fatalísima posicion.

—¡Ah! ¡estoy perdido! esclamó para sí.

Blanco, viendo ya en su poder y completamente asegurado al hombre que tanto le daba que temer, y sintiendo entonces agudo como nunca todo el deseo de la venganza que abrigaba su pecho, quiso saborear el placer de la misma en toda la estension de que era capaz y le permitia la situacion.

Así empezó por tomar aquel mismo tono irónico que con él habia usado antes Mendoza, y le repitió la primera pregunta:

—¿Qué es eso, señor de Mendoza?

Diego volvió á mirarle, y respondió:

—¡Ah! ¡pudiste jugarme una de las luyas!

—¡Quiá! ¡si no es mas que una mera chanza!... repuso Blanco, queriendo hacer el irónico.

—¿Pero vas á tenerme mucho tiempo así, atado tan bárbaramente?

—Es necesario, nada mas, para que satisfaga V. una ó dos preguntas. Luego queda V. libre, señor de Mendoza.

Este se sonrió amargamente, echando á Blanco una mirada de desprecio.

—Con que, vamos á ver: en primer lugar me dirá V. quién es...

—¡Qué necio! balbuceó Diego.

—Y luego, cómo y por qué medios ha venido á saber secretos mios que yo no tengo ahora el menor inconveniente en hacer á V. la confianza de que son verdad.

—¿Con que lodo eso quieres saber? preguntó Diego.

—Eso por ahora.

Diego dió media vuelta sobre la cama, como obligado á variar de posicion por el fuerte dolor que le daban las ligaduras de la cuerda, y respondió:

—A lo primero te diré, que soy el hombre que te aborrece de muerte; y á lo segundo, que la justicia de Dios, que no deja nunca impunes en la tierra crímenes tan abominables como los tuyos, me puso en el camino de encontrar las pruebas, para con ellas castigarte y vengar á tantos infelices como has perdido.

—Está bien. ¿Y esas pruebas?...

—¿Qué quieres decir?

—¿No medirá V. dónde están?

Diego no podia sufrir el dolor que la cuerda, tan fuertemente apretada, le producia en los brazos y las piernas.

Blanco contemplaba con feroz placer la espresion de ese dolor en la fisonomía de Diego.

—¡Ah! veo que sufre V. bastante... y lo siento con el alma, señor de Mendoza: yo, sin embargo, estoy pronto á quitar á V. inmediatamente ese sufrimiento.

Diego, en medio de su amargura, volvió á mirar á Blanco, son riéndose con soberano desden.

—Vamos á ver, prosiguió el capitan negrero; las pruebas, dígame V. dónde tiene las pruebas.

—¡Nunca! respondió Diego.

—¡Cómo!

—¡Nunca! ya lo lie dicho.

Blanco dejó aquí el tono que tan mal y tan fuera de su terreno habia usado, y volvió á ser lo que realmente era, un lobo marino que empezó á bufar de coraje al oir el acento de resolucion con que Diego pronunció la palabra ¡nunca!

—¿Pero sabes, desgraciado, á lo que te espones?

—Me lo figuro, respondió Diego con la tranquila resignacion del hombre dispuesto ó, no ceder ni aun delante de la muerte misma.

—¿Sabes, prosiguió Blanco, lo que es hallarte bajo mi poder, con el odio que yo te tengo?

—Te conozco y lo sé.

—Pues bien; entonces debes saber que son horribles los martirios que te aguardan, antes de que mueras como un perro, sino satisfaces la exigencia mia en lo que le pido.

—He dicho que te conocia, y esto me evita el repetirte que lo espero todo de tí. Por consiguiente, es inútil toda proposicion. Si ayer desprecié tus ofertas cuando me brindabas con toda la fortuna, hoy desprecio lo mismo tus amenazas, por mas que me anuncien la mayor de mis desgracias.

Blanco no dijo á esto una palabra. Volvió á coger el pañuelo, y atólo, tapando con él otra vez la boca á Diego.

Pero esta vez el capitan negrero tuvo buen cuidado de ponérselo de manera que, si le impedia hablar, no le cortase la respiracion.

En seguida salió á encontrar á Roberto y á D. Jaime, que conversaban en el salon.

—He sido todo lo torpe que podia ser, esclamó Diego, así que Blanco hubo salido de la alcoba..

Efectivamente, á Diego le faltó la prevision al frecuentar tan á menudo la casa de Blanco, pues aunque iba prevenido para el caso de que éste intentara atacarle en su casa, debia haber previsto una asechanza como la que tuvo lugar aquella tarde.

Esta falta de prevision que Diego se achacaba, aumentaba mas y mas su sufrimiento en aquel entonces.

Pasó la tarde, entró la noche, y un silencio sepulcral reinaba en la alcoba, como asimismo en el gabinete á que estaba contigua.

Diego estrañaba el que tantas horas pasaran sin ver á nadie, y su imaginacion se perdia en un laberinto de conjeturas acerca de los planes que Blanco pudiera tener respecto de su persona.

Su cuerpo, además, sufria horriblemente.

Aunque estaba en una blanda y bien mullida cama, no aliviaba esto en lo mas mínimo sus dolores; todo lo contrario, el calor del cuerpo, que no solo conservaba, sino que aumentaba el mullido lecho, imprimia mayor vigor á la sangre, que, contenida en las estremidades por el dique de las ligaduras, hinchaba la piel, haciendo mas vivos y agudos sus dolores.

A las dos de la madrugada, dos hombres penetraron en la alcoba.

Ambos llevaban capa y una gran barba que les cubria la mitad del rostro.

Diego sintió, al verles, como una especie de terror.

Sin decir palabra, lo cogieron y examinaron si el pañuelo de la boca estaba bien puesto para que aquel no pudiese dar la menor voz.

Presto se convencieron de ello.

Al levantar á Diego, éste sintió un dolor agudísimo, y los dos hombres que á su lado estaban, oyeron apenas el ronco y profundo quejido que exhaló su pecho.

Diego no podia tenerse en pié.

En brazos lo llevaron escalera ahajo hasta la puerta de la calle. Allí sacaron una capa, con la cual le cubrieron, y cogiéndole uno de cada brazo, salieron de la casa de Blanco.

—No hay nadie en la calle: dijo uno.

Diego conoció la voz de Roberto.

Echó una mirada escrutadora al rostro del otro y su vista descubrió, á pesar de la postiza barba, la chata catadura y ojos de gato del antiguo gefe de policía.

Embozaron á Diego en la capa que le habian puesto y echaron á andar, llevándole, como hemos dicho, entre ambos y cogido de los brazos.

Cada paso que daba Diego, era una espina agudísima que se clavaba en su alma, tal era el dolor que le producia en sus lacerados miembros el brusco movimiento de la marcha á que le obligaban.

De esta suerte anduvieron atravesando varias calles, sin pararse sino el momento en que la vista de algun transeúnte les hacia detener. Entonces so paraban, y formando corro los tres, él, D. Jaime y Roberto, empezaban estos á hablar de cosas indiferentes. El transeúnte, si acaso se fijaba en el grupo, veia tres hombres que amigablemente, al parecer, platicaban, y seguia, sin cuidarse de ello, su camino. Así que se hallaba á la distancia conveniente, el grupo volvia á emprender su marcha hácia el punto de su destino.

—¡Pero á dónde me llevarán, Dios mio! pensaba Diego mientras andaba á tropezones, exhalando el alma en cada suspiro.

El grupo se paró por fin ante una casa de una de las calles cercanas á Muralla.

La calle y la casa eran las mismas en que viraos entrar una de las pasadas noches á D. Jaime, esto es, la casa de los monederos falsos.

Roberto abrió y entraron.

Despues de vuelta á cerrar la puerta, atravesaron la casa, pasando por aquella cuadra en donde estaba la máquina de la moneda, que ya conocemos, y abriendo una pequeña puerta, salieron al patio. Llegaron al fondo de éste, y se metieron debajo de un estrecho cobertizo.

Al entrar en él, Roberto sacó otra llave, inclinóse al suelo, la llave sonó en una cerradura y se levantó seguidamente una trampa de madera.

—¡Esta vá á ser mi sepultura! pensó Diego.

Hasta allí la luz de la lana les habia permitido andar sin el auxilio de otra luz artificial.

Roberto sacó un cabo de vela, lo encendió con un fósforo y el grupo penetró en la trampa.

Despues de una pendiente de veinte ó treinta piés, llegaron á un espacio ancho de cinco ó seis metros.

En un rincon habia un monton de paja, al lado un jarro con agua y un pedazo de pan encima del jarro.

En la pared y junto á la paja, una argolla de hierro, de la que pendia una gruesa y pesada cadena.

Echaron á Diego sobre la paja, pusiéronle en un pié un grillete que habia al estremo de la cadena, le quitaron la cuerda y el pañuelo de la boca, y salieron sin decir palabra.

—¿No me dejais siquiera una luz? esclamó Diego.

Ninguno de los dos esbirros contestó.

Al cabo de un momento, Diego oyó como la trampa caia y el ruido de la llave que volvia á dejarla cerrada.

CAPÍTULO XXV.
El corazon de Daniel.

EL primero que notó la falta de Diego, fué naturalmente su fiel criado Daniel.

La primera noche que faltó á su casa, donde mas tarde ó mas temprano no habia dejado nunca de ir á recogerse, Daniel esperimentó ya una fuerte zozobra, que fué en aumento á medida que iban pasando las horas del dia siguiente, y subió, á su último punto cuando llegó y pasó tambien la segunda noche y Diego no habia parecido aun por su casa.

Éste creia, visto el sentimiento de gratitud que tan claramente manifestó Daniel en sus palabras y en sus acciones, que el leal criado le tenia una verdadera estimacion; pero para conocer hasta qué punto llegaba ésta en el corazon del antiguo soldado para con la persona que tan hidalgamente le amparara en su desgracia, era preciso que Diego hubiese visto en el rostro de aquel la espresion del profundo desconsuelo y marcada desesperacion que le cubria.

—¡Qué habrá sucedido á mi amo, Dios mio! se preguntaba Daniel la segunda noche, dándose con la mano en la frente y sentado en una silla con la cabeza baja, como abrumada por el peso de su pensamiento.

Y volvia á levantarse dando pasos y vueltas en el salon, hasta que, mareado de sí mismo, caia otra vez sentado en la silla.

—¡Oh! sí, volvia á esclamar; á la fuerza ha debido sucederle alguna desgracia.

El corazon del fiel criado lo adivinaba; pero ¡cuán lejos estaba de suponer ni de imaginarse las circunstancias de esa desgracia!

—¡Ah! ¡y yo, seguia pensando, sin un camino, sin un indicio que pueda darme una luz!... Si pregunto á la casa del señor de Sans, que sé yo que visita, tal vez cometa una indiscrecion: y luego si no ha sucedido nada, vá á incomodarse conmigo Pero ¡sí, sí.

algo ha sucedido! ahora recuerdo: anteayer me dejó un encargo respecto del pliego aquel que escondió debajo del ladrillo de la alcoba... ¡Ah! ¡Él preveia algo entonces!... Pero ¿cómo no me dijo mas?... el camino siquiera de llegar á saberlo, ó la conducta que debia yo observar preguntando ó callando en un caso semejante?...

La imaginacion de Daniel, al impulso del cariño que profesaba á su amo, se perdia en reflexiones y conjeturas.

—Nada, aguardemos un poco mas; acaso yo me exalto sin motivo. Él me previno solamente, que si sucedia lo que ya sucede hoy, me apoderase del pliego y lo guardase en lugar sino, y que no lo abriese hasta saber su muerte. No me dijo mas. Cumplamos.

Y dirigiéndose á la alcoba, sacó el pliego de debajo del ladrillo.

El pliego, como es de suponer, estaba sellado.

En él habia un sobrescrito.

Daniel lo leyó, y dos gruesas lágrimas asomaron á sus ojos.

Era letra de Mendoza, y el sobre decia:

«A mi fiel criado Daniel, para despues de mi muerte.»

Se comprende el sentimiento de Daniel.

Aquel amo tan querido le daba otra muestra, la mas grande de su confianza, acordándose de él para un encargo que debia ser grave é importante, pues en tales términos y para tal tiempo se lo legaba; y esto enterneció de nuevo al fiel criado, que al leer el sobre, le pareció oir la voz de su amo ya desde la otra vida.

—¡Me dijo que lo guardara en lugar seguro! ¿dónde mejor que sobre mi corazon? con la vida y no de otra suerte podrian arrancármelo de este sitio!

Y esto diciendo, Daniel quitóse el chaleco, descosió el forro de un lado del pecho, metió el pliego entre las dos telas, volvió á coser lo descosido, y se puso otra vez el chaleco, para no quitárselo de encima, sin duda, ni aun durmiendo.

Dejemos por ahora á Daniel, y volvamos á la oscura cueva donde se halla prisionero su amo.

Se habian pasado dos dias y dos noches.

Diego, echado sobre un puñado de paja, en un subterráneo sumamente húmedo, sin luz y sin otro alimento que el pan que aun no habia probado, y el agua que habia probado menos todavia, estaba sufriendo lo que no habia sufrido aun en toda su vida.

—Este infame, se decia, me tendrá aquí hasta que le plazca, y luego me dejará morir de hambre ó me mandará asesinar, si es que no quiere darse este placer haciéndolo por sí mismo. ¡Ah! ¡y cómo, Dios mío, has podido permitirlo! Si no habia yo de poder cumplir tu justicia con ese tigre, ¿cómo hiciste llegar á mis manos las pruebas, de sus crímenes para que yo me perdiera en lugar de perderle con ellas? ¡Las pruebas! ¡eso es lo que el infame quiere! Me registraron, quitóme todos los papeles... ¡Ah! ¡cuán bien hice en confiarlos á la fidelidad de Daniel! ¡El pobre qué pensará!... Si yo muero, como es cierto que moriré, tengo la esperanza que cumplirá mi legado. ¡Ah! ¡con esta esperanza ya no siento tanto la muerte! Pero, ¿y Roberto? ¿y el gefe de policía? la esos no les alcanza el legado de Daniel! ¡quedarán impunes!

Esta idea era la que mas desesperaba á Diego.

Como hemos dicho, hacia dos dias que no tomaba alimento, y la debilidad iba rápidamente apoderándose de su cuerpo, harto castigado además con la inclemencia del sitio y los dolores de su alma.

—No desmayemos todavia, se dijo, acudiendo á ese recurso que las almas fuertes encuentran siempre en sí mismas, para defenderse en las mas críticas situaciones. Siento que no puedo pasar mas tiempo sin comer; por aquí debe estar el pan que vi sobre el jarro cuando me bajaron y escondiendo la mano, tentó y dió con lo que buscaba.

Comio el pan y bebió agua.

Apenas concluyó, oyóse el ruido de la llave en la cerradura de la trampa.

El corazon de Diego esperimentó un inevitable y fuerte sobresalto.

Su respiracion se contuvo, abrió los ojos, naturalmente, y aguzó el oido.

Despues del ruido de la llave, un rayo de luz descendió por la pendiente, y se oyeron los pasos de un hombre, resonando en el fondo de la cueva.

La luz era artificial, y la llevaba en la mano el hombre que descendia al subterráneo.

Diego tenia los ojos fijos en el sitio por donde aquel bajaba.

La figura del hombre apareció al fin, pero Diego no pudo reconocerle.

La luz dió de lleno en sus ojos, obligándole á cerrarlos al herirles con sus rayos.

El tiempo que habia permanecido á oscuras, era suficiente para que luego quedase deslumbrado al ver de nuevo la luz.

[]

El hombre estaba ya á su lado, y Diego no habia abierto los ojos todavia.

—¡Ola! ¡ola! dijo aquel; ¡parece que hemos comido toda la racion! ¡diantre, y qué apetito tiene V., señor de Mendoza!

Diego no necesitaba ya verle para conocerle.

El hombre era Blanco.

Al oir su voz, el cuerpo de Diego dió un sacudimiento nervioso de piés á cabeza.

Blanco dejó la linterna sorda que llevaba en el suelo, y se sentó en una piedra que habia en la cueva, algo distante del sitio en que estaba Diego.

—¿Y qué tal, señor de Mendoza, prueba bien la nueva habitacion? dijo luego de haberse sentado.

Diego no contestó á esta pregunta tan baja como repugnante.

Él comprendia sí que á un hombre se le hiciera sufrir, pues ya hemos visto cómo lo hacia con el mismo Blanco; pero en medio de esto le repugnaba la brutalidad en el martirio, y hé aquí lo que mas sentia en manos y bajo el poder de un hombre como era el traficante de negros.

—¡Qué! ¿no merezco yo respuesta? repuso éste queriendo imitar el tono irónico que otras veces habia usado Mendoza con él.

Diego empezó á abrir los ojos, y dijo:

—Mientras se me trate de una manera tan soez y tan brutal, no esperes de mí la menor respuesta.

—¡Pues qué! ¿no he usado yo buen modo por ventura? ¿O es que se queja V. del alojamiento? ¡Ah! en ese caso, V. tiene la culpa, si no habita otro mejor; por ejemplo, el mismo de V. de la calle de la Princesa.

Diego le miró sonriéndose amargamente.

—Ea, vamos á cuentas, repuso Blanco. Hace dos dias y dos noches que está V. aquí, donde comprendo no puedo probarle á Y, mucho, pues en tan corto tiempo está V. casi desconocido: así considere V. mismo, que con pocos dias mas de permanencia en este sitio, so muere irremisiblemente, ¿comprende V. esto?

—Sí, ¿y qué?

—¿Cómo y qué? ¿quiere V. morir, ó quiere V. vivir?

—  ¡Necia pregunta! respondió Diego con desden.

—¿Es decir, que todavia desprecias mi proposicion? volvió á preguntar Blanco.

—La adivino y la desprecio, repuso Diego. Tú quieres proponerme la libertad á cambio de las pruebas de tu crímen, que era necesario le entregase yo antes de salir de aquí, para destruirlas primero y luego asesinarme.

—¿No fiarías de mi palabra?... preguntó Blanco torpemente.

—¡Tu palabra!... La garantia de esta es el honor del hombre, y tú ¿dónde tienes esto último para que se tenga fé en aquella?

Blanco cerró los puños, apretando los dientes, que rechinaron en la cueva produciendo un sonido estraño, y sus ojos lanzaron dos chispas de coraje al hacer un movimiento hacia Diego que contuvo inmediatamente.

—¡Ven á mil ¿qué te detiene? ¡estoy inerme y aherrojado! ven y ceba tu rábia y tu furor. Será una hazaña digna en un todo de un hombre cobarde como tú.

Blanco, á pesar de su coraje, oia pasmado estas palabras de boca de un hombre en aquella situacion. Con mucho menos se habia él humillado antes, y hasta casi llorado delante de Diego. Verdad es que de ano á otro habia gran diferencia.

—Tú le crees acaso alcanzar algo con mi muerte?

Aquí Blanco palideció.

Empezaba á comprender lo que antes habia sospechado.

—Conseguirás, añadió Diego, matarme á mí, pero no las pruebas de tu crímen, que me sobrevivirán para perseguirte de quiera hasta vengarme.

—Con que, ¿es decir, preguntó Blanco, que has hecho pasar esas pruebas á otras manos?

—Previendo afortunadamente que podia llegar á ser víctima de una asechanza luya.

Blanco reflexionó un momento.

Luego dijo:

—¿Y tú crees con esto librarte de mis manos?

—No creo nada.

—Entonces.

—Solo sí, y esto le lo digo aquí, que únicamente saliendo yo de este sitio Ubre como antes, podrás permanecer en el mundo con la consideracion y el nombre que tienes hoy.

—Voy á proponerte un trato, dijo Blanco: si yo le dejo salir, ¿me entregarás luego esas pruebas?.

—No, respondió Diego sin vacilar.

Blanco se quedó verdaderamente pasmado ante semejante muestra de valor y entereza.

Diego no sabia mentir ni por el recelo de la muerte, aun cuando obtuviese su palabra un hombre como Blanco.

—Es imposible, se dijo Blanco, tanto valor en un hombre. Luego añadió con voz alta:

—¿Pero tú sabes que de otra manera vas á morir?

—Creo que si no muero aquí de hambre ó por consuncion, me asesinarás el dia que mejor te plazca.

La calma con que Diego pronunció estas palabras, acabó de descorazonar á Blanco.

Éste dijo no obstante:

—¿Y si yo le dijera que vá á ser hoy mismo?

—Tanto mejor para mí, y peor para tí.

—¿Que vá á ser en este instante? repitió Blanco con acento feroz—Mejor, respondió Diego con la misma calma.

Blanco dió un silbido, y repitió:

—¿Lo has pensado bien?

—Sí.

Un hombre bajó á la cueva con chaqueta y un puñal en la mano.

¡Despáchale! dijo Blanco.

Diego se apartó del pecho las solapas del gaban, esclamando:

—¡Hiere, asesino!

El hombre levantó el puñal.

—¡Detente! esclamó Blanco.

Y en seguida dijo para sí:

—¡Oh! ¡se deja matar!... ¡es verdad que otro tiene el encargo! Luego, para disimular, añadió en alta voz.

—No basta que muera así tan de repente; he pensado otra cosa,—Usted mismo, dijo fríamente el asesino.

Diego conoció la voz de Roberto, cuyo rostro apareció desfigurado por una gorra catalana que tenia puesta hasta las orejas y la espesa barba postiza que le cubria la mitad de la cara.

—Le bajarás otro pedazo de pan, dijo Blanco á Roberto, la muerte por hambre es demasiado benigna, y ha de ser de otro género.

Y en seguida, dirigiéndose á Diego, esclamó con acento enfurecido:

—¡En el infierno padecerías menos!

Diego contestó á estas palabras con otra sonrisa de soberano desden, Blanco y Roberto subieron otra vez la rampa ó la pendiente de la cueva.

Al llegar arriba y despues de haberse cerrado la trampa, aquel dijo á éste:

—Ya ha visto V. qué firmeza de carácter y qué tenacidad!

—Efectivamente.

—  ¡Se dejaba matar!

—  ¡Ir con qué serenidad! eso hombre tiene un corazon como una catedral, añadió Roberto.

—Sí, en verdad; y está visto, no se consigue nada de él, esclamó Blanco.

—Es que, por otra parte, dijo Roberto, hace poco tiempo que está ahí.

—Sí, pero la muerte, ya ves, cuando ante la muerte, no ha cedido.

—No importa: hombres de este temple que no ceden á la muerte, suelen ceder luego al fastidio, al aburrimiento y á los dolores de otro género.

Es inútil que digamos al lector que Roberto era práctico en el asunto, cuando con tanto aplomo daba su opinion acerca de la tenacidad de Diego en aquella situacion.

—No lo veo fácil, repuso Blanco, que recordaba la firmeza de las contestaciones de Diego.

—Alguno he visto yo tan testarudo, y á los quince ó veinte dias de estar en un sitio como ese, ha cedido, insistió fríamente Roberto.

Blanco quedó como perplejo.

—No sé qué hacer.

—Haga V. lo que quiera, dijo Roberto; si quiere que lo despachemos, es negocio de momentos nada mas... —Por ahora qué sé yo dijo Blanco, en quien duraba la misma perplejidad.

—Eso segun lo que V. vea y espere de él, sabrá si le conviene dejarle por ahora. Ahí bien guardado se está, y yo esperaría unos dias.

Blanco se puso á reflexionar unos momentos.

Roberto contemplaba su indecision, esperando mudo la órden de aquel.

—Bájale, pues, otro pedazo de pan, dijo Blanco resolviéndose al fin,sin saludar á Roberto, salió de la casa, dejando á Diego bajo su custodia.

CAPÍTULO XXVI.
Consecuencias de la desaparicion de Diego.

BLANCO temió evidentemente la amenaza que envolvian las palabras de Diego.

La prueba de las espresiones que éste profirió, fué harto clara, cuando tan resuelto se resignó á morir, para que el capitan negrero no la creyese verdadera. El miedo de lo que vendria despues, le hizo detener el brazo del asesino.

De otra manera, lo que Diego en presentarle las pruebas, hubiese tardado Blanco en darle la muerte, por mas que le hubiese antes prometido mil veces la vida y la libertad.

Diego, cuya penetracion no era escasa, y que sabia el sumo placer que tendria Blanco en poderle asesinar sin ningun recelo, al observar la contraorden de éste, conoció tambien el motivo, felicitándose en su interior por el buen resultado de su conducta en aquellos momentos tan críticos.

De todas maneras, vivia aun, y la persona que podia decretar su muerte, estaba interesada en conservarle la vida.

Esto no era poco, en medio de tan horrible situacion.

Mientras pasan algunos dias, durante los cuales Blanco intenta apurar la paciencia de Diego, para obligarle al objeto que sabemos, preciso es que le abandonemos, ya que la suerte quiere que sea completa su soledad, para trasladarnos á la casa de la familia Messina.

En medio del natural disgusto que sentia Margarita por el suceso de su bija, esperimentó no poco consuelo á su afliccion con el noble interés que el señor de Mendoza se habia tomado por la familia.

Hacía tres dias, sin embargo, que el caritativo caballero no se habia dejado ver en la casa de Margarita.

Ésta hizo, naturalmente, varias conjeturas, pues aunque de poco le conocia, no habia pasado sin verle tanto tiempo.

La madre de Amalia ansiaba mucho mas en aquellos dias la presencia de su protector, por cuanto sabia que la causa de la niña, que se llevaba con bastante rapidez, iba á salir del estado de sumario, y aquel le habia dicho que en su caso y lugar, tenia pruebas que presentaría para probar la inocencia de su hija.

Margarita veia este caso próximo, y hé aquí una de las principales causas de su ansiedad, á la cual no era ajeno el cariño verdadero por Mendoza, cariño que engendra siempre la gratitud por los beneficios que se reciben, y tanto mas si se emplea en estos la delicada forma con que supo Diego revestirlos.

Margarita, aunque en la cama todavia, estaba ya muy aliviada, habiendo podido atender á sus necesidades con el socorro pecuniario que habia recibido aquellos dias.

Era una mañana, y con olla se hallaban sus pequeñuelos, de los cuales, el mayor, Ramon, tenia solo diez años.

Llamaron á la puerta.

Ramon abrió, y el casero que ya conocemos entró en la pequeña habitacion.

Por primera voz, desde mucho tiempo, sintió Margarita, cierta alegría en lugar del dolor que por lo comun solia ocasionarle la presencia de semejante huésped.

—Buenos dias, dijo éste al entrar.

—Muy buenos dias tenga V., señor.

—Vamos ¿ya tiene V. arreglado eso? se apresuró á preguntar el procurador de Blanco, sin dejar concluir á Margarita la contestacion al saludo.

—Sí, señor, ya está arreglado, contestó ésta.

—Veamos pues.

Margarita metió la mano debajo de la almohada, y sacó un papel que presentó al casero diciéndole:

—Tome V.

—¿Y qué es eso? dijo el casero sin desdoblar el papel.

—Sírvase V. leerlo.

El casero lo desdobló y leyó para sí:

«la familia Messina, que vive en mi casa de la calle de Robador, está relevada de pagar alquiler.

PEDRO BLANCO.»

—¿Y qué tenemos con eso? preguntó sonriéndose friamente el procurador.

—¿Cómo qué tenemos? esclamó Margarita, estrañando, como no podia menos, la pregunta del casero.

—Si, ¿qué tenemos? repuso éste.

—¿Pues no ha leido V.?

—Sí.

—¿Y no reconoce esa firma?

—¿Si la reconozco? Vea V. si la reconozco.

Y esto diciendo, rasgó el papel, tirando los pedazos.

—  ¡Qué hace V.!

—Cuando un papel no sirve, se rasga.

Margarita miraba asombrada al procurador, sin comprender sus palabras ni menos su accion con la respetabilísima firma de su principal.

Era evidente que éste habia dado órden en contrario al primero.

pero Margarita, sin ninguna clase de antecedentes como se hallaba, no podia esplicárselo y repuso:

—Pero V. ha dicho que reconocia esa firma...

—Mas, cuando la he rasgado, añadió el procurador, es porque para mí no es cuestion de firmas en este momento, sino de dinero efectivo.

—Pero si el otro dia mismo, al siguiente de haber estado V. aquí.

—Tuvo V. esa orden: ¿no quiere V. decir eso?.

—Eso, sí.

—Pues yo tengo otra posterior, y esta es la de recibir el dinero de manos de V. ó despedirla inmediatamente del cuarto, quedándome en garantía, para el pago de los alquileres vencidos, los muebles que hay en él.

Precisamente, con el socorro que Diego la facilitó, Margarita habia mandado comprar en aquellos dias, algunos trastos indispensables á la desmantelada habitacion, y era ya mas reducida la suma que le quedaba.

Pero el casero redobló las exigencias á tal punto, y las acompañó de tales amenazas, que Margarita no tuvo otro remedio que pagarle.

Metió la mano debajo de la almohada, y sacando del poco dinero que tenia, lo que debia al casero, se lo entregó.

—Muy bien, dijo éste. ¿Vé V.? ahora no volverá V. á verme hasta fin de mes; pero le advierto que en adelante, no podremos seguir como hasta aquí. Yo no mando, y luego tendria que pagarlo de mi bolsillo. Tengo órden terminante para despedir al inquilino al dia siguiente de vencido el mes ó el trimestre, si no lo ha pagado el mismo del vencimiento.

—¡Ah! preciso es confesar que su principal de V., para ser tan rico, tiene bien poca consideracion.

—Amiga ¿qué quiere V.? cada cual es dueño de lo suyo.

El casero, que habia concluido su mision despues de cobrado el dinero, importándole muy poco la opinion de aquel inquilino acerca de la poca ó mucha consideracion de su principal, salió saludando contra la costumbre que tenia.

Verdad es que el haber cobrado, autorizaba aquel acto de buena educacion.

Margarita quedó haciendo mil reflexiones, despues de la salida del casero.

Entre todas habia una mas acertada de lo que ella misma creia.

—¿Tendrá relacion la falta del señor de Mendoza estos dias con la contraorden dada por el dueño de la casa y presentada tan brusca corno irrespetuosamente por su procurador?

Esto se preguntó Margarita, añadiendo en seguida:

—¡Ah! si es así, ¡qué podrá haber sucedido, Dios mio!

El estado del alma influye mucho en las dolencias del cuerpo.

La enfermedad de Margarita iba cediendo á medida que el espíritu cobraba nuevas fuerzas, alentado por la lisonjera luz de la esperanza; cuando ésta volvió á palidecer, el espíritu de Margarita tornó á abatirse, y la enfermedad volvió á agravarse con mas rapidez que se notaba antes en la mejoría.

Los dias pasaban, los recursos se concluían por momentos, Augusto no parecia, y Amalia, en la cárcel, necesitaba nuevos auxilios.

El señor de Mendoza habia anticipado al alcaide el dinero de pupilaje y alquiler del cuarto que Amalia ocupaba para muchos dias, pero esto no basta en la cárcel para que un preso goce de ciertas consideraciones. Estas es necesario comprarlas todos los dias con nuevas espresiones al alcaide y carceleros; y como el caballero que por Amalia se habia interesado, no pareció mas por allí, y la causa, fuera ya del estado de sumario, arrojaba la culpa sobre la jóven, se creyó que ésta era realmente culpable, que su protector era tal vez un cómplice suyo, que viendo el asunto mal parado, habia esquivado el cuerpo.

La situacion, pues, de Amalia en la cárcel, varió en un todo.

A las solícitas y hasta serviles atenciones de antes, sucedieron la indiferencia primero, el desden luego, y, finalmente, las reprensiones injustas y ese tono brusco y hasta feroz que se usa por lo general en las cárceles con los pobres presos que carecen de medios para atraerse la benevolencia y la atencion de sus guardianes.

Margarita sabia del estado de la causa y de su bija en la cárcel.

Mientras pudo, mandó allí auxilios y regalos que no satisfacian, sin embargo, la devoradora codicia de los carceleros, quienes se figuran, por mucho que se les dé, que mas se les debe todavia; y los medios de que Margarita podia disponer no bastaban á llenar semejante codicia.

Presto los pocos muebles que habia comprado, volvieron á venderse, y presto volvió á quedar la casa en el triste y miserable estado de antes.

Decimos mal, el estado de Margarita fué despues mucho peor.

Faltábale, en primer lugar, su hija, y luego lo que ésta ganaba todos los dias en el torno de seda.

Llegó para Margarita uno de esos dias tan horribles, dia que no describe la pluma con palabras, uno de esos dias de estrema desesperacion que tienen los pobres, principalmente en los grandes centros del dinero y de la abundancia: un dia sin pan.

¡Ay! y ese mismo dia á la pobre Amalia, á quien habia el alcaide presentado ciertas cuentas, de las cuales resultaba gastado enteramente el dinero entregado por Mendoza, se le habia intimado la órden de trasladarla desde su cuarto á la cuadra, en donde se hallaban recogidas por todo género de delitos las mugeres de peor condicion, á menos que en breve entregase otra cantidad que la permitiera continuar como hasta entonces.

La situacion de Margarita, postrada en aquel lecho, era angustiosísima.

Aquella vecina de la casa que no habia dejado de prestarle sus servicios puramente personales, que otra cosa no podia la pobre muger, entró á verla, y enterada del caso, lo dijo:

—A mí me parece que por el pronto habria un medio de arreglarlo.

—¡Oh! ¡diga V. por Dios! esclamó Margarita.

—Y quizás, prosiguió la muger, despues de acudir á esa necesidad apremiante, tuviese V. algun pequeño auxilio en adelante.

¡Oh! diga V., diga V.

Ramon, este niño que tiene ya diez años, podia ayudar á V.

—¡Y qué ha de hacer la criatura! esclamó la madre, desmayando su espíritu de nuevo y perdiendo la esperanza que habia por un momento concebido con las palabras de su vecina. Demasiado hace, prosiguió, cuando el infeliz, tan pequeño como es, me sirve como una muger.

—Eso seria el único inconveniente; que luego le haria á V. mucha falta aquí, no estando Amalia; pero el caso era salir del trance de hoy.

—Pero, ¿qué pensaba V.?

—Pensaba que tal vez tomarian á Ramon en una casa y le darian, sí se comprometia V. á dejarle allí el tiempo que se acordase, le darian tal vez diez ó doce, segun, quizá una onza, ó veinte duros.

—¡Ah! esclamó Margarita entonces, si eso fuera.

—Se puede probar, y creo no será difícil.

—¿Y en dónde y cómo habia de ser eso?

—Oiga V. En Barcelona hay un hombre estranjero que tiene siempre diez y ocho ó veinte, ó mas chicos, que él los mantiene, y trabajan para él. Para eso se arregla antes con los padres, y hace un compromiso de uno, dos ó mas años, y les dá á éstos el dinero que se haya acordado.

—¡Ah! ¿y en qué oficio emplea los niños?

—Una cosa muy sencilla; en limpiar botas.

—¡Mi lujo limpiabotas! esclamó Margarita.

El niño Ramon, á los piés de la cama de su madre, de codos en el jergon, y descansando la barba en la palma de las manos, oia lodo esto sin perder una palabra.

—¿Y qué tiene que ver? repuso la muger; cierto que á V. le será sensible, pero eso no deshonra á nadie. Además que si de esta suerte puede V. evitar que vaya Amalia á la cuadra de las mugeres. ¡Ah! V. no sabe lo que es aquello. ¡Ella tan buena, tan inocente, y tan candorosa! á los dos dias de estar allí.

—¡Ah! ¡Dios mio, Dios mío! esclamó Margarita.

—Si ose hombre, que ví si la la casa de una amiga mia, queria tomar á Ramon, todavia era una suerte; se quitaba V. una boca de casa, y luego, como si hacen mas de una peseta todos los dias, lo que escede de los cuatro reales que tienen que entregar al amo, es para ellos, Ramon, que comerá y dormirá allí, en lugar de comprar cosas de chicos, como hacen otros, bien podia traerle á V. uno ó dos reales todos los dias.

—Sí, sí, mamá, yo quiero ir; quiero ir, para darle á V. ese dinero.

—¡Hijo mio! esclamó Margarita, tendiéndole los brazos, en los que se echó Ramon, abrazando á su madre y repitiendo:

—Sí, sí, mamá, yo quiero ir, quiero ir y traer á V. ese dinero todos los di as.

—Tienes razon, hijo mio, dijo entonces la vecina, tú trabajarás así para ayudar á tu pobre madre, que está enferma, y para que Amalia salga luego de la cárcel.

—¡Pobre Amalia! dijo el niño casi llorando, hoy no he podido ir á verla todavia! por ella yo lo baria todo, hasta si me dijesen que habia de morir.

—Vé V., repuso la muger. Este, como es un oficio que está aprendido el primer dia, se gana el primer dia tambien. El amo les entrega á los chicos su cestillo con el bote de betún y los cepillos y ya están aviados para todo el dia: cuando llega la hora de comer, comen y luego se van á dormir hasta el dia siguiente. Ya V. vé que no es trabajo que mate.

Margarita miraba tristemente á la muger, al paso que pensaba:—Es cierto; ¡pero mi hijo limpiabotas!...

Este sentimiento de su dignidad herido, y de su amor de madre mortificado por el género de oficio que se la proponia para Ramon, no volvió, sin embargo, á demostrarlo á la muger aquella, que con lodo y su buen corazon, criada como estaba en otra clase que Margarita, no hubiera comprendido el dolor de ésta, achacándolo á un orgullo indigno de lástima, y que en los pobres no debe tener cabida jamás.

Margarita, pues, estrechada mas y mas por las manifestaciones de Ramon, no se atrevió á oponerse, y la muger, teniendo en cuenta lo perentorio del asunto, salió animada de los mejores deseos y con la mayor voluntad, á proponer el negocio al hombre de los limpiabotas»

CAPITULO XXVII
En que se prueba lo que vale un Hombre despierto.

OCHO dias se habian pasado desde el en que fué Diego llevado al horrible encierro de la cueva, y á pesar de sus sufrimientos en aquel subterráneo, y de que él mismo sentia desfallecer su cuerpo por momentos, pues á causa de la humedad del sitio tenia, lleno completamente de dolores reumáticos, sus miembros como paralíticos, y además, la falta de aire puro habia obrado un cambio fatal en su naturaleza; á pesar de esto decimos, la fortaleza de su espíritu no le abandonó un instante, y siempre la tuvo suficiente para resistir á las proposiciones del capitan negrero cuantas veces fué á verle con objeto de que entregase los papeles que creia firmemente poseia Diego.

El estado de éste, no podia durar mucho ya, y la hinchazon de las extremidades y de la piel del rostro, era señal evidente de que la enfermedad adquirida en aquel sitio, iba progresando, habiendo llegado a un punto en que era imposible el resistirla á la mas fuerte naturaleza.

La última vez que estuvo á verle el capitan negrero, le dijo:

—¿Pero no ves, no conoces que le mueres?

—Peor para tí, esclamó Diego con la mayor frialdad, y fijo siempre en la idea de que la única garantia que le quedaba contra aquel hombre, era el miedo de éste por los papeles que se harian públicos á su muerte.

—¡Pues tú lo quieres, muere, y muere aquí desesperado!

Y esto diciendo, Blanco subió otra vez la rampa de la cueva, esclamando al salir:

—¡Ya no hay esperanza! ¿quién tendrá eso ahora? ¡Y este hombre se muere! Muera pues y luego veremos lo que sucedo.

Volvamos ahora á casa de Mendoza, pues importa que veamos á Daniel.

El fiel criado estaba como loco.

Cada dia que pasaba, era para él un siglo de inquietud y zozobra indecible.

—¡Ah! ¡en tantos dias mi amo, sin una gran desgracia, me hubiera escrito! ¡y cuando no lo ha hecho, es que ha muerto ya!

¡Qué contendrá este pliego! se decia poniendo la mano sobre el pecho. Creo que estoy ya en el deber de abrirlo. Dice para después de mi muerte: ¿y si no ha muerto á pesar de todo, y hago un mal en abrirlo?

Durante el dia, Daniel recorria calles y plazas, cafés, paseos, leia noticias de periódicos, lodo con el fin de salir del estado de cruel zozobra en que se encontraba.

Por la noche, despues de haber entrado y salido varias veces en el café de San Pablo, recordando que allí fué su amo una vez y mirado las fisonomías de todos y preguntado por mil cosas y personas estrañas al verdadero móvil que le impulsaba, se volvia á casa, y ora en el balcon, mirando siempre á la calle con mortal ansiedad, ora entrando y paseándose, ora sentado y dándose muy á menudo palmadas en la fronte, como si así hubiera de hallar en ella la idea que él necesitaba para salir de aquel angustioso estado, pasaba enteras muchas noches y la mayor parte de oirás en que el cansancio le rendia al sueño.

La noche misma en que Blanco salió de la cueva resuelto á no volver y dejar morir en ella á Diego, Daniel estaba pensando en lo de siempre, apoyado en la barandilla del balcon y mirando á la calle.

Negras nubes encapotaban el cielo, los faroles de la calle de la Princesa, que entonces eran todavia de luz de aceite, y estaban colocados en el estremo de postes de madera clavados en el suelo, despedian un resplandor tibio y triste al través de los cristales no muy limpios y empañados además por la humedad del tiempo, que era bastante frio.

De vez en cuando, la fosfórica luz de un relámpago alumbraba la calle y el salon de Mendoza, al penetrar por el balcon abierto en que estaba Daniel..

Este, embebido en sus pensamientos, ni atendia al tiempo, ni sentia el frio.

Sus ojos estaban siempre en la calle, midiéndola de un estremo á otro, y creyendo á cada bulto que se acercaba encontrar un punto fie semejanza con la figura y el andar de su amo.

Pero el bulto ambulante, ó pasaba por delante de la casa volviendo á desaparecer en breve, ó se detenia en alguna otra, en la cual se metia para no volver á salir hasta el dia siguiente.

A medida que la noche fué avanzando, filé disminuyendo el número de transeúntes.

Era la una.

La atmósfera empezaba á descargarse en una lluvia menuda y pausada y Daniel iba á abandonar el balcon.

Volvió á tender una mirada á la calle, y, arrimada á la acera misma de la casa, vió como una sombra á lo lejos.

Daniel frunció el entrecejo y fijó la vista en la sombra.

Esta se fué acercando ligera.

En breve la fina vista del soldado distinguió un bullo que, cuando estuvo unos pocos pasos mas cercano, se partió en dos.

Eran dos hombres los que por la acera venian.

Iban silenciosos, y sus pisadas no producian el menor ruido.

Esto chocó á Daniel, que un punto no apartaba de ellos la vista.

Los dos hombres llegaron, y se detuvieron á la puerta número 36.

—¡Diablo! esclamó Daniel para sí, ¿qué será esto?

Y fijó mas la vista, mirando por entre los hierros del balcon, y aguzó el oido.

No oyó, pero sí vió.

Los dos hombres entraron en la casa.

—¡Esto es ya formal! pensó Daniel. La puerta de la calle está cerrada; lo sé porque la he cerrado yo mismo, y esa gente se mete abriéndola sin ruido!... Veremos.

Y saliendo del balcon, que dejó abierto, y caminando de puntillas, llegó al recibidor y aplicó el oido á la puerta de la escalera.

Estuvo así un rato, pero no oyó nada.

—¡Pues ellos han entrado! pensó no obstante, sin separarse de la puerta.

Entonces creyó oir un pequeño cuchicheo en la escalera.

Aguzó mas el oido, y el cuchicheo se dejó oir luego mas cercano y distinto.

—¡No hay duda ya! esclamó para sí Daniel. ¿Qué diablos será esto? Prevengámonos.

Y poniéndose otra vez de puntillas, se dirigió, sin luz, pues hubiera tenido que encenderla, y solo guiado por su propio tino, á un pequeño cuarto que habia en el mismo recibidor.

Era su dormitorio.

Entró, y siempre con mucho liento, echó mano á un rincon inmediato á la cabecera de su cama, y cogió un pesado y macizo palo de haya que allí tema.

Daniel lo habia comprado, como hacen todos los licenciados dias antes de tomar la licencia, y luego no le aprovechó, naturalmente, aunque quiso guardarlo cuando fué á servir á Diego.

—Si son ladrones, pensaba mientras tanto, no son mas que dos, y si es aquí donde vienen, quiero dejarles entrar. Arma de fuego, proseguia, no han de llevar ni asarla aunque la lleven, pues el ruido les comprometeria: ha de ser arma blanca si acaso; y para eso, dos hombres con puñal ó navaja no me entran á mí con mi palo.

Efectivamente, Daniel tiraba el palo con una agilidad, una fuerza y una maestría admirables.

Salió, siempre de puntillas, del cuarto, empuñando el terrible garrote, y llegó otra vez á la puerta de la escalera.

CAPITULO XXVIII.
Ir por lana.

PREVINIENDO como estaba Daniel dentro de su casa, y con su palo en la mano, se consideraba invencible, dado caso que se trabase una lucha con los dos hombros.

Aplicó otra vez el oido á la puerta, conteniendo la respiracion todo lo posible, y al cabo de otro rato, oyó un ruido muy débil producido por el roce de la llave con el hierro de la cerradura.

[]

—¡Ah! ¡con que es aquí! pensó Daniel.

Y levantando el palo, se separó dos pasos de la puerta.

El ruido de la llave volvió á dejarse oir débil y sofocado, conociéndose por esta circunstancia, la suma cautela y maestría del que abria la puerta.

Daniel dió otro paso atrás para dejar mas espacio y que la puerta se abriese sin dificultad.

Esta se abrió al fin.

Daniel no veia á nadie.

Colocado detrás de la puerta, alargaba un poco la cabeza para ver, pero la oscuridad era completa.

La puerta volvió á cerrarse, quedando, empero, entornada solamente.

El espacio entre Daniel y los ladrones, quedó enteramente libre y despejado.

Daniel, de pié, sin respirar apenas y con el palo levantado, parecia una estatua de piedra.

A haberlo podido ver los ladrones, hubiesen huido espantados á su sola presencia, á pesar de las navajas que llevaban abiertas, uno en la mano y otro en los dientes.

Éste, el que llevaba la navaja abierta en la boca, tenia una linterna sorda en la mano.

Cuando ambos estuvieron dentro y entornada ya la puerta, el de la linterna dió una vuelta á ésta, y los rayos de la luz, sin el dique de la plancha que los privaba, iluminaron de repente el recibidor.

Los ladrones estaban de espaldas á Daniel, y la luz de la linterna iba recta á la entrada del salon. Por consiguiente, el criado los vió clara y distintamente delante de sí.

Al ir los ladrones á dar el primer paso hacia el interior de la casa, Daniel bajó el palo, volvió á levantarlo y lo descargó con toda su fuerza sobre uno de ellos.

—¡Ay! esclamó el interpelado, sin volver la cara y echando á correr hácia el salon.

Daniel cerró la puerta de una patada.

El que recibió el palo, era el de la navaja en la mano.

Al de la linterna se le cayó ésta con el sobresalto.

Este intentó volver la cara, pero fué para dar otro ¡ay! al ver como iba á caer sobre su cabeza otro garrotazo que lo tendió al suelo, pues al bajarse para evitarlo, volvió un poco la cabeza y el palo le midió una recta desde la sien hasta la boca.

El primer ladron recibió el golpe en la espalda, y pudo huir hacia adentro.

El segundo cayó al suelo, echando sangre de la boca y las narices.

La linterna alumbraba todavia en el suelo.

Daniel la levantó, dirigió la luz al salon y echó á andar cautelosamente sin el menor cuidado por el ladron que tras de sí y tendido dejaba.

Estaba seguro de su golpe.

En el salon no habia nadie. Un hombre tan solo podia ocultarse debajo de algun sofá, y el criado miró sin resultado todos los muebles.

El balcon estaba abierto como sabemos.

Allí se dirigió Daniel, sin descuidarse de volver á cada instante atrás la vista y la luz de la linterna, por si el ladron hubiese penetrado en el gabinete, y, aprovechando un momento de descuido, se escurria hacia la puerta.

Tampoco habia nadie fuera del balcon.

—¡Ah! ¡qué es esto! esclamó de pronto Daniel al paso que movia con el pié un objeto que habia en el suelo del balcon.

El objeto era una gorra.

—¿Será del ladron á quien se habrá caido al escapar por aquí?... En verdad que esta no es mucha elevacion, y bien puede descolgarse á la calle un hombro sin gran peligro, pensó Daniel.

Pero sin detenerse mas que un brevísimo instante en esta reflexion, pasó con la misma cautela al gabinete.

Registrólo, penetrando luego en la alcoba sin encontrar á nadie.

—Pues señor, no hay por aquí otra escapatoria que el balcon, y por él se ha descolgado. La gorra en el suelo es una prueba evidente de ello.

Daniel discurria perfectamente, á bien que no habia mucho que discurrir sobre este punto.

El ladron penetró en el salon, vió, amedrentado como estaba, despues de haber recibido tan fuerte como inesperado garrotazo en las espaldas, el balcon abierto, la elevacion no era mucha, la calle estaba desierta, y se arrojó.

—¡Siento que se me haya escapado uno! esclamó Daniel con verdadero sentimiento.

Y saliendo del gabinete añadió:

—Vamos al otro.

Llegó al recibidor, el ladron estaba todavia en el suelo é inmóvil en el mismo sitio.

¡Pardiez! ¡lo habré muerto! esclamó Daniel poniéndose pálido.

Y se inclinó sobre él, poniéndole la luz al rostro.

—  ¡Cómo tiene la cara!

Daniel con la otra mano tentó el pulso del ladron sin apartar la vista de su rostro.

—¡Ah! ¡vive! esclamó con verdadera alegría; hubiera sentido haberle muerto.

Y meneándole un poco le gritó:

—  ¡Eh! ¡truhán!

El ladron fué volviendo en sí.

—Tomemos precauciones, que nunca están de mas, esclamó entonces Daniel.

Y saltando a su cuarto, tomó un pedazo de bramante, volviendo instantáneamente al sitio donde el ladron yacia.

Juntóle los dos dedos pulgares, y se los ató dando muchas vueltas con el delgado y fuerte cordel.

Esta es la ligadura mas sencilla y mas fuerte que se conoce, y un hombre de esta suerte atado, es imposible que pueda rebelarse, ni siquiera huir aunque tenga libres las piernas y buenos los piés.

Las dos manos así aladas una á otra delante de sí, le embarazan de tal manera, que hacen imposible la huida, sin el peligro de caer de bruces al suelo.

Daniel pasó entonces al gabinete y sacó un frasco de esencia que le hizo respirar.

El ladron volvió en sí completamente.

—¡Ea, levántate!

El ladron, abiertos los ojos, dió una mirada á su alrededor, y fajándolos cu seguida en el hombre que delante tenia, se puso de rodillas esclamando:

—¡Perdon! ¡perdon!

—¡Cómo, perdon, infame! ¡Ea, levántale!

El ladron se levantó de pié.

—Pasa, le dijo Daniel, señalándole con la navaja misma suya que tenia abierta en la mano, la puerta del salon.

El ladron echó á andar sin replicar palabra.

Daniel le siguió, y á los dos pasos tropezó con un objeto de metal que habia en el suelo.

Acercó la luz, y miró gritando al mismo tiempo:

—¡Ah! ¡qué es esto, Dios mio!

Y se bajó para cogerlo.

—¡La llave de mi señor! ¡Ah! ¡gracias, Dios mio, gracias!

—Soy perdido, esclamó entonces el ladron, que permanecia de pié á cierta distancia de Daniel.

Nuestros lectores habrán ya reconocido en él á Roberto.

Recordarán que al registrar á Diego en la alcoba de Blanco, Roberto se habia guardado la doble llave que aquel llevaba siempre consigo, presumiendo, como era natural, que seria la de su propia casa, y como el señor de Mendoza no era un pobre, concibió ya en aquel instante la idea de ir á robarle.

Hasta aquella noche no le pareció oportuno llevar á cabo su pensamiento.

Lo que pasó en el interior de Daniel al encontrar la llave de su amo, no tiene descripcion posible.

Miróla, volvió á mirarla, puso y volvió á poner los ojos en el rostro de Roberto, y esclamó para sí:

¡Cuán feliz soy en no haberle muerto!

Y dirigiéndose otra vez al ladron, le dijo:

¡Pasa, pasa!

Entraron en el salon, pasaron al gabinete, y cerca del mismo volador que noches anteriores fué testigo de la primera entrevista de Juan y su amo, hizo sentar en una silla á Roberto.

Daniel encendió una bujía, sentóse en otra silla, el velador en medio, y empezó este otro interrogatorio en estos términos:

—Con que ¿tú eres un ladron.

Roberto no contestó.

Daniel prosiguió:

—Que venias á robar aquí, despues de haber robado la llave con que entraste al dueño de esta casa?

—¡Yo!...

—Tú, sí. Tu vida está en mi poder, y en menos tiempo que tardas en decir Jesús, mueres á, mis manos, si ahora mismo no me dices dónde está el dueño de esta llave.

—¡Yo!

¡Sin remedio! esclamó Daniel levantándose y cogiendo el palo que tenia al lado.

Yo lo ignoro.

Daniel levantó el palo, dejándolo caer con un movimiento tan rápido que no lo pudo detener la voz de Roberto, que esclamó echándose al suelo:

—  ¡Deténgase V.!

Al tiempo que Roberto pronunció esta palabra, el palo de Daniel hacia trizas el respaldo de la silla.

Roberto se puso á temblar de piés á cabeza.

Si es menos listo en apartarse de la silla, el golpe le deja seguramente cadáver en el acto.

—¡Oh, deténgase V.! repitió con voz temblorosa y levantando las manos atadas.

—¡Presto! porque, ya te lo he dicho; los instantes de la vida están contados.

Harto lo conocia Roberto.

—Si dices la verdad y me presentas á mi amo, eres libre; sino, mueres en seguida. Con que aprisa! concluyó Daniel afianzando otra vez el palo.

¡Ah! ¿rae dará V. la libertad?

—Sí, pero no lardes..

—Pues bien, yo lo ofrezco llevarle á donde está el señor tío Mendoza.

—¿Vivo? preguntó Daniel con el corazon en los labios.

—Si, repuso Roberto temblando y presa del medio vil que las almas bajas tienen en los riesgos de la vida.

Daniel temblaba tambien, pero era de pura ansiedad, de alegría.

—Corriente, concluyó Daniel; pero vá a ser ahora mismo.

—Antes le ruego á V. me dé un paño que poner á esta herida, pues creo me estoy desangrando, suplicó Roberto sin poder apenas hablar.

—No hay en ello inconveniente.

Y Daniel entró en la alcoba, rasgó una toalla, y aplicó un pedazo del lienzo á la herida que cubrió luego con un pañuelo.

—Y ¿á dónde hemos de ir? preguntó seguidamente ¿Roberto.

—A una calle cerca de Muralla de Tierra.

—¿Será en una casa?

—Sí.

—¿Y quién hay en ella?

—A esta hora nadie.

—¿Mas que el señor de Mendoza? volvió á preguntar Daniel.

—Eso es.

—¿Y quién vá á abrirnos la puerta?

—Nosotros con esta llave que traigo aquí.

Y Roberto señaló bajando la cabeza el bolsillo interior de su chaqueta.

Daniel metió la mano y sacó la llave diciendo:

—Vamos, pues, allá. Aguarda.

Daniel tomó una capa de Diego, que puso á los hombros de Roberto, echándose él luego la suya.

—Mira, le dijo al ladron antes de salir, atiende bien lo que voy á prevenirte.

Roberto se puso á escuchar con grande atencion.

Daniel prosiguió:

—Vamos á ir por la calle del brazo: debajo de la capa yo llevaré esta navaja abierta; al menor movimiento tuyo que me dé que sospechar, ó al mas leve grito, le sepulto la hoja en el pecho.

—No tenga V. el menor recelo.

—Lo mismo digo si al entrar en la casa, veo algo que no me guste.

¡Oh! no tema V. nada. Pero yo, luego despues.

—Te prometí dejarte, y te cumpliré mi palabra.

—Vamos, pues, cuando V. quiera, balbuceó Roberto.

—Echa á andar hacia la puerta, dijo Daniel embozándole.

Y tomando la misma linterna sorda de los ladrones y la navaja, siguió á Roberto, que se paró delante de la puerta de la escalera, pues le era imposible el abrirla atado como iba de manos.

Hízolo Daniel, Volvió á cerrar, y ambos bajaron á la calle.

En la forma que Daniel habia indicado, emprendieron el camino hasta la calle y la casa que sabemos.

Pocas personas encontraron durante el camino.

Al atravesar la Rambla, que raras veces se halla completamente desierta, aun á las mas altas horas de la noche, vieron á dos ó tres hombres que por ella paseaban.

—¡Cuidado con lo dicho! advirtió Daniel á Roberto.

Éste ni siquiera respiró.

Pasaron, y á poco rato estuvieron ya en la calle á donde se dirigian.

—Esta calle, dijo Roberto.

—¿Qué puerta? preguntó Daniel.

—Cuente V. hasta siete desde la de la esquina, á mano derecha.

Llegaron á la puerta de la casa, Daniel abrió, hizo pasar á Roberto sin soltarle, volvió á cerrar, y dió vuelta á la linterna que iluminó instantáneamente la entrada.

Llegaron á la cuadra en donde estaba la máquina.

Daniel miró, estrañóse de ver aquel aparato, cuyo objeto no comprendió, pero no dijo una palabra.

Roberto se paró diciendo:

—Aquí será preciso tomar cualquiera de estas herramientas.

—¿Para qué?

—Para descerrajar una puerta.

—¿Pues?

—Yo no tengo la llave del sitio en donde está el señor de Mendoza.

Daniel tomó un escoplo y un martillo, y esclamó con una impaciencia que crecia por momentos.

—¡Adelante!

Salieron al jardín, y aquí aumentó mas y mas el asombro de Daniel.

—¡Qué os esto! esclamó.

—Vuelva V. á matar la luz, porque seria fácil que nos viese algun vecino de estos patios, dijo Roberto.

Daniel lo hizo así, y se dirigieron al cobertizo que estaba en el estremo del jardín.

—Aquí es, dijo Roberto.

—¿Dónde? preguntó Daniel asombrado, después de haber abrasado con una mirada todo el interior de aquellas cuatro paredes, en donde no vió otra puerta que la de entrada.

—En esa trampa que tiene V. delante en el suelo, dijo Roberto.

Daniel abrió la linterna, y miró ávidamente á donde Roberto le indicaba.

—¡Cómo! esclamó con ira y asombrado, levantando la mano con la navaja.

—¡Me dijo V. que me perdonaria!... se apresuró á decir Roberto, temblando otra vez.

—¡Conque aquí está! volvió á esclamar Daniel meneando la cabeza.

—Sí.

—¡Y no habia otro sitio donde tenerle, infames!

Roberto conoció que la cólera de Daniel iba á estallar y que su vida corria peligro á pesar de la promesa, y se apresuró á decir:

—Es que no era yo el que aquí, mandaba.

—Pasa delante de mí, y acurrúcate en aquel rincon.

Roberto obedeció.

Daniel fué muy previsor en esto.

No se fió del ladron, y como tenia que bajarse para descerrajar la trampa, Roberto, á su lado ó detrás de sí, era fácil, aun atado como estaba, que pudiera haberle dado un golpe, mientras que teniéndole delante y á cierta distancia, no podia moverse éste, sin que Daniel le viese y tuviese tiempo de recibirle.

Colocado Roberto en el sitio que le indicó Daniel, éste dejó la linterna, arrojó la capa, tomó el escoplo, bajóse al suelo sobre la cerradura de la trampa, y empezó la faena.

CAPÍTULO XXIX.
De como despertó Diego de su último sueño en la cueva.

SUELE producir la debilidad y abatimiento de las fuerzas físicas, en ciertos momentos, una especie de soñolencia, que rinde al cuerpo y adormece el espíritu sumergiéndole á veces en un profundo letargo.

Esta especie de sueño dormia Diego, cuando su fiel criado volaba á su socorro.

El ruido de los golpes que daba Daniel para hacer saltar la cerradura de la trampa, bajaba hasta el fondo de la cueva, resonando., no en los oidos, sino en el corazon de Diego.

Éste despertó, y los golpes sonaban todavia.

—¡Qué será esto! esclamó despavorido, como el que vuelve de un sueño por medio de un sobresalto.

Los golpes continuaban cada vez mas fuertes y con mayor rapidez.

Diego temblaba, no de miedo, sino de pura ansiedad é impaciencia.

—¡Descerrajan la trampa, no hay duda! esclamó sin poderse dar cuenta de aquel suceso.

El ruido cesó de pronto.

Diego dirigió ansioso la vista á la salida de la cueva.

Un rayo de luz descendió al oscuro encierro.

Los pasos de gente que bajaba, resonaban en el fondo.

La ansiedad de Diego crecia por momentos.

Un rayo de esperanza iluminó su desmayado corazon.

La figura de un hombre apareció á su vista.

¡Ah! ¡Roberto! esclamó Diego reconociéndole y desmayando otra vez.

—¡Señor! gritó otra voz inmediatamente.

—¡Qué es esto! ¡qué voz es esta! ¡será ilusion! tartamudeó Diego sobresaltado y pudiendo apenas articular las palabras.

—¡Señor! volvió á llamar Daniel, concluyendo de bajar la rampa de la cueva.

—Daniel.

La palabra de Diego se partió por mitad en su garganta.

—¡Señor! repitió Daniel, arrojándose á su amo, pero tendiendo lo solo un brazo, sin soltar de la otra mano la navaja de Roberto y mirando siempre los movimientos de éste.

—¡Daniel! esclamó Diego.

—¡En qué estado encuentro á V.!

—Poro, ¿vienes á salvarme, Daniel?

—¡Oh! sí, señor.

Diego recobró en un momento la fuerza perdida en tantos dias.

El vigor del espíritu triunfó de la materia abatida, en aquellos instantes.

—Quítame, lo primero, estos grillos.

—¡Tambien grillos! esclamó Daniel.

—Tambien, respondió Diego con la voz del mas amargo dolor.

—¡Ali! ¡infames! gritó Daniel lanzando una mirada á Roberto.

Este se puso á temblar en el rincon de la cueva.

Diego miró á Roberto estupefacto, y sin poderse dar cuenta de nada.

—¡Échate al suelo bocabajo, asesino! gritó Daniel á Roberto.

Éste obedeció sin replicar.

El asombro de Diego fué todavia mayor á esto, pues ni siquiera habia reparado que Roberto viniese atado y prisionero de Daniel.

La órden de éste, al mandar á aquel que se echara bocabajo, revela la alta prevision del antiguo soldado.

Naturalmente, Roberto, en aquella posicion, no podia efectuar ningun movimiento tan rápido, que no diera tiempo á Daniel de echársele encima.

De otra manera, mientras éste se ocupaba en abrir el grillete á su amo, tal vez aquel hubiese podido ganar de un sallo la subida de la cueva y echar la trampa, que con el peso de un solo hombro encima, era difícil que la levantara, ni la fuerza de dos empleada desde adentro.

Sin perder momento, Daniel con el auxilio del martillo y el escoplo, empezó á abrir el grillete.

—¡Ya está fuera! dijo con alegría el fiel criado.

Diego se puso de pié esclamando al verse libre de los pesados hierros:

—¡Ah! ¡el peso de estos hierros me abrumaba mas el alma que el cuerpo!

—Ya está V., pues, libre de ellos, señor, dijo entonces el criado.

—Gracias á tí, mi buen Daniel.

Roberto permanecia como muerto, tendido bocabajo en el mismo sitio.

—Ahora salgamos pronto, señor.

—¡Ah! ¡sí, en seguida! dijo Diego.

Y dió dos pasos hácia la subida de la cueva.

—¡Apenas puedo andar!

—No faltará quien le lleve á V., dijo Daniel.

Y tocando con el pié á Roberto, le gritó:

—¡Ea! ¡levántate ya, bribon!

Diego volvió á fijar su atencion en Roberto.

Éste, atadas como tenia las manos, se levantó coa trabajo.

¡Ah! esclamó Diego al observarle.

Y dirigiéndose á Daniel, preguntó:

—Con que, ¿este hombre viene prisionero luyo?

—Si, señor, respondió Daniel; es una historia que contaré ¿V. luego. Ahora salgamos pronto de este sitio.

—¡Ah! ¡si, sí! pero mis piernas flaquean.

—Tú, dijo Daniel á Roberto, pasa delante. Usted, señor, sígale apoyado en sus hombros, pues yo necesito tener las manos Ubres para alumbrar y tender á ese bribon de una cuchillada, si hace el menor movimiento que no me acomode.

En la disposicion prescrita por Daniel, subieron la rampa de la cueva.

Una vez en el patio, Daniel dijo á Diego señalando á Roberto:

—Estoy por coger á ese bribon y matarle, dejándole luego en la misma cueva.

—¡Señor! esclamó Roberto cayendo de rodillas, ¡me ha prometido salvarme! y yo le he guiado aquí.

—Tu palabra antes que todo, Daniel, esclamó Diego.

—¿Con gente como esa, ha de guardar un hombre la palabra?

—Cuando una vez se dió, se guarda y se mantiene aun á riesgo de la vida.

—Como V. quiera, señor; pero yo, lo que es por mí, presto lo dejaba listo.

—A casa, Daniel.

—Ea, pues, pasa delante, y sigue andando, pillastron, dijo Daniel á Roberto, que no ha sido poca suerte la suya.

Y apoyado Diego en el hombro de Roberto, Daniel al lado con mas ojos que un Argos, y mas oido que un tísico, salieron de la casa misteriosa, dirigiéndose á la calle de la Princesa.

Diego, al entrar en su casa, sintió una emocion tan grande que no se puede esplicar.

El peligro de que milagrosamente acababa de salvarse, habia sido mayor cien veces que cuantos habia pasado en su azarosa vida.

Llegaron á la sala, y Diego, que habia hecho durante el camino esfuerzos estremos para no caerse, sin querer pararse un momento, tal era la ansiedad que sentia por volverse á ver en su casa, se dejó caer en un sillon, respirando fuertemente y esclamando:

—¡Gracias, Dios mío!

—Ahora lo primero es que V. tome algo, señor, porque tiene toda la cara de un cadáver.

—No, Daniel, ahora déjame, luego tomaré lo que quieras. Acerca ese velador, trae recado de escribir, y desata las manos á ese hombre.

Bien, señor, pero será atándole los brazos.

—De modo que pueda escribir, añadió Diego.

—¡Yo no sé escribir! observó Roberto.

—Si dices otra mentira, me creeré autorizado para librar de su palabra á mi criado, y entonces vas á morir sin remedio.

Estas palabras de Diego, dichas con toda calma, espantaron á Roberto mas que todo el furor de Daniel.

—Tú sabes escribir, y vas á poner lo que yo te dicte en un papel, añadió Diego.

—Entonces, ¿qué gracia se me hace salvándome, si se me piden armas para perderme luego? preguntó Roberto.

—Yo te doy mi palabra de que esas armas no se volverán contra tí.

Mientras esto decia Diego, Roberto, cuya imaginacion no cesaba buscando un punto de escape en tamaño compromiso, se decia para sí:

—No le hace, estos no saben mi nombre, daré el que me parezca, y así, diga luego el papel lo que ellos quieran.

Y en seguida respondió á Diego:

—Corriente: yo pondré en el papel lo que V. quiera que ponga.

Daniel presentó el velador con el recado de escribir que su amo le habia mandado, ató por detrás los brazos a Roberto, dejóle libres las manos, y se separó, quedándose en la parte esterior de la puerta de la sala, atento el oido y dispuesto á entrar de un salto si algo ocurria.

—Siéntate, y toma la pluma, mandó Diego á Roberto.

Éste obedeció.

—Y escribe lo que yo te dicte, concluyó.

Roberto se puso en ademan di escribir cuanta se le mandase sin la menor resistencia.

—¿Qué me importa, pensaba, que diga luego lo que quiera este papel? Como que ni mi letra, ni mi firma han de estar en él.

Diego empezó á dictar y Roberto á escribir.

Yo el abajo firmado confieso haberme apoderado alevosamente junto con...

—¿Cómo se llama el que te ayudó á prenderme? preguntó Diego.

—Don Jaime Hernandez, respondió Roberto sin el menor rebozo.

—Sigue pues.

Y Diego continuó dictando, y Roberto escribiendo:

Don Jaime Hernandez, en la casa y por órden de D. Pedro Blanco, de la persona de D, Augusto Mendoza, á la cual llevamos á una cueva que tiene al fondo del jardín la casa número... calle de...en donde Blanco exigió con amenazas de muerte ciertos papeles del señor de Mendoza: y habiendo caído el que abajo firma en poder del criado de dicho señor Mendoza, descubrió el paradero de éste, á cambio del perdon que se le ofreció; por lodo lo cual, y agradecido de haberle perdonado, estiende esta declaracion, con los nombres de los que le ordenaron y ejecutaron con él el citado crímen.

—Firma, y está concluido, dijo Diego.

Roberto firmó.

—Dame el papel.

—Tome V.

¡Cómo! ¿qué has puesto aquí?

—Lo que V. me ha mandado, respondió Roberto temblando.

—¿Con que, esta es tu letra?...

—Esa.

—¿Y tu firma es esta tambien?

—Sí... señor... respondió Roberto balbuciente y rebosando en sus ojos y en sus labios la mentira.

—¡Peor para tí! prepárate á morir.

—¡Señor, piedad!

Daniel entró en el salon.

Roberto, al verle, acabó de asustarse.

—¿Qué temes? preguntó Diego, ¿no te llamas tú, segun tu firma, Pablo Roig? Pues el que vá á morir ahora, no es Pablo Roig, sino Roberto Beltran.

—¡Ah! esclamó éste, quedándose estupefacto al oir su nombre y apellido de boca de Mendoza.

—¡Infame falsario!

—Perdon, señor, esclamó Roberto, hablando á Diego, pero mirando de reojo la amenazadora figura de Daniel, que, de pié á cuatro pasos é inmóvil como una estátua, no aguardaba sino la órden de su amo.

—No hay perdon, replicó Diego, me has mentido y quedo libre de la palabra que por mí empeñó mi criado.

Daniel se adelantó un paso y dijo:

—Déjeme V. que lo coja, señor, y lo arroje por el balcon estrellándolo en la pared de enfrente.

—¡Piedad, señor! es cierto, sí, esas no son ni mi letra ni mi firma; yo haré de nuevo el papel, y puesto que V. me conoce, no podré engañarle.

—Quiero tener piedad de tí, dijo Diego siempre bueno y generoso.

—¡Hum! esclamó Daniel volviendo á retroceder el paso que habia adelantado.

—Escribe, pues, de nuevo, prosiguió Diego, y mira lo que haces, porque esta es ya la última.

. Roberto copió exactamente de su letra, lo que antes, fingiéndola, habia escrito, y lo firmó luego con su verdadero nombre.

—Eso es, dijo Diego examinando luego el papel.

—Ahora, señor.

—¿Qué?

—Usted me prometió que no haria uso.

—En contra tuya, no.

—¡Ah! gracias, yo fío en su palabra.

—¡Daniel!

—¡Señor!

—Acompaña a esto hombre hasta la puerta de la calle.

Entonces Roberto respiró por completo y dijo saludando:

—Que viva V. muchos años, señor.

Diego no le contestó.

Daniel dijo para si, mirando ¿Roberto:

—¡Hipócrita! no vivirias tú muchos dias si tuviese yo que absolverte.

Y en seguida le dijo:

—Ea, pasa delante.

Roberto salió seguido de Daniel.

Al bajar la escalera, asaltó á este último mas de una vez la idea de echar á rodar de una patada al primero, escalera abajo, pero se contuvo pensando en la órden de su amo, que era sagrada para él.

—Ahora quisiera pedir un último favor, dijo Roberto al llegar á la puerta.

—¿Favor? preguntó Daniel con un tono que indicaba lo poco dispuesto que estaba á hacerlo.

—Todavia voy atado de brazos.

—Es como..debieras salir para escarmiento de picaros.

—Si V. quisiera quitarme la cuerda.

—Te la voy á quitar sí, y por cierto que voy á guardarla, pues todavia tengo esperanzas de ahorcarle un dia con ella.

Daniel desató á Roberto.

—Gracias, y quede V. con Dios, dijo Roberto saliendo.

—¡Llévete á tí el diablo! respondió Daniel cerrando la puerta.

Y de dos saltos subió la escalera volviendo al lado de su amo.

—¡Daniel! esclamó Diego abriéndole los brazos.

—¡Señor! dijo el fiel criado brotándole las lágrimas de los ojos y arrojándose en ellos.

—Mucho has hecho, Daniel.

—Lo que debia, por quien es mi único dueño en el mundo.

—Pero, ¿cómo fué eso? esplícate.

—Señor, veo á V. muy débil.

—Sí, es cierto.

—Y otro rato se lo contaré á V. todo.

—¡Ah! no viviria de impaciencia, cuéntamelo atora mismo.

Daniel, conociendo el estado de su amo, le esplicó sucintamente el suceso que ya conocemos.

Diego volvió ¿abrazarle y dijo:

—Sí, me siento muy mal.

Los sufrimientos de aquellos horribles dias empezaban entonces á producir su efecto.

—Recójase V., señor, es lo primero que V. debe hacer, y yo saldré inmediatamente á buscar un médico, pues no tardará en rayar el dia.

—Sí, es necesario eso; pero ha de ser un médico de poca fama, Daniel, es decir, que no visite las casas grandes de Barcelona.

—Entiendo, señor, se buscará como V. desea.

—Porque si sobreviene, como me temo, alguna enfermedad, dirás á quien venga á preguntar por mí.

—De parte del señor de Sans y de Turella han venido á preguntar estos dias.

¡Ah! esclamó Diego para sí; ¡Clara me ha echado de menos!

Y en seguida preguntó á Daniel:

—¿Y qué has dicho?

—Simplemente que V. no estaba en casa.

—Bien. Ahora, si, como desgraciadamente presumo que sucederá, he de guardar cama y vuelven á preguntar, responderás que he tenido que salir de repente por negocios al estranjero.

—Está muy bien.

—Añade que mi viaje no será largo.

—Lo haré así.

—Ahora otra cosa. ¿Aquellos papeles que te encargué?

Daniel puso la mano sobre su pecho, y dijo:

—Cumpliendo exactamente el mandato de mi amo, los quité del sitio en donde estaban para trasladarlos aquí porque es la parte mas segura.

—Toma, pues, este otro, Daniel, dijo Diego entregándole el papel firmado por Roberto, y únelo á los demás; y si yo muero, sigue en todo las instrucciones que contiene el pliego.

Diego apenas pudo concluir estás palabras. La respiracion!e faltaba por momentos, y la debilidad, que so habia apoderado de su cuerpo, pasados los primeros instantes de aquella escitacion nerviosa, le hizo caer de nuevo en el mas completo abatimiento.

—¡Señor! esclamó Daniel, que no dejaba un punto de observar como la fisonomía de su amo iba perdiendo la animacion, quedando inmóvil y fria como la de un cadáver, ¡recójase V. presto!

—Tenia necesidad de decirte todo eso, añadió Diego casi sin aliento.

—Pues ahora ya lo sé, y lo que importa es que V. se recoja.

—Todavia se me ocurro otra cosa: ¿aquel Juan ha venido?

—Sí, señor.

—Pues cuando vuelva, le dices lo que te dejo prevenido, añadiéndole que yo te pregunto por él en mis cartas.

—Está bien.

—Pregúntale si le falta dinero, y si te dice que sí, se lo entregas.

—¿Cuánto?

—Una ó dos onzas, ó mas, segun la necesidad que te manifieste y tú conozcas. Ahora acompáñame á la cama, porque...

—Sí, vamos.

Diego fué á levantarse.

—¡No puedo!...

Daniel empezó á sudar de agonía.

—Yo llevaré á V., señor, este abatimiento es natural, despues de lo que V. ha pasado; dentro de tres dias se repone V. y vuelve como antes.

Y  esto diciendo Daniel, tomó en sus robustos brazos el cuerpo casi inanimado de Diego, y lo llevó al lecho, en donde le acomodó como hubiera podido hacerlo un padre con un hijo.

Daniel así que tuvo á Diego arreglado en el lecho, le dejó por un momento para ir á prepararle una bebida casera que le reanimase por el pronto.

Listo anduvo Daniel, pero por mas prisa que se (lió, al volver al lado de su amo encontró á éste en estado tal que el pobre criado quedó estupefacto.

—¡Señor!

Diego no respondia.

Daniel dejó el plato con un vaso que llevaba en la mano, aplicando ésta á la cabeza de su amo.

La frente de Diego, como todo su cuerpo, ardia.

Esto era que al entrar en calor en el lecho, le acometió un fuerte acceso de calentura, y la fiebre le tenia completamente postrado y sumido en profundo letargo.

FIN DE LA SEGUNDA PARTE

PARTE TERCERA
JUSTICIA

CAPÍTULO I.
Los limpiabotas.

HOY no existe ya una casa vieja de sucias paredes y carcomidas puertas que habia á lo último de la calle de Tallers, cuya casa, en el tiempo á que se refiere nuestra historia, era la morada de uno de esos mónstruos en figura de hombre, que viven, como vampiros, de la sangre que chupan á loa infelices seres que vienen á caer bajo su brutal y despótico dominio.

El tal hombre era italiano, y su industria la siguiente:

Todos los años, allá por los meses de agosto ó setiembre, sacaba de un puchero que tenia escondido en la cueva que habia en la casa, diez y ocho ó veinte onzas en oro de las que allí guardaba, y con aquella cantidad en el bolsillo salia de Barcelona, dirigiéndose á la Saboya en este país hay gentes que viven en la mayor indigencia, y en quienes la miseria es tal, que llega á matar en su corazon hasta los sentimientos de la naturaleza, que no mueren en las mismas lleras.

El invierno sobre todo es horrible para aquellos infelices, y no hay medio que no sea para ellos bueno y legítimo, con tal que les sirva para aliviar en cierto modo las calamidades á que se ven espuestos en tan cruda estacion del año, llegando al estremo de vender sus hijos por una cantidad dada y un tiempo determinado, á cualquiera conocido ó desconocido, del pais ó estrangero, que se presente y entregue á los padres la suma convenida. Estos estienden un contrato, reciben el dinero, y el comprador se lleva los hijos sin mas condicion que la de dejarles libres al tiempo en que concluye la obligacion.

A la compra, pues, de niños iba nuestro italiano á la Saboya, cada año ó cada dos, segun el mayor ó menor número de máquinas que para su industria necesitaba.

Veamos ahora esa industria.

Era una fria mañana de febrero.

La indicada casa de la calle de Tallers tenia en el piso solar una sala de veinte piés cuadrados. Al rededor de la sala y junto á las húmedas y mugrientas paredes, habia varios ruedos de estera que habian sido felpudos; sobre cada uno de los ruedos se hallaba dormido ó despierto un niño de once á trece años, cubriendo su cuerpo con un pedazo de manta raida y agujereada y descansando la cabeza en un pequeño saco de paja: junto al saco se veia una caja de madera, ó de hoja de lata, ó bien una pequeña costa que contenia un bote de betún, dos cepillos y una banqueta de madera.

Dieron las siete de la mañana, la puerta se abrió, un hombre apareció en ella y gritó:

—¡Ea! ¡arriba, perillanes!

Y  al mismo tiempo abrió la ventana de una gran reja que daba á la calle.

Sin que el hombre tuviera necesidad de gritar segunda vez, todos los niños se pusieron de pié.

Cada cual recogió su cama, doblando el pedazo de manía y poniéndolo entre la estera rollada, cogió su caja ó su cesta, y se quedó de pié y en fila con los demás.

Entonces el hombre empezó á pasar revista.

—¡A ver esa caja! dijo brusca y secamente al primero.

El niño se la presentó temblando.

—¡Abierta ya por este lado! dijo el italiano acompañando la palabra con un coscorron en la cabeza del niño.

Este esclamó, llevando la mano á la cabeza:

—¡Es que se ha salido un clavo!

—Si hubieras tenido mas cuidado, no se hubiera salido, replicó aquel repitiendo el coscorron.

Y pasó á otro y á otro, imponiendo igual castigo con mayor ó menor dureza, segun era el deterioro que notaba en los útiles de cada uno.

—Vamos á ver tú, dijo llegando al último y examinando su caja; es lo bueno que tienes, que conservas la caja casi nueva como el primer dia; á bien que para lo que la haces servir... pero yo te arreglaré, no tengas cuidado. Mira qué cara tiene hoy como anoche comió correa en lugar de puchero pero yo te compondré: como hoy no me traigas la cuenta, ya lo sabes, por cada cuarto que falte, no uno, como hasta aquí, sino dos correazos son los que vas á llevar, y sin comida por añadidura.

El niño no dijo á esto una palabra.

Bajó la cabeza y dos lágrimas que asomaron á sus párpados, corrieron por sus mejillas.

—¡Ea! hoy es domingo, prosiguió el amo, y ya sabéis, que son seis reales y no cuatro los que me ha de traer á la noche cada uno la la calle!

Y los limpiabotas salieron de la inmunda zahúrda, desparramándose cada cual en busca de los seis reales, por las calles de Barcelona.

Ya hemos visto la clase de industria que ejercia el tal italiano.

Con los diez y ocho ó veinte chicos que para él trabajaban, reunia todas las noches diez y ocho ó veinte pesetas, de las cuales no gastaba mas que tres para casa, cama y comida, pues no ascendia arriba de tres á cuatro cuartos diarios la manutencion de cada uno de los chicos á tal estado reducidos.

A los padres de éstos se les paga á razon de ocho ó diez duros lo mas por año, de suerte que el negocio que el tal hombre hacia, era de un trescientos por ciento diario.

El último de los limpiabotas, á quien el amo prometió en el acto de la revista dos correazos por cada cuarto que faltase á los seis reales que habia de traerle á la noche, abandonó á sus compañeros así que salieron á la calle, y siguiendo deprisa toda la de Tallers y luego la Rambla, torció á la calle de San Pablo, metiéndose en la de Robador.

Subió al cuarto piso de una de las casas, llamó á la puerta, entró y se coló á la alcoba de la habitacion donde yacia una muger enferma.

Nuestros lectores habrán ya reconocido á Ramon, el pobre hijo de la pobre Margarita, que estaba ya en el oficio que la señora Tomasa habia indicado á su madre.

—¡Madre mia!

—¡Ramon! ¡hijo de mi alma!

El limpiabotas lo primero que hacia, al salir á la calle todas las mañanas, era ir á ver á su madre.

Ésta sentia cada vez el mismo pesar, el mismo profundo dolor al ver á su hijo en semejante oficio, y le recibia siempre abrazándole con lágrimas en los ojos.

—¡Siempre llorando cuando yo vengo! dijo Ramon á su madre.

—Es la misma alegría de verte, hijo mio.

—Sí, ó el pesar, replicó el niño.

Margarita no contestó, abrazándole otra vez.

—¿Y por qué ha de pasar V. penas por mí? ¿acaso no estoy mejor así, y V. no tiene de esta suerte un alivio que de otra manera no tendria? Hoy es domingo, y aunque tenemos que entregar al amo dos reales mas que los otros dias, como todo el mundo quiere ir limpio de piés, lo menos me prometo yo ganar diez: con que me quedan cuatro para V. Además, el caballero aquel, á cuya casa voy á limpiar todos los dias de fiesta las botas suyas y de sus hijos, me dijo, que para hoy rae tendria un pantalon y una chaqueta, que, aunque sean usados, siempre serán mejores que la chaqueta y el pantalon que llevo. Con que ya V. vé, lo único que me faltaba era ropa, y esa la voy á tener hoy mismo. Por lo demás, dormimos bien, comemos todos los dias, y sobre esto nunca baja de dos reales ó veinte cuartos los que me quedan para V.

Margarita, en vez de encontrar un consuelo en las palabras de su hijo, sentia aumentarse la afliccion y el dolor de su alma.

Los nobles y generosos sentimientos que abrigaba el corazon de aquella criatura, hacian doblemente sensible á su madre la triste condicion en que le miraba.

—Hoy, como domingo, prosiguió Ramon, dejan entrar en la cárcel, iré á ver ¿Amalia; desde ahora, que son poco mas de las siete, hasta las cuatro de la tarde, que es la hora de entrada, bien tengo tiempo de hacer los diez reales, y entonces, ya estoy libre. Me voy á ver á Amalia, paso un buen rato con ella, y luego vuelvo aquí, donde me estaré hasta las ocho. ¡Cuando Amalia me vea con la chaqueta y el pantalon! ¿Y Ricardo? ¡ah! duerme todavia. Voy á darle un beso. ¡Pobrecillo! le traeré un sable de pasta. Vaya, madre mia, adios, hoy es preciso aprovechar la mañana.

—Adios, adios, hijo mio.

—Según los cuartos que haga, volveré al medio dia.

—Vuelve antes de ir á la cárcel.

—¡Ah! eso sí, siempre. Con que, hasta luego, madre mia.

—Hasta luego, hijo mío.

Y Ramon cogió la caja que habia dejado en el suelo, y salió de la habitacion.

Margarita rompió en un fuerte llanto, que reprimio durante el tiempo que estuvo allí Ramon.

Éste se paró en el primer descanso de la escalera, y se puso á llorar tambien. Su madre no le veia, ¡y el niño podia llorar libremente sin afligirla!

Luego salió Ramon á la calle.

¿Limpiem? caballero, ¿limpiem? iba diciendo á todos y mirando á los piés de cuantos hombres encontraba.

Pero hacia ya una hora que andaba recorriendo la Rambla, y todavia no habia limpiado un solo par.

—¡Mucho tardo hoy en estrenarme! Se dijo parándose un instante con desaliento.

Pero, animándose de nuevo, siguió otra vez, ofreciendo sus servicios á la gente con la misma fórmula:

¿limpiem?

—¡Quita allá! contestóle sin pararse el hombre á quien se dirigió.

—Se las dejaré á V. como un charol, insistió Ramon siguiéndole.

—¡No! concluyó secamente y con malhumorada voz el hombre.

El limpiabotas dejó á éste para dirigirse en seguida á otro.

¿Limpiem?

—¡Qué limpiem, ni qué canario!

Ramon se detuvo asustado.

¡Ya me lo has dicho dos veces, y te he contestado que no!

—Perdone V., caballero.

—Como vuelvas, le doy un puntapié que vas á parar á Atarazanas.

Aunque no era esta la primera vez que Ramon oia semejante contestacion de boca de un caballero en la calle, sin embargo, ésta impresionó tanto al niño, que se quedó mirando al que de tal manera acababa de ajarle, y esclamando en su interior:

—¡Ah! si fuera yo mayor, no me hubiera dicho eso impunemente!...

Y con la resignacion de un hombre, se dirigió á un grupo de seis majos, jóvenes todos, que en animada conversacion, fumando y riendo, se hallaban parados en medio de la Rambla.

¿Limpiem?

—No, quita allá, dijo uno.

—¿Cuánto vas á llevar? preguntóle otro.

—Tres cuartos, ya lo sabe V., respondió Ramon, contento con la idea de que iba á empezar ya á reunir los diez reales que él se habia fijado.

—No, dos cuartos.

—Si fueran Vds los seis...

—A dos cuartos, nos limpias á todos.

—Vamos pues, dijo Ramon satisfecho del negocio. En ese portal estaremos mejor, añadió señalando al de una casa inmediata.

—Vamos allí.

Y precedidos de Ramon, los seis majos se dirigieron al portal de la casa que aquel habia indicado.

El tiempo era dinero para Ramon aquella mañana, y el limpiabotas, aunque no daba esta fórmula á su idea, la comprendia asimismo, y se esforzó en limpiar tan aprisa como su necesidad lo exigia los seis pares que su buena suerte le habia deparado de una vez.

—Mas deprisa andas, decia uno.

—Por eso no quedarán mal, contestaba Ramon sin interrumpirse en su faena.

—¡Brillo, brillo! decia otro dando al niño con la punta del pié.

—Hagan Vds el favor de no estorbarme, suplicó Ramon.

—Es verdad, dejarle, hombre, porque sino, no vá á concluir en toda la mañana, decia el mismo á quien Ramon limpiaba.

— ¡Ay! esclamó de repente el limpiabotas.

Los seis majos soltaron una carcajada.

—¡Qué es eso! ¿qué tienes ahora?

—¡Que me ha tirado V. la ceniza caliente del cigarro en la oreja, y me ha quemado!...

Los majos volvieron á soltar la carcajada.

¡El lance era gracioso en verdad!

—Vamos, eso no es nada, ha sido casualidad, dijo uno.

—¡Pues no eres tú poco delicado! observó otro.

—Suplico á Vds que me dejen, si he de concluir de limpiarles.

—Efectivamente tiene razon, Carlos, ahora no te haremos nada mas, pero concluye pronto, porque tenemos prisa.

—Si Vds me dejan, concluyo antes de un cuarto de hora.

Y el limpiabotas, empleando todo su esfuerzo, limpió uno después de otro á todos en el tiempo que habia dicho.

Cuando llegó al último, Ramon casi no podia respirar de puro cansado, el sudor inundaba su frente y sus tiernos brazos cedian rendidos de fatiga.

Al fin concluyó.

—Ea, toma, le dijo el último de los majos, mientras los demás salian á la calle riéndose.

Ramon apenas podia alargar la mano.

El majo dejó caer en ella una moneda de á dos cuartos.

¡Cómo! esclamó Ramon, ¡qué me dá V.!..

—¿No has dicho que ibas á limpiar á todos por dos cuartos?

—Pero fué por cada uno.

—Tú no has dicho eso, y el trato es trato.

Y el majo fué á unirse á sus compañeros, que se alejaron riéndose del chasco que acababan de dar al limpiabotas.

¡Ah! ¡no pensaban los que tan desalmada broma jugaron al infeliz, el daño que entonces le hacian!

CAPÍTULO II.
El corazon de un hijo.

TODAVIA de rodillas en el suelo el pobre Ramon, sin poderse apenas mover, pues estaba rendido de fatiga, dirigió una mirada centelleante á aquellos hombres que tan sin conciencia acababan de robarle los maravedises que para él constituian un tesoro en aquella mañana, y volviendo á resignarse, miró los dos cuartos, los metió en uno de los bolsillos, y se levantó trabajosamente, saliendo otra vez á la calle.

Pasemos de un salto las horas de aquel dia, durante las cuales, hasta la de entrada de la cárcel, que era la de las cuatro de la tarde, anduvo el pobre Ramon juntando de cuarto en cuarto, con un trabajo ímprobo á su edad y para su desmayado cuerpo, una suma miserable que no bastaba para las obligaciones que su generosidad y delicados sentimientos le habian impuesto en aquel dia.

Eran, pues, las cuatro de la tarde, y Ramon, sentado en uno de los bancos de la Rambla de Santa Mónica, con la caja de los cepillos y la banqueta al lado, contaba triste y pesaroso los cuartos que habia podido reunir.

—¡No hay mas que dos pesetas! se decia con dolor, ¡y de esto tengo que entregar precisamente seis reales al amo! de lo contrario, me impondrá el castigo que me ha prometido, ¡No puedo disponer sino de dos reales para mi pobre madre y para Amalia! Si supiera que el amo no habia de hacer mas que pegarme... pero me quitará la comida como ayer!...

La pobre criatura, sin esplicárselo, conocia en su generoso instinto, que la falta de alimento era el castigo que mas debia temer, por cuanto podia arrastrarle á un estado en el cual todos sus esfuerzos fuesen impotentes para seguir aliviando á su madre.

Ramon estuvo un rato haciéndose estas reflexiones, y volviendo á contar el dinero, hasta que, resolviéndose al fin, esclamó:

—¡Todavia quedan algunas horas, y ¿quién sabe? veremos de aquí á entonces!

Según su madre le habia prevenido, fué á ver á ésta antes de ir á la cárcel.

Compró en una tienda un sable de pasta, que valia un cuarto, para su hermanito Ricardo, y se dirigió á la calle de Robador.

Cuando estuvo en la escalera de su casa se detuvo, sacó todos los cuartos del bolsillo, dejó la caja y empezó á echar cuentas de nuevo.

—Vamos á ver qué es lo que puedo dejarle á mi madre. Con el cuarto que he gastado no puedo darle sino diez y seis, si he de entregar los seis reales al amo. ¡Todavia no llegará hoy á dos reales!... ¡Y yo que le habia hecho concebir esperanzas de cuatro... iré á darla menos que ningun dia!... ¿Y qué es lo que vá á hacer la pobre con diez y seis cuartos? no, le daré veinte.

Ramon reflexionó otro momento y añadió:

—Por cuatro cuartos mas... le doy tres reales y luego ya veremos.

Y separando esta, cantidad de la otra, y procurando componer lodo lo posible la fisonomía, haciendo de manera que no asomasen al rostro los pesares que su tierno corazon sentia, empezó á subir corriendo la escalera.

—¡Mamá, ya estoy aquí! ¡Cómo! ¿se ha levantado V.? Me alegro. Se encuentra V. bien, ¿verdad?

—Sí, hoy me siento bastante bien, respondió Margarita, que pensaba todo lo contrario.

—¿Y Ricardo? ven acá, dijo Ramon tomando á su hermanito de los brazos de su madre, toma un sable que se puede comer, y que te lo trae el hermano Ramon.

Estas escenas que presenciaba todos los dias, acababan de destrozar el corazon de Margarita.

—Tome V., madre, dijo Ramon, despues de haber acariciado á Ricardo, y sacando el dinero del bolsillo: hoy no pueden ser mas que tres reales, yo me crei que podria llegar á cuatro, pero...

—¡Ah! no importa, hijo mio, para Ricardo y para mí basta con eso.

—No basta no, pero no ha podido ser mas.

—¿Ya has reservado lo del amo?

—¡Ah! sí, señora, eso lo primero.

¡Si á Margarita le hubiesen dicho que faltaba á su hijo un real, y que por cada cuarto seria luego castigado con dos azotes!...

Pero la pobre madre creia cándidamente lo que su hijo le decia.

—Ahora mande V. por lo que sea necesario. ¿La señora Tomasa no está por aquí?

—Luego vendrá.

—¿Quiere V. que me llegue yo á la tienda? De un salto voy y vuelvo.

—No, hijo mio. ¿Y tu qué has comido hoy? porque como en casa del amo no lo haceis hasta la noche...

—¿Yo? ya he comido; me han sacado un plato de... qué sé yo... de varias cosas, allí todo revuelto, en la casa de aquel caballero, ¿sabe V.? diciéndome si queria comerlo, y tan bien como me ha venido.

—¿Y la chaqueta y el pantalon?

—¡Ah! Es verdad, no meló han dado. Quizá no se acordarian mas. Yo bien he pensado en ello, pero me ha dado vergüenza pedirlo.

—Pero veo que te vas poniendo muy pálido y muy delgado.

—¿Yo? puede ser, pero no lo siento en verdad. Como hoy he corrido bastante...

—Es ya de muchos dias. ¿Acaso no comes bien?

—Ya lo creo. Sí, señora.

—¿Y dormir?

—Tambien. Tenemos nuestra cama cada uno, y manta para abrigarnos. Lo que es en cuanto á eso...

—En fin, concluyó la madre, poco satisfecha en verdad de las palabras de Ramon; hasta que Dios quiera, hijo mio, no hay mas que sufrir y tener paciencia. Aunque yo todo lo llevaria con resignacion; pero al pensar en lo que sucede á la pobre Amalia, y lo que tú tienes que hacer para dar algun alivio á tu madre...

—¡Ea, vuelta á llorar! Ya querrá Dios que se concluya. ¿No dijeron el otro dia que luego se veria el fin de la causa de Amalia?

—Hace ya tres meses que eso se dice, y el dia nunca llega.

—Pues ya llegará.

—Aunque ese dia... ¡quién sabe! ¡si salia sentenciada!...

—¡Ah! pero ¿cómo puede ser eso? ¿No dicen que si es inocente saldrá en libertad?

—Tú eres muy niño aun, y no sabes todo el daño que puede venir, aun siendo ella, como es, inocente.

—Esas son cosas que V. piensa.

—¡Pluguiera á Dios!

—Y con las cuales no hace mas que afligirse. No se acuerde Y, de eso, y esperemos. Yo voy ahora á verla, porque ya habrán dado la entrada á la gente.

—Sí, vé, hijo mio.

—¿Y qué le voy á decir?

—Mira, toma aquel lío de ropa que está junto á mi cama, es una camisa y unas sayas que he podido arreglarle hoy.

—Bueno. ¿Y quemas?

—¡Qué mas quieres que la mande, hijo mío!...

—  ¡Toma! lo que ella agradecerá seguramente mas que las sayas y cuantas otras cosas pudiera V. mandarle: un abrazo y un beso.

¹—¡Ah! eso siempre.

—Pero antes, si yo lo he de llevar, es preciso...

Ramon dió un paso hacia su madre.

Esta se echó en sus brazos, esclamando:

—¡Hijo de mi corazon!

—Ea, ahora voy en seguida á verla, y á las seis estoy aquí otra voz.

—Adios, hijo mio. Oye, no le digas nada de esos temores que yo tengo.

¡Ah! pues no faltaba otra cosa. Ahora iba yo á decirle á la pobre... Hasta luego, madre mia.

Y Ramon, cogiendo el lío de la ropa, bajó la escalera, tomando el camino de la cárcel.

Sin otra interrupcion que la del tiempo para examinarle en la puerta lo que en el pañuelo llevaba, penetró hasta las grandes rejas que tiene para la plática la cuadra de mugeres.

Las rejas estaban entre un monton de gente por la parte de adentro y de afuera., Ramon llegó, púsose de puntillas para ver si entre tanto rostro como asomaba entre los hierros, estaba el de su hermana, pero así y todo, le era imposible dominar el grupo apiñado delante de la reja.

—¡Eh! ¡tú, Narcisa! ¿no está la Juana por ahí? gritaba una voz desde afuera.

—Sí, por ahí ancla, respondió una de las presas.

—Pues dila que salga, que le traigo un recado del Zurdo.

—¡Gertrudis! llamaba un hombre á otra presa, tambien á la reja asomada.

—¡Al fin has venido, gracias á Dios! contestaba la muger con enfado.

—Ya sabes lo muy ocupado que estoy.

—Sí, con aquella zarrapastrosa, que cuando yo salga de aquí, le arranco cuantos pelos tiene en la cabeza!

—¡Quiá, muger! ¡si no la lie visto hace un mes!

¡Embustero! ¿con quién estabas entonces la otra noche en la taberna de Colás?

—Ya he ido á casa del escribano, decia otro á otra.

—¿Y qué dice?

—Que la semana que viene protestarán.

—¿Y qué tenemos con eso?

—¡Toma! que la cosa ya vá adelante.

—¿Y mi madre? preguntaba una.

—Buena.

—Que me mande un par de medias y un pañuelo, y dale espresiones, y á tia María tambien, y á la Marta, dile que tiene muy poca vergüenza en no venir á verme.

Y así gritando y gesticulando, sin reparar en nadie ni recalarse de nadie, atento cada uno tan solo á lo que particularmente le atañia, reinaba entre ambos grupos, el de adentro y el de afuera confundidos entre sí á pesar de la reja que los separaba, una algarabía tal, que parecia imposible pudieran llegar á entenderse ni de una sola palabra dos personas que de adentro á fuera se hablasen.

Y sin embargo, hablando todos, todos se entendian, fijo y atento cada cual en lo que á él le interesaba, sin cuidarse de lo que dijera el que á su lado tenia.

En medio de los gritos y la confusion, una voz aguda penetró entre la gente llamando:

—¡Amalia!

—¡Ramon! respondió otra voz argentina desde adentro.

Y Ramon, codeando y entremetiéndose por entre las piernas de alguno, iba abriéndose paso, penetrando aquel muro verdaderamente impenetrable para otra persona de mayor edad.

—¡Qué diablos es esto que anda por aquí! dijo un hombre sacudiendo los piés y bajando la cabeza.

—Permítame V. buen hombre, respondió Ramon, déjeme V. pasar.

—¡Por vida del arrapiezo! ¡pues no es mala maña la suya, colándose como una anguila por entre los piés!

—Vamos, buen hombre, que tengo á mi hermana ahí.

—¡Ea, pasa! Tú, apártate un poco, deja pasar á este gigante, dijo el hombre á otro que delante tenia.

Ramon llegó por fin á la reja.

—¡Amalia!

—¡Ramon!

Los dos hermanos tendiéronse las manos, ambos estrechándoselas mutuamente con toda la efusiion de su acendrado cariño.

—¿Y madre? preguntó Amalia en seguida.

—Buena.

—¡Cómo! esclamó sorprendida Amalia.

—Sí, muger, hoy se ha levantado.

—¡Ay, gracias á Dios!

—Como que ella misma te ha arreglado esta camisa y estas sayas que aquí te traigo.

—¿Y Ricardo?

—Bueno tambien.

—¡Cuántos deseos tengo de verlos!

—¡Pues no has de tardar, porque ó tú saldrás muy pronto de aquí, ó madre estará luego en disposicion de venir á verte.

—¡Cuánto mejor fuera que saliese yo á verla á ella!

—Todo llegará, muger, no te apures, continuaba Ramon dando á su hermana un ánimo que él no tenia, y hablando como un hombrecillo.

—¡Dios quiera que sea pronto! Y di, Ramon, ¿del señor D. Augusto, no sabe madre nada todavia?

—No.

Amalia bajó los ojos al suelo, y una nube de profundo pesar cubrió su rostro.

—Buena falla nos hace en esta ocasion, prosiguió Ramon repitiendo las palabras que acerca de esto habia oido de boca de su madre. Pero no te aflijas, añadió seguidamente. ¿Os han dado ya la comida hoy?

—Sí, pero yo apenas la he probado.

—¿Por qué? ¿has perdido el apetito?

—Tú no sabes lo que yo sufro aquí en medio de estas mugeres que todas se burlan de mí.

—¡Burlarse de tí! ¿y porqué?

—En primer lugar porque las que hay aquí son casi todas mugeres de esas tan desvergonzadas de la calle, ¿sabes, Ramon?

—Sí, sí.

—Y como yo no me rio nunca con lo que hacen y lo que dicen, sino que, al contrario, huyo siempre de ellas, me llaman en tono de burla la señorito, y ninguna me puede ver.

—¡Ah! sí yo estuviese aquí contigo, segura estabas de que ninguna osase ni siquiera mal mirarte.

—Y luego, como todas, quien mas quien menos, tienen algo que les mandan, ó dinero para hacerse traer cosas, ninguna come del rancho que dan aquí.

—¡Ah, ya lo veo! ¿y tú tienes que comerlo?

—¿Qué remedio tengo sino?... ¿Y si fuera bueno?

—¿Con que es malo?

—Mira, allí tengo la racion todavia que nos echan en la fiambrera de lata; la voy á traer.

Amalia fué y volvió al cabo de un momento con la fiambrera, diciendo á su hermano:

—¿Ves?.

—Pues á la vista no parece tan malo...

—No quiero yo decir que sea malo del todo, sino que...

—Vamos, ya entiendo, tú querrias hoy otra cosa. Déjame esa lata.

—¿Qué vas á hacer?

—Voy y vuelvo en seguida. No te muevas de ahí.

—Pero...

—Aguárdame.

Y Ramon separóse inmediatamente de la reja, saliendo en seguida á la baile.

Metióse en la primera escalerilla que encontró, y en dos minutos comió lo que contenia la lata.

—Ahora poco me importa, esclamó luego despues, que el amo me quite la comida esta noche; y como este era mi miedo principal, bien puedo gastar otros ocho cuartos en meneada para la pobre Amalia.

Y en seguida se dirigió á una tienda inmediata, y compró dos onzas de morcilla y un panecillo, gastando en ambas cosas los ocho cuartos que habia dicho, y volvió á la cárcel.

Pensando en lo que habria ido á hacer su hermano, aguardábale Amalia en el mismo sitio.

—¡Ea, toma! le dijo Ramon así que llegó, metiendo por entre los hierros de la reja lo que habia comprado.

—¿Qué es esto ahora? preguntó Amalia admirada.

—Pan y morcilla, para que meriendes y no seas tú menos que las demás.

—Pero, Ramon, ¿cómo te has arreglado?...

—Anda, come, que eso poco importa, y ya te dije que el amo con el cual estoy de aprendiz, me suele dar unos cuartos todos los dias de fiesta.

—Mejor hubiera sido dárselos á la pobre madre.

—A madre no le falta nada hoy.

—Pero, ¿y la comida que te llevaste?

—;Ah!... te diré: habia un pobrecito ahí abajo, que vi al entrar, y se la di.

—Muy bien hecho, Ramon.

Los dos hermanos estuvieron hablando sin perder momento mientras duró la hora de la plática.

Cuando ésta concluyó, y sonó en el corredor la voz anunciándolo al público, Amalia estrechó de nuevo la mano de Ramon, esclamando:

—¡Qué pronto ha pasado la hora!

—Tienes razon, me parece que llego ahora mismo! ¡tambien dan aquí el tiempo bien escaso!

—Yaya, retírate ya, Ramon.

—Adios, pues, Amalia, dijo éste, estrechando fuertemente la mano de su hermana: no te aflijas sobre todo, y buen ánimo. ¡Ah! madre me ha dado para tí un abrazo y un beso.

—Devuélvele tres, Ramon, y á Ricardo tambien, ¿oyes?

—Descuida, que se los daré en cuanto llegue. Con que, adios, Amalia.

—Adios, Ramon.

—Hasta el otro domingo.

Ramon fué el último de cuantos habian ido á la cárcel, en separarse de la reja.

Amalia fué la última tambien de las presas en retirarse.

Al doblar la esquina del corredor, Ramon volvió la cabeza, parándose un momento.

Amalia le dirigió el último adios.

CAPÍTULO III.
De como cumplió el amo de Ramon el castigo que le habia prometido.

EL generoso y noble Ramon salió de la cárcel brotándole las lágrimas de los ojos.

Sin detenerse, se dirigió á su casa.

—¡Madre! ¡ya estoy aquí otra vez! gritó desde la puerta del cuarto.

Difícil, sino imposible, hubiese sido á cualquiera conocer por la fisonomía y el metal de la voz el pesar profundísimo que embargaba el alma de Ramon.

—Vamos, ¿y qué dice Amalia? le preguntó en seguida su madre.

—¡Tan buena! con una alegría que le ha dado, cuando yo le dije que V. habia podido levantarse hoy...

—¿Sí? esclamó la madre con no fingida, sino verdadera alegría.

Y en seguida añadió para sí:

—A lo menos he conseguido con esto quitarle una pena.

—Allí hemos estado hablando siempre, continuó Ramon.

—¿Y qué te ha dicho, vamos, sin perder palabra, cuéntamelo todo de la manera que sabes.

No presumia seguramente Margarita que el modo como Ramon sabia contar ciertas cosas, era engañándola con una generosidad y un talento que no lo dá á su edad, sino una naturaleza precoz y privilegiada como era la de su hijo.

La desgracia es un maestro sublime, y no hay duda de que multiplica las facultades del alma, siquiera sea aumentando los dolores del cuerpo.

Al espresarnos así, no obstante, no hablamos de aquella desgracia estrema que mata alma y cuerpo á la vez, en los infelices á quienes ha elegido por víctimas de su saña.

—Lo primero, continuó Ramon, son tres besos y tres abrazos que voy á dar á V. ahora mismo.

—¿Y cómo, cómo sigue allí?

—No es aquello tan malo como decian, No está como arriba en el cuarto, pero no se halla del todo mal. En primer lugar, de la racion que les dan, les sobra todavia; tanto que yo he comido mas de la mitad, que ella no ha podido concluir; y bueno que me ha sabido aquel potaje.

Y así por este estilo, Ramon fué, á medida que hablaba, inventando una conversacion tenida con su hermana, que mejor no podia desearla Margarita, atendida la posicion en que su hija se hallaba.

Ramon acompañó á su madre basta las siete, y á esta hora se despidió. La de las ocho era la marcada por el amo para retirarse.

—Si en esta hora que me queda, pudiera ganar un real tan solo, ya estaba bien, se decia bajando la escalera de la casa de su madre.

Y saliendo á la calle, volvió á emprender de nuevo su interrumpida tarea, presentándose á lodo el que encontraba con la consabida fórmula:

¿Limpien?

Pero, ¡inútiles esfuerzos! Ramon recibia con mas ó menos dureza la misma respuesta negativa de todos.

El tiempo corria, y el corazon de Ramon se oprimia por momentos.

Dieron las ocho menos cuarto, y no podia ya aguardar mas.

El llegar á casa del amo, despues de la hora por éste prefijada, era una falla mas que se castigaria tambien, sin perdonar en nada la otra.

Apurando, pues, los últimos instantes, entrando y saliendo en los cafés, sin dejar de preguntar á los hombres que al paso hallaba, so dirigió por fin á la calle de Tallers.

A la esquina de la calle del Carmen, se detuvo ante un caballero que, envuelto en un ancho gaban, la cabeza baja, y apoyándose en una rica caña de Indias, andaba pausadamente por la acera.

¿Limpiem, caballero? preguntó Ramon poniéndose al lado.

El caballero, sin volver la cabeza ni responderle, siguió su pausada marcha.

—Caballero, ¿quiere V?... insistió Ramon, sin separarse de su lado.

—¡Quita! esclamó aquel, acompañando la palabra con una coz, que otro nombre no merece su brutal accion, y derribando al suelo al pobre limpiabotas.

—¡Ah! ¡Dios mio! esclamó Ramon tardando un ralo en levantarse y recoger la caja que habia rodado tambien.

El caballero siguió indiferente su camino.

—¡Qué barbaridad! dijo un hombre del pueblo que al pasar vió la escena.

Y  dirigiéndose á Ramon, y alargándole la mano para levantarse, le preguntó:

—¿Por qué le ha dado esa patada?

—Porque le he dicho si queria limpiar.

—¡Para ser el señor D. Pedro Blanco, buenos modos tiene!

¡Quién le dijera á Ramon que el hombre que de tal modo acababa de maltratarle, poseia miles robados á la casa de su padre, mientras se esponia á tales brutalidades para ganar un alimento que seria mezquino para un perro!

—Toma, loma, allí tienes seis cuartos, dijo el hombre sacándoselos del bolsillo y dándoselos á Ramon.

—  ¡Ah! Dios se lo pague á V., esclamó Ramon tomando la limosna.

—Hazte cuenta que le has limpiado.

Ramon no sintió ya el dolor material del golpe.

De todas maneras, el que acababa de recibir, le libertaba de doce azotes, que correspondian á la falla de seis cuartos, cuando presentase la cuenta al amo.

Así que Ramon llegó á la casa, dieron las ocho.

Los limpiabotas estaban sentados, unos en la banqueta, oiros en el suelo, y otros en el umbral de la puerta que estaba cerrada.

Todos miraron al rostro de Ramon así que llegó.

—¿Cuántos cuartos traes? le preguntó uno.

—Una peseta y sois.

—¡Ay pobre de tí esta noche!

Ramon se encogió de hombros.

—Menos me faltan á mí, y estoy temblando, añadió el que le habia preguntado.

Al cabo de poco ralo se vió venir por la callo una pareja grotesca de un hombre y una muger.

Los limpiabotas se pusieron de pió al verlos.

La pareja eran el italiano y su ama de llaves.

Era domingo, y el hombre habia salido á celebrar la fiesta yendo á merendar á Gracia, ó á otro punto con la muger que tenia en casa.

Al llegar á la puerta, el italiano sacó la llave, abrió y entró seguido de toda la tropa que le aguardaba.

Los limpiabotas se quedaron en la cuadra.

El italiano subió á su habitacion, quitóse el traje del domingo, y volvió á bajar con su blusa azul, sombrero hongo color de coniza, y una recia correa en la mano.

—Vamos á ver, dijo entrando en la cuadra, ¿quién falla?

—Ninguno, respondieron á la vez tres ó cuatro de los chicos.

—A formar pues, añadió el italiano.

Y como una compañía de soldados, los limpiabotas formaron en la cuadra una línea de frente al italiano.

Éste empezó por un estremo.

—¿A ver? dijo al primero.

El limpiabotas puso los cuartos en la mano de aquel.

—Seis, doce, diez y ocho... seis reales y ocho cuartos.

—Sobran ocho, dijo el chico satisfecho.

—Ya lo veo. Serán adelantados ya para la cuenta de mañana.

Y en seguida pasó al inmediato.

—Uno, seis, veinte... ¡faltan dos citarlos!

—Pues yo creí que estaba la cuenta justa, dijo el segundo limpiabotas.

Estratagema de niño que no le valió.

El italiano volvió á contar.

—Pues faltan dos. Adelántate.

El limpiabotas dió dos pasos al frente, y el italiano le descargó dos fuertes correazos.

Pasó al tercero y al cuarto, y á los siguientes, distribuyendo á cada cual su merecido, segun las faltas que en las respectivas cuentas encontraba, hasta que llegó al último, que era Ramon.

—¡Te toca ya á tí, perillan! ¡A ver, venga ese dinero!

Ramon se lo entregó.

El italiano, del mismo modo que habia hecho con los demás, so puso á contarlo.

—No cuente V., faltan once cuartos, dijo Ramon.

—¿Con que, hoy faltan once cuartos?

—No he podido hacer mas.

—¡Bravo!

Y el italiano, con asombro de todos, se separó sin tocar ni amenazar á Ramon, saliendo en seguida de la cuadra.

—¡Note pega! le dijo uno admirado.

Ramon se encogió de hombros, sin responder una palabra.

Al cabo tío un ralo el italiano volvió á aparecer, llevando aun la correa en la mano.

—Ea, á comer, dijo entrando en la cuadra.

La muger que con él habia venido, entró entonces llevando una marmita llena de potaje de judias y arroz, que dejó en medio de la cuadra, quedándose ella de pió, empuñando un cucharon de madera.

Cada uno de los limpiabotas fué al sitio de su cama y tomó una fiambrera de hoja de lata.

Ramon no fué por la suya.

—¿Cómo no vas tú por tu fiambrera? le preguntó el italiano con tono irónico y una sonrisa infernal.

—No tengo gana de comer, respondió Ramon.

—Ea, á tomarla, y ponte en la fila, le mandó el amo.

En fila ya todos los limpiabotas, cada cual con su cazuela y su cuchara en la mano, la Maritornes de la casa destapó la marmita, hundió el cucharon, que sacó lleno, y lo puso al primero de los chicos.

Los limpiabotas fueron pasando uno por uno, recibiendo la racion.

—¡Alto ahí! dijo el italiano que presenciaba el reparto, cuando llegó uno de los que no habian traido la cuenta completa: á ese media racion nada mas.

La Maritornes vertió en la marmita la mitad de lo que contenia el cucharon que habia sacado lleno, y dió la media racion que se le mandaba.

Llegó por fin Ramon.

La muger hundió y sacó llena la enorme cuchara, y el niño alargó naturalmente su cazuela.

Pero antes de que tuviese tiempo de caer en ella la racion, el italiano descargó tan fuerte correazo sobre Ramon, que éste rodó con la cazuela en tierra.

—¡Toma comida! esclamó el italiano volviendo á los golpes y desahogando su brutal furor en el limpiabotas.

La boca de Ramon no exhalaba ni siquiera un ay.

—Varaos, basta ya, dijo la muger interponiéndose entre éste y el feroz italiano.

Deja, esclamó éste; la correa no rompe ninguna costilla, y así entrará un dia en caja y siguió con los azotes, hasta que hubo contado los veintidós, que eran los que correspondian á los once cuartos que faltaban á la cuenta, esto es, dos correazos por cada cuarto.

Concluido el castigo, Ramon permanecia aun en el suelo.

—¡Ea! ¡levántale, truhán¡díjole el italiano, que no es este el sitio donde has de dormir esta noche.

Ramon se levantó.

—Anda, y sígueme.

Y el italiano dejó la correa y se encaminó hacia el fondo de la casa, que es donde tenia la cueva.

Ramon le siguió.

Aquel levantó la trampa, y dijo á éste:

—Baja.

—Pero, señor, ¿ahí vá V. á hacerme pasar la noche? preguntó Ramon.

—Y parte del dia de mañana, si vuelves á replicar, respondió secamente el italiano.

—¡Oh! perdóneme V., harto castigo he sufrido ya. Yo prometo á V. que mañana le llevaré lo que ha faltado á la cuenta de hoy.

Ramon era niño, y como tal, eso de la cueva lo llenaba de espanto y de terror.

—No, no hay perdon, así escarmentarás para otra vez.

—¡Por Dios, señor!

—¡Baja, baja! insistió el italiano, concluyendo la paciencia por momentos.

—¡Ah! ¡no bajo!

—¡Cómo! esclamó el amo enfurecido. Con que, ¿no bajas? Ya verás si bajas ó no.

Y cogiendo á Ramon por el cuello de la chaqueta, suspendiendo su ligero cuerpo con la fuerza del robusto brazo, el italiano bajó al limpiabotas á la cueva por mas que el infeliz gritaba y pataleaba en el aire, para resistir lo que á tal punto le horrorizaba.

—¡Aquí! dijo el italiano soltándole cuando llegó abajo.

Y de dos saltos subió arriba, dejando caer la trampa que cerró en seguida.

El pobre Ramon quedó sobrecogido de puro miedo, sin osar respirar, ni menos moverse del sitio.

Pero a medida que el tiempo fué transcurriendo, fué pasando la terrorífica impresion de los primeros momentos, y la necesidad de variar de posicion le obligó á moverse.

Sus manos tropezaron con un objeto que en el suelo habia, y el cual no tardó Ramon en reconocer. Era un pedazo de eslora.

Como era natural, resolvió aprovecharse de ella, y la levantó, no sin un miedo cerval y aguzando el oido para soltarla en el momento en que comprendiese que la estera cobijaba algun fantasma de los que en aquel instante creaba su escitada imaginacion de niño, á fin de acomodarse lo mejor posible y pasar menos mal aquella dolorosa y terrible noche.

Arregló la estera, acurrucóse sobre un estremo de la misma, con el fin deponerse el resto encima, y al alargar la mano á este objeto, sus dedos tropezaron con un anillo que salia del suelo.

El anillo correspondia á una tapadera de hierro que cubria una tenue capa de tierra movida.

Ramon tiró de él, levantando el objeto sin esfuerzo.

Llevó en seguida la mano al mismo sitio, y encontró un agujero.

Ramon retiró la mano.

Su primera impresion fué de miedo, pero no tardó en apoderarse de él la mas viva curiosidad.

¡Es un agujero, no hay duda! se decia, ¡y estaba tapado con esto! ¡Qué será!.

El agujero infundia á Ramon cierto respeto, pero mas que el respeto pudo en él la curiosidad, y al fin venció ésta.

Llevó la mano y encontró á flor de tierra un círculo de metal que reconoció en el instante.

—¡Es una olla! esclamó, y fué metiendo la mano.

No llegó al fondo, cuando volvió á esclamar:

—¡Dinero! ¡y está casi llena! ¡Si será del amo!

El miedo de Ramon á los fantasmas y ratones, desapareció desde el momento en que otras ideas arrojaron las primeras de su imaginacion.

Una de las reflexiones que primero se hizo, fué la siguiente:

¡Tanto dinero enterrado aquí, y yo que, matándome por ese Barcelona, apenas puedo encontrar una peseta todos los dias! ¿Si será plata? pensó luego. Cuartos no serán. Tal vez oro...

Y enterándose con el tacto del tamaño de las monedas, se decia:

—Hay de grandes como duros, y de otras mas chicas... ¡tal vez aquellas sean onzas!... ¡Con una que yo tuviera!... no tendria necesidad en muchos dias de... ¡Y mi madre! ¡mi pobre madre!...

Pero, ¿qué le diria? ¿que me la habia encontrado? ¡Ah! ¡no, no! Si el amo llegara á notarlo, ¡qué vergüenza!... Y luego, entonces sí me mataria!

El miedo del castigo se dejo sentir en Ramon, sin embargo, despues que la idea de la deshonra.

—Volvamos á dejarlo como estaba, se dijo luego.

Y buscó otra vez la tapadera.

—Todo será, pensó en seguida, que pueda dejarla del mismo modo: si llega á caer tierra dentro, y el amo observa luego.

Y para evitar esto, volvió á meter la mano, á fin de quitar la tierra que pudiera haber caído sobre el dinero.

Inmediatamente colocó la tapadera en la olla, en el suelo empotrada, volvió á cubrirla con tierra, y concluida esta operacion, se acurrucó otra vez á un lado y encima de la estera, procurando dormirse y no pensar mas en lo que tan casualmente acababa de descubrir.

Pero ni uno ni otro consiguió Ramon.

Ni pudo dormirse, ni dejar de pensar un momento en aquel tesoro allí enterrado, cuando á él le costaba tanto el ganar una sola peseta, y su madre, enferma y desvalida, se hallaba poco menos que muriendo de necesidad.

Así pasó en claro toda la noche.

A las siete de la mañana siguiente la trampa se levantó, y una voz bajó al interior de la cueva.

—¡Suba V. ya, señor truhán!

Ramon reconoció en seguida la voz del italiano, levantóse con bastante trabajo y subió.

—¡Ea, á coger los bártulos, y á la calle! á ver si á la noche volvemos al mismo alojamiento, le dijo el italiano cerrando otra vez la trampa.

Ramon no le dió á conocer lo mas mínimo.

Llegó á la cuadra, sus compañeros se rieron al verle. Ramon los miró sin hacer caso de su burla, tomó su caja y salió, separándose en seguida de los otros, como tenia por costumbre así que salian los limpiabotas á la callo.

CAPÍTULO IV.
Efecto que cansó á Blanca la noticia de la desaparicion de Diego.

LA desaparicion del señor de Mendoza de la cueva en donde Blanco le tenia encerrado, dió mucho en que pensar, al paso que un susto de consideracion á éste y á su cómplice D. Jaime Hernandez.

Todas las preguntas que se hicieron á Roberto fueron en vano.

Este sabia positivamente que el haber indicado» quien pudiera salvarlo el sitio donde se guardaba á Mendoza, le hubiera costado la vida, aunque hiciera evidente con la terrible prueba que llevaba impresa en su rostro por el garrote de Daniel, la fuerza superior que en él se habia ejercido y las amenazas de muerte, para que descubriese el paradero del preso.

Roberto, que conocia al antiguo gefe de policía, sabia que era mas difícil huir á su terrible persecucion, que de las mismas manos de Daniel.

Al dia siguiente de la evasion de Diego, Roberto, que se habia mandado aplicar los primeros remedios á la herida que por fortuna suya no era de gravedad, como no son la mayor parte que se reciben en la cabeza, se presentó con el vendaje puesto á sus satélites que fueron á verle, como todos los dias, á su casa.

—¿Qué es esto, D. Roberto? le preguntaron todos incluso Juan.

—Nada, un lance que he tenido esta noche.

Roberto no dijo mas, ni nadie se atrevió á hacerle mas preguntas.

El respeto que éste tenia á Hernandez, se lo guardaban los demás á su inmediata autoridad subordinados.

Roberto mandó á Juan por un coche de alquiler, y se hizo llevar á casa de Hernandez.

—¿Qué es eso? ¿qué diablos tienes en la cara? preguntó éste á Roberto así que entraron en la pieza de conferencias.

—El resultado de un lance de anoche que á estas horas me tiene atontado todavia!... respondió Roberto, fingiendo aun mayor dificultad en el hablar de lo que le ocasionaba la herida.

—¿Pero qué fue?

—Que al retirarme anoche y al pasar por una bocacalle, sin ver nada, ni saber de dónde me venia, sentí un fuerte palo en la cabeza, que me derribó al suelo, dejándome sin sentido.

—¡Es particular!

—Cuando volví en mí, observé que me habian desabrochado el gabán y el chaleco, y por consiguiente creí que me habian robado. Así era efectivamente, y una de las cosas que me quitaron, fué la llave de la fábrica.

—¡Cómo! esclamó Hernandez.

—Sí, señor; y por esto sin poderme apenas tener en pié, he venido esta mañana corriendo á avisar á V.

—¿Y qué resultado ha tenido?...

—Uno que me ha dejado tonto, y yo no sé á qué atribuirlo.

—  ¡Esplícate! ¡esplícate!

—  Así que noté la falla de la llave, lo primero que hice, fué irme á casa, restañar la sangre que manaba de la herida, tomar un par de pistolas y dirigirme inmediatamente á la fábrica.

—¿Y qué? preguntó Hernandez, cuya impaciencia era insufrible.

—La puerta de la calle estaba entornada solamente.

—Adelante.

—Amartillé las pistolas, entré, solviéndola á dejar entornada, y encendí luego la luz. En la sala de la máquina no faltaba nada.

—¡Es particular!...

—Luego pasé el patio y fuí al cobertizo.

—¿Y qué? preguntó Hernandez, cuya ansiedad subió aquí de todo punto.

—La trampa estaba...

—¿Abierta quizás?...

—Descerrajada.

—¡Maldicion!

—El preso, por supuesto, no se hallaba en la cueva.

—¡Ah! pero ¿cómo ha podido ser eso?

—Lo mismo me estoy yo preguntando á cada instante desde anoche.

—Era preciso que alguien lo supiera de antemano, y que lo supiera todo!...

—Precisamente.

—Aquí somos tres nada mas los que estábamos en el secreto: por mí no se ha sabido; por el señor D. Pedro, no es imaginable siquiera...

—Pues por mí tampoco, concluyó Roberto.

Hernandez le miró con aquellos ojos escrutadores, acostumbrados á leer en el rostro lo que pasa en el interior de un hombre.

Roberto, que por su parte no iba en zaga al tal Hernandez en esto, resistió la mirada, seguro de que el otro no leeria en su rostro, mas de lo que él quisiese.

A Hernandez le asaltó una duda: la de si era real y verdadera la herida que Roberto decia tener bajo el vendaje que llevaba.

—¿Y no te dieron sino un golpe? le preguntó.

—Uno solo, segun he visto despues, y bastó. De todas maneras yo no hubiese sentido sino el primero, y si me dan oteo como ésto, seguro estaba de levantarme.

—¿Y qué le has puesta en la herida?

—Bálsamo de Malats.

—Yo tengo otra medicina mejor, dijo el antiguo comisario, y le voy á aplicar ahora mismo unas gotas.

—Quizá sea malo dos remedios á un tiempo.

El antiguo gefe de policía creyó ver en esta observacion de Roberto una escusa para no enseñar la herida.

Así, insistió con mayor ahinco:

—¡Quiá! ¡qué ha de ser malo! al contrario, aunque te hubieras puesto todas las medicinas del mundo.

Y esto diciendo, salió de la sala, volviendo á poco con un frasquito en la mano.

—A ver, á ver, acércate á la luz.

Roberto obedeció.

—No muestra resistencia, dijo para sí Hernandez.

Roberto le presentó el lado de la herida, aquel fué quitando el apósito, y esclamó al fin en su interior:

—¡No mentia!...

Y en seguida dijo á Roberto:

—¡Es una herida terrible!

—¿Pues qué le decia yo á V.?

—¡Ya lo veo, ya lo veo!

Y  para disimular tan solo, Hernandez hizo como que echaba unas gotas del frasco, volvió á poner el apósito, y dijo inmediatamente:

—Pues señor, es lance que me deja tonto y frió.

—Y á mí.

—¿Y qué le vamos á decir ahora á ese hombre?

—Lo peor es, dijo Roberto, que de los veinte mil que prometió, no tenemos hasta ahora mas que seis mil.

—Otra cosa hay peor que eso.

—¿Cuál?

—Que el señor de Mendoza, que me conoce á mí, ¿quién sabe lo que luego vá á hacer?...

—En cuanto á eso, yo no tengo tanto miedo.

—Tú claro es que no.

—No porque á mí no me conozca, sino porque en los últimos Iros dias que Vds.. dejaron de ir allá, se puso de una manera, que si no lo sacaron muerto.

—¿Qué dices?

—No creo vuelva á ser hombre en su vida.

Esta esplicacion de Roberto, sumamente verosímil para Hernandez, tranquilizó un poco á éste, quitándole parte del recelo que aquel le habia naturalmente inspirado.

—No podemos perder momento, dijo en seguida el antiguo gefe de policía; me voy á ver ahora mismo á Blanco.

Roberto salió, y Hernandez se dirigió á la casa del antiguo traficante de esclavos.

Ya sabemos lo que Hernandez diria á Blanco, y podemos presumir el efecto que á éste haria tan inesperada como terrible noticia.

Blanco se puso, no como un hombre exaltado, sino como un verdadero tigre rabioso bramando y paseando agitadamente de un estremo á otro de la estancia, así que le esplicó Hernandez tan inesperado acontecimiento.

El antiguo gefe de policía no desperdició para tranquilizarle, el recurso que poco antes con él habia empleado Roberto, pintándole el lastimoso estado de completa impotencia en que, si no moria, habia de quedar el señor de Mendoza, segun se hallaba, despues de tantos sufrimientos, en los tres últimos dias que permaneció en la cueva.

—Con efecto, dijo Blanco despues de los primeros momentos de ira, y obligado por la necesidad que tenia de encontrar una idea que contrabalancease al justo miedo que de repente le dió la libertad de Mendoza; ¡es fácil que le hayamos imposibilitado para toda su vida!

—Yo, segun le ví el penúltimo dia... añadió Hernandez, que no queria desaprovechar la ocasion de tranquilizar á Blanco, francamente, poco miedo le tengo.

—Es preciso adquirir ahora todas las noticias posibles, dijo Blanco.

—Eso corre de mi cuenta.

—Ya sabe V. donde él vivia...

—Sí. Pierda V. lodo cuidado, A mí, que rae conoce, y que no soy el que menos debe temer de su venganza, me importa, cuando menos tanto como á V., tener noticias para saber á qué atenerme.

—Es verdad, dijo Blanco para sí.

—Con que, señor D. Pedro, no hay motivo pava desesperarse todavia, y tomar una resolucion estrema. Aguardemos, que dias nos quedan aun.

El antiguo gefe de policía salió y Blanco pensó inmediatamente:

—En caso de que Mendoza vuelva al estado de poderse vengar, no me queda ya, despues de lo que ha pasado, otro recurso que la fuga, la repentina desaparicion de este pais! ¡Ah! ¿Y á dónde voy yo ahora con un nombre conocido hoy y respetado en todo el mundo, á presentarlo mañana con la nota de ladron, de pirata, de... ¡Ah! ¡no sé sí es preferible la muerte!

Es tanto lo que alhaga al hombre la consideracion de los demás cuando ha llegado á cierta posicion en la sociedad, y á tal punto se deja en él sentir la idea de la fama que alcanzó su nombre, que aun los mas criminales, los que no han conocido jamás el pudor de ciertas acciones degradantes, ni el placer del alma ante la gloria de un nombre venerado, cuando por efecto de inesperadas circunstancias, llegan á esperimentar ese placer, gozando esa fama, siquiera sea usurpada é inmerecida como la de Blanco, les duele tanto el perderla, que, á trueque de que esto no suceda, vuelven á esponer la misma vida, que tan regaladamente pudieran aun gozar en otra parte.

En una palabra, Blanco, que parecia honrado, se espantaba ante la idea de dejar de parecerlo y presentarse como un criminal infame allí donde era mirado como un hombre digno y respetable.

Quedábale el recurso de abandonar su nombre con el pais en que vivia; pero, ya lo hemos dicho: para vivir los últimos años de su vida sin aquel nombre tan enaltecido, Blanco preferia casi la muerte.

Tan amable es la honra, y tanto seduce aun á los que mas lejos están de merecerla.

Pasó un dia y otro dia y Blanco estaba á la espectativa, pendiente de las noticias que D. Jaime le trajera.

Pero todo lo que éste pudo averiguar fué que el señor de Mendoza estaba ausente, que habia ido á viajar por el estrangero, y nada mas.

Esto, como sabemos, era lo único que Daniel decia de órden de su amo á cuantos por éste preguntaban.

Blanco y Hernandez barto conocian que esto no era verdad.

Así transcurrieron tres meses.

Blanco casi creyó, y Hernandez lo mismo, que Mendoza, ó habia muerto, ó que se hallaba sumido en un estado de completa impotencia, desmayado su cuerpo por los pasados sufrimientos.

Llamábales, sin embargo, la atencion la respuesta que siempre daba Daniel.

—Nosotros sabemos, decia Blanco, que él no ha podido ir á viajar.

—¡Y tanto!... afirmaba el antiguo gefe de policía.

—¿Por órden de quién, entonces, preguntaba Blanco, responde eso su criado?

—No atino... decia perplejo Hernandez, á quien no le convenia el que Blanco temiese, pues esperaba cobrar los veinte mil daros ó gran parte de ellos el dia en que el traficante de negros estuviese tranquilo respecto de la persona de Diego.

—El criado no puede responder eso, sino por órden suya... añadia Blanco.

—¿Quién sabe, decia el gefe de policía, lo que puede haber ahí?...

—Es que si fuese esta órden de Mendoza, probaria que él tiene echado su cálculo, y por consiguiente que, aunque ahora, por ejemplo, esté enfermo, espera sanar mañana y vengarse.

—¿Pero en tanto tiempo quiere V. que no hubiésemos visto ya por dónde resollaba, si pudiera resollar?

—Eso, en cierto modo, es verdad.

—Lo que digo á V., es que recuerdo como le ví, que él estuvo un dia mas aun en la cueva, despues de haberle dejado yo casi espirando, y que miro muy difícil el que se levante un hombre en aquel estado.

—En fin, veremos, veremos, esclamó Blanco, á quien el dia que trataba de eso, le hervia la cabeza, en la cual combatian á un tiempo mil ideas encontradas de esperanza y de temor.

La persona de Mendoza, aunque no de una manera tan viva, ocupaba durante este tiempo á otras por distintos motivos con él relacionadas.

Despues de Blanco y Hernandez, quien mas notaba su falla eran la pobre Margarita y Amalia.

De un dia á otro concluiria el plazo para presentar aquella prueba de inocencia de que Diego habló, y si este término fatal espiraba, Amalia, sentenciada como criminal, iria á purgar en una casa infamatoria un delito que no habia cometido.

En la casa del banquero Sans, se hablaba tambien de Mendoza, que tenia como olvidado en la caja nada menos que un millon de reales.

Pero quien en medio de lodo esto sentia una de esas ansiedades del alma que no reconocen por causa ni el miedo de la deshonra, ni la pérdida de bienes, ni la esperanza de una fortuna, sino que nacen sin causa ni origen material y determinado, apoderándose del espíritu que ni de noche ni de dia consigue llenar el vacío que dejan en el corazon; quien esta necesidad, puramente del alma, sentia, era Clara, la entonces esposa del baron de Turella, y antes amante de Diego Rocafort.

Clara, durante el para ella larguísimo espacio de tres meses que duraba la ausencia de Diego, habia mil veces recordado aquella noche misteriosa que dió en su casa el concierto de Litz.

Su memoria recordaba los mas leves incidentes que durante el concierto pasaron entre ella y el señor de Mendoza.

En su corazon resonaban las sentidas notas que la inspiracion del grande artista habia hecho brotar del mágico instrumento, y su alma volvia á esperimentar las sensaciones mismas de aquella noche, sensaciones que solo entonces, y nunca en otras parles, ni en otras ocasiones que la habia oido, consiguió despertar en ella la música de Norma.

¿Qué nuevo atractivo tenia aquella noche la creacion del inmortal Bellini?

¿Era Litz mas artista quizás que otros tantos á quienes Clara habia oido, y sabia mejor que todos traducir los elevados sentimientos del autor de Norma?

Entonces ¿por qué no se acordaba de Litz ó de Bellini, ó de la misma música que resonaba en su corazon, sin que su mente la llamase?

¿Por qué los ojos de su alma so dirigian á otro objeto, concentrándose en el todas esas manifestaciones del sentimiento?

La misma Clara no se lo esplicaba, aunque lo sentia.

A su dulce arrobamiento, sucedia rápidamente otra sensacion distinta.

Del encanto dulce del alma, del suave embeleso de los sentidos, Clara pasaba de repente al terror? y su corazon se sobrecogia y su espíritu se replegaba amedrentado dentro de su pecho, y una voz muy parecida á la del remordimiento sonaba en su interior, al paso que en sus oidos la estruendosa y desgarradora confusion de aquella horrible tormenta oida tambien en aquella inolvidable noche.

¿Cómo la dulce imagen que los ojos de su alma veian cuando esta gozaba en dulce sentimiento, se la presentaba tambien al lado del terror, del miedo y el remordimiento que luego esperimentaba?

¿Que secreta y misteriosa influencia ejercia en su ánimo la presencia de aquel hombre á quien apenas habia hablado, á quien apenas habia visto?

En esta última reflexion era, sobre todas, en la que mas se detenia Clara.

Desde aquella noche, como un fantasma inevitable, la persona de Augusto Mendoza estaba continuamente ante su vista: este nombre, sin embargo, no reemplazaba á otro que habia escrito en su corazon.

Clara pensaba en Augusto Mendoza, sin que esto hiriese por otra parte la memoria de Diego Rocafort.

CAPÍTULO V.
En que se da otra prueba de la discrecion de Daniel.

TRES meses habian transcurrido desde la noche en que Diego, merced á la diligenciado Daniel, salió de la cueva, en donde de otro modo hubiera sin remedio perecido víctima de la infamia de Blanco y sus cómplices.

Este tiempo necesitó Diego para pasar la enfermedad que le produjera aquellos sufrimientos, y restablecerse de ella por completo.

Varias veces, durante la convalecencia, habia salido de casa; pero fué á horas desusadas y en carruaje, del cual no bajaba sino fuera de la ciudad, y en parajes solitarios, donde no fuese fácil el ser descubierto por persona que pudiese reconocerle.

Inútil es decir que entre los recados que á su casa venian de parte de las pocas personas con él relacionadas, Diego recibia con particular complacencia los de la casa de Turella, siendo indecible su satisfaccion al contar los de unos y otros, y ver que los de esta última casa habian sido mas á menudo que los de las otras.

Naturalmente, Diego, que colegia de la simpatia de sus conocidos por la ansiedad que éstos manifestaban en preguntar por el durante su ausencia, adivinaba que esta simpatia existia en mayor grado en la casa de Turella, y al pensar, conociendo el carácter del baron, que no era en éste en quien precisamente debia suponerla, era todavia mayor su alegría, suponiéndola racionalmente en el corazon de la baronesa, de aquella que por él tantas veces la habia en otro tiempo manifestado.

A Diego le costó no poco trabajo al abstenerse por tanto tiempo de presentarse á la sociedad de Barcelona; pero habiéndose ya completamente restablecido, ni él podia, ni habia razon para dilatar mas su ausencia.

Una tarde, la última que salió á paseo en carruaje, y con todas las precauciones para no ser visto al regresar, acompañado de Daniel, que no le dejaba nunca, dijo á éste:

—Hoy vas á encargarte de un cometido sumamente delicado, y cuyo desempeño exige una discrecion y un cuidado sumo.

—Sabe V. que emplearé toda mi voluntad en ello, respondió Daniel.

—Irás á casa Turella. Antes de subir, procurarás saber si está el baron en casa.

—Entiendo.

—Pero esto no has de preguntarlo á los de la casa misma.

—Ya lo presumo, y tengo un medio de saberlo sin necesidad de pedirlo á nadie, si no es que corre eso mucha prisa, observó Daniel.

—Puede ser hoy ó mañana, dijo Diego.

—Entonces, prosiguió el criado, lo mejor es colocarme á cierta distancia de la puerta y espiar su salida.

—¿Tú ya conoces al baron?

—Sí, señor.

—Pues haces eso mismo; le espías, y cuando él salga, entras tú en su casa.

—Muy bien.

—Subes á la habitacion, y preguntas por él.

—Me responderán, naturalmente, que no está.

—Eso es. Entonces dices que vas con un recado de mi parlo, y que en defecto del señor, has de ver á la señora, El criado pasará el recado, y la baronesa te recibirá. Entiende que has de poner toda tu atencion en fo que te diga, y en la manera como te hable...

—Entiendo, señor, interrumpió Daniel con un tono de seguridad que indicaba hasta qué punto la tenia el antiguo soldado en su propia vista y en su inteligencia para el desempeño de una mision de este género.

—Así que estés en su presencia, la dirás que yo te escribo de Burdeos, mandándote que pases á verles. Emplea al decir esto el ustedes.

—Entiendo.

—Para darles, en primer lugar, las gracias por su atencion y decirles que dentro de pocos dias estaré de regreso en Barcelona.

—Muy bien.

—Nada mas.

—Enterado, señor. Usted dirá cuando quiere que vaya, dijo Daniel penetrado ya completamente del pensamiento de su amo.

—Ahora mismo, en cuanto lleguemos á casa.

El coche paróse al cabo de poco ralo delante de la morada de Diego; éste, envuelto en una ancha capa, bajó, subió la escalera, y Daniel, despues de haber dejado á su amo en el gabinete, partió al desempeño de su mision.

Diego aguardó por espacio de una hora y con creciente impaciencia la vuelta de su criado.

Al cabo de este tiempo volvió Daniel.

Antes de que éste hablára, los ojos de Diego, que se clavaron en el rostro de aquel al entrar en el gabinete, leyeron ya un éxito feliz.

—Pronto vuelves.

—Ya está despachado el asunto, señor.

—¿Y bien?

—Poco tuve que aguardar paseando en la acera de la calle y volviendo la cabeza á la puerta de la casa.

—¿El baron salió?

—A los seis minutos.

—Esplícate, sin olvidar nada.

—Vá V. á verlo y oirlo como pasó.

El anhelante espíritu de Diego estaba pendiente de los labios de Daniel.

—Hice las mismas preguntas que V. me mandó, al criado.

—Sí.

—Que respondió como antes habiamos dicho. Me introdujeron Juego á la presencia de la señora.

—¿Estaba sola?

—Sí, señor, y esperándome.

—¡Cómo...

—Porque así que entré, me encontré con su vista que estaba fija en la puerta. Le dije lo primero, que V. me habia escrito mandándome que fuera—¡Ah! esclamó en seguida, mil gracias, ¿y está bueno el amo? me preguntó luego con grande ansiedad.

—Cuidado con exagerar, interrumpió Diego al criado.

—No exagero, señor, y tan lejos de eso, que ahora veo que me es imposible recordar aquella voz y aquel acento particular de marcado interés que yo descubria en sus palabras.

—Sigue, sigue.

—Respondíle que estaba V. sin novedad, y entonces, sin darme tiempo de que yo le noticiára el regreso, se adelantó ella preguntándome si hablaba V. de volver pronto. Dentro de breves dias, la respondí, y precisamente rae manda que así se lo diga á Vds. Entonces fué cuando sus ojos brillaron con una alegría que á nadie se hubiera escapado. Iba á hablar sin duda para decirme algo sobre eso, pero en aquel momento entró una doncella de otra casa á preguntar de parte de su señora á la baronesa si esta noche ocuparían su palco en el baile del Liceo, y que si no iban y no lo tenian á otro ofrecido, lo ocuparía la familia que mandaba la doncella.

—¿Qué familia era?

—Eso no lo sé, porque ni la doncella lo ha dicho ni he podido colegirlo.

—¿Y qué ha contestado la baronesa?

—Le ha dicho que ella pensaba ir, pero que esto no era un inconveniente, y que la doncella podia decir á su señora que tenia el palco á su disposicion.

—¿Con que la señora baronesa ha dicho que sí iba al baile?...

—Eso mismo.

—¿Y hay esta noche baile en el Liceo?

—Sí, señor, de máscara, yo lo he leido en el diario de esta mañana.

—Concluye.

—La doncella salió, y entonces la señora baronesa me dijo:—Aunque ya tendremos el gusto de ver luego que llegue al señor de Mendoza, dígale V., si le escribe, que agradecemos infinito su atencion, y que le deseamos un pronto y feliz regreso—Nada mas dijo. Yo añadí que cumpliria asimismo su órden, saludé y salí.

—Bueno, esclamó Diego despues de un momento.

Luego preguntó á Daniel:

—¿Decías que habias visto eso del baile en el diario?

—Sí, señor, lo he leido en el de esta mañana precisamente, contestó Daniel.

—Anda y tráelo.

Daniel presentó el diario á su amo.

Éste miró en seguida á la seccion de anuncios de teatro.

—¡Pues aquí no dice nada! esclamó levantando los ojos y mirando á Daniel.

—¿Cómo que no?

—A ver...

—¿En dónde mira V.?.

—En la seccion de espectáculos, que es donde debería estar.

—No, señor, si no es ahí.

Y Daniel, volviendo la hoja, mostró á su amo una gacetilla que Diego leyó y decia:

«Esta noche tendrá lugar el segundo baile de máscara queda la sociedad del Liceo, en el magnífico salon del gran teatro. La brillante concurrencia que favoreció el primero, hace esperar que en este, como en los subsiguientes, se verá igual lucimiento y no menor número de personas, pu es se han tomado ya todas las acciones.».

—¡Ah! ¡es baile de sociedad! ¡malo! esclamó Diego dejando el periódico con disgusto.

Daniel se quedó mirándole, sintiendo tambien en su corazon el pesar que de pronto veia retratado en el rostro de su amo.

—Necesitaria, continuó Diego hablando á media voz y consigo mismo, que alguien me facilitase una tarjeta...

—Pues nada mas fácil, dijo Daniel sencillamente, adelantándose sin que su amo le preguntara y valido de la confianza casi sin límites que éste le habia dispensado.

—Pues no es tan fácil, respondióle Diego bondadosamente.

—¡Cómo que no! Yendo á tomar el billete...

Diego se sonrió.

—Los billetes para ese baile no se toman á la puerta ni se venden en el teatro.

—¡Ah! Entonces...

—Con esa dificultad aumentan mis deseos de ir, prosiguió Diego hablando otra vez consigo mismo; pero para eso seria preciso que yo me manifestase pidiéndolo ó mandándolo á pedir, y entonces ya no habia objeto para mí.

Daniel estaba como sobre ascuas, contemplando el disgusto de su amo.

El fiel criado habia llegado á ese punto de estimacion en que no se siente, ni alegra ni entristece, sino lo que dá tristeza ó alegría á la persona por quien tal interés se esperimenta.

Así volvió á decir:

—Pero, aunque eso sea, señor, si V. tiene deseos de ir, sin necesidad de manifestarse, ¿ha ser de tan difícil encontrar entrada para un sitio a donde irá tanta gente?

—Pues es difícil.

—Pues yo, me parece que si me empeñaba en ello, no sé lo que eso sea, ni cómo lo baria, pero...

—¿Qué?

—Que casi pondria la cabeza.

—Libertad tienes pues de probarlo.

—Si V. quiere voy á ello.

—Vé cuando quieras, pero no emplees muchas horas, porque ya te digo que lo veo difícil.

Daniel salió y Diego esclamó viéndole salir.

—¡Capaz es de traerme billete! ¡Ah! ¡si encontrara medio! ¡Un baile de máscara y estando ella, que me supone fuera y tan lejos de aquí!...

Y Diego, siguiendo el hilo de este pensamiento, urdia mil conversaciones entre un máscara que se fuese al lado de Clara y la hablase de cosas indiferentes primero; luego que dejase escapar palabras de cierto sentido que llamasen su atencion, viniendo al fin á papar en contarle una historia de amores, que ella oyese turbándose y...

—¡Pero no! esclamaba de pronto desechando este plan; seria esto demasiado transparente... mañana yo me presentaría á ella, y no conviene tan pronto. Mejor fuera...

Y aquí volvia á truncarse el pensamiento con otra idea repentina.

—¡Pero ella al baile! ¡Y no habló de nadie de la familia sino de sí misma! ¡Ah! ¡no desdeña las diversiones!...

El amor de Diego, egoista como es siempre este sentimiento, hacia un cargo á Clara, ignorante de la existencia de su persona, y esposa además de otro, porque no desdeñaba las diversiones de que en medio de su amargura huia el triste y desconsolado Diego.

Este, sin embargo, es el corazon del hombre, y esta la naturaleza del amor.

—¡Acaso tenga un interés particular!... continuaba presa de otra repentina idea. ¡Ah! ¡eso no cabe en ella! Yo la amo como antes la amaba, y de otra suerte, no podria sentir por ella lo que siente mi corazon.

Y entre las mil encontradas ideas que en tropel acudian á su mente, Diego hablando consigo mismo y profiriendo palabras que no guardaban conexion entre sí, como hijas de los distintos pensamientos que le abrumaban, parecia un loco, ora paseando á largos pasos de un estremo á otro, ora deteniéndose en medio del gabinete.

Daniel fué quien vino á sacarle de aquel profundo ensimismamiento.

—Ya estoy aquí, señor.

—¿Y qué has conseguido?

—Lo que me habia propuesto.

—Eres el diablo.

—Aquí tiene V. dos billetes para el baile de esta noche.

—¡Dos!

—Y veinte que hubiese querido; pero tomé dos por si acaso tenia V. necesidad de que yo le acompañase.

—Has hecho muy bien.

Daniel esperimentó una viva satisfaccion al ver que tan bien habia sabido adivinar los deseos de su amo.

—¿Y cómo has podido arreglarte? preguntó Diego, que no podia menos de estrañar el que tan fácilmente hubiese encontrado Daniel billetes para un baile que era y se decia de sociedad.

—Muy sencillamente, respondió el criado: en la puerta misma del teatro pregunté á uno que me pareció de la casa, el cual me dijo que no se daban allí, ni menos se vendian billetes; pero instándole yo, añadióme al fin, que para eso lo mejor era dirigirse á los mozos de los cafés.

—¡Los mozos de los cafés! esclamó Diego admirado.

Ignorante como estaba de esa metamorfosis que habian sufrido en la forma los bailes públicos de máscara en Barcelona, se admiró naturalmente de que los billetes de uno que se decia de sociedad, los tuviesen los mozos de los cafés para el primero que fuese á pedírselos, ó, mejor dicho, á comprárselos.

—Pues sí, señor, continuó Daniel, el mozo del café de las Delicias me los ha proporcionado así que llegué. Cierto que me ha hecho pagar cincuenta reales por cada billete...

—Eso poco importa.

—Que no vale sino veinticinco, tomado con la accion, como he sabido despues, pero el caso es que me los ha dado.

—Ahora, pues, dijo Diego, sales en seguida y te traes dos de niños buenos, los mejores que encuentres, y dos caretas.

—Dos dominós...

—Tú vienes disfrazado tambien conmigo al baile.

—Está bien, dijo el criado. ¿Voy á salir ahora?

—Al momento.

Daniel salió y Diego quedó aguardando su vuelta y la hora de ir al Liceo.

CAPÍTULO VI.
Un baile en el gran Liceo.

HASTA las once de la noche Diego no salió de su casa.

El baile habia empezado á las diez.

Acompañado de Daniel, y embozado en una magnífica capa madrileña llegó á la puerta del gran Liceo.

Un monton de gente allí apiñada obstruía el paso casi por completo.

Unos que iban al baile, y otros que allí estaban parados para ver entrar las máscaras.

Diego y Daniel tuvieron que detenerse ante aquella muralla.

Al poco rato de esperar allí, llegó un magnífico carruaje tirado por dos robustas yeguas francesas, parándose delante de los arcos.

El cochero y el lacayo vestian librea.

El lacayo saltó de la trasera, y el cochero, fijo en el pescante, dejó la fusta para quitarse el sombrero con la mano derecha, mientras con la izquierda tenia las riendas de los fogosos animales.

El lacayo, sombrero en mano tambien, abrió la portezuela del carruaje.

—¡Es Turella! esclamaron dos ó tres voces á un tiempo.

Diego oyó estas voces y su cuerpo se estremeció.

Nicolás bajó primero, y en seguida Clara, á la cual dió la mano para bajar y luego el brazo su marido.

El lacayo se puso delante de los señores para abrirles paso entre la multitud.

—Adios, baron, le dijo á Nicolás una máscara (era muger) así que entró en los arcos.

Nicolás volvió la vista mirándola, y diciendo desdeñosamente:

—Adios.

—Ya veo que te vuelves muy calavera.

—¿Qué quieres, muger?

—¡Y muy derrochador! continuó la máscara en el tono de la mayor ironía, ¡atreverte á gastar veinticinco reales para venir á un baile!...

Nicolás ya no escachó á la máscara.

—¿De cuándo acá? continuó ésta. ¿Tú que si das un realito fuerte en el café, pides los dos cuartos de la vuelta?

—¡A ver si pasamos de una vez! esclamó Nicolás dirigiéndose á su lacayo y procurando desviarse de la atrevida máscara.

—¡Y ahora tan derrochador! ¡vas á empobrecer!

—¡Oh, amiga! añadió otra máscara, uniéndose á la primera, la clase de las personas impone ciertos deberes, de que no se puede prescindir, y cuando se llega á tener un título es preciso honrarle.

Nicolás empezaba ya á sudar, y no por cierto del calor que se observaba á la entrada del teatro.

Diego y Daniel se pusieron detrás é inmediatos á los de Turella, y entraron con ellos.

Clara y su marido, á quienes dejó el lacayo al subir la escalera del teatro, se dirigieron á su palco del primer piso.

Diego quedó con el dominó al pié de la escalera, mientras Daniel, entre empujones, codazos y pisotones, se abria paso entre otro monton de gente apiñada delante del guardaropa para dejar la de su amo y la suya.

Listo como en todas sus cosas, Daniel estuvo al cabo de breve ralo al lado de Diego.

—Procura no separarte de mí, le dijo éste.

—Pierda V. cuidado, señor, siempre que V. vuelva la cabeza, me verá detrás.

—Vamos al salon.

Y Diego subió la escalera para penetrar en él con el objeto de ver dónde estaba el palco de Turella y echar de nuevo el plan que debia seguir aquella noche.

A duras penas podia pasar el corredor para llegar á una de las puertas del salon, tanta era la concurrencia que lodo lo llenaba, oponiéndose al paso á cada instante como valla insuperable.

El espacioso recinto estaba iluminado profusamente con cien arañas de cristal, que colgaban alrededor del enorme quinqué del centro, presentando como á luz del dia con su vivísima claridad, los infinitos y diversos grupos que formaban aquella masa movediza, de entre la cual brotaban desencadenadas todas las pasiones, mezclándose con sus gritos al estruendo atronador de doscientos instrumentos que arrojaban sus eléctricos sones desde el anfiteatro en que estaba colocada la orquesta.

—¡Adios, Julián! ¡míralo qué guapo y qué elegante! Vamos, bien te trata doña Ramona...

—¡Esa que viene es Adelaida! ¡No la conoce sino todo el mundo! ¡Já! ¡já! ¡já! ¿Quiénes el que vá á su lado?

—¡Ah! es un pollo americano, muy rico segun dicen.

—¿Y el escribano?

—El escribano se fué ya á donde tendrá que ir luego el pollo..

—Mira, Juliana ya atrapó á uno. Hácia aquí viene, y él ¡qué rendido!

—¿No oyes? ¡le dice que la quiere ver la cara! ¡Buen cuidado tendrá ella de no enseñársela!

—¡Jesús qué barbaridad! ¡Para ser señoritos vaya un modo de andar!...

—Somos señoritos y caballeros. Yo me he bebido tres botellas ya y mi compañero siete. Quiero que me lleves ahora mismo á ver á Mercedes.

—No, porque estás borracho.

—Mejor, esto necesito yo para pedirle delante de su marido, el brazalete de diamantes que la regalé.

—Deja eso ahora, y vamos á darle una broma á la Anita que está allí.

—Tomemos un dominó.

—Así no tiene gracia. Lo bueno es sin dominó y sin máscara.

—Vamos.

—Anita, ¿y tú marido? ¡con que al fin te has casado! ¿pues no decias que era tan feo?...

—Ya, pero como al mismo tiempo es tan tonto... ¿Verdad, Anita?...

—¡Paf!...

Este es un sonido por medio del cual introduce el autor una bofetada en el diálogo.

Anita no respondió, pero respondió por ella el tonto de su marido.

—Oye, chico; ¿me compras un ramo?

—Con mucho gusto, querida, (ay Dios mío). Vamos. Escoje tú.

—Este.

—¿Cuánto es?

—Treinta reales.

—(¡Ay! ¡treinta dias de café!)

—Adios, chico, decia una máscara parándose delante de un individuo sentado en una silla: ¿sabes que te pones muy flaco?

—Y tú, contestó él maliciosamente, y mirándola de piés á cabeza, ¿sabes que de unos meses acá te pones muy gorda?...

Como si la hubiese picado una avispa, la máscara se separó sin seguir el bromazo.

—¡Ahí viene D. Gil! ¡mírale qué gordo! decian otras á otro individuo que con aire satisfecho pasaba por el corredor.

—La vida arreglada, niñas, contestaba él.

—¡Sí, y regalona! ¡ya lo creo! continuaba una de las máscaras: haciendo pagar veinte duros por un piso de la calle del Arco del Teatro, que apenas vale tres...

—¡Ah! cada cual es dueño replicó el D. Gil, mudando el aire de su fisonomía, que no aparecia ya tan satisfecha.

—Y luego, añadia otra máscara, desde que metió el pié en la Casa Grande...

—¿Qué quieres decir con eso? preguntó D. Gil amostazado—¡No quiero decir nada, que me llevarias presa! respondió irónicamente la máscara.

—¡Bah! máscaras, teneis muy poco chiste.

—¡Jamás ví que lo encontrára quien oia una verdad que le fuese amarga! gritó entonces una voz chillona de hombre, á espaldas de D. Gil.

Este volvió la cabeza al máscara, y las mugeres le dejaron para acometer á otro que al paso se les ofreció.

Era un hombre jóven todavia, alto y delgado, vestido con elegancia, y con cierta afectacion aristocrática, que no bastaba, sin embargo, á disfrazar su humilde origen.

—¡Míralo! ahí lo tienes solo y sin la pobre de su muger, como de costumbre.

El individuo aludido miró á las máscaras con desden.

—No seas tan soberano, hombre, y atiende á la gente que te habla. ¿Cuánto has perdido ayer en el Casino? ¡Si te dan otra paliza como la del otro dia, y pierdes muchos diez mil duros, ¡pobre coche y pobres casas!

—Los bienes de Beltran, como se vienen se van.

—¡Máscara! ¡eso es insultar! y mira cómo hablas.

—¡Ja! ¡ja! ¡ja!

El grupo entero soltó una fuerte y estrepitosa carcajada—¿Qué te dicen esas máscaras, chico?... preguntóle un amigo que se le unió.

—¡Nada! ¡inconveniencias y necedades!

—¡Huy! ¡qué otro! dijo entonces una de las máscaras señalando al recien venido.

—¡Qué! ¿qué quieres decir?

—Que no sé cómo tienes valor para venir aquí á divertirte, mientras aquella infeliz á quien habias prometido... y luego tú ya me entiendes.

—¡Bah! si no es mas que eso, esclamó sonriéndose el interpelado.

—Eso, y otra cosa además.

—¡Qué! díla.

—Déjalas y vámonos de aquí, dijo el jugador á su compañero.

—Aguarda, hombre, replicó éste, si esto es mi delicia. ¿Para qué viene uno, sino, á un bailo de máscara? Con que sigue, anda, y di esa otra cosa que ibas á decirme, continuó dirigiéndose á la enmascarada.

—¿Para quién era aquel rico aderezo que te trajeron de París?

—¡A mí!

—Si, á tí, á tí.

—Mira no te equivoques...

—Con qué satisfaccion lo estabas tú contemplando en este mismo teatro, sobre la persona favorecida, y no en el palio ni en ningun palco, sino en la escena la noche del baile aquel tan bonito...

—¡Bah! ¡bah! máscara, traes los papeles muy mojados.

En esto salió de debajo la capucha de un dominó que allí apareció de repente, otra voz que añadió á las palabras del que acababa de hablar:

—¿Con que ésta trae los papeles mojados?

—Sí, muy mojados, respondió el individuo á quien se daba la broma, el cual era un rico naviero.

—¿Si estarian á bordo del bergantin Santa María?

—¡Del bergantin. Santa María!

—Sí, hombre, de aquel buque viejo que no valia dos cuartos, y aseguraste tú por setenta mil duros en la misma sociedad de que eres director, y que salió cargado de qué sé yo qué, para ir á naufragar en el golfo de Valencia...

—¡Bah! ¡bah! vamos, chico, vamos, dijo el naviero á su amigo, es esto muy soso y tiene muy poca gracia, tienes razon.

Y ambos intentaron separarse, aunque en vano, de aquel grupo que como un enjambre de pesados moscardones, seguia zumbando en sus oidos, convirtiéndose á veces en sangrientos tábanos, cuyo aguijon se clavaba en su alma.

En tanto, otras máscaras acometían á otros individuos, desembuchando en un momento lo que tal vez guardaban un año entero, y las sátiras mas ó menos oportunas y punzantes, y los secretos que mas velados se creian, juntamente con las debilidades que mas ó menos escondidas tenia cada uno, todo esto por distintos modos y en diferentes grupos á la vez, brotaba en inmensa confusion de aquel enjambre de avispas que allí habian acudido, cada una con su poco ó mucho veneno preparado, para depositarlo en el punto premeditado de antemano, en donde iba á clavar el aguijon.

—¿Con que dices que no has encontrado quien te quiera, embustero? decia una tapada á un jóven amable que por fin habia conseguido atrapar; eso será porque tú no lo habrás querido conocer, ó bien, si lo has conocido, y la pobre que le ama no es tan hermosa como tú mereces...

Y la fea tapada declaraba bajo el antifaz, acompañada de todas las reconvenciones imaginables, la ardiente pasion que en ella habia desdeñado el hermoso jóven, quedando á lo menos desahogada de tan enorme peso.

Mientras esto aquí sucedia, allí un marido calavera era detenido por una pareja compuesta de un conocido suyo sin máscara y una muger con ella.

La tapada, vistiendo un traje de sala, y dejando conocer sus bellas y arrogantes formas en el cuerpo del vestido algo descolado, y en sus desnudos y blanquísimos brazos, iba á escitar mas todavia con sus palabras, que con su seductora presencia, la curiosidad de aquel marido desenvuelto, el cual no dejaba de hacer preguntas al otro que del brazo la llevaba.

—¿Pero quién es? dímelo tú, que yo no atino, francamente...

—Te repito, contestaba el compañero de la máscara, que yo lo ignoro tambien. La he encontrado, y con esa frescura que ves en olla, me ha pedido el brazo, favor que yo no niego nunca á ninguna muger.

—Y menos á una buena moza; tal hubiera yo hecho á haber hallado tanta dicha.

—Pero, chico, prosiguió el acompañante, es una dicha á medias, ó mejor, casi desdicha.

—¡Cómo!

—Porque, si á lo menos yo la llevara para mí, pero nada de eso; me lleva y me trae de una parte á otra, sin oir apenas nada de lo que le digo, y como buscando á alguien, que presumo serás tú, pues con nadie, desde que yo la acompaño, se ha parado sino con ligo.

—¿Será posible, máscara? preguntó el marido calavera con cierta secreta y anticipada fruicion.

—Tal vez, respondió la tapada con coquetería.

—Pues entonces, hazme el favor de tomar mi brazo, ese es mi amigo y no se resentirá.

—¡Ah! eso no, esclamó ella.

—¿Por qué?

—Por muchas razones, prosiguió la máscara; en primer lugar, porque eres muy atrevido.

—Yo que no tomo sino lo que me dan, y aun eso á puros ruegos...

—Y en segundo lugar, porque eres casado, y no me gustan los casados.

—Pero eso, ¿qué tiene que ver?

—Y luego que tampoco me gustan los maridos tontos.

El hombre mudó de color á esta frase, y dijo á la máscara poniéndose semiserio:

—Cuidado, máscara, que esa palabra puede tener un sentido...

—El que yo le doy, dijo la máscara resueltamente.

—¡Ah! es que yo podria hacértelo esplicar.

—Y yo, sin que me violentes, lo haré si gustas.

—Empieza.

—No te quejes luego...

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—¡Empieza! esclamó el individuo con creciente é insufrible impaciencia.

—Pues bien, yo llamo tonto á un marido, cuando se figura, por ejemplo, que su muger... Vamos no quiero decírtelo.

—¡Ah! ahora no te me escapas; concluye, pero le advierto que mires bien lo que vas á decir.

—¿Me desafías? perfectamente. Pues cuando su muger se baila, en ausencia del marido, como éste no se figura...

—Esplícate mas.

—Por ejemplo... en compañía de otro.

—¡Máscara!...

—Y mejor mozo que él.

—¡Ah! esclamó el marido furioso, llevando la mano á la carda y arrancándola del rostro á la tapada.

Ésta bajó la cara.

— ¡Já! ¡já! ¡já! ¡pues es gracioso dijo riéndose el que la acompañaba.

—¡Mi muger! esclamó el otro con la máscara en la mano.

—Ahora, compañero, tienes derecho de quitármela, dijo aquel seguidamente.

Y dirigiéndose á la atrevida esposa, añadió:

—Señora, de todas maneras doy á V. mil gracias por el honor que me ha hecho. ¡Buen chasco te ha dado! ¡já! ¡já! ¡já!

Y se separó riendo y en busca de nuevas aventuras.

A todo esto, Diego y Daniel apenas habian podido penetrar en el salon.

Sitiados á un lado, Diego levantaba los ojos dirigiendo la mirada á todos los palcos principales que su vista podia alcanzar, pero en ninguno de ellos veia á Nicolás ni á Clara.

—Quizás esté el palco en esta parte, se dijo.

Y trepando otra vez por entre la muchedumbre, consiguió llegar al medio, desde donde podia ver todos los lados del espacioso y magnífico teatro.

—¡Ah! esclamó luego, ¡allí está! la familia de Sans se halla con ellos; mejor, cuanta mas gente en el palco, mas fácilmente podré aislarme en la conversacion con ella. No hay que perder tiempo, pensó en seguida, pues seria fácil que no permaneciesen gran ralo en el baile.

Y procuró salir otra vez al corredor.

—Ya tengo un medio casi de saber si estarán mucho tiempo ó no, lo cual necesito para aprovecharlo mas ó menos, pensó Diego.

Y en seguida dijo á su criado, que ni un instante siquiera, á pesar de aquellos remolinos que todo lo desbarataban, se separó de su amo.

—Daniel, ¿tú conocerias el carruaje de Turella?

—¿El que les ha llevado al baile?

—Sí.

—Ya lo creo, por el tronco y el mismo coche, y la librea de los criados, sí, señor, lo conoceria.

—Pues sal á ver si se ha marchado; míralo bien y vuelve en seguida.

—Al momento, dijo Daniel.

—Aquí mismo enfrente del reloj me encontrarás.

Daniel salió, volviendo á los tres minutos y diciendo á Diego, que le aguardaba impaciente:

—Ahí fuera está parado todavia, señor.

—Es señal de que no estarán aquí mucho tiempo y es preciso aprovechar los instantes, pensó Diego.

Y se dirigió en seguida al piso principal.

Buscó el palco de Turella, y dijo a Daniel al llegar á la puerta:

—Espérame por aquí.

Y sin vacilar, Diego penetró en el palco.

CAPÍTULO VII.
Tristes recuerdos.

SEGUN antes hemos dicho, la familia de Sans, estaba juntamente con la de Turella en el palco del gran Liceo.

Los dos asientos de preferencia los ocupaban Clara y la señora de Sans. Al lado de ésta, estaba el baron, y junto á éste, el banquero.

Los dos hombres hablaban, ajenos completamente al bullicio y á las máscaras, de negocios y política.

Las dos mugeres, cada cual con sus anteojos de teatro en la mano, paseaban la vista por el salon, interrumpiéndose alternativamente, cuando la una á la otra hacia notar una escena destemplada, una caprichosa comparsa ú otra cosa por el estilo de las que particularmente atraian la atencion en el baile.

Al presentarse Diego cu el palco, las dos mugeres no lo notaron, vuelta como tenian la vista al salon.

Diego saludó sumamente muy cortés al señor de Sans, y al baron, alargándoles la mano que éstos no tuvieron reparo en aceptar al verla, después de oido aquel saludo cortesmente familiar, cubierta con un finísimo guante blanco de cabritilla que contrastaba con la seda del dominó, como el ampo de la nieve sobre el negro tronco del ébano.

A la estraña voz que oyeron en el paleo, tillara y la señora de Sans volvieron la cabeza.

Diego las saludó tambien con suma finura, mientras el baron y su compañero inspeccionaban de piés á cabeza al máscara del dominó, con el objeto de reconocerle.

—¿Pero no me ofreceis asiento? dijo Diego despues que las dos señoras le devolvieron el saludo.

—Sí, hombre, respondió el baron, señalándole el lado de su muger que no tenia ocupado mas que el asiento en que estaba Clara; puedes sentarte.

—Y empezar á hablar, porque supongo que no habrás venido á descansar solamente, añadió el banquero.

—Cierto que no; pero no es á vosotros á quien yo vengo á hablar, sino á estas señoras.

—Alabo la franqueza, dijo sonriéndose el señor de Sans.

—¿A qué es la máscara, sino? repuso Diego.

El porte y finas maneras de éste, dejaban conocer, á primera vista, que el máscara era persona distinguida, y el comedimiento de sus frases desembarazadas sin ser atrevidas, afirmó mas á los del palco en esta idea.

—Nada, nada, pues á elegir, concluyó sonriéndose tambien el señor de Sans.

—Queria hablar primero á tu muger, dijo el máscara, pero veo que la suerte me depara antes el lado de Clara. ¡Oh! no vayais ahora á temer que venga á poner discordia entre los matrimonios, ni á revelar nada que pueda comprometeros, añadió dirigiéndose á los dos hombres; yo soy casado tambien, y...

—Señal de que eres soltero, interrumpió vivamente la señora de Sans.

—No, digo la verdad.

—Con la careta en el rostro...

—¿Para qué es pues la careta?

—Tiene razon, añadió el señor de Sans.

—Y talento, pensó Clara mirándole.

—En fin, ya que la cosa no vá para nosotros, despáchate a tu gusto con ellas, dijo el baron, á quien importaba mas la conversacion seria que tenia con el banquero, que las bromas del máscara.

—Pero dí, ¿no tendrás celos? le preguntó Diego.

—No, no.

—Mi marido no tiene celos, dijo Clara entonces.

El baron y el señor de Sans volvieron á anudar su interrumpida conversacion.

—Esto puede significar dos cosas, una buena y otra mala, añadió en seguida el máscara, dirigiéndose principalmente á Clara; la falla de celos puede significar y de seguro significa en este caso confianza sin límites, y merecida por cierto, tratándose de tí.

—Gracias, máscara, dijo Clara.

—Pero, por otra parte, si es cierto que sin amor no hay celos...

—  ¡Ah! en eso no sé lo que decirte, máscara.

—Una cosa muy sencilla, añadió Diego: que el baron hace años que te adora, que su cariño desde aquella primera época en que empezó á manifestarse para tí tan noble y desinteresado, como grande y sencillo, no ha sufrido la menor alteracion... ¡Ah! ¡si vieras, Clarita, cuántas veces he tenido envidia de vuestra felicidad!

Inútil es que digamos que el matrimonio Turella, si bien vivia en paz y tranquilo, no era en Barcelona un modelo de ese amor acendrado y angelical que Diego presentaba, y Clara, que demasiado lo conocia, no vió el objeto del máscara al hablar de tal modo, tanto menos, en cuanto no podia atribuirlo á necedad ó falta de recursos en un hombre que tan bien sabia producirse.

—A tí, dijo Diego en seguida, dirigiéndose á la de Sans, te tocará luego, y por cierto que así como no espera ésta lo que voy á decirle, tampoco lo presumes tú.

—Entonces, concluye pronto, porque estoy impaciente, respondió la señora de Sans, volviendo á tomar los anteojos y á mirar al salon.

Clara dijo entonces:

—Pues si lo que tienes que decirme es tan interesante y tan nuevo como lo que me has dicho...

—Interesante podrá no serlo, pero nuevo, ¿á que á nadie se lo ha ocurrido decírtelo nunca? sobre lodo, eso de la felicidad...

Aquí Clara miró al máscara, conociendo que sus palabras descubrian ya roas intencion de la que primero presentaban. Así no supo realmente qué responder á estas últimas.

Diego añadió:

—Eso consiste en que no todos tienen la facultad que yo, de penetrar en el fondo de los corazones.

—¿Con que tienes osa facultad?

—Sin vanagloria.

—Mucho es.

—Tanto que te diria lo que hay en el luyo.

—¡En el mío! esclamó Clara admirada, añadiendo en seguida: dílo pues.

—¡La cicatriz de una herida profunda!

Clara se sobresaltó.

—¿Una herida? preguntó sonriéndose forzadamente.

—No, la herida, no. ¡Esa! ¡ah! ¡ya no existe!... ¡he dicho la cicatriz de una profunda herida!

Los ojos de Clara so fijaron en los del máscara.

—Pero si la herida era tan profunda, continuó la baronesa fingiendo un tono de broma que le costaba no poco trabajo, ¿cómo pudo cicatrizarse?

—¡Ah! esclamó el máscara con una voz que hablaba directamente al alma de Clara; ¡corazon de muger!

—Máscara, no te comprendo.

—¡No es estraño, cuando mi lenguaje corresponde á tiempos que ya pasaron!...

—En fin, si no eres mas esplícito... dijo Clara movida por un sentimiento de vivísima curiosidad, repito que no te comprendo.

—Es que temo que no quieras oirme.

—No espero yo de tos labios cosa que no pueda oir una señora.

—Cierto, y me haces en esto justicia.

—Y sin conocerte...

—Ya lo creo, como que es imposible.

—¡Imposible! ¿no te conozco sin máscara? preguntó Clara.

—No lo sé.

—¿Sabes si te he visto alguna vez?

—Me has visto, pero no volverás á verme.

—¿Por qué?

—¡Porque los muertos no se vuelven á ver! respondió el máscara en tono profundo.

Aquí Clara se estremeció involuntariamente.

Pero al momento se rehizo y dijo:

—¿Sabes que eres un máscara muy original?

—No tanto como acaso crees.

—Con lo que me acabas de decir...

—¡Ah! tú no comprendes hoy que yo esté muerto, hablándote á tí... sin embargo, lo hubieras comprendido años antes...

—¡Años antes!... esclamó Clara, en quien hacian verdadera impresion las palabras del máscara.

—Sí, Clara, sí, años antes.

—¿Y qué mas tenia yo años antes que ahora?

—La herida que hoy se cicatrizó.

—¿Pero en qué consiste esa herida?... á ver, esplícate de una vez, si no me es imposible entenderte.

—¿Sabes que pasa aquí ahora una cosa bien estraña? la dijo el máscara entonces.

—¿Cuál?

—Y muy original por cierto: la de que yo con careta en el rostro, te hablo con la verdad en los labios, mientras que tú sin máscara...

—¿Te digo la mentira?...

—Nanca hubiese yo concluido así, pero to diré simplemente que tratas de ocultarme la verdad.

—¡Yo! ¡pero de qué!

—¡Y es inútil, Clara! El tiempo todo lo borra; pero ciertas épocas y ciertos sucesos de la vida, no tanto que la memoria llegue á olvidarlos por completo. Así tu memoria, por mas que sea débil ya y confuso, guarda un recuerdo... yo lo sé, y es inútil por lo mismo que te empeñes en no querer comprender lo que yo siento que comprendes demasiado.

Clara oia verdaderamente confundida las palabras del máscara.

Ella guardaba un recuerdo, es verdad, y no débil y confuso como el máscara decia, sino vivo aun y palpitante por su desdicha; pero ese recuerdo, que era la triste herencia legada á su corazon por otro corazon que habia muerto para siempre, ella lo tenia como el tesoro que guarda el avaro escondido á las miradas de todos.

¿Y quién era el hombre aquel que hasta el fondo de su pecho habia penetrado para descubrirlo, puesto que hablándola con tal seguridad, era evidente que lo sabia?

Mas no era esto solo: las palabras del máscara envolvian una especie de reconvencion que, por mas que se presentaba velada por la educacion y buena cortesía de sus espresiones, dejaba entrever como una amarga queja que se parecia mucho á una acusacion de olvido é ingratitud.

¿Quién era, pues, el hombre que tanto sabia, y que con tal seguridad y en tales términos la hablaba?

Clara volvió insensiblemente, y se halló transportada en alas de aquel recuerdo, tan hábilmente evocado por el máscara, á otra época pasada de su vida, y su tierno corazon volvia á sentir como en otro tiempo la necesidad de sincerarse de una duda, de una queja por amorosos labios dirigida.

Diego leia en la fisonomía de su antigua amante, esta confusion de ideas que abrumaban su sorprendida mente, gozando en aquel momento lo que no puede la pluma espresar y sí solo comprender un corazon capaz de constituirse en una situacion semejante.

Clara levantó los ojos, fijándolos en el negro antifaz del hombre que la hablaba, como pava penetrar, al través de su mirada, en el rostro del desconocido.

—Mira, mírame bien, Clara; ¡pero por mucho que lo pretendas, no volverás á verme jamás!...

Y entonces Diego abrió sus grandes ojos negros, fijándolos en los de Clara, con aquella misma espresion de íntimo sentimiento que tantas veces la habia embelesado en otro tiempo.

Clara estaba absorta.

Mas aun que sus palabras, la muda actitud del máscara la imponía.

—¡Oh! ¡máscara, dime quién eres! esclamó arrastrada por la fuerza magnética de aquella mirada, que dominó por completo toda su reflexion.

—¡Nunca! respondió el máscara con una voz profundamente triste y dolorosa.

—¿Por qué? insistió Clava.

—¿Por qué?...

El máscara quedó un momento pensativo, y en seguida añadió en voz mas baja:

—¡Porque soy un muerto!...

Clara oyó estas palabras con mayor emocion todavia que las primeras, y su alma se sobrecogió de una especie de terror.

No le cabia ya ninguna duda de que las espresiones del máscara se dirigian á sus primeros, bien podiamos decir á sus únicos y desgraciados amores, y aquella voz que salia, ora dulce, ora triste y dolorosa, pero nunca dura y seca, de la máscara negra, lo parecia como salida de una tumba, y el fantasma que delante tenia como evocado del sepulcro para acusarla de perjura en los sagrados juramentos de su amor primero.

—Es la una menos cuarto, señoras, dijo en aquel momento el baron de Turella sacando el reloj.

La voz de su marido hizo volver en sí á Clara.

—Cuando Vds.. quieran, dijo la señora de Sans.

Y en seguida añadió volviéndose al máscara:

—¿Y nos vamos sin que me hayas dicho lo que me prometiste?

—Tiempo queda, respondió Diego.

—Es posible que no vuelvas á acordarte... añadió sonriendo la de Sans.

—Te lo prometo bajo palabra.

—De máscara, ¿eh?

Las indicaciones de Nicolás, eran órdenes cuando en semejan les sitios se encontraba con su familia, y Clara so levantó en seguida que el baron dió á entender que era la hora de retirarse.

Diego salió del palco con las dos familias.

Mientras éste y Clara estaban hablando poco antes, un hombre les observaba continuamente, ya desde abajo, ya colocándose en una puerta del anfiteatro, lanzando chispas de sus encendidos ojos, que tenia constantemente fijos en el rostro de Clara.

Ésta lo notó mas de una vez, antes de presentarse Diego, desviando la vista con fastidio.

Diego no observó nada. Estaba harto embebido y ocupado en su conversacion.

Aquel hombre era Roberto.

Al salir nuestros personajes al corredor, y cuando Diego iba á despedirse por ultima vez, un máscara, cubierto con un dominó, con guantes de color oscuro, y ese aire ordinario que bajo ningun trajo pueden disimular ciertas gentes, acercóse á Clara, que tenia inmediato á Diego todavia, y la dijo:

—Vamos, señora baronesa, que bien ha pasado V. la noche...

—Si... respondió Clara al pronto; pero, advertida de la clase de máscara que la hablaba y creyendo descubrir en ella á alguien que no era de su devocion, se arrepintió en seguida hasta de su lacónica respuesta.

—Ya lo creo, prosiguió el máscara, con ese galan al lado.

—¡Máscara, esclamó Diego, mira como hablas!

—Déjalo, observó Clara.

El máscara prosiguió con dañada é infernal intencion:

—Pues esa es la voz que ha corrido...

Diego le cogió entonces el brazo.

—¡Ay! ¡ay! gritó el máscara baja y cobardemente y doblando d cuerpo al dolor; ¡que me rompe V. el hueso!.

Diego apretó mas, diciendo:

—Pídele perdon á esta señora ahora mismo.

—¡Ay! ¡déjeme V.!

—¡Te rompo el brazo sino!

—¡Señora, perdon! esclamó el máscara.

—Ahora vete ya, y aprende para otra vez, dijo Diego empujándolo con desprecio.

Clara habia reconocido en el imprudente la voz de Roberto.

No hay para que decir, preparado como estaba su ánimo, lo que para ella significaría la caballeresca accion de Diego.

El baron y el señor de Sans, como esta escena fué tan rápida, ni siquiera se apercibieron de ella, entre la multitud de gente y gran confusion que en el corredor habia, separados además un tanto de sus mugeres y ocupados aun en su conversacion.

Roberto se quedó á cierta distancia, maldiciendo al máscara de los dedos de hierro y observándole, sin perderle de vista, con el objeto de seguirle hasta averiguar quién fuese.

—Vaya, ¿tú te quedas, máscara?... dijo el señor de Sans á Diego en el corredor.

—Todavia: que descanséis, respondió éste alargándoles la mano.

Cuando llegó á Clara, ésta, por mas que hizo, no pudo ocultar un temblor que la mano de Diego sintió en seguida.

—¡Tiemblas, y no me admira!... pero, recuerda, Clara, que lo que ha pasado ha sido no mas que una broma de Carnaval.

Y saludando luego á la señora de Sans y repitiendo seguidamente el saludo en general, Diego se separó, dejando á Clara sumida en la mayor confusion.

Daniel siguió á su amo.

Así que las familias de Sans y de Turella salieron, tomaron aquellos los abrigos y abandonaron el baile.

Roberto no les perdió de vista.

Atravesó, siguiéndoles, la Rambla, pasó la calle de Jaime I y entró en la de la Princesa.

Aquí una sospecha asaltó la mente de Roberto, pasando en breve á ser una realidad.

Los dos hombres que seguia, entraron en la casa número 36.

—¡Ah, no hay duda! esclamó Roberto desesperado, ¡es su amante! ¡y este amante es el señor de Mendoza!

CAPÍTULO VIII.
Dos visitas.

LA satisfaccion ó la alegría que goza el objeto adorado, es un tormento mas para el enamorado corazon que sufre ríos rigores de la adversa suerte; y al contrario, cuando el objeto que se ama sufre tambien al par del alma; que le adora, ésta siente como un alivio á su dolor, con la idea de que la otra no es tampoco feliz.

Guando sufrimos, no toleramos el placer ni la alegría en la persona que amamos.

Este es otro de los egoismos del amor, otra de las pequeñeces que encierra ese sentimiento, el mas grande que cabe en el corazon del hombre.

Sabemos que Diego amaba á Clara, y no es necesario decir despues de esto, si en medio de su generosidad sentiria su espíritu aquella secreta fruicion, bija de la especie de tormento que dejaba en el corazon de su antigua amante á la salida del baile. Esto, que en nada aminora la generosidad y nobleza de otros sentimientos del alma, tiene siempre su esplicacion en la naturaleza misma del amor, y esta esplicacion es muy sencilla en nuestro caso.

Diego no sabia antes, no podia averiguar si Clara, la que era todavia el objeto principal de su pensamiento, despues de tantos años transcurridos, con el nuevo estado que tenia y la alta posicion que en Barcelona gozaba, habia reservado en su corazon una pequeña parte al recuerdo del amante á quien la mas horrible de las desgracias arrancara un dia de su lado para llevarlo á morir en las profundidades del Atlántico, y donde no podia quedar ni la mas leve señal del sitio de su sepultura.

He aquí una de las ideas que mas mortificaban la imaginacion de Diego.

Pero despues de la conversacion tenida con Clara en el bailo, Diego no dudaba siquiera, sino que sabia perfectamente que aquella noche podia su pensamiento estenderse al espacio en busca de otro pensamiento, seguro de encontrar el de su antigua amante, escitado por los recuerdos traidos á su mente en el palco.

—¡Yo pienso en ella, y ella piensa en mí!

Esto se decia Diego en los primeros momentos de consuelo que gozaba despues de tantos años.

Mecido por tan dulce pensamiento, durmio casi tranquilo aquella noche.

No así la pobre Clara.

Ésta, que nada sabia, ni podia adivinar acerca del personaje misterioso que como un fantasma aparecido se le habia presentado aquella noche, repasaba palabra por palabra toda la conversacion con él tenida, encontrando en cada espresion el verdadero sentido con que fuera pronunciada, y oyendo de nuevo, ora la voz del corazon herido en su fibra mas delicada, ora el lamento del amor puro y desgraciado, ora el grito acusador de aquella alma amante y generosa ingratamente olvidada.

Y su sueño no era sueño, sino un insomnio pesado y horrible que le abrumaba la cabeza, haciendo sufrir al alma amargamente.

A las primeras horas de la mañana, Diego despertó.

Todavia duraba en él el mágico influjo de las ideas de la noche; pero tenia otros objetos á que atender y otros deberes que cumplir, y si no las sacudió por demasiado bellas y queridas, procuró distraerse de ollas por entonces, llamando otras á su mente.

Era ya tiempo de ir á ver á la familia de Messina.

Diego se puso un ancho gaban, tomó el sombrero y salió con direccion á la calle de Robador.

Eran solo las nueve de la mañana, pero la visita que iba á hacer, no era de tanto cumplido, que debiese demorarla por lo temprano de la hora.

Pocos pasos antes de llegar á la casa de Margarita, un hombre salió de la puerta.

Diego se detuvo al reconocerle.

El hombre tomó la acera de enfrente, opuesta á la que Diego llevaba, siguiendo su camino con la cabeza baja y como reflexionando, sin parar la atencion en la figura del caballero que por la otra acera andaba.

Era Roberto.

Diego apresuró un poco el paso, metiéndose luego en el portal de la casa de Messina.

Al presentarse en la habitacion, Margarita dió un grito.

—¿Se sorprende V.,señora?

—¡Ah! esclamó la madre levantándose de la silla que ocupaba junto á un barreño que servia de brasero y en el cual apenas se notaba la lumbre. ¡Dios le envía á V., señor de Mendoza!

—Él nos ayude á todos, señora; y empiezo por alabarle, pues la veo á V. ya levantada.

—Fuerzas de flaqueza y nada mas, contestó la madre casi sin aliento.

—¡Ah! pero siéntese V., señora.

Margarita lo hizo sin replicar, señalando á Diego la otra silla que en la salita habia.

—¡Cuánto tiempo sin ver á V.!..

—Fué la causa un viaje repentino, del cual he regresado sin olvidarme un momento de la situacion de Vds., señora.

—Que no puede V. imaginar á que estremo ha llegado!... añadió Margarita.

—Harto me lo figuro, pero tranquilícese V. ya. Vamos á ver: ¿la causa de Amalia?...

—Para sentenciarse en breve, pues no quedan sino pocos dias para presentar pruebas.

—Perfectamente; las tenemos de su inocencia y saldrá absuelta.

—En la cárcel el alcaide la bajó á la cuadra...

—Ya me figuro lo que habrá pasado: hoy volverá Amalia á su cuarto.

—No sabe V., no puede figurarse, Augusto, el consuelo que en este instante derrama en el lacerado corazon de esta pobre madre. ¡Ahora mismo!... hace un momento ¡si V. supiera!...

—¡He visto á un hombre salir de aquí!...

—¡Pues ese hombre me prometia por centésima vez la libertad de mi hija!

—Que no necesito preguntar á V. si ha rechazado...

—¡Oh! ¡primero la muerte! En la deshonra injusta, queda á lo menos la tranquilidad del alma; en la merecida, ¡ah! ¡nunca! ¡nunca! esclamó la madre repitiendo lo que poco antes habia dicho con esa fuerza y esa enérgica resolucion que tiene la virtud en tales situaciones.

—A todos llega su dia, lo mismo á los buenos que á los malos, y para ese mal hombre no ha de tardar mucho en llegar el suyo.

Margarita refirió despues á Diego la escena del casero.

El generoso protector de la familia la tranquilizó tambien sobre este punto, y ya se disponía á salir despues de haber dejado recursos á la pobre madre, cuando le detuvo una voz que sonó en la puerta del cuarto, esclamando:

—¡Mamá! ¡mamá!

Era Ramon.

El niño habia ido aquel dia mas tarde, no pudiendo desperdiciar el trabajo que se le presentó al salir de la casa del amo, y entró corriendo y gritando, como de costumbre, á abrazar á su madre.

—¡Ah! ¡caballero! dijo deteniéndose ante Diego y quitándose la gorra.

Diego quedó admirado al ver al limpiabotas.

La madre se avergonzó de que Diego viese á su hijo en tal estado, pero tomó la palabra en seguida dirigiéndose á Ramon é indicando á Mendoza:

—¿No conoces á este caballero, Ramon?

—Sí, es el señor de Mendoza, respondió el niño sorprendido aun, poro lleno el rostro de alegría.

—¿Cómo es eso, señora? preguntó Diego mirando á Ramon y añadiendo seguidamente: ¡aunque necia pregunta la mía! ¡Cuánto habrá V. sufrido!

—Pero mis sufrimientos cesan hoy.

—¡Oh! sí, Dios no quiere que duren por mas tiempo.

Margarita, para justificar su conducta de madre, hizo una esplicacion á Diego de cómo Ramon se encontraba en aquel oficio, concluyendo por decir á su hijo, que aquel mismo dia devolveria al amo todo su dinero, para tenerle otra vez en casa.

—¿Si? esclamó Ramon, pues ahora que no hay peligro, voy á contar á Vds lo que nos hace sufrir ese hombre, y lo que yo he pasado esta noche.

Y Ramon hizo una minuciosa relacion de lo que sabemos ocurria en la casa de á calle de Tallers.

—¡Angel de Dios! esclamó la madre estrechando á su hijo en sus brazos.

Diego quedó un momento admirando el heroísmo de aquel niño, y dijo despues de Margarita:

—Mereces un premio, celestial criatura, y lo tendrás.

Y en seguida añadió dirigiéndose á la madre:

—Es preciso que hoy mismo, señora, salga este ángel de ese horrible suplicio.

—¡Ah! sí, hoy sin remedio, respondió la madre.

Pero cuando creció hasta llegar á su último punto el dolor de Margarita, cuando la sangre de Diego se sublevó, poniéndose éste á temblar de coraje, fué cuando Ramon contó lo de la cueva y lo que el infeliz habia sufrido cu la pasada noche.

A Diego no le cayó, como vulgarmente se dicc, en saco rolo lo de la olla del dinero, y reflexionando sobre todo esto, dijo á Ramon:

—Hoy vas á salir de allí, paro cuidado con que á nadie digas lo que has pasado, ni lo que has visto.

—¿Oyes bien, Ramon? añadió Margarita, que, aunque no se daba cuenta de esta advertencia de Diego, puesta como en él tenia toda su confianza, tomaba como preceptos sus menores indicaciones.

—No diré á nadie nada, contestó Ramon.

—¿Y cuántos son los chicos que tiene ese hombre? preguntó Diego.

—Diez y nueve y yo veinte.

—Pues hoy, ó bien entre hoy y mañana, procurarás verlos á todos, y los dirás que el que á las siete de la noche no tenga la peseta que ha de entregar al amo, vaya al número 36 de la calle de la Princesa, piso principal, en donde se le darán los cuartos que le falten.

—Hoy mismo se lo diré á todos; y ¡poco contentos que van á estar! porque ¡ay! la noche que a uno lo faltan nada mas que tres ó cuatro cuartos, ¡pobre de él!...

Diego habia cumplido ya su mision por aquel dia, respecto de la familia de Messina. Despidióse, pues, hasta la mañana siguiente, y salió llevando las bendiciones de aquella madre y aquel niño, modelos de virtud y de heroísmo.

—¡Qué contenta se vá á poner Amalia, mamá! esclamó Ramon así que Diego hubo salido.

—Sí, hijo mio, sí, ¡tan contenta como estoy yo en este momento! Ahora llamarás á la señora Tomasa, y le daremos, para que en seguida los lleve al italiano, los veinte duros que nos entregó, y con esto, quedas otra vez libre y al lado de tu madre, ¡hijo de mi alma!

Y Margarita estrechó otra vez á Ramon entro sus brazos.

En seguida prosiguió:

—Despues de esto, vas á la cárcel, y dices á Amalia que pregunte al alcaide cuánto tiene que entregar para volver al cuarto como antes estaba.

—¿Y se lo llevaré en seguida, verdad? preguntó el niño.

—En seguida, sí,.

Ramon, saltando de gozo, corrió á la puerta, para, sin pérdida de tiempo, llamar ú la señora Tomasa.

Dejemos aquí á Margarita y su hijo, puesto que sabemos en lo que han de ocuparse durante la ausencia de Diego, y sigamos á éste.

De la calle de Robador dirigióse á su casa.

Dió la órden á Daniel de que entregase los cuartos que le pidiese cada uno de los limpiabotas que todas las noches á las siete acudirian á su puerta, y además, que si Juan iba aquel dia, le dijese que á las nueve de la noche estuviese en casa.

Aguardó despues de esto á que avanzase mas la hora, pues la casa de Turella era de mas cumplido que la de Messina, y, dada la una, se vistió y salió otra vez á visitar á la baronesa.

—¡Daniel! dijo al salir, ten presente, por si acaso, que he llegado esta mañana...

—Ya me hacia cargo, señor, respondió el criado con aquella esquisita inteligencia que le conocemos.

Diego llegó á la casa de Nicolás, y sin detenerse en el piso entresuelo, que es donde tenia aquel el escritorio y en donde se encontraba generalmente cuando estaba en casa, subió al piso principal, y se hizo anunciar por el criado.

Clara, que se levantó algo tarde, saliendo del lecho mas fatigada que del baile, se hallaba presa todavia de las impresiones de la noche anterior sentada en un sillon de su gabinete y envuelta en un gran pañuelo de alfombra.

Cuando el criado llamó á la puerta-vidriera y anunció al señor de Mendoza, la antigua amante de Diego dió un salto, y hasta despues de un momento no contestó:

—Que pase al salon.

La baronesa de Turella estaba sin peinar aun; y aunque, como sabemos, no era una muger vulgar, cuya vanidad fuese esclava de ciertas pequeñeces, ni menos habia pensado un momento en agradar al señor de Mendoza ni nadie, pues era, en primer lugar, bastante honrada y digna para esto, y además, no estaba su doliente corazon para abrir las puertas á otros sentimientos que á los que legítimamente pudieran ocuparlo, esperimentaba no obstan le un secreto disgusto al tener que presentarse á Mendoza de la manera como se encontraba.

Corrió al tocador, pasó por sus negros y finos cabellos un delicado batidor de concha, y salió á recibir la visita anunciada.

Diego aguardaba de pié y con el sombrero en la mano junto á un sofá.

—Beso á V. los piés, señora, dijo Diego haciendo una segunda inclinacion de cabeza, cuando Clara llegó á él.

—Beso á V. la mano, señor de Mendoza. No esperaba tan pronto esta agradable visita, despues del atento recado que recibimos ayer con el criado de V. Tero tome V. asiento.

—Llegué esta mañana, dijo Diego, sentándose en el sillon y junto al estremo opuesto al que Clara ocupaba en el sofá; y ya V. vé que es esta mi primera visita.

—Dobles gracias.

—¿Y el baron?

—Tan bueno, no debe tardar en subir, estará, en su despacho. A mí me encuentra V. todavia así, de cualquier manera...

—Señora, yo he venido nada mas que a saludar á Vds.

Clara inclinó la cabeza.

—Como anoche estuvimos de baile.. .

—¡Ah!

—Si, en el Liceo.

—¿Baile publico?... preguntó Diego con la mayor candidez.

—Sí, verdaderamente, porque, aunque so dice particular y de sociedad, son tantas las acciones que se dan, que llegan para todo el mundo.

Mientras Clara hablaba, Diego observaba en su fisonomía marcada la huella de lo que habia sentido la última noche.

La esposa de Nicolás creyó notar que Mendoza la miraba al rostro con cierta curiosidad, y esto aumentó la desazon que sentia en su presencia.

Llevó, pues, la mano al cordon que colgaba al lado del sofá, una campanilla sonó á la parte de afuera, y su criado se presentó.

—Avisa al señor que está aquí el caballero Mendoza.

—¡Ah! no le distraiga V... observó Diego, estrañando que tan pronto se cansara Clara de estar á solas con él.

El criado iba á salir y Clara le detuvo diciéndole:

—Oye, entorna antes un poco esos postigos.

Y dirigiéndose á Mendoza concluyó:

—No sé qué tengo hoy en los ojos que no puedo resistir la luz.

Diego esperimentó una verdadera satisfaccion á estas palabras: su sospecha era cierta.

—¿No ha dormido V. esta noche?... le preguntó con toda intencion.

—No mucho, francamente, respondió Clara; he tenido una especie de desasosiego... que no sé á qué atribuirlo.

—Tal vez el aturdimiento mismo del baile...

—Puede ser muy bien, aunque, como V. comprenderá, no tomé otra parte en él que la de simple espectadora.

—Aun así se siente á veces la influencia de la barahunda...

—Es cierto.

Hasta entonces la conversacion tenia en verdad poco, interés para Diego. Insensiblemente, como sucede muchas veces que uno espera una ocasion con un fin determinado, llega esta, y si el fin propuesto de antemano pende de que la conversacion tome cierto sesgo, suele desviarse, insensiblemente como decimos, ó presentarse sin saber por qué tan tibia ó insustancial, que todos los humanos esfuerzos son ineficaces para atraerla al punto que se desea.

Así le sucedió á Diego aquella mañana.

En cuanto á Clara, á ésta no le sucedió nada, porque tampoco tenia plan alguno en una visita que seguramente no esperaba tan pronto. Solo si la llamó sobremanera la atencion el ver, cuando tan lejos le creia aun, al señor de Mendoza, precisamente despues de la noche del baile.

Mas lejos estaba, sin embargo, de su pensamiento la idea de que el señor de Mendoza pudiera ser el máscara que en tales términos y con tal acento le habia hablado.

Diego habia procurado, para conservar mejor el incógnito, dar a su modo de hablar el acento de los hijos del Nuevo Mundo, y no habia desperdiciado la ocasion en distintas veces de decir delante de Clara, que le costaba mucho entender el catalan, y en catalan y muy puro habia hablado á Clara el máscara del Liceo.

Clara, por lo tanto, no procuraba dar importancia al objeto de la conversacion, ni Diego por su parte queria aventurar palabras, temiendo que despertaran sospechas que él no queria despertar por entonces.

La conversacion se paralizó por un momento, y Diego la dió entonces otro giro, con una de esas preguntas vulgares de sí y á que no recurre nunca una persona de talento, sino en situaciones especiales.

—¿Y qué novedades han ocurrido en Barcelona durante mi ausencia?

—Ninguna, todo está y sigue en el mismo estado.

Y la conversacion volvió á parar aquí.

Son un martirio en sociedad esos momentos entre dos ó mas personas que al instante concluyen la conversacion, estando al propio tiempo privado cada cual de hablar de aquello que le interesaría.

Diego sufria y Clara tambien.

El baron de Turella vino á sacarles de aquel estado.

—¡Bendito seas por esta vez! esclamó Diego en su interior, al verle entrar en el salon.

CAPÍTULO IX.
De como es mas fácil arrancarle á un millonario un hijo que un millon.

ASÍ que Nicolás se presentó, Diego y Clara á un tiempo observaron su rostro algo demudado.

Éste, que veia por primera vez al baron despues de tanto tiempo, lo pasó por alto saludándole como si nada hubiese advertido, pero luego, al ver que el baron le respondia así con cierta conmocion, iba á preguntarle, si no se hubiese anticipado Clara. Nicolás traia una caria en la mano.

—¿Qué tienes, que estás como trastornado? le preguntó su muger.

—Es una cosa que me dá mucho en que pensar, respondió Nicolás.

Clara y Diego á la vez aguardaban mas esplicaciones del baron. Despues de un momento, éste dijo:

—¿Estaba V. aquí, creo, señor de Mendoza, un dia que yo recibí una caria anónima en la cual me pedian cincuenta mil duros?

—Yo estaba, sí, y lo recuerdo perfectamente, contestó Diego.

—En cuya carta me amenazaban de muerte si no daba la cantidad pedida.

—Y yo le aconsejé á V. que lo despreciára.

—Lo cual hice asimismo.

—Naturalmente, añadió Diego.

—Pues esto que ven Vds., continuó Nicolás mostrando el papel que tenia en la mano, es otra carta de la misma letra, y por consiguiente que reconoce el mismo origen.

—¿Y eso te ha trastornado? preguntó Clara á su marido.

—Esa carta se desprecia ahora como aquella, añadió entonces Diego.

—Es que Vds no saben, prosiguió Nicolás, que la promesa de asesinarme que me hicieron la otra vez y repiten ahora, intentaron cumplirla.

—¡Cómo! esclamaron aun tiempo Clara y Diego.

—Si, prosiguió el baron.

—¡No has dicho nunca una palabra!... dijo admirada su muger.

—Pues una noche, al retirarme, en ese callejon inmediato se me echaron encima dos hombres navaja en mano, de los cuales me pude salvar retrocediendo primero y procurando defenderme con el baston, y luego gracias al sereno que acudió en mi auxilio.

—¡Jesús! esclamó Clara espantada.

—¡Es atreverse! dijo Diego.

—En el pecho del gaban que llevaba tengo aun el corte del navajazo que me llegó á la ropa, pero que afortunadamente no pasó á la piel.

—¡Pero sin decir luego una palabra! volvió á esclamar Clara mirando á su marido.

—Juzgué que eso valia mas tenerlo oculto, y mandé al sereno que guardase el secreto, despues de haberle pagado su servicio.

—¡Ah! ¡bien lo merecia! interrumpió Clara.

—¡Un napoleon le dí! continuó Nicolás haciéndose lenguas de su largueza; y le previne que vigilara en adelante el callejon hasta que yo retirase.

El lector, que conoce á Nicolás, comprenderá que el silencio de un suceso semejante que no se concebiria en otra persona, estaba muy en su carácter.

—Pues ya ven Vds., prosiguió, si hay motivo de alarmarse con este nuevo aviso.

—Con efecto, dijo Diego; aunque toda la alarma debe reducirse, en mi concepto, á guardarse de esa mala gente y nada mas.

—Es fuerte cosa, sin embargo, el tener que ir uno, si sale por la noche, con cuatro ojos y una pistola amartillada en la mano.

—En una capital como Barcelona, es estraño que no haya la seguridad que fuera de desear, aunque sea á las altas horas de la noche, observó Diego.

—Realmente es de estrañar, pero es así.

—¿Y cuánto te piden en esa carta? preguntó Clara á su marido.

—¡Cincuenta mil duros! ¡un millon!

—Si uno supiera que habia de quedar luego tranquilo...

—¿Qué? interrumpió en seguida el baron.

—Bien se podian dar, concluyó Clara.

—¡Qué dices, muger! esclamó Nicolás horrorizado.

Las palabras de Clara le hicieron mas efecto que la carta, y hasta la misma acometida de aquella noche.

En aquel momento un criado se presentó en la puerta diciendo:

—Señor baron, el señor D. Jaime Hernandez...

Diego se sobresaltó.

—Díle que tenga la bondad de pasar á mi despacho. ¡Qué diablos! no estoy ahora para nada. Oye.

—Señor...

—Que pase.

El antiguo comisario de policía se quedó frio al ver á Diego.

Éste, que habia tenido tiempo de prevenirse, se levantó tranquilamente y seguro de sí mismo.

Hernandez, como hombre curtido en semejantes situaciones.

tuvo tambien espacio de recobrarse en el corto tiempo que empleó para saladar al baron y á Clara.

Así se dirigió luego á Diego, diciendo tranquila y sencillamente:

—Beso á V. la mano.

Y en seguida añadió con una calma y un tono tal que maravilló á Diego:

—¡Pero calle! ¿no os el señor de Mendoza?

—Servidor de V... respondió Diego mirándole como quien necesita recordar la fisonomía de la persona que le habla, y diciendo para sí: á disimulo no me vas á ganar.

Y en seguida añadió:

—Usted me dispensará... pero en este momento no recuerdo.

—Jaime Hernandez...

Diego hizo un movimiento y puso una fisonomía tan sumamente natural, como ignorando, á pesar de haber oido el nombro, la persona que le hablaba, que engañó al mismo antiguo polizonte.

—Sí... ya caigo, añadió además, pero de una manera que dejaba á sus palabras lodo el color del mero cumplido.

—No es estraño que V. no me recuerde, porque nos hemos visto muy pocas veces, dijo entonces el comisario; pero yo que para eso de fisonomías, tengo una memoria grande...

—Todo lo contrario me sucede á mí, dijo Diego con la misma sencillez, lo cual prueba que no es culpa mi a, y ruego á V. que me perdone.

—¡Ah! queda V. perdonado, dijo el comisario, pensando al mismo tiempo: ¡no me ha conocido!

Previsor como nadie, y enterado de todos los recursos que ciertas gentes usan en determinados casos, Hernandez se habia dejado crecer la barba desde que Diego se fugó ó fué sacado de la cueva, y como sabia que Mendoza no le conocia de nombre, y si solo podia reconocerle por la fisonomía el dia de mañana, para prevenir este caso la habia tras formado con la barba que antes no llevaba.

Diego á sil vez comprendió que habia conseguido engañar al comisario, y como esto le importaba mucho para los fines que se lie valia, tuvo una satisfaccion igual por lo menos á la de Hernandez.

No bien éste se hubo sentado, el mismo criado volvió á aparecer anunciando:

—El señor D. Pedro Blanco.

No hay para que decir el efecto que esta voz produciria en el ánimo de Diego.

El antiguo comisario, á fuer de observador y por no perder su natural costumbre, fijó sus escrutadores ojos en el rostro de Mendoza para conocer el efecto que aquel nombre le producía.

Diego notó la mirada del comisario, y lejos de dominarse, le dejó conocer la sorpresa mezclada de la súbita cólera que en aquel momento sentia.

—Cuanto mayor efecto vea que me hace esto, se dijo Diego en su interior, y mas comprenda que me es difícil disimular ahora, mejor vá á creer que antes no he disimulado, y por consiguiente que no le he conocido.

Al oir el nombre de Blanco, todos se pusieron de pié, menos Clara.

Nicolás, con una solicitud que participaba mas de servilismo que de finura, corrió para recibirle á la puerta del salon.

Blanco entró, pues, acompañado del baron.

Al ver á Diego, paróse de repente, su rostro perdió el color, sus piernas flaquearon, y poco faltó para que no se cayera al suelo.

—¡Qué es esto! ¡qué tiene V., D. Pedro! esclamó Nicolás cogiéndolo de un brazo, mientras que Hernandez le cogia del otro y Clara esclamaba tambien:

—¡Ay, Dios mío! ¡que le pasa! y tirando del cordon de la campanilla, gritaba á los criados: ¡Pedro! ¡Ramon!

La sorpresa de Diego, con esto, no fué notada por nadie sino por Hernandez que ya la esperaba.

Blanco cayó en un sillon que le acercaron.

Dos criados de la casa acudieron al salon.

—¡A ver, pronto un frasco de esencia! ¡agua! y llamar al médico en seguida! esclamó Clara.

Blanco abrió los ojos y dijo:

—No so molesten Vds., na es nada, un vahído no mas.

—¡Debilidad!... tal vez dijo Hernandez.

—O fuerza do!a sangro, ¡como está tan robusto! añadió Turella.

—Ayer me pasó lo mismo cuando iba á salir de casa; si me dá cilla calle, me compromete... esclamó Blanco para disimular.

—Aquí hay agua, dijo Nicolás tomando un vaso de una azafata de piala que trajo uno de los criados; beba V. un poco.

—No hay necesidad, se pasó ya, respondió Blanco.

—Respire V. este fraseo, y luego tomará V. algo, insistió el bu ron, siempre con la misma solicitud.

Blanco bebió un sorbo de agua, y dijo luego:

—Gracias.

—Ahora tomará V. algo.

—¡Oh! no.

—¡Cómo que no! aquí está V. en su propia casa, está de mas el decírselo á V.; pues no fallaba otra cosa.

—Gracias, baron; precisamente me está prohibido el tomar nada cuando me dá esto.

—Siendo así, es diferente, concluyó Turella.

—Es cosa de la sangre, añadió Blanco.

Y tenia razon, mas, por cierto, de la que él mismo creia.

La sangre, agolpada de pronto ala cabeza, atraida al cerebro por la fuerte impresion que acaba de recibir, fué la causa que le privó del sentido en aquel momento.

Nicolás no desistió aun en sus atenciones, y volvió á decir á Blanco:

—¿Quiere pasar á la alcoba, señor D. Pedro? descansará V.

—No, no, baron; no baria el menor cumplido si conociese que necesitaba eso ó cualquiera otra cosa, pero repito que lodo ha pasado ya, y estoy bien así.

—En fin, creo inútil, concluyó por último Nicolás, volver á decir á V. que se halla para lodo en su propia casa.

Blanco inclinó la cabeza, y no se habló ya mas de aquel incidente.

Nicolás despidió á los criados, pero no bien acababan éstos de salir, y cuando no habia empezado aun la conversacion en la sala, volvió á entrar uno de ellos diciendo:

—El señor cura de San Pablo y D. Juan Badía.

—Que pasen, dijo Nicolás, Hoy es dia de visitas.

Las que acababan de anunciarse entraron.

Blanco tuvo otro susto.

El cura de San Pablo saludó primero en general, haciéndolo luego particularmente con cada uno.

—¡Ah! ¡con que está aquí tambien el señor D, Pedro! dijo al llegar á Blanco, ¡calle! y el señor de Mendoza, añadió en seguida reparando en Diego y tendiéndole la mano.

—Siempre á sus órdenes, dijo éste con afabilidad.

—¡Muy señor mio! concluyó el cura de San Pablo. Pues señor, tambien es casualidad, de la que por cierto me felicito: no falta sino Sans para que esté completa la comision.

—¡Es verdad! dijo Diego, y apropósito, ¿cómo se encuentra eso? porque en todo el tiempo que yo he estado fuera, no he sabido nada..

—Todo arreglado, respondió el cura de San Pablo, Lo que mayor dificultad ofrece siempre en esas ocasiones, que es el recoger la cantidad conveniente, se tuvo desde luego, gracias á la generosidad del señor D, Pedro.

Éste inclinó la cabeza.

—Con que lo demás fué cosa de poco trabajo.

—¿Y á cuánto calcularon Vds.. que ascenderia?... preguntó Diego, no queriendo desperdiciar esta ocasion de mortificar á Blanco.

—El número de soldados es de seiscientos, aunque podemos contar con que ciento lo menos, que pertenecerán á familias acomodadas, no querrán recibir la limosna.

—De todas maneras es una respetable cantidad, dijo Diego.

—Que solo puedo darla una persona como D. Pedro, añadió el baron.

—Yo he pensado, dijo el cura de San Pablo, si al señor D, Pedro lo es indiferente, como creo, el darla hoy ó mañana...

—Yo, lo que os por mí... cuando Vds quieran... respondió Blanco, presa de las circunstancias en que se encontraba.

—Pues habia pensado, continuó el sacerdote, mandar un oficio á la Diputacion Provincial, poniendo á su disposicion esa suma, y que la corporacion que representa á la provincia, respondiera al gobierno de los sustitutos. La accion es asimismo meritoria, en nada pierde la generosidad del señor D. Pedro, lodo lo contrario, pues que en el oficio se espresará que la dádiva es esclusivamente suya, y así se dá mayor lustre al acto, dejándolo en manos del digno cuerpo que representa la provincia. ¿Qué dice V. á esto, D. Pedro?

—Yo... por mí... ya lo he dicho; muy bien respondió Blanco, devorando la ira en su pecho.

—Que ponga el señor un talon contra el banco, dijo entonces Nicolás señalando á Blanco, y se manda el talon con el oficio á la Diputacion Provincial.

—Eso es, añadió Diego; y yo, adelantándome á los deseos del señor D. Pedro, que nadie mejor que yo conoce, me atrevo á decir al señor cura que hoy mismo puede pasar á recoger su respetable firma.

Blanco, mordiéndose los labios, hizo un ademan que dió la aprobacion á las palabras de Diego.

El comisario de policía comprendió entonces lo que nadie, escepto Blanco y Diego, podia sospechar en Barcelona: esto es, que las generosidades del antiguo traficante de negros, que habian levantado, naturalmente, en la ciudad una nube de incienso que envolvia su respetable nombre, eran dictadas por Mendoza, en virtud de un poder superior, cuya fuerza lio adivinaba aun en qué podia consistir el antiguo comisario.

—Pasare pues allá á las cinco, si á V. lo parece, señor D. Pedro, concluyó el cura de San Pablo, creyendo de buena fé, no solo no ser molesto ni impertinente, sino que, todo lo contrario, adelantarse como habia dicho antes Mendoza á los deseos de Blanco.

—Bueno, puede V. pasar, contestó el capitan negrero.

Y en seguida añadió para sí:

—¡En cuanto á esto, ya no hay remedio!

Y abrumado por las ideas que le mortificaban y el consiguiente miedo que no podia menos de inspirarle la presencia de Mendoza, sano y robusto, cuando él lo creia loco ó postrado, dirigió una mirada al antiguo comisario, como queriendo decir: ¡Ya lo vé V.!

El comisario intentó animar un poco al abatido Blanco, respondiéndole con otra mirada de esperanza; pero en los labios del antiguo traficante de negros, se dibujó la mas dolorosa sonrisa de desesperacion.

Clara, aunque estaba presente á todo esto, no decia ni oia una palabra de las que allí se pronunciaban, embebida todavia en los pensamientos de la noche anterior.

De vez en cuando volvia los ojos para mirar á Mendoza, con cuya vista se encontró siempre, volviendo á desviarlos en seguida.

—¡Es particular! se decia cada vez; ¡yo no sé qué secreta y misteriosa relacion encuentro con este hombre y lo que á mí me sucede!...

La conversacion general paró un momento.

Clara dió de repente un ay, saltando del sillon.

—¡Qué es esto, señora! esclamaron todos á la vez.

—¡No han oido Vds un grito! preguntó Clara espantada.

—No, dijeron algunos.

—¡Oh! sí., sí, y fué en casa! añadió Clara.

Entonces se oyeron, no uno, sino dos ó tres ayes agudísimos que penetraron en el salon.

—¡Ah! ¡oyen Vds.!

—¡Efectivamente! dijeron los que allí estaban.

Nicolás tiró del cordon de la campanilla.

Los ayes fueron aproximándose.

—¡Qué será esto, Dios mío! volvió á esclamar Clara, queriendo ir á la puerta del salon.

Un criado entró, y tras éste una doncella de, la casa, desmelenada y descompuestos los vestidos, gritando:

—¡Ay, señora!

—¿Qué es esto, María? preguntó Clara con vivísima ansiedad.

Todos los demás, parados y de pié, miraban á la muchacha, aguardando la esplicacion de sus labios.

—¡No me atrevo, señora!...

—¡Oh! dí, María, ¡qué ha pasado! ¡por la Virgen, esplícale! volvió á esclamar Clara.

—¡Ay, no puedo!

—Dí, muger, mandó Nicolás.

La muchacha, recogiendo el aliento que le faltaba y entre lágrimas y sollozos empezó al fin:

—Me... han robado...

¿Qué?

—El señorito Ricardo...

—¡Ay!.

Inmediatamente á este ay agudísimo, que penetró en el corazon de todos, un cuerpo cayó sobre la alfombra.

Era Clara.

Ella, como madre, habia oido la primera los lamentos de la doncella: su corazon y sus fuerzas no pudieron resistir al oir la causa de aquellos gritos.

CAPÍTULO X.
El tigre en poder del leon.

POR demás estaria la descripcion del grandísimo trastorno que ocasionó en la casa del baron de Turella el robo del niño que llevaba la muchacha, volviendo á casa del colegio.

No es aun ocasion de esplicar el cómo pudo efectuarse el rapto en la calle y en plena luz del dia.

Clara fué llevada al lecho sin sentido.

El baron despachó á todos sus dependientes y criados, quedándose con los precisos en la casa para aquellos momentos, mandando á unos á dar parte á la policía, al general, al gobernador, á avisar al médico, á todas partes, en fin, con tal que se moviesen todos como su agitado espíritu se movia.

Los personajes que estaban allí de visita, permanecieron en la casa, acompañando al baron, hasta que las habitaciones se llenaron de gente de todas clases, relacionadas mas ó menos con la familia, que allí acudieron tan luego como la nueva, con la celeridad de una chispa eléctrica, recorrió todo el ámbito de la capital, en presentar su pésame y á ofrecer sus servicios al baron.

Los que primero se despidieron, fueron el cura de San Pablo y su compañero.

Blanco aguardaba que saliese Mendoza para marcharse, y Hernandez que se fuera Blanco para no acompañarle y despertar recelos que hasta entonces creia no habia tenido el señor de Mendoza.

Diego, conociendo despues de algun tiempo la intencion de Blanco, se le acercó hablándole al oido, lo cual pudo hacer muy bien en medio de tanta gente y el trastorno que habia, diciéndose:

—Despídase V. ya, y no admita compañía, porque yo salgo con V.

El antiguo traficante de negros, otra vez bajo el poder de quien habia de ser entonces mas temible que nunca, obedeció sin replicar, y fué á despedirse del baron.

Hernandez lo notó, y haciéndose el distraido, hablando con éste y aquel, procuró separarse á distancia de Blanco, para no ver como salia.

Diego, como antes previno á éste, salió con él.

El carruaje de Blanco estaba en la calle entre otros de varios personajes que allí habian acudido.

Su lacayo, divisándole al bajar la escalera, hizo desde la puerta seña al cochero, que inmediatamente condujo al umbral la rica y magnífica berlina.

—¡Ah! ¿con que todavia tiene V. carruaje? fueron las primeras palabras que Diego dijo á Blanco.

El lacayo, abierta la portezuela y sombrero en mano, como el cochero, esperaba de pié junto al estribo del coche.

Blanco, sin responder a Diego, se detuvo vacilante.

—Subamos, subamos, dijo Diego.

Blanco subió el primero, y tras él, Diego. Éste, al subir, dijo al lacayo:

—Calle de la Princesa, 36.

El lacayo gritó, comunicando la órden al cochero y encaramándose á la trasera del carruaje:

—Princesa, 36.

El chasquido del látigo sonó, y el coche partió al trote largo de los caballos.

¿Pero á dónde vamos? preguntó Blanco.

—A mi casa y la de V. señor D. Pedro, respondió Diego, tomando otra vez el mismo tono con que antes hablaba á Blanco.

—¡A su casa! esclamó éste lleno de terror.

—A hacerme una visita. ¡Pues qué! ¿no merezco yo de su cortesía, que en tantas como le he hecho á V., me devuelva una sola?

Blanco no respondió.

De repente y sin que tuviera tiempo de advertirlo, se encontraba otra vez bajo el poder de aquel enemigo tan terrible, del cual debia temer entonces mucho mas aun, despues de lo que habia sucedido.

Blanco lo esperaba ya todo de la venganza de Mendoza.

—¡Ah! ¡si yo hubiese podido presumir esto, se decia en sus adentros, mientras le llevaba su propio carruaje á la calle de la Princesa, no hubiera permanecido en Barcelona.

El traficante de negros, viéndose otra vez en medio del gran peligra en que con razon creia hallarse, se arrepentia en aquel momento de no haber abandonado inmediatamente despues de la fuga de Mendoza la ciudad en donde le retuvieron las grandes consideraciones que hemos apuntado en otro lugar, y las cuales en aquel instante desaparecieron ahuyentadas por el horrible miedo que de su corazon se habia apoderado.

Durante el corlo camino, Diego no dijo una palabra mas: Blanco mucho menos.

El carruaje paró.

Diego bajó el primero, alargando la mano á Blanco con toda cortesía.

La de Blanco no era todavia una edad tan caduca, que necesitase semejante ayuda ni mereciese esta deferencia por parte de su jóven compañero; pero no por aquella, sino por esta, es decir, por la deferencia de que queria colmarle, tuvo Diego semejante atencion.

Se habia propuesto martirizar á Blanco con toda cortesía, y no quiso, habiéndolo empleado antes, variar luego de sistema.

Juntos entraron en el salon principal, y al llegar á esta pieza le dijo Diego:

—Creo que V. me permitirá el que le trate con un poco de confianza; así, pasaremos á mi gabinete.

Y  en seguida, volviéndose á Blanco, continuó:

—¡Oh! no es tan rico como el de V.; pero en cambio se puede entrar en él con toda seguridad, y sin temor de una vil emboscada...

Blanco, que ya estaba pálido, se puso lívido.

—Eso fuera propio de piratas y ladrones, prosiguió Diego, y el dueño de esta casa es honrado y caballero.

Cada palabra que se desprendia de los labios de Mendoza, caia como una gota de plomo derretido en el corazon de Blanco.

Ambos dentro del gabinete, Diego acercó una silla al velador aquel, que era, digámoslo así, como la barra de los acusados y á la vez la mesa del juez, y dijo á Blanco:

—Siéntese V.

El traficante de negros se sentó mas absorto cada momento de ver que en nada, á pesar de lo sucedido, habia cambiado ni la es presion ni la palabra de Mendoza.

Esto daba á Blanco un consuelo y un temor al mismo tiempo: un consuelo, porque alejaba de sí el miedo á los tormentos materiales, que siempre impone mucho á las almas bajas; y un temor, porque aquella inalterabilidad de carácter era indicio de que Mendoza llevaria á cabo sin tregua ni descanso la idea de su destruccion, que de la manera que sabemos habia ya empezado.

Diego entró en la alcoba, abrió sin ruido el secreter, y sacó de él el papel firmado por Roberto.

Fué al velador, tomó otra silla, sentóse y dijo á Blanco presentandóle el papel:—Lea V.

Blanco cogió el escrito con mano trémula, y leyó.

Diego iba siguiendo en la espresion de fisonomía que presentaba el capitan negrero, el efecto terrible que aquellas líneas le producían.

Blanco, despues de leer, dejó el papel sobre el velador, quedando fijos en él los ojos, que no osaba levantar en medio de su confusion.

—¿Qué le parece á V.? le preguntó Diego despues de un momento.

Blanco, sin levantar los ojos, dió un fuerte y prolongado suspiro por toda contestacion.

—¡Callas, infame! prosiguió Diego, que por un momento necesitaba dar tregua á la ironía para aligerar su corazon del grave peso que le estaba oprimiendo. ¡Verdad es, prosiguió, que no cabe en esos viles labios palabra que responder! ¿Quien tan generoso se portaba contigo, haciendo subir á las nubes tu nombre, cuando podia hundirlo en el lodo de tus propias infamias, merecia tan cobarde como vil felonía? ¿Qué venganza hay ahora que contra tí no me compela?

Las palabras de Diego revelaban tal nobleza y tal bondad en medio de todo, que Blanco respiró con ellas en vez de anonadarse.

—Pero yo no he de dejar de ser noble porque tú seas un infame, continuó Diego.

—¡Ah! esclamó entonces Blanco, probando esplotar la generosidad que no podia menos de ver en el corazon de Mendoza, y dando á sus palabras el mas asqueroso tono de humillacion: es verdad... razon tiene V. de vengarse ahora... pero yo no estaba en mí... yo temia...

Diego se levantó de su asiento, volviendo la espalda á Blanco, y dándole á entender con esta accion el desprecio que le inspiraba su bajeza.

Llevó la mano á una gruesa borla de seda que pendia al lado ele la alcoba, y tirando del cordon sonó una campanilla.

Daniel se presentó á la puerta.

—El recado de escribir.

Trájolo el criado, y Diego, tomando una cuartilla de papel, la puso delante de Blanco diciéndole:

—Escriba V. ahí otra órden como aquella que rasgó el procurador de V en casa de Messina.

Blanco, sin replicar, tomó la pluma, y escribió lo que se le mandaba.

—Corriente, esclamó Diego cuando aquel hubo concluido, echando él mismo polvos sobre el papel.

Y dirigiéndose otra vez al secreter de la alcoba, sacó la carta que escribió Blanco al pirata Patrick y habia encontrado Diego cu el arca de Tomás Ponce.

Unióla al escrito de Roberto y á la órden que Blanco acababa de firmar, y tomando en una mano los tres papeles, le dijo:

—Con estos papeles le perderé siempre que yo quiera en Barcelona, y con la sentencia que sobre tí recaiga en estos tribunales podré, dado caso que intentaras la huida, perseguirle en cualquier punto donde fueras á refugiarte.

Blanco contemplaba aterrado las terribles pruebas de sus crímenes en la mano de Diego.

Éste prosiguió:

—Uno de estos papeles, que no quiero decirte en qué consiste, prueba tu connivencia con el pirata Patrick para robar á la casa Messina: esta prueba, despues que yo dé mis esplicaciones, se corrobora con la órden de puño y letra tuyos en favor de la hoy pobre y desdichada familia de Messina; y todo esto, por fin, adquiere mayor consistencia con la declaracion de Roberto que has visto.

—¡Ah! ¡perdon, perdon! esclamó Blanco, comprendiendo la evidencia de las pruebas que el señor de Mendoza tenia en su poder.

Diego prosiguió:

—Ayer, tal vez, la negativa de V. y su influencia y su dinero hubieran podido burlar la justicia de los tribunales; pero hoy seria imposible. La conducta de V., desde que me conoce, es tal y tan contraria á la que hasta hoy habia seguido y se le veia en Barcelona, que esto por fin vendría á ser el complemento de todas las pruebas con ira V.; porque claro está que no así de cualquier manera y sin ser obligado por una fuerza poderosa, como me la dan los secretos suyos que yo tengo, deja un hombro que haga otro con él lo que yo he hecho con V.

—¡Es verdad! esclamó Blanco para sí.

—A tal estado, pues, ha venido V. insensiblemente, amigo mio; y si hoy se lo descubro siendo tau esplícito con V., es porque tengo suficientes con las que poseo, sin haber menester, por consecuencia, otras pruebas. Vamos, pues, á fijar lealmente la respectiva posicion de cada uno, y á que cada cual manifieste sus intenciones con franqueza. Acerca de mi posicion, ya sabe V. cuál es, respecto de V.: en Barcelona soy su dueño absoluto. La posicion de V., respecto de mí, es naturalmente lo contrario á la mia: la del esclavo respecto de su dueño. Vamos ahora á las intenciones. Lo que yo pienso hoy es lo mismo que pensaba ayer. Ayer en cierta ocasion que V. recordará, le dije: «Lo que me «propongo, ya puede V. conocerlo, es hacerle mudar completa «mente de vida: que á la soberbia de hoy, suceda la humildad y la «mansedumbre; que á la codicia, reemplace la caridad y la largueza, y el odio de muchos hácia el opulento que, nadando en oro, «no se apiada de nadie, se convierta en amor de todos al hombre «que sabe emplear el esceso de su fortuna en el socorro de los pobres y desgraciados.»

Estas palabras de Diego volvian á clavarse como sacias en el corazon de Blanco.

—Esto dije á V. ayer, y esto mismo repito hoy, ni mas ni menos. Dije á V. tambien que yo era hombre que no acostumbraba cejar tan fácilmente en lo que una vez me proponía, ni variar un plan que trazado tuviera, y aquí tiene V. una prueba de ello: en vista de los nuevos agravios de V., podia yo dar otro giro á mi pensamiento para V. mucho mas cruel; pero nada de eso; el que una vez adopté, ese hemos de llevar á cabo.

—Pero V. ha hablado de nuevos agravios mios á V... dijo Blanco:

—Sí.

—¿Luego los tiene antiguos?...

Diego se sonrió de una manera que dió miedo al traficante de negros.

Este insistió, no obstante:

—¿Pero qué clase de agravios son esos, y sobre lodo, quién es V., que viene por lo visto, á hacerme pagar daños que supone haber recibido de mí y que yo ignoro?

—No sea V. impaciente, D, Pedro; todo llegará cu su dia.

—Pero...

—Basta de eso por ahora, concluyó Diego con voz imperiosa.

Blanco calló.

—Ya sabe V. mis intenciones, espuestas con la franqueza y lealtad que yo acostumbro. Veamos ahora las de V.

—¡Las mias!...

—Sí.

—Pero, ¿qué intenciones quiere V. que yo le manifieste?

—Las que es natural que tenga.

—Yo no tengo ninguna.

—Vamos, veo que no quiere V. corresponder á mi franqueza: para eso seria preciso que fuera V. leal como yo, pero ya comprendo que es imposible en un hombre como V.

—Pero, si yo no tengo ninguna intencion...

—Usted ha de haber pensado á la fuerza en una de estas dos cosas: ó en quedarse en Barcelona, sufriendo aquí la pena que yo me permito imponerle, ó en huir para librarse de mí.

—¡Yo!

—Es muy natural. Yo creo que V. lo ha pensado así, y en esta inteligencia voy á trazarle yo mismo la línea de conducta.

Blanco se asombraba cada vez mas oyendo al señor de Mendoza.

Este prosiguió su idea:

—Nada digo para el caso de que V. haya pensado en quedarse, lo cual es lo mejor que puede hacer y lo que yo buenamente le advierto. Nunca mejor que ahora vino aquello del enemigo el consejo. Pero, para el caso contrario, esto es, ea la suposicion de que V. intentara huir, ¡ah! ¡piénselo V. antes!... Lo primero que yo Lana, seria presentar aquí mis papeles á los tribunales, y con la sentencia en la mano, yo, que soy rico y con todos los alientos de la juventud, le perseguirla, no lo dude V. basta el mismo fin del mundo. Usted, por de pronto, tendria que renunciará ese nombre respetable, para tomar otro desconocido que le escudara contra la persecucion de la justicia. Los inmensos bienes que tiene V. en América y en Barcelona, no podria V. llevarlos consigo, ni venderlos antes de huir, sin que llegara á mí noticia, pues no es cosa que pueda arreglarse en un dia; tendria V. pues, además de lo que he manifestado, la contra de verse privado de la mayor parte de su fortuna; y V.,que hoy resiste, gracias á las grandes comodidades que tiene, los achaques que le acarreara aquella vida desastrosa que ha llevado, moriria al fin sin honra, abandonado como un perro, y quizás en medio de la escasez...

Diego leia en el rostro de Blanco la poderosa razon de sus palabras.

—Con que, no le conviene á V. huir. Quédese en Barcelona, goce hoy, y mas aun mañana, de ese nombre que empieza ya ¿pronunciarse con veneracion, por los bienes que derrama, y que llegará hasta á adorarse en esta ciudad, y consuélese con la idea de que los sufrimientos que le restan en esta vida lo serán luego tomados en cuenta y abonados por el diablo en la otra.

—¡Ah! esclamó Blanco, V. dijo antes que era mi dueño...

—Sí.

—¡Es verdad! concluyó con desgarrador acento, y dejando caer la cabeza sobre el pecho.

—Pero esto, observó Diego, no debe darle á V. el menor pesar, es cosa que queda aquí para entre los dos; fuera de este sitio, Augusto Mendoza es siempre el mas atento, humilde y seguro servidor, que besa las manos de D, Pedro Blanco.

Blanco se mordió los labios de coraje á esta sangrienta ironía.

—Con que continuaremos como empezamos, añadió Diego, y verá V. repitiendo ahora otra espresion de otro dia, qué bien lo vamos á pasar y cómo vamos á engañar con nuestras cosas á todo Barcelona. Queda Y, ya libre por hoy, señor D, Pedro. Mañana habrá V. vendido á cualquier precio todos sus trenes, y mandado el producto al sitio que V. sabe. No quiero advertirlo á V., que si eso no se hace en el tiempo que he mandado, pasado mañana no dormirá V. ya en su casa, sino en la cárcel pública de Barcelona. Con que, señor D. Pedro, hasta mañana. ¹

Blanco se levantó.

—Voy á acompañarle hasta la puerta.

Y Diego salió del gabinete al lado del capitan negrero.

—Hoy, dijo al salir y mirando al reloj, son las tres nada mas, y puede V. despedirse dando un largo paseo en el carruaje.

Blanco no contestó tampoco á esto y fué andando hacia la puerta; pero antes de salir del salon, Diego le dijo:

—¡Ah! se me ocurre ahora una idea magnifica, un golpe de grande efecto; por supuesto, lodo para honra y gloria de V. ¿Usted celebra sus dias por el de san Pedro Apóstol?

Blanco miró asombrado á;Diego, sin comprender á dónde pudiera éste ir á parar con tan estraña pregunta.

—Responda V.

—Si, señor.

—Está demasiado lejos todavia, porque es en el mes de junio, y estamos aun en febrero, observó Diego.

Y en seguida volvió á preguntar:

—¿Y cuándo cumple V. años?

—¿Pero á qué son esas preguntas?

—Responda V., que no le ha de pesar.

—El 15 de marzo.

—¡Ah! perfectamente. Nada mas.

—Pero...

—Nada, nada; yo me entiendo. Es un plan que yo me reservo y una sorpresa que le preparo. Con que adios, D. Pedro, y hasta mañana.

Y  Diego despidió á Blanco á la puerta de la escalera, de la que no se retiró hasta que hubo perdido de vista al capitan negrero.

CAPÍTULO XI.
De como empezó Diego a servirse de Juan

COMO saldría Blanco de la casa de Diego, os fácil presumirlo y por demás esplicarlo.

Cuando llegó á la suya y díó la órden de vender todos sus trenes, cuya órden tantas veces habia dado y revocado sucesivamente, como recordará el lector, el mayordomo volvió lo mismo que en aquella otra ocasion á creer que Blanco tenia intervalos de locura, dándole la manía por vender sus trenes.

Pero esta vez el mayordomo anduvo verdaderamente listo, pues la órden de Blanco era urgente y terminante.

Diego salió casi inmediatamente despues del capitan negrero. Practicó algunas diligencias, una de estas cerca del director de un periódico de la capital, y no volvió á su casa hasta la hora en que habia prevenido á Juan que le esperase por conducto de Daniel.

En efecto, cuando Diego entró en su casa, encontró ya á Juan aguardándole.

—Adios, Juan, le dijo Diego al verle.

—El guarde á V., señor.

—Entra.

Y ambos se molieron en el gabinete.

Juan tenia ya á Diego un secreto cariño, hijo de la gratitud y á un Tiempo de las altas cualidades que en el señor de Mendoza admiraba, y mas de una vez tuvo la palabra en los labios para preguntarle, y no por mera atencion ó cumplido, sino por interés verdadero, el cómo le habia ido en el viaje; pero era tal, al propio tiempo, el respeto que le inspiraba, que Juan no se atrevió, limitándose á responder mas ó menos lacónicamente, como tenia de costumbre, á lo que el señor de Mendoza le preguntaba.

Lo primero que éste le dijo despues de haberle mandado sentar, fué:

—¿Quién ha robado el hijo del baron de Turella?

—Nosotros, respondió Juan.

—¿Roberto estaba tambien en el acto?

—Sí, señor.

—¿Cómo fué?

—Muy sencillo: nos apostamos Roberto, el Zurdo y yo en el callejon que hay cercano a la casa de Turella. Todos los dias, á, eso de las dos, pasa por allí una doncella ó un criado que lleva el niño del colegio. Tres dias consecutivos fuimos á apostarnos sin resultado, porque era un criado el que llevaba al señorito.

—Vosotros necesitabais que fuese la doncella...

—Eso es. Pues al cuarto dia, que fué esta mañana, la doncella volvia con el niño del colegio, y al llegar á la mitad del callejon, el Zurdo, vestido en traje de labrador del Ampurdan, de donde es la muchacha, la llamó por su nombre desde una escalerilla. La chica acudió, llevando al niño de la mano, y el Zurdo empezó á hablarle de su familia y á hacerle preguntas. Luego sacó una caja de rapé, abrióla como para tomar un polvo, y levantándola á la altura del rostro de la muchacha, sopló fuerte de manera que el rapó le llenó los ojos. La muchacha, con la fuerza del dolor, llevó las manos á la cara, soltando al niño, y entonces Roberto se metió en la escalerilla, lo cogió, tapándole la boca y ocultándolo debajo de la capa, y salió siguiéndole nosotros. Como el niño es tan pequeño, Roberto lo ha llevado sin que nadie lo notára.

—¿Pero la muchacha no gritó?... ¿ni nadie vió eso?... preguntó Diego.

—Como el Zurdo tuvo habilidad para atraerla bastante adentro del portal, y hasta que vió el momento propicio no la cegó.

—Entiendo.

—Así fué pues como pasó.

—¿Y á dónde habeis llevado al niño?

—A una casa que ocupa la querida de Roberto.

—¿Y cuál es el objeto de éste?

—Sacar del baron cincuenta mil duros.

—Que no pudo arrancarle á pesar de las amenazas y el asunto de aquella noche en el mismo callejon, interrumpió Diego.

—Pero que ahora cree poderle sacar por este medio.

—¿Y si no se los sacára, ni aun así? preguntó Diego. ¿Si el baron de Turella resistiese á pesar de todo?

—¡Ah! entonces, esclamó Juan, mucho temo por la vida del niño.

—Tú crees capaz á Roberto...

—Sí, y en este caso mas aun, añadió Juan.

—¿Por qué?

—Porque media aquí otro sentimiento de venganza por pacte de Roberto y un ódio particular de éste al niño.

—Esplícate.

—Cuando la baronesa de Turella no era baronesa, sino una simple jóven del pueblo, Roberto tuvo relaciones con ella.

—Mientes, interrumpió Diego.

—¡Señor!...

—Sabes que las cosas me gustan en su verdadero punto y sin que falle en ellas un ápice. Roberto no tuvo jamás relaciones con Clara; pretendió tenerlas y se vió desairado siempre., casándose al fin la otra con Nicolás.

Juan miraba asombrado al señor de Mendoza.

Ya en oirás ocasiones habia conocido que éste se hallaba enterado como por el mismo diablo, hasta de las cosas mas insignificantes, que, sin embargo, por un fin que Juan no adivinaba, tenia aquel el capricho de hacerle relatar; pero en esta ocasion, tratándose de una cosa que en la esencia no desmerecia de la verdad, se pasmó mas todavia, pues acabó de comprender hasta qué punto conocia aquel hombre misterioso, recien llegado á Barcelona, los sucesos y la historia de personajes que si entonces eran visibles, apenas eran antes conocidos de nadie.

—Es cierto lo que V. dice, señor, respondió Juan, añadiendo en seguida para disculparse; pero como para el caso era lo mismo, no reparé francamente...

—Adelante, interrumpió Diego, y deja eso ya; pero tenlo presento para siempre.

—Pues señor, esclamó Juan para sí, está visto, con este hombre hay que andar con piés de plomo y hablar uno siempre como si se hubiera de morir.

—Con que decias que Roberto...

—Es muy hombre, prosiguió Juan, para asesinar al niño, solo porque es hijo de Clara.

—¿Se ha mandado otra carta al baron exigiéndole el millon?

—Desde el robo del niño, no señor.

—¿Pero se le mandará?

—Roberto creo que tiene antes otra intencion.

¿Cuál?

—La de obligar á la baronesa á una entrevista con él por este medio.

—¿Y cómo lo sabes tú?

—Porque yo he escrito la carta esta mañana.

—¿De tu propia letra?

—La he fingido.

—Bien hecho, Sin dada, prosiguió Juan, para que la baronesa no maliciara, conociendo algun rasgo de su letra, me la mandó escribir á mí.

—¿Dictada por él? por supuesto.

—Palabra por palabra.

—Y en suma, ¿qué dice la carta?

—Le dice que si quiere recobrará su hijo, que acuda á las diez de la mañana á la segunda plazoleta de la izquierda de los Campos Elíseos, sitio en el cual no debe temer nada; pero que no diga á nadie una palabra de ello, pues de lo contrario, como asimismo si deja de ir, no volverá á ver á su hijo.

—¡Infame! esclamó Diego.

—Esa es la carta.

—Pero la baronesa, que está enferma del disgusto que ha tenido, observó Diego, no podrá acudir á la cita...

—Ya sabe eso Roberto y aguardará hasta ver que pueda ir.

—¿Y mientras tanto al niño cómo se le tiene?

—  ¡Ah! en cuanto á eso está bien.

—Veo que no has perdido en nada la confianza de Roberto.

—Todo lo contrario, señor; pues casi estoy por decir que he ganado, porque se franquea ahora mucho conmigo.

—¿Y D. Jaime Hernandez, preguntó Diego, tiene parte en eso?

—No lo creo.

Diego se puso á reflexionar un momento.

Luego volvió á preguntar:

—¿Tú crees que sabrás el dia en que Roberto mande la carta á la baronesa?

—Si conviene, sí, señor.

—Conviene.

—¡Lo sabré!

Diego pasó la mano por la frente como si intentára poner en órden el cúmulo de ideas que le abrumaban y volvió a decir á Juan:

—Si á Roberto se le presentara así la ocasion de un robo bueno y seguro... sin esposicion...

—¡Qué! ¿si lo haria? interrumpió Joan, ya lo creo, y ahora mas que nunca.

—¿Pues?

—Porque tiene el pensamiento, desde hace algun tiempo, de hacerse con una suma grande y marcharse de Barcelona al estranjero.

Y para uno que estos domingos tiene pensado uno que podrá ser bueno.

—¿Cuál?

—El de un limpiabotas, al que le ha olido que debe tener mucho dinero, el cual vive en la calle de Tallers.

—¿Y sabe ya Roberto dónde ese hombre tiene el dinero?

—No, señor, pero lo buscará.

—Difícil será que se lo encuentre.

Juan volvió á asombrarse al ver que el señor de Mendoza sabia tambien del limpiabotas.

—¿No lo tiene en casa? preguntó Juan.

—Sí, y no poco, sino mucho realmente, contestó Diego.

Juan le miraba sin pronunciar otra palabra.

—Y ahora llenes tú ocasion, prosiguió el señor de Mendoza, de hacer méritos con Roberto, dándole una noticia importante acerca de eso.

¿Cuál?

—El dinero lo tiene el italiano enterrado en la cueva de la casa. Entrando en ella y escarbando la tierra del suelo, se encontrará la olla que lo contiene.

Juan miraba al rostro de Diego atónito y estupefacto, dudando de si era un hombre ó el diablo mismo el que delante tenia.

—Puedes dar esa noticia con toda seguridad..

—Se la daré así mismo, y entonces el próximo domingo por la tarde de seguro se hace el negocio.

—Pero sin que tomes tú en él una parte material: ya sabes lo que te tengo dicho acerca de eso...

—Hasta ahora, señor, he cumplido exactamente.

Ya lo sé, dijo Diego sin saberlo, y conociendo tan solo que Juan no podia mentirle ya, estando como estaba en la completa creencia de que el señor de Mendoza habia de conocerle al momento la mas leve mea lira.

—Solo en eso del niño de Turella la tomé, y eso fué porque no habia esposicion ninguna, estando mi cometido limitado á acompañarles y pasearme por la calle.

—Pero es que es necesario mirar otra cosa todavia.

—Mande V.

—Es preciso que ese dinero, luego de robado, so tenga en sitio donde tú lo sepas.

—Eso será fácil, porque yo mismo diré que se deposite lodo lo que se vaya adquiriendo, en casa de la querida misma de Roberto, para cuando tengamos que hacer la reparticion general.

—Así está bien, dijo Diego. Tú procura además darle á entender á Roberto que tienes tambien deseos de abandonar Barcelona, y que luego partirás con él á donde vaya.

—Lo haré así, y no me costará gran trabajo convencerle, porque algo de eso hemos hablado ya alguna vez.

—Vamos á lo otro de que empezamos á hablar. Decias de que si á Roberto se lo presentaba ocasion de efectuar con toda seguridad un robo...

—Lo haria sin vacilar.

—Corriente, estás despachado por hoy.

Juan se levantó.

—¿Te hace falta dinero?

—No, señor.

—Hasta mañana, pues, á la misma hora.

—No faltaré.

—Poco tiempo te queda ya de representar el papel, Juan.

—Que vá pesándome ya mucho, señor.

—Dentro de breve, pues, podrás poner, libre ya de todos esas líos, una fábrica de curtir pieles, si es que le tienes aun aficion al oficio, en Barcelona ó donde mas le acomode. Adios, y hasta mañana.

—Hasta mañana, señor.

Diego dió un pequeño silbido, y Daniel se presentó á la puerta del gabinete, para acompañar á Juan hasta la de la calle.

CAPITULO XII.
El despertar de Blanco el dia después de su visita á la casa Mendoza.

NO se siente por completo el dolor de ciertos golpes, basta que, vuelva en sí el alma de su sorpresa, contempla su amarga situacion en toda su desnudez.

Así le sucedió á Blanca con el trastorno que en el produjo la reaparicion de Mendoza.

Revolcándose gran parte de la noche en aquel mullido y rico lecho, que para él estaba entonces cubierto de erizadas espinas, cedió al fin al cansancio de su espíritu fatigado y quedó como sumido en profundo letargo.

A media mañana despertó, y entonces fué cuando se presentó á su mente su terrible situacion en toda su desnudez, como hemos manifestado.

Saltó del lecho, empezó á dar largos pasos, haciendo hundir bajo sus pesadas plantas la velluda alfombra que cubria el pavimento, sintiendo luego abrumada su cabeza otra vez por el sinnúmero de ideas que en ella en tropel acudian, llamadas todas por la principal que la ocupaba desde la mañana, anterior.

¡Sin gana á aquellas respondia, sin embargo, con el consuelo que ésta necesitaba.

Imposible le era huir de la tenaz persecucion de aquel hombro.

Los medios de que Mendoza disponía para perderle, eran muchos, constituyendo juntos una prueba plena de sus crímenes, y aquel hombre, que era rico por sí, no cedia ni á ofertas ni á dádivas que rechazaba con desprecio.

Blanca cayó al fin sobre su sillon.

EL mayordomo, aunque aquel no llamó, oyó los pasos de su amo y entró con los periódicos, que dejó sobre la mesa, como de costumbre.

Dejemos por un momento á Blanco, á cuyo lado volveremos dentro de breve, para encontrar á Diego, que sale de su casa á la misma llora en que aquel despertaba.

Este se dirigió á la de un escribano, cuyas señas acababa de traerle Daniel.

Subió, preguntó por el depositario de la fé pública, y despues de breves palabras, salió acompañado del mismo con direccion á 1» casa de Blanco.

Éste, al cabo de un ralo que estaba sentado en el sillon, tomó uno de los periódicos, costumbre invariable suya y que por nada del mundo dejaba ni un solo dia.

—¡Cómo! ¡qué es esto! esclamó de pronto: ¡será posible!

Y como queriendo tragar con la vista el periódico que tenia con ambas manos casi pegado á la nariz, leyó dos veces una tras de otra el siguiente suelto de gacetilla:

«Se nos ha dicho que el virtuoso y caritativo capitalista y propietario señor D. Pedro Blanco, de quien tantos actos de sublime «filantropía hemos tenido el honor de hacer públicos, piensa añadir á esa série de nobles y generosas acciones un nuevo rasgo «que no tiene ejemplo, tanto por lo grande que es en la esfera de «la virtud, cuanto por la inmensa sama que costará á su ilustre autor. El señor D. Pedro Blanco trata nada menos que de emancipar, dándoles la libertad, á todos los negros que posee en los establecimientos industriales y agrícolas que tiene en Cuba, el dia «de su cumpleaños, que es el 15 del próximo marzo. Las cabezas que el señor Blanco posee, llegan, segun nos han asegurado, «al número de seiscientas, por consiguiente su valor en metálico «ascenderá á la alta suma, poco mas ó menos, de SEISCIENTOS MIL DUCADOS , ó SEAN DOCE MILLONES DE REALES. Un acto de esta especie no «puede encarecerse, y cuantos elogios de él se hicieran, no harian «mas que desvirtuar la grandeza que en sí tiene.»

Sin que el traficante de negros tuviese tiempo de volver en si del susto, la puerta del gabinete se abrió y entró el mayordomo diciendo:

—Señor, ha venido el caballero Mendoza.

—¡Ah! ¡que pase! ¡que pase! mandó Blanco en seguida.

Y se levantó para recibir á Mendoza y desahogar al instante su corazon, siquiera fuese con palabras, del enorme peso que le oprimia.

Pero Blanco se engañó en su esperanza.

Al ver á Mendoza, quedó estático en medio del gabinete, y la palabra se le cortó en la garganta.

Ora que Diego venia acompañado de otra persona, y delante de ésta Blanco naturalmente no podia hablar del asunto en el sentido que lo deseaba.

—Señor D. Pedro, dijo Diego saludándole y adelantándose al mismo tiempo á darle la mano. ¿Cómo está V.?

—Bien, dijo Blanco, quemándole la palabra los labios.

—Servidor de V., D, Pedro, dijo el escribano tocando casi con la cabeza á las rodillas.

—El señor es el escribano, dijo Diego al momento, sin dar tiempo á que Blanco manifestase la menor estrañeza, que ayer me encargó V. hiciera venir para estender el poder...

Y Diego, al tiempo que decia estas palabras, lanzó á Blanco una de aquellas miradas que anonadan y que no admiten un momento de tregua en lo que exigen.

—¡Ah! sí... sí... dijo Blanco haciendo esfuerzos para dominar el temblor de la lengua.

— El señor ya sabe el asunto, y tiene tambien el nombre de apoderado general de V. en América.

Otra naturaleza menos robusta que la de Blanco, no hubiera resistido esta escena, desfalleciendo al dolor que su alma sentia en aquel entonces.

Diego se dirigió en seguida al escribano, y le dijo:

—Puesto que trae V. ya papel del sello, puede estender la escritura de poder, que no debe costar gran rato.

—En un cuarto de hora está lista, respondió el escribano.

—Puede V. sentarse pues, le dijo Diego señalándole la mesa.

—Con permiso, añadió el escribano dirigiéndose á la mesa y haciendo dos profundas y ridículas cortesías al pasar por delante de Blanco.

—¡Pero, qué es esto! esclamó el capitan negrero con voz sofocada y al oido de Diego, mientras el escribano iba á la mesa.

—¡Silencio y obediencia! respondió Diego en tono tan enérgico, aunque tan bajo, que solo pudo ser oido de Blanco.

Éste, que habia pasado de un susto grande á otro mayor, empezaba á sentir los efectos que producen los grandes pesares cuando no ofrecen tregua entre sí, y su ánimo se iba abatiendo por momentos.

—¡Qué no me ponga V. esa cara! observó Diego siempre al oido de Blanco, mientras el escribano estendia el poder.

—¡Ah! suspiró el capitan negrero, arrancando el suspiro del fondo de las entrañas.

—Porque en el momento en que yo conozca que el escribano nota el disgusto de V., digo que yo le mando hacer á V. eso á la fuerza, y las razones que tengo para ello!...

—Ah! ¡no, no! esclamó Blanco, espantado por esta idea.

—Ea pues, cara de Pascua, que eso al fin es nada...

—¡Que es nada! dijo Blanco con voz dolorida.

—¡Mas podria ser aun!... con que resignacion y disimulo, concluyó Diego.

Listo por demás anduvo el escribano.

Antes del tiempo que él mismo habia dicho, concluyó sil cometido.

—Ya está esto concluido, dijo echando polvos al papel.

—¡Perfectamente! esclamó Diego levantándose del sofá en donde estaba sentado al lado de Blanco, y obligando á éste á ponerse de pié.

Blanco y Diego se acercaron á la mesa.

—¿Leo? preguntó el escribano.

—Bien, respondió Diego.

Aquel empezó:

—«En la ciudad de Barcelona, á quince de febrero...

—No hace falta leerlo todo, el resumen nada mas, interrumpió Diego.

—El resumen ya lo saben Vds., observó el escribano: que don Pedro Blanco otorga poder especial á D. Francisco de Paula Ayala, de la ciudad de la Habana, para que en el dia 15 del mes de marzo del corriente año, cumpleaños de dicho D. Pedro Blanco, dé aquel la libertad á todos los esclavos de ambos sexos que á éste pertenecen y tiene en sus diferentes establecimientos de la isla.

—Eso es, dijo Diego, tocando al propio tiempo con el pié el de Blanco.

Este bajó la cabeza en señal de asentimiento.

—Testigos, añadió luego el escribano, dirigiéndose al señor de Mendoza, he puesto á V...

—Perfectamente.

—Y á uno de mis escribientes.

—Y ahora falta... observó Diego.

—La firma del señor D. Pedro, nada mas, concluyó el escribano.

Diego cogió una pluma y la presentó á Blanco.

Esto la tomó con mano trémula, y se inclinó sobre la mesa para firmar.

—¡Con tiento y bien! le dijo Diego al oido, inclinándose con él como para servirle.

Y luego añadió en voz alta:

—Ya parece que nos tiembla el pulso, señor D. Pedro.

—Sí un poco... balbuceó éste.

—¡Ah! no tanto, dijo el escribano intentando adular á Blanco; y eso á veces es segun los dias.

—No diré que no... observó Diego con una intencion que solo de Blanco fué conocida.

—A mí, sin saber por qué, me sucede á veces que no puedo ni coger la pluma, insistió el escribano continuando en su adulacion.

—¡Bravo! ¡ya está! esclamó Diego así que Blanco hubo firmado, y cogiendo el papel: corriente.

—Ahora es necesario, advirtió el escribano, que vaya esto legalizado competentemente.

—Sí, de eso ya cuidaré yo mismo, dijo Diego.

—Entonces dentro de una hora ú hora y media yo mandaré aquí ó donde Vds.. me digan este original, del cual tengo que sacar la copia para el protocolo.

—Yo salgo con V., y lo llevaré, respondió Diego.

—Como V. quiera.

—Si, porque el señor D. Pedro tiene alguna prisa...

¡Ah! entonces lo que es por mí al momento, concluyó el escribano.

—Hasta luego, pues, señor D. Pedro, dijo Diego alargando la mano á Blanco.

Este la tomó maquinal mente, y aquel le dió un apreton tan significativo, acompañándolo con una tan espresiva mirada, que la fisonomía de Blanco se animó de repente saliendo de su estupor.

El capitan negrero devolvió el saludo á Diego de una manera tan natural, que el escribano, dado caso que hubiese podido antes sospechar algo, hubiera visto despues desvanecidas todas sus sospechas.

El escribano repitió al salir las mismas ridículas y profundas cortesías, y Blanco quedó otra vez solo con su pesar y su triste pensamiento.

—¡Pero qué es lo que se me prepara, Dios mío! esclamó al cabo de largo ralo.

El lector que conoce á Blanco, al blasfemo capitan negrero, al infame traidor de la casa Messina, estrañará la esclamacion ¡Dios mío! en aquellos labios hechos tan solo para jurar y blasfemar de cuanto hay sagrado en la tierra y en el cielo.

Es que los hombres mas perversos, aquellos que mas han desconocido la ley superior que rige á todos, en los momentos de suprema angustia, cuando se ven abandonados á sus propios sufrimientos y sin una tabla de salvacion en medio del terrible naufragio que les amenaza, pierden de un modo maravillosamente repentino toda aquella falsa energía y fuerza de voluntad nacida antes mas que de su propio corazon de las favorables circunstancias que les apoyaban, y caen en el mas vergonzoso abatimiento, suplicando ó implorando el poder mismo de que tantas veces se habian burlado, y humillándose ante aquello que fué antes objeto de sus mas atroces blasfemias y horribles sarcasmos.

Blanco, pues, que no era un hombre jóven, que empezaba á esperimentar en medio de su vida regalona los achaques que tarde ó temprano resultan de una juventud tan borrascosa como fué la suya, sentia ya ese abatimiento del alma que trae consigo la postracion de las fuerzas físicas, nublando el entendimiento y encadenando la voluntad, esclava de la idea que la martiriza.

Despues de aquella esclamacion, se dejó caer sobre el sofá, presa del profundo pesar que le agobiaba.

El mayordomo entró al cabo de un rato.

—Señor...

Blanco no respondió: no le habia oido.

—Señor.

—¡Qué! ¡quién vá!

—Soy yo, señor...

—¿Qué quieres?

—Son cerca de las doce, y como el señor no ha avisado aun para el almuerzo...

—Es señal de que no quiero almorzar.

—Perdoneme V...

—¡Vete! quiero estar solo.

El pobre mayordomo se encogió de hombros y salió.

Blanco volvió á quedar, como antes, hundido en sus amargos pensamientos.

CAPÍTULO XIII
Una prision preventiva.

SIN perder momento Diego hizo legalizar el poder, y apenas lo tuvo ya despachado con todos los requisitos necesarios, volvió á casa de Blanco.

Todavia duraba en éste la especie de temblor que de él se habia apoderado, despues del gran trastorno que poco antes recibiera, siendo la cólera la causa principal que le tenia convulso.

Así, cuando volvió á ver á Mendoza, que venia solo, se levantó de la silla en que estaba, esclamando:

—¡Ah! pero, ¿qué es lo que V. pretende hacer conmigo?

—Calma, calma, D. Pedro, pues de lo contrario lo echamos lodo á perder.

—¿Pero V. sabe lo que ha hecho?

—¡Sí lo sé! ¿estoy yo loco por ventura? Si, señor, lo sé: he man(lado, ó mejor dicho, he hecho que V. mandara dar la libertad á seiscientos seres humanos que eran esclavos de V., sin otra culpa que la de haber nacido de color y en un pais distinto, ni otra razon que la fuerza bruta ejercida con esos infelices bajo la capa de la civilizacion.

La ignorancia y la ninguna educacion de Blanco, le privaron de entender el significado de las palabras de Diego.

Otra razon esperaba él de los labios de Mendoza; por ejemplo, que este le dijera que lo habia hecho con la mira de glorificarle y hacerle adorar por noble y generoso, como en otras ocasiones le habia indicado.

Así, el capitan negrero repuso sin perder el temblor y atónito por lo que habia oido:

—Es que esos negros me pertenecen.

—Pues por eso que le pertenecen á V. y es dueño de hacer de ellos lo que mejor le plazca, les dá V. la libertad.

—¡Ah! ¿pero por qué, con qué objeto hago yo eso? insistió Blanco en el colmo de la desesperacion.

—¡Pues qué! ¿no lo ha entendido V. antes? Si V. posee esos negros, no tiene derecho de poseerlos. Enhorabuena que V. y otros hombres animados de otros sentimientos, sabiendo que esos infelices viven en la barbarie, fueran á arrancarlos de su pais y sacarles del estado del bruto para llevarlos luego al estado de persona racional; pero ir á robarlos en su suelo para trocar su libertad, siquiera sea salvaje, por la odiosa esclavitud á que luego se ven reducidos; convertir lo que debiera ser un sentimiento de amor y humanidad, en un deseo de sórdida codicia, y el acto de noble y desinteresada caridad, en vil comercio de sangre humana, esto es lo que no puede pasar ni sancionarse nunca por la ley de la moral, por mas que lo toleren mezquinas ó injustas leyes de conveniencia.

—¿Pero yo qué tengo que ver con todos esos argumentos? insistió Blanco.

—Tiene V. que ver, porque habiendo empezado de hombre malo y perverso del todo, como era V. ayer, á ser hoy hombre bueno y virtuoso, no lo ha de ser V. a medias, sino del todo tambien.

—¡Ah! esclamó Blanco, volviendo ¿.desfallecer.

—Con que, ya lo sabe V. Por esto dá V. el dia de su cumpleaños la libertad á todos sus esclavos, para eso es el poder á su procurador en la Habana, y á este fin tambien la caria particular de V. al mismo señor, que vamos á escribir ahora, para mandársela juntamente con el poder.

—¿Una carta?

—Si, señor; porque como su apoderado se pasmará naturalmente, conociéndole á V., al ver esa orden, aunque el poder sale con todos los requisitos, es además necesaria una carta particular que le ordene lo que ha de hacer y le persuada á hacerlo. Con que, al momento, señor D. Pedro, escriba V. la carta, yo mismo se la dictaré á V.

—¡Ah! ¡yo voy á morir! esclamó Blanco; ¡V. me vá á matar!

—¡Aprehensiones!... Vamos, D. Pedro, escriba, escriba V.

Blanco iba perdiendo por momentos la energía y la fuerza de resistencia. Su carácter altivo y rebelde, iba ya cediendo á la fuerza superior que le dominaba.

Diego lo cogió suavemente del brazo, y lo llevó á la mesa.

Blanco se dejó conducir casi como un autómata que obedece en todos los movimientos al secreto resorte y segun la voluntad del que lo maneja.

Así se puso á escribir, y así concluyó la carta dictada por Diego.

—¡Perfectamente! esclamó éste cuando aquel hubo puesto la firma. Ahora saldrá V conmigo.

—¡Yo!

—Usted, sí.

—Pero, ¿á dónde?...

—Viene V. preso.

—¡Preso! ¡Ah! ¡perdon! esclamó Blanco suplicando como hubiera podido hacerlo una muger.

¡Já, já, já!

A esta carcajada de Diego Blanco acabó de anonadarse.

—¿Con que se ha figurado V. que yo iba á llevarle preso y a la cárcel tal vez? preguntó Diego riendo. ¡Já, já, já!

Realmente: tal era el estado de Blanco, que al oir la palabra preso la tomó al pié de la letra ni mas ni menos.

—¿Soy yo algun alguacil ó mozo de la Escuadra? preguntó Diego sin dejar de reirse.

Blanco no contestó.

—Le dije á V., continuó aquel, que se venia V. preso conmigo, y aunque así será, en efecto, por hoy, no voy á presentarle á la justicia, ni á darle la cárcel pública por prision, sino mi propia casa en donde por un dia ¡qué diablo! no ha de pasarlo V. tan mal.

—Pero, ¿por qué me ha de llevar V. preso á su casa? preguntó Blanco con menos miedo.

—Muy sencillo, respondió Diego: hoy sale el correo de la Habana, y por consiguiente el poder y la carta á su apoderado; y como V. es tan ladino, pudiera todavia mandar por el mismo correo una contraorden, y esto es lo que yo trato de evitar; por cuya razon y para asegurarme, he pensado que lo mejor es que V. pase el dia en mi casa. Mañana ya está V. libre y puede escribir si quiere. La carta saldrá el otro correo; esto es, cuando los esclavos sean ya personas y ciudadanos libres, como manda la ley de Dios y la Constitucion.

—Pero por eso.

—Por eso me lo llevo á V.

—Yo le prometo...

—No fío de su promesa.

—Le juro á V...

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—¡Já, já, já! Vamos, D. Pedro, vamos.

Y Diego hizo sonar él mismo el timbre de la mesa para llamar al mayordomo.

Cuando éste se presentó, que fué inmediatamente, aquel le dijo:

—El señor D. Pedro no come hoy en casa, y es probable que no venga á dormir.

—Pero... se atrevió á observar Blanco.

—Nada, nada, continuó Diego delante del mayordomo; pues no faltaba mas, V. prometió que asistiria á la fiesta y tenemos su palabra.

Y  en seguida, dirigiéndose al mayordomo, añadió:

—Está V. despachado, y no aguarde al señor en todo el dia cuando menos.

—Muy bien, muy bien, dijo el mayordomo sonriéndose de esa manera que lo hacen los criados cuando quieren dar á entender que agradecen las atenciones que otro tiene con sus amos.

Y salió en seguida del gabinete.

—¡Ah! ya lo he dicho, volvió á esclamar Blanco; ¡yo voy á morir!

—Todos moriremos, D. Pedro, observó Mendoza con una calma que acababa de desesperar al traficante de esclavos; lo que importa es morir bien cuando llegue la hora; por esto yo, ya que V. por lo visto no pensaba en ello, trabajo para prepararle el camino.

—¡Demasiado! esclamó Blanco.

—Lo malo será, observó entonces Diego, si V. no se encuentra muy bueno, como parece, que ¡tendremos que ir á pié á mi casa, porque supongo que los coches...

—¡Sí, señor, supone V. bien! esclamó Blanco levantando un poco la voz y dirigiéndose á la mesa.

Y  abriendo uno de los cajones, sacó un papel diciendo:

—¡Tome V.!

Diego lo cogió y leyó á media voz:

«He recibido del señor D. Pedro Blanco la suma de ocho mil duros, limosna de dicho señor que hace á los pobres de la Casa de «Caridad...

—¡Ya V. vé! interrumpió Blanco, ¡ocho mil duros!...

—Para quien ha dado ciento ochenta mil a los quintos, esclamó Diego como si quisiera consolarle, y se desprende ahora de doce millones que valdrán sus esclavos, ¿qué significa la miseria de ocho mil duros á la Casa de Caridad?...

A Blanco le faltó poco para caerse al suelo.

Diego prosiguió.

—Pero no trato yo con esto de amenguar el mérito de la buena accion, ¿Y eso fué ayer mismo? ¿cómo se arregló V.?

—Se vendió todo junio á una sola casa.

—¡Y los periódicos sin decir nada todavia! ¡Sin coger las cien trompetas do!a fama, para publicar ose rasgo! ¡estúpidos! Está visto: si la misma parte interesada no se cuida de dar la noticia... Pero descanse V., D. Pedro; yo que, como siempre, me desvelo por su gloria...

—¡O por mi martirio!...

—Es lo mismo: de este nace aquella. Yo pues le prometo que mañana sonarán esas trompas de la fama, atronando con su nombre los oidos á lodo Barcelona.

Diego se llevó á su casa al cap á tan negrero, dándole uno de los aposentos por prision de aquel dia.

Sin pérdida de tiempo despachó lo primero el correo para la Habana, y en seguida fué á ver á la familia Messina, y luego á casa de Turella.

Margarita recibió á Diego con la sonrisa en los labios y rebosando en su rostro la profunda gratitud que su corazon sentia.

Ramon, que se hallaba al lado de su madre transformado completamente en el espacio de veinticuatro horas, no conservaba en él la menor señal de su anterior estado, como no fuese la palidez del rostro, que guardaba todavia la huella de los padecimientos que habia sufrido la pobre criatura.

Amalia ocupaba ya el cuarto de antes en la cárcel, lejos de aquel lodazal inmundo que manchaba, como las gotas de la tempestad las hojas del blanco lirio, la virginal pureza de su inocente corazon de niña.

Diego pidió nuevamente informes á Margarita acerca del tiempo que faltaba para presentar las pruebas, y calculando de nuevo entre el que Margarita le manifestó y el que él necesitaba, dió á ésta todas las seguridades para tranquilizarla respecto de la sentencia, y salió dejando como siempre, sino la alegría, el consuelo en aquella familia, tan rudamente, hasta entonces, por la desgracia combatida.

De la casa de Messina, Diego pasó á la de Turella.

El trastorno del rapto del niño duraba todavia, acrecentado por la completa falla de noticias acerca del paradero del hijo del baron.

Todas las diligencias y averiguaciones hasta entonces practicadas y todos los recursos de la policía para descubrir indicios que arrojaran alguna luz sobre el asunto, habian sido inútiles totalmente.

El baron estaba profundamente afectado y Clara enferma del disgusto.

Diego preguntó por ésta á su marido; éste lo manifestó el estado fatal en que se hallaba la baronesa; pero no le invitó á pasar al cuarto para saludarla.

Diego se guardó muy bien de dar á conocer esto, que era sin embargo un deseo ardiente de su alma.

La ansiedad de Diego por el estado de Clara era inmensa. A la idea de que á tal punto sufriese, no podia resistir la ternura de su noble corazon enamorado.

Procurando no traspasar los limites del interés que está permitido en buena sociedad, volvió á preguntar al baron hasta cerciorarse de pequeñas circunstancias de la enfermedad de Clara, y al ver lo que ésta sufria (que no hay dolor comparable con el que en un caso semejante esperimenta una madre) tentado estuvo mas de una voz de esclamar:

—¡Yo sé, baron, en dónde está y cómo puede salvarse vuestro hijo!

Pero otras gravísimas consideraciones le detuvieron.

Acaso este paso le desbaratase planes de no menor importancia que esperaba llevar felizmente á cabo, y así guardóse su secreto, hasta que un caso estremo le obligase á revelarlo.

Despues del tiempo regular que establece la ley de la sociedad para tales visitas, Diego se levantó despidiéndose de Nicolás.

—Adios, señor baron, celebraré encontrar mejores noticias cuando vuelva á esta casa.

—¡Dios lo quiera!...

—Póngame V. á los piés de la baronesa, cuya mejoría deseo como el primero de sus amigos.

—Gracias, señor de Mendoza.

—Adios.

—Adios.

Y Diego salió triste y con el corazon oprimido de la casa de Turella.

CAPÍTULO XIV.
En que Don Jaime Hernandez abona, la conducta de Juan.

DOS dias se habian pasado desde el en que Diego reapareció á la presencia de Blanco y Hernandez.

Éste último, que en los primeros momentos tuvo el natural escozor temiendo ser reconocido por el señor de Mendoza, y la consiguiente venganza de éste á su infame complicidad con el capitan negrero, descansaba casi tranquilo su espíritu.

Hernandez salió de la casa de Turella el dia en que por primera vez volvió á ver al señor de Mendoza, convencido de que éste no habia sospechado lo mas mínimo; y visto despues el ensañamiento de Diego con Blanco con eso de la venta de los coches y la libertad de los negros, cosa que Hernandez ya sabia era prescrita por Mendoza, se afirmó mas y mas en que éste no conocia de aquel acto a nadie mas que á Blanco, puesto que contra él solamente se habia dirigido.

Pensando en todo esto se hallaba Hernandez en un cuarto de su casa, cuando fué á verle Roberto.

—Señor D. Jaime...

—Adios, Roberto. ¿Qué traes?... le preguntó con cierto sobresalto el antiguo gefe de policía..

Las conciencias culpables esperimentan continuamente por los accidentes mas insignificantes, esos sobresaltos, cuya causa no está cu otra parte que en sí mismas, nacida de la culpa que esconden á todos, pero que no logran nunca esconderse á sí propias.

—Nada, es que venia á pedir á V. un favor, respondió Roberto.

—Esplícate, y toma asiento.

—No es para mí...

—No importa, dí.

—Es para ese muchacho, Juan.

—¿El que se encargó entonces de...

—  El mismo.

—En verdad que bien poco lo merece..., dijo Hernandez.

—Qué quiere V., no fué culpa suya... de eso yo respondo.

—¿Y qué quieres para él?

—Le diré á V., prosiguió Roberto, ha encontrado una casa bastante buena para ponerse á servir.

¡A servir!

—Sí, señor.

—¿Tan necesitado está ese muchacho? pues él ha debido ganar dinero, observó Hernandez.

—Sí, ha ganado realmente: era otro de los chicos que yo tenia en la fábrica.

—Por eso mismo.

—Pero, ya sabe V.; amigo de bromas y francachelas...

—Sí.

—En fin; hoy lo que es dinero no tiene, y habiendo encontrado una buena casa donde servir, quiere ponerse á criado.

—Ya, dijo Hernandez con cierta socarronería. ¿Y qué esto que yo tengo que hacer?

—El amo, como que no le conoce, le ha pedido una persona que informe bien; el chico le ha dado mi nombre, pero parece que no lo ha satisfecho: quiero otro sugeto de mayor suposicion.

—Y ese sugeto...

— El chico, sin comprometerse á ello por supuesto, porque antes es necesario la venia (lo V.; pero, por si acaso, le ha dado su nombre.

—¿El mio?

—Sí, señor.

—¿Y qué ha dicho el caballero ese?

—Que si V. daba buenos informes, lo tomaria a su servicio.

— ¿Y qué clase de persona es? preguntó el antiguo comisario.

—Yo no le conozco...

—Sí, pero Juan te habrá dicho...

—Parece que es un señor mejicano.

—¿Solo?

—Creo que sí.

—¿Y cómo se llama?

—Don Daniel Artoza.

—No conozco ese nombre.

—Parece que es recien venido á Barcelona.

—Y estará acomodadillo, ¿eh? preguntó entonces el antiguo polizonte, acompañando sus palabras con una sonrisa llena de malicia y fijando en el rostro de Roberto una mirada llena de intencion.

—En cuanto á eso... no sé fijamente hasta qué punto pueda estar acomodado, respondió Roberto.

—Ya. ¿Y ahora quieres tú saber si consiento yo en dar los buenos informes que Juan necesita, para entrar en la casa?

—Sí, señor.

—Pues lo que yo le respondo es, que no los quiero dar.

Roberto se quedó mirando al comisario.

Éste prosiguió.

—Sabes que yo veo venir de lejos á la gente, y que conmigo no valen tapujos ni historias...

—¿Pero que clase de tapujos lio de tenor yo con V. en este asunto?...

El comisario fijó en el rostro de Roberto sus pequeños ojos azules, y prosiguió:

—No era ese el modo como debías haberte presentado á mí. Sabes que yo soy un galgo que huele á media jornada, y que al mismo tiempo soy hombre para hacerte un favor; por consiguiente debías haberme dicho: D. Jaime, yo tengo entre cejas un negocio juntamente con Juan, y ambos necesitamos que V. nos apoye; hay ahí un mejicano que es solo y rico (yo lo supongo desde luego, cuando tú le has echado el ojo), y entrando Juan á su servicio, tenemos la casa á nuestra disposicion para cuando nos acomode. Hé aquí lo que tú debieras haberme manifestado lisa y llanamente.

—Pues bien, oso es, y confieso que he faltado con V., dijo entonces Roberto.

—¡Si habia olido yo algo!... esclamó el comisario satisfecho de su perspicacia.

—Y ahora...

—Ahora debiera yo mantenerme en mi negativa; porque no quiero que perdáis esa buena ocasion, si realmente lo es, como presumo.

—Gracias, D. Jaime, y yo le prometo que sabremos quedar luego con V. como merece.

—En fin, bueno, bueno; que le diga Juan á ese señor, que me ha servido antes, y que puede venir á pedir los informes cuando guste.

—Muy bien, dijo Roberto, ¿estará V. en casa esta mañana?

—Mucha prisa llevais...

—Le diré á V., como ese caballero está ahora sin criado, y Juan irá á su casa ahora mismo, no fuera estraño que él pasase tambien luego á ver á V...

—Le esperaré, pues, toda la mañana, concluyó el comisario.

Roberto salió, y D. Jaime quedó esperando en su casa segun habia ofrecido.

No habia pasado una hora, cuando la muchacha le anunció la visita de un caballero.

Que pase, dijo D. Jaime.

Pocos momentos despues entro en el gabinete un hombre de sesenta años, barba gris, y cabeza de pelo casi blanco, aunque muy poblada. Llevaba un leviton largo de paño azul turquí bastante usado, zapatos de charol, y venia apoyado en una gruesa caña de Indias con un rico puño de oro.

—¿Usted es el señor D. Jaime Hernandez? preguntó con voz gangosa el recien venido.

—Servidor de V.

—Muy señor mio. Yo me llamo Daniel Artoza.

—No tengo el gusto de conocer á V...

—Hace poco tiempo que llegué de Ultramar, para establecerme en Barcelona.

—Sírvase V. tomar asiento, le dijo Hernandez, señalándole un sillon y sentándose él en otro inmediato.

—Yo conocia á. V. de nombre, por haber oido el de V. en la plaza y entre el comercio.

—Sí... soy aquí algo conocido, dijo Hernandez.

—Y venia á V. á pedir un favor.

—Diga V. en qué puedo servirle, contestó con suma afabilidad D. Jaime, fijando su avarienta mirada en un limpísimo brillante, tamaño como una avellana, que sujetaba la corbata del mejicano.

—Yo, como dije á V., he venido á establecerme en Barcelona, pais saludable y tranquilo sobre lodo, cansado ya como estoy de las continuas revueltas que afligen á Méjico.

—Ha pensado V. muy bien.

—Soy solo, y traigo conmigo algunos intereses..;.

—¿Pensará V., si esto no es impertinencia, ocuparse tal vez en el comercio?...

—¡Ah! no, señor. He trabajado ya demasiado en esta vida para que apetezca nuevos cuidados. Pienso emplear mis capitales en papel del Estado.

—No piensa V. mal.

—Así la renta es limpia y segura. Los fondos españoles están hoy en un magnífico estado.

—Ciertamente.

—Y así pienso emplear, es decir pienso, empezó ya á emplearlo.

¡Ah! ¿conque, ya empezó V...

—Sí, señor. Ayer compré medio millon.

El corazon de Hernandez saltó dentro del pecho.

—Y espero, continuó el mejicano, que afloje un poco el cambio para comprar hasta seis ó siete.

Hernandez oia estupefacto á aquel millonario, que bajo tan modesto porte se le presentaba.

—Entonces, le dijo con toda intencion el comisario, yo lo señalaré á Y, sitio seguro, en donde podrá ganarle el papel un interés, además del que devenga por su naturaleza.

—¡Ah! no, mil gracias. Yo tengo la costumbre de guardar el dinero en casa.

—¡Magnífico! dijo Hernandez para sí, no te comerás tú toda la breva, Roberto.

El mejicano continuó:

—Tengo una magnifica caja de hierro, que desafío á cualquiera que se empeñe en abrirla sin la llave que yo tengo siempre conmigo.

—¡Ah! hace V. muy bien. Pero yo Te he distraido á V. de su objeto principal...

—Voy á ello. De Méjico me traje un criado que hacia doce años me servia. Cuando salimos de allí, le pareció que estaria bien en Europa, pero á los pocos dias de haber llegado á Barcelona empozó á ponerse triste y melancólico. Era que estrañaba aquí el suelo de América;.yo no le habia de retener contra su voluntad, y un dia le propuse yo mismo la vuelta. Era lo que él precisamente deseaba, y á la primera proporcion le embarqué. Como no tenia á nadie mas que á él en mi compañía, he quedado enteramente solo desde entonces.

—¡Oh! así no puede V. estar, observó Hernandez con visible solicitud por el mejicano..

Por eso mismo, y he pensado tomar otro muchacho.

—Lo que V. ha de tener es sumo cuidado en la eleccion.

—Puse para eso un anuncio en el diario el otro dia, y se me presentaron aquella misma mañana diez ó doce, de los que ninguno me acomodó. Luego á la tarde vino otro, y ese sí me pareció buen muchacho, así á la vista.

—¡Buena vista tienes! esclamó Hernandez para sí.

—Yo le pedí si podia presentarme persona que de él informara.

—Muy bien hecho.

—Y me dió primero el nombre de un tal D. Roberto... Yo le observé que necesitaba los informes de parte de una persona de suposicion en Barcelona, y entonces me habló de V., cuyo nombre es ya para mí sobrada garantía.

—¡Oh! mil gracias, interrumpió Hernandez bajando hipócritamente la cabeza, no merezco yo tanta honra.

—Yo, como ya le conocia por haberle oido de boca de otras personas dignas, le acepté, y á eso he venido á molestar su paciencia.

—¡Oh! V. no me molestará nunca ni en eso, que no vale la pena, ni en otras cosas de mayor importancia, para las que me tiene desde ahora á su disposicion, dijo el antiguo gefe de policía.

—Mil gracias; y aunque no valga tanto como la de V., cuente con igual oferta de mi parte, dijo á su vez el mejicano.

El antiguo comisario volvió á inclinar la cabeza y prosiguió:

—Pues ya ha estado aquí efectivamente ese muchacho. ¿Se llama Juan Delmas?

—Aquí lo traigo apuntado; pero sí, así se llama.

—Pues nada, lo que yo puedo decir á V., es que es un chico, en primer lugar, muy listo, luego muy honrado...

—Eso es lo principal.

—Y que no puedo decir de él sino cosas que le favorezcan en diez años ó mas que le conozco, despues de haberle tenido dos largas temporadas á mi servicio.

—Es ya todo cuanto necesito.

Hernandez añadió, no contento aun con lo que habia dicho:

—Y en una de esas épocas en que yo tuve que ausentarme con toda mi familia de Barcelona, quedó él dueño absoluto de la casa, con las llaves de todo, y al volver, no echamos de menos ni siquiera un alfiler.

—Doy á V. infinitas gracias por su bondad, y desde luego me quedo con el muchacho, dijo el mejicano levantándose.

—No hay de que dar gracias, he dicho á V. lo que podia decirle, y nada mas.

—En la calle de la Puertaferrisa tiene V. su casa.

—Iré á visitar á V., y es inútil decirlo que acaba de tomar posesion de la suya, D. Daniel, concluyó Hernandez, entre sonrisas é inclinaciones de cabeza.

El mejicano salió, y Hernandez le acompañó hasta la puerta de la escalera.

Cuando le hubo perdido de vista, volvió ó su gabinete frotándose las manos y esclamando:

—¡Seis millones en papel! ¡Y dice que los tendrá todos en su casa! ¡Ah, Roberto, no te comerás tú solo la breva!

CAPÍTULO XV.
El robo de la calle de Tallera.

LA tarde del domingo inmediata al dia, ó mejor dicho, á, la noche en que vimos la última entrevista entre Diego y Juan, era una de esas tardes de febrero que, bajo la influencia de la luna de marzo, empiezan serenas y despejadas, concluyendo luego borrascosas como las peores de diciembre ó enero.

El italiano limpiabotas de la calle de Tallers habia salido, como tenia de costumbre todos los dias festivos, á pasar la tarde fuera de la ciudad, sin olvidarse, como siempre, de cerrar bien todas las ventanas y sobre todo la puerta de la entrada, despues de haber bajado á visitar en la cueva el ídolo de su alma, su propia vida, que guardaba en forma de doblones metidos en la olla que sabemos.

Mientras el italiano pasaba por la Rambla con direccion al paseo de Gracia, tropezaron casi con él tres hombres que llevaban la direccion contraria, embozados en capas madrileñas.

—¡Ahí viene el pájaro!... dijo entre el embozo de la capa, que le sabia hasta las narices, uno de loa tres hombrea á los otros dos compañeros.

—¡Ya le veo, calla!... respondió uno.

Y  sin decir nías, palabra siguieron los tres su camino, dirigiéndose á la calle de San Pablo.

Dejemos al italiano, que poca nos importa ver cómo pasa la tarde, y sigamos á los tres de la capa.

Detuviéronse á la puerta, y entraron luego en el café chantan. Donde otra vez y con los mismos personajes nos hemos ya encontradlo...

Roberto, Juan y el Zurdo, que eran los tres,.se sentaron al rededor efe una mesa aislada de las demás. Pidieron café y su correspondiente copa, que les fué servida como por ensalmo, y sacando uno de ellos, Roberto, tres sendos puros, dió dos á sus compañeros encendiendo seguidamente el suyo, ejemplo que imitaron es feos en seguida.

Roberto, despues de echar al rededor de sí una de aquellas miradas perspicaces y escudriñadoras, para cerciorarse de que nadie habia bastan te cercano que oirles pudiera, rompió el silencio diciendo á Juan:

—¿Sabes que no puedo quitarme de la cabeza una cosa?

—¿Cuál?

—Aunque ya le lo he dicho, he de repetírtelo ahora: consiste en el cómo has podido tú averiguar, y con esa seguridad, donde tiene el italiano el dinero.

—Eso ya dije que era un secreto mio, respondió Juan, dudando un poco de lo mismo, que afirmaba; y cuando estemos en el caso la veremos, que no ha de tardar.

—En fin, veremos, veremos.

—Y me parece que el tiempo nos vá á favorecer observó el Zurdo..

—Con efecto, el cielo se vá nublando, añadió Roberto mirando por una ventana inmediata.

—¡Ojalá lloviese!

En este momento abrióse la puerta del café para dar paso á otros parroquianos, y Juan esclamó mirando á la calle:

—¡Pues lloviendo está! á lo menos yo veo pasar gente con paraguas...

—Ojalá lloviese mucho, y se pusiese la tarde tan oscura como yo diria, observó Roberto.

—Pues, amigo, á pedir de boca.

El cielo se puso casi repentinamente encapotado, empezando á declararse una fuerte y copiosa lluvia.

—¡Ea! ¡aprovechar la ocasion! esclamó Roberto levantándose de la silla.

Sus dos compañeros le imitaron, y los tres salieron del café sin pagar el gasto que habian hecho.

—¿Quiero V. paraguas, D. Roberto? preguntó á éste el mozo del café, con afanosa solicitud.

—No, llevo capa y voy bien, respondió aquel sin pararse.

Al salir á la calle los tres hombres se embozaron, echando á andar arrimados á la acera para resguardarse un tanto de la lluvia que iba arreciando por momentos.

Tomando la calle de Robador y atravesando el patio del Hospital y luego la calle del Carmen, estuvieron en breve en la de Tallers.

Uno primero, y despues de breve rato el otro, Roberto y el Zurdo se metieron en el portal de la casa del limpiabotas.

Juan quedó plantado en el umbral de otra puerta no lejana, para vigilar y como si esperára allí que pasase la lluvia.

Roberto sacó su ganzúa, abrió cómodamente la puerta de entrada de la habitacion, que se hallaba al fondo del patio, y acompañado del Zurdo, penetró con toda cautela, volviendo á dejar cerrada la puerta.

Juan, entre tanto, dispuesto á dar al menor indicio un silbido particular y tan agudo que se oia al través de las paredes y hasta en los subterráneos, aguardaba en su sitio la salida de sus compañeros.

No tuvo Juan que aguardar gran rato, antes de media hora salieron Roberto primero y el Zurdo casi en seguida.

Roberto pasó por delante de Juan embozado, y sin detenerse ni decirle una palabra. Una y otra cosa estaban de mas para Juan. Con una sola mirada comprendió que el negocio habia salido ó pedir de boca.

Otra persona que no hubiese estado en antecedentes, no hubiera notado, aunque á Roberto observara, que éste llevase cosa alguna bajo la capa, Juan, empero, conoció que Roberto iba cargado y no con flojo peso.

Al cabo de breve rato, nuestros tres hombres se encontraban á la entrada de una casa situada en otra calle muy distante de la de Tallers.

Era la casa de la querida de Roberto.

Sin dirigirse el uno al otro la menor palabra, subieron al cuarto segundo. Roberto dió un silbido, una muger abrió la puerta y los tres entraron en la habitacion.

—Amigo Juan, dijo Roberto así que estuvieron en la sala, desembozándose y dejando sobre una mesa una olla regular de hoja de lata; eres el perdiguero mas fino que conozco.

A Juan le dieron escalofríos y se le erizaron casi los pelos al ver la olla y al oir á Roberto. Al lado de la olla los ojos de su imaginacion exaltada veian la figura del señor de Mendoza, que tenia cierto vago parecido con la del diablo, y su memoria recordaba las mismas palabras de éste al indicarle cómo y en dónde tenia el dinero el italiano.

—En la misma cueva y del modo que dijiste se ha encontrado, añadió Roberto rebosando la satisfaccion en su rostro.

—¿Y cuánto habrá? preguntó el Zurdo fijando su avarienta mirada en el tesoro del italiano.

—Presto lo veremos, respondió Roberto, Lo vamos á contar y á hacer el reparto en seguida.

—Yo diria otra cosa, observó Juan.

—¿Cuál? preguntó Roberto.

—Contemos el dinero, y luego que sepamos lo que haya, lo dejamos aquí y en poder de María. Creo que es muger de confianza para todos.

—En cuanto á eso, ya lo creo, ella es como si fuera yo mismo, añadió Roberto.

El Zurdo no se atrevió á observar nada, aunque maldito lo que le gustó la proposicion, pues se trataba de la señora querida de D, Roberto.

—Pero, ¿qué idea es la tuya? preguntó Roberto á Juan.

—La de que á mí no me gusta partir pequeñeces, y preferiria, cuando hayamos hecho los otros negocios que nos quedan, partirlo lodo de una vez: así le dá á uno mas gozo.

—En cuanto á mí, lo mismo me dá una cosa que otra, dijo Roberto, ¿qué dices tú, Zurdo?

—Yo, por mí... respondió éste socarronamente, como V. diga..

—Pues sea como dice Juan, y contemos, concluyó Roberto.

Y echando una manta sobre la mesa para evitar el ruido, sacaron todas las monedas que contenia la olla, poniéndose los tres á contarlas.

Mientras los ladrones contaban el dinero del italiano, éste volvia ya con su maritornes del paseo.

Algunos de los chicos estaban ya esperando de pié en el portal de la casa ó sentados dentro del palio cuando aquel llegó.

Lo primero que nuestro hombre hizo, así que se quitó la ropa de la fiesta y se puso la blusa azul, fué dirigirse á la cueva.

Al llegar á la trampa, paróse de repente, sus ojos se quedaron como clavados en el suelo, su rostro perdió el color, sus cabellos se erizaron y su corazon dió un salto dentro de su pecho.

La trampa estaba abierta.

El italiano bajó precipitadamente.

A los dos segundos se oyó desde arriba esta profunda y dolorosa esclamacion:

—¡Corpo di Baco!

Y  el hombre volvió á aparecer, desencajado completamente el rostro, llenas las manos y las mangas de tierra de la cueva, sin el sombrero hongo en la cabeza, y dando un ay tan agudo y prolongado, que mas bien que voz humana parecia el ahullido de un lobo en la selva.

La maritornes y los limpiabotas acudieron al grito. El italiano estaba en el suelo revolcándose entre horribles convulsiones y pronunciando palabras incoherentes y medio articuladas muchas depilas.

El diablo habia caido en su infierno.

—¡Ay qué es esto, Dios mio! esclamó la maritormes, ¡que se muere!...

—¡Ojalá! dijeron en su interior los muchachos.

—¡Ay! ¡llamad, llamad á los vecinos! gritó la muger inclinándose sobre el italiano, é intentando sujetar los fuertes y bruscos movimientos de la convulsion.

Pero cuando los vecinos llegaron y acudió el cirujano de enfronte y el barbero de la esquina, el italiano no necesitaba ya de ningun auxilio, pues habia reventado, como vulgarmente se dice, del sofocon.

El italiano dijo no obstante una palabra clara, la última que pronunció al morir, y la misma que en aquel instante salia de los labios de Roberto: ¡Cuatro mil duros!

—Este es el dinero que hay aquí, dijo Roberto despues de reunir los tres montones de oro de la mesa.

—Ahora, pues, lo dicho, y á ver que llegue pronto el dia de la particion general, dijo Juan.

—Lo dejaremos en la misma olla.

—Eso es.

—¡María! gritó Roberto.

—¿Qué quieres? respondió la muger presentándose.

—A tí te dejamos para que lo guardes, eso que pertenece á los tres, dijo Roberto.

—Cuando lo pidáis, lo encontrareis como lo recibo, sin que falte un solo maravedí, contestó la fiel María.

—Anda, pues, y llévalo á un sitio que pueda estar escondido.

La muger cogió la olla y salió de la sala.

—Ahora, dijo entonces Roberto, casi fuera del caso celebrarlo.

—Por mi, no puede ser, observó Juan.

—¿Por qué?.

—Va sabe V. que al anochecer vá mi amo á casa, y no quiero que me encuentre fuera.

—Es verdad, dijo Roberto: lo primero es la obligacion, añadió sonriéndose maliciosamente. Vete pues.

—Vaya, Zurdo, hasta mañana ó pasado.

—Adios, Juan.

Roberto acompañó á éste hasta la puerta de la habitacion, junto á la cual se detuvieron ambos, preguntando aquel:

—¿Y mañana por la noche crees tú que saldrá el señor Don Daniel?

—Todas las noches hace lo mismo. Entusiasta por la ópera, y ahora que tiene el Liceo tan buena compañía, no pierde una representacion, contestó Juan.

—¡Bravo!

—Lo que importa es que para mañana tengamos lista la llave, y exactamente al modelo de cera que yo saqué.

—En cuanto á eso, pierde cuidado, concluyó Roberto.

—Vaya pues, hasta mañana.

—Hasta mañana.

Juan salió dejando á Roberto en la casa de su querida.

CAPÍTULO XVI.
Un lance en los campos Eliseos.

JUAN salió de la casa en donde dejaba á Roberto y se dirigió á la de Diego.

Éste le esperaba con suma impaciencia.

—Siéntate, y habla, dijo el último al primero luego de haber entrado en el gabinete.

—En primer lugar, empezó Juan, el negocio del italiano se llevó á efecto esta tarde.

—¿Sin tropiezo?

—Y con la mejor fortuna.

—¿La olla se encontró? preguntó Diego.

—Y en el mismo sitio que V. habia dicho, respondió Juan, volviendo á sentir aquellos escalofríos.

Diego se sonrió.

—Sigue.

—Conformo á la órden de V., he procurado que el dinero quedase todo en la misma olla, y guardado hasta nuevas disposiciones.

—Adelante.

—Acerca de esto, nada mas. En cuanto á lo otro, como la baronesa de Turella ya se ha levantado de la cama y puede salir de casa, hoy se le ha mandado la caria.

—¿Y la cita es?...

—Para mañana á las diez.

—¿En el sitio que dijiste?

—En el mismo.

—Bien.

—Y en cuanto á lo otro, parece que el golpe será mañana por la noche.

—Perfectamente, esclamó Diego, sacando un largo habano de una rica petaca de oro, y dando otro cigarro á Juan.

—Señor....

—Tómalo, y hasta mañana. ¿Creo que tienes todas las instrucciones?...

—A menos que mi señor quiera darme otras.

—No.

—Pues de las que me dió, no olvidaré la mas pequeña, concluyó Juan.

—Hasta mañana, repitió Diego, haciéndole con la mano ademan de que podia ya marcharse.

Juan inclinó profundamente la cabeza y salió.

Mientras estos hablaban de la carta mandada por Roberto á la baronesa de Turella, Clara la leia y releia sola en un gabinete de su casa.

La angustiada madre no podia comprender el objeto del autor de la carta.

Pero antes de pasar adelante, conozcamos el escrito.

Decia así:

«Señora: el otro dia robaron a V. un hijo: quien puede devolverlo á su madre escribe á V. Dos condiciones son precisas para «ello: la primera, que no diga V. á nadie, incluso el baron, que ha «tenido esta carta; la segunda que vaya V. sola mañana martes á «las diez en punto, á la segunda plazoleta que se encuentra á la «entrada de los Campos Elíseos. Un hombro acudirá á la cita. Si «falta V. á ésta ó á una de las dos condiciones espresadas, su hijo «de V. cesará de vivir.»

Hé aquí la carta, á cuyo pié no habia firma.

Sabida la disposicion en que la pobre madre se encontraba, puede concebirse el efecto de este estraño escrito.

La carta habia ido por el correo interior á manos de la baronesa, la letra le era completamente desconocida, y en todo su contenido no habia nada que pudiese darla á conocer el objeto de la misma.

En ella se le prometia devolverla el hijo de sus entrañas, prohibiéndola, bajo pena de muerte al niño, que hablase ni fuese acompañada al lugar de la cita.

¿Qué objeto llevaria el autor de la caria?

¿Qué seguridad por otra parte tenia Clara de que esto no fuese una vil asechanza para apoderarse de su persona, del mismo modo que habian robado á su hijo?

Esta idea inspiraba á la muger mi recelo, que cedia presto al valor de la madre.

Clara pensaba, pues, muy poco en su propio peligro, fijos todos sus sentidos en el riesgo de su tierno hijo.

—¡Iré! esclamó al fin resueltamente.

El baron no supo una palabra.

Aquella noche la pasó Clara en medio de la mas horrible impaciencia.

Completamente desvelada en el lecho, contaba las horas y los cuartos, y á la primera luz de la aurora estaba ya de pié, creyendo que así pasaba mas rápido el tiempo.

Dieron por fin las nueve de la mañana, y Clara llamó á su doncella.

Púsose un vestido de merino negro, un pañolon de capucha, una mantilla de casco, y echándose el velo al rostro, dijo á la doncella:

—Voy á la iglesia.

—¿Pero sale V. sola, señora?...

—Sola.

La doncella no se atrevió á hacer otra pregunta, y Clara salió á la calle.

Dirigióse á la plazuela del Teatro y subió á tino de los coches de alquiler que se sitúan en aquel punto, diciendo al cochero:

—A los Campos Elíseos.

—¿No hemos de pararnos antes en algun punto, señora? preguntó el auriga, creyendo que alguna otra persona habia de entrar luego en el carruaje.

—No, contestó Clara.

El cochero cerró la portezuela, subió al pescante, y descargando la fusta, que rechazaron los huesos del escuálido jamelgo, emprendió la marcha al punto de su destino.

El coche paró á la puerta de los Campos.

Clara bajó temblándole las piernas, lleno el corazon de zozobra, y sintiendo á la vez miedo y esperanza.

A semejantes horas es muy escaso el número de personas que á dicho sitio concurren,.

Al tiempo de apearse la baronesa, un hombre embozado hasta los ojos en una capa, el cual parecia bajar de la villa de Gracia, que se halla al fin del paseo, apresuró el andar, dirigiéndose tambien á la puerta de los Campos.

Al pasar por delante del carruaje, dirigió al interior del mismo una mirada furtiva.

El cochero no hizo caso de este personaje, que le pareció de bajo porte para infundir sospechas, respecto de una dama tan principal como parecia la señora que habia llevado.

Los cocheros son como los porteros de un Ministerio en eso del olfato, á media legua huelen la clase de la persona por el porte que ofrece.

Apenas acababa de entrar el hombre de la capa, salió de la casilla inmediata del guarda-paseos otro personaje que entró tambien en los jardines.

Este sí llamó la atencion del auriga.

Era un caballero de elegante porte, que vestia un ancho y largo gaban de chinchilla, con sombrero de copa y mi tapabocas que le cubria la mitad del rostro.

—¡Ah! ¡vamos, ya decia yo! ¡ahí vá el pájaro! esclamó el cochero mirándole.

Clara tomó la primera calle de la derecha de los jardines.

El hombre de la capa la seguia á cierta distancia, y en pos de éste, algo mas separado y cauteloso, andaba el caballero.

Clara pasó sin detenerse la primera plazoleta y llegó á la segunda.

—¡Aquí debe ser! se dijo.

En aquel momento Clara temblaba como el lirio solitario en medio de la pradera.

—¡No veo á nadie! esclamó en seguida.

É iba á echar una mirada á su alrededor. Pero á la impaciencia que sentia el corazon de la madre, acompañaba en aquel momento el miedo de la muger sola en aquel sitio é ignorante de lo que sucederle podia, y no se atrevió á levantar los ojos.

El hombre de la capa iba aproximándose pausadamente y sin ruido, caminando sobre la arena de la senda de árboles.

Estos se hallan en la rigurosa estacion, desnudos de sus hojas y permitian ver los movimientos de los dos primeros personajes al caballero que, arrimado á un lado del camino y á bastante distancia, se dirigia al propio sitio.

Clara se sentó en uno de los bancos rústicos que rodean la plazoleta.

Parecia un reo aguardando su sentencia, ó un mártir esperando el momento de la tortura.

El hombre de la capa entró en la plazuela.

El caballero redobló el paso y se colocó á espaldas de Clara, ocultándose detrás del respaldo del banco formado por enanos cipreses sumamente unidos y artificiosamente cortados.

—¡Ah! esclamó Clara al ver de improviso en su presencia ni hombre de la capa.

Éste se aproximó mas hasta ponerse á su lado.

Clara inclinó insensiblemente el cuerpo al lado opuesto.

—¡Ah! no tema V., señora baronesa, que no soy ningun lobo que me la vaya á comer.

La voz del hombre y su lenguaje tan poco delicado, hicieron en Clara un efecto de repugnancia y miedo á la vez.

—¡Creo que conozco esta voz! dijo en su interior la baronesa.

Para el hombre de la capa, Clara no contestó.

Aquel prosiguió:

—Ya que V ha tenido la bondad de venir á la cita, empezemos con nuestro asunto; pero para ello es preciso que nos conozcamos. ¿No me entiende V.?

—Creo que V. me conoce ya, y no comprendo por consiguiente sus palabras, respondió Clara temblando.

—Quiero decir que es necesario el que nos veamos las caras.

A medida que el hombre iba hablando mas, mayor repulsion sentia Clara y mayores sospechaste infundia aquella voz.

—La gente, prosiguió el embozado,.cuando trata de negocios tan importantes como el que aquí nos trae, es necesario que se vea el rostro. Con que así, tenga V. la bondad de levantar ese velo, ya que oculta una cara tan peregrina.

Esta última frase aumentó la mala impresion que las primeras causaron en Clara.

—No hay necesidad, respondió ésta.

—Entonces, no hay nada de lo dicho y me retiro.

Y el hombre hizo el ademan de marcharse.

—¡Ah! ¡no! esclamó la madre.

Y cogiendo con ambas manos el velo, lo levantó colocándolo sobre la cabeza.

—¡Siempre hermosa! esclamó el hombre.

Y en seguida añadió:

—Ahora me toca á mí.

Y se quitó el embozo, presentando la cara á la baronesa.

—¡Roberto! esclamó ésta estremeciéndose.

—¡Me conoce V. todavia! dijo éste con una sonrisa infernal.

El caballero que estaba oculto detrás del banco, no perdia una palabra de esta escena.

Clara, sin embargo de que habia tenido vagas sospechas, quedó como aplastada á la presencia de Roberto.

—Yo soy pues, continuó éste. Yo mismo, de quien se espanta V. todavia como si fuese una fiera, y el que, á pesar de todos sus desdenes y desprecios, la tiene como hace once años grabada en el fondo del corazon. ¡Yo soy el que, á pesar de todos esos desdenes y desprecios, viene aquí á devolver á V. lo que ha perdido!

¡Ah! ¡Roberto! esclamó Clara entonces, creyendo en su angustia de madre la generosidad de las palabras de Roberto; perdóneme V., yo jamás creí hacerle daño alguno... ¡Ah! ¡V. me devuelve á mi hijo!... yo pido á V. de nuevo mil perdones, y sabré pagar esta accion aunque sea con mi propia sangre.

—No, no exijo yo tanto. Pero sí quiero de V. un favor.

—¡Oh! ¡diga V.!

—Usted misma vendrá conmigo y recobrará su hijo.

—¡Ah! ¡diga, diga usted!

—Pero, Clara, este mi eterno y continuo desvelo por V., sin el cual no hubiese yo averiguado en donde se halla la tierna criatura y obtenido el medio de entregarla á su madre; este afecto mio, este amor desairado siempre y que, sin embargo, guardo aquí en el alma hace trece años, mas fuerte, mas vivo cada dia, ¿no merecen siquiera una leve recompensa?

Clara miró á Roberto sin responderle.

—¡Qué! ¿no responde V. á mis últimas súplicas? A pesar de lo que yo ofrezco en este instante, ¿será V. capaz de negarme el favor que solicito?

—Pero ese favor...

—¿Cuál es? ¡Necesito decirlo cuando he dicho que te amo!

—¡Ah! esclamó Clara horrorizada y cubriéndose el rostro con las manos.

—¿Te niegas? insistió Roberto.

—¡Infame! esclamó para sí el caballero oculto detrás del banco.

—¡Nunca! ¡nunca! respondió Clara apartándose de Roberto que se habia sentado ya á su lado.

—  ¡Nunca! esclamó éste inmediatamente. Eso quiere decir que le inspiro la misma repugnancia, porque no lie sabido hacerme tan rico, ni baron como Nicolás...

—¡Ah! ¡calla! ¡y ya que quieras matarme, no me insultes!

—¡Ah! ¡qué es esto! esclamó Roberto entonces levantando y volviendo la cabeza á su espalda.

Era que una mano misteriosa, saliendo por encima de los cipreces, le habia cogido el brazo, oprimiéndoselo como unas tenazas de hierro.

Clara volvió la vista al mismo punto y dió otro grito.

El caballero, arrastrando con una fuerza superior el cuerpo de Roberto, lo llevó al estremo del banco para poder presentarse á la escena sin soltarle: salió, y arrastrándole otra vez delante de Clara, le dijo con fuerte é imperiosa voz:

—¡De rodillas, infame!

—¡El señor de Mendoza!... esclamó Roberto.

—¡De rodillas! repitió Diego.

Roberto cayó de rodillas á los piés de Clara.

Ésta quedó sentada en el banco, estupefacta y mirando el cuadro que delante tenia como una vision ó como un sueño.

—Pide perdon á esta señora.

A la memoria de Clara se presentó súbita y repentina otra escena parecida y las mismas palabras que en otra ocasion sonaron (Mi sus oidos.

La escena fué la del corredor del Liceo entre el mismo Roberto y el máscara misterioso.

—¡Señor de Mendoza!... esclamó Roberto suplicando.

Era harto vil y bajo para rebelarse contra la humillacion delante de la muger que amaba ó deseaba.

¡Pide perdon á esta señora, ó mueres á sus piés!... insistió Diego sin soltarle, y apretando cada vez mas y de una manera que Roberto no podia resistir ya el dolor de su brazo, quebrantado por la fuerza de aquella mano.

¡Perdon, señora! dijo al fin, baja y cobardemente Roberto.

—Ahora sal inmediatamente de este sitio.

Roberto se levantó, y sin decir mas palabra, se alejó del sitio, ha la la cabeza al suelo como si lo abrumára el peso de la humillacion que acababa de sufrir.

Clara quedó mirando al señor de Mendoza.

Diego la contempló tambien un breve instante y comprendiendo su estupor, esclamó:

—¡Le sorprende á V. mi presencia en este sitio en semejante ocasion, señora!

Clara no respondia. Sus ojos, inmóviles y fijos en el rostro de Diego, que lucian primero con aquel brillo que tan hermosos los hacia, iban velándose con una sombra que apagaba su brillantez por momentos, pero sin cerrarse, ni desviar la mirada del punto en que la tenian.

Diego notó al momento el estado de Clara.

—¡Qué tiene V., señora! se siente V....

Diego no tuvo tiempo de acabar la frase.

Clara dobló el cuello á un lado como un cisne moribundo, dejando caer lánguidamente los brazos, y levantando al cielo aquellos ojos azules como el manto del firmamento.

—¡Clara! ¡Clara! esclamó Diego tomándola una mano, y cayendo á su lado en el banco.

La voz de Diego resonó como trece años antes en el corazon de su antigua amante.

—¡Clara! ¡Clara mi...

Diego se detuvo.

La letra que faltó á la palabra mia, no le quitó sin embargo un ápice de su sentido.

El alma de Clara la habia oido entera.

La frente de la baronesa, llena de un sudor frio y perdida la color, se asemejaba á la flor de la azucena coronada por el rocío de la mañana.

Diego se puso en breve sobre sí, para atender al estado de Clara.

Haciéndole primero aire con el sombrero, y salpicándole luego el rostro con agua de las manos mojadas en el estanque vecino, logró que la baronesa volviese de aquel síncope que, habiéndola privado de los sentidos, la habia dejado completamente despiertos el alma y el corazon.

[]

Clara exhaló primero un profundo y prolongado suspiro y en seguida abrió los ojos.

—Procure V. levantarse, señora, y á casa pronto. Yo daré á V. el brazo hasta llegar al carruaje.

—Pero, señor de Mendoza...

—Ni una palabra por ahora.

Y  Diego, echando él mismo el velo al rostro de su antigua amante, la tomó de la mano, ayudándola á levantarse del banco.

Clara no tenia pensamiento ni voluntad propia en aquel instante.

Diego dejó la mano de Clara, despues de haber hecho apoyar cu el suyo el brazo de la baronesa, y ambos echaron á andar saliendo de la plazoleta y dirigiéndose á la puerta de los Campos.

Durante el corto camino, y á favor del movimiento que habia hecho, Clara fué adquiriendo la conciencia de su situacion, mirando en el señor de Mendoza otra persona que hasta entonces. Diego sentia en su brazo los latidos de aquel corazon por tan fuertes y diversas sensaciones en aquellos momentos agitado.

El cochero, que esperaba con el carruaje á la puerta, esclamó al ver la pareja que venia y trocando en completa realidad su sospecha de antes:

—¡Bien decia yo!...

La puertezuela del carruaje estaba ya abierta.

Diego dió la mano á Clara, que subió sin desplegar los labios; poro cuando aquel cerró la portezuela y la baronesa vió que se quedaba, entonces preguntó con un acento que la reflexion no tuvo tiempo de dominar:

—¿No sube V., señor de Mendoza?...

—Yo me quedo aquí. Nada tiene V. ya que temer hasta su casa, y mis atenciones no pueden estenderse hasta el punto de dar ocasion á que padezca su buena fama, si alguien llegara á vernos juntos. Con que, señora baronesa, hasta otro ralo y no diga V. de esto ni una palabra al baron, porque todo podia perderse y yo tengo esperanza de salvarlo.

Diego se separó, haciendo seña al cochero de que partiese al momento.

CAPITULO XVII.
El millonario.

ROBERTO salió de los Campos Elíseos en la profunda conviccion de que el señor de Mendoza era el amanto de Clara.

Sus sospechas empezaron la noche del baile del Liceo, viniendo á confirmarse, hasta convertirse cu completa certidumbre, la mañana de los Campos.

Del paseo de Gracia so dirigió á casa de su querida, y allí se puso á reflexionar sobre lo acontecido y sobre las consecuencias para él mas ó menos temibles que podian seguirse en lo futuro.

—El señor de Mendoza, se decia á solas, no ha utilizado en contra mia el arma que yo mismo lo di la noche que salió de la cueva. Me dió su palabra de no hacerlo y no la ha cumplido; pero ahora, siendo como es el amanto de Clara y sabedor por ésta del asunto del chico, acerca de lo cual habrá oido desde el sitio en donde estaba oculto, cuanto yo he dicho esta mañana; ahora debo temerlo todo de ese hombre: por consiguiente atemos cabos, prevengámonos y librémonos del chubasco. En cuanto á lo de Clara, no hay que pensar; pero hay que pensar en lo que loca á su marido. Corto es el tiempo que me queda, pero puede bastarme: lodo puede hacerse hoy. Juan dice que á las siete podremos ir á hacemos allí el negocio, que concluye á las siete y media, digamos, y á las ocho de la noche estoy libre para recibir los cincuenta mil duros que pediré al baron, por el rescate del chico que tengo en mi poder. Hecho esto, mañana puedo salir seguro y bien forrado de Barcelona.

Esto pensaba Roberto, al cual dejaremos por ahora en sus cálculos y en sus proyectos para trasladarnos á la casa de Turella.

Clara llegó enteramente fuera de sí.

Sus temores acerca de su hijo aumentaron al saber quién era la persona que lo tenia, Roberto, era capaz de todo, y esto harto lo sabia la pobre madre.

Acaso las dádivas y otro género de ofrecimientos hubiesen ablandado el corazon de aquella fiera; pero un incidente, estraño é inesperado, vino á corlar la accion y el pensamiento de Clara.

La presencia de Mendoza, como súbita é inesperada, habia venido á interponerse en aquel trance tan sumamente crítico, y en el cual esponia Clara mas que su propia vida, privándola de entrar acaso en otras negociaciones que pudieran salvarla vida de su hijo.

Pero Mendoza, no era ya Mendoza para Clara. Era Diego Rocafort con su misma voz que ella habia oido en su corazon, con aquellos nobles rasgos de fisonomía, con aquella alma enérgica y tierna á la vez, y aquella mirada amarga y dolorosa que tan bien traducía el dolor y la amargura de su pecho.

Era Diego Rocafort, y ó. Clara no le cabía ya la menor duda.

Ésto ocupaba, como no podia menos, su exaltada imaginacion; peroren momentos solamente.

La idea de su hijo, el miedo por su futura suerte era lo que á menudo volvia á ocupar la mente de la baronesa.

El sentimiento de la muger que habia amado, que quizás amaba todavia, callaba ante el dolor y la amargura de la madre.

Eran las tres de la tarde, y Clara, que no habia salido aun de su cuarto, no habia visto tampoco el baron.

Guando éste se levantó, le dijeron que su muger habia salido á la iglesia, y luego no habia preguntado aun por ella.

Clara retardaba lodo lo posible el ver á su marido, al cual que ria y no queria á la vez manifestarle lo ocurrido.

Las palabras de Mendoza la detenian siempre que en hablar á su marido pensaba.

¿Pero qué esperanza tenia el señor de Mendoza, cuando le manifestó la de salvarlo todo, encargándola el secreto hasta con el baron? ¿Por qué no habia sido mas esplícito con ella?

—¡Es una crueldad! se decia Clara pensando en esto.

El baron por su parte, tenia sus motivos para huir en aquel dia la vista de su muger.

Poco despues de la hora en que Roberto salió de los Campos, el baron recibió la siguiente carta:

«Tu hijo vá á morir: el medio de librarle y recobrarlo es un millon. Si á las ocho de la noche en punto no vá, una persona, enteramente sola, poner esa cantidad sobre una piedra blanca que habrá en medio de la Esplanada, tu hijo morirá sin remedio. Si alguien se apodera del hombre que vaya á recoger luego el dinero, ó se vé que intentan seguirle, tu hijo morirá tambien. Con «el mas absoluto secreto y un millon, recobras al niño; de otra manera, ten por cierto que no vuelves á verle mas.»

—¡Infames! gritó Nicolás luego de leida la carta; ¡hé aquí lo que buscan!... ¿Y podrán matarle?... ¡Ah! no, ¡no es posible!... ¡no hay entrañas bastante perversas y crueles para quitar la vida á una inocente criatura, porque su padre no dé, ó no tenga para dar un millon al primer pillo que se lo pida!...

Y Nicolás, paseándose solo en su despacho particular, alimentaba, aunque por breves instantes, este pensamiento que era como un lenitivo al dolor vivísimo que anticipadamente sentia por la estraccion de los cincuenta mil duros que se le pedian.

Pero esta confusa esperanza duró, como decimos, pocos istantes, oscurecida en breve por la idea contraria.

—¿Y si acaso le matan? se preguntaba luego el baron. ¿Habré dejado yo, por no ceder á esta infamo exigencia, que asesinen á mi hijo? ¡Ah! ¡esto es horrible!

Y el baron, levantando y bajando los ojos del cielo á la tierra, sin encontrar un medio que conciliase tan fuertes estrenaos, volvia á leer una y otra vez la carta.

—¡La carta dice que á las ocho ha de estar allí el dinero!... y son ya cerca de las seis... poco tiempo queda, es preciso decidirs... ¡Ay, Dios mio! ¡dadme fuerzas para esto trance!

Al fin el amor de padre venció en su corazon al sórdido sentimiento de la avaricia y esclamó:

—Estoy decidido; ¡daré el millon!

Y dejando la carta sobre el pupitre, se dirigió á una pequeña puerta forrada y claveteada de hierro que habia en el gabinete; la abrió con una pequeña y difícil llave que sacó del bolsillo del chaleco, y desapareció por ella. La puerta conducia á una pequeña sala subterránea, rodeada de cajas de hierro.

Una reja de recios barrotes, abierta junto al techo y al nivel del piso de la calle, daba luz de dia al subterráneo; pero como la noche habia ya cerrado, Nicolás entornó la ventana de la reja y encendió una bujía que para uno de estos casos tenia siempre dispuesta sobre una de las cajas.

Hecha esta operacion, metió la mano en uno de sus bolsillos, y sacó un manojo de seis ó siete llavecitas pequeñas, correspondientes á cada una de las cajas.

—Vamos á ver qué clase de moneda ser á mejor, se dijo parándose de pié en medio de la pieza y echando una dolorosa mirada á su alrededor. El oro hará menos bulto.. sí, lo contaré en oro...

Y abrió una de las cajas empezando á contar la suma.

No llegó á la de mil duros, cuando se paró de repente y esclamó:

—Pero si es cierta la noticia que corrió ayer de la esplotacion del oro, que ofrece mas poca cantidad de dia en dia, el cambio ha de aumentar luego forzosamente... no, ¡no doy oro!... seria esto perjuicio sobre perjuicio. Daré plata...

Y volviendo las monedas amarillas á su sitio, cerró la primeva raja, abriendo luego otra.

—Eso es, daremos napoleones...

Pero no tardó otra idea en interrumpirlo la operacion.

—Mas ya que pago en plata, bien puedo despachar aquellas columnarias que tengo allí... sí, sí, pagaremos en columnarias.

Y volviendo á la caja los napoleones que habia contado, la cerró, abriendo la que contenia la otra moneda.

Cerca de una hora estuvo el baron contando, hasta que volvió á interrumpirse y esclamó:

—¡Pero para llevar esto vá á necesitarse un carro! No puede ser, no conviene dar el millon en esta moneda.

Y las columnarias volvieron á su sepultura, como el oro y los napoleones.

—¡Lo mejor será darles papel!... sí, sí, papel.

Y abrió otra caja, poniéndose á sacar y contar billetes.

El papel no habia de merecerle menos cariño y respeto que el metálico, y no tardó tampoco en interrumpirse, observando:

—Pero ¡torpe de mí! que estoy dando papel del banco, cuando longo ahí billetes de otras cajas, que nunca son tan seguras.

Y volviendo á su sitio tambien los billetes, cerró la cuarta caja, pasando á abrir la quinta.

Entrada ya la noche, Clara no pudo sufrir mas. Su corazon estallaba, teniendo que devorar solo tanto sentimiento, y no podia sobrellevar el peso de tanta amargura.

Salió de su cuarto y preguntó por su marido, Los criados lo respondieron que hacia horas no le habian visto.

—Estará abajo en el escritorio, pensó Clara.

Y bajó ella misma en busca de Nicolás.

Los dependientes se pusieron todos de pié al verla, inclinando la cabeza.

Clara no contestó á ningun saludo, porque no lo vió en aquel momento.

No preguntó á nadie tampoco por el baron, y se dirigió á su despacho particular, que se hallaba en un pequeño gabinete inmediato al escritorio.

—¡No está aquí! esclamó al entrar: ¡Dios mio; la cabeza se me vá!.

Y Clara fue, para no caerse al suelo, á sentarse en el sillon único que en el gabinete habia, y el cual estaba delante de la mesa.

Puso los codos sobre el pupitre del baron, y apoyó la cabeza en la palma de la mano.

Al cabo de bastante rato la levantó esclamando:

—¡Qué vahido! ¡dadme fuerzas, Dios mio, para resistir tantos golpes!

Y fijando por casualidad los ojos en el pupitre, volvió á esclamar:

—¡Una carta!... ¡esta letra!... ¡parece la misma de la carta de esta mañana!—

Y  tomó, leyéndola en seguida, la que habia abierta sobre el pupitre.

La letra de la carta era igual á la de la cita para los Campos que Clara habia recibido, y esto que notó la baronesa, fué lo que llamó precisamente su atencion moviéndola á leerla.

—¡Ah! esclamó despues de haberla leido, ¡sí lo matará!... ¡infame!... Pero ¿y mi marido? se preguntó en seguida; ¡acaso haya ido ya á entregar la suma que se le pide!... ¡Son cerca de las ocho! ¡Pero sin venir á decirme nada de esto! ¡Si no hubiese ido!... ¡Dios mio! ¡Dios mio!... ¡Ah! esa puerta...

Clara fijó los ojos en la que conducia al tesoro de ¡Nicolás, la cual, contra toda su costumbre, habia dejado éste abierta.

La baronesa se lanzó precipitadamente escalera abajo.

—¡Quién!.¡quién va! gritó una voz ronca y espantada desde el fondo del subterráneo.

—¡Ah! ¡Nicolás!

—¡Eres tú! ¡vaya un modo de bajar!... ¡me has asustado! ¿Qué quieres?...

—¿Qué quiero? ¡qué quiero!... ¿qué quiero me preguntas tú, mi marido, el padre de Ricardo, cuando ves como bajo á buscarte, y lo que traigo en esta mano?...

Y Clara mostró al baron la carta del pupitre que habia llevado consigo.

—¡Ah! ¡Ya veo que lo sabes todo! yo no queria decirte nada, por no afligirte...

—Pero bien, ¿qué has hecho?... ¿Qué haces ahora?... preguntó la baronesa con mortal impaciencia.

—¿Qué hago? ¿pues no lo ves? contar ¡cincuenta mil duros! que al fin habrá que entregar..

—¡Al fin dices! ¿luego has titubeado?...

—¡Yo titubear!... no, eso no, pero...

—¡Ay! por favor, Nicolás, no mates á tu hijo y á su madre á la vez!...

—¡Yo!

—Tú, sí, que en el tiempo que hace recibiste esta carta...

—No hace mas que tres horas...

—¡Dios mio! ¡Dios mío! ¡Habrá corazon de padre! ¡Y todavia no has contado, no has arrojado de tí ese miserable millon que causa la muerte de tu hijo!... porque Ricardo morirá, sí, morirá!

—No morirá, porque ahora mismo...

—¡Ah! prosiguió Clara, tú no sabes quien le tiene en su poder!... ?

—¿Quién?

—Por Dios, Nicolás, ¡dale prisa! quien ha jurado darle muerte y lo cumplirá!...

—¿Pero quién?...

—¡Roberto!

—¡Roberto! esclamó Nicolás.

—¡Ay! gritó Clara de repente. ¡Hi... jo m... io!

Y la baronesa cayó de espaldas al suelo.

La primera campanada de las ocho acababa de dar en el reloj de Santa María.

[]

Nicolás sintió un estremecimiento general de nervios, y la tapa de la caja cayó al movimiento de aquel, cerrando otra vez los billetes.

—Sabe Dios que no ha sido culpa mia, pues iba ahora mismo á dar el millon...

Esto dijo Nicolás antes de socorrer á su esposa, para engañarse á sí mismo, ocultando á sus propios ojos su miserable é indigna conducta de padre.

Esto sucede en la vida en muchos casos y á muchos hombres.

Cuando la conciencia dicta acciones que el egoismo no aprueba, raras veces deja éste de encontrar razones que la tranquilicen.

CAPITULO XVIII.
Los lobos en una trampa.

MIENTRAS sucedia en casa, del baron de Turella la escena que acabamos de referir en el anterior capítulo, Roberto, aprovechando el espacio que media desde las siete á las ocho de la noche, hora en que debia recoger el millon exigido á Nicolás, se ocupaba de otro negocio no menos importante, para aquel mismo dia preparado.

Este negocio consistia en robar al señor D. Daniel Artoza, con la ayuda de su mismo criado.

Roberto tenia en el asunto otro compañero.

El lector ya recordará la visita del mejicano á Hernandez, los informes de éste acerca de Juan, y además el propósito del polizonte de no dejar abandonada á las manos de Roberto tan brillante operacion.

La cosa era de millones, y valia la pena de que D. Jaime tomase en ello una parte directa y personal, tanto mas cuanto que el acto del robo podia efectuarse de la manera mas sencilla, sin la menor esposicion, y á salvo completamente de toda ulterior sospecha.

A las siete en punto de la noche Roberto entraba por la Rambla en la calle de la Puertaferrisa, que era donde vivia el mejicano.

A pocos pasos de aquel seguia Hernandez.

Ambos pasaron por delante de la casa, andando por la acera de enfrente, y uno y otro al pasar dirigieron la vista á los balcones del cuarto principal.

Todos los postigos se hallaban cerrados, y nuestros hombres llegaron hasta el estremo de la calle.

Volvieron al cabo de un corlo rato, y antes de llegar á la puerta Roberto se paró un instante.

Era que un personaje acababa de salir del portal.

Hernandez apresuró un poco el paso, y al llegar á Roberto le dijo en voz baja sin detenerse:

—¡Síguele!

Roberto echó á andar tras del mejicano, y D. Jaime fué á parar á la Rambla de San José.

A los cinco minutos volvió Roberto, y pasando sin detenerse por el mismo lado del antiguo polizonte, le dijo:

—Ha entrado en el Liceo.

—Al avío pues, esclamó D. Jaime.

Y ambos entraron otra vez en la calle y seguidamente en la casa.

La puerta del cuarto principal se abrió sin llamar así que ambos llegaron á ella.

Juan, que la habia abierto, volvió a cerrar sin ruido cuando estuvieron dentro.

—¿Ya lo traen Vds todo? preguntó Juan en voz baja..

—Todo, respondió Roberto.

Juan tomó una bujía y se internó, seguido de los dos, en la habitacion.

—Aquí es, dijo Juan deteniéndose dentro de un gabinete despacho.

—¿Y esa es la caja? preguntó Hernandez, trémulo de emocion, brillándole los ojos y señalando un grande y pesado mueble de hierro que habia empotrado en una de las paredes.

—  —Sí, respondió Juan.

—¡A ver, Roberto, no hay que perder tiempo!... ¡probemos la llave!...

—Poco á poco, observó Juan; antes hemos de ver el modo de que yo quede bien seguro.

—Naturalmente, dijo Hernandez; saca la cuerda, Roberto, y la mordaza.

Éste sacó ambos objetos de debajo de la capa.

—¿Ves? dijo Hernandez á Juan. Luego que estemos ya listos te atamos bien á los piés de esa cama, te ponemos la mordaza en la boca, y á ver quién osa sospechar de tí...

—Eso es, dijo Juan; dejémoslo aquí prevenido para luego.

Y tomando de manos de Roberto la cuerda y la mordaza, las dejó sobre una silla inmediata.

—Ea, ahora manos á la obra, dijo Hernandez. Todo será que la llave venga bien.

—Si está conforme al modelo de cera que yo dí... . Observó Juan.

—Exacta, interrumpió Roberto.

—Veamos, dijo Hernandez con creciente ansiedad.

Y Roberto, sacándola del bolsillo, metió la llave en la cerradura.

—¡Perfectamente! esclamó Hernandez casi al momento.

La caja se habia abierto.

Juan alumbraba con una bujía puesto á un lado de la caja.

A Hernandez y á Roberto, así que vieron los mazos de billetes y títulos que esta contenia, les faltó tiempo para meter ambos la mano.

Cuando Juan vió que llegaban al fondo, apretó ligeramente con el pulgar uno de los clavos del lado en que se habia colocado, ó instantáneamente una maciza barra de hierro erizada de agudas puntas, cayó horizontalmente de arriba al fondo de la caja, cogiendo y sujetando con irresistible fuerza en el interior de ella las dos manos que allí habia metidas.

—¡Ay! gritaron D. Jaime y Roberto á la vez.

—¡Que es esto! esclamó Juan.

—¡Ay! volvieron á gritar aquellos, no pudiendo resistir el dolor de las manos allí cogidas.

—¡Pero qué es esto! repitió Juan.

—¡Que la caja tenia trampa! esclamó Hernandez haciendo mil visajes y mil contorsiones.

—¡A ver si tú conoces el secreto, Juan! esclamó Roberto apretando los dientes.

—¡Yo no lo conozco!

—¡Trae, pues, un martillo, ó cualquiera otra cosa para destruir esto que nos mata!

—¡Allá voy, allá voy! dijo Juan, y dejando la luz en el suelo, saltó fuera del gabinete.

—¡Torpes! ¡no haberlo examinado antes! esclamó Hernandez.

—A ver si poniendo á un tiempo las otras dos manos, conseguimos levantar la barra.

—Veamos mientras, pero creo será inútil!...

—¡Ay! ¡vaya V. con cuidado! gritó Roberto al tiempo que Hernandez, despues de haber lanzado un terrible juramento, esclamaba:

—¡Bruto!

Naturalmente: en tan reducido espacio, la violencia del movimiento que tuvieron que hacer, produjo un súbito y nuevo dolor en las heridas.

—¡Cuánto tarda Juan!

—¡Ah! ¡nos habrá vendido! balbuceó Hernandez, trémulo el labio é inundado de sudor el rostro.

—¡Ahora siento pasos!...

Y los dos volvieron súbitamente la cabeza á la puerta del despacho.

¡Ah! esclamó Roberto, espantado.

—¡Don Daniel! gritó Hernandez.

—El mismo, señores, dijo el viejo mejicano adelantándose pausadamente. No esperaba yo tal visita en mi casa....

Hernandez y Roberto seguian mirándole estúpidamente como alelados y sin decir una palabra.

El mejicano prosiguió:

—Don Jaime, el respetable D. Jaime Hernandez, el antiguo gefe de policía, el deportador de gente honrada y el asesino de inocentes padres de familia, el despues, ó á un mismo tiempo, monedero falso, el cómplice de Blanco y últimamente el ladron de caudales agenos!... ¡Muy bien! ¡muy bien!

Hernandez miraba atontado al viejo que delante tenia, esperimentando un nuevo sacudimiento á cada frase de aquel.

El mejicano prosiguió:

—Y tú, D. Roberto, ¡el asimismo monedero falso, el delator infame de doncellas inocentes, el tambien cómplice de Blanco, el ladron de niños y de todo lo que hay que robar en el mundo!...

¡bravo!¡bien! ¡muy bien! ambos habeis venido, y cuando seguramente menos lo esperabais, á caer en el mismo garlito.

Roberto y Hernandez llegaron á no sentir el dolor de las manos, por las agudas puntas de hierro atravesadas.

—Y á fé, prosiguió el mejicano, que es mas fácil escaparse de dentro de una cueva, y casi moribundo, que de esa trampa donde ambos estais cogidos.

—¡Ah! ¡perdon, señor don... Roberto se detuvo.

—¡Já!... ¡já!... ¡já!... ¿ibas á decir D. Daniel? ¡torpe! Yo no me llamo D. Daniel.

Y el mejicano, sin mas tiempo que el necesario para pronunciar estas palabras, se quitó la barba y la peluca, arrojando el leviton que le cubria, y quedándose la figura de un jóven elegante, visto mas de una vez por Hernandez y Roberto.

—¡El señor de Mendoza! esclamó Roberto.

—No soy tampoco el señor de Mendoza. Yo soy... ¡Diego Rocafort!

—¡Diego Rocafort! gritó Roberto.

[]

—¡Diego Rocafort!... repitió Hernandez queriendo recorda este nombre.

—Tú, Roberto, veo que me has conocido, y me alegro por cierto. En cuanto á tí, D. Jaime, no le acuerdas ya de mí, pero no ha de serme difícil el refrescarle la memoria. Entre los infelices que mandaste á Filipinas, y naufragaron pereciendo todos en la fragata Perla ¿no recuerdas á un jóven tejedor de velas?

—¡Ah! ¡es verdad! esclamó Hernandez.

—¡Quién habia de decirte que cayeras bajo su poder!...

—¡Ah! ¡la culpa no fué mia!...

—¡Calla, infame!

—¡Sino del delator, que fué el mismo Roberto! concluyó Hernandez, á quien, como á todos los criminales, le importaba poco acabar de perderá su compañero, con tal de aligerar la culpa propia.

—¡Con que, fuiste tú mismo!

—¡Mentira! gritó Roberto.

Hernandez refirió entonces todos los pormenores de la delacion.

—  ¡Basta! estoy satisfecho, interrumpió Diego sin dejarle concluir.

—Señor de Rocafort, V. es noble y generoso... esclamó Hernandez.

—Y os tengo á los dos en mi poder, pudiendo haceros trizas impunemente para vengarme.

—¡Diego! ¡por nuestra antigua amistad!... esclamó Roberto.

—Ambos invocáis en mí sentimientos á que yo no puedo dejar de atender.

—¡Ah! esclamaron los ladrones vislumbrado un rayo de esperanza.

—Yo os prometo no haceros por mí el menor daño.

—  ¡Ah! ¡gracias, gracias!

—Pero, os el caso que aquí no estais en mi casa, sino en la di? otro, y al dueño de ésta corresponden vuestras personas en este momento.

—¡Cómo!

—¡Señor D. Daniel! gritó Diego.

Daniel se presentó hecho un señor, con levita y sombrero de copa.

—Estos hombres quieren saber lo que V., como dueño de la casa, vá á hacer con ellos.

—Yo, por mi, nada, ¡Dios me libre! contestó Daniel; pues aunque le prometí á ese pillo cierto dia, al darlo una libertad de que no era digno, que esperaba poderle estrangular con mis manos, esto será si acaso ocupacion del verdugo.

—¡Ah! ¡con que este es el perdon! esclamó Hernandez.

—Don Daniel que es el dueño, dirá, respondió Diego con la mas IV á a calma.

—Y sin tardar mucho, concluyó Daniel saliendo del gabinete.

—Un momento, D. Daniel, dijo Diego.

Y acercando una pequeña mesa á Roberto, y poniéndole delante papel y tintero, le dijo:

—Escribe ahí lo que yo te dicto, pues tienes libre la mano derecha.

Roberto tomó la pluma.

Diego dictó:

—«María: entrega inmediatamente al dador el niño y la olla que guardas; sino, estamos perdidos.»

—¡Yo no escribo eso!...

Diego tocó un resorte de la caja, y Roberto y Hernandez lanzaron un grito.

Las púas de hierro penetraron tres lineas mas en la carne.

—¡Escribe ó dejas la mano en la caja!

Al fin Roberto escribió.

—¡Firma!... ¡Corriente!

Y dirigiéndose á los dos, Diego concluyó:

—¡Para todos en el mundo llega un dia! ¡Hoy llegó para vosotros! El crímen os levantó, y el crímen os ha abatido.

Y Diego salió acompañado de Daniel.

Un cuarto de hora pasó: todo un siglo de indescribible infierno para Hernandez y Roberto.

Daniel volvió á entrar en el gabinete acompañado de un juez y cuatro agentes de justicia.

—Señor juez, dijo aquel; ahí tiene usía los ladrones, cogidos en el acto mismo del robo.

Roberto y Hernandez salieron inmediatamente para la cárcel, yendo de allí al hospital, y concluida la causa y la enfermedad, condenados á cadena perpétua en un presidio.

CAPITULO XIX.
De como fué á parar á poder de Diego el hijo de Clara.

EL billete que Roberto escribió, pasó de las manos de Diego á las de Juan con las instrucciones oportunas. Así que la justicia se apoderó de los dos ladrones, Juan y Daniel se dirigieron á la casa que ocupaba la querida de Roberto, en la cual se guardaba, como silabemos, el hijo del baron de Turella y la olla del dinero probada al italiano.

—Quédese V. á la puerta, señor Daniel, dijo Juan á éste cuando á la casa llegaron, y suba cuando yo le llame por su nombre.

—Aquí aguardo, respondió Daniel clavándose en el portal.

Juan subió la escalera, y al llegar al^(:) descanso del cuarto principal, dió un silbido exactamente igual al que daba Roberto para avisar á su querida.

La puerta de la habitacion se abrió al momento.

La querida de Roberto quedó sorprendida al ver á Juan soto.

—¿Y don Roberto? le preguntó con cierta ansiedad.

Juan le entregó el billete escrito por aquel, respondiendo al mismo tiempo:

—Lea V. primero.

La querida de Roberto leyó el papel, esclamando en seguida:

—Pero ¿qué ocurre?

—¡Que estamos perdidos si no vemos de andar muy listos!... , respondió Juan casi temblando y á inedia voz.

La espantada fisonomía de Juan hizo caer en el laxo á la querida de Roberto mas aun que el propio escrito de éste.

Juan continuó:

—Con que déme V. eso pronto, y si alguien viene á preguntar... no es necesario advertirla á V. lo que ha de decir.

—¡Ah! por supuesto...

—Con que vamos.

—Ven, ven, dijo la muger sobresaltada llevando á Juan á una pequeña alcoba, en donde, sobre un catre de tijera, dormia como un ángel el hijo del baron.

—¡Pero este chico vá á gritar!... observó la muger.

—Le diremos que le llevamos á ver á mama, como él dice... y si grita y llora á pesar de eso, yo le haré callar.

—Tómalo, pues, mientras voy á sacar eso otro.

La muger salió de la alcoba, y Juan cogió al niño en brazos con todo el cuidado para no despertarle.

Era el primer sueño, y el niño tenia tres años.

La muger volvió cargada con el tesoro del italiano.

—¿Vé V.? ni ha despertado siquiera, la dijo Juan; ahora déme V. la olla, y la llevaré en este otro brazo.

—¿Pero vas á poder con todo?

—Y mas que fuera, no hay cuidado por oso. Póngame V. ahora la capa Eso es. Embóceme V.

La muger iba efectuando lo que Juan le decia.

—¡Corriente! esclamó éste, cuando estuvo ya lisio.

—Pero ¿y D, Roberto?... volvió á preguntar la muger.

—Vendrá esta noche ó mañana. ¡Ah! se me olvidaba.

—Dí, dí...

—Si la justicia viniese aquí y le preguntase á V. dónde pasamos la tarde del domingo, diga V. que en el campo, en la montaña de Monjuí merendando.

—Bueno, bueno.

—Y sobre todo, ¡mucha serenidad!... añadió Juan para acabar de engañar á la muger.

—La tendré, lo que es por eso.

—Ahora ábrame V. la puerta; ¡no venga V. con la luz!...

Juan salió sin el menor tropiezo.

—Señor Daniel, dijo al llegar á la puerta de la calle, y en voz muy baja.

—¡Hola!

—Tome V. esto de mi brazo izquierdo.

Daniel cargó con la olla del dinero.

—¡A casa! esclamó Juan.

Y ambos se dirigieron otra vez á la calle de la Princesa.

Diego aguardaba la vuelta de éstos con mortal impaciencia.

Esperábales solo en casa, y apenas oyó la campanilla de la puerta, fué á abrirles de un salto.

—¿Qué traeis?... preguntó inmediatamente.

—Todo, señor, respondió Juan.

—¡Loado sea Dios! esclamó Diego. Pasad, pasad.

Y  cerrada la puerta, entraron los tres en el gabinete.

Al desembozarse Juan, el niño despertó.

Dirigió sus negros y vivos ojuelos alrededor de la habitacion, y al ver los lujosos muebles y los cortinajes y las pinturas, todo como lo veia en su casa, su rostro se animó con la alegría de un ángel y sus labios pronunciaron un nombro que enterneció el alma de Diego, al paso que clavó un agudo puñal en su lastimado corazon.

—¡Mamá! gritó el niño saltando en los brazos de Juan.

Diego se enterneció, porque era noble y generoso, y esta palabra encerraba todo un poema de ternura y amor angelical. ¡Pero aquel niño que era hijo de Clara, era tambien el hijo de Nicolás!...

A pesar de esto, Diego tomó en sus brazos á la criatura acariciándola y diciéndole:

—Luego vendrá mamá, Ricardito. Anda, tú, trae mientras tanto dulces y soldados á Ricardo, dijo á Daniel, que, rápido como una centella, bajó á la calle y volvió con una preciosa caja de dulces y juguetes para el niño.

—¡Huy! ¡qué es esto! ¡cuánta cosa, Dios mío! dijo Diego abriendo las cajas delante del niño, que juntas ambas manecitas y fijos los ojos en los objetos que le presentaban, los miraba alelado sin atreverse á tocarlos.

—Anda, toma, tómalos; son todos para tí, continuó Diego con indecible bondad y ternura, Pero aquí no estamos bien, en el suelo, en el suelo lo veremos mejor.

Y sentando al niño sobre la alfombra, puso la caja abierta á su lado, y delante de él todos los soldados, muñecos y caballos que Daniel Labia traido.

No tardó Ricardito en tomar en el asunto toda la parte que es natural en los niños de su edad, y en breve gritó y rió y se levantó y volvió á sentarse como en su propia casa.

—Veamos ahora, dijo Diego dejando al niño por un instante: ¿esa os la olla del dinero?

—Sí, señor, la misma.

—Contadlo pues.

—No se necesita, hay cuatro mil duros, dijo Juan.

—¿Justos?

—Cabales.

—Puede faltar algo...

—Eso tal vez, aunque no lo creo.

—De todas maneras contadlo bien entre los dos. Aunque se me ocurre otra cosa, continuó Diego, y no hay necesidad de esto. Daniel.

—Señor...

—Pon ese dinero en el segundo cajon de mi secreter y arroja; luego la olla.

—Está bien.

Daniel salió á ejecutar la órden de su amo.

—¡Juan!

—Señor...

—Todavia nos falla otra cosa que hacer.

—Mande usted, señor.

—Esta te parecerá la mas espuesta...

—Ni que me cueste la vida.

—Pero no temas, que yo estoy aquí para salvarle de todo.

—Mando usted, señor.

—Mañana te presentas al juez, que conoce de la causa de aquella niña, en cuya casa dejaste por órden de Roberto aquellas monedas. En este papel está el nombre del juez. Pides una audiencia para un asunto criminal y urgente, y te llevarán en seguida á su presencia. Una vez allí... Atiende bien esto.

—No pierdo ni una palabra, señor.

—Le dices que en la época tal... la en que pasó aquello.

—Esto V.

—Tú servias él D„ Roberto; que éste, teniendo contigo cierta confianza, te esplicó un dia que tenia amores con Amalia Messina, y que habiendo reñido con olla, queria devolverle ciertos objetos que se dan los amantes, como sortijas, cabello y demás; que, envuelto y cerrado en un papel, le entregó lo que el decia ser dichos objetos, y le mandó un dia á la casa, so pretesto de recoger un pañuelo que él se dejó en ella la noche anterior, previniéndote que dejáras su encargo en cualquier parte de la habitacion sin que nadie lo notase; y que tú, aprovechando un momento que estuviste solo en el recibidor, lo dejaste en la pequeña alacena que hay en él; que uno de estos dias has sabido que lo del papel eran monedas falsas; que sobre ello se habia formado causa á la niña, y que tú, por un deber de conciencia, ibas á hacer al juez esta declaracion.

—Está entendido, señor.

—¿Te está bien así, Juan? Mira que esta es una accion que debes tú á esa victima inocente.

—Lo haré, señor, aunque tuviese que verme yo luego complicado en el asunto.

—A tí te escuda la ignorancia en que de olio estabas, la obediencia al amo á quien servias y luego la declaracion espontánea que haces, añadió Diego.

—Yo me lo arreglare de manera que no pueda comprometerme en lo mas mínimo. Mañana recibirá el juez mi declaracion.

—Nada mas, pues, Juan; y este es el último servicio que le pido.

—¡El último!

—Mañana ó pasado, serás ya otro hombre y con oirá muy distinta posicion.

—Cualquiera que esta sea, siempre mi vida y cuanto yo pueda será de V.

—Hasta mañana, concluyó Diego con benévolo acento y haciendo seña á Juan de que podia retirarse.

Juan salió, entrando inmediatamente Daniel.

—Ya está eso corriente, señor. La olla ha ido á parar allá á los quintos infiernos.

—Bien. Mañana, cuando vengan los limpiabotas á recoger la peseta, les prevendrás que al medio dia, á tas doce en punto, estén todos aquí.

—Muy bien, señor.

Diego volvió la vista al hijo de Clara, que se habia dormido otra vez sobre la alfombra al lado de los juguetes.

—Ahora, Daniel, á ver si sabes traer á mi gusto una cosa que le diré.

—Emplearé, como en todo, mi ciencia y mi voluntad completa, señor.

—Quiero una cama de niño con lodo lo concerniente á ella, y de lo mejor que pueda encontrarse.

—Si no es mas que eso... ¿puedo salir ahora?

—Vé, y entiende que no es cuestion de regateos ni de economía...

Daniel salió y Diego se quedó sin moverse de la silla y vuelta la cabeza al niño dormido en el suelo.

—¡Quién lo lo dijera, Clara! esclamó después de un momento de contemplar á Ricardo: ¡sor precisamente Diego Rocafort el que ha salvado á tu hijo! y á mí, continuó, ¡quién me dijera tambien trece años antes, que el hijo de Clara, cuyo sueño yo velase, habia de ser hijo de Nicolás!... ¡Oh, mundo! ¡olí, suerte horrible de la criatura! ¡Qué me resta á mí ya en la vida, Dios mio! ¡ni el daño que devuelvo á mis enemigos, ni el bien que puedo hacer á las personas que quiero, alcanzan á llenar este corazon vacío siempre y siempre lacerado! ¡Cuando Clara vea á su hijo!... ¡cuando conozca además quien so lo ha salvado! ¡ah! ¡no!... ¡que no sepa esto nunca!... ¡No me ha conocido en tantas veces como me ha visto!... ¡ah! ¡no seré yo quien me la descubra ahora!... ¡Creeria tal vez que intento merecer su gratitud por este beneficio que la presto! ¡pensaria quizás que yo he podido olvidar que el niño nacido de sus entrañas no me pertenece!... ¡y lo he olvidado, es cierto; pero ha sido para salvarle solamente: no para que su madre me lo agradezca!...

Conocido el carácter de Diego, se comprende perfectamente esa mezcla de sentimiento entro el amor propio del amante resentido, y la generosidad del hombre bueno y caballero.

La vuelta de Daniel vino á sacarle de tan profundas como dolo rosas reflexiones.

El inteligente criado entró con un mozo que llevaba la cama y una muger de la misma tienda para ponerla.

La cama consistia en un precioso catrecito de bronco dorado, de cuatro piés de largo por dos y medio de ancho: la cabecera estaba formada por dos palomas tendidas las alas y dándose el pico, y de los cuatro ángulos se destacaban cuatro barras tambien doradas, cuyos estremos superiores venian á juntarse en el centro, coronándolos un perfectamente fundido ramo de llores. Los pequeños colchones y la almohada eran de damasco encarnado, la colcha de raso azul, y las sábanas y la funda del cogin de fina lela de Holanda, guarnecida con encajes de Bruselas.

Diego hizo poner la cama del niño dentro de su misma alcoba y al lado de la suya.

Recogido ya el hijo de Clara, Diego despidió á Daniel, quedándose él sentado en un sillon.

CAPÍTULO XX.
Clara y Diego Rocafort.

CONCLUIMOS uno de los anteriores capítulos diciendo, con referencia al baron de Turella y en el acto que dió la hora fatal de las ocho, hora en que debia morir su hijo si no se aprontaba el millon que la avaricia del padre retardó entregar por su rescate; deciamos, pues, que cuando la conciencia dicta acciones que el egoísmo no aprueba, raras veces deja este de encontrar razones que la tranquilicen.

Así sucede en efecto, por lo general, tal es el corazon del hombre, y así pasó á Nicolás en los primeros, momentos.

Las palabras de Clara, culpando la morosidad de su marido en entregar el dinero, hirieron á Nicolás de tal manera, que éste necesitaba encontrar alguna razon que le disculpase á sus propios ojos. Nadie mejor que él en medio de lodo conocia lo horrible que os el que un padre dejo morir á un hijo por no dar una suma que llene en casa, y por esta misma razon necesitó, para quitarse este remordimiento, convencerse á sí mismo de que habia hecho lo bastante con bajar á buscar el dinero en sus arcas, siquiera hubiese venido á sorprenderle en la operacion la hora terrible fijada en el escrito que antes recibiera.

Pero si esto le consoló en cierto modo en los primeros momentos, no así luego después.

A Clara tuvieron que llevarla en brazos á su habitacion.

Nicolás subió por si mismo; pero pasadas algunas horas, el padre padecia diez veces mas que la madre misma de Ricardo.

Ésta tenia el sentimiento fuertísimo y natural de madre, pero no sufria otro dolor. A ella no le habian pedido ni dinero ni su sangre, que hubiera dado al punto por la vida de su hijo, y su conciencia no añadia á su dolor natural, el dolor terrible del remordimiento.

Nicolás padecia por dos causas á un tiempo. Una estaba en su corazon de padre, que al fin Ricardo era su hijo; la otra en su conciencia, que no lardó en acusarle de la manera mas cruel y doloroso.

La vida del baron ofrecia serios cuidados al dia siguiente de la catástrofe.

El delirio se apoderaba á veces de su cabeza al punto de ponerle hecho un loco completo, y á veces, cuando aquel cesaba, caia en un profundo letargo, del que despertaba en un estado de completa estupidez.

Una de