PROLOGO

Si examinásemos, con un propósito de comparación, vidas de grandes escritores de todos los tiempos y países, sería difícil tropezar con alguna que superase, en zozobras y desdichas, en afanes osados y en malas venturas, la de nuestro indiscutible como gran escritor, rumboso y llamativo ciudadano, el madrileño Eugenio Noel. Cuando termine la publicación de su Diario íntimo y se pueda conocer al detalle y con todos sus meandros, idas y venidas, la gesta heroica de tan agobiante luchador sin respiro, los que lean ese Diario y quieran satisfacer la curiosidad, bien premiada, de lo que fue su obra literaria, no podrán menos de hacerse cruces de que quien tantas contrariedades sufrió y tan a brazo partido tuvo que ganarse, pluma en mano, las difíciles y escasas pesetas con que se estafó una laboriosidad infatigable, pudiera tener energías bastantes y ánimos y entusiasmos suficientes para no desplomarse en sus campañas, en la redentora labor de propagandista antitaurino, y en el complemento agotador de llenar una copiosa bibliografía de hombre de letras: artículos y ensayos literarios por centenares, novelas cortas por docenas y alguna que otra larga, entre éstas Las siete cucas, que ocupa el cénit de su producción y un lugar irrebatible entre las más excelsas de las letras españolas.

No obtuvo, sin embargo, claro está, la Medalla del Trabajo. Nadie pensó jamás en que la había merecido, precisamente porque la estuvo mereciendo sin cesar, hora tras hora, día tras día, hasta rendir el cuerpo a la fatiga; de haberla merecido como el que más, y aun por encima de éste. No alcanzó tampoco un sillón en la Academia de la Lengua, donde habría podido descansar de sus andanzas por los pueblos, caminos y montes de España, por trochas y senderos, para recoger de labios del pueblo las palabras aún vivas de nuestra lengua, las que guardan marchitas para el investigador de despacho, el Romancero y las novelas picarescas, que Noel oyó sonar a la puerta de las ventas, yantando con pastores y platicando con menegildas.

No obtuvo ninguna otra clase de medallas, bastándole la que la madre elegida por él, de la misma profesión que la legítima de Striridberg, le colgó del cuello para que le acompañase hasta el derrumbamiento final en el hospital barcelonés, apenas llegado de su último viaje transatlántico. Ganó, sin discusión, la del trabajo intelectual en grado prepotente, transeúnte del mundo hispanoamericano, llevando siempre en su corazón el deseo de enaltecer el nombre de la patria española, y en su afán e ilusiones más vivas, la intención de cantar sus glorias y elevar su consideración a la cumbre de las naciones históricas más eminentes. Pero como no fue nunca vocero ni pregonero oficial de ningún régimen político, volvió de tales viajes sin un cuarto en el bolsillo, para encontrar a los suyos en similar situación económica.

Esta de Las siete cucas es su más grande novela; por méritos y cantidad de cuartillas, corresponde en el itinerario de su labor al año 1927, año que para Noel, como tantos otros, había empezado mal, aguardando en su casucha de Madrid el momento en que el juzgado quisiera presentarse para ponerle sus escasos muebles en la calle, sin dinero para mudarse a otra casa, sin la menor esperanza de que le diesen el premio Mariano de Cavia, a cuyo concurso había enviado un trabajo, y sin conseguir le pagasen una novelita suya recién dada a luz en Puente Genil.

España gemía bajo la Dictadura de Primo de Rivera, el general; sufría Noel con ello, pero era natural sufriese aún más viendo enfermo a su hijo. No era supersticioso; callejeando en busca de nuevo hogar, encontró en el número 13 de la calle de la Santísima Trinidad un cobijo, donde metióse con los suyos en el momento en que aparecían dos libros de su firma, Alma y raza y El picador Veneno, sin que por ello le entrase dinero en la cartera, pues el que debía llegarle lo había consumido por anticipado en las agonías del 1926.

Tres eran los periódicos madrileños en que colaboraba entonces: los dos del trust, Liberal e Imparcial, y La Libertad. Tenía en Peñaranda su ropa negra, del color de su suerte cuando jugaba a la lotería, de la que era, a pesar de todo, gran aficionado; preparaba otro volumen, el titulado Taurobolios y Verdades contrastadas, con destino a ver la luz en tierras chilenas, y soñaba despierto con emprender de nuevo el periplo de las Américas; no las del Rastro, sino las del otro borde del Atlántico.

Precisamente por los días en que dio término a una no-velita titulada En el cuero de la vaca, el director de El Liberal, don Francisco Villanueva, tuvo la oportunidad de suspenderle la colaboración en tal periódico. Dice Noel en su Diario que esa novela que entonces acabó la había escrito para «La Novela Mundial», que el autor de este prólogo dirigía. Puedo atestiguar una falta suya en la memoria. Tal vez tuviera esa intención, pero no llegó a enviarla. Publiqué, sí, de él, Los compradores de pieles y Martín, el de la Paula, que reunidas más tarde, llevando por cabeza La novela de un toro, aparecieron en Chile en 1931, dándolas a la prensa la Editorial «Nascimento».

Por En el cuero de la vaca se dice le dieron —ignoro también si es error pesetas, doble de lo que le ofrecían para que escribiese un Bolívar con destino a una publicación titulada «Figuras de la raza». Y hablo de error no en cuanto al metálico, sino en cuanto a lo que cuenta después.

En esa situación más que desesperada fue cuando la Editorial «Renacimiento», de tan ilustre recuerdo —que dirigía Gregorio Martínez Sierra y cuyos libros contaban para su presentación con las cubiertas inolvidables que trazaba mi buen amigo el valenciano Fernando Marco—, le pidió el autor de Canción de cuna nada menos que una novela grande, y como conocía la situación de Noel, siempre la misma, es decir, siempre con el agua al cuello, dióle un anticipo de 500 pesetas. Noel echó mano al punto de En el cuero de la vaca, y a partir del 10 de abril, después de caérsele encima la teja del fracaso en el premio de Mariano de Cavia, que se lo había birlado un maestro granadino de primeras letras, un tal Siurot, dice él, sin gana y como forzado —escribe—, se puso a la tarea de estirar el cuero vacuno, y durante abril y mayo, día tras día, fue llevando las cuartillas a la imprenta de la Editorial «Renacimiento», sita en la calle de San Marcos, 42, donde a mediados de junio de ese año de 1927 acabarían de imprimir el pliego 23 de Las siete cucas, la más famosa entre todas las brotadas del cerebro macho de Eugenio Noel, hombre de corazón y de riñones, capaz de redactar un libro como ése entre ahogos y miserias, y también de enfrentarse con los dieciocho mil espectadores que llenaban la plaza de toros de Valencia la célebre tarde en que el Gallo desafió al autor de las Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca, brindándole la muerte del toro «Amargoso».

Mientras el pueblo valenciano premiaba la faena del espada, el luchador antiflamenquista sentíase amargado porque su patria tenía doce mil millones de pesetas de Deuda, sin que pudiera extinguirla; porque había seguido acudiendo a las plazas sin guardar luto a la tragedia del barranco del Lobo, y porque oía como quien oye llover las imprecaciones de los discípulos del León de Graus, cuya tumba había visitado Noel en el cementerio de Torrero, de Zaragoza.

Había corregido las pruebas de Las siete cucas según iba escribiendo y se componía la novela; y antes de que se acabara de tirar y encuadernar, salió para Barcelona, sin que pudieran ir allí a despedirle su mujer y su hijo; el 5 de junio embarcó en el transatlántico italiano «Duque de los Abruzos», cruzó sin tropiezos el estrecho de Gibraltar y el Atlántico, y el 18 desembarcó en Río de Janeiro. Sobre las cuartillas del Diario se había despedido de su pueblo natal diciendo: «Salgo de Madrid como beodo y entontecido; yo no soy yo, Amada (su mujer) parecía sonámbula. Doy mis últimos besos; atrás queda el libro sin concluir de editar, deudas, gastos, mujer, hijo, patria, que son «eso» y que no son... «Eso».

Había recomendado a su mujer le enviase a Río Las siete cucas y una maleta conteniendo la única colección de sus libros, con la esperanza —¡pobre Noel, iluso perpetuo, constante y desafortunado jugador de lotería!— de lograr que en los Estados Unidos hallase editor para sus obras completas... En el Hotel Riachuelo, de Río de Janeiro, le alcanzaron, envío de una Amada desventurada que seguramente las necesitaba para su hijo y para ella, las últimas pesetas, 500, de las 3.000 que Renacimiento había ofrecido por la edición de Las siete cucas, billetes que fueron inmediatamente trocados en reís, con los que emprender la nueva odisea por tierras de América; del Sur, del Centro y del Norte.

Y ahora, lector, ¿qué quieres que te diga si, caso de que te hayas detenido para recoger esta referencia reporteril, al verte enterado de qué angustias económicas acompañaron el período engendrador de la maravilla, con qué prisas y con qué amarguras, con qué desengaños y con qué apremios compuso su autor el libro, sabiendo pendientes de su pluma a los obreros de la imprenta? Te supongo impaciente por comenzar la lectura de la novela, que deseo te agrade tanto como a mí me agradó la primera vez que la leí, a poco de aparecer.

Desearía que, según vayas adentrándote en el cuerpo de la narración, no pierdas el recuerdo de lo que Noel tenía sobre su alma cuando, después de un día entero de penar sobre las cuartillas, seguía hasta las altas horas de la madrugada, escribe que te escribe, pensando, contra su voluntad, a pesar suyo, en el premio que le aguardaba al rematar el último capítulo. Debía dejar casi abandonada a la familia, mujer e hijo, y embarcar para América con lo puesto por ver si en aquellas tierras salía el sol más decidido a iluminar sus triunfos que cuando lo encontraba alumbrando las calles madrileñas.

Porque en Madrid... A tres periódicos madrileños llevaba los frutos de su producción casi cotidiana. Apareció su libro estando en América. He buscado, al cabo de los años, en el refugio de la Hemeroteca Municipal, el rastro crítico dejado por Las siete cucas, libro parejo de La lozana andaluza, de Delicado, aunque con mayor enjundia; es de suponer que Noel tuviera allí algún amigo. No he hallado ni una noticia breve anunciando su aparición.

J. García Mercadal

LAS SIETE CUCAS

EL AUTOR A UN AMIGO SUYO

Suelen los hombres de letras, en los tiempos que corren [y vive Dios que nunca hombres y tiempos corrieron tanto], enviar los partos de su ingenio mondos hasta el tuétano [pues ni la oseína ni las sales minerales de los huesos estiman] a las prensas que han de divulgarlos. Ningún aviso o advertencia, nada de prefación. Jamás el viejo [in medias res], de Horacio, estuvo tan de moda o se dio por cierto [il n’y a de véritable explosion qu’un beau livre], de Mal-larmé. Atrás los versos; cerrados los pórticos; interdictas las citaciones, así se entresaquen de los Libros Sagrados o vengan tan a hora como las de mujer a mozo; por los siglos de los siglos coto el pellizcar en los rumbos que al [concepto de gusto] imprimiese la mano segura de nuestro Baltasar Gracián, o el tiznarse en los mohos del [no sé qué] de que hablaran, lampando sobre conformaciones y sorpresas de gracia, los Salvany y los Bonhours. Lejos, el [sur des pensers nouveaux faisons des vers antiques...], de Andrés Chéniér, ojo con los goces de las muestras ajenas ensayadas que llevan al espíritu donde llevaron la Juana, de Castilla, cuya virginidad se le fue en probaduras. Pero de nada de esta poda y condenación he tenido tanta pesadumbre como de la supresión de aquella noble página tan humana y tan hábil por la que podíais colocar las siguientes bajo el amparo y sombra ya de un magnate de campanillas, ya de un acreditado fiador que con sus reconocidos aciertos justificara vuestras pretensiones. No es posible tal fe y tan codiciable reposo en nuestros días ni aun jugándole a la moda la mala o buena pasada que, para eterno calor de nuestro lenguaje, le hiciera en el capítulo de la insinceridad de las prologaciones quien tan hondo calaba en el secreto de todo fruto de entraña intelectual. Como fue idear, a caballo sobre la pluma, el finiquito de toda demanda a las invenciones de los otros, por sazonadas que se ofreciesen o autoridad de que les hubieran investido el zarandeo cribador de las edades, escribiendo al trasluz el más gallardo, y maestro, y sabroso, y cautivador de los preámbulos. Porque, aunque acertarais a reíros de las manillas negras que marcan, hoy en día, tantas direcciones como se quiera [siempre que no queráis volver a los viejos primores de la raza] y, levantando la tranca, os colarais de rondón en lo que, por ser nuestro y bien nuestro, tan grato es al alma, ¿qué nobles hay de aquellos tan encariñados y sabedores en gajes de letras o qué discretos amigos a los que confiaros?... ¿Dónde aquella liberalidad generosa y leal sentido de libertad? Humana fuera vuestra invención, y era más que sobrado para que se enorgullecieran: los ricos, en serviros; los señores, en la bolea de las mercedes; los amigos, en aceptarla, cual la había engendrado el entendimiento. De cierto amigo mío [todo lo ilustre que pudiera desearse en fondo de ciencia] sé yo que me holgara, y profundamente, en recordar aquí. Pero ¿cómo escribir su nombre famoso sin desconfianza o temor de que narración tan sencilla, modesta y humana [cual son los papeles que a estas letras siguen] le gustara o satisficiese, él que se ha pasado a la bandería de los que se lastiman, y cruelmente, si huelen esencias de vida ya conocidas? Quédese, con harta amargura de mi amistad, quédese su nombre, no en el tintero, sino en la voluntad de expresarle, y sea servido con tan ingrata omisión el gusto moderno que, por huir de toda realidad, cercena de los libros todo lo que no es evasión de lo humano y vigilias de puro artificio y perfilado. Oh, en estas hojas que van urdidas en humilde cuaderno todo es dócil y fiel a la vida, que en ellas se da frescachona y descotada, con la insolencia sentimental de aquella cebolla de que escribió Heine o la alborotadora sorpresa de lo que es fraude descarado a las maquinaciones y actitudes de esas masas a las que cada vez, y para nuestra desgracia, es más tangencial el amor del arte. El que ellas tienen a los maestros de la obrería literaria y el que por ellas tiene éstos. En el Examen de conscience philo-sophique, decía Renán, tantos años hace: [L’huitre á peñes me parait la meilleure image de l’univers.] El noble hijo de Espinoza creía ver el Espíritu en la perla; el Cosmos, en el resto del molusco. Nuestros hombres de letras [van para perlas]. Falta ahora saber si la crudeza de la realidad ibérica estimará esas valiosísimas secreciones en algo o álgui-llo y le convencerá a su endemoniado modo de ser, rabudo y dinámico, el papel de ostra. Apostamos a que no.

SIGUESE

LA NOVELA DE «LAS SIETE CUCAS», HONESTA PINTURA DE UNA MANCEBIA EN CASTILLA; COMPUESTA PARA RECREO Y ALIVIO DE LOS QUE GUSTAN DE AVENTURAS CARNALES Y SORPRESAS DE REALIDADES VIVAS. SIN QUE SU LECTURA, POR OBRA DE LA VALENTIA EN EL DECIR VERDAD DE VIDA, MUEVA A DESORDEN DE SENTIDOS NI LES DELEITE DE OTRO GIRO QUE A LA HUMANA Y DULCE MANERA, VIEJA Y SIEMPRE FRESCA, DE LO RAIGAL

ARGUMENTO DE TODA LA OBRA

Las Siete Cucas eran seis arrogantes mozas, hijas de Saturnina, mujer de hermosura tan noble como su conducta casera. Las siete servían de criadas en las mejores Casas epulonas de una Ciudad Castellana cuyo nombre nada importa. Tuvieron la desgracia de que el llamado de alias Cuco, su padre, fuera ahorcado en la Villa por cierto delito de sangre, y, asustadas las Señoras sus amas, arrojáronlas al arroyo, negándoles el Pueblo entero misericordia y hasta el pan. Aconsejadas de Satanás, en forma terrena de cierto basilisco por Martina la Cheira conocido, acertaron a caer en la más desatinada e insospechable bellaquería que pudieran concebir ánimos enloquecidos por el dolor y el desprecio, como fue abrir una mancebía de la que ellas mismas, hijas y madre, se hicieron cebo de escándalo y trágica perdición de los propios que las humillaron, vengándose así, y bien cumplidamente, de quienes debieron a la hora fatal redimirlas, en justicia, de toda represalia.

INTRODUCENSE EN ESTA NOVELA LAS PERSONAS SIGUIENTES:

  • Don Juan Higuea . . . .
  • CÓQUILIS..........
  • La Saturna o Saturnina
  • ClRIACA........ .
  • Agueda ..........
  • Onésima..........
  • Abilia...........
  • Pascasia ..........
  • Crescencia........
  • El Varetas........
  • Bruno ...........
  • Martina..........
  • Catalá ..........
  • Felicitas..........
  • María la de los Tufos .
  • Don Gabino........
  • Domingo de Pasión. . . .
  • Ulpiano...........
  • Venancia..........
  • Petronila .........
  • Norberta .........
  • Arcipreste.
  • Sacristán.
  • Las Cucas.
  • Regidor.
  • Médico.
  • Prestamista.
  • Correvedile.
  • Ventera.
  • Ricachona.
  • Coadjutor.
  • Matarife.
  • Posadero.
  • Sobrinas del Arcipreste.
  • La Eladia............
  • Paulina la Tahona.......
  • SlNFORIANA Y CIPRIANO: Y SU
  • HIJO Ubaldo..........
  • Demetria y Medardo: y su
  • hijo Emerencio........
  • Marcelino y Liboria: y su
  • hija Pánfila..........
  • Sabelona: y su padre: el tío
  • Tiburcio............
  • Anselma la Entenada......
  • Justo ................
  • Evaristo..............
  • Gervasio..............
  • Pantaleón .............
  • Apolinar..............
  • Sor Eutiquia...........
  • Sor Fabriciana..........
  • Pura Patino............
  • Julita la Mica..........
  • Doña Alfonsa...........
  • Iluminada.............
  • Regina...............
  • Brochero ..............
  • Pascuilla.............
  • Tía Hermógenes.........
  • Teodosio..............
  • Don Donato............
  • Juan Nepomuceno........
  • t Melchor.............
  • Seráfico de Santa Oliva . . .
  • Don Práxedes...........
  • Agripino..............
  • Librado el Cuco .........
  • Maimón...............
  • David Jameson..........
  • COSMITO..............
  • Jenara ...............
  • Bruja.
  • Menegilda.
  • Familias.
  • Fantasma.
  • Putañeros.
  • Arriero.
  • Carmelitas.
  • Figurantas.
  • Corredor.
  • Recadero.
  • Lavandera.
  • Mayordomo.
  • Justicia.
  • Médico.
  • Obispo.
  • Familiar.
  • Policía.
  • Sepulturero.
  • Ahorcado.
  • Confitero.
  • Ingeniero.
  • Topógrafo.
  • Ama.
  • Procopio.............. Guardia.
  • Burro................ Alguacil.
  • Tío Colas............. Pordiosero.
  • Cabezón de Rioseco....... Curandero.

Sobre la mesa, vino; vino, sobre los libros; al lado de ^ Cristo un jarro; y una Santa Teresa que hay allí de bulto no parece, en el aire de su bendita pluma, sino que acaba de mojarla en cuenca taza talavereña hasta los bordes llena de morapio que bien cerquita tiene la simpatiquísima Maestra y [Dios sea sordo] con cara de no sentirlo mucho quien en Las Moradas nos dice que [el fuego de su corazón destilaba como hace una alquitara].

Y que el vino es de la mismísima bodega del tío Varetas, un peleón castellano de la Vieja, marrajo de venazón, moriego en el color, poco zurriagado en la corambre, trajinado al descuido del lagar al zapo, del tinajo a las cubas, con posos en la turbia, criazón en la madre de mosquitos y hasta zollipos: pero, aparte quitamotas y mascujadas, gallofeando el dónde de los Bas-cueños, allá de monte Aranjo y, para apañar el bodrio, tan beato y gafo como el pardillo de Noble jas o el clarete val-depereño.

Que cada hijo de vecino puede escribir lo que quisiere, acá, sin que el vino le perjudique ni pizca.

Que es, al fin y a la postre, lo que de él pensaban luengos años hacía el bonísimo y Reverendísimo Arcipreste don Juan Higuea y el maldito Cóquilis, sacris trástula o achiperre de sacristía, hijo en legítimas de aquel arcaico decidor de refranes y escubillas, del más antiguo libro de Caballería de que hay memoria; El Caballero Cifar.

Con ese vinillo que, entre catorce cosas buenas, tenía una mejor y es que se permitía el lujo el muy simplón de proceder de la uva; con él en el buche, como digo y escribo, y su saborete remojón en el cielo de la boca [un cielo que no conoció San Pablo porque no pasó al sexto] se habían escriturado los Sermonarios tan guapa y gentilmente copiados o tomados al oído por Cóquilis en los cartapacios sobre los que el Padre Higuea descansaba el codo después de empinarle.

Qué postura la del señor Arcipreste de la Inestal sobre aquellos cuadernos y qué letra la cursiva de Cóquilis en ellos...

Muy de dentro y hasta presumo que de muy lejos o ralea de hebra debíale venir al Padre la maña esa y traza de parecer mismamente, sentado en el frailero con un retablo por espaldar y más borlas que un simpecado, a Santo Tomás preocupado por la influencia que contra su voluntad ejercían en ella Ibn-Roschd [nuestro Averroes] y Moseh ben Mayemón [que así se llamaba nuestro Maimónides] o posiblemente simple como las cosas simplemente posibles, cariacontecido y cabizbajo por una mala colación de Universales.

Nunca Juan de Borgoña, ni menos los giotistas traídos por Dello de Nicola o Nicolás el Florentino, así fuera el recio Fernando Gallego, o [el más raigado de nuestros primitivos] el fibroso Bartolomé Bermejo, pintaron romance tan seguido y de enjundia cristiana como la visión de bulto del Arcipreste. Pluma en alto, cual llovida del cielo o don del Paracleto; el blanco de los ojos, que teníalos grandes y del negro de las escaroladas cejas, vuelto hacia la alfarjería de la techumbre; los librotes abiertos aquí y acullá en tal gracioso batiborrillo que los libros se ponen cuando se necesita de ellos; el cigarro furón detrás de la oreja y un palillero de hurgárselas en la vecina; la nariz bruna, de escándalo y pecosa, con hoyos y respingos, y el grano clásico de los clérigos que tan malos ratos dieran al Arzobispo don Gil de Albornoz por la época felicísima en que el otro Arcipreste añadía coplas a la 1485 de su Reprobación del amor mundano, según las leemos en la paleográfica de Ducamin.

¿Y la letra de Cóquilis?... Lo que nuestra raza había hecho con la galicana impuesta en el siglo xi por Alfonso VI y nada menos que por pragmática en la que proscribía la antigua gótica redonda; lo de resolverla, quieras o revientes, en la redonda de privilegios o la rasgada de albalaes... eso lo personalizó Cóquilis [a pulso y priesa] en variedades de grajea, polvorón y alfajores. Y con tal alarde de a mi qué y gallardía de puntos de pluma que la suntuosidad de aquella bastarda española, opulenta como la cancelleresca, era la envidia de todos los escribanos de Juzgaduría, burócratas y curiales covachueleros de la contornada, de esos trosnochados rábulas de buhardilla, de chicha y nabo, y, comparece y dice, a los que la Ley obliga a tantos remplones [plana] tantas palabras [renglón].

A más llegaba su diestra impostura y artificio de malicia; si le daba por imitar al extender los fideísmos de bautismo, óbito o conducta de los feligreses, los rasgueados de guitarra ventera y arponedos de la letra procesada o la de los récipes enviados por médicos a las oficinas de farmacia, ciento y raya cedía a recetas galenas y pliegos secretariescos.

Es proverbial en los sacristanes la mala letra y la buena conducta. Pero, como todo en este mundo, hay de vez en cuando alguna excepción.

Pues nada digamos de su pendolismo de pulso cuando le estrechaba a servicio de su marrullera y enrevesada encarnadura. Porque, pongamos por caso, si el Padre Higuea había necesidad de cartearse con Escolapios, en bastarda de casa sin mezcla de itálica o bastardilla viajera iba el documento; pero, si la misiva arciprestal picaba más alto [en Jesuitas decimos] oh, que pulquérrima y frígidísima letra inglesa la de sus carillas. Y no hecho era esto a ojo de perdiz, sino a ajuste de duela, porque de raíz sabía el muy ladino que cada Orden religiosa interpreta como le viene bien las escrituras, no las santas, [que en eso ahílan paso], si el madrinazgo de tipos y muestras y sólo gustar de los que Ellas han desvulgarizado y hecho independientes.

Mas el que crea que con este pujo terminaba la maestría del sacris, ése no le había oído la Ronda sanábresa co-ralizada por Haedo que nuestro cucalón cantaba [pro órgano pleno] cuando pechaba con algo de empeño y liza. De ver, [y no de oirle], éranse entonces las comunicaciones o pliegos de oficio de la Alcaldía de la que él era racionero y hasta prebendado, [ya diremos en su casilla correspondiente cómo y por qué], enviadas a esta o esotra población. Si a Zamora, Juan de Iciar no hubiera escrito como él; y si a los Madriles, los cagatintas del negociado respectivo habrían abierto ojos tamaños al saber que aquella bastarda matemática era nada menos que de Pedro Díaz Morante, hijo de la ciudad de la osa y del madroño aunque a esta ciudad [que no lo es, sino villa] le importen un jeme sus hijos ilustres.

Y con la de ave, como en los días en que la Católica ordenaba [con el humorcillo que se gastaba la reina de las reinas] a sus escribientes lo hicieran despacio y claro, o le aconsejaba a don Diego de Covarrubias todo un Felipe II... y haréis se tenga en cuenta que no hagan mala letra. Por lo menos tan mala como la suya era. Nada de péñolas de acero; con la mismísima de ave y, con ella, rasgueos y perfiles finos [con lo difíciles que son] y, con ella, nada menos que un Cervantes traído del que Juan de Jáuregui pintó cuando don Miguelísimo [así le nombraba el sacris] tenía cincuenta y tres años, cincuenta más de los que en su obra tardó Cóquilis antes de regalársela al Padre Higuea y por la que éste le felicitara así.

—Ah, Cóquilis. ¿No serías tú el autor de Las Falsas Decretales?

El señor Alcalde o vara del Regimiento, el famoso todo tío Varetas, hermano del Padre Higuea, que en eso de plumear se hallaba en papel pautado de curvas, tuvo también su elogio y muy parecido, ante el asombroso amasijo de rasgueados que integraban el cuadro digno del que Grandona hiciera de Fernando VII y de una de sus cuatro mujeres, por encargo de la Real Junta de Comercio de Cataluña.

—No harías tú, sacristanuco, menudo falsificador...

No dejaban de tener gracia, es decir, lo suyo, la alusión escrituraria del buenísimo Arcipreste y la pulla o roncería del vinícola Regidor. Es muy del solar eso de celebrarle a uno lo que le sobra por lo que le falta [aunque a cada su verdad] sin que en la indirecta haya chambonada, sino loa.

Todas las tardes, hiciera frío o no, y esto es una frase porque en aquel pueblo hasta en el corazón del verano gruñía el invierno, el señor Arcipreste y su sacris tomaban uno su postura, el otro su pluma. Y trago va el sacris y sorbo el Arcipreste metiendo en el tintero del Padre Suárez la pluma de Iturzaeta y sirviéndole de cirineo Paluzie a Soto, a pensar hondo en los destinos eternos y no a hacer mucho caso del (qui scit Sotum scit totum) ni de ciertos versículos de la carta de San Pablo a Timoteo, tales como el dos del III [que así simplificaba aún más Padre Higuea las divisiones o concordancias bíblicas del fraile dominico Hugues y del rabino Mardoqueo Natán] donde se dice por el Apóstol a los Obispos... no amador del vino y marido de una sola mujer; o, como en el III el ocho, cuando ordena a los Diáconos... no ser bilingües ni dados a mucho vino. Que estamos en Castilla y si Man-zoni [dicen] se ayudó de una dama florentina en la delicada empresa de lavar el lenguaje de I promessi Spossi en las aguas del Amo, como en el pueblo del arcipreste no hay río y zascandilea lejos el Tormes [donde Fray Luis lavó el suyo], no era ni con mucho descabellada idea la de remojar en vino el castellano de los Sermonarios que así quedaban hasta sahumados.

Viene al pelo eso del sahumerio porque, en el aposento aquel, el vino del tío Varetas era lo de menos al respective del capítulo del olor; otros triunfaban del tufillo añejo casi peceño. Como era aquel olor de sacristía que hay en casa de todos los curas por lejos que vivan de la Parroquia, al igual de los boticarios que ha de oler a los potingues de la farmacia hasta el gato de la casa, así se encuentre ésta de la otra a tantos días vista.

Nada tan amable para los partos del espíritu cristiano como un ambiente propicio de incienso y de tabaco.

Unico en la tierra y muy peculiar de nuestra España, es esa mezclilla de cera y de hostias; de humarachos desmadejados y densos de mirra, con más incienso mostense que áloe oriental, y de pabilos matados con apagavelas de capirucho; de ajerezado de consagrar pasmado en las vinajeras; de perfumes baratos de faldas aldeaniegas; de humedades de rinconadas; del macerado esparto de los ruedos o esteri-llos; del aliento del brasero en el metal mal aleado de los incensarios; y todos esos vahos resinosos que salen de las maderas de cómodas y cornucopias y exhalan los anaqueles donde descabezan su sueño de siglos los neumas de los Cantorales, con su hedor de cuero curtido en tenerías novicias, panojas de zumaque para el marroquí, raíz para el castaño, corteza para el pergamino.

Todo ello sin contar el humo de los cigarros que se gastaba el Arcipreste, un tabacazo de taco de trabuco naranjero, rejalgar de lo fino de cuando la piedra de candela, que le [inventaban] para uso exclusivo suyo en tierras fronterizas de Portugal y que encendía a lumbraradas de yesquero por no quemarle los fósforos de aire. Cosa que le sucedía también a su Paternidad Reverendísima con el tabaco, pues, no bastándole, raro era el parágrafo dictado al sacris que no sacara de entre el quinto y sexto botoncito morado de la sotana, a propósito siempre no machihembrados, cierta historiada tabaquera y de ella tomase su rapé, sin estornudar, ni ahiparse, pero esturreando de satisfacción como si le entrara por las narices catedralicias aquel [soplo de vida] que el Eterno alentó en la nariz de Adán, según el siete del II del Génesis.

De mueblería digamos una nonada porque ya pasa de castaño oscuro esto de no haber dicho todavía lo que, en aquella tarde, el espíritu natural del Padre y el jamás desnaturalizado del vino encomendaban de consuno al refinamiento caligráfico del nunca bastante ponderado Cóquilis, así como el ningún cuidado que hemos tenido en dar siquiera idea de la cara y cuerpo con los que Nuestro Señor se sirviera humanizar tan bello par de ánimas.

Digamos, pues, que la estancia no era algún modelo presunto para Museos de los que ahora se estilan, con sus roperías tan nuevecitas y flamantes, tan sin uso e impecables los trastos que cuesta trabajo dar crédito a su autenticidad de fecha o es necesario confesar que nuestros antepasados lo compraron o hicieron con este laudable fin, para conseguir el cual, ni se acostaron en los lechos, ni comieron a manteles, ni se atrevieron a mover dentro de la ropa. Así eran de espetados, ceremoniosos y tiesos.

La mesa [de batalla] era camilla de pura bayeta sin estampaciones y del rojo de la sotanilla de los monagos. Sobre ella caía un tapete de hule con las efigies papales en la cenefa o greca interpretadas gafando matalonamente esto y aquello a los doscientos setenta y tres medallones de los frisos de San Pablo extramuros en Roma. En su tarima: el gato, brasero, alambrera y badila. De estas cuatro cosillas de la tarima, la más interesante era el gato Agustino que así como el de Hipona decía de él mismo que [amaba amar] el zape [calentaba su calor] entre las brasas, un almohadón acordonado y las zapatillas del Arcipreste bordadas de oro viejo sobre terciopelo por las Madres Carmelitanas, grandes amigas suyas en el Señor y para su gloria.

Cortinas de percal o cretonas en el marco de las puertas medianeras y ruedos felpudos de pelos de esparto sobre los baldosines acolchaban la estancia atascada de cómodas con muchos cajones y agarraderas para tirar de ellos, pero sin tallas ni resaltes.

En un velador, cierta lámpara de petróleo con pie de metal y globo de porcelana, de las primeras que [por el 68] vinieran a Castilla. Los tres dieces de un rosario hieroso-limitano de incalculables indulgencias colgando de un Cristo que bien las necesitaba de quien le mirase. Un bonete con su moño bicolor entre los picos, símbolo de doctoración en dos Facultades. Montoncitos de cédulas de Congregantes bajo un pisapapeles de cristal. Limpiaplumas hechos de pedazos u orillos de paño bejarano con iniciales bordadas en sedas argelinas sobre cañamazo a punto cruzado y papeleras de lo mismo en las paredes. En éstas, muchas Santas y ningún Santo, de esas estampas de industria alemana, hechas por los tudescos a espaldas de Lutero. Y tres inmensos armatostes repletos de libros, con sus cortinajes descoloridos como el velorio de un confesonario o los visillos de las vidrieras tabernarias.

Con los libros dimos, Sancho. Estos libros estaban muy en orden y era edificante curiosearlos. Dos de los armarios contenían los despojos de la biblioteca de un Convento abandonado cuando la Desamortización o el Degüello, en lo que se parecían tales cuerpos a los de todas o casi todas las Bibliotecas hispanas que [así] se han formado. Pero una mano ducha y hasta maestra en el intríngulis libresco o li-brario había catalogado amorosamente.

Que los libros son el mejor adorno y los más lindos muebles de cualquier habitación. Cosa no por bien sabido bastante alabada.

No por materias, que eran una sola [Teología, Cánones, Lugares], sino por Escuelas, lo que revelaba dominio regular de la disciplina, una más que regular paciencia y hasta cierto acendrado patriotismo, pues allí dominaban, como en la realidad de esas ciencias lo hicieran a su hora, los insuperables tratadistas [de casa].

Soto, Victoria, Cano, Fonseca, Pereira, Vásquez. Tremendos monumentos en pergamino y por docenas de docenas. ¡Oh, el buen Huet qué hubiera pensado de estas montañas o elefantes de papel sabio, él, que redujo cuantos libros se han escrito desde el principio del mundo a [diez-infolio]... Tractatus; De Solubilis e Insolubilis; De Impositionibus; De Oppositionibus; Index Locupletissimus; Paraphrasis et Scho-lia; De Nomine intélechia; y Suárez, mucho Suárez, todo Suárez!...

Allí, arrancando de [un Dios nos libre de él] Hipotyposeon Theologicarum, comenzaban las memorables cincuenta y cuatro Disputationes Metaphisicae del inexorable granadino, en veintiséis volúmenes gigantescos por el tamaño y de tuétano como para chuparle sin melindres.

Y que encaja aquí, y si no aquí la encajamos y Dios con todos, la observación nada lega ni de plato vado que se han hecho Arciprestes como el Padre Higuea y otros que no van precisamente para Obispos; es, a saber, que los tales libros mostrencos [verdaderas mohedas en las que el entendimiento menos medroso se encoge de espanto] así se acaban como mi abuela. Porque ni incendios, ni bibliófilos, ni ratones, ni anticuarios finiquitan con los tales. Huyen los frailes de sus cenobios, dejan su Biblioteca en manos de la Providencia y como si fuera verdad el caso. Ni el aire, el agua o los años son capaces de rematar esos libros. No se extravían ni en las mudanzas. No se pierden aunque los tiren. No se aburren o mueren solos, como los otros libros pobrecillos que enferman, talmente como las criaturas, perdiendo primero el color de la letra y, paso a paso, las entrañas, tejidos y lomos hasta no quedar piltrafas ni hilachas de texto y tapas.

El otro anaquel apretujaba infinidad de tomos iguales por fuera y el Señor nos libre de creer que también por dentro. Tratábase de las ediciones coleccionadas por el Abate Migne, un Patrologiae Cursus Completus, cerca de doscientos tomos de Padres Latinos; en más de doscientos, los Padres Griegos. Y aquéllos, en latín; y éstos, en griego, claro está. Porque don Juan Higuea, párroco pueblerino y capellán de las Carmelas, bebía el vino [sin agua] y el saber [en sus fuentes].

Pero no olvidemos lo mejor y concluyamos pronto, aunque esto de andar entre cosas de iglesia es de suyo lento como [la eternidad] que ellas administran. Lo mejor consistía en el tercero de los armarios.

Una torre de madera de esas que se llaman de palosanto por no dejar a la madera sin nombre, torre harta de Sermonarios, desde los once tomos de sermones doctrinales, morales y dogmáticos de González, hasta las conferencias predicadas en la basílica de San Pedro por el muy reverendo Padre Ventura de Raúlica, nada menos que examinador de los Obispos y del Clero Romano; desde los treinta y dos tomos del Tesoro de oratoria sagrada o biblioteca selecta de Predicadores, edición ordenada, corregida y completada por el franciscano Boldú, hasta las Conferencias en Nuestra Señora de París por el Padre Monsabré, en diez tomos nada más. Y si por penitencia [que pensar otra cosa es soñar Obispados] habéis tenido en las pecadoras manos a Boldú, los setecientos cinco sermones completos de la Primera Parte, los ciento cuarenta de la Segunda y, sobre todo, los discursos de Panegíricos de la Tercera, que son... ¡uno para cada Santo!... reíros de las cinco Secciones de la Cuarta y de los siete tomos de Pláticas Catequísticas de la Quinta parte y no última, porque el prolífico Padre, honra del hábito y hasta del sexo, promete... una continuación.

Es vergonzoso sucumbir cobardemente bajo la carga, ha dicho Séneca, nuestro cada vez más querido Séneca, el eternamente actual en la raza; y el Arcipreste de nuestro cuento lo había hecho bueno porque no le quedó coma de todo ello que no rumiara, tal vez por aquello de Jesús a Simón [Anda más adentro del mar y arrojad vuestras redes para que pesquéis].

Ahora bien, lo extremadamente raro era que el Padre Juan Higuea no predicó jamás lo que en esos mamotretos bebía a chorros y dictaba a Cóquilis... a tragos.

Que aún existen en España caracteres vaciados en moldes viejos.

Padre Juan Higuea predicaba así, y quiero poner el ejem plo aunque me recordéis lo de San Pablo [Ad Romanos], el once del XIII, que el tiempo insta y ya es hora de...

Y fue que un día, como subiera al púlpito y viese una mujeruca toda ella pendiente de lo que iba a escuchar, y allí en la iglesia desde las ocho siendo como eran las diez, sin más circunloquios, ni genuflexiones, ni citas de predicador sabatino o gerundense [¡oh, Padre Isla!] espetó a la pobrecilla, temblorosa toda y lloriqueante, esta reticencia sarcástica con paradiástole, epifonema, apostrofe, suspensión y... etopeya [todo enjaretado en ademán descriptivo doble, que dice Capmany en su Filosofía de la Elocuencia]:

—Veo a la tía Tomasa ahí tras la columna pasmá desde las ocho, mientras en casa la olla estará dando voces. Luego se queja a don Gabino de que su marido le da cá zurra que la desloma. Si yo fuera Malora...

Malora o Malahora era el marido de la pobre mujer Tomasa, una criatura famosa en el pueblo porque no sabía salir de la iglesia cuando en ella entraba y por las palizas o sopandas descomunales que a causa del retraso le largaba su razonable cónyuge...

¡Quiero vos abreviar la predicación] que escribía el de Hita, de lo que ocurrió en la Parroquia. Por lo menos fray Luis de Granada, el [sin dientes] como a una de sus hijas decía, en epístola bien suya, Felipe II, interrumpiera cierta vez su armonioso decir para rogar a los fieles molestados por su madre la dejaran el paso franco; pero [lo] del Padre Higuea...

No que sus pensamientos giraran de aquí para allá como el humo [en versículo once del XVII de Job] era que don Juan tenía su carácter. Y si me apuráis un poco por aquello de Séneca, en su libro diecisiete [El tiempo huye y abandona a quien le persigue], algo más que carácter.

Figuraos que saliendo de la sacristía de revestirse para la celebración del sacrificio incruento, con el cáliz santo en las manos, en los labios altas las preces de ritual, todo su ser verdaderamente todo en el espíritu del Señor, como se encontrara en el camino del altar una silla al acaso, la daba tal puntapié que aquello del XX de los Proverbios [con una mirada suya disipa todo mal] resultaba una futesa; de la silla, ni las pajas.

Y cuando en el deliquio de celebrante, así fuera en el mismísimo ofertorio, escuchaba alboroto de mocosos... Volvíase iracundo, bermejos los carrillos y gritaba en sochantre atronador:

—¿Pero es que no hay escuela? ¿Es que hay un nuevo asueto? Cuándo no es Pascua. ¡Afuera esos demonios! Claro, el Maestro... en las Cucas...

Dicho esto y gozado a conciencia del estupor de la gente, girando en rama amplia de paso ledo, hilvanaban sus gruesos labios las plegarias con profunda unción.

Algo [mejor] había en su carácter; pero, como a su tiempo se verá y largo, volvamos al tercer armario de los libros.

Porque, amén de cuanto Sermonario pudo procurarse [en cuyo tráfago era lo que para El Escorial fuese Morales], existían en los plúteos y estantes sorpresas bien gratas. ¡Oh los despreciados libros cuánto más no nos dicen ellos de sus poseedores o amos [si es que los libros conocen servidumbre, aun siendo su misión tan de noble servicio] que sus costumbres, roperío y hasta su propio rostro!...

Entre dos Quijotes, amorosamente preso [y qué libro no lo está así], vierais uno de larguísimo título, bello entre los libros que se juzgan solamente curiosos, hecho y compilado por Fray Femando de Talavera, el Tratado provechoso que demuestra cómo en el vestir y calzar comúnmente se cometen muchos pecados y aun también en el comer y beber... Entre dos Quijotes... Poca cosa. Dos humildes ediciones, de las doscientas setenta y cinco que, en castellano, conserva Madrid, bien lejos de aquella [Príncipe] encerradita en Casa de Caudales. Como que una de ellas saliera de la imprenta de la Vega por el 1804. Y tan bonita. Con un pajarito que trae al caballero incomparable un medallón o camafeo, y grabado en él, Dulcinea. La otra, del año 32, en castellano también, estaba impresa en París, en casa de Baudry; y en la plana primera, viene Don Quijote crucificado [como San Andrés] en las aspas de un molino alcazareño.

En los temperamentos ibéricos de hebra castiza una arteriola conecta su sangre con la de los antepasados.

Cerca o lejos, otros encuentros agradables, entre muchas y sabrosas glosas de la Salamanca de la Estudiantina y de los Bandos. Aquí, un Espejo de la Vida Humana, y no muy distante del Arévalo y de un incunable en facsímil [Artes de la Vida Humana], Lo que guardan en los cofres las mujeres, que con la [fabla de los vicios de las malas mujeres y complexiones de los hombres] del Martínez de Toledo emparejaba deleitosa y sospechosamente.

Libros de los que tenía en su biblioteca Don Quijote y anotados en el Catálogo completo que hiciera de ellos Rius; los diez volúmenes del Refranero general español, de Sbar-bi; Barahona; muchas de las hijas de Celestina; tipos como los cuatro picaros del Ardid de la Pobreza; el mesonero de Los Engaños deste Siglo; la Ingeniosa Elena Rufina; la Flora Malsabidilla...

Y toros; mentideros; cinegética; ejercicios a la jineta; arte cisoria; la Medicina española contenida en proverbios vulgares; los Doce españoles de brocha gorda; vocabularios, y diez o más pares de gramáticas de la Lengua, una corrigiendo a la otra...

No se vaya a creer por esto y cuanto ha de pasarse de ojo que el Arcipreste de la Inestal era complicado como aquel reloj que el maestro Juanelo construyó para Carlos V y que tenia mil ochocientas ruedas.

Don Juan era de cristal por dentro y fuera, como el otro reloj del otro Juan [el Torriano de Cremona], y hasta le venía pintiparada la inscripción del mecanismo ut me fugientem agnoscam. Fugaz, ligero, nervioso, un cura loco, uno de esos [curas locos] de nuestros pueblos, de los que digamos, para no dejar ya las comparaciones de la relojería de Juanelo [nuncuam quiescunt], no descansan, como sus cangilones toledanos; ni fallan nunca, cual las fuerzas de su famoso lema.

Tal vez no acertara a concertar o concordar las diversas piezas de su alma y su marcha [así la leyenda del emperador en Yuste narrada por Harris]. Pero al Arcipreste le podía tener todo ello sin cuidado, porque, entre otras razones de peso o [de pesas] había una de tipo bárbaro. Hela aquí. Don Juan Higuea era inmensamente rico.

Dice San Agustín que nada puede abrigar nuestra alma, -*-^nada expresar nuestra lengua y nada mejor trazar nuestra pluma que estas palabras [gracias a Dios].

Y a él sean dadas porque al fin podemos deciros a qué era parecida la cara de Cóquilis, de nuestro sacristán, el calígrafo amanuense, memorialista, barbero, sangrador y [zurujano menor] ni más ni menos que el mismo padre de Cervantes, de aquellos prácticos topiqueros, examinados por protomédicos, según la Novísima Recopilación.

Que en el examen de ingenios os siempre criterio acertado la observación de rasgos de afuera cuanto más superficiales aparenten.

Claro está que si no habéis visto en el coro de la Catedral de Zamora los dos labriegos que a trompadas se disputan un odre de vino, escribir que el sacris se parecía al cuerpo mueble de la izquierda es una petición de principio, en buena Ontología sea dicho.

Pero la imaginación todo lo rapa, y así como el rostro del Padre Higuea, todo él, está en su nariz o, mejor dicho, en el grano de aquella nariz [obra maestra de vino, rapé y entendederas], así la cabeza y cara del insuperable pendolista eran como necesaria terminación de una inacabable blusa o brusil de dril negro a listas de cera virgen y balduque. Tomando ese vocablo [necesario] en el sentido escolástico, es a saber, que tal cabeza y cara eran una predestinación. En fin, que no se tiene [eso] cuando se quiere o se puede, sino cuando [se lo dan] a uno, y porque, dado en la Naturaleza un cuerpo, ha de rematar en [algo].

Sentimos no poder explicarnos mejor; pero como la cara es el espejo del alma, veamos en su alma cara, aunque dudamos del acierto. Porque trapisondista, tragantúa y porteador mayores no los hay, ni pampirulero, ni bujarrón, boqueras, calvatruenos, porro, pelotillero y escarramán.

Parece que le insultamos y todo [eso] son méritos. Soco-malío, como por allí se dice a los pochos de mollera, con toda su traza de albardonero y panfli, el carcuez y jaque de gatera, Cóquilis se [las traía] o se [las daba] de campeador, amante alcorzado, sución, gran jugador de las cuatro y barbaján de [casa movediza].

Este otro terminito de la tierra [barbaján] le ceñía a maravilla los riñones, porque le ocurría al putañero, en este orden o desorden de libertinaje calzonudo, lo que dice el romance de cordel de aquel labrador Bartolo, que de tanto leer romances se dio o empeñó en imitarles, y para el tal Cóquilis no había bellaquería monda o lironda o aventura rijosa que no leyese y encarnase el muy zurrapas de pipirijaina y truhán puntero.

¿Cómo a un tarambana y capigorrista semejante encomendaba sus sermones el bonísimo Arcipreste?

La cosa ocurría por obra de varón y no milagrosamente. Y si no fuera que es prohibición severa poner a Dios por testigo, sino que sólo él testifica o testimonia de sí mismo [como escrito está en el Exodo], nosotros juraríamos por su santo nombre que precisamente porque Cóquilis era así y no por el prodigio de su letra, [por ello] se miraba en él el Arcipreste.

Y no había en la tierra para don Juan más dulce rato que los chismes y piques, jerigonza y suplicaciones mochileras de este barberillo mesetario, insolente y replicón como el Frontín francés, o pegoso a ratos como Mascarillo, todo en una pieza moruna de cuando los ochavos y cuartos o cuartillos, Crispín, Furón, Querubín y Parmeno; pero [todos ellos] muy a su usanza y genio propios y tan terruñeros y raizales como el mosto del tío Varetas.

Acostumbrado como nos han a que en las Castillas los tíos estén hasta en la cama tiesos como robles y con los ojos en el ombligo de su abolengo, se hace muy cuesta arriba creer en castellanos de tan poca lacha y sueltos de licencia. ¿Cómo no quedarse como quien ve visiones ante este Cóquilis con los ojos en todo menos en él mismo, que por no estar nunca en él se le pusieron pitañosos los marcos y a la malicia bizcos?

Pero así era esta obra de bulto y no es cosa de pedirle que atendiese el consejo de Séneca que de la tragedia de Thyestes vertiera al romance tan suavemente fray Luis: [El que de todo el mundo conocido—sólo de sí desconocido muere]. Capaz era Cóquilis de soltarle a su alma, en eso del interior conocimiento o vela y guarda de sí propio, lo del Tenorio: [¿Y qué se me importa a mí—que me conozcas o no?].

A creer a los que trazan osaturas castellanas aquí, en la Vieja, estudian todos para figurantes de cuadros o estantiguas de museo y en los libros corre por ahí que aquí las conciencias se atan con longanizas y se conserva el corazón sumergido en farinatos o al modo de chorizos en manteca. ¿Y de la Historia? Ja, ja. Siempre con la Historia y los destinos históricos...

Y si no, que lo digan las Cucas...

Mas no adelantemos los sucesos, que ellos vienen en los cuentos como en las realidades harto aprisa y sin tino, y sigamos los pasos y cencerreos de la burra madrina, que es, en el caso de esta presente relación, la voluntad santísima o santísima voluntad [que aunque parece igual ello atrás que antes no dice lo mismo] del Padre Higuea, del que no hemos acabado de formar idea completa, y es lástima, por torpeza del narrador, que salta de aquí para allá, cuando lo que importa en trances semejantes son las almas y no las cosas.

Ni Cóquilis era tonto, aunque el muy granuja alfileresco sisara a su holgada camandulería unos pungidos a bobas que le daban aire motilón, ni cura loco el Arcipreste, sino que encajaba el ánima del uno en la liberal franqueza del otro sin que haya noticia de linaje tal de componendas.

Si él dictaba a Cóquilis sermonarios que ni luego ni antes predicara, y Cóquilis empleaba en ésta a cualquiera luz que se mire inútilísima tarea una habilidad caligráfica que el Palomares del Códice vigilano le envidiaría, allá los venideros se las entiendan con estas paleografías, si las encuentran y un Padre Terreros o un Padre Burriel topan con ellas en algún baratillo o tenderete. Cada quisque embota los meollos de su entendimiento en lo que le parece y mata el tiempo con las armas que le da el azar, que, en unos, son herramientas y, en los menos, pero más poderosos, espadas, plumas o puntas de compás o puntos de taimería y calacuerda...

De filosofía, poca; y explicaciones, cuando se hace lo que se quiere y nadie puede impedirlo, estorban.

En el momento que hemos escogido para nuestro simplísimo relato [por otra parte tan inútil como los primores caligráficos del sacris]; en ese momento que los novelistas de profesión llaman o llamaban psicológico [no hay moda que varíe y maree como el método o ingenio de describir almas], el Padre Higuea, los pies en los zapatos de peluche y la peana en la piel del gato Agustino, la mano acribillada de pecas, verrugas, arrugas, nervios y venas como sarmientos, agarrada a una taza de vino que apoyaba [y ¡qué mejor cimiento]) sobre un Códex Veterum Canonum Ecclesia Hispaniae del bueno de San Isidro, vivo por el siglo v y no muerto del todo, como se ve por sus obras, tenía sus aguachines ojos negros fijos en un libro muy grande.

Que no solamente los libros devotos y recoletos son camino vivo del espíritu y existen en la Tierra pocos, pero muy sutiles itinerarios laicos que en nada desmerecen de ellos.

Muy grande en las cuatro dimensiones de los verdaderos libros: alto, largo, grueso... y profundamente humano. Dicho esto y aprovechada la ocasión para decir que esta cuarta dimensión literaria está en la actualidad en quiebra o suspensión, señalemos el extraño caso de que el Padre Higuea necesitara, para sus sermonarios, del Quijote allí abierto de par en par sobre el atril de los misales, misal él mismo.

De par en par, como los cuarterones de las ventanas. Porque por cualquier par de páginas que abráis ese libro os dará en el rostro un frescor de vida, aire de salud, gracia de campo.

Padre Higuea, a distancia de présbita, sirviéndose de uno de sus enormes dedos como registro de renglón, leía o dictaba al sacris pensamientos que se le iban ocurriendo o que le daba hechos el libro, que tan buenos los da.

Tratábase, sin duda, de otra clase de estudios que los religiosos o pastorales de almas, sin que ello signifique ni por asomo que la presencia de tal libro excluye tan altas especulaciones. Pues si bien el Quijote no es, como en general creencia se le tiene, parapoco y simplón en audacias humanistas [siendo el más humano de los libros, ¿no habría de ser el más libérrimo de los humanistas?] de excelentes máximas de acendrada moral provee a quienes para los necesitados de ellas las espigan.

Así era. Los libros del tercer armario daban más que hacer al padre que todos los otros juntos, y en aquel instante se engolfaba en la prosecución de estudios que le eran agradables, si es que a su carácter profundamente sano y libre le era penosa cosa alguna.

Dictaba:

—...Las treinta y seis mujeres del Quijote

...ote—repetía Cóquilis como un piloto el rumbo dado en la caseta de derrota.

—...son los treinta y seis retratos de mujeres de más acabada maestría que pluma usurpadora de pincel haya realizado acá.

Esta vez ni Cóquilis repitió a su debido tiempo el ni el Padre acabó de llevarse a los labios el sorbo de vino con que les regalaba entre idea e idea.

—Acá, sacris, en España.

El sacristán, sin hacer caso de la explicación, repasaba por su cuenta líneas y páginas anteriores del cuaderno con la tranquilidad que se permitía en todo, y cuando lo tuvo a bien dijo simplemente:

—No son treinta y seis, Padre.

Rió el Arcipreste, bebió, se limpió los morros con la manga del balandrán cerca del puño, maulló Agustino [lo que indicaba se estiraba el padre], e insistió dulcemente:

—Treinta y seis, Cóquilis; son treinta y seis. No te perdono ni media.

Cóquilis revolvió los pliegos, machacón, y a medida que hallaba en el texto los nombres de las mujeres los numeraba :

—Teresa Panza, una.

—Teresa Cascajo, no Panza; ella quería llamarse así—enmendó el sacerdote, castizo.

—Bueno; Cascajo. Hay que ver lo que les ajusta a las mujeres el ajo... Una. Mari Sancha, Sanchica; dos. Antonia Quijana, la sobrina; tres. El ama de Don Quijote... Ya tenemos aquí una que no tiene nombre.

—¿Y qué importa el nombre de las amas? ¿Le da nombre Cervantes?

Y no acababa de decir este extraño epifonema, cuando la [suya], que sí tenía nombre y lindo nombre de ama [Je-nara], entró como las amas entran, como entra el gato, el demonio o el aire. Y aun eso del demonio con su aparte. Ya lo dijo el clásico: [Donde el diablo no se atreve a ir manda una vieja].

Llegada a la consola sin decir oste ni moste, se arremangó las sayas y manteo hasta el séptimo de ellos, que llevaba en pollera como hojas de repollo, y revolvió la faltriquera hasta vérsele el forro de hiladillo. Luego, entre escapularios y castañas de Indias, sacó su cajita de rapé y aspiró, tomó un manojo enorme de llaves encintadas, abrió la gaveta y contó unas monedas de plata sacadas una a una de cierta hucha que tenía adheridas infinidad de caracolas y valvas colorínas.

Sólo en el umbral de la puerta y con la cortina en alto dijo el ama, desapareciendo sin esperar la respuesta.

—¿Qué tal le va con las Cucas, sacris?

Sonrió el Arcipreste y enrojecieron alguna cosa los mofletes del sacristán. Después, dando un cuatro al ama de Don Quijote, prosiguió:

—Maritornes, Luscinda, Dorotea, Camila y Leonela; nueve. Y aquí te quiero ver, escopeta... Otras dos, sin nombre; las mozas de la venta, las del partido.

—Dos Cucas de entonces. Pero harás bien en contarlas, porque sin nombre y todo son admirables tales pelanduscas. De esas Venus blandas, de esas godeñas, peines como ésas pocas roznan...

Miráronse joviales sacris y Arcipreste, y aquél continuó, pertinaz:

—...Once. Doce, doña Rodríguez de Grijalba; la señora vizcaína, trece; Marcela, la pastora, catorce; la duquesa, quince.

—Treinta y seis, Cóquilis. Treinta y seis; no seas contumaz.

—Esta condesa Trifaldi es mentira; no es mujer ni en-cerce. Es un marico garrapato, como Maimón; el lacayo Tosilos.

—¡Válgame la Magdalena! Cuéntalo por mujer y no muelas, que ese Tosilos era mujer antes que le disfrazara Cervantes y es más diez y seis que la duquesa quince.

Vuelta a reír los dos con esa risa tan risa que en España provoca el asunto de los afeminados siempre que de ellos se habla [y que por cierto es más benigna y exorable de lo que procede] y a encarnizarse de nuevo en la tarea.

—Con ésta sí que no paso... Antonomasia, hija de doña Maguncia.

—Diez y siete y amén, follón; que sin ella no sabríamos cosa de aquel Clavijo, su burlador, el que... tocaba la guitarra como un ángel, era bailarín y hacía jaulas de pájaros... ¿Conoces tú, meloncio, mujer descrita mejor? ¿Es que no la estás viendo?

—Otra que tal. La hija de doña Rodríguez.

—Otra que tal tú, orejón. Diez y ocho. Dos años menos de los que tenía la hija de la dueña toquiblanca y antojuna. ¡Ah!, aquél se está todavía en el diez y... de los años, pues tiene diez y seis, cinco meses y tres días. Canta como una calandria, baila como una perdida... Y lo estaba también ya.

—La hija del ventero—voceó el sacris, atajando los recuerdos del padre, que se regodeaba con ellos trayéndoles de los escondrijos de su memoria entre suspiros y desaguaderos de Dios sabe qué humores.

—La hija del ventero, la semidoncella. Así llama Cervantes a esa tía. Tía y no me apeo del tratamiento. ¿No recuerdas lo del ventanuco y al hidalgo de pie sobre la montura? Tomad, señora, esa mano... Señora, a mujeres tales. ¡Oh, Cervantes el Bueno!

—Bueno, al avío; diez y nueve. Veinte, Quiteria. Doña Clara de Viedma, veintiuno; veintidós, Ana Félix; doña Guio-mar de Quiñones, veintitrés; Claudia Jerónima, veinticuatro; veinticinco, inco..., inco... Otra: Balerna, la de Montesinos. Y ésta, ¿qué cuerpo, no ya nombre, tenía? Un fantasmón que vio el Quijote estando traspuesto.

Se enderezó al oír esto nuestro Arcipreste, dando lugar a que otra vez maullara el gato. Se echó vino al coleto entre pecho y espalda, hurgó sus narizotas a estrujoncillos de rapé y dijo, bien abiertos sus ojazos saltones:

—Belerma, la de Montesinos, cejojunta, la nariz algo chata, la boca grande, la que lloraba sobre el corazón de su primo Durandarte... ¿Que no has existido tú? ¿Que no has procesionado con el corazón de carne monia en el lenzuelo?... Sigue, simple... Qué sabes tú de eso...

El que hubiere visto al Arcipreste al exclamar estos recordatorios y transportes o lampos de una expresividad ingenua, sin extravagancia ni acento de repetición declamatoria, ¿qué pensar sino que tenía ante sus antiparras de moralista uno de los clérigos de la Cantiga de Talavera, pero sin mezcolanza ni desconcierto?

Fue siempre la íbera mano bien diestra en pintar el ideal de logro posible bajo forma humana de Imposible alcance.

—Como estas zarrapastrosas del gobierno de Sancho, y las dos pastoras de teatro, las del alambrado de la Arcadia, con sus valladares de hilo verde y todo...

—Verde eres y verde serás de viejo, Cóquilis. No te metas en frailejón y pon a tus números seis más: la Clara Perlerina, la de los alifafes; la de Miguel Turra; la hermana de la bolsa; la hija de Diego de la Llana, el ganadero, y las dos zagalas del pellico de brocado. Llevas ya treinta y una.

—Contando, así, padre... Ni nombre tienen éstas. ¿Y la de Miguel Turra, la que murió por purgarse empreñada?

—... Que de no ser así hubiera dado a luz un hijo que pudiera estudiar para doctor... Cuescos de almendrucos hay topos, pero como tú...

—Que non oviesse manceba casada ni soltera—recitaba el Padre Higuea en costura deliciosa, paladeando con tranquilo impudor las prohibiciones del Arzobispo don Gil y los cantares cazurros y de escarnio que sabía como si hubiera topado en sus librotes con los diez cuadernos de que hablaba Juan. Ove de las muxeres a veces gran amor.—Sembré auena loca ribera de Enares...

—Leandra, Zoraida, Altisidora.

—...La de la voz ronquilla, que acusa al gran caballero del robo de sus ligas.

—Melisendra..., un esperpento de madera, y aquí paz y después gloria.

—Alto, sacris. No ha existido una cría más de hueso que ese títere de retablo.

—Una mujer hueso. Así dicen los viajantes de comercio cuando les va mal en un sitio; que es una plaza hueso.

—Ya roerías tú, camellonazo, el hueso a que me refiero.

Y aparentando enfado declamaba el Arcipreste, la mano en la taza y los ojos en el techo:

—No consentiré yo que en mis días y en mi presencia se le haga superchería a la tan famosa señora de don Gaife-ros, la del desnarigamiento. Cuán grande es aquí, en este trozo del libro, el manchego negándose a pagar las narices rotas, Cóquilis.

Trasegado el vaso, como si la uva conjurara en la memoria las palabras del caballero, fueron saliendo casi deletreadas, paladeadas como se hace con el saborete de un caldo generoso:

—... No hay que venderme a mí el gato por liebre presentándome aquí a Melisendra desnarigada, estando la otra, si viene a manos, ahora holgándose en París con su esposo a pierna tendida... Y luego dices, sacristán de la Cueva de Salamanca, que este fantoche no existió. Llevas treinta y cinco.

No entendió Cóquilis la alusión al Entremés de Cervantes, porque tenía de ese sacristán la misma noticia que del otro sacris de los Baños de Argel, y, emperrado con su enemiga a las mujeres [sin nombre o huesos] del Quijote, murmuró:

—Treinta y cinco... Contando así, a ver qué vida.

—Contando así, la treinta y seis es Dulcinea del Toboso.

—Que tampoco existió, ni sale en el libro, ni se ve.

—¿Conque no se ve?... Valiente gamonal estás hecho. Las treinta y cinco anteriores, las de las ventas, las de la ínsula Barataría [esta ínsula no es una ínfula; también existió, Cóquilis], las de las novelas intercaladas, las distraídas, las disfrazadas de varón, las pastoras, todo ese ganado de faldas es maragatería al lado de la emperatriz de la Mancha, mi señora doña Ana Zarco de Molares, la tobosina. Ese es el encanto de la mano de Cervantes, simplón. Jamás es más grande nuestro Príncipe de las Letras que en esas mujeres que no aparecen ni se ven y que, como tú raneas, no existen.

—Como digo y como es, Padre.

—Sea para ti, que poco importa. Para ti, como no sean de esas tías que hacen la guerra en cueros... En sacándote de tus Cucas...

Fue ahora Cóquilis quien apechugó con el sofión su vaso. El ruborcillo camueso que le saltaba al rostro, contra su cinismo habitual, pintarrajeando sus mofletes con esgrafiados de tatuaje, surcó los carrillos y se desvaneció en el verde ginjo de costumbre. Porque a este sacris le ocurría lo que al sacristán de Mollorido; que, si la tierra de aquél no estaba en el mapa, siendo de Castilla la Vieja, en parte alguna se podía hallar un hombre que, no sabiendo lo que era pudor o vergüenza de carne, en cuanto la nombraban se le salpullía el rostro con rosadas aguas o pelusas que por gradaciones a vistas se hacían verdosas.

—Sigamos—dijo Padre Higuea—, pero no eches en saco roto que Dulcinea es la mujer arquetipo de todas ellas.

—...La mujer que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer alguna de la Mancha—leyó Cóquilis en lo ya dictado.

—Salan bien las mujeres los puercos. Sigue Cóquilis.

Mientras el sacris se [tragaba] el aforismo y resplandecía de nuevo como si iluminaran la piel por dentro y rascaba el cogote con su pluma de ave, el Padre le daba aire a un monólogo de los que acostumbraba, porque aquel hombre era de los que piensan en alta voz y hasta cuando pasan sus ojos [en silencio] por las páginas de un libro mueven los labios y oyen [dentro] las letras.

La hija de Aldonza Nogales y Lorenzo Corchuelo invadió su espíritu y alternaba en remembranzas y encomios. La forzuda moza de muías se transfiguraba en su alma arciprestal [una vez más], como les sucede a todos los que en [Ella] piensan.

Alma bien exorable y comprensiva fue la española, pronta a justificar efi los malos pasos lo humano de ellos hasta con lo o por lo divino.

Y el lunar de la tabla del muslo y el del bigote... [pero muy luengos para lunares son pelos de la grandeza que has significado, Sancho] traíanle a la memoria aquella carta de amor que escrita por Don Quijote nunca llegó a su destino. Amo y escudero se olvidan de ella; ni don Alonso la entrega ni la reclama Sancho, que va al Toboso con... ¡ese único objeto!... La más noble de las cartas de amor que se hayan escrito en el Mundo quedó sin entregarse, perdida en las breñas de Sierra Morena...

—Oye, Cóquilis. Don Quijote soñaba para su Dulcinea unos ojos verdes, esmeraldas, como los de tu Cuca, la Ci-riaca...

Y vuelta al monólogo. Buena mano tenía para casamentero Don Quijote. Y ¡qué mano!... No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contextura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas, de donde sacaréis qué tal debe ser la fuerza del brazo que tal mano tiene... Y hombre semejante sólo hallaba franca acogida entre los cabreros o entre los bandidos de Guinart...

—Pero el triunfo, sacris, la gloria de Cervantes no es Don Quijote; son sus mujeres. No existe Ingenio que las haya entendido más profundamente. Y con lo sencillas que aparentan ser todas, aun aquellas a las que les entraba [la amorosa pestilencia].

—Si llega a conocer las de nuestro pueblo—interrumpió el sacris.

—En general—continuó don Juan, como si no hubiera oído—los Ingenios de España han acertado mejor en la descripción de las mujeres de sus invenciones que en la de los hombres. Vamos a ver por qué, Cóquilis; quare causa...

Pero estaba de Dios aquella tarde que el Arcipreste no podría continuar uno de los trabajos que solía emprender entre el trajín teológico de sus Sermones, estudios tan raros como esos Sermones que jamás predicaba y destinados... a sí mismo.

Cuando más atareado se encontraba en destruir con su propia mano la taracea de la caligrafía sacristanesca embutiendo citas arriba o abajo o negreando con latines a destajo las márgenes dejadas para tan clerical menester, he aquí que, atropellando al ama y dando fuertes voces, penetró en el santuario del trabajo mental el tío Tiburcio, con el sombrero puesto, demudado el color y todas las consabidas señales de un sobresalto reciente.

—Oye, Juan—exclamó sin más preámbulos—, sé que no te gusta que te interrumpan; pero la cosa no es para menos... Ah, ¿estás ahí, Cóquilis? Valiente sinvergüenza. Ya sabrás que este Brusil [entre la gente del pueblo se le conocía así]... Pero, ¿escuchas o no, Juan?...

—Voy, Tiburcio, voy; espera. Cóquilis, alcánzame la Vul-gata. Me va faltando la memoria, Tiburcio... mala nostra pele...

Y como le trajera el sacris los dos volúmenes del Ver-cellone, buscó la Epístola Universal, dejó la Biblia Sacra vulgati editionis... se levantó, compulsó la citación, señalada con uno de sus dedos tremendos, en una edición del abate Jager [en griego] y, volviendo con la Hebraica ma-nualia, de Rosenmüller, cotejó el catorce del IV de la Epístola con el texto griego y el hebreo en alta voz. Después, lentamente, copió en traducción suya la citación: Y no sabéis lo que traerá el día de mañana, porque ¿qué es nuestra vida?; un vapor que...

—Bueno, Juan, déjate de vapores, por los clavos de Cristo...—gruñó el tío Tiburcio, que, desesperado, le había visto ir y venir y hablar en idiomas raros, sin que le prestara la menor atención.

—¿Y qué tiene que decirnos nuestro gran Tiburcio?

Ese [decimos] pronunciado en tono arzobispal era uno de los infinitos recursos con que don Juan contaba para velar a parientes y parroquianos el fondo de su bondad, agria como las coles, pero como ellas sana y terrera.

—A Sabelona le ha dejado con dos palmos de narices Justo. Ya lo veíamos venir eso; pero, hoy, al pasar por el Mercado, cátate a Justo amarrao a una de las Cucas, con la Pascasia.

—Con tu Cuca, la que fue criada vuestra antes de lo del garrote.

—Con [mi] Cuca, Juan. ¿Y qué crees que ha hecho?... Pararse delante de Sabelona, que si no le agarra Liboria la de Villafranca se las pira del patatús, y decirle la muy zorra, zarandeando al Justo: ¡Tú me echaste de casa, pero llévate ahora tu... prometido, si puedes!... Ya ves qué escena. Qué chulería y qué poca lacha, Juan de mi alma.

—¿Y Justo qué hizo?

—Desjarretarse de reír y marchar con ella el charrán.

Radix malorum, ya lo decía Tertuliano. Esto de las Cucas se va poniendo feo. Cada día crecen un palmo. Como los cementerios.

—No lo sabes tú bien. A eso vengo, Juan. A que tomes cartas en el asunto tú que lo puedes todo y hagas un escarmiento en esa gentuza que las deslome.

—Llévate la Vulgata, Cóquilis—dijo el Padre Higuea al oír esto—, y tráete Séneca, que me va a hacer falta.

—Y este pirracas de sacris, otro tal. Este no sale de allí. Has de saber que se ha hecho chulo de la Ciriaca, que es su entretenida o querendona.

—¿Tú quoque, Cóquilis? Trae acá ese Lucinio... Debías leer estas cartas, Tiburcio. En ellas está escrito que para ser feliz hay que despreciar lo que pasa. Domus mea, do-mus orationis vocabitur. No me traigas conflictos. Yo siento lo de Sabelona; pero ¿qué entiendo yo de esto? Tengamos el catorce del XXIX de Job: Y me informaba con diligencia de la causa que no entendía... En cuanto a ti, Cóquilis, acuérdate del tres del XX del Génesis: Mira que morirás a causa de la mujer que has tomado.

—Y luego dices que te falta memoria—exclamó tío Tiburcio melancólico y desconsolado al comprender la marrullería del Arcipreste.

—Se va, se va, querido primo, como el valor. Ahí me pides un maimón; luchar con las Cucas. Una sombra que pasa, que dice el Salmista por el treinta y ocho. Creo yo que si [nos] pidierais la salud de la chaveta de mi hermano el Varetas sería más hacedero. Porque has sido fiel en las cosas pequeñas te confiaré las grandes; esto está en San Mateo; pero no, no [nos] es posible, Tiburcio. Ya os lo dije otra vez cuando la Comisión...

—San Mateo [nos] valga, Juan. Yo no te pido latines. Ya es hora de que alguien se atreva con esas marranas que han estropeado al señorío y emporcado al pueblo entero y arramplado con todo que no sabe uno dónde va a llegar o dónde quieren llegar.

—¿Que me atreva yo contra siete mujeres, y siete como ésas son?

—No te lo mando yo, aunque debiera conmoverte lo que le pasa a Sabelona; te lo manda tu sagrado ministerio, el Dios que representas y lo que se le viene encima a [El] y a nosotros.

—Dios, Dios... Siempre tenéis a Dios en la boca, venga o no a cuento. Bien se conoce que no has leído a San Agustín, aquello de su libro de Natura et gratia... Dios no manda lo imposible, sino que advierte que se haga lo que se pueda y que se pida auxilio cuando vengan mal dadas.

—Pídelo tú, Juan, y haz algo. Y pronto.

—¿A quién? No será al Señor, en mis días. ¿Al Alcalde, mi hermano? Pero si tú sabes que no sale de casa de las Cucas... Si se va a morir allí un día de éstos y le van a tirar de las sábanas los diablos como al réprobo del cuadro de Jenara. ¿Quién es el majo que le saca de la pocilga?...

—Si supieras lo que dicen por ahí del Varetas...

—Que le pasa a él con las Cucas lo que a mí con las Carmelitas. Lo sé, Tiburcio, lo [sabemos] primo. Léese en Los Proverbios por el tres del XVII que así como el oro prueba la plata y el crisol el oro, así el Señor prueba los corazones. Las Madres Reverendas saben perdonar algo más que eso.

—Si fuera eso sólo, Juan. Dicen que le va a ocurrir a las onzas de la Vaca de tu hermano lo que al dinero del Padre Gabino.

—Dios les tenga en su Santa Gloria a los dos, al Padre y a su dinero. Beati qui in Domino moriuntur... Pecunia tua tecum sit...

A todo esto los carrillos morci-lludos iban y venían del rosa azafrán al verde peruetano o manzana en el todo atribulado Cóquilis, que con su Séneca en la mano, y no acertando los derroteros que tomaría la misión del tío Tiburcio, no se atrevía a llevarle a su estante donde le aguardaba un huequecito amable, entre Justina, hija del bribón mesonero de Mansilla, y don Raimundo el entrometido.

Que en los asuntos o cuestiones de mujeres la Raza tuvo a todas horas el sano acuerdo de que se resolvieran por mediación del tiempo, tan buen Juez como testigo.

Zozobra y susto semejante conturbaban el espíritu imperturbable del Arcipreste que, de pasmo ante la sola probabilidad de una intervención en el negocio de las siete Cucas, hasta se le olvidaba beber de la taza y ofrecerle a Tiburcio, que de [eso] entendía también un poco.

En vano tío Tiburcio tocara todos los resortes del parentesco. A creerle, y así era en realidad, con su petición iban las de Sinforiana, la Demetria, la de Cipriano, la de Medardo, Marcelino y Pánfila, y tantos otros ricos del pueblo y por lo tanto parientes todos ellos, entre ellos, y suyos. Petición que esta vez era de auxilio.

—Hombre, Juan. Parece mentira. Tú que eres, vamos...

no sé cómo decírtelo, un hombre a quien no le coge nada de susto, que no te atrevas...

A lo que no se atrevía el buen Padre era a espetarle un bufido místico que trae Jeremías en el cinco del XVII, y que le borbotoneaba en los labios como espuma: [Maldito sea el hombre que confía en otro hombre y no en Dios].

Miedo da pensar qué serían aquellas siete hembras cuando un [cura loco] tal vacilaba y le enjaretaba el asunto a Dios en persona.

—Tus sobrinas, Juan, han ido a Salamanca a eso de las Cucas.

—Con tal que no hayan ido más que a eso—interrumpió vivamente el Arcipreste, acentuando picarescamente la sorna que le era habitual.

Mucho quería el sacerdote a sus sobrinas, pero el retintín misterioso de la frase y la sonrisa que apareció en la bocaza del sacris, revelaban que el resorte de las sobrinas haría en el alma de don Juan el mismo efecto que las quejas contra las Cucas, hechas o por hacer por sus tres sobrinas, en Salamanca.

—Ya he prohibido, Tiburcio, a las Cucas entrar en la iglesia. Y como ellas supieran que no tengo derecho alguno para hacerlo, ni canónico ni de ninguna laya, hazte cuenta que íbamos a pasar un mal rato. Y aun así hacen sus devociones. Porque tienen altar y una Magdalena como una casa y un Cristo más grande que el Cristo Pobre de San Gil y un Niño Jesús, y sé que han encargado un Buen Ladrón a la casa de París, de donde trajo mi hermano el Nazareno cuando le empezó a abrirse la piojera. En su mano izquierda, las delicias, y en su mano derecha, los remedios, como el sermón de San Bernardo.

—Pues tú dirás que sí o que no—remató Tiburcio, poniéndolo todo a ocho—, pero aquí hay que hacer algo muy sonado. La vergüenza de las Cucas no puede continuar. Se han adueñado del pueblo esas hijas de un ahorcado y lo están pudriendo. Y lo asqueroso, con serlo todo en esta maldición, es que las autoridades de Salamanca y las de aquí mismo les hacen el rendigú.

—... El rendez-vous, Tiburcio; el rendez-vous, querrás decir—insinuó el padre beatíficamente.

—Eso más. Bastante [nos] importará ahora el busilis de si se pronuncia así o asao ese gabacho, teniendo a Sodoma en casa y Gomorra y las siete plagas del Egipto.

Y sus ojos furiosos se clavaron en Cóquilis, casi estatua de sal hacía rato el pobre cetre en eso de mirar por el virote, de espaldas como [la] de Loth.

—Como este Satanás de feria—rugió el tío Tiburcio—, siempre de trasnocheo y pasantía en la casa de la poza...

Era indudable que tío Tiburcio, fracasado en la misión que allí le llevara, buscaba tarifar con alguien. Pero el sacris, que según el tío Tiburcio bailaba in coritatis meam [paso latino que, por cierto, no se encuentra en el Diccionario del Baile, de Compan] en el antro de las Cucas y era quien tocaba en las juergas de la inmunda ergástula el piano de manubrio, se hacía el choto brocho. Entre un manojo de razones, porque el adinerado y asustadizo tío Tiburcio era padre de la Sabelona, su discípula de piano y no de manubrio, sino del de las ochenta y siete teclas.

No dejó de hacer efecto en el ánimo del Padre Higuea eso de que su sacristán y amanuense danzara en cueros, aunque de sobra lo conocía como conocía todo lo que en el pueblo pasaba, y le miraba de reojo gatunamente, dividiéndole en trancos o lances como un viviente libro de la vieja bibria y figurándose desnuda aquella froga de burlas de la naturaleza. Mas, por aquello de Shiloh en el once del XLIX del Génesis [Atando a la vid su pollino y a la cepa el hijo de su asna lavó en el vino su vestido y en la sangre de uvas su manto]; lo que, en un lenguaje menos bíblico, quiere decir y dice que se zampó de un trago toda una taza y una dosis igual de responsabilidad moral.

—Si Dios está con nosotros, Tiburcio, dice San Pablo, ¿quién contra nosotros?... Las abominaciones asnales de Cóquilis no nos enflaquecerán y las Cucas... non prevalebunt.

Se comprende sin muchas advertencias o llaves de aviso y paso el efecto de sinapismo que en el tío Tiburcio debían causar tantos latinajos y referencias que, vinieran o no a pelo, no entendía ni jota.

—Bueno, Juan. En resumidas cuentas, ¿qué te propones hacer?...

—No hacer, primo Tiburcio. El camino del hombre es su vida, dice San Fulgencio.

—No hacer... Pues sí que la hemos hecho buena...

—Sí; vamos a hacer algo. Y es dejar hacer a mi hermano y a este excrementoso de sacris; dejar hacer a las Cucas y dejarte a ti que sigas haciendo con tu pozo... lo que te dé la gana. Y en cuanto a mí haré lo que me dice el Señor por Zacarías: rodearé mi casa de soldados, pondré mis ejércitos en defensa de ella e irán y vendrán cuando convenga para bien y provecho de mi pueblo.

Como esto significaba que ya tendría bastante trabajo el Arcipreste con velar por sí mismo, no concluyera en las Cucas y hasta valsando como Cóquilis, el tío Tiburcio [al que la alusión al pozo le había dejado parado, un tanto traspuesto] se fue renegando.

Y no había dejado caer el cortinón de la puerta el padre de Sabelona seguido de [Dios vos acompañe] del Arcipreste [como si el vos quisiere decir a ti y a lo que te llevas], cuando don Juan, cerrando de golpe sobre el atril su Quijote, exclamó:

—¡Las Cucas, oh estercolado, sacris, las Cucas!... Nunca han nacido de madre mujeres que tengan en lo que están haciendo más razón que esas siete hembras.

Siguió en silencio un pensamiento que muy dentro de su noble entendimiento se desarrollaba y, golpeando cariñosamente con un dedazo la frágil pluma de su Santa Teresa, allí de bulto, exclamó:

—Como tú escribes, Teresa... Lo demás no es para carta ni aun para decir...

Con la mano en el pecho y la memoria en la mejor parte de las historias que corren de mano en mano por los reinos de la fantasía, afirmamos que no existe, ni en los mismísimos carteles de estandarte de los ciegos feriales, romance tan impensado y novedoso como la Vida y pasión de las siete Cucas.

Siete. Ni una más ni una menos. Seis hijas y su señora madre. Si hermosona la madre, guapas y bien majas las crías. Y ni la madre vieja, ni las hijas machuchas o pasadas.

Apenas en los veinticinco Ciria-ca la mayor [la de los ojos verdes como los de Dulcinea del Toboso],

Tan inagotable como extraordinaria es la riqueza de la realidad hispana en tipos noveleros, o novelables, o novelescos.

venía a contar Crescencia, última de las hermanas y la más hermosa también, los años sin los meses ni los días de aquella hija de feliz recordación que ensalzara tanto a Don Quijote la dueña Rodríguez.

Agueda, Onésima, Abilia y Pascasia se repartían los otros años, y Saturnina, la madre, o la Saturna [que así era conocida], no pasaba muy allá de los cuarenta.

En el pueblo se las conocía por las Cucas, y estas mujeres, siete como los pecados capitales del Catecismo, eran la sal y al mismo tiempo el terror del pueblo castellano por los días que espulgamos a la rebatiña y sin muchos melindres aguachirles.

Felices los pueblos que no tienen historia, exclaman los buscadores de antiguallas o antigüedades para consolarse de la mala cosecha, al husmear en poblaciones como ésta, rica, racial, mas sin campos donde se dieran zurras de esas cuyo recuerdo dura siglos y sin caserones o parroquias que aliviar de la carga, gloriosa pero al cabo peso muerto, de las viejas obras maestras.

Felices los pueblos que no tienen historia. Si llega a tenerla este pueblo... vaya si se cuelan de rondón en la rebujina no sólo los cartularios, hasta los corredores de oreja.

Pocos años atrás, bien pocos, estas reales hembras [cuya descripción irá todo lo pronto posible en detalle, como las partidas de una factura], mozas sanas, colorado tas y robustas, altas como su padre Librado, de alias el Cuco, servían de criadas en las más ricas haciendas del pueblo, a las familias de más recancanillas, lilailas y entredijes.

En el caserón del tío Varetas, Onésima; Crescencia, en la solariega de doña María Garnacha, Padilla y Venegas, sin que esa conjunción copule el último apellido con los anteriores todos de tan señorial dama, cuyos ringorrangos podingolondangos el pueblo concretaba en el mote [la de los Tufos]; Abilia, en la del Ciriano; con doña Demetria, la Agueda; en casa de la Liboria y Marcelino, Ciriaca, que ya por esta época sufría el estrecho asedio de Cóquilis; y con el tío Tiburcio y su hija Sabelona, la Pascasia. Saturnina, la madre, o Saturna, como sin convenir entre ellos la llamaban todos, vendía a domicilio hogazas y ceneques y el Cuco trabajaba en el antiquísimo telar de la señora Benita, que en paz descanse.

Pero sucedía con la existencia de estas hermosas criaturas, apacible en apariencia, quedita y a somorgujo, lo que ocurre con el alma castellana, que en el fondo, es decir, en la enjundia o entrañas de su realidad, poco tiene de huerto cerrado y molondra y mucho de atuendo, cascarrabias y raposería, siendo su serenidad de llanada, en la verdad y no en los libros, acecho prieto de sensualidad y borra nada limpia de vida repelona.

Raro era el día que no le iba al Cuco alguna de sus hijas con la sanfrancia o pelotera del cuento de apetitos contra su honestidad y recato, chillonas las mejillas de resentimiento y vergüenza de la poca que con su honra gastaban los cabildantes del señorío. Ellas se defendían a mordiscos de los atracones de los burros; pero, perdidos los aciales aquellos ricachos pollinescos, no cejaban en su brega lardera y era casi seguro que la faena o fregado carnal terminaría a favor de estos hidalgos de pega y cogulla te-rruñera, descantillados ya los muy zamarros.

De pega por la que han dado a los papahostias que con cargante tenacidad literaria, copiándose o birlándose sin aindamáis ni escrúpulo unos a otros los moldes, les describieron como encinas seculares o gredos rodados de las na-jarras o cuchillares, cuando en puridad son más peligrosos estos falderos bajo su tasa, compasamiento y máscara patona de hito, que los cuerpeadores y graneleros de las ciudades.

Creyendo que sus domésticas eran [criadas] para ellos en casa, no las dejaban en paz ni un instante; y no la prole albilla o tempranera, como pudiera imaginarse, sino los mismísimos tíos, los machos de padreo, eran los que traían las chicas al zarandillo.

El Cuco, que adoraba a sus hijas tanto como ellas se miraban en él, iba comprendiendo que más temprano que tarde la fiera defensa de su honradez contra estos poderosos empaladillos, amadores de aduar, las enredaría en un proceso encadenado y sin fin como los aduces de las norias... Y en el caletre del Cuco, no tan fuerte como su hombría, se pudría barajado el seso el despecho de la dignidad trozada por la inmunidad miserable que [el dinero ha] y el libertinaje, más repugnante por lo solapado, de tanto Don Carnal y Don Melón de la Huerta, como llevaba al estricote la nada grilla de sus antojos.

[Dixela por te dar esiemplo, non porque a mi vino]... Los galanteos y las intrigas, las cuaresmas y las pascuas de este cardumen de mañeros fueron siempre obras maestras de cinismo tranquilo, de paganía ingenua [cristianizada], efusiones y trasportes de lubricidad atenuados con magníficas hipocresías e hidalguías platerescas.

Las seis chicas se defendían bien del escarnio cazurro y del olor a crudo de tanto garañón de chiripa. Guantazo y puñetes a este entripado, puntapié a esotro tabardillo, lanzamiento a la chinistra de loza y escupitinas a diestro y siniestro. Costara lo que costase querían ser honradas. El

Conde de Bornos decía en lo antiguo que [la mujer de más bravio sólo es capaz de gobernar una docena de gallinas y el gallo]. Una docena de gallos tenían estas Cucas a raya. Y todos los días. Proezas oscuras del honor dignas de admiración y cuyos atrenzos o arrestos ponían fuera de sí a los braguetas vencidos, no explicándose los epulones pil-traferos que hembras tan pobres se resistieran a sus achuchones tan encarnizadamente. Llegaban hasta arrojarlas a la cara como un insulto la bravura de esa defensa que francamente no entendían. Qué vanidad. Charrerías... Se hacía insoportable la estúpida indigestión de pudor. Gazmoñas tales. Paparruchas...

¡Sólo ellas sabían], y claro está que nosotros también, las escenas de tanta comedia impura y a topacamero, los soeces asaltos y ataques decisivos, amenazas y canalladas de tapadillo. Sin embargo, algo y aun algos de estos vapuleos habían trascendido a la gente, que celebraba con entusiasmo esas victorias de la honra femenina sobre la vagancia, el dinero y el eterno concepto de ruin fragilidad que la impunidad cobarde de los pudientes ha tenido en todos los tiempos [y tal vez en todos los lugares del mundo] del honor de los siervos. [Si el pobre puede ser honrado], decía Cervantes, que tenía sus motivos para condicionarlo.

No duró mucho ese entusiasmo popular. Y no porque él sea de sí quebradizo y variable, sino porque la tragedia saltó bruscamente sobre aquel pueblo cuando nadie la esperaba, ni la presentía, ni siquiera podía imaginarla como posible.

Desde el crimen de la entenada [ese fantasma que todos los sábados al anochecer, desde treinta años hacía, se sentaba en el brocal del pozo del tío Sabas] nadie cometiera en el pueblo desmán grave, de los que desencuadernan el pescuezo a quien les comete.

Cierto día apareció, en el telar de la bendita de Dios, señora Benita, esta mujer con la cabeza casi separada del tronco de un hachazo dado en el estilo de la Edad Media y principios de la Era Moderna, como el que quiera tomarse esa molestia puede observar viendo estampas de los Comuneros trucidados en la plaza de Villalar mismamente donde se alza el rollo.

Si el hachazo fue maestro, el robo había sido el móvil del crimen y la justicia no tomó en consideración que el Cuco quisiera robar [y fuera ese el único camino] para sacar a sus seis hijas de la esclavitud y de la deshonra. Por lo tanto, el Cuco fue ahorcado en buena ley de cufio. [Orne que faga omecillo por ende muera...]

Lo curioso era que fue Saturnina, su mujer, quien se espontaneó y le delató. Aquella fémina tenía en las arterias sangre de doña María de Monroy y, como ésta hizo rodar las cabezas de los dos Manzanos sobre las losas de San Francisco en Salamanca, la Saturna no vaciló en entregar la del esposo al cadalso del secarral, al calaverinario o calvaría sobre cuya horrible piedra caballera veis hoy una cruz como la del camino de Galapagar al Escorial, aunque algo más pequeña.

La sociedad, sin embargo, no se dio por satisfecha [¡no faltaba más!] con el estrangulamiento legal del asesino y con el gesto sobrehumano de la Saturna. Y, una por una, las seis Cucas fueron espabiladas, expulsadas sin contemplaciones ni azofaifas, arrojadas al arroyo, con lo puesto [y gracias] sobre el palmito serrano.

Las hijas del ahorcado, las insobornables, pudieron ob* servar en sangre viva el maravilloso fenómeno de un ajusticiado que se sale con la suya. Su padre había robado para llevárselas lejos, muy lejos, donde los orangutanes de la lascivia dejaran en paz de tanta cansera crapulosa a las muchachas; y he ahí, al fin, cómo logró el asesino que sus hijas se libraran de las asechanzas de los ricos rijosos, reveseros y aburridos. La horca heló en las venas de los señores amos la incontinencia bribona y, congelada la poca vergüenza de las barrabasadas, se desvilgó suavemente por la Hambría el espanto. Ya no eran las Cucas seis hembras codiciables. Eran las del ahorcado...

Al fin, las hijas de un sepulturero y hasta las de un verdugo [moderno] pase. Mas las hijas de un ahorcado, ¡qué horror! Aun después de concordadas las jurisdicciones de picota real y rollo señero por el Ordenamiento de Alcalá con la venerable ley del Fuero; y, arrasados los [gentiles árboles berroqueños], como decía el cojuelo a don Cleofás, por mandamiento a rajatabla de las Cortes de Cádiz; aun después de eso, todavía espeluzna la picota grajera y lo que con ella reza, sea garfio, argolla, cuerda o colgado.

No, jamás. Las nalgas de los afidalgados no se contaminarían ya echando la pata encima a tales monstruos de inmoralidad. A la calle, a la calle... Y sin hormiguillo o escozor de pesar.

A la calle se fueron; vírgenes, honradas, pero a la calle. Ni su hermosura ni su virginidad valían ya un comino. Nadie se acordaba de la valentía nobilísima con que defendieran su honor y engrandecieran, con esas repetidas proezas caseras de cachete y tente tieso, el honor de todas las mujeres del [ejío]. Sólo se sabía o quería saber en el pueblo que aquella madre con sus siete hijas eran cosa aparte, sombras vivas indeseables.

Se las desconoció. Se huyó de ellas. El pan que revendía la Saturna le fue negado en los hornos y nadie, absolutamente nadie, le hubiera recibido de sus manos. En el mercado les birlaban la compra del día. Cuando entraban en una tienda se salían los clientes y el dueño vociferaba latigazos de cólera. Buscaron trabajo; nadie se atrevió a concedérselo. Eran las del ahorcado. Se enfurecieron y se rieron todos de sus desesperos. Hasta el encanto de sus hechizos las fue inútil y las lágrimas, castigando los ojazos de la raza charra pura, no conmovieron ni a sus propios parientes. La tía Hermógenes, que, cobrando en el lavadero las coladas y lejías, guardaba en canastas buenos celemines de céntimos, las arrojó de su lado con vituperios hebraicos. Y eran sobrinas suyas... Pero un ahorcado, ¡canastos!... Y en la familia... Puach...

El que fueran tan hermosas aumentaba el daño y el desvío, lejos de atenuarlos. No es verdad que la belleza y la honradez tengan privilegio ninguno en los momentos graves sobre la tierra, y en las mujeres, menos.

Las estaciones de aquel calvario fueron sedimentando en la altanería natural del sentimiento castellano heces bien extrañas de desconsuelo y de venganza. ¿Qué otra cosa que fiemo de odio debía posar en sus corazones el martirio diario inmerecido y cruelísimo?

Primero había sido la procesión lúgubre de aquella comisión de señoras [las de ellos, las de los garañones con achaque que se disputaban su honor a bocados] caminando de puerta en púerta para que los amos morosos no dudaran ni tardasen en tirarlas a la calle.

Sentadas en los soportales de la plaza, en montón de húngaras, llorosas y rebeldes, más hermosas que nunca, las siete hembras se retorcían las manos recordando las figuras arrebozadas de la comisión purificadora tan bien conocidas de ellas [por dentro]. ¡Oh, qué asco, qué farsa!... Allí la tal y la cual. Y las rememoraban entre ellas.

—Madre, ¿viste entre las tías a la Iluminada?

Que la mujer es hija del hombre. En el hechizo diagonal de los sexos es ella quien hereda la raíz del carácter del padre.

—También iba doña Alfonsa... —Y Julita, la Mica...

—Y las sobrinas de don Juan

Higuea, las tres...

—Hasta la Catalá.

—Esa está en todas partes, ma dre; pero algún día se acordará ella y todas esas pindongas. Por estas cruces. Por el padre.

La más joven, la más guapa, Crescencia, hablaba así. Fue a la primera que se le ocurrió desde el primer instante poner al padre ahorcado por testigo de su desgracia; y a la pequeña Venus debían las demás un indefinible sentimiento de culto al hombre que matara por sacarlas de la miseria y la deshonra, que lenta pero profundamente se las grababa en las entrañas con ansia indeleble.

Desde que ahorcaron a su padre, la valiente y bellísima criatura había reivindicado su memoria y echado sobre sí misma la responsabilidad social del crimen y la expiación de todo lo que hubiera que expiar. No compartía con sus hermanas ni el desfallecimiento que las amodorraba infinitas veces en las andanzas horrendas del día, ni la idea de que sobre ellas se hubiera tendido la sombra de la horca.

—Ni que fuera la del manzanillo, hijas—decía riendo.

Y deslenguada, despechugada, revuelto el rizoso pelo negro con aire bohemio, a todo hacía cara animosa e insolente.

—Parece mentira que seas tan mujerona—la gruñía a su hermana Onésima, de las seis la más robusta y espléndidamente formada.

—Llorica—gritaba otras veces a la delicada Abilia.

Ella no lloraba nunca. Cuando venía alguna de las hermanas a todas ellas juntas, hechas unas Magdalenas, los ojos cegados por las lágrimas y en los labios todas las amarguras de la desolación, en vez de romper a llorar ella también, saltaba como un muelle y, sin dejar el hatillo del que no se separaba jamás, era ella quien entraba en las tiendas y desafiaba la crueldad indigna del pueblo, desbocada y sublime la chicuela.

Pocas veces volvía al grupo doloroso y andariego sin lo que había ido a buscar. La madre la besuqueaba temblando no la pudiera suceder algo malo.

—¿Peor de lo que nos pasa, madre? Bah. Primero lo niegan, pero acaban por dármelo.

A veces añadía esta reticencia, ardiéndola los hermosos ojos:

—Y ellos que no me lo den, madre.

Hubiera robado y hasta hecho algo peor. Mas por el momento sólo necesitaba recurrir a su buena memoria de azafata.

—¿Por qué no les das el tocino y la carne a mis hermanas?—gritaba a la Pura Patiño.

La joven carnicera se tapaba los ojos con las manos. No quería ni verlas. Eran las del ahorcado. Las mujeres que mercaban su compra corrían despavoridas a refugiarse en los rincones.

—¿Es que apesto?... Ya me estás despachando... Aquí está el dinero.

Arrojaba las monedas sobre el mármol del mostrador y, el hatillo entre las piernas, esperaba cruzándose de brazos, que era su típica manera de ponerse en jarras.

Un trozo de cuerda, de cáñamo rojizo salía de aquel hatillo o lío que envolvía un enorme pañolón de hierbas a lunares.

La Pura no se atrevía a despacharla. Y el padre de la Pura, en la cercana habitación, espiaba enfurecido pero cobarde la escena, esquinado en el quicio de las vidrieras como un gato.

La valiente chiquilla deshacía su postura de reto, revolvía las monedas de cobre y las hacía sonar y caer una a una...

—¿Es que tienen sangre?—rugía—. A ver si es que huelen a muerto...

Y, doblándose sobre la arista del mostrador, execraba a la Pura en sus mismísimas narices respingonas con lo que menos podía imaginarse ésta y en un lenguaje de sarcasmo indescriptiblemente eficaz y cortado.

—Despáchame, mujer, despáchame. Siquiera por las cartas que te he llevado a Julita la Mica. Que son una reata, tú.

—Calla, demonio.

—Que calle, ca. Si no me despachas, sale aquí todo, ¿lo oyes?... Todo.

—Vete, ahorcá, vete...

—Ahorcá yo... Que me vaya... No decías eso cuando tu querida...

—Calla... Mentirosa. No hagan ustedes caso a esta ahorcá.

—Venga la carne; si no, lo vomito todo aquí, macho, marimacho.

La carne saltaba, brincaba del filo de la cuchilla y del mugriento potro o cabeza de mueco del tranco del partidor. Y el tocino era rebanado en un relámpago y envuelto todo en papeles de estraza.

—Ahí lo tienes por misericordia, Cuca, por lástima. Pero vete y no vuelvas.

—¡Por misericordia! Falsa. Si me destapo van a saber todas lo que eres tú, marrana, macho de la Mica, puerca más que ella.

Pura barría el dinero del mármol con la escobilla de la limpia del tajo. Caían al suelo las monedillas. Se miraban unos a otros. La Cuca chica las alejaba más todavía aquí y allá en la tienda a puntapiés, pero sin recogerlas, riendo y apretando en la mano el revoltijo de la carne mientras la Pura lloraba.

Riendo y desafiando a todos. Sin acertar por exceso de emoción a decirles lo que en su pecho surgía rudo, rudísimo, sin frenos ni pirlipimpines o repulgos.

Paso a paso hasta la puerta y de lado, incendiados los negrísimos ojos en ira, clavados en todas las mujeres que a la distancia mayor posible la observaban con repugnancia invencible, pero con la admiración que producen siempre en la raza los gestos de la sangre...

—¡Aquí está la carne!—decía saltando como una chica, como lo que al fin era, al llegar al grupo de su madre y hermanas desoladas y mortecinas en cualquier escondrijo o rinconada—. Si todas hicierais como que yo, otro gallo nos cantara.

Y las contaba lo que había hecho, espantándolas aún más.

—Pero, chiquilla, tú le has dicho a la Pura eso... Y con su padre delante...

—Con su padre y el ayayay delante la digo yo a esa canija follona todo lo que viene al caso. Y si vosotras hicierais lo que yo, otro pelo nos luciría. ¡Con lo que sabéis!... Con lo que sabéis vosotras de todas estas tías...

Con lo que sabían. Era cierto. Exceptuando la Catála, la célebre tía Catalina [la correvedile y trotacasas del pueblo], ¿quién sabía tanto? ¿No estaban acaso enteradas de pe a pa del cotarro y chapucerías de las señoras? No había sino amenazarlas con la revelación de tantísimas diabluras, intrigas y embusterías como habían visto y oído en el servicio.

—Ya habrá tiempo—decía la madre, de todas las malditas la más temible, porque parecía ausente de su alma la cólera y la bilis que debía tener almacenada.

La más temible en su silencio topo. Les bastaba a sus hijas para calmar su angustia algún tanto mirar aquel rostro hermosón de Dolorosa de altar solitario. Las lágrimas que caían por aquellas mejillas del color de la cera, de cera parecían porque resbalaban por ellas tan despacio y gruesas como si no fueran naturales. Los labios finísimos de su boca estaban fruncidos continuamente; allí morían las lágrimas y sólo se abrían para reprender sin energía a la pequeña y frenar sus arrechuchos o inspiraciones coronados siempre por un éxito infalible.

—No marra, madre. Ya que os estáis todas que parecéis postigos, dejarme a mí. Las doy cada zarandeo que las desmartillo. Echan pez.

Y la realidad de aquella existencia de tragedia antigua, casi y sin casi medieval, era que sin los arrebatos y firmeza de Crescencia, se habrían muerto de hambre y desmoralización.

Sentía cada una de ellas según su temperamento [que teníanle bien diverso] la atroz e injusta excomunión en que habían caído sin comerlo ni beberlo, pero ninguna de ellas se atrevía a afrontar cara a cara el desprecio colectivo, ni echando por delante su belleza.

Sólo Crescencia pasaba cuando le petaba el [Corrillo de la Yerba] y se burlaba de los bandos de Santo Tomé y de los de San Benito. Había que comer y se comía; mientras les duraran sus ahorrillos, y cuando no, también.

Llegó a realizar aquel diablillo difíciles sobresfuerzos, lances de los que escapaba gracias a su belleza, que era mucho mayor de lo que ella misma se imaginaba, y que, por cierto, había aumentado en la desesperación de aquellas amargas semanas de congoja extrahumana. ¿Quién era capaz, por burro que fuera o mastuerzo, de arrancarla de las manos las viandas que tomaba a la fuerza si se las negaban?

—Ahí están las perras. Las toma si quiere y si no las bielda—decía.

No lloraba. Qué había de llorar... No le amilanaban los ceños bestiales, ni los insultos, ni las brutales negativas. Tampoco huía cuando hacía alguna de las suyas. Su tranquilidad paraba en seco todo conato de agresión. En ellos.

En ellas la cuestión era más engarabitada, porque nada ofende tanto a una mujer como la hermosura de otra, y si es joven, más. Pero los labios saben morder como saben besar, y Crescencia tenía en ellos siempre una historia de aleluyas o una chunga maja que cortaba el hipo de cuajo.

La Naturaleza, que es hoy tan sabia como al inventarse el dicho, ha dispuesto que las penas aumenten, en el grado de su intensidad, la belleza de la mujer joven, con objeto de que pueda defenderse de ellas.

—Anda, hija del ahorcao, que te se han pegado los tufos de doña Garnacha—la cotilleaba alguna comadre burlada, aludiendo a que Crescencia sirvió con la dama de los perendengues, doña María y secuencias.

Hijas del ahorcado, hijas del ahorcado. Siempre [eso] en la boca de todos. Ya lo sabían decir todos, hasta con los ojos. Pasaran por donde pasasen, llorando y gimiendo, no se separaban de su lado sin lanzarlas el trallazo.

Quedaba un recurso: irse del pueblo. Era un recurso y además único y sobre todo lógico. Las solas chiribitas de misericordia que la población se permitía con ellas era precisamente eso: que se marcharan a otro pueblo. Pero sucedió con el decantado recurso lo que suele pasar con las soluciones únicas, que no llenan el alma; y, si son forzadas, menos, porque no aplacan ni calman. Y lo peor del caso era que fuese lógico. Las mujeres y la lógica tienen viejas cuentas que ajustar desde el veintidós del II del Génesis, como era pensamiento favorito del Padre Higuea; o sea, desde que la [Varona] fue tallada en una costilla del [Varón], caso raro y oscuro que, desde entonces, la trae en perpetuo refunfuño y escama. Sin duda por no haber leído al Padre Zaham, el que explica profundamente lo que significa el isch [varón] y la ischah [hembra] y otras cosas que la aclararían lo que es un hoadam [hombre] completo, acabado.

Agueda, que por haber trabajado en casa de doña Demetria, señora de las [leídas y escribidas], debíasele haber pegado algo del ringorrango o zaramullo del saber, propuso esa idea salvadora. ¿Por qué no irse de allí? En cualquier parte podrían ganarse la vida y cuanto más lejos mejor.

—¡Cáscale las liendres!—había contestado Crescencia—. Y que no te ha servido a ti, Aguedita, andar entre tías casquilucias. El demonche de las tías de medio pelo... ¿Conque irse, eh? Te irás tú, rica.

A pesar de la oposición decidida y algo más que resuelta de Crescencia, no la sirvieron valedores y las cinco hermanas parecieron encontrar su consuelo en la escapada.

Era ya imagen del infierno lo que les ocurría. Lejos de amainar con el borrón y roce de los días los sufrimientos y dicterios, cada nuevo sol las traía un martirio desconocido. Era como una nube de jenjenes sobre el alma, picaduras en sus entresijos que les desazonaba hasta la desolación. El chicoleo y los requiebros de los galancetes de villorrio, carcundas y gerifaltes de dominguillo, eran hoy cacareo de bellacos. Apenas las divisaban corrían a engrosar los grupos que las zaherían desde lejos. No les conmovía aquel angustioso andar al acaso de las siete mujeres. Al contrario, les irritaba su presencia y escarbaba, en los pazguatos, arrequives e industrias de villanía. Por donde iban tenían delante de sí bien libre el camino, todos se le cedían con prisa de brujería. Detrás de ellas se cerraban recovas y traillas de ladradores que insultaban su desgracia.

Nada más chusco, dentro de la tragedia inacabable, que el sobresalto y pasmo de los que con ellas sin darse cuenta topaban.

—¡Las del ahorcao!—gritaban paralizados de espanto.

Las muchachas se tapaban entonces los ojos con sus manos para que [no las vieran] como hacen los chicuelos desnudos sorprendidos en cueros. Solamente la madre, la Saturna, miraba con fijeza a los que las miraban desvaídos y espatarrados, mirada leal, llena de reconvenciones que les soliviantaba todavía más, creyéndolas desafíos.

Que no huyeran; que se mostraran por calles y plazas; que, a pesar del llanto, se las viera altivas y sin detrimento alguno en su soberbia belleza, les tenían encalabrinados y se disparaban en burdelerías contra tanta resistencia marcial.

La deliciosa Cuca pequeña les contestaba siempre. Tirasen de ella sus hermanas o la zarandeasen, ella había de caminar la última, a retaguardia, para volverse hacia los grupos y contestar. La escena, dentro de su tristeza, era una estampa de precio.

Cruzados los brazos desnudos bien molledos, el hatillo en los pies, desvergonzada la bonita cara que era así descompuesta más hermosa y más fresca, hacía frente a los denuestos inmisericordes de los rufianazos y les encendía el pelo con dichos que nadie hubiera esperado de la gentil pequeña y les envenenaba los hígados.

—Miren la tunanta—decían desde las ventanas las mujeres.

Y como Crescencia las conociera, su respuesta era encaje de ataujía; todas las dolomas de la tía salían a ruedo, hasta la chamusquina de la impertinente, que había de encerrarse y más de prisa de lo que convenía a los cristales y a las orejas.

La madre [no podía] con ella. Se le deslizaba de los brazos al menor mosconeo y agua va. Para qué más... Callar, ni con mordaza. Y eso de acercarse a ella, quito y mamola. Sin rebocillo, ni serafinerías, arriba manteos y a enseñar de una pierna poco menos y a veces más que enseña el San Miguel de la fachada de la catedral en Salamanca. Allí, en la liga, amarraba la Cuca un mondadientes de los que abren latas y triperías; y que no fuera capaz de usar el sacacorchos [eso] a prueba. En cuanto a la pierna, como la chica: de cuidado.

La Iglesia no les daba amparo. Su entrada en la Inestal constituía tal castigo para aquellas desgraciadas criaturas que más que ponerse de rodillas caían sobre ellas como bajo el peso de una cruz. Poco tardaba la parroquia en quedar desierta, si ellas entraban.

El ruido de las sillas, los arrechuchos y pataletas de las intransigentes, el codeo y bullicio del enfado, rompían el silencio santo de los Divinos Oficios, llegaba a interrumpirlos y se clavaba en el corazón de las siete mujeres hasta hacerle sangrar.

—No las eches, pero dilas que se vayan—indicaba el Arcipreste a Cóquilis, suspendiendo su misa o lo que hiciera en aquel momento sobre el altar o cabe el ara.

Esta fórmula magnífica, la más extraordinaria de cuantas determinaciones haya tomado la Iglesia española, era trasladada por el sacristán a la Ciriaca con una pequeña variante.

—Que no os echan, pero que os larguéis, ea.

Bueno es dejar sentado aquí, ya que la ocasión viene a los puntos de la pluma, que el [punto] de Cóquilis era el bribón de menor marca de todos los agraviadores, el menos aleve de los fanfarrones. Por el pronto era el ünico [hombre] que las dirigía la palabra y al que debían el no pequeño favor de que Martina la Cheira [mujer con la que entablaremos relaciones lo deseemos o no] las permitiera cobijarse bajo techado. En un chamizo o tabuco, pero refugio al fin, anejo a la espléndida casona de la complicada ciudadana.

Le estaban muy agradecidas por ello. Los primeros días de su desdicha ni en el patio de las Madres Carmelas les dejaban vivir. Hubieron de pasar noches horribles, desamparadas de todos, sin albergue siquiera. No las querían en ninguna parte.

Cuando llegaron a la [Posada de los Bandos], del tío Ul-piano, Paulina la Tahona le gritó al Ulpiano:

—Aquí están las del ahorcao y que quieren posada...

La famosa menegilda recibió en voz desahuciada el recado de la respuesta, bajó de puntillas la escalera como si hubiera un muerto, maniobró con el artilugio fecundo con que zaragatean las mujeres cuando hacen daño y, tomando las puertas por el travesero, cerró de golpe sobre las jambas las hojas ante las narices de las Cucas, que creyeron se cerraban solas. Luego, por el ventano, estuvieron ella, los arrieros y el amo viendo a las pobrecillas marchar sonámbulas camino de ninguna parte.

Ulpiano, que no era malo del todo, hizo este comento bíblico:

—Parece el grupo de las Santas Mujeres... Toma, y que lo [paece]...

Tampoco las quiso recibir Felicitas, la de la [Venta del Perjuicio], que este nombre tenía y trazado con bermellón y a la moda estudiantil de cuando la Universidad de Salamanca se andaba en chupandinas, becas y matanzas de colegiales.

Esta fue más expeditiva y, por lo menos, no cerró las puertas.

—Hala de aquí, ahorcás.

En aquel momento salía el señor marido, Brochero, el corredor de granos, y corrió desalado para... soltar el perro pachón.

Pero el moloso jugueteó con la Cuca chica y hubo que reñirle y liárselas con él a bodocazos. Valiente pericote de olfato... no oler al ahorcao.

El aullido del perro al recibir los golpes era una de las horribles cosas que sonaban aún y sonarían siempre en el alma de las Cucas, en aquellas orejas que habían escuchado tantos bochornos.

Sin que fuera más allá en sus favores y sin disimular tampoco sus marrullerías de ofendido como el pueblo todo, Cóquilis había entregado las siete mujeres a los buenos oficios de Martina la Cheira, que se dignaba visitarlas de vez en cuando y, cosida la boca y en el rostro un gesto de equívoca conmiseración, observaba moverse el enjambre de las malditas, sabe el Rabudo con qué fines.

Era curioso lo que hacían. Barrer, limpiar, arreglarse y siempre arreglarse. Toda limpieza les parecía poca. El cuartucho ochavado y destartalado se convirtió [en otra cosa], se transfiguró como por ensalmo.

Que la sensibilidad del espíritu castellano en la mujer, al desprecio y la sinrazón, es tal que suele engendrar las más inauditas complicaciones.

La justicia no le había devuelto a la madre Saturnina la casa propia conocida por la de la poza, por una charca hedionda que había en los alrededores, y aquellas mujeres arreglaban el jacal o chiribitil como hubieran aseado la suya.

—¿Qué hacen las Cucas?—preguntaban las señoras del pueblo a Martina, en secreto, elástica su inquina por el apetitoso husmeo.

—Barrer y llorar—contestaba la Cheira—y acicalarse como si fueran de boda. No hacen sino mirarse las lágrimas al espejo y afarolarse.

Este espejo era tan buena pieza como Cóquilis; unos trozos [con más ángulos y esquinas que su situación] de luna que lo era aún donde le restaba algo de azogue por el revés. Tan poco espejo era el tal que cualquier magistrado inglés le habría tolerado en las celdas de las cárceles de allá, donde es sabido que no se permite a los penados mirarse a otra luna que a la del [cielo... inglés].

Pero en ese espejo se miraban todas los hermosísimos ojos que Dios les había dado y viéndolas en esa tarea se pasaba Martina la Cheira [las horas muertas], con unas ganas locas de intervenir en las conversaciones y berrinches de las mozas renuentes.

La encogía no su natural, que era todo lo contrario, pues si buenas magras manducaba era por lo que retrucaba, jaboneando barbas y zurciendo soponcios. Tampoco le arrebolaba el cantar clueco de las señoritingas moñonas y el gimoteo moral de tanto babazorro, que ella estaba muy por encima o por debajo de sus coterráneos y morados tenía los cachetes de las chamarascas y quiebres de la vida. Muy metida en sus postas como aquel que dice, con más barros y cacarañas el alma que el rostro, añosa y muy pagada de su entronque con toda la retahila de las [madres] mecheras y alcahuetas de trotas e cuentos rimados, hasta dejar atrás en intrigas y piques a la pálida Vetula del Pamphilus y a la mismísima Doña Urraca [aquella trotaconventos, que le gastara tres mil doscientos cuarenta y cuatro versos al amancebado de doña Garroza], cañadulce era para ella descolgarse de noche o de día en cualquier zipizape.

Mas la escena de las Cucas no era para andarse en garatusas de micho, sino para asombrarse del repecho.

Lindo asunto de cromo el bullir moledero y la vivande-ría de las seis ariscas, a medio vestir o a ninguno, de formas bien batidas por el trajín y el campo, masas morenas libres sin enjugado, ni atonía, ni otra vela o guarda sobre sus valores de bulto y línea que una limpieza de friegas [no fricciones] y estropajo [no esponja]. Frescas, muy sanas, milagros caseros, sin las miserias, felpas o injurias de la carne trasminada, en tensión y en plenitud sus gracias ungidas por ese regocijo, suelto e irresistible aun para la mujer misma, que ríe en los movimientos y los baña de seducción tentadora.

La visión de estos cuerpos vigorosos y limpios, de carnación muelle, curvada y rica, tal vez demasiado abundantes, pero de una firmeza blanda, distraía la envidia de la Martina a soñaciones de ideas absurdas y derivaba sus odios chicos a groserías.

¿Por qué martirizar cuerpos tan guisados y juveniles con pesadillas y desesperanzas? No nos importa cómo, Dero sí cuándo empezaron en la cachigorda mollera de la Martina a madurar parejos los más insensatos sentimientos.

Fue en estos lúgubres días en los que las seis muchachas, ajenas del todo al esplendor de su juventud, aunque no de su cuidado, humeaban de odio y pergeñaban proyectos, entre los que se marcaban el de la huida, el del escape, fuera donde fuese, y el de Crescencia, que consistía simplemente en un [quedarse, quedarse y quedarse en el pueblo, y Dios diría].

Era necesario aguantar, tragar mucha saliva, pero quedarse en el pueblo, pasara lo que viniere. Allí habían nacido y allí tenían que morir. Y allí habían matado a su padre.

La terca pequeña llegó a decirlas en uno de los piques:

—Eh, galanas, ¿ya habéis olvidado que aquí mataron al padre? Dianche con las crías.. Atadme estos cabos, hijitas. Memorias muertas...

Memorias muertas, no. Si alguna emoción tenía en pie las magnificencias de su porte retrechero, esa fuerza era el recuerdo de Librado el Cuco, su padre. Ni por un instante, ni en los momentos en que el verdugo le estrangulaba, le creyeron ellas culpable. Si había matado a doña Benita, amén de que doña Benita era una de esas predestinadas a morir de algo peor que de [cornada de burro], por librarlas de las pernadas chuchas y lujurias puercas de los platudos y caballerizos tarascas había sido. En cierto modo ellas le habían matado.

No tenía Crescencia necesidad de sacar del buche la maña natural de sus altanerías para apoltronarías y reblandecer el zangoloteo de su recuerdo. Con abrir los nudos del hatillo y besar como hacía la cuerda que ahorcara al padre, se despertaba en todas, con los besuqueos, las temblorosas caricias, las lloriqueras y calofros, unos pujos atroces de venganza.

Se hubieran, ciertamente, espantado de darse a tiempo cuenta de que su sentimiento de venganza satisficiese su dolor y le complaciera. Pero felizmente para Martina la Cheira, que espiaba [a la cazadora] el momento de realizar sus designios, no tuvieron conciencia jamás del peso siniestro de la pena pura al odio, del sentir de la injusticia de su destino a la reacción contra el sino funesto.

No sabemos en otras razas qué sutiles matizaciones o finezas de espíritu sombrearán el contorno de sentimientos semejantes en la mujer. En éstas, de sangre castellana, el verbo despertar no dice cosa interesante, porque no salieron de letargo alguno para castigar a los causantes de la desdicha. La oscura sensación que tenían de la necesidad de huir lejos, muy lejos, del inhospitalario pueblo, en el fondo sólo era miedo a ellas mismas.

Venganzas de sirvientas Dios nos dé cuantas vengan. ¿Qué se le puede ocurrir a un corazón que lleva a las arterias aguas de fregadero? No obstante lo cual, en esas lavazas de nuestras heroínas se fueron dibujando muy raros y estamos por decir que bien singulares afectos.

No era ya tan vulgar el caso de Crescencia, conservando en su hatillo la soga o [boletín] que sirviera de cuerda mortal del patíbulo, y conservándole bajo la almohada, durante su sueño, y en sus brazos o al alcance de ellos en el transcurso del día. Ni la impresión que le producía a la madre, ni el aumento de horror y despego en la execración de todos, que ya conocían el capricho lúgubre de la chica; a canilla-zos y mordiscos defendiera ella su reliquia bárbara. El que no lo quisiera ver, que... [cerrara los ojos]. Mal doctrinada la potranca... Mozuela de más desparpajo... Picotera tamaña... ¿Habrase visto nunca, en días vivos o novelerías, una hija mocosa caminando por esos mundos de Dios con el cordel del padre ahorcado en brazos y casi en los pechos? Mal último fin para la levantisca pregonera de su infamia.

Malas o buenas las postrimerías, insólito era el suceso, y hasta sin precedentes, y de no mediar como mediaba en sus malaventuras la más absoluta indiferencia de las autoridades, suponemos que la guapa mozuela se habría quedado sin el lío dramático, suposición que está bien lejos de la certeza allá en nuestras entretelas.

¿Qué se proponía la Cuca? Lo ignoramos. Probablemente lo que se proponen las señoras mujeres cuando hacen algo: hacerlo.

Mucho menos común era el triste sosiego de la Saturna, siempre con la vista clavada en cualquier cosa, perdida el habla, indiferente a los humazos y puñetes de sus hijas en apariencia física, pero, de todas las malditas, la más sangrante y misteriosa. Tanto que ese pueblo, que fingía no interesarse por las Cucas, cuya presencia sola parecía constituir un mal grave y peor augurio para la comunidad, notó que en el alma de esta noble matrona castellana se obraba un trabajo sombrío de desintegración, que pasaban muchas cosas [allá abajo].

Siempre había sido muy trabajadora, y, por consecuencia, severa y orgullosa en grado raro. Segura de las virtudes de sus hijas, ni poco ni mucho le preocuparon ios atrevimientos y desasosiegos lascivos de los señores y [novillos] a quienes servían.

—Eso es cuenta vuestra, mis hijas.

Tales eran sus apostillas a las quejas de las honestas contra las porquerías apolilladas de los hombrachones y sus estrujaduras carrasposas. Pero ese desvío quería decir esto:

—A la que se entregue, la deslomo.

El triste destino de pasión de las hijas del campo que se dedican a sirvientas, más vulgarote y feo todavía en los propios villorrios que en las capitales, fue vencido esta vez por su vigilancia, que no [se sentía] sino en el efecto. Ni sermoneaba, ni afectaba dar importancia a las diabluras concupiscentes que debieran tener previstas o descontadas sus chicas.

—Los burros son lo mismos —decíalas—; donde hay machos y hembras, ya se sabe el bureo, como en las casas de monta.

Mientras su marido el Cuco tomaba a pecho, enrabiábase furioso, que las buenas bestias tanteasen las ancas e hicieran rueda a las [novillas], la Saturna, que era muy religiosa, le pedía a la Virgen Nuestra Señora en la advocación que le era preferida [en la de su Soledad] no permitiese la deshonra de sus crías..., que era su virginidad su única fortuna.

De todo lo que en el desastre de la vida le había ocurrido, lo que la hería más dentro era el abandono de Dios, que Dios y la Virgen de la Soledad les rechazaran de la iglesia, de aquella oscura capillita enverjada a cuyos hierros forjados agarraba sus manos mientras la rezaba fervorosamente plegarias lentas.

Ya no podía ir allá. En cuanto se acercaba a la reja de la Soledad y herían sus grandes ojos, de Dolorosa también, los rayos rojos de la lámpara votiva, había que escapar... antes que las echaran como a perros.

Hay que confesar que Martina la Cheira supo elegir el [momento psicológico] con una maestría sin ardid ni ley mala, sin zarpa ni zapa.

No se acercó cautelosamente, no insinuó en el destrozado corazón de hijas o madre rumbo alguno: nada de precipitar las cosas. Como el modo mejor de no asustar es no asustarse uno antes, no existe política más eficaz para meterse uno donde no le llaman que meterse y no hacer as

Que los mercaderes, a fuerza de tratar con valores, no aciertan a ver en las personas sino objetos de compra-venta.

pavientos después ni rebullirse en telarañas de excusas. No asombrándose de hallarse donde maldita la falta que se hace, nadie se espanta; ni uno mismo.

Debido a esta sabiduría infusa que a Martina le venía de las profundidades de la subconsciencia [tan en moda hoy para explicarlo todo], se encontraron las Cucas con una amiga cariñosa y franca cuando más la necesitaban y cuando menos podían imaginarse necesitarla ni hallarla si la buscaban.

Ni Martina sabía que tenía que hacer en aquel pasmo ni las Cucas podan indicarla les ofreciese un socorro cualquiera. De testigo del lavado o tocado diario y del cotidiano zarandeo de propósitos y determinaciones pasó a ayudarlas, sin transición ni taimería, en sus charlas borrascosas y en sus adobos suntuarios.

¿Quién no conocía a Martina la Cheira? Y mejor que ellas, ¿quién?... Sólo a Martina superaba la Catalá en la tarea absurda que habían impuesto a su existencia las dos y en la que les iba tan guapamente. Pero con una diferencia esencial. Catalina o la Catalá [que nuestra raza todo lo abrevia o elude] era la correvedile ideal, superlativa y totalizada, extraordinario tipo del que hasta nosotros mismos necesitaremos en estas páginas, que sin ella saldrían lerdas y sosas... Catalá se encontraba en el pueblo, en todos lados, a todas las horas, de día y de noche, siempre cuando más falta hacía a las casas, las personas y las cosas; y como, si no hacían falta su presencia y sus oficiosidades, ella inventaba las ocasiones, su intervención era ya tan natural que ni aun posible asombrarse de que faltara porque no fallaba jamás. Martina la Cheira [remoquete éste cuyo origen nadie sabía, y menos que nadie ella, ni qué significara en sí ni por qué se lo habían atado como una lata a la trasera del nombre] era parecida a Catalá. Se encontraba en todos los lados, casas, personas y cosas del pueblo; pero [si] la llamaban. E si non, non...

—¿Has visto a Martina?

—Sí; salía de [ca] la Demetria.

—¿Qué pasará?

Ese dialoguillo entreverado nos evita otras definiciones. Martina entraba en las casas de la población como entra el médico o el ropavejero o la unción. [Corría] joyas; prestaba dineros; destripaba barrigas, almas y sucesos; proporcionaba, en fin, todo [eso] que no se cree necesario hasta que se necesita y que juzgan [al margen] de la vida quienes tienen poco margen en la suya; comadrona sin título, prestamista sin tarifa, curandera sin permiso, celestina sin malicia, urdenredos sin cartilla...

Catalá sabía de qué color y cuántas deben ser las velas para un duelo u ofrenda de tenebrario sobre altar; dónde, cuántas y cómo estaban en alacenas y arcas las vajillas, cristalerías, mantelerías y menudencias domésticas de [todas] las casas del poblado. Martina sabía a quién le era preciso desembarazarse de esto o de lo otro o quién necesitaba enterarse de aquello y lo de más allá. Y tan prudente que era un primor.

Su mano izquierda olvidaba lo que hacía la derecha. Su familia era irreprochable, y de vivir cuando esos tales eran posibles, hasta santos o santas hubiera en ella. La saludaban grandes y pelagatos. Vestía bien; no le ladraba nadie; no era buscona de mala hilaza, ni mercachifle de niñas del honor averiado; ni aquella cosa rara [entre bruja y celestina] que describió Quevedo; de negro alicuervo, ni mancha; ni de aquellas [mujeres que públicamente son malas y ganan por ello] como decían las pragmáticas reguladoras del lujo; ni echadora de naipes, aunque el Padre Higuea, que en mucho la tenía, la llamara [la Sibila de Endor]...

Martina era Martina. Ella y no más, como Santo Tomás, el incrédulo Apóstol nos perdone la comparanza o mal señalar.

Y he aquí por qué [si en los días de las Cucas tenían para ellas porqué las cosas] conociéndola tan bien, es decir, habiéndola tantas veces visto en sus quehaceres, dentro de las casas en que sirvieron, la aceptaron sin escrúpulo.

Mucho decir es esto de la aceptación, si hemos de ser, como queremos ser, sinceros. Las Cucas no la aceptaron ni toleraron. Las Cucas no la vieron. Sintieron hoy unas manos que arrancaban de las suyas el peine o las horquillas y, sin tus ni mus, domaban las negras crenchas de su pelo rebelde como el carácter y una voz que gruñía familiar y cariciosamente:

—Hay que ver, Crescencia, hija, tan guapa y tan inútil...

Sintieron, luego o mañana, a esa misma voz que, arreglando a la Agueda esto o aquello en el vestido, metía baza y terciaba en la marimorena de sus incertidumbres y desacuerdos.

—Eso de irse, Aguedita, es darles la razón. Quien huye, debe.

Agueda y Crescencia dejaron hacer y decir como las otras hermanas. Si esta voz hubiera bajado del techo abuhardillado de la yacija no les habría extrañado ni pizca.

¿Comprendió la Martina el curioso y sencillo fenómeno espiritual que se desplazaba silenciosamente en el apartado que de su casa concediera a las Cucas a instancias de Cóquilis o a predeterminaciones suyas? Tal vez sí, tal vez no. Quizás sí y no.

Sí y no. Por mucha experiencia que de la vida tuviera la Cheira, ¿cuándo el azar había puesto a sus alcances realidad como el asunto de las siete Cucas, de las [ahorcás], que decía la ventera Felicitas con certerísima agudeza?

Un gavilán que viera en tomo suyo palomas incapaces de conocer su rapacería instintiva estuviera menos sorprendido que Martina. Con la agravante que Martina, y ello es curiosísimo, no tenía [idea] de lo que convenía hacer en tan insólito suceso.

Que allí había [carne], la rapaz lo sabía. Que sería necesario aguzar el cacumen para hacer [algo], también. Pero ¿qué es lo que había allí que hacer?

Se ha tomado a broma o bien poco en serio esa emoción interior que la mujer tiene de sí misma y que vulgarmente se conoce por la frase ya célebre de que [toda mujer es un misterio], frase que las mujeres mismas han popularizado.

Como ellas no dicen jamás verdad, no porque no deseen decirla, sino porque [al que las hizo] no le conviene que la digan, se hace punto menos que imposible explicarse las causas segundas [de las primeras, ni a la ventana te asomes] de sus fenomenales frenos. Es decir, de lo que en toda mujer, de veras mujer [las hay aguadas, malogradas, viragos y amarillas], se conceptúa como eje de su ser: el dominio de sus instintos, raíz de la superioridad afectiva que sin expliques ni gaitas tiene sobre el hombre, cuya [madre] es.

Los místicos, y sobre todo las místicas, han alzado al velo el borde, y ellas, a quienes tanto agradecimiento han de mostrar los freudistas de nuestros días, sencillamente porque se les debe el descubrimiento del mundo de la subconsciencia, pudieran decirnos el germen motor de la intervención de sus sentidos. Pero, como diría la Santa Teresa del Padre Higuea, [todos los sentidos gozan en tan alto grado y suavidad que ella no puede encarecer, y ansí es mejor no decir más]...

Con que ansí es mejor no decir más... ¿Lo veis? Ni a tiros. Al llegar a la medula, freno atrás. Todo embebido en los ojos y suspendido en los labios. Ansí nos tienen de molestos a los hombres. Míre El por mis cosas y yo por las suyas... ¿Eh? Y que no habla la Maestra claro... En la pa-ginita trescientas noventa y nueve, que no la cambio yo a Kaylersing, ni a Sheller por todo lo que han escrito sobre fondos de sexo y seso, de su [su concepto del amor de Dios], la única mujer que ha estado a punto en la Tierra de hacer la pascua a todas las otras, revelando su constitución, escribe esto nada más: No nos queramos tanto que nos saquemos los ojos, como dicen... Y eso que Teresa la Doctora, con toda su borla morada en el birrete que la encasquetaron [después de muerta, como buen ingenio español], ignoró hasta cuatro años antes de su muerte que Dios se encontraba en todas partes, o miente la cuatrocientas cincuenta y cuatro de Las Moradas, que el Padre Higuea tenía en el tercero de los armarios...

A las mujeres no les suele interesar del hombre otra cosa que el hombre mismo; pero al hombre le importa mucho saber cuántos demonios y de qué color [el color es de razón suficiente] mueven el aparato de relojería de tan complejas criaturas.

Como ni la Martina ni las Cucas tenían de Santa Teresa otra cosa que no haber nacido muy lejos de Alba de Tor-mes, donde dieron a la gran escritora el [poco de tierra] que ella misma pidió al pueblo poco antes de morir, no es posible saber por ellas mismas el misterio de sus instintos; si Martina había olido un negocio brutal en la desgracia de las infelices hijas del ahorcado o si ellas, que de sobra conocían los [méritos de la Cheira], no sentían [ya] repugnancia hacia ella.

Creemos equivocarnos lo menos posible al concretar en pocas palabras lo que ellas no nos explicarán jamás aunque la salvaje y deslumbradora Catalina de Siena les hubiera puesto en las manos aquella pluma que escribía esto [si Jorgensen o Stefano Marconi no nos la dan]: Quiero que así suceda o Es la voluntad de Dios y mi deseo.

O sea que Martina adivinó con su instinto de mujer [oh, perdonad esta repetición] que las Cucas lo que [querían] era vengarse. Y si cuando una sola mujer quiere una cosa, lógrala aunque caigan capuchinos de punta o coronilla, siete mujeres queriendo una sola cosa es el derrumbamiento o dislocación de lo absolutamente imposible; salvo vuestra opinión, señores.

Dad a la maestría de Martina una Cuca, una nada más; y como sobre ruedas. Pero siete... De puro gozo no sabía qué hacer. Los siete colores del iris; los siete pecados capitales; las siete virtudes teologales; los siete sacramentos;

las siete vacas gordas y su revés flaco, como todos los reveses o enrevesado como todas las flaquezas; las siete plagas de Egipto; los siete brazos del candelabro judaico; los siete niños de Ecija. En fin, no desbarremos. Martina ignoraba la trágica influencia del número [siete] en los destinos de la Naturaleza y del hombre, y hasta los quebraderos de cabeza que los siete El [como los hebreos llaman al día] de la creación del mundo, sacado del tohu-bohu [caos], traían y traen a la Iglesia nuestra madre, cosa que de saber leer Martina hubiera visto en las maravillas de las notas [de Wordsworth] a la Biblia en la biblioteca de su amigo el Arcipreste de la Inestal.

Pintiparado, en este batiborrillo, viene eso de la Biblia, porque nuestro sandunguero país, que le toma el pelo al mismísimo Absalón después de lo del árbol, dice [la Biblia] a párrafos como el anterior y casos como el de la siete Cucas.

Crescencia quería decir eso a sus hermanas con el hatillo de la cuerda trágica. ¡Irse, huir, cuando aquella cuerda [pedía] venganza! ¿No se sacrificó por ellas el Cuco?

Martina supo desde el primer instante fortalecer el criterio de la diabólica pequeña, y sin saber [así, sin saber] dónde irían a parar todas, y ella la primera, por aquellos derroteros, se entró por ellos encantada, presumiéndose una atrocidad cualquiera, una turbia, uno de esos ríos revueltos ganancia de pescadores que tan caros le son a las de su laya.

Siete mujeres jóvenes y bellas, sometidas a presión por el espíritu de venganza... Forzosamente había de ocurrírse-les algo bueno...

A Martina no se le ocurría nada. Martina poseía acerca de las cosas del mundo en general, y en particular de las de su pueblo, un socorridísimo concepto que libra de jaquecas y pastillas de botica; tal el de creer que el dinero lo es todo. Y allí, en aquella habitación, exceptuando lo que ella poseía, no había un céntimo. El dinero de los ahorrillos se acababa... Y venganzas que no anime la moneda son espantajos.

Sin saber la tercera lo que quería, e insistimos mucho en ello porque vale la pena y nos prometemos de ello lejos o cerca muchas sorpresas, favoreció en las discusiones el disparatado plan de una venganza de las de ojo por ojo y la nariz... para respirar.

—Yo no soy sospechosa... Vosotras, Cucas, me conocéis. Yo vivo de las tías—decía en medio de ellas en jarras y hecha un brazo de mar—; yo me las conozco como la madre que las parió, y lo que han hecho con vosotras, francamente, clama al cielo...

Para llegar a este arrebato de elocuencia y vergüenza femenina hubo que gastar días en carantoñas y arrumacos que eran toda una obra maestra. Paliques con cada una de ellas, pequeños favores, atenciones minúsculas que no comprometen a quien las tiene ni a quien las recibe, alientos que nadie es capaz de rechazar en las situaciones atroces.

Cuentan los viajeros exploradores de los Polos que es impresionante ver cuajarse de pronto un mar que (ya) estaba helado, pero que esperaba (algo) para congelarse.

—A mí me habían de hacer eso que a vosotras, y las bebía la sangre—gruñía al verlas llorar.

—Y eso es lo que hay que hacer y no ratonear—decía Crescencia.

—Tan hermosonas como me sois y tan tontainas.

—Si por mí fuera, señora Martina...

Esas señoras [cuya sangre se hubiera bebido Martina] seguíanla preguntando por las Cucas, pero así:

—¿Qué hacen [sus] Cucas?

—Parece que no quieren irse—respondía hipócritamente.

—Qué remedio les queda, lo quieran o no.

—Si usted, Martina, no las hubiera amparado...

—Esas tenemos, concho. Por mí que las ahorquen como a su padre. Allí se están porque no van a vivir en un sumidero.

—Es que si usted no las da casa, se habrían ido ya [sus] Cucas.

Ese posesivo era todo un tratado de intuición. A las tales no les engañaba la aparente indiferencia de la Cheira. Sus razones tenían como clientes [suyas] para comprender que no iba a desperdiciar Martina la ocasión y que sabría aprovecharla. Ese [sus] era hermano del [me] que usaba ella con las desgraciadas cuando las decía:

—Tan hermosas como [me] sois y tan tontainas.

Sin que ellas pudieran darse cuenta, perdían su libertad.

Ya las hacían [de] otras. De eso a comprarlas o esclavizarlas había poco trecho, sin duda.

Las señoras del pueblo, en sus conversaciones con la Martina, la impulsaban a desprenderse de las siete malditas. Mientras las Cucas perdían el tiempo en indecisiones, que tan fatales les habían de ser, las mujeres de los botargas sátiros despreciados formaban dos comisiones, decididas a acabar con el [repugnante] espectáculo de unas mujeres todo lo mujeres y bonitas que se quiera, pero incompatibles para siempre con la dignidad misma del pueblo. Roma con Santiago traían aquellas hembras al retortero para que las autoridades civiles, eclesiásticas y militares las pusieran en la carretera como ellas las plantificaron [de patitas] en la calle.

De esas comisiones formaban parte ellos también, los buches, como los llamaba Crescencia, y nada tan morali-zador y deliciosamente cristiano como ver a los mismos que pretendieran violar a las Cucas, sin alcanzar otra cosa que bofetones y sus derivados, pedirse ahora a sí propios [pues ellos mismos eran las autoridades constituidas] la expulsión fulminante de las que no lograron amancebar y prostituir, por serle ya intolerable al pueblo [el pueblo, con unos pocos más que ni abrían la boca, eran también ellos mismos] la presencia de tales monstruos.

Esta palabra [monstruos] la escribió Cóquilis, en la instancia colectiva elevada a los poderes públicos de la ciudad vecina, con letra floreada, capaz de avergonzar las osadías de Alverá, Degrás y Torio de la Riva. Asimismo sacó una copia para sus archivos personales, que dio a leer a Martina y enseñó ésta a las Cucas, las que se pusieron... buenas. Sobre todo cuando, leído por Agueda lo de monstruos, se le cayó el papelito a los pies y lo recogió Crescencia y leyó las firmas.

¡Ah, qué disección tan bonita! Nombre por nombre, allí salió a relucir el oro y el moro, la zoca y la colodra, la ceca y la meca.

—Usted también, Martina, está en este papelucho.

—¿Qué quieres tú, mi hija? Me obligaron a firmar. Son canallas hasta en eso. Se valen de que una no puede decirles a nada que no. Pero no te espante; ese documento es agua de cerrajas. Por mi salud que ni le contestan.

—Pero ¿qué hemos hecho nosotras para que nos odien así?

—No llores, Abilia, mi hijita; ni tú, Pascasia. Si esto es humo.

—En cuantito la vea... Julita la Mica, la tortillera; y el macho de Pura Patiño... Y aquí tu doña Demetria, tú, Agueda. Aquí tiene al cornudo de Medardo, el de tu señora Demetria, la sabihonda; y a Cipri y la Sinfo, Abilita llorona; a los tacaños esos que te mataban de hambre y su Ubaldito el mierdero... Y a Maimón el marica...

Cualquiera le arrancaba el papelito a Crescencia hasta haberse desahogao de la bilis que... estaba tragando. ...

—No te hagas mala sangre, Crescencia—la dijo su madre con ternura.

—... y la memaza de la Sabelona y su padre el del pozo. Así se ahogue en él el tío; maldita sea su estampa... Y que este tío Tiburcio acaba tirándose al pozo, como si lo viera. Mire usted la putona de Liboria, la de Marcelino. Cabronazo.

—Pero, hija, por Dios—exclamó la Saturna, levantándose y queriéndola arrebatar el pliego—; ea, basta de palabrotas sandias.

—Déjela, Saturna—gritaba la Martina—, que tiene más razón que un santo. Si me sabré yo de memoria esas desvergüenzas.

—Como estas palabras, las del Padre Higuea.

—Mira, Crescencia, mi hija; al padrito me lo dejas a un lado, que si ha firmado esa indecencia lo hizo con la mano gafa. Si hay alguien en el pueblo que os quiere bien, es él. Si le quitas que bebe, no tiene don Juan pero ni mota. Tan sabio es como manso el pobre.

—No lo tendrá, pero él bien nos arroja de la iglesia como perros...

—Ponte en su lugar, Onésima de mi alma.

—Con que las sobrinitas de don Juan..., las tres. Y de los líos que se traen ellas, ¿qué? Y el ama, la Jenara; vaya usted viendo machonas.

—Ese es otro pero de don Juan.

—Tiene más peros. Aquí hay otros dos: sor Eutiquia..., sor Fabriciana...

—Con eso sí que no paso, Cuquita. Esos son mosconeos.

—¿Es que he dicho yo algo...?

—No, hija, no; mas como lo decías con ese sonsonete...

—Lo digo como me da la gana. ¿No firman ellas para que nos echen del pueblo? Y al lado de... ¡válgame Dios!, la Eladia.

—Ave María Purisma—exclamó la Martina, persignándose—. Eladia, la bruja. Amigas somos; pero ahí, junto a las Carmelas...

—Toma, y junto a Paulina la Tahona, el catre de todos los arrieros, y Alfonsa, la del Justicia, la Apolinccra.

—Jesús, hijita; todo lo sabes—dijo la Cheira, santiguándose otra vez, ésta hacia el vientre.

—Que si estas cantonas... Y estas plañideras de mis hermanas lo saben, y el propio Justicia, y hasta el Cristo Pobre de San Gil. Pues eso es lo que me revienta el alma: que estas tías, que la que no engaña a su marido es porque no hay con quién, se las hayas liado con nosotras por ser honradas.

—Y que lo digas, Cuca chica, y que lo digas; pero en vosotras tenéis el remedio. Con pagarles en la misma moneda... Pero, oye; dime, ¿cómo sabías tú lo de Apolinar?

—Tú, Pascasia. Pregunta la Martina que cómo sabemos lo del arrierazo. A ver si cree usted que no tenemos ojos en la cara. Diga usted que cuando una no ha perdido entre esas filibusteras la mocedad, es que está a prueba de envueltas. Las veces que la hija de mi madre le habrá visto al Apolinar a boleo. Con el toma y daca del tráfago de los granos, el Justicia entre flores, y doña... Alfonsa, hasta el techo, como las trojes.

Su trabajo costaba a la Martina no dejarse arrebatar por los deslenguamientos que los escozores del papelucho sellado espumaban del enojo de la moza. Buen virgo adalid y de poca carga. Ojo de bubillo había tenido en volar por lo oscuro, que si allí se segaba, por este prado era. Quién le había de decir a ella, tan crinada en embaimientos, que por el fruto verde se pelaría la rama.

Desde el primer tranco sospechó la raya, y se coló de rondón por la grieta. La más chica, sí, pero la más decidida de todas. Si había truchas, por aquel infiernillo y quebradero de rompientes era; contra las aguas y arriba de ellas; el pez grande y blando, en el salto.

Apuro, y bien airado, habría sido para la Martina pedirle ba su corazón mozo ofendido y su castidad de lengua, tenía todavía, que si azuzaba el apetito de sus oficios varios la visión de aquellas almas turbadas, no se precisaba en sus lástimas y meneos otra mala intención fija que la ingénita imposibilidad de tenerlas buenas.

Ahora, a medida que la madrugada chiquilla desasosega-za su corazón mozo ofendido y su castidad de lengua, tenía Martina el presentimiento de que para que allí pasara [algo] de lo que ella [sin saber qué] deseaba sucediese, la bastaba con imitar al sultán moro Muley Ismail, de la dinastía che-rifiana, que para enseñar a su alfarero el grado exacto de cocción de sus propios ladrillos le rompía sobre la cabeza los que iba sacando del tejar.

Desbabando suavemente su veneno en las maledicencias de la sañuda Cuca logró, sin pretenderlo tampoco, recocer hasta esmaltarlos con reflejos sus reconcomios y querellas. Era indudable que por allí se iba a algún lado y que, acelerando la marcha, se tomaría ésta en caída, irreparable dondequiera que se desviase.

Sus hermanas adoraban en ella. Crescencia era de un pergeño o patrón muy raros. Tenía cara [de lámina], decían en el pueblo. Siendo ellas muy hermosas, sanguíneas y mujeronas, no valían lo que la [chota]. Si se aplicaba a la Cuca pequeña la frase de Cicerón que servía al Arcipreste para juzgar al brusil de Cóquilis, es decir, a Cóquilis por el brusil, [si acres ac diligentes judices esse volumus magna saepe intelligemus ex parvis] no es pueril ni por asomo la pretensión de avalorar con detalles al parecer insignificantes el diminuto personaje cuya psicología queremos columbrar. Diminuto según se mire.

Que en todos los tiempos y en todas las razas el hermano menor ha constituido en las familias el máximo odio, amor, esperanza o sorpresa.

No creemos que el hiperletamendista médico del pueblo, señor [que no doctor] don Juan Nepomuceno, hubiera leído a Kretsmer, en primer lugar porque, ignorando a Virchow, que era de su tiempo, mal le iba a conocer; pero si el señor Nepomuceno se encontraba con Crescencia en la calle, se volvía, pegaba a la pared y se rascaba el cogote o pestorejo, tres gestos que en la edad y frondosidad [patológica] del especialista en sarampión [como su maestro] querían significar que aquella figurita entre pícnica y leptosómica [oh, estos nombres no se habían inventado aún, pero el contenido existía], no tan espiritada como requiere un asténico, ni tan linfática como le es necesario a un catónico... iba a dar mucho que decir.

Su cara de [lámina] no había aún adquirido su expresión definitiva, pero tanta era la movilidad e inquietud de sus rasgos que parecía se estaba [formando] a la vista de todos y decirles: Así se hace una cara bonita. Todo temblaba en aquel rostro, labios, ojos, cejas, hasta la punta de la nariz, que era algo respingada, pero no respingona, como la de los ángeles del Greco y la de su Jerónima. Bien que le hacía a la perfección castellana de aquella cara esa rebeldía de la línea ideal donde más pronto se nota, y mucho que decía de su temperamento afectivo.

En el grupo interesantísimo que ofrecían las hijas de la Saturna, la belleza de Crescencia triunfaba no por la pureza clásica de los rasgos, que, ante todo, en Onésima eran modelo insuperable de la mujer de allí, sí por su bullicio y excitación continua, que derramaba cierta frescura húmeda sobre la tendencia de todas ellas a una severidad nada extraña en su raza.

La expresión [justa como todas las suyas] del Arcipreste: Tienen aire judío esas Cucas..., las sentaba a maravilla y contenía además no un juicio personal de gusto, sino, a creer la comprensión de todos, una general apreciación. ¿Cómo y por qué la gente entendía ese [aire judío] si en el pueblo sólo los había en el sentido mordaz y traslaticio que el español da a la palabra? Por el pronto sólo nos importa hacer constar que era exactísimo eso del [aire judío] de las Cucas, y adelantar también que si los otros eran capaces de imaginarse ese aire, del fondo de ellos mismos procedía el justiprecio, porque vaya si era su sangre hebrea, y en cantidad mayor que por octerones. ¡Oh, Fray Luis! ¡Oh, Tizón, cien veces maravilloso libro! ¡Oh...! En fin, dejemos estas exclamaciones tan judaicas para cuando nos convenga demostrar que los judíos [no salieron del todo] con las treinta y seis mil familias que la orden de expulsión del 31 de marzo de 1492 largaba de nuestra loca España.

En lo que sí parecían más hebreas que las paráfrasis líricas de Fray Luis a los salmos era en la lloradera. No se deshace en lágrimas] el Dómine ne in furore tuo como se derretían en ellas las cinco sirvientas. Ni lloran delante del famoso muro del templo, allá en Jerusalén, los judíos auténticos como las cinco desdichadas criaturas sollozaban alrededor de su Cuca chica, tan querida y tan fuera de sí al ver tanta mujeraza acobardada e incapaz de salir de su tribulación por un medio cualquiera.

—Pero ¿no os da vergüenza?—gritaba—. Es decir, que mientras nos quieren echar como a los gitanos, nosotras papando higos.

¿Y qué hacer? Mucho se la quería y permitía, pero la idea fija de no salir del pueblo no entraba en sus cálculos. ¿En qué sitio u oficio podían encontrar el dinero necesario para mal vivir? ¿No le habían roto a Abilia y a Agueda los cacharros del puesto en el mercado? Con dineros prestados por la Martina compraron la chatarra. ¿Qué restó de ella? Ni pelearse querían con las Cucas. Había que irse, y lo único que podían discutir era el sitio donde irse.

—¿Y las tías se van a salir con la suya? Poco que van a reírse de nosotras cuando nos vean marchar.

Podían aprovechar lo mucho malo que sabían de las casas donde habían servido; pero el escándalo era un medio inocente de... pasar el tiempo, que ya [se las comía].

Cuando veían a los mismos bestias que se las disputaron pasar de largo, apretar el paso, como si ahora apestasen...

El proceso de la venganza en aquellas almas reducidas a sí mismas constituyó un prodigioso desenvolvimiento de las más impenetrables cuestiones de espíritu.

Martina había sido certera colocándose al lado de la Cuca más joven. Si no se habían ido a Salamanca, por su resistencia era. A veces tardaba, y se volvían locas buscándola hasta que tomaba por su voluntad. Un día les dijo dónde iba cuando tardaba.

—Voy donde no se os ocurre ir a vosotras. Al cementerio.

Allí, en el rincón del camposanto donde arrojaron al ahorcado, pasaba ella sus horas, acurrucada, cerquita del lío del que no se separaba nunca, sobre el césped gazo de la fosa común.

Cuéntase de muchos perros que han preferido la muerte sobre la tumba de su amo a volver a la casa, y que colocándoles escudillas con viandas, se niegan a tocarlas. Probablemente, Crescencia era capaz de vencer como esos fidelísimos animales, y por razones muy parecidas, el instinto de conservación, eje sobre el que pivotea cada vida.

Algunos ratos se le acercaba el tío Agripino, que, por no desmentir la leyenda de los sepultureros [y dice Vallet de Viriville: Partout oü vous voyez une légende, vous pou-vez étre sur, en allant au fond des choses, que vous trou-verez une histoire], era como los del Hamlet, de Shakespeare, y hasta capaz de monologuear un [su] To be or not to be..., o comprender que el [puro] morir es ejecutar un acto de resultados muy complejos.

Le importaba muy poco a Agripino este mundo y [el otro], pero ahí estaba el nudo que nadie ha sabido desatar. ¿Se nace o no se nace? ¿Se muere o no? Don Juan Higuea, que era gran amigo suyo, como el médico don Juan Nepomuceno, que era tan bueno con él [que le enviaba los que podía], le había dicho que según los libros sagrados, la muerte es el [rey de los sustos]... El rey de los sustos... Valía mucho el Arcipreste. Eh, ¿qué tal, Cuca? Se muere uno [del susto de morirse]... Por algo veía él que todos los muertos tienen cara de pasmaos... El había sido amigo del Cuco, su padre, y, francamente, lo que debían hacer sus hijas era...

—¿Qué?—le había preguntado, saltando hacia él, Crescencia.

—Toma, pues ser como él era: bien bragao, coño.

Si Hamlet oye esto, no sabemos qué hubiera hecho con la calavera de Yorik; pero a la Cuca le venía al pelo. Ahí es una viznaga, consejo de sepulturero. Decía Anatole Fran-ce que toda palabra, cualquier acto, implican "consecuencias de una posibilidad incalculable. Y aún debió ocum'rsele que, según las circunstancias en que se produjese la palabra o la acción, así la infinitud de las consecuencias.

La Cuca chica sabía del más allá tanto como cualquiera, por ser esta ciencia de la que todos sabemos la última palabra; mas si hay un hombre cercano a Dios, no cabe duda que es el sepulturero. De ahí que le oyera la Cuca con recogimiento y reconocimiento profundos. Sin miedo, porque no temía a nadie, pero con respeto.

Sus hermanas querían irse a Salamanca o más lejos. Ella, no; jamás.

—Sobre el seguro, niña. Antes, puta.

No es extraño que un sepulturero hable con el aplomo-de los muertos. Lo que resultó [de una vez] en el alma de la Cuca fue esta frasecita, que cayó muy hondo en la subconsciencia de la chiquilla. Y gracias sean dadas a los sabios modernos, pues si no fuera por la invención de esa palabra [subconsciente], nos veríamos ahora en el trance de explicar dónde de cierto cayó ese [antes, puta] que tan graves acontecimientos habría de originar. Supongamos, pues, que diluida en alguna sustancia coloidal, el subconsciente elaboró con la feroz idea una rara cosa feliz, de la que impregnó el alma toda. Y si no es así, es de otro modo, pero que esas dos palabras influyeron de raíz, a verlo tocan y [ahí no más].

Estamos por hojear de nuevo todo lo que aprendimos c'e Julio Soury sobre el sistema nervioso central [tan actual hoy como ayer] y ver y releer, de Gall a Bechterew, [eso] de la función del vasto campo cortical colocado ante la zona motriz o su función tónica frenadora sobre la medula espinal. Mas tememos nos achaquen pedanterías o nos avisen que, estando en un cementerio, hablar de la zona parietal y del engranaje en ella, de los territorios sensoriales, de Munck, o de Goltz, o de Hitzig, francamente, es aumentar la desolación del ánima. Por tanto, ya [nos luciremos] cuando el [antes, puta] del tío Agripino haya verificado en [lo interior] los excitantes endógenos de Kostyleff y las fases terminales de Jastrow.

Que en los momentos verdaderamente graves una sola palabra es suficiente para cambiar o trazar los destinos humanos.

Por otra parte, es tan diabólicamente enrevesado el mecanismo espiritual de las mujeres, que estremece pensar sólo la posibilidad de perderse en sus laberintos. Con irse a Salamanca o al demonio,

tenían las Cucas casi arreglado su conflicto. Pues, no, señor; la tragedia estaba en sus comienzos y tenía que llegar a su fin. Son así. Y cuando son así es que han sido peores, es decir, más complicadas. Lo que debe consolamos un tanto, y un mucho a nuestros venideros, a quienes, entre el tiempo y los noveladores de la simplificación, la estilización y la velocidad, entregaremos unas mujeres deliciosamente sutiles, insexuadas, sin pelos en la cabeza y posiblemente hasta sin cabeza.

Agripino curioseó la soga del ahorcado, que por nada en el mundo dejaba de su mano la Crescencia. También eran ganas de darle que decir al diablo eso de caminar a cuestas por la vida con tan horrible despojo. El sepulturero, que tan magnífico consejo de independencia había dado a la

Cuca pequeña, caía ahora en el lugar común de preguntarla el porqué.

Ella no se separaba de la cuerda fatídica [porque sí]. ¡Ah, qué razón tan femenina! Algún día serviría para algo. Entre tanto servía para al verla sus hermanas no pensaran en huir. Mayor eficacia tenia la visión de aquel cordel torcido y teñido de sangre seca que todos sus ruegos y consideraciones.

El tío Agripino, el cordel en la mano, reflexionaba:

—Y pensar que el Cuco había de terminar así... No hay quien no tenga su vida colgando de un pelo ni quien pueda decir a éste no mataré. Tan honrado y tan bonachón que era Librado...

Llevando consigo el bulto siniestro, la Cuca no perdía de ojo su ilusión: la venganza. Su padre había matado para sacarlas de la miseria y de la voracidad camal de los ricachos; ella no quería saber más que eso. Los mismos que las habían conducido al disparadero las execraban hoy en nombre de una moral que no habían tenido en cuenta al intentar perderlas. ¡Qué asco y qué infamia!

Vengarse, sí; era necesario vengarse. Pero... ¿cómo? Siempre que bajaba al camposanto iba pensando en esa dificultad infranqueable para su pobreza. Matar... ¿Y por qué no? Pero... ¿a quién? Eran tantos los que había que matar. Y al que se le mata, decía Agripino, más que daño se le hace favor. Había que [estar matándoles todos los días], como ahora hacían con ellas. Había que herirles como ellos las herían a cada momento y sin compasión ni tregua. ¿Qué deseaban todos? ¿Que se fueran del pueblo? Pues se quedarían allí, y para siempre. Eran [las del ahorcado]. ¿Y eso qué? ¿Quiénes impulsaron a su padre al asesinato de la dueña de los telares? Los hipocritones lo habían olvidado. Ellas, las señoras, tan incontinentes y peor que ellos en esos trotes y retozos, tampoco se acordaban de que fueron sus [maridos] quienes pusieron el hacha en las manos del Cuco.

A Crescencia, lo que más le irritaba, y con razón, era la insensibilidad de tíos y tías a todo género de responsabilidades. Por lo menos, en las ciudades, los truhanes sienten remordimiento o algo que se le parece mucho, y hasta no es difícil arrancarles en los tribunales la confesión de ese cosquilleo mortal. Mas allí sólo veían en ellas las [hijas del ahorcado] y ningún sátiro de aquéllos se decía que el Cuco no hubiera degollado a doña Benita si ellos no hubieran pretendido prostituirlas. Y si se habían dado cuenta, no lo daban importancia.

La observación silenciosa y bien honda que la pequeña Cuca se hacía en los dolorosos soliloquios ¿radicaría, como en los otrosí funestos de la ley, en que la culpa crece con el aparato o boato social de las personas y que no es lo mismo ofender a un potentado que a un pelafustán o maltrapillo?

Suponemos que la Cuca chica veía el problema mejor desde un punto de vista que no marra: en mujer, y nada más.

En el fondo del cotarro, no era todo el pleito sino envidia a su honradez sin mancha, a su incorrompible conducta, a su misma belleza, a esto sobre todo. Y ahí las herían. ¿Qué les interesaba, en resumen, del crimen de su padre? Lo que ellas querían castigar en las Cucas no era la deshonra de un pueblo por un gesto de crueldad. Eso [ya] no importa a nadie; es una molestia que, además, dura poco, porque son pocos los pueblos que se pueden echar en cara exclusividades criminosas. Se trataba de aprovechar la ocasión y zafarse de testigos de sus liviandades y tararas y librarse competidoras probables, amén de más íntimos soslayos y expliques.

Todas las Cucas se sabían esta retahila o letanía de agravios y [fiel de fechos] y en las entrañas sentían la comezón de responder; pero ¿cómo? Sin la ayuda magistralmente conducida por la Martina, sin los adelantos o préstamos de la Cheira, ni el diario tenían ya.

—No, no, Martina; no. Ya nos la bandearemos nosotras —decía la Saturna, rechazando aquellos dineros.

Pero no siempre era posible rehusarles. La indefensión y aislamiento en que se encontraban les obligaba a ceder, a sabiendas que encadenaban su destino al nada limpio de aquella mujer, por bien mimada que la tuvieran en el pueblo.

Que era lo que había previsto el tío Varetas y decía cuando le forzaban a intervenir en lo de las Cucas con monsergas y rodeos:

—Ya se irán cuando tengan hambre. No hay que arrempujarlas, que todos [somos] hijos de Dios.

—Pero tú, Varetas, tienes, como Alcalde, que poner a esta pesadilla del pueblo el Laus Deo.

—Como la gazuza no lo hay mejor. Son siete tripas. Sabré yo... En cuanto se secan los redaños, se acaba el aguante del más templao. La muía y la paciencia se fatigan si hay apuro.

Las familias no se condolían ni oblaban por vía de limosna o humanitarismo, caridad de modena o de lengua. La Martina era zaherida por las [gallinas con moquillo], como decía de ellas a las Cucas, y cada vez llevaban más al estri-cote, con mayores atrenzos y sobre las íes su persecución.

Sin las contemplaciones y sopa boba de la Martina, la cosa habría hecho ya tablas. También era gana de amolar eso de que la Martina se valiera [de lo que se valía] para dar tiempo al tiempo y quito el lance.

—Esa buscona no se aventura a topatolondro—murmuraban—; algo se trae, y no de monjío, esa mañera.

—¿Qué queréis, mis hijas? Una no tiene corazón para ver tanta maldición de Dios.

Y parecía desconcertarlas, casa por casa, diciendo lo mismo en todas y limpiándose los ojos de lágrimas que no había en ellos con el borde o pico del delantal.

—Se van las pobrecitas, se van. Ya tienen hecho el petate. Sólo Dios sabe qué va a ser de estas desgraciadas. Se le parte a una el alma.

Y a Dios rogando y con el mazo dando, a desbaratar el petate y a fortalecer la decisión de Crescencia de no salir de aquel pueblo [sino los pies pa alante].

Poco a poco se fue atreviendo a cosas inauditas, como era acompañarlas al cementerio, único sitio donde nadie les cerraba el paso [por ahora]... Y este [ahora] quiere decir que le fueron a don Gabino, el cura que tenía a su cargo las honras fúnebres en el camposanto, con el chivateo de que las Cucas no debían pisar aquel suelo sagrado. Don Gabino respondió [en héroe]:

—Más lo pisa su padre el ahorcado, que lo está pudriendo. Y amén.

Agallas se necesitaban para acompañar a las Cucas. Porque tormento mayor no le discurrió la Inquisición ni cuando la sacaron calentita del homo fray Miguel Morillo y fray Juan de San Martín.

Todo le era a la Martina volverse y revolverse, en jarras los brazos, y exclamar:

—Ni Job, el del estercolero, tendría pachorra para sufrir esto.

¡Esto] era lo cotidiano. Hombres, mujeres, chicos, solos o en montón, que al ver las Cucas corran a otro lado gritándoles y escupiéndolas al rostro el [ahí están las del ahor-cao]. Y eso cuando no las tiraban morrillares y silbaban pedreros.

Jovenzuelos ricachones, como Ubaldo o el Emerencio, Justo, Gervasio, Pantaleón y otros que, por no ser menos que sus padres, les habían perseguido para hacerlas suyas, escapaban al verlas como almas que lleva el diablo.

—Mis hijas, si no se ve esto no se cree. Ni que tuviérais lepra.

Las cruces que se hacía la Cheira. Hasta Jameson, el tieso ingeniero de la carrilana, que era de otras tierras y hasta del otro mundo, se cambiaba de acera. Y el macaco de Cosmito, un madrileño que debía estar curado de espanto, el topógrafo flamante y pinturero de la línea de hierro; también ése se apartaba. Y este marrano era peor. Porque se ponía a un lado y escupía, y como hubiese quien le oyera, su boca de chulo aburrido era una cloaca, el indecente.

—¿No era ése también de los verracos?—preguntaba con gracia la Cheira a la Saturna.

—¿Ese tal? El más liviano, el más guarro de todos.

Se conoce que el Don Juan [por horas], como las obras teatrales que crearon estos tipejos, no había olvidado el guantazo de la Agueda un día que se atrevió a manosearla y cierto achuchoncito del Cuco, que en un tris estuvo desbaratara en humo aquella obra maestra de golfo de corte.

Y lo que sufrió Martina cuando vió al mismísimo Maimón, que distraído se les echó encima en un esquinazo, saltar atrás como quien ve víboras. Marica de pueblo este polichinela de pastelería, batihoja de hojaldres, muy aleznado como buen marizápalos y bien raro como pureta y marioso en un pueblo, también sentía el aguamansa de rabo flojo pudores de tropezar o rozarse con las hijas del ahorcado.

La Cheira no se pudo contener al oír que el rufino ya [en seguro] quería librarle a ella del escarnio y la decía dulzonamente:

—Con Dios, Martina.

—Anda que te zurzan, pingajón—respondió la Cheira, que jamás se indisponía con nadie con razón o sin ella.

No ha de creerse, sin embargo, ni por un instante que esta mujer de chanchullo y disimulo se pasaba al bando de las Cucas con armas y bagajes. Nada de eso y de lo otro. Su furia era para ella misma una sorpresa más en la cuestión de las hijas del ahorcado. Es que [a un santo se le hubiera acabado la paciencia], como decía ella misma. Pero con el turbio fondo de sus intenciones entraba en sus cálculos la desesperación mortal que producía a las Cucas tanta lesera.

—No nos queda ya ni la esperanza en Dios—decía la Saturna, tan religiosa como era.

—No diga eso, madre, aunque lo dé por cierto. No hay mal que cien años dure—le respondía Pascasia acariciándola.

—Tenemos que irnos, Pascasia. Hay que convencer a la hermana.

A ello estaban decididas. Unicamente dudaban después de las visitas al padre en el camposanto.

El grupo de las siete mujeres sobre la tumba del ajusticiado cerquita de la cruz de madera negra, no podía conturbar a nadie simplemente porque, entrando ellas en el campo [santo] salíanse los vivos que habían ido a reverenciar sus muertos. Oh, qué dirían éstos si sus deudos no protestaban de las intrusas. El único que las contemplaba con la emoción que puede restar en el alma familiarizada con la muerte era el sepulturero. Por cierto que una vez tío Agripino había sido testigo de algo [más] doloroso. De la huida, más apresurada de lo que convenía a sus achaques, del requetebuenísimo sacerdote don Gabino, el coadjutor del Padre Higuea. Creyendo que no le veían, miraba don Gabino aquel grupo único de siete mujeres desoladas y repudiadas por todos sobre el musgaño de la fosa del Cuco, cuando observó que se destacaba de ellas Onésima, hacia él sin duda en busca de amparo y de consuelo. Don Gabino escapó.

Tío Agripino escupió sus manazas, agarró la piocha y siguió cavando el reguero de una tumba de pago mientras su corazón le decía bajito que no es necesario morirse para ver cosas raras.

El día que ocurrió este suceso, que no tenía más importancia que la que se le quisiera dar, Saturna habló por vez primera mucho tiempo y bien. No las quedaba ya en la vida otro recurso que marchar. Sus hijas le dieron la razón. Había que irse y si hubieran hecho eso hace tiempo...

Faltaba el consentimiento de Crescencia, que se paseaba como una leona bajo la mirada encandilada de Martina. Saturna se acercó a su hija.

—Cariño, hemos de irnos. No nos queda otra salida. Crescencia se detuvo y respondió secamente.

—Antes, puta.

Tácito, aquel ingenio que no necesitó conocer las especu-laciones de la escuela de Badén para ser lo que aún es [el historiador sin rival], nos habla de ciertas asociaciones de mujeres romanas que tenían este designio: Conservación del pudor.

Si en nuestro tiempo, tan feminista [de bulto] pero de tan escasa realidad [femenina], existiera una asociación parecida, Crescencia hubiera podido figurar en ella sin desmedro ni detrimento de tan delicada empresa y en el minuto exacto en que profería el raro epifonema del sepulturero Agri-pino.

Oue resueltamente no es verdad la sentencia del viejo Protágoras de que el hombre sea la medida de todas las cosas, puesto que la mujer se sale de su comprensión.

No había en la dura frase bestialidad, ni siquiera alguna de esas dolencias del histerismo o bravuconería del [hister-cis] que decían los viejos psiquíatras. Muy al contrario, aquella bravata, si formada en los misterios sexuales [Crescencia más que sus otras hermanas estaba en el alboroto sexual de la pubertad], era una interjección sana, una robusta decisión enmascarada con este o aquel disfraz del psiquismo inferior, tan bien estudiado por Grasset y que sólo nos interesa en la narración para hacer constar el asombroso caso allí ocurrido.

Asombroso y tanto. Porque si el [antes, puta] de Cres-cencía quería decir en puridad lo mismo que deseó expresar en el cementerio el tío Agripino, un [no] rotundo a la cobardía de alejarse del pueblo, el escándalo, trayectorias y resonancias que [armó] en el alma de su madre y hermanas, y, más que en ninguna otra, en Martina, fue de lo que [hace época] en la historia de las almas.

Al pasar de su boca enrabiada al dolor y exasperación de aquellas mujeres, el término brutal perdió su carácter de negación y rotundidad y removió esos sentimientos indefinidos que se agazapan o dormitan entre la maraña de lo consciente y lo somático.

Salvó la famosa valla que, según Pío Viazzi, es insalvable entre las individualidades corpóreas y se plasmó en su terrible significado literal de prostitución.

El daño fue más horrendo, más hondo. El dolor almacenado entre tanta y tanta irritación, humillaciones e injusticias en las tinieblas atroces de aquellas almas escarnecidas y vilipendiadas, levantó sus garras y se aferró a la idea. Y de allí, de la soledad y angustia de lo profundo de su ser, el imperativo de voluntad de la Cuca chica no salió más.

Quien pudiera seguir en [la verdad], en esta verdad que historiamos, que como toda realidad sobrepasa en complejidad e interés las más desproporcionadas fantasías literarias, los movimientos y reacciones de esa idea en los territorios de la subconsciencia, inconsciencia y [cococonscien-cia], su paso a obsesión, sus transformaciones odiosas en el laberinto de las sensibilidades orgánicas, alucinaciones, delirios...

No ya nosotros, humildes narradores de un romance pueblerino, los sabios, especializados en estas nobles tareas de sorprender las raíces de los actos del alma y sus energías, se encuentran en tales estudios hoy a la altura que estaba la Humanidad cuatro siglos hace respecto a disciplinas de alquimia.

Y, sin embargo, en esos horrendos espongiarios de las intuiciones, crisis, neuronismos, neurotropismos, tendencias, instintos, quimiotaxis e ilusiones, ahí está la claridad de nuestras determinaciones y la horma de nuestra capacidad real.

Fácil era antes explicarse todo. Bastaba con enunciar un hecho cualquiera y perseguirle atrás o adelante en los hechos mismos. Sublimándolo todo, no despejando nada, velando esto y aquello con caricias de lenguaje y poniendo, entre sonrisas de [humana] comprensión, un dedo en los labios y hasta la mano entera sobre los ojos, ya estaba el gato en la talega.

Lo humano, lo humano... Con decir eso... Con decir que una cosa era [humana] al avío. Los sentidos profundos de la vida escapaban. No se sabían interpretar las noticias [cifradas] que de todas las partes y sentidos del alma venían al cerebro apto para darse cuenta, pero nada más. Aunque se inventasen métodos de analizar pasiones, corazones y reciprocidades, no se iba muy lejos. Sencillamente aquellos disecadores no sabían anatomía o, cuando mejor, hartábales la satisfacción interior de presentir que en tal o cual lugar del espíritu [debía] existir [algo]. Que huía, comentaban ellos..., delante de su inspección. Linda excusa. Almas que huían delante del bisturí, pasiones que escapaban de los puntos de la pluma... En las autopsias y en los bufetes.

Por desgracia [eso] que huía estaba quieto y bien quieto. Lo está. Quién sabe si, por estar tan quieto, ha tardado tanto en presentirse o presumirse.

En resumidas cuentas, que hoy no es tan hacedero cobrar fama de analista de almas como les era a los novelistas de no hace muchos años.

Con poco trabajo se habría salido del apuro de describir la revelación [súbita] de Martina al escuchar la frase de Crescencia. ¡Eureka, aquí está!, habría gritado la tía. [Eso] era lo que ella buscaba, lo que ella [quería] de las Cucas.

Pero el caso tiene bastantes más faralaes cuando hay que escribir, como a su tiempo lo hicimos, que Martina [no quería] nada de las Cucas, que nada podía ni sabía hacer de las Cucas y que [al mismo tiempo] la desgracia de las siete hermosas mujeres invitaba a su ánimo a mediar, a no desperdiciar una ocasión magnífica de hacer [con o por ellas] no sabía qué.

El [antes, puta] de la pequeña obró en su alma exactamente el mismo jaleo y aparente revoltijo que en el dolor de las sirvientas. Claro está que en otro sentido de marcha y mecanismos; pero, emocionalmente, la misma revulsión.

En la reacción que toda exclamación decidida produce en quien la escucha y que mueve a intervenir de alguna manera hasta en aquellos a quienes no interesa, las hermanas y madre de Crescencia opusieron silencio, [un] silencio, una de esas alteraciones del ritmo espiritual de cada uno que [hablan], como hablan en música y en mecánica pura. En cambio, Martina se expresó así:

—Tienes razón, Crescencia; antes, puta.

Ya la palabreja tenía, en boca de la [lagarta], toda su significación libidinosa. Ya quería decir lo que ese termi-nucho realmente dice en la convención de su sentido. Más decía.

Mirando aquella cara, la Cheira expresaba un asombro curiosísimo, el de ver [por fin] con qué facilidad se había dado, sin que nadie le diera, el paso más difícil hacia una solución que parecía insoluble, cómo se había encontrado una continuidad, una conexión cualquiera, pero contacto al cabo.

Tampoco es creíble que apareciese en su mollera y frontales de buscavidas la decisión última. Pero sí es presumible que la villana [vio], donde eso [no se ve], que la palabra inmunda constituía, entre muchas direcciones, [por lo menos] una.

Creemos que han de entendernos los que curioseen estas líneas, sobre todo cuando piensen lo extremadamente fatigoso que es al espíritu la captura, entre posibilidades innumerables, de [una] de ellas. De este descubrimiento, que por ser trabajo intermental no aparenta importancia, al hallazgo de la posesión absoluta de un claro sentido, de un acto rotundo, no habrá ya mucha distancia moral y material.

La especulación de las grandes horas del Espíritu enseña, entre otras cosas, que los españoles se adelantaron a la hermenéutica actual de tales doctrinas.

En las mujeres que historiamos tal distancia habría forzosamente de abreviarse aún más que en las otras de su sexo; pues, si todas son amigas de la inmisión íntima y rapidísima en las finalidades que vislumbran, nuestras heroínas de villorrio sentían necesidad de un hiato por donde escapar a la anihilación y confinamiento en que las hundiera el salvaje [salto atrás] de todo un pueblo.

Los instantes críticos de las almas tienen, en todas ellas, una estructura parecida y una dehiscencia semejante. En momentos tales las actividades de la inteligencia parecen burlarse de las leyes de la gravedad y orientarse hacia solicitaciones sobre las que ningún dominio gozamos, previsiones mentales de reserva que tienen [mucho] de las llamadas [reservas nutritivas] que acumulan por su cuenta [y con sus motivos] todos los organismos.

Este raro espíritu intuitivo que Dios ha dado a los más que raros seres de nuestra tierra, ¿adivinó todo ese pragmatismo cuando formó su lenguaje a imagen de su espíritu? Porque esa raza nuestra, de cualquier punto cardinal del solar hispano que se la tome, ha plasmado todas esas disposiciones morfológicas y fines presidíales que los fisiólogos del día conocen por [/unción de lujo] en frases tan excepcionalmente normativas, como cuando se dice: Me estás jorobando o me estoy jorobando. Las dos jorobas del dromedario o las bolsas de sebo de ciertos animales esteparios o cimarrones no expresarían mejor, con más [acierto de lujo] el porqué de las reservas acumuladas para las situaciones precarias.

Un español, cuando le ponen o se pone él mismo [que es el más frecuente de los casos] en situaciones como para pegarse un tiro, exclama [sin pensarlo]: Me jorobé... No creemos que pragmatice mejor la famosa finalidad de Bleu-ler este mismo señor ni que teleologuizante alguno represente tan aína la trasmutación, en una necesidad de mayor rendimiento, de la energía de reserva a disponibilidad inmediata.

Esta [joroba hispánica]—permitidme bautice así el enigma del fin utilitario en su hondo sentido biológico y en el insondable concepto espiritual—, que constituye para los sabios una de esas cuestiones que en nuestro tiempo se plantean con tan profunda penetración que, asustado Dios Nuestro Señor, les vela la prueba, se complica en grados de horno eléctrico cuando le [sale] a una señora dama, o, dicho con mayor respeto y galantería, cuando su consciencia envía a la usura de sus nervios [todavía no han perdido del todo su prestigio los nervios en la mujer] un caudal de refuerzo.

Corriente o material de ahorro, que, por proceder de su naturaleza sexual, refina el problema hasta hacerle adquirir roleos y volutas fantásticas, un barroquismo espiritual capaz de asombrar a un entretallador churrigueresco que tuviese los sesos de un Brentano y los de un doctor Geley. Y de éste decimos porque el tal ha llegado a coger con sus dedos, y así lo ha manifestado en su metapsíquica, en experiencias ectoplásmicas, órganos materializados nada inertes, sino biológicamente vivos, y excusad la redundancia.

Habéis de excusarnos esto y lo anterior en masa, porque hay que ver en los berenjenales que se mete uno cuando pretende explicarse ese [algo] que acude en auxilio de la mujer, cuando ésta se joroba; o sea, cuando necesita de un milagro de vida para salir del atolladero de su falta o sobra de perspectivas.

Ni saqueando el riquísimo vocabulario y arsenal de imágenes tan libres como espléndidas [que todas, al fin hijuela del Cantar de los Cantares, son] de la mística española; ni resucitando las viejas figuras de la retórica [tales como la tapinosis, anagnórisis, la parresia, el asteísmo, la litote, el pasergon, la adínaton, bersis, aporia, dipsis, antimetábole, mimesis y exergasia... y las que olvido], fuera posible contornar la expresión de [eso] que invade el alma de una mujer al encarnar su voluntad [la voluntad en sí misma es hoy otra cuestión sexual] en una determinación durante las crisis.

Los mismos españoles que han descubierto [lo] de la joroba, en los momentos de adinamia, encontraron la soberana fórmula del cariño, fusión de la voluntad y del amor intraducibie para las almas de otros países en su sentir literal y revelación universal en la maestra valoración del concepto. A un español le cuesta trabajo decir a la hembra: Te amo. El te adoro, ni por pienso. Este flato [costéri-co] le inventaron los primos; no los que con su apicarado zumo dice el lenguaje así, sino esos seres neutros discurridos por la Providencia para que las [primas] ejerciten su aprendizaje sexual, antes de saltar del muñeco de trapo al pelele de sangre. Un alma de macho ibérico ha dicho y dice simplemente: Te quiero.

Ya es bastante. Si a una mujer extranjera se le larga ese [te quiero] se muere de espanto. ¿Qué ha de creer la po-brecilla sino que se la desea para comérsela o cualquier fechoría de tono parecido? A una española le basta ese [te quiero] para desazonar y anormalizar su vida y la de los que por ella velan y la Patria a veces [que ya ha ocurrido].

El te quiero español es una prodigiosa síntesis, como no sabemos de alguna otra sobre la tierra, de todos los ingredientes y fundamentos conocidos y por espiar de la voluntad y de cuantos procesos pasionales pueden darse en el amor. De tiempo viejo se sabía que el resorte motivo de toda voluntad es una imagen placentera, mas es solamente estudiando esta palabra en el fondo irreductible del alma castellana, como se llega a la ley vital de posesión que entraña. Querer es, en castellano, poseer, pero no así como así, poseer por entero y... sin comprar. Un [amor propio] robando el albedrío de otra [conciencia del dominio sobre sí mismo]. Además el alma ibérica no conjuga el verbo querer sino después de haber [sentado] el precedente del presente de indicativo. Es decir, que pregunta: ¿Me quieres? Pero [después], cuando ya importa poco que diga [ella] que sí o que no. He aquí la célebre consecuencia: Has de ser mía porque te quiero. No porque [lo] quiero, sino porque [te] quiero.

Todas las vidas humanas desbordan de erotismos. Impresionante fue la afirmación de que no de otra naturaleza es el acto [primero] de nuestra existencia al acercar los labios al pezón de la madre. No lo es menos descubrir que en esta raza yacía, dormido para los entendimientos, el secreto pasional de la voluntad, en un verbo prodigado más de la cuenta.

Llegados a este punto comprendemos con sentimiento de inexpertos artífices que estamos predicando, cuando lo que es menester es describir [sin notas] por qué escalones y cuántos cayeron las Cucas hasta los bajos fondos en los que debemos encontrarlas por así [quererlo] esta historia. Por qué escalones cayeron y no rodaron. Dios Nuestro Bien me diera en estos momentos trabajos de mayor postín y altanería, que los tuviera por fáciles. Porque ¿cómo explicamos, sin comentarios y apartes, el hecho de esa caída [en masa] encarándola en su verdad tan inexorable como única?

Las Cucas no rodaron de falta en falta como las mujeres que [se pierden] en las ciudades; cayeron de emoción en emoción y ¡por su voluntad! Y no una a una, sino ¡todas a una!... Nada de tentaciones de droguería espiritual o de perfumería anímica; perversiones platerescas o por... plata; [caídas] urbanas de esas en las que un autor hace, porque le da la gana y no por otra cosa, salvo la propia experiencia que de ello tiene, maravillas de prestidigitación mental con objeto de demostrar de quién o quiénes es la culpa, que casi siempre es del autor mismo, pues, si no le conviniera que la infeliz se perdiese, no la perdería y el conflicto se daba por quito.

Pero frente a nuestra pluma tenemos mujeres de carne y hueso y no hijitas de Emma Bovary, o Margarita Gauthier, o Mila di Codra. Criaturas femeninas hasta dejarlo de sobra; mujeres de realidad y no de las que se pueden denominar [hijas de solo hombre], o sea las nacidas de varón y pluma, que vienen a ser o a servir de argumentos para demostrar cuál es el gusto de fantaseador, cuando no [pruebas] de esta o aquella filosofía de moda, o necesidad de tanda, o ensueño de ribera a lo Salomé, la mismísima Magda, una ben plantada (educada por Platón en catalán, o sea griega «a la catalana»], una Amy Dorrit o cualquiera de las lamentables Izés de nuestros días de inyecciones, proyecciones, inflaciones estupefacientes y cacoquimias.

Mujeres vivas, sin otras complicaciones que la hechura de sus gracias cerriles, de tez bruna, de líneas nativas tremantes, con el garbo poderoso de sus masas de carne, sangre y poco trapo. Es decir, desbarramos. De poco trapo en el sentido figurado, tal como que fueran [de trapo] por dentro, que así se acostumbra a imaginar hoy los hijos de la sesera. Porque, en cuanto a los trapos del vestir, estas castellanas [andan entavía] lo mismísimo que en los días que las viera, por año tan raro como el 1777 es, don Juan de la Cruz Cano, señor que se tomó el trabajo nada chiquito de copiar [del natural] los centenares de prendas que usan, usaron y usarán tales damas per omnia saecula saeculorum.

En la espiritualidad ibérica la palabra Vida es el tesoro del que la Raza ha acertado a sacar el caudal inagotable de sus contribuciones más elogiadas.

Ibamos a añadir el correspondiente Amén a ver si por fin acabábamos de explicar no precisamente el absurdo inexplicable de que criaturas tan simples fueran tan compuestas, suntuariamente hablando, sino tan enrevesadas en el sentido de la presente narración.

Criaturas tan simples... Más lo era Kempis. ¿Y acaso no se recrimina él mismo porque a despecho de su firme propósito de ser puro y santo hay [algo] dentro de él mismo que lo impele a malos pensamientos?... De él es aquella tremenda imagen de que hemos de velar continuamente a la [fiera que hay dentro de nosotros todos]. Dante la vio fuera de él y ante él impidiéndole el paso. Ahora se han enterado los sabios que el [bicho] ese existió realmente y existe [en todos]. Parece ser que nacemos con perversidades polimórficas más o menos profundas y que hasta las más nobles y desinteresadas acciones tienen por base una contraria inclinación que fue sublimada...

Si esto, lo otro y lo de más allá que venimos exponiendo no levanta por lo menos la punta del velo de la acción de las Cucas, ¿a qué atribuir, entonces, y cómo razonar la caída espantosa de las siete mujeres? Tal vez si yo hubiera estudiado en Alemania, sabría a estas horas la cuádruple raíz de razón suficiente de todo este lío; pero hasta resulta el sarcasmo de que, cuando pude ir a las Universidades tudescas estaba yo en un lío parecido, es a saber, en el que danzaba la Libido también, como siempre, como en todos...

Bien. Resignémonos a no explicarnos el [porqué] e historiemos humildes el [cómo]. Quién sabe si sucederá, como para humillación nuestra pasa casi siempre, que la mejor explicación de un hecho resulta el hecho mismo. ¿Puede nadie explicarse hoy, ni leyéndose los libros de los dos armarios teológicos del Padre Higuea, aquello que el Padre de la Iglesia San Irineo de Lyon no se explicaba ya en su época [y eso que conoció a San Policarpo, que era a su vez discípulo de San Juan, el brazo derecho de Nuestra Señora], o sea la Encarnación del Verbo? Pues veinte siglos nada menos lleva nuestra Civilización viviendo de sus resultados...

Las Cucas no se fueron a Salamanca. Aunque todo lo hubieran dispuesto para marcharse, no se fueron. Ni la madre Saturnina, ni la Ciriaca, que sin duda, por tener los ojos verdes, era muy voluntariosa y resuelta; ni la sabidilla Agueda, ni la dulce Abilia, ni la mujeraza Onésima, ni Pascasia, tan descarada de suyo, pudieron o supieron o... [quisieron obligar a Crescencia a que las siguiera].

¿Por qué la Saturna no molió de un palizón [estilo de madre castellana] al crío aquel que prefería vender su honra antes que seguir el único sendero digno de las circunstancias y de una mujer? Vuelta a los porqués. Luego dicen que los españoles no tenemos filosofía nuestra. Por los sagrados manes de Luis Vives que no ha existido pueblo que filosofee más, aunque también es cierto y asombroso que nunca existieron seres que menos caso hicieran de sus propias filosofías, adagios, [evangelios chiquitos], refranes y leyes en verso, que los que han creado tantos millares de esos específicos del alma.

La Saturna no pegó a su hija porque, hija ella de pueblo, sabía que, cuando la burra castellana se para en el camino, la de Balaán fue una locomotora en eso de correr o simplemente seguir así se lo mande Dios.

Esta frasecita arriera es todo un tomo de metafísica de las costumbres, Kant nos perdone, que no es alusión al suyo. Precisamente eso fue lo que dijo la madre.

—Cuidado que eres burra, hija.

Y nada más. Los que quieran fijarse en lo que no les importa, oficio que reservamos para nosotros los escribidores, pueden, si lo tienen por conveniente, reparar en cualquier carretera en la adorable escena de la desesperación de un arriero por bestia que le haya hecho su despreocupada profesión. Porque es el caso que, si el borrico puntero o guía de la reata se detiene, ya pueden arrastrar de él carretero, encuarte, las otras bestias de los tiros y el poderoso macho de varas. Allí se está [Dios] hasta que al borrico le peta.

Por algo perdimos líneas arriba tiempo en la narración al indicar los milagros de la voluntad y su origen indudablemente pasional. Las investigaciones del [negativismo psicológico] son un portento y es lástima que los arrieros no las conozcan. Por lo menos, si no les servirían para que arreara el burro, les entretendría todo el tiempo que le durara al borrico o bocha su [adinamia freudiana]. Que se dan días, y casos como el tener que desenganchar de sus mangotillos y cejadores al burro y dejarle allí y seguir con el carro hasta la posada sin la tozuda bestia.

No se atrevió la Saturna a dejar a su hermosa [borrica] y llevarse el carro a Salamanca. Martina vio el cielo abierto y como no era tonta se entró por él sin esperar a Pedro.

Desde el día en que Saturna y sus hijas renunciaron tácitamente a marcharse, no vaciló en considerarlas como cosa suya y extremó su ayuda y su audacia, mostrándose de pronto como aquel basilisco era en sí; mala fuerza, pero una fuerza.

Como por ensalmo les fue devuelta la casa de la poza que las autoridades retenían. No quiso decir, ni por ahora nos conviene decirlo a nosotros, de qué medios se valió para arrancar a los enemigos de las Cucas esta prenda, pero el día que lo consiguió tiró las llaves sobre el regazo de la Saturna y zarandeándola con gesto protector y cierto agrillo de reconvención por su debilidad de carácter [agrillo que está muy en el riñón racial y que ya Séneca popularizó, siglos hace, contra los que no aciertan a superar las adversidades por perras que sean] exclamó:

—Ahí está eso y... ¡a vivir!...

Por lo difícil que ha sido a los españoles y les es todavía la existencia o vida [que así prefieren llamarla] tal palabra [vida] suena de un modo muy particular en los oídos de los naturales de nuestro país. Vivir, ante todo vivir. Ha costado tanto a la raza sobrevivir a las empresas y locuras descomunales que engendrara su soberbia y a los destinos verdaderamente grandiosos y trágicos que le dictara la fatalidad o el [sino de los spenglerianos, como hoy se dice] que el español ha conseguido hacer vibrar ese vocablo con insospechadas animaciones y deslumbramientos.

Vivir, ante todo vivir. El que desee conocer los secretos de nuestro país, en el arte y en la realidad, estudie ese concepto: Vida. Pero como el país lo expresa, que no lo dice así en el mundo ningún otro pueblo, ni esteta alguno en sus especulaciones desde Raumgarten que las inventó.

Ahí está [eso] y... a vivir. ¡Cuántas cosas quería decir esa frasecita de la Martina! Nada de amilanarse. Es preciso existir a toda costa. A roso y velloso, sea como sea, a dentelladas. Vivir, para el alma ibérica, no es dejarse arrastrar, ha sido siempre y, curiosísimo caso, todo lo contrario. No merece en nuestra tierra la vida quien [se deja] manejar por los acontecimientos. Las hondísimas raíces de nuestra novela picaresca se nutren en las más jugosas sustancias. Todo le es [dispensado]; así, en estilo de dataria y cancelería eclesiástica, al que por vivir lleva a cabo hazañas todo lo pecaminosas que su conciencia aguante.

Todo cuanto se insista en esta idea es poco. Si el picaro, cuya raigambre árabe está fuera de toda discusión (Haan lo demostró buscando, no ya en las raíces, sino en las barbas absorbentes de las raíces, el-/:fc:r-(ser pobre) de los islamitas] agrada, embelesa, llega a enloquecer la raza y entrega a la literatura universal una dirección que jamás será olvidada en ella, todo ello sucede porque se le perdonan cuantas perdobaladas, barrumbos, mojarrillas, charras-cas y tarariras cometa. Se trata de vivir y todo ese jollín de verduguillo [pasa por fuera], tangencial a los valores graves o gravideces que ya disimularán por la cuenta que les tiene. Si Don Juan, no nuestro Padre Higuea, sino el profesional burlador de Tirso, comete los desmanes que le impuso su histerismo [hay un histerismo varonil como la célula primitiva tiene los atributos de los dos sexos, aunque aparentemente sea femenina] los realiza a conciencia de que le bastará un arrepentimiento para salvarse. Bien le consta a Don Juan que esa penitencia será no un martirio, sino el dulcísimo descanso senil o impotencia o, para hablar como hoy se habla, cuando se ponga el sol de la vida sexual tras el senium... No es casi divina una raza que le dice a [su] Dios: Señor, perdóname las guarrerías que te he hecho cuando podía hacerlas. Yo te prometo no hacerlas ya más; y la prueba de que lo cumpliré es que aunque quiera hacerlas no puedo ya... ¿Qué [dios] oyendo [eso] no perdona y hasta sahúma?

Las llaves de la casa de la poza fueron roídas a besos por aquellas siete mujeres. Tenía la escena cierta grandeza dramática. La mujer sin hogar... ¿mayor tragedia entre nosotros? ¿Es posible, en Castilla, abrumar a una mujer con más fiero tormento que con el privarle de su casa?

Estamos declamando sin notarlo y son ellas las que debían decir eso o lo que se les ocurriera que, por largo que fuese, siempre sería más sabroso. Pero es el asunto que besaban las llaves y las bañaban de lágrimas, y no se les ocurría tirada alguna de versos [en prosa]. Por no ocurrir-seles, ni les vino a las mientes preguntar a Martina qué diabluras había tenido que hacer para devolverlas lo que era suyo.

Todo en torno suyo pareció aclarecer. Y si en el corazón vacilaba aún el miedo a quedarse, la posesión del hogar les devolvió la energía de quedarse que, desde el primer momento, velado o no por los martirios sociales, era su verdadera decisión.

Besadas las llaves, no se tardó mucho en besar a Martina con transportes delirantes. Y lloró Martina la Cheira. Nunca lloró Martina tanto y tan a gusto. Cuidado que se queda satisfecha el alma cuando hace el bien. Qué dulcemente se llora cuando se ve la felicidad ajena. Y todavía esos aguafiestas de los sabios dicen que se segregan las lágrimas como se segrega saliva y que las lágrimas son un poco de cloruro de sodio diluido en agua y vertido por diez canalillos allá en el pliegue superior de la conjuntiva para que esté bien transparente.

La buena Martina se limpiaba los mocos de tanto llorar y por el meato de la nariz se le iba el aguacero de las lágrimas; jipeaba por eso. Pero felizmente lo que ella creía hacer era sentir la alegría estallante de las mujeres.

—¿Cuándo podremos pagarla el interés que se toma por nosotras?—decían las chicas de la Saturna.

—A vivir, a vivir—gritaba Martina—. Y menos miedo al mañana. Mañana, Dios dirá.

Y aprovechando su caridad las regañaba.

—¿Con que os ibais a ir, mis hijas?... Pan para hoy y hambre para mañana, tontonas. Y a Salamanca no sería. Porque allí estaban enterados del ahorcao hasta los gatos del barrio de la Aldehuela. Sí, señor, hasta el gallo de la veleta de la catedral vieja sabía lo de las Cucas. En todas partes se tiene miedo de los ahorcaos y lo que reza con ellos. Y en Salamanca, donde no se han olvidado aún los dieciséis del Cubero, el Corneta y el Hernández...

—Oh—continuó la Martina viendo que le escuchaban—. Aquello sí que fue más duro que una amparancia de judíos. Como que descuartizaron a catorce bandoleros después de ahorcarlos, y a otros dos les dieron garrote, y eso por consideración a la clase que pertenecían. Y qué" no nevaba aquel día. Si vais vosotras, para qué más. Ya tiene Salamanca que añadir al media plaza, medio puente, medio claustro de San Vicente... No en mis días, mis hijas. Y gracias que ya no está el toro de piedra en el puente; que, si no, os tenéis que estrellar los sesos en él como el Lazarillo de Tormes, que por eso empieza el tal libraco.

Después de tales u otras marrumancias de esta medias-tocas de zupia y picantería, el recordatorio de la venganza no podía faltar. Pensar que se dejaban a la espalda los aojamientos y malajadas. No y no... Los faranduleros tenían que pagar la bojiganga y había que atizarles a la tascantón una que les hiciera perder la chaveta y emprender un tiberio como para que no se olvidara del Tormes al Arevalillo y aledaños de sierra de Villanueva.

Pero en este capítulo se le habían adelantado tiempo hacía todas las siete, como se adelantara en el parto de la Thamar, del Génesis, Phares a Zala a pesar de haber sacado éste su manita antes y atado a ella la cinta roja de primogenitura.

No marchándose del pueblo, la venganza de aquellas mujeres era segura. Las castellanas de esos sitios no perdonan. Tienen una sangre muy suya y de tan lejos reci

Que es bien cierto que el fondo espiritual de la mujer está constituido por un for-tísimo sentimiento de justicia... para consigo misma.

bieron la hemoglobina de sus glóbulos rojos, que nada menos que todo un Plutarco cuenta la sarracina que hicieran en los escuadrones masilienses. Amén de que si [después de tanta distracción o sustracción del interés principal a temas que no son de nuestra incumbencia o propósito] no hemos dejado establecido que la mujer siente y piensa más con el cuerpo que el hombre, lo establecemos ahora de una vez para siempre y bajo nuestra promesa de probar ese aserto cuando se pueda y el estado de esos conocimientos en el extranjero nos autorice a engendrar los nuestros. Que bien sabido es que pensamiento que no venga de [fuera no es sino pensamiento de jardinería].

Lo difícil era que se quedaran, que venciera Crescencia, como parecía haber vencido. La visión de las llaves de la casita propia reblandeció el sentimiento de querencia que tanto endureciera la persecución implacable y Martina realizaría lo demás.

Dinero no les faltaría. Ya se resarciría Martina y con creces. ¿Es que iban a estar siempre así?

Este adimento no es nuestro [con creces]. Fue dicho de la Cheira para vencer sobresaltos y remilgos y que le aceptaran otras cantidades sin el sentido vergonzante de limosna.

A la Saturna no se le despintaba que por aquel veredero de deudas a [tal] hembra no se iba a buen lugar, mas no aceptar era condenarse a perecer. Las cartas enviadas a parientes lejanos volvían incontestadas; no querían ni recibirlas. Sin la providencia de Martina hubieran perecido de hambre, porque en aquel pueblo no cedía nadie al parecer ni se conmovía un punto. Por su parte, Martina la Cheira, que era muy buena cristiana, en lo tocante a los dogmas de los que no sabía palabra, por oírles siempre en latín, y mucho más católica en lo referente a las prácticas santificantes, como lo demostraba su conducta, estaba radiante. Se había confesado al Padre Higuea, en cuyas velludas orejas acostumbraba a depositar su conciencia de araña, y el Arcipreste la absolvió de todo escrúpulo o barrillo pecoso de alma.

No revelamos secreto de confesión, que es pecado de ordago a la grande y del que sale uno con el bolsillo flojo por ser privativo del Vaticano su conocimiento; pero sí nos es necesario conocer que la impresión del Padre Higuea al saber los buenos oficios de Martina fue excelente.

—Veritas de térra orta est, Martina—la decía—. Esas palabras del Salmo ochenta y cuatro quieren decir, para ti, que donde menos se piensa salta la liebre. Siempre el óbolo de la viuda. Muñera autem et oblationes et sacrificia omnia in typo populus accepit, Martina... Et perseverare in obse-quiis eius... Esto es el uno y el tres del XIX y del XIV del Levítico. Muy agradable le es al Eterno esto que estás haciendo y debes perseverar en ello. Peor que hija de ahorcado fue la mujer del Profeta Oseas, que fue mujer fornicaria y Dios le mandó casarse con ella. Et Osee propheta accepit uxorem fornicationis... ¿Y qué, Martina, la Crescencia dicen que es una real moza?... Creemos recordar que perteneció a las Hijas de María...

Consolada así la intención de esta mujer, que hubiera sido una santa a estar su organismo fisiológicamente adecuado para ello, animaba a las Cucas. ¿Quién dijo miedo?... Lo mejor del pueblo, si es que allí había algo bueno, era el Padre Higuea y el Arcipreste las tenía en estima. Claro que no podía personalmente hacer esto y lo de más allá. Pero no estaban solas. El Padre Higuea no olvidaba la voz de Abilia.

Mucho las hería a las siete Cucas el que ellas llamaban desprecio de la Iglesia. Profundamente religiosas, de todos los improperios que habían oído y de cuantos rebuznos y aventamientos padecieran, lo que destrozaba su corazón sin consuelo posible era el que la Iglesia les recusara. Cuando servían de criadas no pocas veces vinieron las señoras y los congregantes de la infinidad de cofradías que dependían de la Inestal a que la Sinfo permitiese que Abilia cantara en la iglesia, y una de las cosas por las que Cóquilis rondaba a Ciriaca por lo bien que cantaba era. La voz de las dos Cucas, no impostada por el estudio más elemental, poseía en cambio algo mejor, ese temblor sexual que tan dulce sabe siempre y que, no siendo ya voz de niña, hace volver los ojos al coro porque para voz de ángel es demasiado... humana.

Cóquilis, que entre las muchas cualidades de que Dios no le había dotado contaba la de tener que tocar el armonio, órgano y pianos del pueblo, sencillamente porque e) pueblo, amén de remunerárselo, se lo ordenaba, decía de la voz de [su] Ciriaca que parecía salir de sus ojos verdes, lo que quera decir [algo].

No pretendemos sacar efectos sentimentales de la voz de las dos Cucas, sí escribir la pena honda de aquellas mujeres arrojadas de todas las casas y de la de Dios mismo; de todos los [amos] que habían perdido éste era el que sentían verdaderamente. No hay mujer que, antes de enamorarse de algún hombre, no sueñe en desposarse con Dios, y en los pueblos, mucho más que en las ciudades, la mujer necesita de sus devociones y coloquios porque su corazón le pide, así como la fogosa naturaleza campesina, esos deleites de idealidad. La mayor y mejor parte de los temperamentos de la mística universal procede de los campos; en España, todos. Forzados a canalizar, domeñar y sublimar sus instintos pasionales, a ahogarlos entre los nervios, estallan a veces en prodigiosas floraciones y llamas que arden durante siglos. Y con cierta singularidad bien digna de notarse; que, mientras [en ellos] la sensibilidad o los paroxismos se difuminan en símbolos [en ellas] la libertad de expresión no encubre nada, ni les cohíbe la castidad. Y gracias a esa claridad pasional, vibrante, los sabios de hoy van más de prisa de lo que parece al esclarecimiento puro y total de la naturaleza del amor.

Las Cucas habían llegado a rogar se les permitiera entrar en la iglesia de noche, cuando nadie hubiera en ella. Y caro le había costado a Cóquilis acceder al fervor de su Ciriaca permitiéndola cumplir ese deseo. Hasta los esquilones de Barandales habían sonado en sus orejas sin ser Semana

Santa y a dos dedos estuvo de que le pusieran en su tierra anda que te andarás de calle de Balborraz al puente, de la Renova y la plaza a la rúa de los Notarios. Todo porque la Ciriaca se [moría a chorros] por no rezarle a un Cristo de la Inestal que si no era obra de Gregorio Hernández le faltaba un pelo, pero al que Cóquilis, como buen zamo-rano, estimaba en menos que al Cristo de las Injurias do Gaspar Becerra. Todo porque la Saturna quiso por [última vez] hablar con su Soledad, con aquella escultura que se le parecía a ella misma y era pobre réplica de la Dolorosa, de Juan de Juni, el prodigio de la iglesia de Santiago, allá por Medina de Rioseco.

No entraban en pequeña cantidad estos fervores en sus pocas ganas de marcharse del pueblo y pólvora terrible eran de su odio. Cerrada esta válvula por la ignorancia que de esta clase de presiones tenía el pueblo, pronto iba a sentir el villorrio lo que es mezclar en el alma de una mujer a tanto azufre de desprecio acumulado la prohibición religiosa, la bárbara intransigencia de cerrarles las puertas de la iglesia con el mismo descaro que Paulina la Tahona les diera con la puerta en las narices en la Posada de los Bandos del Ulpiano.

Si tan bueno era don Juan Higuea, ¿por qué no levantaba aquella excomunión solapada y cruel? El fue quien borró una por una a las Cucas de las Hermandades y Cofradías a que pertenecieran. El, quien se negaba a recibirlas en su casa cuando iban a rogarle misericordia y les enviaba a Cóquilis con el famoso quidprocuó: Que no os echan, pero que os vayáis... Como don Gabino..., huyendo de ellas siempre, él que era tan bueno que, por no comer carne, ni la del cerdo.

Oliva Schréiner, una inglesa de nuestro tiempo que escribió un libro [La mujer y el trabajo], ofendida porque la señorita Suavan había dicho que [el verdadero mérito de la mujer es saber leer los Evangelios y bordarse los pañuelos], escribe que [el alma máter de la mujer es el sentimiento innato de lo justo]. Posible es que esté en lo cierto esta escritora que, asustada por un cálculo de Charles Gide del que resulta que la Tierra sólo tiene cultivables, de sus trece mil millones de hectáreas, nueve mil millones, pretende limitar la Humanidad [para que no se mueran de hambre los venideros]. Sentimiento de justicia como ése bien prueba una tesis.

No espiaron los ojos de toda una corte el vientre de la ^ duquesa de Berry para ver si la pretendiente a un trono legitimista era digna de su papel de viuda honesta, como los ojos de todo un pueblo persiguieron a las Cucas desde que las vieron, con el asombro consiguiente e indignación naturalísima y fundada, volver a la casa de la poza.

El enigma de las llaves les traía atortolados. Claro está que cuando con ellas habían abierto, era que alguien les había dado esas llaves y levantado los sellos de las puertas. Los tales sellos y las dichosas llaves, tiempo hacía que debieron estar en su sitio, pero en los pueblos la justicia es [lo que es]... Debido a ese convencimiento, nadie se admiraba de que se hubiera tardado tanto en devolver a las Cucas lo que era suyo, sino de que se les devolviera.

No hay emoción comparable, pese lo prodigada y repetida, a la visión de una espiga surgida de una semilla cualquiera.

Y como el olfato de la multitud no se engaña, comprendieron que el asunto de las hijas del ahorcado entraba, lejos de acabarse, en una fase muy interesante.

Así era en verdad. Decía una de esas adorables mujeres francesas que son y han sido en la historia de Francia las [verdaderas escritoras] de lo que han escrito sus literatos que la [poligamia es habitual a los hombres antes del matrimonio; después es cuando las mujeres les engañan]. Desarticulando esta frasecita cáustica de la exquisita Leontina Arman, afirmaremos sobre ella la maniobra de las Cucas, traduciéndola a este lenguaje brusco nuestro que dice eso mismo así: [La risa va por barrios].

Martina la Cheira al comunicárselo no les decía nada nuevo. Ya sabían que se esperaba de ellas algo [gordo]. Ellas, por su parte, también esperaban eso de sí mismas.

—No se van. ¿Qué harán ahora?—decían.

Lo primero que habían hecho al entrar en su casa era lo mismo que en el tabanque de la Cheira: barrer, limpiar, dejar la casita de la poza más limpia que ropero de monjas. Y no desecaban la poza porque se trataba de una [obra de romanos], aunque, a creer a Martina, aquel foco de infección, basuras, excreta y fiemo asurcado iba a desaparecer. En vida del Cuco jamás lo pudieron conseguir de las autoridades, que ya hemos dicho eran sus propios amos.

—Ahora os la quitarán—decía Martina con misteriosa seguridad.

¡Ahora]... ¿Por qué ahora? ¿Qué quería decir eso? ¿Qué había cambiado? Como antes, tenían que valerse de subterfugios absurdos y de heroísmos increíbles para procurarse la comida.

Obtener el mercado o compra diarios era una batalla campal que las [deslomaba]. Todo seguía igual al parecer. ¿Y por qué [no] había de seguir todo igual?

Pues no, señor, no seguía igual. Procopio, el guardia, que [antes] en cuanto levantaba el grito cualquiera de las hijas del ahorcado se las llevaba detenidas sin más comentarios ni averiguaciones, dejó automáticamente su intervención, neutralizó el espadón que pendía ahorcado de un tahalí del tiempo del estoque, que sólo tenía de toledano el ser más dulce de alma que el hueso de los albaricoques de sus cigarrales o de aquel mazapán con que ahuyentaron a los moros durante un asedio las monjitas de San Clemente. Y, caso asombroso, señoras y señores...; de aquella bocaza que se abría bajo los bigotazos clásicos en todos los gendarmes de raza latina salía esta despectiva y acre reconvención:

—¡A ver si me dejáis las Cucas!

A punto de malparir estuvo la primera verdulera que oyó ese gruñido autoritario e insólito y en poco fina la cuitada.

Por un fenómeno intermental muy curioso, pero tan sencillo que ni le acusa la más modesta de las Psicologías, las Cucas no se daban cuenta del cambio de Procopio ni de otras cosas algo menos claras, pero de mayor contenido. Pongamos por ejemplo que [antes] no pasaban por la calle de la poza ni las almas en pena, que tanto empeño tienen en que no las vea nadie; y [ahora]...

—¿Quién dirá, madre, que acaba de pasar? A ver si lo adivina. Pues el Ubaldo, madre.

El señorito Ubaldo, el hijo de la Sinforiana y el tío Cipriano, había pasado por aquella calle que era andaluza en eso de [no llevar a ninguna parte], que todos rehuían por los miasmas de la charca, por lo del Cuco y porque a las calles les sucede lo que a las almas; que nacen [con lo suyo],

Y había pasado y había... sonreído a la Agueda.

Esto de la sonrisa, que podía ser burla, no le extrañó tanto como el verle a él mismo, aunque su extrañeza era natural y no dio de sí más. Lo mismo que a ella le ocurrió al tío Colás, el único vecino que en la calle siniestra tenían las Cucas, un viejo pordiosero famoso en todas las ferias de Castilla, en las que se hizo célebre por el carro que le llevaba; por las espantosas ulceraciones que le abría cuando salía al negocio de verdad, nada de postizos de Corte de los Milagros, su gran amigo el curandero de Cabezón de Rioseco; por los dos perros que tiraban del vehículo, un cajón con las ruedas de diversos tamaños, con jergones y estacas de las que colgaban bolsones de mendrugos, botas de vino, escapularios, saquitos de drogas y pieles de bichos; y por su trainel Pascualilla, lisiado, morrudo, plañidero, cacarañado, zopo, zanquilargo, idiota de profesión y sólo parecido a sí mismo.

El tío Colás vio al señorito Ubaldo cuando aspiraba él como de costumbre, en compañía de Pascuilla, las emanaciones de la charca que le recomendaba Cabezón para tomar el color de cadáver saponificado que le daba de vivir y se preguntó:

—¿A qué habrá venido el hijo de la Sinfo?...

Pascuilla le señaló la casa de las Cucas.

—Toma, que puede que sí...—dijo tío Colás.

—Es que ha cambiao el aire—añadió Pascuilla, chapuzando en el cenagal a los perros para que les nacieran en la piel pústulas y costras de tiñas y sarnas raras.

El idiota de profesión, que en realidad era más sutil que el cordobés Pedro de Urdemalas, de Salas Barbadillo, encontró un término exacto. El aire había cambiado.

Sin que se dieran cuenta, la mano maga de Martina transformaba la realidad de sus destinos. No fue sólo Ubal-do el que sonrió a Agueda al pasar por vez primera en su vida por una calle que no conocía siquiera; fueron Eme-rencio el de la Demetria y Gervasio y Justo, el prometido de la Sabelona, y Pantaleón, y Evaristo, y el tío Varetas en cuerpo y alma, el señor alcalde, el de la Vaca que le traía con tanto cuidado a tío Tiburcio, y que al pasar entre la charca inmunda y la casa de las hijas del ahorcado ordenó que inmediatamente, costara al Municipio lo que fuese, había de desaparecer aquella laguna hedionda, cegándola con escombros, dragando y drenando aquella pestilencia.

El tío Colás ponía el grito en el cielo. ¿En nombre de qué fuero se le quitaba a él la poza que tan magníficas livideces ponía en su cara y cuerpo? ¿Dónde se revolcarían los cerdos de la dula?

Pascuilla le dijo que por esta parte no se apurara. A los cerdos no les falta nunca sitio donde almohazarse... Cuando se ciega un estercolar es que se va a abrir otro por ahí...

Y el badulaque se atrevía a señalar con su mano verruga la casa de las Cucas, infundioso y zorrino. _

—A ver si te crees tú, merdellón, que las Cucas son unos pingos...

—La Cheira anda en el ajo, tío Colás.

Ni los trabajos comenzados para la desecación de la poza parecieron despertar de su modorra a las Cucas. Este hecho prodigioso que traía revuelto al pueblo no les impresionaba y miraban embobadas las cuadrillas de obreros, el acarreo de los materiales, el grupo del regidor Varetas, el ingeniero Jameson y el bailarín y achulado Cosmito, que estaba imponente con su teodolito, taquímetro y ayudantes levados en masa por Varetas según ley de la prestación personal y que se hundían en la ciénaga hasta las rodillas.

Cómo se lucía Cosmito... con sus miras sobre trípode o voceando a los que soportaban las reglas verticales rojas a trazos. Viéndose observado por las Cucas tomaba, detrás de su taquímetro de doble imagen, esas posturas incandescentes que sólo en este valle de lágrimas saben crear los madrileños. El aparato le acababa de salir de la cabeza a un compatriota del ingeniero Jameson, el americano Richard, y a otro inglés, Archibal Barret, pero parecía suyo... Qué donairoso estaba Cosmito calculando en el levantamiento del plano la distancia, determinando la reducción a restar de la longitud leída sobre la mira.

Maldito lo que sabían las Cucas ni del uso o servicio de aquel Kern ni por qué razones el despreciativo verraco, que escupía al encontrarlas, se había metamorfoseado por obra de birlibirloque en tan rendido servidor que ponía a sus órdenes cuanto sabía de neutralizaciones de refracciones diferenciales y otras gaitas.

Que había sucedido, es decir, que [estaba sucediendo] algo no cabía la menor, por hablar en el caló de Cosmito, que lo mismo aprendió eso de visores, nonius, medidas de ángulos y sus cosenos, desplazamientos de prismas y leyes de curvatura, en cualquier Zeitschrift für Instrumentenkun-de, que gitaneaba su calorró de barrio bajo y hasta~simul-taneándoles a ratos con la mar de guasa [que así en los Madriles llaman a la gracia].

Y lo que estaba sucediendo capaz era de trastornar el juicio al mismísimo Cóquilis, a quien aspaventera y toda desvaída le comunicaba Martina el [cambio].

—Vivir para ver—decíale la Cheira encerrando en esos dos verbos una infinidad de reticencias y cocodrilerías.

—Pero, en resumidas cuentas, ¿qué sucede?—preguntaba el práctico sacris.

—Y qué sé yo, mi hijito; ve tú a verlo como ya van todos.

—Mire, Martina, a mí no me venga con que no sabe.

A ver quién les ha logrado las llaves y que las quiten la poza. Las tías del pueblo están que trinan. Lo de la poza les ha caído como una bomba.

—Dímelo a mí que me tienen sorda. Que si por mi causa sucede lo que está sucediendo; que desde que tú me las recomendaste lo veían venir; que si tú y que si yo...

—Pero ¿y qué es lo que ven venir?

—Pues que... las Cucas no se van a estar mano sobre mano y que a cada gorrino le llega su San Martín.

—Si la entiendo que me ahorquen.

—¿Que no me entiendes tú?... Qué no entenderás tú, bu-jarronazo... A ver si crees que siete mujeronas, y como ellas, se van a quedar para vestir imágenes.

—¿Usted cree que...?

—¿No hablas tú con la Ciriaca? ¿Y no notas nada, hijo de Dios?

—No creo que lleguen hasta eso.

—Luego dicen que los hombres conocéis a las mujeres. ¡Pues no han amontonado bilis mis hijas para guardarla dentro!

—Sí, pero de eso... a lo otro...

—Ay, qué paparote. Hasta que no os untan los morros no creéis en la matanza. Todos sois iguales, os la dais de linces y sois unos pasmaos.

No tardó el sacris muchos días en comprender la obra maestra de la Martina. Ni un solo hombre en el pueblo, ni una sola mujer, a excepción de las Cucas, dudaba ya de que... las Cucas habían encontrado un modo de vivir.

A excepción de las Cucas, cierto. Ellas veían [ahora] los ojos de todos puestos en ellas con una fijeza insolente en la que triunfaba del odio la curiosidad, algo viscoso muy sucio que no acertaban a imaginar bien. Sentían la presión enorme, que estrechaba su vida aún más que antes, de una malsana atención a lo que hacían, a cómo se comportaban, estremeciéndolas muy hondo este nuevo martirio que ni presentían existiera.

Pero ignoraban que el pueblo sabía de ellas más que ellas mismas y que por un funesto espíritu de maldad colectiva o influencias extraordinariamente complejas se les achacaba determinaciones escandalosas e impuras.

Los mismos tíos que [ahora] no las huían y execraban, que parecían buscarlas, les llevaron a un convencimiento mayor de su idea. Eran espiadas. No les cabía duda de que, al saber el pueblo su decisión de no marcharse, asombrados de tan estupendo disparate y audacia de orates, no se resignaba a dejar perder un solo suceso de lo que iba a ocurrirías. Después de haber apurado gota a gota la amargura del desvío de todos, les aguardaba la tortura de experimentar el tormento contrario, el del acercamiento y asedio de todos convertidos en horrorosas interrogaciones vivientes.

Eso creían y eso creyeron durante mucho tiempo, todo el que necesitó la Cheira para sembrar en cada uno de los habitantes de la población el sentimiento de que, en el alma de las Cucas, la desesperación u otro género cualquiera de pasiones o estados del ánima había depositado el mal consejo de comerciar con esa honra misma que por defender con tal tesón les trajera a tanto desamparo y agravio.

La maestría de esta labor celestinaria rebasó toda posibilidad e historia de enredo. Nadie pudo jamás declarar que la Cheira había dicho esta boca es mía al respecto de si las Cucas quisieron prostituirse o no. ¿Qué le iba a ella en el lío?... Bueno que las matronas que viven de tales entuertos y felonías galochas troten y chismorreen y corran la mercancía o los dimes y diretes. Pero ¿quién la vio a ella en esos rapapelos perdularios o qué dineros y contentamientos pudieran traerla los tapadillos y goteras de las antojadizas?

Lo que a ella pudiera imputarse era todo lo contrario; su humanitarismo y compasión. Que sin su ayuda y desprendimiento de lo que tanta falta le hacía a ella misma se habrían muerto de hambre las arriscadas. Si el pueblo entero, por lo que fuera, que ella no se metía en honduras, repudió a las hijas del ahorcado, que el pueblo cargara con la responsabilidad de lo que estaba sucediendo desde que las arrojaron del servicio.

La originalidad de la labor de Martina consistía en insinuar lo que necesariamente tenía que ocurrir. No como descargo de la participación que en la culpa colectiva le cupiera ni para librar a los de su pueblo de morales crimi-nosidades, sino como zahori y adelantada.

Si las Cucas le mostraban su extrañeza por el arreglo tan inaudito como impensado de la poza, la Martina tomaba su gesto displicente y de persona que ve más allá de las gafas de un tinterillo y comentaba así:

—Sí, mis hijas. Y os empedrarán la calle.

O bien les removía el odio de las entrañas contándolas que en las casas de las señoras se rumoreaban vilezas y escurriduras atravesadas.

—Que si bajo cuerda estáis haciendo esto y lo otro, y que si a la chita callando os habéis salido del tiesto. Ya me entendéis.

Ya la entendían y bien encendido que quedaba su odio al señorío y al pueblo todo, siempre que la oían.

—Como esos que antes os hacían ascos y desde que...

—Desde que...—preguntábanla con ansiedad.

—Desde que han sabido por ahí que se os han bajado los humos y que dais oídos... Mentira y todo mentira, pero así es el mundo... Ya se van creyendo los marranos que todo el monte es orégano.

No es para descrita la indignación de aquellas criaturas al escuchar estos manidísimos conceptos que usaron en todos los tiempos y con idéntico éxito las comadres de todas las razas y pueblos.

Mas lo nuevo de esta mujer era el acento y la extraordinaria verdad de que allí no se le había perdido nada y ni tenía por qué esperar gracia o pago.

—Si yo estuviera en vuestro pellejo lo hacía bueno... Con lo hermosonas que me sois. También yo iba a estar aguantando tanta mecha.

El sistema de Martina, además de ser doble, era paralelo y los encajaba uno en otro con ajuste preciso.

—Oiga, Martina, parece que las Cucas...

—¿Y si sí, qué?... Es natural que se cansen las pobreci-llas. Yo hasta que lo vea no lo creo; pero, francamente, a mi leal entender, ése es un camino como cualquier otro.

No son de palo, caray. Son mujeres, qué leñe.

Oue en los tiempos del rey don Fernando III de Castilla los castellanos sabían decir palabras como éstas: «Sen-nor, que el tu sí, sea sí; e el tu non, non.»

—Sólo le faltaba al pueblo esa vergüenza..

—De carne nos hizo Dios a todos.

El estilo sentencioso siempre, el senequismo del alma castellana del que usaba la Martina como de su sistema... No contribuía poco este carácter a la incontestable autoridad que se atribuía y que buen grado le daban a poco que forzase su deseo.

No eran los refranes, que manejaba pocos y siempre los mismos, como todos los castellanos; era su sentido dogmático y afirmativo lo que encantaba a todos, aquella contestación siempre a flor del labio, pronta y resuelta. Caso curioso: en Fontiveros había nacido ese señor [el ahorcado]. Pocas docenas de leguas distanciaban uno y otro pueblo, si es que pasa mucho de la primer docena.

Caminaban sin dar un paso. La invisible, continua y casi dulce presión de la Martina, empujábalas menos que el desenvolvimiento interior de sus quejas y lacerias. En cada una de las cinco hermanas el problema de su vida se planteó en la forma que pidió su temperamento, pero todo se reducía a un común denominador en la finalidad.

Esta era bien sencilla: vengarse. En otras regiones hispanas, y con otra clase de mujeres, la venganza deriva por cauces furiosos y se despeña con mucho ruido y espumas. Pero, en estas tierras que son, y así puede sin enfáticos razonamientos decirse un [coto místico], tierras bermejas en el color, teñidas con matices de sangre, en las que la realidad es irreductible y tan enquistada en las almas que impregna y anima las mismas idealidades supremas hasta hacerlas terreras y posibles, el sentimiento de la venganza tiene que ser y es lento y terrible. No creemos exista en la nación ibera sitio como este donde el espíritu de represalia tome formas tan raras, pero profundas.

El propio martirio con que se castigaba a las Cucas no era sino un aspecto de este carácter. Y eso que las hijas del ahorcado, como fruto de la tierra, no habían cedido al vendaval desencadenado para deshacerlas, oponiéndole una resistencia pasiva que en el fondo se nutría de savias del mismo origen y era tan nervuda como la violencia.

Y henos aquí, cuando con mayor gusto disipábamos palabras a troche y moche, y como quien se encuentra un toro de lidia en un callejón sin rejas, con la dificultad frente a frente.

Porque sí, cuando le dio la gana, cuando en la oscuridad constitutiva de las sugestiones se produjo la descarga emotiva, el rayo se hizo verbo.

Una de aquellas tardes sombrías, la Saturna, la callada y taciturna madre, se levantó con la majestad de una Né-mesis de villorrio, crispó su puño, masó con él, sobre la mesa, Dios sabe qué harina de corazón y exclamó:

—¡No nos quieren honradas, nos tragarán tías!...

Sus hijas, o esperaban esto o pensaban lo mismo, porque no les hizo mella el apocalíptico exabrupto. Se detuvieron un rato en sus tareas con la atención afectiva con que se escucha [fuera] y en [otro] una cosa que se está oyendo tiempo ha [dentro y en uno], y el suspiro de alguna de las chicas, que tal vez procediera de Abilia, fue el único comentario familiar.

Líneas atrás, sin duda por nuestra poca experiencia de relatores de verdades [tantas mentiras decimos los plumíferos], pretendíamos nada menos que sorprender, en el sanc-ta sanctorum de las Cucas, las leyes vitales de un acto de voluntad, su nacimiento en el instinto y su desarrollo y sublimación en los erotismos de la edad y el sexo. Como veis, una bicoca. Ahí es un bledo agrupar las emociones íntimas, pero las verdaderamente íntimas y [últimas], las específicas, que encarnan el drama de un acto cualquiera de voluntad. No queríamos más que eso. Siempre el encantador optimismo de que, destripando el muñeco, hallaremos el secreto de la forma, cuya simple visión tan venturosos nos hace... hasta que le desbarrigamos.

La Saturna con su exclamación, tan breve y tan idéntica al jaleo moral psicoanalítico que nos armamos entonces, reveló [de una vez] el mecanismo secreto o [elaboración] de un deseo que era el de todas las siete mujeres, no después nacido de la expulsión de las familias, sino del revulsivo mismo de la horca.

—Su odio [y la venganza está ya en el odio, en las conciencias activísimas feneminas] germinó en el momento de la muerte de aquel hombre que matara a doña Benita para robarla y librarles con ese dinero de la deshonra trivial y puerca de una pernada doméstica... en el sentido garañón y feudal de esa bellaquería.

Y desde aquel preciso instante, y no en alguno posterior, el acto de voluntad, semejante a un germen en una matriz, se adhirió con sus raicillas a ella, es decir, al genio de raza y de herencia que anima la estructura de cada uno y en aquellas tinieblas que no crean nada, que sólo desenvuelven [lo que hay] en [lo que las echan], se formó el deseo que salió cuando debió salir, cuando hubiera matado de quedarse dentro.

Si no se habían marchado contra toda razón que les marcaba esa necesidad, si el tremendo desprecio incesante no las rindió en esta o esotra claudicación, debióse a la conciencia de posesión de algo que respondería, que no había de faltar en el oportuno momento.

—¡No nos quisieron honradas, nos querrán tías!...

Cuando la hermosa Crescencia plasmó en la frase del tío Agripino su negativa a marcharse iluminó como por magia aquellos corazones hechos pedazos. La frase hizo su recorrido sin decir por dónde iba hasta fundirse en el germen del odio. Y solamente Martina adquirió casi instantáneamente la seguridad de que sólo prostituyéndose a los mismos que por querer deshonrarlas llevaron al padre a la horca, lograrían la venganza o inervación de tanto sufrimiento.

Como a la Cheira le ocurría lo que a nosotros, que ignoraba que las almas paren las ideas cuando deben parirlas, no esperó y adelantó los acontecimientos... externos.

Lo hiciera por lo que fuese [y ello constituía otro problema], la Martina hacía honor una vez más a sus viejas hazañas de desembarazar a las gentes del pueblo de estorbos o empreñamientos cargantes. Demonio que es verdad eso del destino y que es tontería buscarle escapatorias. Edificante sorpresa la de encontrarse, cuando menos lo presentimos, cumplimentando las órdenes secretas del tirano.

Ahora bien: no se pare sin dolor y no se ve claro sin estremecimiento. Las Cucas y el pueblo volvían a ponerse frente a frente. Cuando éste las creía en dispersión vergonzante y huida desesperada, con su virginidad a cuestas, como las [pastoras] de Cervantes, selladas con el hierro del crimen paterno, las veía de pronto más juntas y unidas que nunca lo estuvieron, agrupadas en torno de su madre y ofreciendo su carne al que le diera la gana pagarla. El que fueran tan hermosas como en realidad eran, aumentaba el temblor de todos. Y la comprensión, que nadie se hubiera atrevido a insinuar a su propia conciencia, pero que a todos constaba, de ser todos y cada uno de ellos los inductores, acentuó hasta el espanto la emoción popular.

En pueblos como ésos, donde todos se conocen sus caídas y culpabilidades y a fuerza de cometerlas, ampararlas y cruzarlas llegan a la simulación perfecta de inocencia e irresponsabilidad que se encareta hasta en la clásica impasibilidad del rostro, consiguiendo con el trato y frecuentación mutuos la más halagadora de las indiferencias; en pueblos como ésos, donde todo se desconoce y perdona a condición de que no trascienda, que no se haga público o se alardee de ello, la decisión de las Cucas produjo angustia mortal.

Una sola que se hubiese quedado en la ciudad y vendido habría sido más que suficiente para escandalizar el pueblo entero. Y se habían quedado las siete y puesto en venta... ¡las siete!...

Conforme el pueblo se daba cuenta le invadía un calofrío de fiebre, de esa fiebre colectiva que le traen las grandes tragedias o le lleva a desencadenarlas.

Si el acto de voluntad [drama interior] que condujo a la Saturna a esa cruel resolución era tan elemental y primitivo [en su enjundia] como el del Cuco para evitar la deshonra de sus crías, la práctica de la idea fue y debía ser fulminante como hija que era del odio.

Que la vida sufrida, laboriosa y dura del alma castellana ha fortalecido, lejos de amenguarla, la extremada sensibilidad de su naturaleza.

La idea poseía además una cualidad que elogian mucho los tratadistas, y era su sencillez, como puede verse con su sola enunciación: abrir una casa de compromiso. Nada más que eso. Cosa más fácil... ¿Quién sabe si la misma Saturna no tuvo su remordimiento de... que no se le ocurriera antes? ¿Quién dio jamás una solución más fértil y agradable a un problema pavoroso por los cuatro costados? Las mancebas serían sus seis hijas, y su alcahueta, ella misma. No las habían querido honradas, las tomarían meretrices.

Pocas veces una venganza femenina colectiva ha ido [tan lejos] quedándose [tan cerca], encima y debajo del objeto de su odio.

¿Casa? La misma en que vivían, frente a la poza insalubre que, ahora y solamente ahora, porque dejaban de ser honradas, se apresuraban a quitar de allí. Todos vendrían ahora, hasta los viles que las arrojaron porque eran hijas de un ajusticiado y porque supieron vigilar su única fortuna. Este sistema de venganza llegaba en sus últimas consecuencias a extraordinarios órdenes de cosas que saboreaban ya aquellas desgraciadas.

Porque lo insólito, con serlo todo en el asunto, era que ni la chica, ni la grande ni la mediana opusieron argumento o pero al plan de su madre. Las mismas que habían defendido como jabatos su virginidad de las asechanzas de sus amos veían impasibles [ahora] acercarse la miserable brutalidad de cualquiera. ¿Qué se dijeron aquellas mujeres, cómo se pusieron de acuerdo para realizar el absurdo? No una, ni una a una, sino las siete...

Es necesario conocer la mujer castellana para comprender la conmoción de tales almas. Sólo ese mismo genio castellano puesto a espantosa presión podía lanzar estas mujeres a tal vergüenza.

Pero todo esto es frase y necia. ¿Qué es eso de genio castellano puesto a presiones espantosas?... De sobra sabían ellas, y ya han dicho algo, lo que ocurría en las grandes casonas del pueblo, la sensibilidad desbordaba en las señoras con lumbraradas temerosas, a cuyo lado el ardor burro de ellos era rodeo y corcovo. ¡Ah, ya iría saliendo todo ello, como las herpes!... El hogar, la familia, el brasero, el caldero, el fogón..., muy bonitos temas de juegos florales. Pronto se iba a ver el pudridero que hay debajo de todo eso.

A ninguna región se le ha guardado el secreto como a Castilla, y de las dos, a la Vieja. ¿No hay allí hombres y mujeres? No necesitaban ellas tener los libros y el libre genio loco del Padre Higuea para darse cuenta del hervidero celestinario y el alma yegüeriza de la inmensa región, tan mansa, tan en sosiego eterno, bajo el sambenito de una frialdad de fuera, que es precisamente la que tan rijosos les hace por dentro.

Y gracias sean dadas a que las Cucas no leían otras obras que las que procedentes del inagotable depósito de novelas de lides y amores, de doña María la de los Tufos, circulaba por el pueblo. Que si llegan a leer las maravillas literario-lúbricas que esa región ha producido... Pero con lo visto y sufrido por ellas les bastaba.

En resumidas cuentas y sobre la parva, que las Cucas, como por ensalmo, en vez de perder nada lo tendrían todo. Y no escribimos que habrían de recobrar algo porque ni en sueños aquellas siete enloquecidas por el dolor podían imaginarse el triunfo de vida que las reservaba su decisión.

Esta no fue tan de prisa como por necesidad hemos nosotros de mostrarla, pero el pueblo mismo se encargó de apresurarla. Se asustó más que hizo por evitarlo. Pero hay que preguntar si, de estar ya en su mano el evitarlo, ha-bríalo intentado.

Se decían unos a otros con verdadero pasmo:

—Las Cucas han abierto una casa de tolerancia.

—Las Cucas se [han hecho] de... la vida.

—¿Cuál de ellas?

—¡Las siete!

—¿Las siete? Arrea.

—Y la primera, la madre.

Como quien ve visiones se quedaban aquellos tiazos de pelo en pecho al oír esto. Vale la pena anotar las modalidades de su estupefacción, que no era individual ni podía serlo, sino colectiva y bien comunal.

Jamás en aquel pueblo, con lo grande que era, lo rico y demás, fue nadie suficientemente audaz para abrir en público una covacha de compromiso, tabuco prostibulario o casa de lenocinio. En época alguna, aun en aquellas famosas en las que el pueblo entendía por libertad hacer lo que le daba la gana, sin otro aderezo o guarnición, que dicen los cocineros, gente de la tierra o forasterío se atrevió a desafiar la aversión instintiva a esta clase de chamizos que tienen por ellos hasta los que les juzgan necesarios. La ley les hace la vista gorda; pero en estos andurriales el evangelio moral y político de la raza siguen siendo palabras como las del Padre Suárez del tercer armario del Arcipreste [la comunidad está por encima de cualesquiera persona de ella] y aquellas otras de su Tractatus de legibus en que llega a decir el granadino que [la costumbre puede abrogar la ley misma].

La Saturna abrió la puerta de la casa de mal vivir frente a esa costumbre, como si a Suárez opusiera la valiente hembra aquello de nuestras Compilaciones [Contra derecho natural non debe valer previllejo... E si lo diese non debe valer]. E non valió... y sólo se permitió el pudorcillo de tender sobre el vano de la puerta lasciva cierto esterucho de batán y no colgar el célebre ramo romano que, desde siglos ha, indica que [allí] se vende [algo] o el delicioso y simbólico muñeco que se bambolea a la puerta de las chakha bolivianas, donde se expende el soma indio, la chicha.

Lo bárbaro [y nunca mejor usado este vocablo] era que el garito aquel de fornicio no era fruto alguno de depravación, ni siquiera del famoso momento que, en nuestra perdida América, denominan [hora de burro], en que el entendimiento mejor plantado se ciega y obra en forma inexplicable. Era obra del pueblo, de todos esos pueblerinos o campiranos, de los que se puede afirmar la reticencia de Quevedo [que son buenos los buenos, mas poquitos,—y son malos los malos, pero muchos], o mejor la honda observación de aquel artista supremo del lenguaje y de la [claridad] que se llamaba San Agustín, el que solía decir que en ninguna parte había visto hombres mejores que los buenos que se encuentran en los conventos, ni peores que los malos que habitan en ellos.

Cualquiera creerá que estamos [legalizando] la casita chu-chona de las mancebas. Astaroth no lo quiera. Somos historiadores indignados nada más. II est une chosehistorienqu’un théologien ne saurait jamais étre]..., donde Renán dice teólogo, poned literatoidey tendréis una verdad como un puño. ¿Qué calma ni qué ocho cuartos se puede conservar, ni qué serenidad, ni qué imparcialidad ante el hecho de las Cucas?... Concretarse a referirle, narrarlo con lealtad, abstenerse de emitir juicios o legarlos a la posteridad, que es como confiar el Quijote al esperanto... Nada de emplazamientos y apelaciones serenas. En caliente hasta... el ajo. ¿No martiriza al más fresco o páparo este suceso, que [pueda] ocurrir este suceso, en la tierra que durante dos siglos [el xvi y el xvii] produjo la literatura mística, cultivada por más de trescientos ingenios, de la que dice un Yunemann que es [el más augusto monumento alzado a la prosa más opulenta, varia y gentil del mundo]?

Claro que indigna; pero, ante todo, volvamos sobre nuestros pasos, que hemos corrido demasiado, obligando a la Saturna nada menos que a abrir una mancebía cuando las cosas no pasaron así, ni tan de sopetón, ni con tan poca prudencia.

Las cosas que pasaron, ante la hedionda realidad, fueron peores.

Cuando los ingleses dan una paliza a un adversario, acostumbran a templar el cacareo o quiriquí gallístico de su triunfo, con ese humour tan saludable que heredaron de Ben Johnson y Swift, diciendo de este modo: [Inglaterra tiene suficientes razones para creer que las narices de tal campeón o la flota de tal país han pasado a vida mejor]. Además, y por un refinamiento de frigorífica temperamental, esperan a decir eso cuando el campeón o el país han olvidado que les amputaron las narices o el poderío naval, refrescando así el dolor y... su victoria.

Nuestras razones tenemos nosotros para creer que el asombro y dolor del pueblo o duró poco o fue tan progresivo que se debilitó a medida que se hinchaba lo que no podía quedarse [así] de ningún modo, y que [lo] había hinchado [El].

Si en un solo individuo se hace casi imposible [hoy] perseguir en el plano de su corazón la red de sus sentires, ¿qué no será en el corazón de todo un

El sentimiento de igualdad ha sido tan absoluto e infranqueable, en la raza nuestra de todos los tiempos, que está en la sangre ya no perdonar la excepción en cualesquiera sector que se dé. Menos en el santo, que eso no hay que decirlo, y en el taurino, que está de más indicarlo.

pueblo? Hasta reyes, que vive Dios

que sabían serlo, capitularon de poder a poder con los pueblos, villorrios y aldehuelas cuando éstos se tomaron la justicia o injusticia por sí mismos. El [Fuenteovejuna, señor] es capaz de parar en seco una aceleración sideral, valga la hipérbole einsteniana, queráis o no los no relativistas, que yo lo soy y a mucha honra.

El pueblecito de marras, obrando en masa, fue, y no la Saturna, el que, asombrándose de lo que [estaba ocurriendo], abrió el tugurio. Es decir, que, mientras se espantaba de la posibilidad, de la sola posibilidad del desastre moral de las siete hermosas y de los setecientos o siete mil populares, tenía unas ganas locas de que ello ocurriera y ponía de su parte todo lo necesario para provocarlo.

Escrito lo anterior, vemos que no está claro. Mas qué queréis. Desde que los griegos se llevaron a la tumba spen-

gleriana de [su Civilización] el secreto de mover las masas, los coros, como actores principales o primeras partes, como hoy mal decimos, los escritores acostumbrados a tirar del hilo a tipos alfeñiques, tenorinos y criaturos y, por si no es bastante la intolerable personificación, a iluminarlos a ellos solitos en escena, hemos perdido el arte divino tan humano de maniobrar con masas. Yo quería decir, y no sé decirlo, que fue todo un pueblo quien se procuró el espantoso deleite de poseer una mancebía y no la Saturna y sus seis pimpollos. ¡Oh, si, por lo menos, acertáramos a sorprender en estas mujeres aquel secreto que el mejor historiador que haya tenido Napoleón, Tolstoy, descubrió en el genio corso. Probablemente estas mujeres se movían como aquel capitán... Porque... las movían. A Napoleón le necesitaba alguien o algo. Cuando no fue necesario, ese alguien o algo puso en ridículo a su fantoche, no por despreciar su propio instrumento, sino porque sólo el ridículo destroza en el corazón de los pueblos lo que es capaz de envanecerlos o domarlos.

Sólo así se comprende que Martina la Cheira que no había oído aún la tremenda decisión de Saturna, de hacerse tía para que cesase la persecución y el odio, encontrara tan expedito el camino para su labor bocona y corcovada. Los que la escuchaban se oían a sí mismos. El argumento de los dos, de los trotavillorrios y del pueblero, eran iguales; o sea, no es extraño que esas siete mujeres terminen en zorras, porque es natural que acaben así.

Los pueblos, en general, tienen determinada idea fija, extraordinariamente fija, común y curiosa. Y es que no acaba nunca bien [lo] que por cualquier motivo [incluyendo el que ellos mismos constituyan la causa] se aleja de ellos en el tiempo o en el carácter. Y lo más gracioso es que no se equivocan nunca, aunque ni por carambola se enteran de la razón, que viene a ser en estos líos o lites la de ser en ellos juez y parte. ¿Quién es el majo que se equivoca no confesando equivocarse? La ciencia moderna, para demostrar la existencia de Dios por otro procedimiento que el tenido por infalible de San Anselmo, ha dicho que [Dios existe en todos los que creen en El y no existe para los que no le sienten], admirabilísima definición que cobra todo su esplendor escrita en alemán.

Tan natural como era que las Cucas acabaran así... Lo casi infalible es que si una fuerza de presión oprime por todos los lados menos uno, y ese [uno] es un río, el que es empujado hacia el agua, se ahogue, salvo que sepa nadar o le saque un ángel por los cabellos, que ya ha ocurrido el caso también, para que no nos pongamos tontos.

Mor qué las Cucas estarían tan guapas, y más guapas cada vez, sufriendo tanto como padecían?...

Lejos de cerrar los ojos para no ver a las hijas del ahorcado, como antes acostumbraban, abríanlos bien para darse cuenta de este misterio, que les traía de cabeza. Y que aprovechamos la ocasión para escribir que los pueblos tienen en la boca, desde que amanecen hasta que de cualquier Munich o Sinaí filosófico les avisan de que [les está anocheciendo], esta palabra: misterio. Y para explicárselo todo, menos para su proceder a modo colectivo de conducirse, que eso está más claro que el cloro en sus corazonadas, a las que tantas carantoñas hace y de las que tanto se fía.

Que nada perdona nuestro pueblo con más agrado y longanimidad que las disipaciones de la carne, en lo que procede humanitariamente y a ejemplo del Evangelio.

Las Cucas estaban cada vez más guapas por la simple razón de que a las mujeres les hacen muy bien las ojeras, o si no es así, ¿por qué cuando no las tienen se las pintan? Nuestra raza dice que Dios carga a quien tiene buenas espaldas. ¿Qué sería de la mujer si no existiese el sufrimiento? Tanto como la comida le es necesaria a la mujer la pena. Hasta su cuerpo [abovedado] está indicando que ha nacido para la resistencia.

Sor Fabriciana de las Carmelitas [y priora de ellas por la gracia de Dios y la muchísima que el Señor le había regalado en los seis sentidos corporales] respondía de esta teresiana manera a la inocente indicación de sor Eutiquia, la procuradora del convento, que le hacía notar a la reverenda madre que al Padre Higuea, su Capellán, le crecía mucho la barriga.

—Es verdad, madre; pero... lleva la barriga con buen aire.

Y no quería decir sor Fabriciana que al Arcipreste se le estuviera llenando de [aire] la barriga, de aire atmosférico, sino que la llevaba con gentileza, que no le pesaba y hasta le daba tipo.

Las mujeres llevan las penas [con aire]. Lo que de ciertos hombres pensaba Carlyle [que su cultura es la corteza de su barbarie] puede de las mujeres decirse en el sentido de sus pesares [que son la gutapercha aisladora del enigma de su energía]. El análisis frío sombrea el ensueño. Los torcedores y gemidos de la pasión dan relieve a las ideas puras. Sólo al precio de los padecimientos sombríos, agobios y desfallecimientos espinados paga la mujer su turbadora influencia y su juego o misión excitante. El pesar es su mostaza y su trampa. Por lo menos, es lo que [completa] su conjunto y proyecta sobre su inaguantable sistema nervioso, tan sensible como un sismógrafo, ese perfume o extracto que idealiza sus vértigos, cefalias, pataletas, y le aquieta o aplana.

¿Hay algún ser en la Tierra entre las doscientas mil y pico especies animadas, que aparente más serenidad y equilibrio que la mujer? ¿No es ese hielo de armonía impecable lo que da a su belleza el encanto de que parezca un ser extraordinario y aparte de las especies, el atractivo de las cosas [más bellas] que el natural?... Y, sin embargo, todos sabemos, aunque lleguemos a ese conocimiento o plenitud cuando la cosa no tiene remedio, que una veleta moderna de paraluminio es una esfinge al lado del verdadero [ser] de la hembra del hombre.

Son las penas, las zurras, los guantazos de la realidad lo que serenan ese caos con senos: La belleza huye pronto, es decir, huía cuando no se conocían, como hoy se conocen, las dulces artes de conservarla hasta más allá de la tumba. ¿Y qué más delicioso e ingenuo artificio que dejar a las desgracias llegar hasta que se posen sobre el corazón? Madama Staél, que tan bellas novelas ideaba con las almas de otras mujeres y que no acertó a hacer lo propio con la de su vida, aconsejaba a las mujeres este delicadísimo y hechicero recurso para prolongar su magia femenina: repetirse muchas veces la palabra juventud o que hicieran lo que Corina al Tiempo, rogarle no se apresurase. Permítame un instante más, señor Verdugo, decía la Dubarry, en el cadalso, mirándose en el espejo o en el bisel del filo de la guillotina.

No hay como los sufrimientos para salar lo que puede perderse y enrayar las decadencias. De tanto abrir la rosa sus pétalos [para lo que los señores botánicos saben], los pétalos se caen. Pero los otoños pueden prolongarse exquisitamente. Ser bonita es muy cansante, decía Gérard d’Hou-ville. Como la misión de la mujer es agradar, aunque ese oficio la tenga desesperada, la divina Providencia, que con ninguna criatura gasta más cuidados y miramientos, comparte su dueñazgo inspirándola diabluras que fortalezcan su valor estético y agitando su espíritu con dolores que no la dejen un momento quieta. Nada hay tan parecido al mar y al azogue como el espíritu de la fémina. Y así debe ser. Sin duda por eso nuestros antepasados, que eran todo lo sabios que pueden ser unos antepasados, afirmaron en la novela 157, capítulo XIV, y otras leyes comentadas por Godofredo y por Goyena, que competía al marido el derecho modice castigandi uxorem. Lo que quiere decir que cierto vapuleo conyugal no está de más de vez en cuando y que además lo ampara la ley. Y que la Maintenón marró en lo de que [para las mujeres la dulzura es el mejor medio de tener razón]. Ni con ella que era [todo un siglo] valió el aforismo.

La prueba de que la mujer ha nacido para sufrir es lo desgraciada que se cree ella misma [aunque el propio Creador no ha encontrado en su cuerpo sitio hábil para más gracias] o lo desgraciada que ella misma se hace para demostrar que no se equivoca nunca. Pero, sobre todos los argumentos, el primero que dimos y que debió bastarnos, es a saber, lo bonita que se pone la mujer cuando se enfada o la enfadan, cuando pega o la pegan, cuando llora o vierte lágrimas porque padece o cree padecer, que para las lágrimas es lo mismo.

¡Oh, Cervantes de mi alma!, ¿hay razón alguna para que colgaras tú de la espetera tu pluma y prohibieses se tocara? Con lo bien que describía esa pluma lo que yo no acierto a decir en pocas palabras. ¿Dónde aquella sencillez y sobriedad de milagro? Sólo un vestido lucí, de seda y con tres morcas de oro, decía Isabel la Católica, toda atribulada y excusándose, a Fray Hernando de Talavera [que la puso como un trapo] por presentarse ataviada ante los embajadores franceses con lujo excesivo; el más llano que pude..., añadía la misma que rogaba a aquella dama— dígala que se venga a coser con nosotras y se traiga la rueca...

Ya veis. Todo eso para volver al punto de partida y repetir que las tribulaciones, y más las de los últimos días, aumentaron la hermosura de las Cucas.

La Martina sabía concretar eso mejor que nosotros:

—Cuanto más lloráis, mis hijas, más bonitos tenéis los ojos.

El rey sabio [y no hay que decir quién, porque han existido tan pocos que con decir así ya saben todos que fue don Alfonso el Décimo] advertía a los jueces que se guardasen del testimonio de las mujeres que comercian con su cuerpo. Pero la Martina nunca llegó a ese extremo, que sepamos, y hay que creerla. En primer lugar, porque nada le agrada a uno más que le den la razón que cuando se la dan a uno no teniéndola.

Bizantinismos a un lado. Cuando las Cucas salían a la puerta, desecada ya la poza y bien rellenada, y se sentaban, en la poyata que sombreaba la parra del Cuco, las siete, éstas en el poyo, las otras en sillas terreras [que no sabemos por qué gustó siempre a la mujer pueblerina la silleta casi o cuasiescabel, y aun sospechamos sin mucho ahin-camiento sea de costumbre moruna], aunque más bien nos inclinamos a creer que, como la mujer es tan apegada a la tierra, le cuesta mucho despegarse de ella, el cuadro que las siete componían parecía de pega.

¿Por qué le sorprenderá a uno todo lo que es verdaderamente bello? ¿Por qué lo bello no es lo común, lo cotidiano? Muy sabrosas y tiernas ideas supo sobre el tema dar cierto filósofo llamado Santayana, uno de los más eminentes filósofos contemporáneos, al que le ocurrió la peor tragedia que le puede ocurrir a un sabio, y es nacer en Madrid. De pasmado que se quedó ha escrito sus obras en inglés, y todos los madrileños que conozcan inglés [pero nada de inglés gibraltareño, sino uno digno de Bridges, y Lowes Dikinson, y Conrad, y Moore, y Hardy] pueden relamerse con su The Sense of Beauty. Los no anglicanizados pueden esperar sentados... como las Cucas. No hay más delicioso y patriótico suceso que leer a un compatriota traducido al idioma nativo; es para morirse... de risa. La verdad es cruel, dice ese madrileño-inglés, pero hace libres a los que la aman; dispensadme. Así como así, el padre de este genial pensador fue abulense y casi paisano de mis seis hermosas hijas del ahorcado, del reino de la asolación altiva, que escribe el escaldado gato.

Aprovechando como siempre lo de otros, me viene al pelo eso de asolación altiva para calificar el estado de alma de las Cucas bajo el trágico emparrado. Altivamente desoladas, justo. Pero muy hermosas en su desesperación asordada.

La parra del Cuco era el único arbusto, fuera de los álamos negros del lavadero, que crecía en el pueblo libre de las injurias de los chicos y de esa indiferencia [cruel y no analizada aún] del castellano por los árboles. Plantóla el Cuco, y si en vida logró que respetaran los racimos espléndidos, después de ahorcado lo consiguió con tan definitivo resultado, que sería cosa de recomendar a los agricultores algo parecido, aunque menos oneroso, para que defendieran sus predios, árboles y sembrados.

Las uvas del ahorcado... ¡Qué bonito título para un cuento o chisme de color local o cromo a todo color! Bien se prestaban a lucimientos literarios aquellos enormes racimos de uvas colgantes entre las lobuladas hojas más bellas de las hojas, las únicas que merecieron servir a nuestros primeros padres de pudendum, primer traje venerable de Eva y, según parece por la poca ropa que la de nuestros días lleva encima, último traje también, Dios Nuestro Señor lo quiera.

¿Existirá fruto más bello que un racimo de uvas, silueta más adorable? ¿Qué valen en su comparanza todas las pulpas o carnosidades que rodean las bayas, pepitas, güitos y drupas o fosaifesan los aquenios? ¿Qué las cabezuelas, majuelas, cerezas o carpelos de todas las umbelas o cormibos de todos los frutos de la tierra? Quien sabía de esto un rato largo era el Arcipreste, del que tenemos que anotar que nunca llamó a la casa del Cuco casa de la poza, sino casa de las uvas. Inéditos sus escritos, nada podemos adelantar; pero cuán de vuelo serían sus apreciaciones, sabiendo como sabía que las uvas fueron siempre la imagen preferida por el Espíritu Santo y las Sagradas Letras, y a excepción de unas gotillas de sangre [cuya autenticidad Nuestra Madre la Iglesia anda remolona en firmar] de Nuestro Señor Jesús, si vemos sangre del Salvador, por el vino es, y no en otro zumo tropical o euroasiático... La vid, siempre la vid... ¿No ha sido Salomón el hombre que ha tenido, no sólo mil mujeres [sin que le produjera el jaleo leucomielitis posterior crónica], sino la más deliciosa imaginación que hombre alguno? Pues la vid es su imagen terminal, estructural, eje de sus encantadoras analogías. Nuestro idioma [que a mí me da la gana sea el más hermoso de los mil quinientos que se hablan en la actualidad] no tiene palabra más linda que ésta: uva Pronunciadla en silencio y me agradeceréis os diga si existe otra más breve, labial, dulce y mimosa. Hasta para decirla hay que dar a los labios postura de beso... Sin tener yo el talento latino y oportunísimo del Arcipreste, buenos deseos me entran de evocar aquella página báquica de Papias que recuerda íntegra Eusebio, en su vieja Historia Eclesiástica, allá por el capítulo último de su libro III. Venient dies in quibus vineae nascentur singuloe decem millia palmitum habentes...

En fin. Decíamos ayer... que si un pintor hubiera visto a las Cucas bajo los racimos de uvas, se queda sin cuadro, porque en cuanto le vieran las siete mujeres se meten dentro de la casa. El único que quedara allí fuese tal vez el tío Colás, que solo o con su Pascuilla, bajo las uvas comía, Dios sabe cuántos años, el pan del Cuco y ahora el de las Cucas.

El pan y las uvas. Tío Colás y las golondrinas eran los únicos seres que comían de aquellas uvas del ahorcado. Las otras uvas se secaban en sus zarcillos o estolones del emparrado, y caían porque las Cucas tampoco comieron nunca de ellas. Las casas en las que anidan los bellísimos pájaros que quitaron las espinas del nabka sirio al Redentor del mundo, en su cruz del Gabatha, no están malditas, dice ese extraño diccionario paremiológico, de sinonimias y de tejemanejes que el pueblo sabe de carretilla. Eso probaba que la casa del Cuco no estaba maldita y que la leyenda de la maldición sólo era buena para los pavos, que no

tienen pantorrillas.

El gran profesor Bonnier demostró ya la ligazón, por insensibles gradaciones, el encadenamiento de todo lo que vivió y vive, animales y piedras. El que contemplara a las Cucas bajo su parra, con su dolor callado, a prima tarde, a la declinada de la siesta estival, mientras las vaharadas violetas del suave ocaso castellano bronceaban las josas, trigales, los pastos de rejas vueltas y el templetillo del rollo lejano, divisa de señorío municipal de cuando los concejos tenían regidores mejores que tío Varetas; el que oyera en aquel momento no los sonsonetes pastoriegos de la chiquillería tripona y descalza que jugaba sobre los escombros de la poza cegada, sí alguno de los ritmos boyerizos, alguna algarabía de danza al agudillo o alguno de esos picados de jota castellana, tan terrosos, que se colaban por la calleja desde el claro del campo con ese raro acento de lejanía que en el atardecer campesino toman los sones, ¿qué pensar sino que a las Cucas no les hacía mal su ambiente?...

Aunque las ciudades tam-bién están en el campo, sólo los terruñeros han adquirido orgánicamente el poder tomar el color de la tierra para defenderse y pasar Inadvertidos.

Mas no diéramos nosotros los maravedises de renta con que los concejos dotaban los pilares jurisdiccionales al pintor o poeta que acertara a fundir nuestras Cucas en el sombreado azulenco y vaho o polvillo de cal de aquellas tardes quietas, de tan pausados ademanes panteístas, que más que en parte alguna de la tierra hablan de la influencia mística del crepúsculo y dan la razón a los que todavía creen que en cada campesino de Castilla duerme el alma de un santo.

En cada labriego castellano, en cada una de aquellas casas, que se remiendan como las culeras o perneras de las calzas y que hasta por los colores parecen sayas, o randas, o refajos, no duerme el alma de un santo, sino del santoral entero, el cielo en masa, que no es otra cosa que los santos de Dios, según sermón de San Agustín, el segundo, sobre el salmo 107. Tierra de caballeros, de cantos y de santos..., y a machamartillo, y encapotados, y en

[gris]; todo muy metido en sí, como Avila dentro de sus murallas.

Estos caballeros de canto y santos de canto no comían de las uvas del ahorcado ni se acordaban ya para nada de aquella [Orden de Caballería de la Banda] que instituyeran los castellanos de Burgos. En tal Orden se profesaba servir y guardar pleitesía a las señoras mujeres, ni menos, pero sí más que el espejo de todo eso, el Amadís, de Montalvo.

Mujeres y hombres de Castilla deben haber cambiado mucho y helado en tesos y gredos sus pensamientos y máximas morales. El escarmiento, el castigo o el cansancio. ¡Quién sabe! El caso es que se han hecho cazurros, arracimados, fríos y ásperos como el clima, tiesos y zanjados en roca viva. Dicen que se templa el acero sumergiéndole en agua fría; yo no lo creo, pero en baños semejantes el alma se carboniza, y así me parece a mí ya el espíritu castellano: carbón, fuego a condición de quemarse y consumirse; pero, en el tanto, carbón. La ironía y la guasa que tan gran servicio de salinización prestó a la raza, al precipitarse en la descomposición rápida de muchas cosas, les ha dejado en el corazón y el rostro [y del rostro, en la boca] gestos de experiencia burlona, de comprensión excesiva y desencanto humorístico. Estos campesinos tienen la boca grande, y, aparte el que la tengan así por no comer poco [su sobriedad es otro mito], la verdadera razón consiste en que se ríen de soslayo, desviando su risa a la diestra y siniestra de sus comisuras, como del corazón de los soberbios se dice en el Deutero-nomio, ¡oh Padre Higuea! La sana alegría de Teresa, la guasa sabia del Tostado, la sátira fresca de Castillo Solór-zano, la salada bufonería de Villalobos... [que todos ellos nacieron en la palma de la mano donde se asentaba el pueblo de nuestro relato, o poco más] es hoy sorna de socas, a la chita callando.

En una palabra, que ni nos entendemos ni los comprendemos. Y convendría; para explicarse, con esa intelección, la serie de fenómenos ocurrida en aquella casa de las uvas, desde que a ella volvieron las Cucas y les quitaron los lodos de la poza que llegaban al pie de la parra.

Tan hermosas las uvas como las Cucas y no formaban cromo parejo. Tan castellanos de abolengo y [libro Becerro] los tíos, y no respondían a las parrafadas de cliché y disco. Y por las musas charras y castúas del poeta de Frades de la Sierra, que el pueblo de nuestra historia, o lo que sea, tiene una pata en Salamanca y otra en el valle de Amblés; lo que quiere decir que si entre el Tormes y el Adaja Castilla no es Castilla, ignoramos dónde andará soterraña la fuente raigal... ¿Será que todo se deshisce o deseija por estas motas, llanadas, tajos y pedreras?...

Sea lo que sea, la realidad quiere que las hijas del ahorcado estuvieran más hermosas que nunca, después de lo que habían sufrido y que no parecían asustarse por [lo] que las esperaba.

¿Paladeaban las hembras placenteras su venganza ya? Debemos creer que sí. Muy dentro, muy dentro de aquellos sesos femeninos, por el calamus scriptorius [más en el centro, imposible], gustaban el asombro, fiebre, escándalo y variaciones que había producido al pueblo su [gesto] y los triunfos espontáneos y celerísimos primeros; la poza convertida en explanada, los mozos camino de convertirse en pozas por lo sucios y cerquita que de la casa de las Cucas reptileaban ya...

Por el tiempo en que los espiritualistas o espirituosos llamaban grosero al materialismo y, sin saber palabra del sistema nervioso [que ni acertaban a teñir] manejaban los cuarenta y tres pares de filamentos blancos como quien juega con bolillos de almohadilla encajera, se escribía que el reflejo fiel de un estado psíquico es la solemnidad que el espíritu da a ciertas horas de la existencia, y que en esos períodos todo clarea, todo es confidencia y bullir de ardor.

En efecto, una gallina privada de sus hemisferios cerebrales puede vivir diez meses, pero no [piensa]; lo que no sucede, porque se [ve] que no sucede y en paz, es que las grandes horas sobrecojan al espíritu. Hasta el secreto de las muertes repentinas se conoce hoy; es a saber: que nadie se muere de repente... por la simple razón de que el que muere así es que... [se venía muriendo tiempo ha]. Lo que pasa es que [no] lo sabía él; pero su organismo sí, ése [lo sabía].

Y a veces le conviene avisar, y a veces... no puede y casi siempre avisa, pero [no] le hacen caso. Es así el gran simpático y nuestra alma también.

Las Cucas demuestran el teorema. No porque yo quiera que lo demuestren, que esta narración no es de tesis, sino porque el momento más solemne de su vida, aquel en que se ofrecieron al primer gaznápiro que lo quisiera, las encontró como debían estar, como se está en la vida, donde no hay sorpresas que valgan, ni las de la lotería. [El cálculo matará el juego, dicen los matemáticos de hoy.]

Para llegar a ponerse bajo la parra y esperar a que cualquiera de los burros que las insultaron viniera a comer de las uvas del ahorcado, fueron precisos tantos [momentos solemnes] como [fueron precisos]. De modo que al llegar éste, éste era... [uno más] y no el momento por antonomasia. A un número entero sucede otro número entero, dicen los matemáticos; y la suma de unas cuantas unidades no es una sorpresa ni para los hijos de Klein o de Cantor ni para [las humildes cifras arábigas]... Por esta repijolera razón suficiente: porque la suma se va realizando por sí misma a medida que se van añadiendo factores, cosa que saben hasta las deliciosas y simplísimas maqui-nitas de calcular.

La estupefacción o modorra de las Cucas era un simple hecho, un suceso. Lo grave había sido [antes]; las molestias que producían en el corazón los tictacs del aparato desconocido que iba [sumando] dentro del cuerpo los desprecios y ruindades e injusticias a medida que los iban añadiendo.

El primer putañero que entró en la mancebía se encontró desde el momento [en su casa] y todo lo pasmarote que puede quedarse un [buen hombre]—en castellano, un buen hombre es un prójimo cualquiera, a veces peor que Carracuca—, que cree penetrar en un antro de perversidad y topa con una sucursal de su propia casa. Con un hogar, tan [en Castilla], que no había entrado siquiera el fogón, hogar bajo con achacosos escaños de respaldar alto, chimenea de campana, quitapesares, estrado de gloria, per-niles curados en los garfios, calderería de cobre limpísimo [de ese cobre que limpio y todo le hace tan poca gracia a la higiene moderna], llares y trebejos familiares que hablan de invernadas, calor de establo y églogas ahumadas, todo tan inofensivo como versificable...

Valiente casa de monta. Y tan heroica. Como que no hay imposible mayor en el universo que el dislate alumbrado en aquellas conciencias al calor del desprecio. Una casa de mal vivir... en un villorrio. Ni al diablo se le ocurre. Es decir, que cuando el diablo lo supo, sólo se le ocurrió decir que esto sólo pasaba en Castilla...

¿Quién era el majo que, puesto delante de las Cucas, decía palabra del asunto que le llevaba a casa del ahorcado? La primera gorrinería pánica o satiríasis de lengua que oyeran las Cucas fue esta calentonada:

—Sintiendo mucho lo del Cuco...

No creo yo que pasara las negras más el simpático doctor Salvador Clavijo cuando se propuso [y lo hizo y muy requetebién] explicar las Memorias de una matriz a las más delicadas señoritas como [las] pasaban los primeros clientes de la inocentísima cochiquera al intentar [que de ahí no pasaban ni con encuarte] explicar el apuro en que se veían al hallarse en tal sitio.

El propio Cóquilis, que poseía en unas rinconeras las más selectas de las obras de pornografía corriente y moliente [a todo ruedo], y entre ellas nada menos que un Secretos del infierno o el Emperador Lucifer y su ministro Lucifugue Ro-focale, que trataba, según manuscrito de 1522 inventado por un Polinntzieu, de secretos para hacer hablar a los muertos, ganar a la lotería y descubrir tesoros escondi3os, pudo o supo llevar la conversación, en las primeras visitas, a lances de los que estaba saturado. Ni Amancio Peratoner, ni los sistemas sexuales, ni pornocracias o ramilletes retozones, ni las caliplastias, calipedias o mentores de alcoba, le sirvieron allí.

Y hay que fastidiarse. De cabeza a rabo se sabía él El seno de las mujeres, de Blanco; si es permitido acariciarlos, si deben llevarse descubiertos, su lenguaje, forma y elocuencia, y los países donde son más bellos. Además él tenía la Galería de mujeres célebres, de Sainte Beuve, y la de Castelar, y, junto a Los porqué de Susanita, Las santas mujeres, de Darboy; La mujer, de Larcher, con las dos docenas de láminas de Staal que son de alivio; Las mujeres de la Biblia [no todas, porque no lo permitirían las autoridades ni en París] y centenares de referencias venusinas.

Con todo eso y la poquísima lacha que tenía el sacris debida a que [era así su constitución] y luego a que su Chemoviz, de zurujano, le ilustraba en sus ayudantías a parteras, comadronas y alumbramientos [altos], en los que intervenía la cantidad de obstetricia que Letamenti había vertido en el cerebro de don Juan Nepomuceno...; con todo ello, Cóquilis fue, en los primeros pasos, un panoli, y allí se estaba poco menos que con aire de velatorio, las manos en las rodillas y un aire crudo de primo de sangre. ¡Y el Padre Higuea que le comparaba a aquel gallo, de eterna recordación, que para cuarenta e una gallinas llevárale en dote a Cervantes la Vozmediano de Esquivias!...

Se necesitaría otro, que no yo, para someter fríamente a buen sentido las escenas coruscantes, intrigas, miserias, soliloquios y fiascos de aquellas primeras formas enfermizas de un sacrificio sublime o derrumbamientos cándidos de todo lo que poseemos de vigoroso y noble...

Los maestros de estos vastos horizontes, etapas de tormentos y estados psíquicos excepcionales albergados en mujeres, infieles, brillantes, adúlteras trivales, vus du dehors, femme injurieuse o enfantine endormi, inmoladas más o menos mitológicamente o con gestación menos o más, criaturas otoñales o damas galantes debidamente inscritas o con rotúlanos cómodos..., los Stendhal, Balzac, Prévost, Bour-get..., ¿qué dirían de estas mis Cucas? Entregarse como Elena a De Querne, amarse como en Folkstone... Eso es coser y cantas. Desdenes, dilettantismos y obsesiones aristocráticos... Dios nos dé conflictos de esos en los que la imaginación pensativa o la razón soñadora o los intereses y positivismos juegan al fútbol con el corazón o al tennis. Para cargar con la responsabilidad de un problema insolu-ble y nuevo en el que no hay miras, ni doctrinas, ni contragolpes...

¿Qué harían esos solucionadores de problemas que ellos mismos se plantearon si dieran con siete mujeres como estas mis Cucas, dispuestas como sus uvas a dejarse alcanzar por el primero que alargara su mano y al propio tiempo no dispuestas a eso y a nada?

El picante excita. ¿Con qué picante sazonarían o desazonarían ellas sus ojos y sus formas nobles, castas, de madre y no de ramera, para abrir el apetito a los calientes de rabadilla?

Así se espatarraban los tíos en llegando, que no otra cosa parecían sino que venían [ahora] a darles el pésame por el aquel del Cuco.

El Librado no era malo. Lo que pasó fue que en este mundo suceden cosas que, vamos, no se explica uno...

La sin ventura doña Benita, que había recibido los hachazos del Cuco, pagaba [ahora] el pato otra vez la pobre. Casi se deducía que tenía ella la culpa de su decapitación. Resultaba, de oírles, que doña Benita era una predestinada, cosa que sin oírles ya habíamos nosotros adivinado y escrito. Porque era indudable para aquellos juerguistas o tunos tan filosóficos o filoceamones que doña Benita, la del telar, había nacido con el exclusivo objeto de que la degollasen. Al fin era un papel como cualquier otro en el reparto de la comedia grande de la vida. Pues no hay Benitas de ésas que digamos. Además, si se murió, quién sabe si no era por obra total del Cuco, y don Juan Nepomuceno no tenía [su] culpa también por no saber juntar los bordes del cogote y la cabeza que quedó colgando. Y es que, si descarta uno los de Madrid, los cirujanos de los pueblos [pa] el gato.

Que el sentido moral está en las almas tan biológicamente afirmado e impregna de tal modo la razón de su ser físico que, aun deseándolo, y considerándole como obstáculo, se hace difícil superar ese instinto.

Casi todo lo que se hablara allí era parecido a eso. Nadie se atrevía a más. Hablar de carne, ni de la que sacrificaba en el matadero vecinal Domingo de Pasión, el matarife. A vivir algunos años atrás, no muchos, hasta el rosario se hubiera rezado allí y soplado jicaras o pocilios de chocolate del que nuestros conquistadores nos trajeran del reino de los Mayas.

—¿No os lo decía yo, mis hijas?—preguntábase Martina a sí misma—. ¿Eh, me equivocaba yo ni tanto así? ¿Por qué otro bálsamo o unto de tía Eladia iban a venir a haceros la rosca los mismos que os quisieron amolar?... Y eso que no se ha levantado el telón, que cuando se encente la farsa...

Se fue levantando el telón y descorriendo la tramoya, pero con mayor lentitud de lo que creía la Martina. Y por causa de ellas y por causa de ellos. Como viento que oscila de este a aquel cuadrante, cambiaban el aire aquellos actores de una tragicomedia bien rara. Decididas a todo las Cucas [sin haberse decidido a nada], esperaban los acontecimientos con tanta singular pasividad como hubiera deseado un espectador que observase lo extremadamente difícil que es la caída de la mujer, aunque, como las Cucas, las moviese al hecho la voluntad de una venganza. Llegado el momento, no había vacilación ni miedo; se oponía al suceso su propia inanidad, su inercia, en el viejo y no actual sentido mecánico y espiritualizado de esta palabra. Ellas y ellos sentíanse molestos, nada más. No es una simpleza afirmar que [no sabían qué hacer], sino que era así, como bien pudiera ser de otro modo.

El pueblo entero sabía que si no las quisieron honradas las tragarían tías; pero las Cucas ignoraban cómo se saltaba a la deshonra total y no se dieron cuenta, hasta llegar al borde de lo que juzgaron cosa de un brinco a ojos cerrados, que el derrumbadero no era grieta o talud, sino abismo.

Por una curiosísima ley o identidad de contrarios fueron ellos los que las estaban demostrando con sus actos esa dificultad. Tan bien tramados están los hilos centones de nuestro caserismo e intimidad de vida, que para hacer añicos tal urdimbre de familiaridad o burlarla no es bastante su libertinaje de mocedad cotorra o embaucamientos mocarros, humoradas o travesuras zumbonas. Había que añadir otros cascabeles a su retozo, más requilorios bajama-neros y traspapelamiento. Ha sido Gracián quien dijo que [más obran quintas esencias que fárragos]. Los mismos que en sus casas no dudaron en mancillar o intentarlo [lo] que creían [suyo] no demostraban, ahora que se les ofrecía la ocasión, la acometividad bellaca de entonces.

La ciencia rechaza hoy la degeneración como concepto biológico [lo que no es desechar los genos patológicos], y eso quiere decir que no es tan fácil como parece ser un enfermo, ni trasto, ni mozo cunda, un bravo de perversión voluntaria o un majadero paranoico... Los hilos invisibles que mueven las esquizofrenias se [ven] hoy como se [ve] la luz negra. Lo que no se ve por alguna parte es la certidumbre de la leyenda donjuanesca, por lo menos en los villanos hartos de ajos, de la casta increpada así por Don Quijote. Gente más mirada con lo que a mano se les viene, ¿dónde?... Se nos antoja que toda esa [ropa vieja] de violencia pasional no fue nunca y que han sido más las taras y las groserías que los libertinos bisexuales [representativos].

Hay que felicitarse de que este histerismo masculino tan excelentemente estudiado en nuestros cerebrarizados días no sea muy corriente en la raza, y que, en cambio, sí lo sea el [grupo de los bribones] para hablar en Andrew Lang.

Y aun a estos bribones les vamos a mellar los dientes... y cortar las garras, que si las tienen largas es como los leones de jaula, curvadas hacia la propia carne por falta de uso.

Atemos unas moscas por el rabo. ¿Cómo se concilia el desenfreno lúbrico que Crescencia y sus hermanas achacaban a las esposas legítimas de los tíos sus amos y del que Martina era testigo de mayor excepción y casi escribano de los certifico o ante mí; el garañonismo o irritabilidad asnal de los tíos sus amos persiguiéndolas ante los ojos de sus propias [la propia suele llamar a su mujer el campestre con una de filosofía que tumba]; y el pasmo o frigidez sexual de los tíos, cuando por fin pueden atreverse a realizar lo que sin deber atreverse intentaron, y ni por ésas ni... en caza a lo Stalking, cada uno por un lado, como se cazan en Gredos las ibeces, ni navegando en conserva por la poza del amor en la casa de las uvas?...

No conciliándolo y amén. Sacrifiquemos nuestro gallo a Esculapio, quememos unas pulgaradas de romero ante Higia y contentémonos con los cañutillos de suplicaciones del doctor Tirteafuera. Pero advirtamos que aquí hay problema y de a gruesa, y que eso de [no entrar por uvas] en la parra del Cuco, lo de la maldición a las Cucas por lo de la horca [tan parecida a la que pesara sobre los vaqueiros de alzada, agotes navarros y los chuetas mallorquines] y tantas cosas más que haronean por estas páginas, pide su inserción en las Antigüedades judías, de nuestro Arias Montano, más que en los libros médicos, cosa que ya olió el Padre Higuea. No hay que olvidar su dicho perdiguero: Tienen aire judío esas Cucas...

Arrebatados por nuestra locuaz y descuidada monchalan-ce, que dicen los franceses a las retahilas, chascarros o zalamerías de idioma, hemos abandonado patitiesos o atiesados en casa de las Cucas a los primeros tíos que acudieron por uvas del ahorcado.

Gran lástima es no seguir paso a paso los pocos que dieron los tales y verter o traducir a prosa batallona los apuros en que se vieron y trivialidades que se dijeron unos a otros hasta venir a parar a lo que debían venir a parar al fin.

De aquel jamás bastante alabado: Sintiendo mucho lo del Cuco, que se le ocurrió al señorito Ubaldo, en cuya casa había servido Abilia, la dulce, la de la voz y la llorica, se vino a caer en lo que menos podían imaginarse aquellas mujeres: en que si allí había ojos y libertades pecaminosas o estrafalarias, para la Crescencia eran.

Toma tripita, que dice el pueblo. ¿No fue la Cuca chica, la rebelde, la que jamás cedió a la idea lógica de huir de aquel infierno? Pues sús y a ella. Por ella empezaban los horrores a que voluntariamente se entregaban las desdichadas. La mujeraza Onésima, tan hembra, tan hecha, era vencida por Crescencia, que apenas era mujer.

Pero una mano de hierro sujetó a Crescencia, que, todo alborozada y sedienta de venganza, no se escabullía al gatuperio, y era, como siempre, la más animosa y ahora la más hipócrita y desaprensiva de aquellas locas, la mostaza de la desgana que los sentimientos reseñados producía en los hombres.

Aquella mano de hierro fueron todas las manos de las cinco Cucas. Si en aquella casa existía algo que ninguno debía atreverse a tocar, era su hermana menor. Y esta defensa, que a lo primero fue de sencillo trabajo, resultó con el tiempo un tan bárbaro martirio y renovada angustia que todo cuanto habían sufrido y sufrieron era como pintado.

—La Crescencia, jamás—se dijeron a una.

Su alma, entenebrecida y guiada por la locura de la venganza, se asió a este ideal de conservar pura a Crescencia, y fue en ellas tan fuerte y generoso que llegó a mentirlas el sacrificio de ellas mismas por que la bella muñeca no se corrompiera.

Como es natural, los hombres, desde ese momento, sólo tuvieron el deseo contrario. Aun los que les importaba poco esta o aquella Cuca, aposta pretendían romper el cerco que las hermanas trazaron en tomo de su virginidad. Y no fue ésta la menor seducción que encontraban en aquella trágica mancebía sus favorecedores.

A paso de buey, pero marchando siempre por la vía dolorosa, las desgraciadas Cucas fueron comprendiendo que, aunque cara su victoria, valía la pena.

No las quisieron honradas y las tragaron tías. Más que intentar comprender esta cuestión, que entrañaba otras mil, se abandonaron a su fascinación y deslumbramiento. Los mismos que las negaron pan venían a traérselo. Nadie en el mercado les arrojaba en mal hora y a regañadientes o como fuera; las Cucas eran servidas. El Son las Cucas..., Ahí van las Cucas..., sustituyó por magia a la frase: Mira las del ahorcado. Ninguno, como hacían antes, se separaba de su lado, y, lejos de cerrar los ojos para no verlas, los abrían bien para darse un hartazgo de aquel misterio que les traía a todos de cabeza, el misterio de que las Cucas estaban cada día más guapas.

Lo estaban. Pero a ellos les parecía que eran más hermosas que [antes]. Entre aquel sombrío [antes] y el [ahora] no menos odioso, ellos habían dejado correr en solamente días años y años de perdón y olvido. Como prometiera la Martina, no tardaría en empedrarse la acequia urbanizada, y aquel trozo de calle

Que el más dulce y eficaz de los consuelos para los errores de una mujer no es confesarlos atrita, sino entrar en conocimiento de los errores de otras mujeres.

no se llamaba ya como desde el siglo xvi se venía llamando, sino calle de las Cucas. Todos, sin la excepción de uno solo, siquiera fuese el cuatropea de Marcelino, el padre de la señoritinga Pánfila, honra de este nombre y alcoholato de la pureza químicamente pura, todos los que un día quisieron abusar de la honradez de las muchachas y de su servidumbre y echaron a puñadas al humilladero, se disputaban ahora el holgorio y bullicio de una estada en las Cucas.

Eso de venir [de en cá] las Cucas los traía sesomaníos y como civilizados. ¡Y que no iba vistiendo eso en el pueblo y dando hombría de amartelamiento ferrón y aire repelón, pero... de cabrío de ciudad!...

La Saturna podía estar contenta de su idea. No había señorona de las que sirvieran que no tuviera el miedo en el cuerpo, un miedo cerval sin descripción posible, como espanto del que ve cernirse sobre él un nublado de los que arrasan con la fortuna la vida misma.

¡Oh, Dios Santo!, ¿qué trisagio alejaría la terrible nube? ¿Quién pudo pensar jamás que las hijas del ahorcado se salieran por este absurdo?

Doña Demetria preguntaba a Martina:

—Es imposible que no supiera nada. Pero ¿tú no sabías algo?

—Mi señora Demetria, por éstas.

Y Martina hacía tres cruces rapidísimas con los dedos índices.

—Quién iba a pensar...

—Yo sabía lo que sabíamos todas; que cuando nos remueven los hígados se encuentran con lo que buscan. Por eso yo cuidaba de ellas, pobrecillas, temiéndome algo malo. Quién sabe si por mí no han tomado otra resolución peor... Dios es testigo de que me temía algo más.

—¿Peor? Para chanzas es el belén.

—Y tan peor. Quién sabe de lo que es capaz en este mundo una mujer puesta en el disparadero. Si nos conoceremos nosotras.. .

Una mancebía... Y una madre y sus seis hijas. La venganza estaba en marcha. ¡Y qué venganza, Dios mío! Apenas esbozada, los hombres habían acudido al reclamo, olvidándolo todo, todo: la dignidad y el ahorcado; por olvidar, hasta la vergüenza de prestarse ellos mismos a que la venganza tomara proporciones de desastre.

Las comisiones purificadoras volvieron a reunirse y actuar, pero sin... ellos. ¡Qué escenas tan jocundas las asambleas domésticas de estas cruzadas de la moralidad! Por haber apretado las esposas en las muñecas habían roto las manos. Las Cucas eran mujeres. Y lo olvidaron. ¿Cuál de ellas imaginó en sus días que las hijas del ahorcado resistirían a su desprecio y que llegaría un momento en que se convirtieran en las enemigas más temibles? El no conocerse unas a otras... Hay menos comprensión de una a otra mujer que de mujer a hombre... Serían ahora implacables, se atreverían a todo. Quitarían los novios a las chicas, y de los prometidos de las mozas harían ellas sus chulos, algo trafalmejos y mascareros, pero pintiparados para el achuchón que las aguardaba y que merecían por tontas. Tontas, más que tontas, no imaginarse que unas hijas de un ahorcado sólo podían concluir en rameras. Cómo subo... de pregonero a verdugo...

El Hombre [en sí] es la cosa más complicada que el dia-blo puede imaginarse... No sino saber que es un animal del subreino de los histozoos, del tipo de los metozoarios triblásticos dipléuricos poliméricos, del suptipo de los vertebrados, de la clase de los mamíferos, del orden de los monodelfos deciduados discoplacentarios, del orden de los primatos y de la familia de los homonianos. Nada más que eso. Menos mal que la mayor parte de las veces, con decir simplemente que es un animal como cualquier otro o un bruto soberano estamos al otro lado.

Que es lo que le ocurrió a cierto jesuíta muy sabio [siendo jesuíta, excusado es decirlo], el Padre Erico Wasmann, el cual empezando a escribir su voluminoso libro La moderna biología y la teoría de la evolución, sin acordarse que era jesuíta y en alemán, como su sangre, al llegar al décimo capítulo, se le apareció nuestro compatriota Iñigo de Loyola [que sin que él lo viera iba leyendo a su espalda eso de las derivaciones de una forma primitiva a la familia simiana] y... zas, velis nolis, perinde ac si cadáver, pegó, [obra de pellizco vasco, maestra que te tienes], un salto tremendo y a escribir del hombre en letra fiel del Génesis y sobre la falsilla de la Orden, Revelación, Redención y Consecuencias. Lo que ya estaba escrito, quieto, ni borrar coma; [que del refectorio, hasta las migajas], pero... a volver al punto de partida y de rodillas y con roznal y chitón de las taravillas.

Que no tiene nada de particular que el hombre no sea perfecto, pues Geoffroy Saint-Hilaire dejó estatuida la unidad de plan de composición de los animales.

Que adonde vamos con esto, a... casa de las Cucas. Esto de ponerse una cosa de moda manda mucha fuerza hasta en los villorrios. Ahí es nada estar más aburrido que obispo en diócesis sufragánea, y harto del casino, de la parentela y de uno mismo [que es lo que pasa en los pueblos], por más que los describan y saquen punta los que aburridos de la ciudad [caen] por ellos, y que le [abran] a uno una mancebía nuevecita allí donde [para cambiar de mano] en eso del abono a la costilla o costado propios hay que estrujar la calamocha más que en unas oposiciones a organista en catedral con órgano... de zotes.

El bruto del hombre es así, de orden linneano, y hay que tomarle como es o hacerle de nuevo.

En fin, vamos a las Cucas, si es que se cabe...; porque, amigos míos, aquello es un jubileo.

Exactamente igual que en los tiempos en que los teatros tenían el sugestivo título de Corrales y para transportar a los espectadores [que por cierto eran harto más difíciles de contentar que hoy] salía uno de los bigornios o garan-dones de bululú o gangarilla a fablistear, que al autor le convenía buscar otro acomodo o escenario para sus trampantojos o arrufaldamientos, y sin otro virote, hete aquí convertido un bodego jándalo en un manto de soplillo, así había sucedido con la casa de las uvas.

Estaba desconocida. Por fuera era lo mismo y por dentro igual y..., sin embargo, todo había cambiado. Ya no cabía duda que era un zurital de calicatas, un garito más loco que una matadura. Con decir que había mesas bajo el emparrado y que se bebía vino del tío Varetas, servido por las Cucas, que no se daban abasto, arremangadas las muy tunantas y todo lo recocidas, retrecheras y de cernido que se imaginara un martingala de tranquillo...

Y allí el arrierazo, el Apolinar, aquel del que decía Crescencia [lo] de doña Alfonsa, y allí el Justicia, su consorte. ¿El Justicia?... El mismo que viste y calza. Qué sabía él de lo del Apolinar y su mujer... Y si lo decís porque se encontrara en la casa del Cuco la ley... La ley, ¡leñe!... Los hombres son hombres y las togas y garnachas para...

los estrados. También era regidor el tío Varetas, y junto al Ulpiano se estaba y zapatetas hacía; Ulpiano, el posadero que las dio con las puertas en la jeta. Y el otro también, el corredor de granos, Brochero, el que las echó el perro en la Venta del Perjuicio y le atizó tela porque no las mordía.

Vivir para ver, que decía la Martina. Y para oír disparatar a Cóquilis, que de brusil y con los ojos en blanco, amarraba el talle a la Ciriaca y descartuchaba espoliques que los oye el hijo de Pedro de la Oliva y María la Carga, de Segovia, y los anota. Allí, padres e... hijos. Sí, señor, el Ubaldo y quien le dio el ser, Cipriano; y Emerencio y su progenitor el tío Medardo. Y el médico don Juan. Y no hay que decir que Cosmito también y el ingeniero Jameson y el grupo de los putañeros, Justo, Evaristo, Gervasio y Pan-taleón, que tenían puesto el cerco a Agueda y aun subida en las rodillas de Gervasio. Oh, abominación. Exceptuando el tío Tiburcio, el del pozo, ¿quién faltaba allí? Pascuilla se volvía tarumba para servir a todos y ayudar a las Cucas. Y tío Colás refunfuñaba en un extremo, observando lo que va de ayer a hoy, haciéndose sobre pecho y barriga cruces de Caravaca en eso de añadir travesaños a su exorcismo.

Así es la vida, qué diablo. Mientras fueron honradas, vade retro; pero, en cuantito dijeron: Compadres, a tanto..., el acabóse. Y es que si bien se mira y nos conviene mirarlo por ahí, que mirar a otro lado es acostarse del lado del corazón, venían a [llenar un vacío]. Sin sospecharlo las incautas, buscando una venganza, habían dado de morros con un negocio. El colmo de la buena suerte.

Y patapán; otro problemita, aunque digáis que muelo. Pero... ¿las Cucas no sentían el horror de esta situación?... ¿Es posible que así como así una madre y sus hijas [se hagan] a esta hedionda tarea como si estuvieran veterani-zadas en tan ponzoñosas turbaciones y endurecimientos de puta vieja?

¿Y quién ha dicho que se hicieran a ese oficio así como así?... Lo que yo estoy haciendo es describir lo que [estaba pasando] sin meterme a preguntarles qué les sucedía por la teta del lado izquierdo, y no os turbe o conturbe este lenguaje, que así y peor habla el Bachiller en La Celestina, y harta gloria nos ha traído y bien poca las querubinerías lisas de tanto escribidor al dictado, expurgo previo y licencia del ordinario. Mas en mi ánima que no andaríamos lejos de la verdad si sostuviéramos que, pasada la impresión, viene el hábito. Y nuestros antepasados, que eran capaces de todo, y se descubrían ellos solitos mundos enteros y se los conquistaban y describían como se pide, nos han legado que, pasada la línea [que hace el cinturón con que nuestra madre la tierra disimula por el ecuador la obesidad de la edad] se ven las cosas, ejecutan y juzgan de otra manera que en la media naranja o casquete esférico que nos corresponde de derecho más que de hecho.

Aparte que los [hechos] tienen tanta fuerza como Dios y la raza dice que más que El. Y los hechos eran como las palabras, para no verlos ni oírlas. Demasiada jaqueca he levantado sopesando esta y esotra teoría para explicar que unas fregatrices llegaran donde han llegado.

¿Por qué una simple célula de diámetro menor de dos milímetros, como somos al ser engendrados, crece hasta desarrollar los dos billones de moléculas que venimos a contener en la edad viril?... Eso está en el germen. Pues cuando a las Cucas [les dio] por no querer marcharse de su pueblo, en esa decisión estaba [ya] su metamorfosis en mancebas.

Y lo que hay que rogar es que Crescencia no se salga con la suya, esta como la otra vez, y no

Le es esencial al alma femenina el disimulo por dos razones: la segunda, porque no le es posible proceder de otro modo; de la primera, sólo podría dar idea la Serpiente del Edén.

pierda el virgo en la casa de las uvas hasta la gata. ¿O es que en esta perra vida se consiguen las grandes victorias con pocos riesgos? De sobra sabemos que andando de puntillas se cansa uno pronto y que no es obrando de mentirijillas como se [carga] uno a un pueblo.

Toda la carne en el asador tenían que poner las Cucas para salirse con su idea. Y la pusieron. Y si se me aprieta, hasta con sal, por lo menos, la sal que podían. Cuando una mujer se decide a una cosa, la ejecuta mejor que el hombre, es decir, con un cuidado y meticulosidad mayor, y si se sale por peteneras, las borda.

Debía ser buen plato fuerte o cargado de especias ese de abrazar y no estrangular del todo a los mismos asnos bípedos que les habían traído a este retortero y porquerizo estado. Mas ni ellos les recordaron palabra ni les echaron en cara ellas cosa alguna.

Cerca de un piano de manubrio que Cóquilis con el dinero de las Cucas—¡ya tenían dinero!—les mercó en Salamanca y entre el cerdo armónico y un altar con infinidad de santos, velas, candelabros y flores, se destacaba, en la pieza grande de la casa, un mueble enorme, el más feo e incómodo de los muebles que por paradoja de nuestros destinos se conoce por cómoda. Sobre este moharracho, que parece un bastidor de conservar ataúdes [y cajas de muerto parecen sus cajones] lucían las Cucas con descaro inaudito e impudencia muy suya guardada en un fanal la más extraordinaria de las reliquias. Lo diremos de corrido y a otra cosa, aunque nombrar aquí la soga en casa del ahorcado parecía fruto de bendición. Lo que bajo aquella vitrea campana se conservaba era un trozo de cuerda enroscada a modo de serpiente aburrida tras del painel de un serpentario público.

Con esa cuerda habían ahorcado al Cuco su padre.

Luego hay quien afirma muy serio, y hasta lo minia, que en este mundo no se enderezan los entuertos y agravios. Hasta aquellos que [no] nos lo parecen: no, sino leeos el romance de los Bustos y los Arcos, de Valladolid. ¿Pudo aspirar a más cuerda de ahorcado? Veíala allí a todas horas, y decimos todas, porque no eran pocas las que allí pasaban el escribano y conjuntos de curia y el propio Justicia en cuerpo de varón, aunque dejara en casa los sesos dentro del birrete. Todos los que conocieron al Cuco o le hicieron la pascua, contemplaban ¡con respeto! la soga. Quieras que no, cuerda del ahorcado tenían. Y no eran pocos los que se condolían ante las Cucas de que, en la miserable existencia humana, se mate a un hombre para enseñarle que no debió matar él. Y hasta existió ricacho que se hizo llevar el cordel a la cama y aseguró a Pascasia, Agueda o a la que por allí hubiera de plantón o brega, que él tuvo siempre en estima al Cuco por honrado y trabajador y que cualquier desliz lo tiene el más pino.

Crescencia vio realizado su deseo de que el cordel que ella no abandonó jamás en su hatillo se venerara o poco menos. Aunque parezca mentira, llegaron hasta eso. Y si hubieran llegado hasta eso solamente... Hubo quien se ofreció a traerles, y trajo de la ciudad, una más suntuosa caja de cristal, con las aristas doradas, cuadrados los escaparates y alta peana de caoba. Todos sus amantes rivalizaban en los obsequios y aquellos hombres profundamente tacaños, incapaces de gastar lo necesario, en cuanto pisaban la casa de las uvas eran otra cosa.

Una cosa muy rara y muy digna de estudio. Dicen las mujeres que estudian [hoy] a los hombres que la infelicidad del hombre es el recargo del trabajo, el surmenage, el agotamiento nervioso; y estos cerebros falderos, más hijos del feminismo militante de una Louise Michel o Mistress Pank-hurst que de la exaltación del eterno femenino a la Tracy, Guerin, Geoffrin, Madama de Sevigné o la Lambert, quieren, para aminorarla, librarle de parte de esa carga, porque el trabajo que a ellas les dan los niños es poco, y cada día menor el de la cocina, que tanto las recomendaba el educador de la María Tudor, nuestro Luis Vives. Pero, ¿de qué carga mental había que librar a los buenos concurrentes de la flamante mancebía? Ni combinando el sentido penetrante del Hansen de Los campesinos y la cognición cruda y escueta del interiorismo calmoso, morigerado y sin eversión de los burgueses, de un Tomás Mann, se daría con la jeta y cócora de estos tíos.

Tíos aparte de toda comprensión intelectual como si no rezara con ellos la constitución física y moral del hombre y fuera en ellos más compleja y recargada de órganos inútiles y rudimentarios. Si Broca llega a conocerlos no pregunta si es posible que un creador infinitamente sabio pusiera en el hombre órganos inútiles. Parecían formados de sólo eso que preocupa tanto a los que no acaban de entender el porqué de las mamas en el hombre, el órgano de Jacobson, la glándula pineal, el lóbulo del hipocampo y demás apófisis estiloides, pliegue semilunar de la conjuntiva, extensor del coxis, los músculos piramidales de la barriga y el vello. De pelo en pecho y barbudos, bien primitivos y como acabaditos de salir de cualquiera de las páginas innumerables de los incontables tomos de la Anato-mische Anzeiger...

¿No serían rezagos de los géneros Hilobate y Prothomo aun rasgos como ese de no espantarse de la soga de un ahorcado?... Y lo de no salir de [en cá] las Cucas, ¿no sería también reminiscencia de aquella primitiva rama tri-cotómica?...

Porque así se acordaban de volver a sus domicilios como de haberlos tenido alguna vez. Tres y cuatro días con sus noches respectivas, cuando no una semanita cabal, se pasaban allí los ventureros. Padres e hijos, ricachos y gente de media braga no sabían salir de la cavernaria cochiquera. El Ubaldo había olvidado su Posada de los Bandos, el Bro-chero su Venta del Perjuicio y el tío Varetas la regimen-tación de su concejo.

No dejaban de tener gracia ver a la puerta al perro del Brochero, es decir, a su perro, enviado por la Felicitas a casa de las ahorcas para que se trajera al hogar al corredor de granos. Crescencia jugaba con él, y, acordándose del día terrible en que las echaron el pachón para que las mordiera, reía y retenía al perro mientras consolaba a Teo-dosio, el viejo mayordomo de tío Varetas, que, todo tembloroso y acoquinado, se veía en la precisión, a sus años, de permanecer a la puerta de las hijas de un ahorcado, esperando a que el hermano del Padre Higuea saliese y le dijera como Brochero a su perro:

—Largo de aquí.

El guardia Procopio, el alguacil Burro, que no es calificativo, sino así se apellidaba [aunque este apellido no venga en el Estudio etimológico, histórico y filológico, sobre apellidos castellanos, por Godoy], don Práxedes el policía y otras autoridades, allí de estantiguas habían de permanecer en la compañía de Pascuilla, que sin perder su importante cargo de lazarillo del tío Colás [también de pasmarote bajo la parra] ascendió a recadero de la casa embrujada. He ahí dónde había venido a parar el espíritu municipal de aquella Roma señora de los dos mil trescientos sesenta que sirvieron de molde para nuestro régimen institucional. Pero, qué diablo, si el Fuero Juzgo y hasta las Partidas estaban dentro, bien podían no andar lejos los brazos ejecutores.

Triunfo mayor de las Cucas... Pues ¿y... cuando Pascuilla llegaba a las casas de los tíos con el recado de ciertas peticiones inexcusables, tales como dinero, y no había sino obedecer y quedarse rabiando, mordiéndose los labios y las lágrimas?... Ea, así da vueltas el mundo. No las quisieron honradas y las tragaron tías. No se necesita maestría alguna para sugerir los cuadros de desesperación doméstica a que daban lugar las infidelidades conyugales y, sobre todo, las visitas del inmundo Pascuilla, transformado en un Ganímedes o Mercurio de nueva especie. Aunque, en el fondo, sus congéneres clásicos no tuvieran que echarle nada en cara, porque hay que recordar en qué misiones les ocupaban los dioses...

Siguiendo a Pascuilla por las callejas del pueblo podía cualquiera enterarse de quién estaba en la casa de las Cucas, lo que a veces no dejaba de causar impresión, como el día en que el cacarañado mensajero entró, vergüenza da decirlo, en casa de don Gabino.

No creemos que Pascuilla fuese por dinero del riquísimo y archihonesto coadjutor, pero que no entró en casa de don Gabino una vez sola eso sí es verdad, como lo es que el pueblo no salía de su apoteosis.

Iban de prisa las Cucas en su venganza. Jamás imaginaran que fuera tan completa y fácil, salvado el paso que habían dado, tal vez sin sentir que lo daban sin darse cuenta...

Alguna vez se juntaban en alguna calle la Martina, Catalina o la Catalá, la bruja Eladia y Pascuilla. Quien, en el secreto de qué clase de pájaros eran, los viese no dejaría seguramente de pensar que la picaresca es inagotable y más real todavía de lo que siempre creyeron todos desde la genial idea de Hurtado o del toledano Horozco, o de quien sea esa pura maravilla.

—¿Dónde bueno, Pascuilla?—le preguntaba la Cheira.

—A cá la Apolinara—respondía el idiota a gritos, sin recatarse ni encubiertas.

Primero, porque él era así, y después, porque las Cucas le habían dado orden de escandalizar a Dios y su madre, frasecita popular que está diciendo que se hallaban dispuestas a hacer su vida descaradamente pública.

Mujeres de la vida... Ya eran mujeres de la vida. Los franceses creen haber inventado ese extraño concepto y el verdadero autor de ese galicismo es el castizo pueblo español.

Sólo un pueblo que tiene como el nuestro un tan hondo sentido de la intimidad de la existencia y miedo tan secular [y aun añadamos que milenario] a traicionar su casero amor, pudo inventar la frase [mujer de la vida]. No fue Dumas el hijo, ni Prévost; fue nuestro pueblo, probable mente el pueblo que dispone en su lengua de menos cantidad de palabras que otro alguno para cualificar o cuanti-ficar a la mujer que deja de ser [señora de su casa]. No lo hay más rico en vocablos de miseria y hambre, de conquista y aventuras, de diabluras, teologías y visiones de dentro; no lo hay más pobre, desmedrado y zopo en palabras lascivas y giros libidinosos. Llega a tal premiosidad en ello por pudor íntimo bien fácil de seguir hasta su raíz, que curioseando los artilugios e hipocritones pleonasmos de que se sirve para entenderse o darse a entender en materia sexual plástica, activa y realista, se echa uno a reír. Sin el auxilio de los gitanos, siempre dispuestos a tal género de ayudas y posiblemente prestos en ésa solamente; sin la contribución de las gemianías de la canalla vieja y hampa coleante, nuestro idioma sería mudo en el placer. Son posibles riquezas hediondas como los Romances, de Juan Hidalgo; no es posible desnudar una cría en castellano, sin que tengáis que acarrear las palabras con interjecciones y embarullarlas. Mas por eso mismo ese pueblo es certero con la excepción y ha sabido con dos de sus palabras más ricas en sugestiones, mujer y vida, hacer posesión cruel, cruda y entera de ésta aquélla. Mujer de la vida es una criatura arrebatada por el mundo; no, como en francés, por el fulgor de él, sino precisamente por lo que el mundo tiene de difícil y lamentable. Anda, hija, que ya llevas tu castigo, dice de las tales el pueblo consciente de que la mujer de la vida no será feliz jamás ni tendrá salvación, si no es en la otra vida, donde parece que no se las mira tan mal o mide por tan escrupuloso rasero, sin duda por las muchas inter-cesoras santificadas con que arriba cuentan.

Esto no obstante, parece que a nuestras Cucas el negocio no les comenzaba tan mal, y la vida que ya las poseía se ablandaba a su desgracia original y caída tan rara. Mujeres de la vida eran y como pocas. Jamás lá vida había recibido más rico lote de cuerpos y una almas que fueran tan víctimas de ella.

Que el pueblo español tiene especial ísima devoción por la Magdalena, Santa cuyos Oficios se celebran en nuestras Parroquias con rito doble de primera clase, sin duda por lo mucho que quiso al Salvador.

El no salir los tíos de la casa de las uvas obedecía a muchas razones, todas muy estimables y que acusaban en los sujetos a nuestro procedimiento alevoso de enjuiciar al sursum corda, no poco sentido común.

La Divina Providencia, que lo es de malos y buenos y que, como tal vez algún día no remoto se descubra, la es indiferente uno y otro barrio kanciano, les entregó las Cucas y con ellas todo este inventario nada despreciable: liberación doméstica; promiscuidad a punto de caramelo o glaseada como los melindres de yemas en horno flojo; poligamia a la que nuestra sangre racial tiende per se y que sólo consigue per accidens o por un accidente como el que historiamos; represalias varoniles por determinados acontecimientos de la talla de los que le ocurrían al Justicia con el Apolinar de doña Alfonsa y otras churniegas baratijas que no son de decirse no teniendo el arte del Aretino; y, colorín colorao, porque no siempre el destino proporciona el hecho de una casa mala que, siéndolo, es buena y requetebuena y que, permaneciendo casa castellana pura y hogar a pedir de boca, sea asimismo corral de esparcimiento nalgatorio.

Oh, de todas estas bicocas o filigranas, lo que más amaban aquellos viciosos era que la casa de las Cucas no perdió con su cruelísimo destino su tipo de hogar castellano. Qué había de perder. El más vivo de los agentes de la autoridad o especialista podenco en clandestinidades camales se hubiera despistado allí. Las camas, los lechos acusadores, eran los mismos que antes de la fatalidad. Sólo habían aumentado los santos y los cachivaches de la cocina. A cada culpa nueva o pecado que añadían a su alma, nuevo santo que colocaban en las paredes o sobre los muebles y más grandes y mejores trebejos culinarios.

Y que no era nadie la Saturna cocinando esos guisos castellanos, y decir castellanos es decir familiares, a base de sustancia y primeras materias, sin formularios y sorpresas, platos que los gastrónomos suelen llamar aldeanos o a la jardinera. Reiros de los [clásicos franceses de la mesa] desde la Gastronomía, de Berchoux, en verso y todo, hasta el antipático Brillat-Savarin, en cuya Fisiología del gusto no hay una palabra de fisiología.

En la cocina de la Saturna quisiéramos haber visto al buen Néstor Roqueplan, aquel que largó el aforismo: Hors de la France toute nourriture est imposible. Conque... fuera de Francia no se puede comer... Por vida de Chemin... Entre los librotes emprestados que de la señorial doña María Garnacha Padilla y Venegas, la de los Tufos, [en cuya casa, como sabemos, sirvió la divina y tan humana Crescencia] guardaban las Cucas El Cocinero de Su Majestad que tan mal trata Fernández y González, y eso que es le mejor que ha escrito, un Patiño que nada tenía que ver con la familia de aquella Pura a la que Crescencia le dio un buen meneo en cierta ocasión, que tampoco fue la última. Y ese Patiño tiene un libro de cocina que no conocen los señores franceses como no saben de Ruperto de Ñola, Juan de Altimiras, Antonio Colmenero, Yelgo de Busquera y la propia Saturna.

No necesitó Saturna leer al marqués de Villena para que su arte cisoria se riera de los Monssetet y del Diccionario de Cocina, de Dumas, obra que, además de ser la mejor de tal plumón, es la única cuya autenticidad se puede garantizar; porque con tal artificio naturalizaba, pongamos paradigma, un guiso de cordero que no parecía sino que él mismo se había hecho así y aun nacido para tan santo destino.

Tanta verdad es que, hasta en mochillerías de fogón y mandil, la realidad, naturalidad y sencillez lo son todo.

La Saturna sabía que lo principal en el guiso de un cordero es el cordero. Y aquella Sebastiana la renegada, que no la vendía uno antes [ni por todo el oro del mundo], como llegó a decir la malcriada, ahora entregaba a la madre de las Cucas la esencia de lo bueno y con... disculpas.

Así se chupaban los dedos en la casa de las uvas y no queremos resistirnos al espectáculo que ofrecían los putañeros sirviendo a las Cucas de marmitones y pinches. Ah, qué escena, la de aquellos hombronazos transformados en ayudantes. Poco que reían las Cucas viendo ahora a sus antiguos amos convertidos %n babosos y rendidos servidores. Con qué sumisión de furrieles obedecían... Y cuano peor les trataban con más gusto trinchaban esto o condimentaban esotro, allá empastaban, aquí rehogaban o escurrían.

¿Tendrán razón las sabias mujeres de otros países y estarán cambiados los destinos de los dos sexos?... ¿Será labor de mujeres escribir o romperse los huesos y obra de hombres el cocinar? Porque, en esta raza nuestra, no en [cá] las Cucas [que ahí hubieran andado a gatas], sino en cualquier bodorrio o alboroque, así sea la triste celebración de haberle tocado la lotería al vecino, en cuanto de cualquiera sartenzuela sale olor de ajo frito, arriba las mangas y allá va brazo peludo con la espumadera en una manaza y la colilla en la boca. Y allí veis tío con cara de haber crucificado a Nuestro Señor en otras encarnaciones allankardia-nas o metamorfosis de su ser, pidiendo sal que le hace falta y aquello otro que no le sobra y cocineando que es un primor, y hasta suplicándoos que le digáis si está en su punto, no el tío, sino su guisote.

¿Cómo iban a echar de menos sus propias casas? Ni lágrimas, ni reconvenciones podían ya con ellos. ¿Celos? Otra que tal. Desde que las Cucas se declararon en el pueblo, terminaron los celos, los adulterios y hasta los amores. Por lo pronto, la Sabelona, la del tío Tiburcio, ya había perdido a su Justo, que no salía del campo magnético de Pascasia, y en cuanto a la Pánfila, encamada estaba y en brazos de don Juan Nepomuceno [como quien dice a no largo trecho de Agripino], desde que supo que su Gervasio le disputaba a Cóquilis la Ciriaca. Venganza más bonita, clara y pronta ni en las novelas.

¿Y la vergüenza del viejo tío Varetas emperrado y amontonado el verderón usurero con la mujerona Onésima, su criada que fue y mondonga, que la chillaba hasta Teodo-sio?... Los hijos de familia tan santurrones, pegadizos, caseros y zamacucos, se volvieron locos de atar. No sabían ir a otra parte que a las Cucas, y su mal, sin remedio, amenazaba con catástrofes horripilantes, porque se las disputaban entre ellos y, horrible de saberse, a sus propios padres.

Tenía por lo tanto que ocurrir, y así ocurrió, que las se-ñoronas, familias y demás elementos sanos, hubieron de resignarse y tomarse molestias que debieron destrozar en sus almas fibras muy delicadas.

El cambio de táctica fue muy interesante.

—Oh, por lo que han acabado esas chicas—decían en sus tertulias y visiteos.

Después de haber apurado contra aquella insólita razón social [Saturna & Hijas Limited] cuantos recursos les daba su influencia y convencido de que su poderío se estrellaba en la fatalidad sensual, cayeron de tramo en tramo en claudicaciones. La misma Comisión de señoras que fue, cuando el ahorcado, de casa en casa exigiendo que se arrojase a la calle, como se vacía capachos de estiércol en el albañal, a las seis muchachas, visitó a las autoridades del alma, ya que ir con el cuento a las del bastón con borlas y vara de avellano era imposible, debido a que no pocos días la justicia municipal se administraba bajo la parra, lo que entre otras agradables cosas se prestaba a reconstrucciones idílicas de arcaicas reparticiones de cartas pueblas, fueros y pan de égloga.

Era necesario catequizarlas, volverlas al redil, recobrar las ovejuelas perdidas.

Las Carmelitas oyeron acongojadas y con sobresaltos de soponcio lo que estaban hartas de saber punto por punto y prometieron revolver Roma con Santiago. Obra de Satanás, sólo con la oración podría vencerse. Desde que habían abdicado de los goces del Mundo, no oyeron noticias de liviandades semejantes.

Se hicieron repetir con todo lujo de detalles tales liviandades, y sor Fabriciana, que las conocía por el Padre Higuea, la correvedile Catalá su demandadera, y porque hasta el aire se encarga de saturamos de lo que es nocivo, se lamentó a la Comisión de la sequedad de su esfuerzo.

Desde que la Madre Teresa faltaba en la Orden Descalza estaban abatidas. Sólo Teresa supo ser santa, sin dejar de ser mujer. Si ella viviera hasta sería capaz de ir al antro de las Cucas y con su recia naturaleza aniquilar los siete diablos que debían poseer dentro cada una de las siete desgraciadas.

Sor Eutiquia abundó en lo mismo. Teresa no temía a nada. Tenía tal capacidad de resistencia a los dolores que los desbordaba en alegrías. Qué heroicidad, hermanas. Tiene razón la Madre Fabriciana. Nada le amilanaba. A ellas, sí. Se habían quedado en las devociones a bobas, que decía Teresa. Pero Teresa, antes de ser la doctora, había sido mundanaria y galanteada. Y qué brava. Más de cuarenta años estuviera enferma. Durante día y medio estuvo abierta la sepultura en el monasterio para ella y hasta, Dios no lo haya querido, hay quienes creen que la enterraron viva en uno de aquellos ataques que la daban. Si ella viviera, hermanas, ella iría...

Y la simpatiquísima y archipistonuda Madre les contaba que Teresa jamás temió ni al diablo ni a los arrieros. Y cuidado que son ruines y protervos. Cuando, andariega, había en el camino de sus Fundaciones de entrar en los mesones, no se arredraba la Madre y aún había de pellizcar a la otra Madre que le acompañaba. Que ya sucedió. Pues acostadas estaban cierta noche y, como se pusiera a temblar la Madre chica, le dijo Teresa...

Bueno, lo que dijo Teresa a la Madre no lo dijo Sor Eu-tiquia a las señoras de la Comisión; pero buenas ganas le quedaron dentro. Y valía la pena, porque fue que, como los arrieros hablaran de lo que habla en Castilla y en España entera un hombre cuando topa con otros, o sea de mujeres, y temiese la monjilla por su doncellez, Teresa [que era toda una raza y parte de otra igual] la calmó convenciéndola de que... [por ciegos que los asnos se pusieran, siempre tendrían ojos en la cara, de modo que podría dormir tranquila y hasta sin el angeo].

El Padre Higuea estuvo con ellas amabilísimo y pocas veces manó de su lengua una corriente tan cristalina de buenos consejos. Debían velar y orar porque San Pablo había dicho que el diablo ronda en torno nuestro, tanquam leo rugiens. Y llevó a más su galantería con las damas, todas parientes suyas y algunas tan ricas

Que el mejor medio para resistir una tentación le ha dado un inglés: Oscar Wilde: The best way to resist a temptation is to give way to it... O sea: ceder a ella.

de dinero como él, pues las habló de que de la emoción sexual fácilmente saltan las almas femeninas a la emoción religiosa y la Santa Madre Iglesia tiene en los altares no pocas mujeres que, mientras sus adoradores se tuestan en las llamas del infierno, ellas gozan eternamente del cielo, lo que prueba que Dios tiene sobre la mujer un modo especial de conducirse. ¿Quién podría no asegurar que algunas de las Cucas no sería todavía santa y de las gordas? Al Señor le agrada poco la tristeza y la desconfianza. En el treinta y seis del IV Baruch lo dice: Mira siempre hacia Oriente... Alegraos en el Señor, eso está dicho en todos los tonos, en los Salmos y él mismo lo dice por pluma de San Mateo: lavaos el rostro y andemos alegres... Y no las despidió sin regalarlas al oído con cierta audacísima y muy conveniente ordenanza mística de Santa Catalina de Siena

¡Seamos hombres y ahoguemos en nosotros el placer femenino que ablanda el corazón y lo torna pusilánime].

Con lo que no es para figurado lo edificadas, confortadas y de alivio que salieron de la casa del Arcipreste. Hasta les parecía que las habían quitado años de encima.

El único que las hizo caso efectivo [no afectivo] fue el benditísimo Padre don Gabino, hombre tan abundante de dinero como de [agua de corazón], que así llamaba él al agua de colonia y a los consejos. Y llegó en sus concesiones a tanto que... hasta les prometió pasarse por allí...

Aunque sin ser el Padre Higuea les hubiera don Gabino podido mostrar en cualquier tomo del Año Cristiano, así fuera tan brocho y cubeto como el Croisset, precedentes a su visita, esta promesa de pasarse por la mancebía levantó, en aquellas mujeres, la misma tempestad de puntos suspensivos que en el pueblo, cuando éste lo supo...

Pura Patiño se atrevió a preguntarle. No si lo haría, que sabido era que don Gabino iría, porque el coadjutor era todo un carácter y es lástima se muriese tan pronto, pues hubiera dado buen juego a la narración. Lo que preguntó la victima de la deslenguada Crescencia fue si era verdad lo que se decía por el pueblo... lo de haber visto a Pascuilla entrar en la casa...

—Sí, Purita. Quieren que pase la Dolorosa por su calle el día de la procesión.

—¡Jesús, María y José!—exclamaron todas.

—Vinieron a rogarme... Es decir, enviaron a ese diablo de Pascuilla. Dicen que pondrán la calle como una alfombra.

—A lo que se atreven ya esas perdidas...

—Y enviaron dinero también.

—El dinero de Judas, Padre—dijo la Mica.

¿Cómo las decía a aquellas santas mujeres el Padre Gabino, muchas de las que eran sus parientes, que tal dinero procedía del propio peculio? Tío Colás, ése sí. Ese las endilgó el relincho. Parece ser que las habían echado en cara, ellas que tan caritativas eran con él, que comieran el pan de las Cucas. El tío Colás, que oyó decir a doña Iluminada [cuyo marido Caravias se pasaba los días sin salir de las Cucas] que el pan estaba maldito, respondió simplemente:

—De su casa viene, señora.

Pero don Gabino las dejó pegadas a la pared, añadiendo:

—Y habrá que hacerlo.

—Eso no es posible, don Gabino, no, no—exclamaron las diaconisas con aire de serlo y de las primitivas, de aquellas que velaron por la fe de los primeros tiempos.

—No faltaba más. Hasta eso podíamos llegar—gritó doña Regina.

—Pero, ¿dónde vamos a ir a parar, don Gabino?—preguntó angustiada la menos linda de las sobrinas del Padre Higuea, la Norberta.

Y como empezaran entre ellas una de esas conversaciones entre mujeres sublevadas y heridas en el corazón que le hacen pensar a uno en las delicias que por toda la eternidad les esperan a los que vayan con Ellas al cielo, cortó por lo sano don Gabino con su bondad de cidra, es decir, dulce... pero hija de padre limón.

—Lo peor no es ello, sino que hay que inventarlas la procesión. La Saturna, pobrecilla, quiere ver su Soledad y como el Padre Higuea no las permite entrar en la Iglesia...

—Conque hay todavía... que inventarlas una procesión... para ellas sólitas. Ah, vamos, una procesión de encargo.

—Sí, así lo quieren Purita.

—Y que pase la Soledad delante de una casa de mal vivir.

—Eso piden, Petronila, y tu tío Varetas me avisa que hay que hacerlo y que las autoridades presidirán la comitiva.

—¿Porqué no piden también que les pasen dentro la Virgen?—interregó mordaz la Mica.

—No hay que desesperar a esas descarriadas. No hay que desesperarlas...

—Ande y que se vayan al ejío... Padre. Conque no hay que desesperar a esas putas—rugió Petronila.

Hay que advertir que esta encantadora sobrina del Padre Higuea hablaba así porque ella era muy clarita y porque no ha muerto del todo en la raza, ni muchísimo menos, llamar al pan pan y culo a las posaderas.

—No hay que desesperarlas—Ya veis a lo que han llegado por no tener caridad con ellas. ¿Dónde llegarán si la apretáis más?

—Que lleguen al infierno. La Virgen no pasa por allí, no pasa y no pasa.

—¿Y porqué han caído, Padre?... Porque lo tenían en la sangre—definió doña Iluminada, que en el fondo del alma, como todas las señoras, sentía inconfesables veniales de satisfacción por ver caídas a las Cucas.

Eso de que hubieran caído les removía muy dentro, muy dentro, retozos de alegría producida por la envidia callada que tuvieron siempre a la hermosura que el Señor les diera... Pero como estos argumentos son de hilo, prosigamos.

—El señor obispo, mis queridas hijas, que no tardará unos meses en estar con nosotros, me ha ordenado que invente esa procesión.

—¡El señor obispo!—exclamaron a coro—. Su Ilustrísi ma ha...

—Nuestro sabio y santo Padre Melchor. Su Ilustrísima. Y no por secretaría, sino de su puño y letra.

—La hemos hecho buena; hasta el obispo—exclamó ingenua la madre de Pánfila, la Liboria.

—Me vestí de justicia y revestíme de equidad como de manto y diadema, ojo fui para el ciego y pie para el cojo, padre era de los pobres.

—¿También usted, Padre?—dijo riendo la otra sobrina del Padre Higuea, la Venancia.

—¿Por qué lo dices, hija, por estas palabras de Job?

—Por los latines esos...

—Eso no es latín, esto es buen castellano, Venancia.

—Conque el obispito... ¿Y por qué no el Padre Eterno?

—Obispito... obispito... por Dios, doña Alfonsa... Obispito a la perla de la Pontificia Academia Romana de Santo Tomás de Aquino...

—Ver para creer.

—No es éste Tomás el Apóstol, Regina...

—No lo digo por eso, lo digo porque hay cosas que ya ya...

Sine me nihil potestris facere... Quien manda, manda. Pero el obispo Melchor procede generosamente como su nombre. Habéis de saber que Melchor quiere decir siervo de Dios.

—Y de las Cucas.

—Tan ovejas suyas son como nosotros.

—... Borregos.

Rióse el Padre Gabino y golpeó caricioso la palma de la mano de Petronila.

—Ante todo, caridad, hijas mías. San Pablo ha dicho de la caridad...

—Como el Padre Higuea, don Gabino.

Volvióse a reír el buen don Gabino y las exhortó a ser compasivas, no con palabras de cura de aldea, que tenía poco de ese tipo [tan falso entre nosotros, por no existir], sino con ciencia de esa que siempre tuvieron en Castilla y no sólo los clérigos salmanticenses... In divinis explican-dis arcanis... Y con algo más de su cosecha y de aquel [mosto de las suaves granadas] que bebiera San Juan de la Cruz.

Con lo que si no quedaron convencidas, por lo menos salieron sabiendo algo más que habían sacado de los latines del Arcipreste. ¡Y qué noticias!... Que el obispo le ordenaba a la Dolorosa pasar delante de las Cucas; que don Gabino iba a inventar una procesión para las rameras...; que las autoridades presidirían el acto... Y que... iría en persona a la madriguera a exhortarlas volvieran a buen camino.

Que iría y que... fue.

Séanos permitido, por si no nos acordamos después, lamentar se muriera este arcediano tan pronto, no por el susto que se llevaron sus herederos y del que a la fuerza hablamos, ahí a la vuelta como quien dice, sino por sus prendas personales y carácter de cepa no injertada, del que no sabemos si dirá lo suficiente lo ocurrido a su muerte.

Que iría y que... fue.

La escena no tuvo precio. Sobre todo, el momento dramático, algo drolático, que diría un francés escribiendo esto en castellano, en que don Gabino, de balandrán y de bonete, parado en el umbral del tugurio de *la Saturna, se destocaba mostrando el solideo con su borlita y... rascaba el cogote, movimiento que, aparte sea dicho, debe venirnos a los hombres del primer estacazo que recibió en el pestorejo el primer metejón que existió en la tierra. Salió una Cuca, que resultó la lindísima Crescencia, con un rebojo de pan para dárselo al que ella creía un pobre, pues el Ave María Purísima o Benedicamus Domino del Padre más era de santero o ánima en pena que de visitante de tal calaña, y se quedó muerta, con lo que ya eran dos y el drama estaba en el prólogo.

Que hay en castellano palabras tremendas, buenas en ocasiones para evitar una congestión y, por lo tanto, necesarias.

Gritó Crescencia—que aun muertas las mujeres gritan—, gruñó la Saturna, salieron todas en haz y santiguándose las siete por descargas y por dieces, el padre atravesó en volandas el quicio de perdición [perder el quicio, dice la gran fabla] entre aquel ganado de faldas que, todo conmovidas de entrañas, no acertaba sino a cruzarse el pecho a santiguadas y tal parecía el conjunto como si allí feneciese algún maula y le fueran a sacramentar de últimas.

Figuraos ahora, si no os cuesta trabajo, cómo se quedó el buen don Gabino al ver, junto a un piano de manubrio abierto y con odioso bombo tachuelado al fresco, para que se aireara del ajetreo el indino, un altar, todo un señor altar, y en él, cuidada como no lo estaba en la mismísima parroquia, Nuestra Señora la Virgen María en la advocación contraria a lo que allí se hacía, en el de la Inmaculada Concepción.

El Padre Gabino sólo acertó a exclamar con espanto:

—Pero, hijas mías... ¡La Virgen aquí!...

Y, sentándose como cuerpo muerto en el día del Juicio Final, erró su noble mirada por el antro, temeroso de topar con abominaciones sabáthicas y chivescas crápulas, con huellas de asnejonazos, cabros y calloncas. ¡Oh, no! Ni un pelo. En las paredes, santos y más santos. Un crucificado de talla y bueno [que en esto de clavos y sangre ha entendido la raza un rato] entre la Divina Pastora, de los Capuchinos, bajo un fanal, y otra caja de vidrio con una soga o culebra disecada, el Niño Jesús llevado de la manita por San José, a un lado, y, en el otro, un San Roque mostrando a su perro una úlcera en la rodilla... En la pared, la muerte del Justo y la muerte del Pecador, estampas de romerías y devociones, un retrato del Cuco, su padre, de cuando sirvió al rey, y que por la altura y anchura de las botas debió servir en un regimiento de bemoles, y otras fruslerías y quincallas de baratillero o buhonero.

Santos y santos. Las camas cameras, de barrotes dorados, guardábanlas Cristos sacrificados sobre cruces de terciopelo y enormes pilas de agua bendita entre aspas de romeros y salvias...

Y en torno del Padre, sentadas casi encima, limpísimas de piel y tela, oliendo a vida y agua de colonia, con lumbre en los ojos y en los rostros, la caricia ruda y profunda de la belleza castellana, las seis víctimas del Belial íncubo y As-modeo súcubo se le... comían vivo a preguntas que no acertaban a decir.

¿Qué pasó allí después? ¿Qué sermón o catilinaria endilgó el Padre?

Que le fue al Padre don Gabino perfectamente imposible abrir la boca sino para gustar el chocolate mejor hecho que había gustado en su vida; que aquellas seis demonias y la diabla madre lloraron más agua que cayó el día que enterraron a Zafra y charlaron a la vez todas y a la par se movían trayéndole almohadones para los pies, brazos y antípodas; que sobre brasas zarandeadas en un cogedor de esos de escoba quemaron granos de incienso para que se fueran los malos olores que allí [no] había, y que si en vez de ser el Padre tan viejo es joven, se le colocan las crías como está Marta en los grabados que muestran a las dos hermanas de Lázaro y a Jesús en Bethania, y se ha arreglado el presbítero.

¡Oh, Dios santo! Lo que ellas sentían con angustias de muerte era no poder entrar en la Parroquia. ¿Por qué, vamos a ver, por qué las negaban ese consuelo y refugio? ¿A quién se le negó jamás? Costara lo que costase, aunque tuvieran que acudir a Roma, ellas querían volver a la iglesia, oír el órgano, oír la misa, hacer sus devociones y novenarios, que cada una de ellas teníales particulares y muy raigadas de antiguo. Si eso se arreglara con dinero... Ellas tenían [ya] dinero. Ellas querían orar, que las dejasen rezar...

Y el buen don Gabino sin poder, de emoción y sobresalto, meter baza en aquella turbonada de sentires, decires y pensares. Aturado el gaznate por no sólo el soconusco y con amenaza de aguacero en los ojos sedientos, mareado por el olor a fémina, que en nuestra raza tuerce la medula a un saúco, cuanto más a un hombre, por viejo que sea [lo quieran o no Grasset o nuestro Aldabalde, las afinidades bioquímicas o inclinaciones autoeróticas]. Y de mujeres como aquéllas, que habían logrado, con la liberación brutal [hacia la vida], animar la belleza castellana de esfinge o la esfinge de la belleza castellana [que ésa sí que es esfinge, y gaita la de Cheops con claf y toda la mastaba que aprieta entre sus patas] y velar con sensualidades votivas de santuario ibérico la nobleza diademada de la frente grande.

Grande y descubierta la frente de las siete mujeres, la frente de su raza, frente de Dolorosa en estatuaria policroma, frente que habla de castidades hondas y servidumbres de amor, frente que el negrísimo pelo dejábalas libres, reccT-giéndose en bandós y rodetes de trama milenaria y que ellas, Dios sabe por qué, conservaban fieramente frente a la moda del señorío como conservaban sus faldas de zagalas de bucólica real, su corpiño judío, sus arracadas y zarcillos moriscos, sus justillos, manteos y sereneros, todo ello rico de hablares de antiguo, pero llano todo ello. Llano, llano, como el estado, como el carácter, como la estepa mesetaria.

Padre Gabino no hipaba. Esperaban ellas que dijese a qué había ido a su casa maldita y no le dejaban hablar; tantas eran las cosas que ellas querían les dijera. Mas sin duda, si la lengua se quedó muda y sin verter sobre la crisma de aquellas prójimas su elixir de [agua de corazón], fue porque comprendió que las Cucas lo que necesitaban [ya] es que las bautizasen de nuevo. Atreverse don Gabino, ni a pestañear.

Cuando salió del averno de la poza, de las uvas, del ahorcado y de las Cucas, daba traspiés y hacía eses; iba borracho de no sabía qué..., como no fuera que en los azucarillos batidos en el refresco hubieran mezclado algún brebaje aquellas... ¿Aquellas... qué?

El Padre Higuea, que, camino de las Carmelitas, [se lo encontró] junto a las tapias del convento que dan al ejido de la feria, le sacó las primeras palabras del cuerpo.

—Ya sé que fue a las Cucas, don Gabino. La Martina lo está diciendo a todo el mundo por ahí...

—Sí; fui a ver aquellas...

—¿Aquellas qué, don Gabino?

—Aquellas...

Y don Gabino el bueno, transfigurado, se acercó al Padre Higuea, que no se podía tener de risa francota, le zarandeó o se figuró que lo removía de su base [cuadrada] y le dijo:

—Padre Higuea..., aquellas zorras son unas santas, ¡qué carajo!

Bueno sería ahora, y excelente recurso para nuestra narración, seguirle a don Gabino en los meses que sobrevivió al episodio mal apuntado en estos papeles. Pero nuestro propósito de ser lo más veraces que puede ser un hombre de letras [aunque jure y perjure que quiere serlo] nos fuerza a pasar por ascuas los incidentes de la procesión que desfiló por la calle de las Cucas, toda ella transformada en un prado oloroso, y el momento, que aún no ha olvidado nadie, en que la Dolorosa se detuvo frente a la casa de la parra y que, por el temblor o poco cuidado de los que la llevaban en las andas, estuvo, según unos, si me esnuco o no, y según otros, que la inclinaron aposta para que las bendijera la Virgen.

Por lo delicado de estos sucesos, que precisamente porque han pasado y no son de nuestro colodrillo ni se creerán quizás, o no se ve en nuestro amor propio imaginero gana firme de hacerles hincapié, no insistimos. Francamente, nosotros no lo vimos. Como nadie más supo del Padre don Gabino hasta que, después de larga enfermedad, entregó su espíritu al Señor en brazos de sus parientes innumerables, lamentamos a su hora que óbito tan intempestivo nos privara de él.

Pero...

Del motivo y medio que llevara, y con tan mal genio, tío Tiburcio a casa del Arcipreste, el de más meollos no era el chasco o calabazas del Justo a Sabelona, que como se recordará la dejó por la Cuca Pascasia, sino aquella antífrasis perifrásica... [Dicen por ahí, Juan, que les va a pasar a las onzas de la Vaca de tu hermano como al dinero de don Gabino]....

Eso de [antífrasis perifrásica] es una locución de lujo, inútil como todo lo innecesario, pero que, destripada en Albalat, de donde la extraemos a uña, parece describir el esfuerzo irónico de la imaginación por descubrir en

Ninguna de las Leyes que se han dado los hombres es tan floja, artificiosa y cruel como la que regula su última voluntad dispositora de los bienes. Con ninguna ha jugado el diablo más a gusto en todas las épocas.

un acto algo que se le está escapando a la orgullosa inteligencia, tan cacareada y realmente tan car-cuez. O sea, en cristiano estilo, que le daba a tío Tiburcio en la nariz tufo de barraganía. Más claro: que los ojazos negros de Onésima la Cuca, [sí y no] enredada con el tío Varetas, traían el nublo a la siembra del parentesco; léase, sin aspavientos o tapujos, derechos hereditarios, que no por lo forzosos deben dejarse en barbecho.

Y si no, ahí está recientito el caso de don Gabino, que es para poner el grito en el cielo y andar con pies de gato de trapo...

Porque, aunque parezca rompecabezas, esta es la santa hora que no se sabe ni palotada qué fue del dineral del Padre. El pueblo, que todo lo echa a mala parte porque es así de nacimiento, sospecha que todo el metálico del bendito don Gabino fue a parar... ¡a las Cucas! y que a propósito se marchó el arcediano al [otro Barrio] sin testar para no hacer pasar a los colaterales la vergüenza de ver cómo los bienes raíces e inmuebles se iban a tan nefasto lugar por sola la razón de una chochez senil o vesania de esas que en las boqueadas de la agonía turban la sesera.

Pero si eso pasó, ¿cuándo pudo ser? Ni un instante, de día y de noche, le dejó solo su parentela alta y baja, ni en la fastidiosa y larga chorrada que el destino añade al completo de la existencia. Allí Cipri y su Sinfo; allí Demetria, Medardo, Tiburcio, Sabelona, Liboria, Pánfila, las sobrinas del Padre Higuea y el mismo que viste y calza, los consabidos... Y del gato del viejo sacerdote, ni chavo.

Se pensó en las Madres Carmelitas, en el propio Arcipreste, en cierta ama que confinara en Avila don Gabino años hacía por determinada bobada de preñez o soez injuria de esas acostumbradas a los eclesiásticos; pero... ¿qué se ocultará al podenquil olfato de herederos castellanos?

Desoladas estaban las Madres del Carmelo. Ellas que esperaban en el Señor, que distinguieron tanto al bueno de don Gabino. Sobre todo Sor Eutiquia, la delicadísima y sutil Sor Eutiquia, que, [como la otra Carmelita hija de Luis XV, tuvo que aprender a bajar las escaleras, tomado el velo, por bajar siempre las de Versalles apoyada en el brazo de un gentilhombre de Cámara], tuvo ella que aprender a subir la cuesta arriba de la existencia por extremada pureza de alma; tanto que al hacer voto de castidad hubo que explicarla, y eso en latín, qué era lo que ofrecía al Señor...

No; no cabía duda. Aquella enorme cantidad de duros que en duros vivos guardaba el abuelo volaron a las Cucas en un santiamén en esa noche diablesca en que la bestia rabuda tiene tiempo, y de sobra, para hacer puentes y cortes de manga como aquella higa. Para afianzar esta seguridad, qué mejor sino recordar la muerte de la tía Hermógenes la lavandera..., aquella que negara a las Cucas, sus sobrinas, asilo cuando lo del ahorcado. Bajo la cama la encontraron muerta y agarrotada a los cestos repletos de céntimos, con un papel en el que había principiado a escribir que desheredaba a las Cucas. El diablo no la dejó concluir, y los miserables putañeros habían cambiado en monedas gordales los céntimos allá en Salamanca.

Y cuando recordaban la agonía larguísima del viejo y sus marrullerías, se les llevaba pateta. ¡Qué vergüenza!... A cada paso, mudanza de lienzos en el lecho emporcado por la carroña de un cuerpo que se pudría en vida talmente y por lo mismo que el de Felipe II en El Escorial [cuando lo de los huesos dorados de santos que dice, ¡y qué bien dicho!, el Padre Sigüenza]. Soportando por el santo temor de Dios y caridad cristiana una fetidez o fato de tumba entreabierta, un hedor de entrañas roídas por humores, por los humores que entonces tenían la culpa de todo en la Melecina, por ignorarse lo de las secreciones internas y de lo que le ha venido a nuestro carácter eso del bueno o malo humor...

Y todavía murmuraba la momia con acento de santidad:

—Queridos hijos, ¡oh, cuántas pesadumbres os estoy dando!

—No hay que hablar de eso, Padre—le decían, llorosos—, sino ponerse en razón.

—Sí, hijos, sí; muchos sinsabores os estoy dando...

—Déjese, déjese, que no carga y ha de vivir harto.

—Y los que os daré, hijos míos... Los que os daré todavía.

Con razón decía. Menuda pesadumbre les dio. Y es que atando cabos, que tan bien el pueblo sabe hacer los nudos, venían a parar en que la risa del Padre Gabino era de esas que en los librotes se llaman volterianas y otros sardónicas, [que en eso ha cambiado nuestra raza las burlas de Sca-rron], y el propio pueblo moteja de mala espina, porque no hay peor que se cuele una, que, cuanto más chica, es como la Crescencia.

Así es que ahora se curaban en salud con tiempo y tomaban sus medidas. Porque desde que se le abrió la piojera al tío Varetas, a pesar del Nazareno traído de París y ofrecido a la parroquia como exvoto, el riquísimo hermano del Arcipreste se iba por la posta a ojos vistos, y bien claro lo había dicho el curandero Cabezón de Rioseco; que aunque él no sabía de los sesos lo que don Juan Nepomuceno, el nudo gordiano del asunto [oh, el juego que diera en España ese nudo gordiano, que aún nadie sabe lo que fue o lo que es] consistía en que se le estaban volviendo agua.

Poco alunado y confianzudo, el regidor se curaba en [cá] las Cucas de eso del agua de sesos o del flemón de las partes blandas, osteítis o lo que fuera, según Nepomuceno. Potingues a él..., y cranectomías..., y pomadas cáusticas. De médico, poeta y loco, todos tenemos poco, enmendara él al adagio. No creía en sánalotodos, físicos pegujaleros, saca-muelas y herboristas de acera. La familia le obligó a dormir al lado del Nazareno traído de París antes de entregarlo a la Inestal, y en poco se las guilla... de miedo... No le vinieran a él con pampiruladas. Lo mismo pensaba él de los tarros de las farmacias que de los remedios en saquitos puestos a la venta por Cabezón. Dios santo, qué remedios... Allí se estaban en el mercado, nevara o lloviese... Linazas, alhucemas, orejones de membrillos, pepas de melón, rosas desecadas, torongil, retama, llantenes, ortigas, sebos ahilados, bulbos desecados, barbas, cabellos y puerros de esto y de lo otro, cebadillas y arrocerías, piedras de colores azufrados, crucecitas de Caravaca, grasas, peleterías y entrañas acecinadas de reptiles, rudas, muñas, cidrones, el culantrillo, el matagusano, liqúenes, borrajas, hojas de eucaliptus, rizomas de gramas y hasta... trozos de hierro oxidado para meternos en agua y hacer infusiones al sereno de la noche, que así entiende el pueblo y Cabezón de Rioseco el hierro de la sangre... La bruja Eladia y Martina la Cheira zascandileaban por allí con frecuencia, libando porquerías de saco en saco, la Eladia para hacer ver el más allá y Martina el más acá de las cosas, que no son pocos los que necesitan de ello, y, sobre todo, pocas...

Con la Eladia consultaron [lo] de don Gabino. En los hígados tenían los herederos aquel sonsonete:

—Las pesadumbres que os estoy dando... Y que os daré, hijos míos, las que os daré aún...

Socarrona taimería la del viejo caleruno, que les dio la pesadumbre última de dejarles con un palmo de napias ante los cofres y cajones vacíos.

La Eladia, por más que hizo, y cuidado que hizo por [ver], ella que había dado con el secreto de la Vaca del tío Varetas, y recomendádoles mucho velaran y orasen, no se volvieran las onzas humo de alquimia, no veía donde paraban los miles de duros en duros del arcediano don Gabino.

La Eladia, por más que hizo, y cuidado que hizo por biendo la cantidad de las gentes de iglesia en nuestros siglos y cibdades. Pero la calidad no sigue siendo menor. Porque alcanzar el logro de ocultar a la Eladia el seno o senos donde don Gabino escondiese el material amonedado, la chafalonía volada.

Hay que tener en cuenta que la Eladia no había firmado con su sangre pacto diabólico de esos que pintó Teniers en sus tipos de trasmutadores de metales o buscadores de la piedra filosofal; ni cultivaba las supercherías de levitaciones, ectoplasmas y teleplasmas. La Eladia no engañaba, como hace una Einer Nielsen; en primer lugar, porque no sabía engañar así, que si no hubiera irradiado [como Erto] de su cuerpo claridades o generado fenómenos telequinéticos [como Gucik]. Hay quien cree eso. Demonio, una [Scientific American] no es una revistilla de dos al cuarto, y un [Instituto Metapsíquico Internacional] como el de París no es ningún zaquizamí de aquellos a los que acudían nuestros reyes cuando se enamoraban de las reinas moras. [Y que aprovecho el recuerdo para advertir que se puede escribir nuestra historia medieval empleando sólo el relato de estos amoríos.]

La señora doña Eladia, la pobre, tenía hasta la desgracia de acertar la mayor parte de las veces. Era de las que, en nuestra raza, ven la grama nacer sin haber leído cómo llega la voluntad a ese brahmánico en los fakires. La Eladia tenía [su] procedimiento, bien ajeno a sustancias fotosensibles, eritrosinas, nictalopias o visiones a través de cuerpos opacos. Cada cual tiene en este mundo el suyo, y si el Doctor Adolfo Miethe, de Berlín, hace del mercurio, oro; plomo, del radio, cualquiera; y, en el horno de Lohmann, sabe Dios qué asaremos o qué palingenesias se evaporarán de allí, nuestra humana bruja había inventado éste, y tal vez, como pasa en casi todo, ni suyo fuera, sino reminiscencias o robos espirituales de los que se conocen por el eufemismo de coincidencias...

Que, en España, hasta los profesionalmente dedicados a revelarnos lo sobrenatural no han podido ser ni más humanos ni más... españoles.

Hecha la consulta, casi siempre en una esquina del pueblo, [caso asaz trascendente que siempre que se buscara o topase la Eladia, se le hallaba en una esquina, rinconada o chaflán], y todo lo menos clara que pudiera plantearse, la bruja castellana se tomaba tres días de tiempo y una cogorza o pítima de aguardiente mañanero o matarratas. [Oh, aguardiante de las viejas, de las mañanas de Córdoba.] Entonces, en la cruda de la papalina, tranca o castaña, y cuando la adivinadora se caía a cachos, llenaba un recipiente de agua y se ponía a mirar la superficie del agua del barreño hasta que... veía.

En el caso concreto de don Gabino, la tía cotilla vio a don Gabino entre las siete Cucas, cosa que todos sabían, pero del dinero, ni olerlo, y eso que se tomó otros tres días y otra jumera. ¡Ella, que había visto la Vaca del tío Varetas en la bodega, no ver la plata del cura!... No acertar, caramba; cuando no marraba una con su procedimiento. Y nada. Mirada al agua, las Cucas en el fondo. Probó a echar vino del tío Varetas; sólo conseguía cambiar la imagen del sacerdote por la del regidor; las siete Cucas, inmóviles como el misterio.

Así, lo único que pudo decirles a los herederos fue que los duros de don Gabino llamaban a las onzas del tío Varetas.

Ese UamabCtn conmovió a las familias, y hasta nos zampan a nosotros en la vieja cuestión sexual, que por lo visto priva también con lo inmaterial y en las otras formas de la otra vida. Así como así, yo he leído, donde eso puede únicamente leerse, en fruto de sesera norteamericana, que no las plantas únicamente tienen sexo [cosa que vio ya hace siglos un español y jesuíta, ¿cómo no?], si que también los minerales.

Por lo tanto, que la plata de los duros llamara al oro de las onzas es todo un problema moderno; es, a saber, de solución posible, condición sin la que ningún sabio actual se pregunta o pregunta cosa alguna.

Felizmente, los herederos, resignados a no saber nada de la plata, se dispusieron a impedir la transmutación del oro, hégira o rapto. Que Higuea se cuidara de eso ni por... lo otro. Bastante le importaban al ultrasimpático Padre [loco] unas docenas de miles más, teniendo él tantas. Otrosí, los dos hermanos no hacían buenas migas; primero, porque eso entre hermanos viste, y luego, porque no lo eran de la misma madre, y hasta de la misma muth [materia]. Pues si no cabía duda que el padre sí lo era o fue de los dos, le había salido a él que ni con molde su Varetas, y más muerto que el yeso el Arcipreste, que saltó atrás. Tanto, que era el sosias de un tal de otro siglo que falleció sobre un libro y le enterraron en el hueco abierto en otro, capaces entonces los libros de servir para eso y de algo más también.

Item, que los caracteres eran de los que no se encuentran por más que se prolonguen, o sea, como en las líneas paralelas antes de que se supiera que acababan por encontrarse, como hoy saben los nietos de Minkowski... Los dispendios del Arcipreste escandalizaban y de Varetas no se sabía empleara un céntimo en algo que no le trajera dos o dos docenas. Con decir que el vino que se tomaba el Padre le era pagado a Varetas en moneda contante y sonante...

Estuvo muy de moda, y no sabemos si seguirá estando por aquella respuesta que, en el diez del I, se da a sí mismo el predicador del Eclesiastés [uno de los hombres más cervunos y madroñeros que han existido]. ¿Hay algo de que se pueda decir esto es nuevo? Ya fue en los siglos que nos han precedido describir los hombres y los pueblos de Castilla [a través de un temperamento]. Vistos así un pueble-cito castellano, el tío tal y la tía cual, Dios sea loado. Ni confitados por Maimón. Los cigarraleros tdledanos, para dulcificar el hueso de sus albaricoques, le juegan a Nuestro Señor de lo Creado esta inocentada cereal: plantado un almendro levantino, se le injertan ranujos de ciruelo, y obtenido el engendro, se le vuelve a resaviar jugo de albarico-quero. Total: un castellano visto por un temperamento. Con ese azúcar de trapiche y plantificarle sobre las patas, de arterias bien endurecidas por la diátesis artrítica—azúcar y urea—, unos zajones; ponerle en las manos uno de los palos que les ponían a los gorilas antes de saberse que nuestros hermanos en San Francisco o San Darwin [da lo mismo y no os aspaventéis] no andan en dos pies sino cuando se cansan de andar en cuatro, que es a la inversa pero no lo contrario que nos pasa a nosotros; jalarle hasta el occipucio o el atlas un sombrero como la copa de un pino negral o laricio, y retocar el cromito metiéndole en una tasca o atascándole en la época del Pithecanthropus erectus... al Museo.

¿Y hombres como nuestros hombres? Porque no queremos sostener que todos sean así, pero sí que los da la tierra. ¡Oh, tío Varetas!... Físicamente no hacía honor a los zahones, que no había visto sino al otro [lao] de Salamanca, por [onde] andan los ganaderos de reses bravas o puestos sobre las carnes magras del casticísimo Carreros. Sólo en lo de andarín era... de romana. Nueve años anduvo un Docampo, de sangre del país, y más años y tierras que Cabeza de Vaca por los hoy Estados Unidos. A pie se iba él... al cielo, y eso tan badanudo y artrítico. Eso sí que es castellano...

andar. Y andar por andar... y sin saber qué ni [aónde] se va...

—¿Aónde se camina, tío Varetas?—le preguntaba alguno.

—P’allá—contestaba.

Para allá era Avila.

—¿Tan tardío?

—Puñeta... ¿Dará igual llegar hoy que al año que viene?

Moralmente, este hombre era una cosa hecha de raíces.

Venían los labriegos quinteros o quiñoneros suyos a que les adelantara dinero.

Tío Varetas gruñía a los carneriles, comiendo su eterna cebolla sobre pan, un pan que se lo lleva a San Antonio Abad su cuervo y se viene a Castilla con tentaciones y todo.

—Que ya me conocéis, que ya sabéis quién soy...

—Ya sabemos.

—Que si os desplumo es porque os sale del cuajo.

—Toma, y agradecíos.

—Conque agradecíos, ¿eh?... Ya lloraréis.

Y lloraban a chorros y rugían torciéndose las manos, esas manos que ahora recibían el dinero en préstamo, un dinero vivo y misterioso que él mismo les subía de la famosa, en centenas de leguas a la redonda, Vaca de su bodega. No perdonaba jamás, no se condolía de nada, no cedía por nadie. Pacto de retro y., no te menees. Ni un plazo prorrogado, ni pagaré diferido. Sin cuartel.

Y gruñendo al dar y gruñendo al reintegro...

Le llamaban la marrana de Arévalo.

Quizás no sepáis lo que fue la marrana de Arévalo, porque esta Castilla no está en letras de molde ni presta a estados de ánimo del último vago que, no sabiendo qué hacer en la Puerta del Sol, se viene a ver... tipos, como si aquí les coleccionaran para exportarlos y los acecinaran para explotarles.

Bueno, pues la marrana de Arévalo era una guarra, una hembra de cerdo, que tenía al cerdo encima y todavía estaba gruñendo...

Así piensan y hablan por allá. Y hay que ver [lo callaos] que les pintan y estigmatizados.

Cuando Martina la Cheira escuchaba aquella reconvención, en el si caigo o no caigo de las Cucas, aquello de...

—¡Qué vergüenza para el pueblo!

Y contestaba su...

—De carne nos hizo Dios a todos.

Pero añadía esto:

—Y no caigas tú más bajo, mi hijo.

—¡Oh, Cervantes de mi alma, a quién acudir sino a ti en amparo de juicio! Por Cristo Padre que al oír esto de la Martina, el tal se tocaba los lomos de las posaderas, temiéndose qué sé yo, y de que hacía así y aun se debió acuñar medalla conmemorativa de tal suceso doy fe y daría siempre.

Lo de la bodega y Vaca del tío Varetas no era leyenda, ni de las historias que circundan a los misérrimos o avaros; era [su] verdad, y hasta una realidad bonita.

Consistía el bodego en una de esas cuevas abovedadas, socavones en los que colaboran el topo, castor y fraile que todo campero lleva en el colodrillo. Aquellas manos sarpullidas de pecas como lentejas y de su color, acribilladas por todas las asperezas e inclemencias del pegujal, del atanor y del tajo, habían trenzado a su manera lo que una adusta astucia inspirara a sus sesos, terrón, nube y adobe, todo en una pieza.

De todo tenía aquel sótano: de caverna de nuestros iberos ictifálicos, de antro de ermitaño, de impace de santero, [vié-rais lo que abundan los santos por estos trigos y hoy, hoy mismo], de baño o mazmorra berberisca, de cripta de pudridero y de lo que ante todo era: de bodega.

Con esa paciencia que sólo dan las sequías, las arrugas y el surco o serna; y con las herramientas que sólo proporciona al judío interior del labriego, el morisco que hace siglos no quiere salir de él, tío Varetas abrió sin ayuda de vecinos o asalariados, ni de su mayordomo Teodosio siquiera, una ringlera de pozos bajo los cimientos de su propia casona, pozos que ensanchó y orientó de modo que una hormiga no tuviera reparo que oponer. Cuando el sombrío alarife tuvo abiertos sus huecos bobos y vio, como el Padre de todos en el treinta y uno del I del Génesis, que eran buenos y hasta que tenían algo de su imagen y semejanza, se sentó sobre un dornajo y se planteó dos problemas, que resolvió por el infalible procedimiento inventado por su hermano el Arcipreste para dictar sus sermonarios a Cóquilis: bebiendo vino. [Todo esto lo hizo Indra ebrio de soma], dicen en lenguaje sublime los Vedas, señalándoos el valle de Cachemira y otros que no lo son de lágrimas ni para el austero Mahamat Ghandi [los ingleses sean sordos...].

Que el ¡nterlorismo ibérico es realmente prodigioso y desconcertante, cuando se proyecta en plásticas y construcciones de trote cotidiano.

En su nuevo avance amplió desmesuradamente las galerías, que no perdieron por ello su traza de aljibes; encaló paredes, empotró tinajones, cortó y cruzó travesías, zapando con maestría que él encontraba natural porque lo era. Y un día de un año cualquiera, el morisco que desde lo hondo [otra vez en lo inconsciente] guiaba su mano le hizo proyectar sobre los rincones, crujías, pechinas, ángulos, puertas y resaltos una arquitectura estrambótica que le iba birlando al subterráneo su tosquedad y trogloditismo.

El resultado fue que la bodega cobró ese aire de iglesia que el español da, cuando no le aturan, a todo lo que imagina.

Sólo quien haya observado cómo lo nuestro, lo mozárabe, vivificó la ceñuda tracería visigoda [por Melque y San Bau-delio, la Peña y la Cogolla] antes de que nuestro fatal destino de perderlo todo apenas florecido, se malograra en lo románico, astillándose su poder nativo sobre cota tan serio-ta y sin quiebras como el clunyense es; sólo ése podría entender el porqué de aquellas columnas de fuste corto y aquellas zonas de ladrillos y tendeles, la geometría austera pero blanda y de primorosa ingenuidad de toda la obrería y el dulce susto de tropezar allá abajo con arcos de herradura. Con el arco por antonomasia nuestro, aquí, entre nosotros, antes de las invasiones agarenas, sarracenas y bereberes, y que nos vino de donde nos viniera [suponemos que de Persia], pero que se me antoja nos vino exactamente por el mismo camino que le ocurrió al tío Varetas plantificarle en su gruta.

Todo el que lo deseara podía ver la obra del irreductible prestamista; siempre que le hubieran advertido de antemano que, contrariando la inmemorial costumbre de todas las bodegas de España, el zahareño ricacho no le daba a catar de sus caldos y mistelas allí de manifiesto al propio Noé que le visitase.

No obsequió cuando [lo hicieron Alcalde] y le dieron poder de que hiciera mangas y capirotes o desfalcar lo que le petase, con que podéis imaginaros si regalaría el gaznate en más alta ocasión...

Al que allá bajo se le despertaba la sed [y estas tinajas de panza de matriz henchida, caderas y cuello femeninos y ninguna cabeza, como en las mujeres también, se complacen en despertarla, de femeninamente perversas que son] le quedaba el recurso de comprar un jarro del mosto bascu-ñense de allá, del monte Aranjo, al propio cosechero, que se sentía orgulloso de servirlo él mismo para que... no se desperdiciase gota.

Lo que ya no se podía ver era precisamente aquello por lo que todos querían bajar y bajaban a la [iglesia] del tío Varetas.

Hablarle a él de tal deseo era golpear en aquella pared sin eco. Y, sin embargo, en aquella pared el tío había ocultado su Mibrab [con el artificio con que detrás del altar de San Pedro ocultaron el de la Mezquita cordobesa los banqueros o blanqueadores morunos], su Sancta Sanctorum o su tabernáculo, y pocas veces, como veis, mejor empleado este vocablo en esa acepción que nuestra raza llama doble [nuestro idioma está apicarado, picardeado y doblado por un lento trabajo de desgaste]. Un tabernáculo en una bodega no es para suspender el ánimo de nadie, y, a creerles, donde el tío Varetas tiró de Becerro de Behetrías fue en el recinto misterioso que estaba allí emparedado.

Qué no sabrá un ladrón, filosofaban los pelgares de la gente plebe, sin duda para elogiarle. Y bien: todos los maleantes, carasrotas de reyerta y quitapesares o camorristas de ganzúa, que vinieron de fuera para arramplar con el fortunón del viejo, ni vengarse del quite o mico podían, porque al abrir las espitas de los tinajos y derramarle en venganza la cosecha, tropezaban con que eran autómatas de maquinaria registrada de invención en la sesera del tío Varetas, y así salía el [llanto de la uva] como el hurón ganguero de la cárcel cuando lo trincaba su manaza.

Los más simples de espíritu, que son en nuestro mundo los más, aunque no le parecía así a Nuestro Señor Jesucristo, ya que [creyéndoles escasos] les prometió el reino de los cielos, tanteaban los muros y sonaban el barro muerto de las tinajas, así como quien lo hace por pasantía o pedorreta, contestándoles invariablemente el brujo de aquella vinatería con un sarcasmo:

—¿Tientas, eh?... Buscas la Vaca, bobaliconazo. Nudea, nudea...—y él mismo, riendo, golpeaba con los nudillos sus muros y sus tinas.

La vaca es un cinturón de cuero crudo o curtido, obra maestra de talabartería o taraceado a zurda, que tanto los mozarro-nes como los vejestorios ajustan al ceñido calzón charro, faja fuerte de riñoneo y majeza que da garbo ganadero [por el que estos naturales se pirran], pone tieso, lo quiera o no el espiñazo más apenado o carcomido y sirve para todo: desde encandilar una moza [por ser ésta la prenda que más hombría les sugiere o el sitio que más mirán, ellas sabrán por qué] hasta proteger la barriga de un tiro, que cueros hay de vacas capaces de esa proeza y... pieles puras de tíos... también.

Que los novelistas de avaros no agotaron la cantera; y que, mientras el dinero sea dinero, los hombres, hombres y tan obtuso y atrasado el intercambio de especies y monedas, se producirán tipos bien extraños.

Pero la Vaca de nuestro regidor no era tan sencilla y comunal. Era una vaca, una hembra de toro. Ni viva ni muerta, pero en pie. No embutida, plana como oblea o cantillo de mosaico, ni tampoco disecada. Ni mucho menos apropó-sitos, tientos, loas y corridos de San Juan o acertijo de pasatiempo, sino una vaca grandota que fue ternera y dio luego buenas cántaras de leche y que sólo cuando no pudo dar más se la destino a ser el coco del pueblo, pasmo y rompecholas de todas las pelaruecas y boceras del país. Se sabía de ella hasta el nombre, la Colasa, y se recordaba el trapo de su piel, un pelo sardo, salinero con pelos negros, con manchas o chafarrinones aquí y allá retintas y algo arresolados los cuartos traseros.

Pedir más datos es gollería, sobre todo cuando todos confesaban no haberla visto. Mas grande verdad es "que pocas cosas conocemos tan bien como las que nos figuramos, y que tío Varetas, por el tuetanillo de sus obras, podía codearse con Juanelo en eso de ponerle a su Vaca, como aquél a sus relojes, el [qui sim scies si par opus facere conabis], latinajo que viene a ser como un buscapié o chanza gastada a los metecones y tontainas.

Haz otra igual y lo sabrás... Cosa fácil, sin embargo, de dar crédito a la Eladia y su barreño. Decía esta saludadora y espiritada madre que aunque no podía saber por dónde ni cómo se encontraba y entraba, la Vaca del tío Varetas ocupaba el centro de un boquerón zapado a la minera y entibado. De arriba colgaba un velón lucenero de cuatro candilejos, y donde el animal tuvo las ubres existía un travesero en cuyo extremo el tío Varetas se sentaba para ordeñarla en su nueva tarea de dar hoy onzas como ayer dio leche.

Porque el avariento extraía por ese sitio las onzas y la plata que metía por donde la pobre bestia tuvo la cabeza y que había perdido ya; sin duda, bien porque sea muy difícil aun estando muerta no perderla con tanto dinero en el abomaso, bien por el espanto de sobrevivirse en forma tan desusada y descacharrante. Añadía la vieja luciferaria que en el agua de su barreño se veía al animalito calzado con zancos o varetas que le servían de patas y pezuñas y que se le adentraban tiesas hasta la horquilla de los brazuelos y juegos de los otros cuartos de la cola; que aún conservaba el hisopo de ésta unido a su maslo, y que la manta de la papada se ataba en zurullo y así como el corujón de los pellejos de vino. También veía que estaba mucho más gorda que en su vida terrenal y que lo que le hinchaba como de empreñamiento era dinero vivo, onzas de oro, que veía ser de diez y seis duros, muchas peluconas y plata más que harta para comprar la conciencia del diablo.

Transcrito el histórico relato anterior, insufrible quemazón de nuestro espíritu [históricamente parafraste] sería si no advirtiéramos en él: primero, que del informe del otro mundo de la traspuesta le quedó al hermano del Arcipreste lo de tío Varetas, perdiendo el nombre sin volver a encontrarle, pues nadie se acordó, ni él mismo, de cómo le pusieron en la pila; y segundo, que no hay que advertir que la visión teleplásmica de la vieja Eladia se creyó a pie junti-llas, y que al saberla el tío Varetas pronunció estas palabras, secas como haces de hoguera medioeva:

—Bendita Inquisición.

Para nosotros, ese mensaje de lo desconocido nos deja turulatos; porque, como es de cajón, así creemos en visiones a distancia como en las coplas de Calaínos; es decir, no, que nos gustan, y mucho, éstas. Pero, francamente, en eso de independencia de cuerpo y alma, telepatías, escapadas de nuestros sentidos, desciframientos de criptomnesias, materializaciones de indigestiones mal hechas de ensueños..., eso para los horóscopos planetarios de Alfagrano. Pero... la Eladia vio la Vaca en el barreño, y a tío Varetas debió abrírsele la piojera del susto y empezarle en este punto lo de volvérsele agua los sesos. Qué diablo ni qué niño muerto: la materia no se ignora a sí misma, y cada conciencia no es una araña en su tela, sino que la tela de araña del mundo es [una] para todas las conciencias y, dado un hilo, no hay fuerza a distancia. Y que para tela de araña, los destinos cruzados de las vidas de todos en un pueblo... Marea un rato eso de no ser socio de alguna [Society for Psychical Research]. En fin, que quitándole al barreño el agua y el barreño a la Eladia y dejándole en el tercer período de las borracheras previas, demonio que sí, que se puede ver la Vaca del tío Varetas, que, a la postre, se encontraba también el animalito en una bodega. Y que, después de todo, no es tan sobrenatural el caso ni digno siquiera de enviárselo a las instituciones innumerables que archivan estos sucedidos después de comprobarlos... a distancia también. Así como así, estamos exagerando la impresión. La prueba de que estas adivinaciones no son sobrenaturales es que al pueblo no le extrañó; el pueblo encontró tan natural que la Eladia viera la Vaca, que lo dio por bueno. Y la Vaca del tío Varetas corrió en alas de la fama y no existió en Castilla gallina del tío Antón que no corriera los siete corrales para conversar de ello.

Que el pueblo, y más que alguno el nuestro, crea natural lo sobrenatural y desdeñe el milagro estupendo de lo corriente, de lo que pasa en y delante de nosotros mismos es para tomarlo en serio. Pero... imitemos al Padre Higuea, que de todo lo referente a la Vaca de su hermano y lo que pudiera ser o no ser, así le interesó [como si le notificaran la visita de la egipcia Hathor de los tiempos faraónicos o el rebaño de las catorce bíblicas] otra cosa que el final. La frasecita de últimas del relato visional, lo de [con el dinero empanzado en la Vaca hubiera bastante para comprarle la conciencia al diablo], cosa que, aun dentro de la más intransigente teología, cabía tomar la proposición en consideración por lo menos al modo como el teólogo Gaspar Lax [que tanto irritaba a Luis Vives] tomaba por el siglo xvi las suyas.

En cuanto a los herederos del tío Varetas, ni que decir tiene que vivían prosternados ante el becerro de oro de la bodega, dura la cerviz como el pueblo que fabricara de fundición el bíblico, sin acordarse éste ni aquéllos de lo que el Señor suele hacer con tales carneros, o miente el treinta y cinco del XXXIV del Exodo.

No queremos hacer responsable a nadie de una de esas ideas fijas que se clavan en barrena allá por el espíritu, mas esta Castilla de nuestros pecados, que tan sedentaria y asentada nos parece a todos, ¿será realmente así?

Castilla, como el Quijote, se ofrece generosamente a todas las interpretaciones. Ancha es Castilla. Pero a medida que se ensancha delante del caballo romancesco, menos parece la Castilla «castellana».

En la llanura inacabable, ondule en lomas y motas o caravanee en derruvios, ¿no serán estos pueblos verdaderamente tribus?... ¿No serán semillas de clanes, gens, fatria?...

La prodigiosa germinación castellana de fuerzas y tipos, ¿no será la síntesis de esas masas beduinas que Durkheim llama protoplasmas sociales? ¿Qué tiene más el adobe sobre el tendal de piel de camella?

Veis que esos pueblos no son una asociación de familias que se desconocen, pero se necesitan, sino la familia misma hecha idea; ramas, las que se deseen, pero siempre un mismo tronco y un solo sentido de orientación. Su constitución depende de la tierra que ocupan; su cooperación armónica y autónoma tiene la unidad por base. Si el nudo de arranque del tejido social es la familia, estos pueblos se han quedado en familias y nudos. Tal vez por ello son tan duros de pelar..., de desatar.

Su medula esencialmente religiosa, su cohesión consanguínea, su sentido del linaje y su culto al padre, que entraña fe ciega en los antepasados, mientras en la realidad quien trabaja es el ama, la madre [léase sierva patriarcal y querida, ya lo creo, como querían a sus siervas los patriarcas y las quieren hoy los jeques]; el predominio absoluto del varón, acumulación de prerrogativas y energías que la mujer misma se encarga de idealizar con la palabra macho.Todo ello habla al alma, atenta a estas palpitaciones inútiles, de vidas pastoriles y errantes, de mohedinos, trashumantes y sarios [¿fuimos otra cosa nunca?], con jefes soberbios y crueles espejismos de alma y de desierto increíblemente bellos, idea de una vida transitoria y avaricia, sordidez, tesoro siempre consigo, escondido dentro de uno mismo o lo más cerca de la mano posible..., como los rebaños.

Es poco imaginable el grado de mansedumbre que los orientales errantes consiguen de sus animales domésticos..., pero a costa de ellos mismos es.

Solamente así o con reflexiones parecidas, que si procedieran de otra nación serían mejores sin duda, se puede explicar el que desee tomarse molestia tan inútil como explicarse algo es el porqué y los plurales de ese por qué hay en tales esa avaricia y tesón en acumular.

Todos son parientes o loquean por emparentar, todos viven soñando en uniones y herencias entre sí. Mas [paulo minora canamus] y abandonando refraneros, pintemos la desazón del pobre tío Tiburcio y parentela al ver en el barreño de la Eladia que Vaca tan empreñada de onzas corría peligro de najarse como los dineros de don Gabino y donde el diablo los manteara, escozor del que todos se tenían la culpa por odiar el papel, el crédito, las leyes de la moneda y las facilidades de la inversión. Todos querían dinero vivo, tesoro individual y en arca y cerca de la mesa y al lado de la cama o debajo o encima, en un calcetín o en una vaca... La plata papelera, con sus altibajos para el industrial. Del papel al... empapelamiento no hay mucho trecho... Para el paisano, la media larga y rellena de pesetas en pasta. Trigo moreno como el de Villar del Gallimazo, onzas de diez y seis como las de Varetas y que entre la viga de Cantalapiedra de costadillo...

Había que tomar medidas. Y se tomaron. Como el descastado Arcipreste de la Inestal, si salía de manos de Cóquilis era para entrar en las de las Carmelas, y allá libracos y aquí chocolate [o lo que le dieran], no hacía ni servía de cosa de provecho, aunque nuestra poco práctica pluma le dé tanto pavoneo, los parientes se reunieron en consejo de familia.

Aviado está el que crea que se pasaron citaciones y que se comunicaron unos a otros sus decisiones y sospechas. En tales pueblos nadie sospecha de nadie, y como ninguno tiene prisa en morirse, se respetan profundamente sus ganas de vivir, de lo que es corolario que están al tanto de todo, que se espían con las más deliciosas buenas maneras del mundo, que no creen en nada de lo que unos a otros se dicen con cordialidades lacrimosas y que hacen lo que quieren, que es siempre, por coincidencia ajena a sus designios, lo que les trae más cuenta.

Resumiendo. Que si tío Tiburcio no se muere, como murió el infeliz, y no tardaremos en decir cómo y con toda la repijolera gracia que tuvo el caso [porque no es gana de fastidiar, sino que hay muertes con gracia], no se tenía que molestar en avisarlos, porque todos tenían a la Cuca Onésima en el cagalar y se sabían de carrerilla que por un misterio de la Providencia, de los que les muelen las raíces a las mismas muelas, así como al [loco] de su hermano le había dado por los libros, a Varetas le daban viruelas a la vejez, y también [locas], y no salía de la casa maldita, y hasta se daba el caso inaudito, espeluznante, de que hombre al que la miseria le tenía miedo tirara allí el dinero como doctor en Salamanca, cuando eso de doctorarse valía algo al que se doctoraba...

Inescrutables, ciertamente, son los designios del Señor, pero no le van en zaga de zopencos los escondrijos del que hizo a su estampa, porque mire usted que pensar que algún día tío Varetas, con un pie en la sepultura y otro en la caja, hubiera de dilapidar lo que cuando estaba entero se negaba a sí propio... Aquí de erudición. O el mundo se derrumba, decía, viendo un eclipse anticientífico e inoportuno, el aeropagita hacia el año primero de nuestra era, o el rey de la creación parece. Quitad a esa [prosopopeya con para-diástole] unos bemoles, rebajad el tono, y reflexionad que o también el tío Varetas saltaba atrás, manejado por las inflexibles leyes mendelianas, que le volvían a algún pariente [raro] de los siglos en que ocurrieron tantas cosas [raras], siendo la más enrarecida que no sabemos aún si ocurrieron o no, o las Cucas, prosiguiendo su venganza irreductible, se mamaban el contenido áureo de la Vaca, en confabulación con Satán, príncipe de las tinieblas, que así quisiera yo fueran todos los principados, y no lo digo por el de Cataluña.

Y de que el diablo trabaja las herencias como el más terne de los tinterillos del mundo daba fe no sólo el dineral del Padre Gabino, convertido en humo, sino las zapatetas penitenciales del dueño de la Vaca en la cochiquera de las Cucas, volatines al lado de los que la gimnasia caballeresca en camisón o camisola de Don Quijote en los breñales de la Morena eran antiguallas. Penitenciales parecían, y arrepentimiento tardío de tener que irse al otro mundo y dejar [acá] la Vaca. Pero el diablo, el diablo andaba en ello... Porque en cuanto el tío Varetas ponía el pie fuera de la casa de las uvas, volvía a su ser de ceporro alcorno-queño, y, para encender su cigarro, pedía uno a cualquiera de sus amigos y eslabón o yesquero a otro cualquiera.

Tal vez por esto, lo otro y lo de más allá le decía a Cóquilis su enredada en él, o entretenida con él, o con él liada [admirable expresión popular del amancebamiento] Ciriaca, señalándole la soga con que ahorcaron al Cuco, estas palabras, tan misteriosas como abracadabrantes:

—¿Qué te apuestas, sacris, a que todavía eso sirve para... otro?

Una de las cosas que más abundan en Castilla y que, por rechazo o reflejo de ley económica, más baratas están es el tiempo.

Tomándose todo el que quiso, el tío Tiburcio pudo llegar a ver terminado su pozo.

Le comenzó con la educación de su hija Sabelona [diez años hacía de tan infausto suceso]

y, como en la tierra la dicha está en razón inversa del cuadrado del deseo que se pone en alcanzarla, el pozo se acabó y Sabelona no consiguió siquiera saber vestirse.

Que el pueblo sabe, debido a observaciones seculares plasmadas somáticamente en su instinto, que las ideas fijas acaban por taladrar el cerebro a modo de berbiquí.

La tal historia del pozo, tangencial a la que vamos escribiendo o que creemos que escribimos [lo que en finiquito es igual, porque ya es bastante que no se lo crea], es, sin embargo, muy instructiva. Y, aparte que explica el barro de que están formados los herederos presuntos de la Vaca, tiene un mérito mayor, y es que es breve. En nuestros días, el supremo; porque desde la vida, que no puede voluntariamente acortarse más, a los escritos, que parecen ataques de nervios enviados por cifra al planeta Marte, todo es bien conciso, preto y brocho.

Tiene la tal historia hasta el encanto de las fábulas latinas, de Esopo a Trilusa; no porque en ella hagamos hablar a los animales, que sin acudir a las fábulas hablan ellos, y bien que se entienden y se hacen entender, sino porque nos enseña a no poner nuestro corazón en las cosas de aquí abajo [que para los antípodas es lo de arriba], lo que hace secante a nuestro relato lo que parecía tangente.

Cuando algún patán o comadre o tía tal y tío cual veía a nuestro Tiburcio atareado y sudando tinta en adornar su pozo con madreselvas, hiedras y clemátides que tapizaran el brocal, andaraje, obra de foga, tubo, pretil y cisterna; con enredaderas y lianas o bejucos que los unieran como un emparrado a las tapias y vanos herrados de la vivienda, detenía su paso o los de la andadura, observando zumbón o de través y le gritaba esta necia tontera:

—Va a concluirse por tirarse a él, tío Tiburcio.

La de dinero que llevaba aquel buen hombre gastado en el hoyo desde que los poceros de oficio le entregaron enladrillada la chimenea y a ras de los arriates o bancales de la huerta. Hierros forjados, en los que gracias a Villalpando somos aún los maestros de Europa; cadenas para guindar la garrucha, en las que también somos maestros, aunque no para hacerlas, sino para llevarlas...; el perol de cobre o ajófar que de la polea colgaba, garfios, cordelería, todo era esmeradamente escogido en la ciudad y traído por él mismo poco menos que a cuestas, pues aún Cosmito y Jameson no acabaran la línea de hierro debido a que se juntó el hambre madrileña con la espléndida gana de comer que ha tenido la raza de las seis comidas diarias.

Siempre que podía, y podía siempre, porque ninguna otra cosa tenía que hacer [gracias a sus antepasados que reventaron por hacer lo contrario], permanecía extasiado ante [su] pozo como uno de esos camelleros del desierto quedan en los oasis de las cromolitografías alemanas al borde de un estuario estampado en Leipzig.

Y que por los cabellos cojo yo o tomo la ocasión de escribir al margen [si es que todo lo que voy escribiendo no está al margen de algo que ha podido escribirse] esto del amor a los pozos. ¿No es ello beduino, patriarcal, oriental, árabe, africano y tal? ¿No es el pozo del tío Tiburcio un argumento más en favor de esa memez que se me ha metido en la chola de que Castilla, la ovejuna Castilla, la andariega y cerrera Castilla, es germinalmente un pueblo que anda y que parece quieto y no es así, sino que está andando?... Un treintaidosavo de sangre africana o de Oriente pasa generalmente inadvertido y se presta al disimulo de caracteres étnicos ancestrales; pero... ¿y si es la entrada por cuarterones?...

Siempre ante el pozo tío Tiburcio, siempre con su pozo...

Otro había en el pueblo, el del tío Sabas; pero... horror... Ni mentarle. Todos los sábados el que tuviera bien valvuladas las venas y por lo tanto la sangre en circulación fluida y dulce, podía ver, sin necesidad del barreño de doña Ela-dia, el fantasma de Anselma la entenada. Sentado en el brocal, las manos en las rodillas, sin olor, ni color, ni sabor, casi igual a las materializaciones que logran los espiritistas en sus horrendas experiencias cuando no hay delante un sabio latoso. Es decir, etéreo, mas formado, con líneas que salvaban del medio su cuerpo y su rostro, en el que, si no dabais diente con diente, podíais ver a Anselma, la entenada o hijastra del tío Sabas, pensativa, quizá en el papelito ese de tener que venir todos los sábados, entre sol y luna y según las estaciones, a sentarse allí de posma hasta que se aburría, que también las sombras se aburren.

El tío Sabas la mató cuando estaba viva. Por heredarla el cochino. Siempre la herencia. Y qué herencia. Ni las de los reyes cuando consanguinean demasiado... La herencia era una casa que la amillaráis y no os cobran contribución. Ni de esas era que hoy se llaman hoteles baratos en los que la habitación más amplia es la fresquera. Casa y pozo, porque éste entraba en el lote. Al pozo la arrojó y tres duros dio a un compadre por que le ayudara. Y veintitrés años transcurrieron en los que todas las tardes, como el tío Tiburcio ante el suyo, se sentaba él junto al pozo en cuyo fiemo del fondo yacía la infelizota. Eso son crímenes y no los que se estilan ahora. Pues y el descubrimiento... a los veintitrés años... No lo digo por la justicia, que ésta, gracias a la divina, acaba siempre por acertar, hasta cuando se equivoca. Sino por el modo. Eso de regañar en una taberna y que el tío, el ayudante de los tres duros, vea que el tío Sabas le hace trampa con un naipe [en uno de los juegos que nos ha legado todo un Alfonso el Sabio y que él llama nobles, la brisca] y le denuncie allí mesmo... Pues y eso de irle a prender y encontrarle ante el pozo tan fresco como una rana; y el dialoguito...

—Dinos, Sabas... ¿dónde la echaste?... ¿Al pozo?

—¿Que dónde la eché? ¿Que lo diga yo? Pues tanto interés como tenéis, buscarla vosotros... y no jodáis...

Esto de los pozos...

Con el inexplicable amor a su pozo compartía el corazón del tío Tiburcio otra adoración: la de su hija Sabelona. Esta joven más que mujer era otro pozo y quién sabe si por ello la idolatraba su padre. Gordota y nada fea, se había empeñado en consumirle al papá la paciencia y el dinero, dos cosas en que su progenitor abundaba. El padre queriéndola hacer señorita y ella respondiéndole así, en jarras, pero de las del ánfora rota de la Alhambra...

—¡Tía he salido y tía quiero ser toda la vida... ea!

Todo el mundo ha observado [sin necesidad de leer en nuestro Marañón lo que le trae al espíritu el ser gordo o flaco] que de las mujeres gordas pocas salen feas y, las gordas nos disimulen la herejía, menos salen buenas. Tienen unas características tan suyas... El demonio del tiroides... Pero Sabelona se gastaba el lujo, y era el único lujo que se gastaba, de añadir a su natural obediencia al raquitismo de esa glándula, el desesperar al tío Tiburcio. Si Rusiñol conoce a ésta no hubiera escrito su novela de la mujer gorda, no...

Que no se debe ni puede, al hablar de las mujeres, reducir sus condiciones espirituales a un común denominador; pues, una por una, son mucho más complicadas y entre sí diversas de lo que ellas mismas creen.

Y no es que la niña [niñas son las gordas hasta que estallan] fuera anormal; es que no había horma para su realísima gana de que ni Dios ahormara su bonita cabeza y una voluntad que estaba... indicando un precoz desarrollo del lóbulo occipital [según Kaes] y que estaba... pidiendo [lo quieran o no Rouma, Claparéde o Stumpf] una tanda de palos en ese lóbulo o en otros más blandos.

El tío Tiburcio era incansable en echar en aquel segundo pozo materiales pedagógicos y la borrica se los comía, pero de ahí no pasaba. Le puso hasta profesor de música, tal vez por haber llegado a sus orejas la deliciosa euforia [en castellano trola melífea o que te crees tú eso] de que los griegos amansaban con flautas las fieras. Serían las griegas, que por las que hay en nuestros días entre el Ossa y el Pelión creemos que fuera posible. Y escenas habrá sandungueras, pero como aquellas lecciones de piano y canto... No hay sino traer a memoria a nuestro Cóquilis, su proveedor de notas, viniendo de afeitar, rapar o ayudar en algún parto, a darle lección a Sabelona.

Sentada sobre Eslava [método de] ¿qué hacer? ¿De qué hablar? ¿De amor? La castidad es proverbial en las gordas... hasta que se sueltan. Además ella adoraba a Justo [como una bruta], palabras suyas. Y por este lado, Cóquilis no encontraba tema ni tono. Por otro, tampoco; porque en órgano no era precisamente un Nebra... ni maldita la falta que le hacía ni en aquel ni en todos los momentos.

—Pero, mujer, estudia—le decía su padre.

—Aunque te tires al pozo—contestaba el crío, apretando más el mapamundi de su corpachón sobre el método de solfeo del mediocre navarro.

Y dale con el pozo. Hasta su hija... Pero ¿por qué había de tirarse al pozo y a qué venía eso? En el pueblo no se oía otra cosa siempre que se hablaba del pozo del tío Tiburcio. [Ese concluye por tirarse a él.] Pero ¿por qué? El tenía la manía de su pozo, como Varetas la de su Vaca, el Arcipreste sus sermonarios y Cóquilis sus estenografías. ¿Quién no tiene en esta vida [su] gusanera?...

Era encantador el carácter de Sabelona en las visitas que le hacían sus amigas.

—Mire usted que es gana de moler esto de que una ha de ser señora a la fuerza...—gruñía rabiosa.

Y en el paseo, escena. Adorable momento en que enchufaba su personalidad rotunda en el primer portal que encontrara y allí... ¡a quitarse el corsé!... Oh, qué resoplidos de liberación lanzaba la guapetona rebelde cuando se veía a sus anchas sin opresiones en la grasa de la cintura. Y en las procesiones... cuando sus amigas estrechábanla en círculo y dos de ellas le ponían el vestido nuevo como era debido, porque llevaba puesto lo de atrás delante... Qué lástima de vestidos... Su amoroso padre los encargaba a la ciudad a modistas de relumbrón. Todo para que se los pusiera al revés.

—¡Tía he nacido y tía quiero ser, ea!

Donosa y memorable rebeldía pueblerina. ¿Había nacido en la ciudad, quiso Dios que naciera en Salamanca o donde Cristo dio las tres voces? Luego a qué tanto presumir... A ella no le salía de dentro el prurito de figurar lo que no [se es].

Apolinar el arriero solía decir que a las mujeres les pasa lo que a las muías; que, tratándolas bien, se hace una legua más al día. Con Sabelona quisiéramos ver al examinador de maridos.

Tío Tiburcio agotó su bondad y debió pasarle algo porque una tarde... el pueblo se salió con la suya.

—¿Eh?—se decían unos a otros—, ¿se tiraba o no se tiraba el tío Tiburcio al pozo?

En él apareció; abajo, bien abajo, inflado ya y morado como el cantueso en flor.

Siempre acertando el pueblo. Es para colocarse de codos sobre el bufete, ponerse la pluma en la oreja como el palillero de hurgárselas el Padre Higuea y darse a extravíos de imaginación.

—Tío Tiburcio se ha tirado al pozo...

—Pchs... Tenía que ser...

Ignoro qué distancia hay de esto al [Estaba escrito] de los suras del Corán.

Mas, en esta resignación milenaria, hay certidumbre anterior, seguridad, de que [está escrito].

Le decían en vida:

—Tío Tiburcio, no le cuide tanto que concluye tirándose a él.

Es increíblemente viva la vida de ciertas cosas como la Vaca del tío Varetas [la Colasa] o un pozo como el pozo del tío Tiburcio... Tenemos, empero, este tesoro en vasos de barro, dice San Pablo, hablando de la luz... En rayo de luz se aparecía Dios a Abraham; de los tres personajes que vio el Patriarca en el valle de Mambré, dos eran ángeles y el otro... un rayo de luz... para que vea el Arcipreste que no sólo él sabe espigar en los libros sagrados. Y nuestro pueblo llama al dinero luz...

Yo os ruego que me perdonéis este galimatías, tanta amonestación y gollerías pertinaces, pero yo estoy enamorado de esta raza mía que sabe hacer proloquios como ese de llamar luz a las perras. Luz son por la que dan; luz por lo difícil que es atraparlas y aprisionarlas en el vaso de barro de que habla ese Pablo de Tarso, tan calvo y tan grande; luz porque escapa pronto al menor descuido y nada menos que a trescientos mil kilómetros por segundo [con un error posible de veinte kilómetros, según mil cien estudios presentados acerca de esa velocidad en cierto torneo de mirones parasitarios del cielo].

¿No explicará esa luz la vida de las cosas muertas o que nos lo parecen? En el pueblo de que hablamos la Vaca, el Pozo, otras cosas inorgánicas vivían más fieramente y se acusaban con un relieve superior a encomio y a la vida misma... ¿Creéis que, si la Eladia, valiéndose de sus sortilegios tan naturales y sus pactos explícitos de iluminismo, hubiera dicho que la Vaca del tío Varetas echaba a andar, no la habrían creído? Llamadme judío judaizante, pero... que me quemen en efigie y lo vea un Llórente, si este poderío ibérico de vivificar Anselmas, vacas y pozos no es de origen hebreo, o mejor, desértico, de esos desiertos del Asia Menor y llanadas pétreas de Alepo, Damasco, Siria, Arabia...

La oración fúnebre de nuestras Cucas, al saber la suerte cruel de su perseguidor incorrompible [el tío Tiburcio fue el único santo varón que no probó las uvas del ahorcado] consistió en decir a... la soga del fanal:

—¡Padre... ya cayó otro!...

¿Otro?... El primero, entonces, era don Gabino, que había comprado el perdón de su culpabilidad dejándoles al morirse su dinero, el dinero vivo, la luz aprisionada, si era verdad lo que el pueblo decía; y sí debía ser, porque nuestros pueblos [lo diremos cien veces] ven como mehones y adivinan el aire y el agua como frailucos de calandrajo temporero.

Ya cayó otro... ¿Qué culpa o tanto de ella le cabía al que tan indulgente era con las flaquezas humanas?... ¿Habrían repartido las Cucas su venganza entre los habitantes del pueblo como por entonces se hacía en los concejos con el impuesto de consumos?... Nos consta que si, en el cementerio, huyó de Onésima don Gabino, cuando la Cuca venía a agarrarse a un clavo ardiendo, aquel respingo no había sido fuga, sino pena. El viejo murió con su secreto y es lástima que nosotros no tengamos el genio de la Eladia o de los novelistas profesionales para hundir los ojos pineales en el pasado del bondadoso arcediano, en aquella prójima que... Dolo non presumitur nisi probetur... Dejemos quietos los tal vez. Lo que sí sabemos es que don Gabino escribió una carta a las Cucas que empezaba así: Queridas hermanas mías en el Señor... y en otras cosas... Y en otras cosas [sic]. Después se hablaba en la epístola... de lo que se hablara y por fin del Concilio de Ilíberis, un Concilio celebrado en el siglo iv, y por cuyo canon 62 se expulsaba a determinada grey disoluta, desarreglada, estragada e his-triónica, de la Iglesia... [Projiciantur ab ecclesia]... y sobre lo que el padre se hacía en la carta ciertas reservas...

El diablo las carga. Lo que sea ya sonará. Que en gangas, añagazas y balumbas de mujeres, lo mejor es esperar a la posdata y todo otro adelanto es dar en el clavo una vez y ciento en la herradura.

Pero permítasenos creer que hay razones suficientes para pensar que, en el misterio del pozo del tío Tiburcio, las cosas estaban menos embrolladas y que Pascasia "no era ajena a esa muerte, debido a que el arrechucho cogido por la Sabelona en el mercado, alteró el sistema nervioso del tonel femenino y, como es natural, el corazón de su padre. Ahí es poco que una sirvienta que comió el pan de la casa y resultó luego hija de ahorcado y ramera de plantel disoluto le quitara el prometido, el marcial Justo, el héroe bizarro que la prometió desposarse sin miedo a dar la vuelta al mundo cada veinticuatro horas sin salir de su cuarto, como otro De Maistre.

—¡Llévatelo si puedes!—le gritó Pascasia a Sabelona, recordándola [con el ensañamiento certero de que sólo es capaz una mujer] la felonía del día en que la arrojó de la casa como un perro...

¡Qué escena para ponerla en música de carácter local y aprovechar el asunto para una ópera española! Tío Tiburcio, que podía ser el bajo, aplastado sobre un poste de los soportales; Sabelona, que era gorda como todas las mez-zosopranos antes del tratamiento por la tiroidina, presa de un ataque convulsivo, congestivo y con reflejos en los centros linfáticos y en las baldosas de la plaza, pues ni la ayuda de Liboria pudo impedirla cayera; Pascasia, la tiple, cacareando su venganza en grupettos y fiorituras de Venus zarzuelera y, como tal, afásica; y el rufián Justo riendo, en tenor amilanesado, apayasado y agolfado, mientras el coro de las canéforas villariegas murmuraba en la fuente de los escalones... Una fuente a la que hubo que quitar la verja y otros recovecos, pues lo que allí pasaba, en los nocturnos, lo dice el profeta Ezequiel en el episodio de las hermanas Aholah y Aholibad [en su celebérrimo capítulo veintitrés] y lo borra la Iglesia con un tizón. Y bueno; si habéis leído ese veintitrés; reíros vosotros de las láminas de Outamaro y del Meursü Joannis elegantiae latini sermo-nis, seu Aloisia Sigea Toletana de arcanis amoris et veneris, libro que es el más horriblemente inmoral y lesbiano que se conoce. Es decir, que no se conoce; primero, por estar en un latín bueno de veras, y, después, porque esa Luisa Sigea era española y de... Toledo. Ah, si nace en Munich...

Se comprende que las Cucas dijeran a la sombra del Cuco su tremendo [¡Padre, ya cayó otro!].

Engaño común de muchos y remedio de pocos, que decía de América Cervantes, es creer que nuestros campesinos se parecen a los demás labriegos del mundo. Quédese el desarrollo de ese asunto como sistema para los faroleros del espíritu puro. No se pueden tomar en serio y no hay hombres que lo sean más. Parecen la quintaesencia de la simplicidad y son más complicados que el Padrenuestro explicado por el padre Nurenberg. Son sabios, locos, sublimes y necios; todo a la vez y formando con todo ello tracerías imponentes de gabletes, nervosidades, ajimeces, parteluces, lacinas y arcos, en un sentido moral todo ese engobe y lacerías. Sin embargo, ello sería de escaso engorro sin la endemo-niana fusión en su sangre de razas que han dejado en las almas el rescoldo inmatable de lumbraradas de algarrobo.

Que posiblemente aún no ha terminado, en el alma de nuestro país, la integración a un tipo de las razas, tan numerosas como de excepcional temperamento, que con sus sangres contribuyeron a formarla.

La raza árabe no es de origen africano, sino asiática, puramente semita. Ahora bien: para el árabe nómada la mezcla con sangre negra es un oprobio. Pero los iberos eran africanos y oleadas de sangre berebere, kabileña del Atlas, de los Tuaregs, númidas y el diablo ahogaron en invasiones sucesivas y densas otros cruzamientos o ligas. De donde el que cree, al tratarles o estudiarles, tropezar con pastores de verso de romance y vaso petrarquesco, topa con beduinos, pero de los más cimarrones de los sbaas, chamares y anazés; el que cree encontrarse ante un terrón mesetario hijo del paisaje [esto de que el paisaje y el paisanaje armonicen, es tan de lance como lo de que todo paisaje es un estado de alma] da de bruces en un judío más hebreo que el que vio Jesús sobre una higuera en famosa ocasión; el que cree entenderse con una máscara ibérica campirana o campeadora, alborota, en aquel pechero, sesenta dibujos de nuestro Antón, Ratzel, Rüppel, nuestro Hoyos Sáinz y Munzinger y cuantos antropólogos queráis añadir.

Un momento más todavía. En el lío de razas que, indudablemente, por esa maestría nuestra en liarlo todo y alearlo todo [ved lo bello de nuestro plateresco y el arte de nuestros plateros] dejamos en América, hay unos resultados que podían, si no satisfacernos, convenirnos para ver si nos explicábamos el ajo, ya que toda explicación parte de una nomenclatura. Son muchos los que saben qué rara cosa es ser gíbaro, cambujo, albarazado, barnocino, coyote, gentil, chamiza, calpamulato, que es hijo de zambaigo con loba.. Pero ¿qué es ese Tente en el aire, hijo de calpamulato con cambuja; o No te entiendo, producto de Tente en el aire y mulata; o Torna atrás, flor de No te entiendo con india?... Pues sin broma que se acuerda uno de esto al andar por esos andurriales no a busca de tipos, que eso es zonzo y no deja nada en el alma, sí viviendo entre ellos.

Bueno; todo esto es fácil consultarlo en cualquier libróte o biblioteca de Arcipreste, lo que es dificilillo [prosiguiendo en nuestra tarea de ver sin necesidad del barreño de Eladia la gentecita del pueblo] es empaginar en qué empleaba su tiempo y fortuna magníficos la dama que arrojó a la delicada Abilia, señora doña Sinforiana o la Sinfo, como se decía en aquella casa memorable para economizar hasta las letras del patronímico.

Véase su labor en dos palabras: ahorrar todo lo imprescindiblemente necesario para vivir y no morirse; tener cria* dos vivos y no alimentarlos; convidar a almorzar o cenar a sus parientes y como a la servidumbre [que así se dice entre nosotros según principios del jus gentium y cánones del jus civile y Georges Scelle con todos] dejarlos satisfechos con la visión de una comida a lo Camacho que pasa íntegra a la alacena de cierros [convidar a comer fue siempre invitar a hacer penitencia en la raza]; y educar a su señor marido don Cipriano o Cipri a tan alta escuela que ella misma llegara a horrorizarse de la doma.

A pluma [porque pensar tuviese uno siquiera al colodión, algún daguerrotipo de los que Desderi y Gautier hicieran a sus padres, era pensar que vino a los Madriles] he aquí su retrato. No sin advertir que no la trataremos tan mal como Boedo a Isabel la Católica en El Contraquijote por mucho raro que encontremos en ella. Y su retrato era éste. Limpia como los chorros del oro, déspota a la fernandina y fea a la fernandina también, porque cuidado que era feo aquel séptimo de los Fernandos por fuera y por dentro, chata, amorcillada o morcilluda y bajita sin opción, por serlo, al elogio de las mujeres chicas de Juan Ruiz. Visto a una luz determinada [como los retratos en las placas antiguas] este cromo de campesina tenía una teta de menos, percance no debido, como pudiera esperarse de ella apenas entrevista, a que también se le antojaba economizarse a sí misma, sino a un hermanito que de una patada o coz la cegó esa fuente de vida por no haberle querido cortar de cierta hogaza un rebojo o rebanada.

Esta obra del paisaje castellano era realmente maestra. Había que verla en la cocina, en la tarea de hacer unas sopas de ajo. Ni aquellos personajes que pintaron antaño los valentismos literatos de la Gran Epoca, cuya riqueza de palabras vamos perdiendo por miseria que no por derroche [queja noble la de Capmany, que la mayor y mejor parte del idioma se pierde inusada], hombres de letras de cuando se decía la verdad de lo visto porque nadie hubiera aguantado la mentira ni bien escrita, habrían soplado a la olla o sartén con más sindéresis lo que birlaba la Sinfo.

Ocurría 1? cosa como si, frito el aceite, no se debiera echar más en él. Después con el objeto de no dejarle crudo arrojaba un tropezón y le pescaba a escape no se torrase o tostase el pan. Luego le guardaba amorosamente. Y al cabo de los días del milagro de las obras y de los días [que decimos los que hemos leído a Hesiodo, en el bachillerato], con estos corrusquillos torreznos y con ellos solitos componía un plato de su invención que se llamaba tropezones con patatas, por no andar lejos un saco de ellas que no por maridar en la combinación.

En cuanto a la vieja añagaza de meter el trozo de tocino o de carne amarrado de un hilo en los pucheros y, robada parte de la sustancia, ponerlo a buen recaudo para que volviese a sudar grasa las veces que fuera menester, eso tan viejo en las historias [que lo son, que no son cuentos, que Barrionuevo no mentía] lo hacía la Sinfo nuevo y con ilustraciones. Pues su Cipriano o Cipri, que estaba siempre de manifiesto, como el Señor en su Tabernáculo desde el Concilio de Trento, y al margen de los despilfarras, solía exclamar a la vista de los desperdicios:

—Mira, Sinfo, que lo que no gastas en carne lo tiras en cuerda. Anda con más tiento.

Y eso que hacía que la grasa y la carne hacíalo también con los chorizos, longanizas y rosarios matanceros. ¿Y quién tuvo de estas menudencias y golosinas porcunas mayor surtido? Ni en Cantimpalos, ni en Candelario, ni en el propio Jabugo de la serranía de Huelva existieron en jamás de los jamases panoramas de techumbre semejante. Mirar el techo de aquella galería larga como ala de penitenciaría o panóptico, que dicen los que han estado presos en los tiempos de Grecia, era darse a todos los diablos.

Porque si se ojeaba con hambre aquel artesonado vivo del saladero o despensa, en el que las carreras, lacunares, almorabes, haces y zapatones de la viguería se descolgaban en estalactitas y columnas carolíticas de tripería rellena, embutidos, farinatos, lomos, chicharrones, pemiles, morcillas, embuchados y teorías [pitagóricas, no aristotélicas] de salchichas, la gazuza se resolvía en odio a estos despojos del animal a quien Moisés y Mahoma tuvieron tanta ojeriza.

Que junto a una sobriedad de resistencia incalculable, coexistiendo las tres al parecer Inconciliables cualidades, ha poseído la raza tacañería de pesadilla y esplendidez de manirroto.

Y si se miraba sin hambre se despertaba una voracidad insaciable e insaciable por dos motivos; el segundo, porque allí con la Sinfo y Cipri no cabía el socorrido y por siempre alabado sea medio de nuestros arrieros modernos. O séa-se, el de lanzar vigorosamente a las alturas opulentas gatos que se prendan de uñas en las cochinas cadenetas y la ley de la gravedad se demuestre una vez más cayendo morrongo y chicha, lo quieran o no lo permitan las modificaciones de Seeliger a Newton.

Allí no cabía ese medio ni algún otro, sino simplemente el entretenimiento de presenciar el genio hidrométrico y barométrico de la tía Sinfo que, con una percha, dentejón o almocafre de los artefactos que se dicen horcas de trilla, pero muy varal, corría, en los andariveles y varillas, este rosario, aquella sarta, esotros collares de butifarras, morcillas o embutidos, más cerca o más lejos de un juego de ventanas sin barrotes, pero doblemente alambradas y que se parecían a los ojos de Dios en lo de estar tan altas.

—Este viento le irá bien a éstas—decía—; este sitio ni pintado para éstos; aquí se orearán a placer los codillos; de costadillo no les vendrá mal el aire a estos lacones; las mantas tocineras, así.

Qué olor, qué olores revolvía aquella criatura con sus trabajos de acarreo, cambio y oreación. No, no son siempre ciertos los métodos de Paulow cuando a doña Sinfo la boca no se le hacía agua y el estómago, segregados los jugos correspondientes, le pinchaba para que embaulase algo de aquello...

¿Y el jueguecito de emperchar un jamón trasero, momificado y salitroso, que parecía chacina o cecina pintada por un impresionista luminarista [de cuando se le robó a la mamá naturaleza el secreto de que la luz es la que pinta lo que queremos pintar nosotros] y ver a la Sinfo sacarse del moño ensaimado una horquilla, hundirla en el pemil, bien trincado por el garrete por si se iba solo, y pasárosla luego generosamente por las narices, metiéndoos por ella un olor como si la horquilla hubiera atravesado las entrañas del marrano celeste de San Antón?...

Mas toda cicatería es naturaleza muerta [como los pintores llaman a ciertos pares de pichones, nabos, abridores o besugos que antes de comérselos se colocan ante el caballete de modelos] comparada con la de Cipri, cuando a la hora de acostarse sus gallinas, metíase entre ellas y por toda la casa se escuchaba el alboroto antipático de esos avechuchos sorprendidos y enfadados, sin que la costumbre de hacer con ellos lo mismo cada atardecer les hiciera resignarse.

—Ya está el amo—gruñían los criados a cepos quedos— hurgando a las gallinas en el culo.

Y al que la extrañeza le moviese la voluntad de saber, escuchaba esta impensada contestación:

—Es que el tío Cipri quiere saber cuántos huevos le pondrán mañana sus gallinas y los está contando la víspera.

—Hum...

—Y que no marra uno; acierta los gallados, los de galladura y los que saldrán hueros.

Lo que no obstaba, y echemos por delante imparcialidad y franqueza de la tierra, para que este rico matrimonio [cuyo hijo Ubaldo había heredado y elevado al cubo tanto dechado de méritos] en las festividades de repique doble y días feriados de campanillas o de cascabeles llenos de oro [como los que para él hacía llenar otro de la casta de Ci-pri, Cristóbal Colón, a los indios de la Española] invitara a la mesa a todos los que en su día habían de heredar a tío Varetas, Padre Higuea y heredarlos a ellos mismos si se les desgraciaba el Ubaldito, a pesar del saquito con tierra de Jerusalén y evangelios cosidos que traía siempre entre camisa y pecho. Entonces la gran mesa del comedor de arriba era imagen adelantada de los banquetes que en el cielo sirven los ángeles y servirán a los que aquí padecieron hambre y persecución por la justicia, frase ésta no mía, sino del propio Señor, que tenía sus ideas acerca de los maridos como el de doña Alfonsa. No yo, pobre de mí, bien lego y timorato en altas especulaciones, sino Juan Rosadi ha cimentado y en hormigón armado de entimemas y considerandos que la relación entre el Evangelio y el Derecho es la de una perfecta y absoluta indiferencia.

Escrito eso, que maldita la falta que donde está escrito por nosotros hace, digamos que llegaban las familias patriarcales en todo, hasta en lo numerosas [y no lo decimos por reforzar nuestro argumento del origen beduino de estos pueblos que creemos merecidamente olvidado] y lo primero que tomaban era asiento. Y si dijéramos además que es lo único que tomaban se echaría a beneficio de querer amolar al prójimo con asombros que ya asombraron en la picaresca. Pero así era y que lo vamos a hacer si esto no es nuevo o llega tarde a la literatura.

De ello, en verdad, no tenía arte ni parte Cipri o la Sinfo, que en tales días, y por mor de la querencia de sangre de la que son muy sanguijueleros de limeta, le daban un tiento de muerte a su peculio. Si no comían los comensales, achaques son esos de remilgos y miramientos ancestrales que tan alto hablan de la buena educación de nuestros antepasados que ya inventaran en su día la palabra sin par en las filologías, remirado, y reglas que ordenan ser parcos y no puercos en las casas ajenas, y sobre todo si algún día pueden llegar a ser nuestras. Y no vaya a creerse que no comían para luego heredar más; ni tanto ni tan calvo como a San Bartolomé pintan. Sino que haz lo que vieres, que si se equivoca uno la culpa va entre dos. Y lo que vean era que al pasar las colmadas fuentes y humeantes cazuelas a manos del ama ésta con el trajinar de la hacienda les hacía asco y pucheritos de labio y se las pasaba al paterfa-milias Cipri, que, por no ser menos que su costilla [dígase costado que así está en hebreo en el Santo Libro y le va mejor a la mujer] o no dejarla mal, sacrificaba al buen régimen matrimoñesco y a la idea de apareamiento castellano que tuvieron siempre los escribas, su apetito. Y dado el tono ¿quién es el majo que lo pierde?

En vano la tía Sinfo se desgañifaba y decía a sus deudos.

—Pero no me andéis con cumplidos... Porque yo no coma...

—Estaría bueno... Anda tú, Ubaldito, da el ejemplo.

¿Ejemplo? Todo un Tratado. Ni el Calimna et Dinna, ni los libros de don Juan Manuel, ni cualquier libro de Geometría de cuando Euclides a todo pasto, traía más número de ellos.

Ubaldito se volvía de lado y alejaba de sí la tentación de todo pecado de gula.

Si no eran cumplidos, es que... no tenían hambre.

Con profundo pesar se iba, como en todas las fiestas de todos los años, la espléndida comida enterita a la cocina. A no ser que ocurriera que, como el diablo todo lo añasca, invitaran o se invitara él mismo, algún forastero que, por ser de otro pueblo, se creía con derecho a ciscarse en las costumbres de otro [que así somos acá y aún pienso escribir de ello un tomo aunque me lo lea yo mismo]. Cuando tan gran nublado acontecía, oh qué dolor de retortijones cohibidos verle comer a él por todos y con más ganas si le habían puesto al corriente y lo echaba todo a ocho aunque no se vendiera. Qué miradas esquinadas y esquivadas, qué suspiros ahogados, qué disculpas tan mal disfrazadas. Y el tío bruto de fuera, tragando y regoldando y añadiendo ceros a la existencia de aquellos seres que se veían obligados a bailarle el agua, no hubiera por allá algún poeta de esos que descubrieron las leyes de la hospitalidad en seres semejantes y les fastidiase.

—Echese un poquito más, coma, que para todos da Dios...

—Es increíble el estómago de ciertas gentes—le decía en voz baja doña María la de los Tufos a la Sinfo—; si pudiéramos verle con un cristalito.

Eso si el de fuera no era de añadidura o yapa un vivala-virgen deslenguado o flojo de muelle, que valido de su compadrazgo o parentesco no azuzaba y desazonaba a las chicas.

—Oye, prima, parece que has vuelto el vestido lo de dentro fuera.

—A ver si vamos a ser como vosotros por allí tan derrochadores.

—Bueno, primita; pero al año que viene, como no te lo pongas de canto...

Esto y otras cosas o pullas atribulaban a las dulces criaturas como Pánfila, flor y fruto de ellas, alguna de las que tenían que sufrir aún más con los suyos propios.

—Todo lo que gana Medardo lo vais a gastar vosotras en perifollos.

Perifollos... Un traje al año. Y qué traje, casi la estera que le pone a la Egipcíaca de ombligo abajo nuestro grande Mena.

Sabiendo que no comerían, que no tenían que comer aunque les metieran por los ojos los platos cuencos o vados, iban las familias y guay de las que se abstuvieran o pusieran reparos...

Por fin, la Demetria la leída y escribida Demetria; claro está que con su cría el Emerencio y a remolque de su oíslo Medardo, el anteado y bermejo tío Medardo de la veta madre de la Sinfo y con sus ribetes de arrocamiento en serlo más que ella, cuando realmente era su achiperre o falderillo, cosas que de las dos tenía el tío de las lacias crenchas brunas.

La rareza de tipos y de costumbres es menos fuerte en intensidad e interés y menos curiosa su constancia a través de tantos cambios e infiltraciones y cruzamientos de esto o de lo otro que la impensada sujeción a la ley de almas tenidas por liberadas de ella.

Tipejo más arrayán que este manchón zarco o cayadón de serna para modelo de pegujalero del tiempo de las pre-máticas, ni en las cédulas de fueros o la concordia de Medina del Campo, ni en los privilegios e ordinaciones de offi-cios obratges jodíos, de pelliceros, tapineros, reboleros, chapuzadores, cuitelleros, buidadores, peitraleros y panice-ros, en las viejas confrarias.

¿Estás suelto de mujer?, preguntaba San Pablo [uno de los hombres que más hondamente las han conocido y al que ellas deben estar más agradecidas]... Pues no procures mujer, contesta el que aconsejaba [en el mismo capítulo séptimo de A los Corintios] a los hombres se quedaran como él; es a saber, solteros.

Por no leer esta Epístola, libro Becerro del Hombre, el señor Medardo quién sabe a lo que se expuso, pues de la tía Demetria, a la que todavía sentaba muy bien la rosca en la nuca, si no de corrobla y chapucerías de sobrado, lenguas golfines comadreaban que... vamos... algún desliz... Las Cucas, Agueda que sirviera en la casa... quién sabe... Y que no del todo debían ser tejavanas estas cominerías de tenada y corral lo predicaba ella misma tomando el pendingue cuando la petaba o mirando lo que era su antojo, de pasmarota en el zaguán de su casa y no detrás de celosías, sino en el umbral y con su bata larga del tiempo de los verdugados y mangas de ángel caído.

Sólo a una cabeza que tuviera todavía algún pajarillo extraviado, si es que el tal no era canario, se le podía ocurrir la usanza de aquella bata de tela o lama de obispo con onzas de ley en lugar de botones. El Arcipreste Higuea, que por estar [loco] le gustaban las cosas raras y sobre todo las locas, se pirraba por echar un párrafo con Demetria. Y válame Dios que hacían estampa bien tintada los dos idos en aquel portón solariego con sus querubes y tenantes, golas, cimacios y emblemas nobiliarios, con su iglesia aledaña y la calle estrecha con aire de ghetto o alcai-cerías o algo por el estilo. Cuidado que hacía bien cerca de la sotana arciprestal la bata damascena. Líbrenos el Señor de sacarle punta al cromo, que estos lirismos hieden ya, mas acusemos que así ocurría. Y limosnera como ella sola de dinero y de especies que, hablando con el Arcipreste, buenos saquitos de judías o paperitos de manteca se llevaban las necesitadas rabiara o no Medardo.

Pero allí, en casa de la tía Sinfo, doña Demetria apagaba como cada quisque, de tres velones dos y hasta la llama libre de los grandes ojos negros se quedaba en lamparilla de noche y toda parecida a María, no nuestra Señora, que se le parecía poco, sino a la de los Tufos, doña María Garnacha Padilla y Venegas, una de las criaturas para la que inventaron los etcéteras los especialistas en elisiones, suspensiones y reticencias. [¿Habrá algún signo o símbolo que diga más cosas o se lo crea y tanto monta que una etcétera o par de ellas?] La ricachona, porque esta señora tan señorial sí que tenía cuartos..., allí se estaba calladita siempre y siempre [en sí] como una idea alemana, imagen llena de gracia, no de la de las Avemarias, sino literaria, pues tipo y edad permitían creer que la [tal idea] hubiera venido con los flamencos que en mal hora trujo a estos los no sus reinos Felipe el Hermoso, tan fatuo y estéril de cascos como todos los guapos. Vestía de tapada, pero no de las deliciosas limeñas del tiempo de la Perichola, sino tapada con manto negro, amortajada en vida, y llevaba en uno de sus dedos sortijón con engastadura y pomo, capaz de admirar a un orífice, pues no eran sino dos dientes arrancados de la calavera al que fue su esposo, que también las ideas alemanas matrimonian aunque, como le pasaba a ésta, no paren. Fue siempre cosa rara doña María la de los Tufos. La hubo su padre de Dios sabe qué madre a los no se sabe cuántos años más de los ochenta. Y aunque esto de tener hijos a tales edades es otra razón probadora de la idea fija que tenemos de la patriarcalidad oriental pura de estos pueblos-familias y almas-pueblos no moleremos con eso, sino que añadiremos que el abuelo se permitió el imitar a Jacob y sus congéneres bíblicos casándose todavía después con una su sierva. Y aún esto nos tendría sin sobresalto, contraríe o pruebe la doctrina endocrina de nuestros días, si la tal criada no le diese a la María en sí un susto de torta de Reyes. Como fue que la criada hiciera con la señora lo que ella había de hacer con la Cuca Crescencia años más tarde, o sea ponerla en la calle con muchísimo respeto y requetemuchísimo derecho, y tan en la calle, que sin las providenciales leyes hereditarias en ella anduviera aún. Ya le fastidiaba a la criada eso de ser mandada por la atufada María como una menegilda y un día le largó la historia en el estilo con que arreglan las criadas las cuentas. El viejo se había casado con ella en secreto y bajo orden terminante de guardarlo; de modo que el secreto se hacía la tal, pero allí el ama era ella...

Ahora, doña María, llena de onzas, años y merecimientos, leía sin gafas novelas de las que poseía tres armarios algo más ricos en madera que los del Arcipreste, las prestaba y, en espera de su muerte y esperándola todos, asistía a fiestas como la de Sinfo por ser parienta; y tan de hierro era esta ley de asistencia y de abstención a probar bocado, que doña María en sí, ni agua.

Pero lo de a libra es lo que con el Padre Higuea ocurría en esas comilonas. Pues, siendo el Arcipreste el famoso e imprescindible descastado que Dios Nuestro Señor pone en las familias para probar a romperlas [y El nos perdone ese infinitivo tan poco teológico y el otro pecado que vamos a cometer añadiendo que...] no siempre con éxito, allí le vierais en cuerpo y oh miserabile visu, que decía por el siglo v nuestro cristiano poeta Prudencio, en alma también. Pero no con la que Cóquilis veía en la mesa del dictado, ni siquiera con la que veían las Carmelitas en la camilla del chocolate, sino con... una nueva, la de todos los de su familia.

Tan rebelde como era y ni pellizcaba capricho ni se atrevía..., a qué diréis, a... beber su vino. Y allí estaba el vino delante de él con la humildad picaresca con que el vino se pone delante y que ha heredado de su madre la uva y que es proverbial en los hijos de... padre desconocido. Y quieto se estaba en la cristalería de alfar levantino y en los cacharros cuencos más bellos que pudiera soñar, vasijas y potes de frita talavereña, vasos y botecitos con sus contornos en relieves pincelados de orofrés y barnices traslúcidos.

—Pero, Juan, bebe...—le decía doña María en sí...

Y, oh prodigio, don Juan alejaba de sí el vino con amplio gesto de obediencia interior a... ¿A qué? El cosmógrafo Abraham Ortelio en [Teatro del orbe] y nuestro Cervantes [en el XXIX de la parte segunda del Quijote] dicen que, al pasar la línea equinoxial, se pervierte el carácter de las personas, mueren los piojos y se extingue en las almas el sentimiento del deber. ¿Qué línea equinoxial pasaba durante esas fiestas el Arcipreste? Apoyado el breviario en un trozo de hogaza que le servía de atril, mascullaba las letras de los Salmos que, de vez en vez, y como si le oprimieran la tripa los diablillos de la vid, brotaban de sus labios en achuchones corridos y altibajos grotescos. Porque hablar de algo o contestar a algo, ni jota.

Y este hombre de roble, que doblegaba aunque solamente fuera las ramas al viento que soplaba de siglos atrás, era quien [un día] había exclamado al conocer la azotaina y venganza de las Cucas en carne de los suyos:

—Las Cucas... Nunca han nacido de madre mujeres que tengan en lo que hacen más razón que esas siete hembras.

Bárbara diversión la lidia hispana de los toros. Pero exa-U gera el padre Guzmán [en Bienes del honesto trabajo] cuando observando, con la impertinente minuciosidad de los jesuitas, que las carnes de toro eran guardadas después de los capeos en las fiestas de Santos, como específicos de calenturas y remedios contra los nublados, los de sus entendimientos, exclama malhumorado, remedie el Santo por su clemencia...

Buena, pero buena falta que les hacía a los parientes del tío Varetas un trocito de esa carne de

Que una vez más puede tenerse como seguro que a gato viejo, ratón blando. Sin que eso pruebe que el ratón blando no pueda comerse al gato viejo.

toro [que según el Padre Guzmán alejaba los nublados de los españoles], porque el que se les echaba encima era de los que sólo Santa Bárbara, Pa-trona de los artilleros, podía alejar, aunque la buena santa nunca tuvo en vida que ver ni con artilleros, pues no se había descubierto aún la pólvora, ni con los truenos de la meteorología...

Ayudar a bien morir a un pariente rico al que forzosamente nos obliga la Ley [que para todos reluce cuerno el sol, que dice el Sabio de Las Partidas] es uno de los trabajos más cizañosos a que Dios puede condenamos y no sino recordar la agonía de don Gabino. Algo que en nuestra carne es greda o arcilla no arable, se petrifica allí lo queramos o no, y nos habla aunque nos tapemos las orejas en el fiero lenguaje de todo el nueve del Eclesiastés.

Anda y come tu pan con gozo y bebe tu vino con alegre corazón, gruñe el siete del IX de ese libro implacable. Los muertos nada saben, dice antes [en el cinco] el levita irreductible. Los muertos nada saben... Qué grande es eso... y qué olvidado de los vivos que en estos nuestros tiempos se preocupan tanto del más allá.

Mas para ayudar a bien morir, lo primero que es necesario es que el pariente que se está muriendo quiera acabar de morirse [en nuestra raza un ser puede morirse y acabar por morirse; vale la pena anotar esto] y, además, quiera buscar su casa propia para morirse dignamente y en el lecho de su casa. Que esto es muy bien visto por todos y revela orden en todos nuestros asuntos, y no le dé como al tío Varetas el capricho de parir sentao como en plebeyo eructo o regüeldo decía Cóquilis, significando con su bellaca despreocupación de las buenas formas que tío Varetas recibiría la muerte en pie, viejo gesto de la raza ese de recibir en pie la muerte que ya vio Víctor Hugo cuando en vez de copiar a los franceses como hoy pasa nos copiaban ellos a nosotros, que es lo que debe ocurrir siempre.

Gente es o era, que en ello hay varios textos, la española capaz de recibir en pie la muerte y hasta la del marido las mujeres, como latamente está escrito de la Católica. Pues sabido es que, para que no se muriese del susto de recibir la noticia del fallecimiento de don Juan su hijo, la dieron primero el del esposo; con lo que, ya animada, pudieron a la sombra de este natural descanso fastidiarla lo que quisieran, seguros de que la satisfacción anterior arreglaría el resto, como así fue, lo que es a no dudarlo de honda doctrina y aprovechamiento.

Y gentecita es la ibera, si nos pinchan, hasta de morirse cuando les da la gana realizar esta última necesidad. Pero tío Varetas apuntaba más alto y por las trazas donde quería recibir la muerte era... en casa de las Cucas. Quién sabe si le habían chivado al oído que la muerte es cosa seria y que por serlo gusta poco de entrar en sitios inmorales y tratar con relajados espíritus; como cualquiera puede comprobar, observando el mucho tiempo de más que viven todos los viciosos, licenciosos, desvergonzados e inverecundos, genízaros y gerifaltes. La muerte no perdona, porque no la dejan y es muy aristocrática. Lástima que este pensamiento no sea de otro... y añadir un nombre más.

Como difunto honorario, tío Varetas lo estaba tiempo hacía, pues era uno de esos enfermos ibéricos de los que otros iberos como ellos dicen que son cadáveres que andan y a los que sostiene sobre su peana algún raro engobe ferruginoso o plombífero como olla de Alcora o de Manises. Pero en este caso concreto el hierro de la mezcla o goma o cola carpintera que envaretaba al viejo era su sacratísima voluntad de hacer antes de morirse todo el daño que pudiera y verlo él mismo en cuanto le fuera dable, deseo a todas luces perfectamente potestativo y que durante su existencia constituyera su método de proceder.

Veinte siglos antes que sus teólogos había descubierto el Rabbí galileo que el hombre no era naturalmente bueno ni artificialmente malo, sino que era regular; ni frío ni caliente; tibio. E inventó la Gracia, no la que hace reír o cosquillea el alma, sino la que entre otras eficacias profundas tuvo la de dividir a los sabios de la Iglesia en dos bandos, que no se han puesto de acuerdo ni en nuestros días, y eso que ya era hora. Pues bien: sólo la gracia divina [la del propio Jesús, no la incolora de sus comentaristas] y sólo ella podía ya tocar el corazón del tío Varetas y devolverle la palabra de honor [honor, honra, nuestro lábaro de raza y froga carnal] que a sí mismo se había dado de matar de un susto a toda la familia sin excluir de ella ni a las Madres Carmelas, que luengos años hacía se consideraban por muchas razones ociosas y que sólo de soslayo y del lado del Padre Higuea pudieran interesamos, del tronco de la parentela secular.

De que esto último no era cualquier burlería o intempestiva invención de nuestra pluma dan fe estas palabras arrancadas al estoico pecho del Arcipreste, un día en que el rebozado soca de Cóquilis, que volvía de una autopsia [en la que a falta de sierra eléctrica tuvieron que usar el leta-mendista y él su navaja de afeitar y el escoplo] le dio como hecho que la Vaca del tío Varetas, si no lo remediaba Dios, se iba como los duros de don Gabino camino de donde viene... el aire.

—Este bruto de hermano me va a matar del susto a alguna Carmela.

El memorable proceso de aquel jaleo fue como sigue a renglón seguido, salvo omisión voluntaria.

¿Quién era el majo que se atreviera entre los deudos que, muerto tío Tiburcio, cargaron con el espionaje [los grandes herederos no salían de las Cucas y hacían lo que Vareta, sin ocuparse de él] a ir a la casa de las uvas por el alcalde? Rondaban, eso sí, y sin cachirulo ni guitarro, lo que quiere decir que no era rondalla baturra ni parodia castellana [nada se copiaron en Castilla tanto como las costumbres aragonesas, debido... al tanto monta de los Católicos] y aquella ronda callejera de obligados y ofendidos, si no espiones o perquisidores garnachos, andadores salsosos de pardomonte que nunca se habían visto merodeando covachas de pindongas hurracas, tenían un miedo cabritero a que les viera algún aijuma del lugar. Así andaban los pichichuelas de ojerosos y orejudos. Había que verlos cuando alguna de las Cucas [fuera de la Onésima, que no la separaba del tío Varetas el canto de un duro... de don Gabino] les sorprendía en su bisoña trapaza birlonga de escuchas y se les cuadraban con todo eso que saben decir las señoras mujeres a los matalascallando y regateros, más cuando se pudre en el bodrio alguna rencilla.

Hay que ponerse en su lugar. No en el de las burdela-rias, sino en el de los rumbeadores a cuerpo limpio y probar a imaginarse a los pazguatos comensales de tía Sinfo y Cipri al lado de los que éstos eran pólvora, convertidos en corchete de un santo oficio de guipar si salía o no y dónde iba a salir de un cuchitril de galochas el hombre más rico en cien leguas a la redonda, máxima autoridad de la población y con las boqueadas de la vida.

Era para quedar mal de la chaveta considerar que un avaro terminara su existencia de tan desusada y descomunal manera y que no sirvieran de nada ante el Señor los rezos de las carmelitas. ¿Se producía el embrujamiento del padre Gabino y triunfaban las Cucas de lo imposible completando la venganza más completa y rara que soñara un giboso?

Poco a poco, sin prisa, las villarinas y damas de cazuela habían roto lo que docenas y hasta centenares de años no pudieron relajar, pueblo, familias, pasiones, pasado y nervios bien hundidos en sépase qué limos. Las atizacandiles lo estaban consiguiendo todo con la venta de su honra de zarrapastrosas y convirtiéndose en vírgenes gladiatorias, en pécoras y zolochas sin escrúpulos. Hombres calletrudos y reciamente chapados a la antigua, cayeron calentones en brazos de las quincalleras de su dignidad. Era para apoltronarse y desconfiar de la divina Providencia eso de que, porque ahorcaran a un asesino y echaran a la calle sus cachorras, todo un pueblo hubiera de amodorrarse y someterse a las perdularias.

Pero con todo ello, que con la mitad sobraba para un cólico colectivo de razón comunal, tío Varetas ni acababa de morirse ni salía de casa de las Cucas. Y menos mal que la Vaca estaba bien guardada. Ahí era de repelón cargar con ella. En cuanto al secreto del encierre, con echar abajo los muros ya se encontraría la clave. Buenos abogados hay por esos sitios y todos estaban acordes en tranquilizarles, puesto que la ley velaba por ellos.

En el estudio de la mujer se ha ido ya bien lejos; pero, en la psicoanálisis de su sexualidad, ¿se ha encontrado definitivamente que sea esa su «razón de ser»? ¿No existirá en la mujer otra y... aun otras «razones de ser»?

Mas a ley obedeciendo y los ojos en la huronera se vio un día un espectáculo inaudito que sacudió la galvana sentimental de la población toda.

El tío Varetas, acompañado de las siete Cucas y Teodo-sio el viejo mayordomo detrás como perro, recorrieron en amor y compaña los lugares céntricos del pueblo, llegaron a la casona del regidor, en cuya puerta bufó éste a policía, alguacil y guardia, se entraron, se encerraron y salieron las Cucas cuando les dio la gana. Dejando tío y Vaca dentro, pero con el alboroto, bulla y risotadas que [ahora] acostumbraban las [siete plagas del Egipto] cuando solas o juntas las siete pendoneaban por la población desafiando y gozando a caño libre de una inmunidad que aquellos escoteros, gazmoños y cagotes podían soportar, que habían comprado harto cara, pero obtenido al fin y con copete increíble.

No es entregándole a la gente lo más noble y profundo de nuestro ser como la gente se doma o inclina, es entregándole honra y vida como [a cambio, siempre a cambio de algo] os dan el permiso de tomar de ellos lo que queráis. Y entonces, cuando tenéis ese permiso, ¿de qué sirve, qué es lo que podéis tomaros? ¡A precio de qué lo habéis pagado!... ¿No vale por desventura más el sacrificio hecho que la venganza?

No creemos pensaran ni en eso ni en nada. Cada una tenía [su] alma, pero su pasión las había fundido en haz. No pensaban aparte ni procedían cada una de por sí. Se habían acostumbrado a obrar y arroparse su esfuerzo como en rebaño. La victoria había soldado todavía más, si eso era posible, su sentimiento de cohesión. Y al marchar [ahora], por las calles y plazas, rumorosas, alegres, tenían más de colegiadas sujetas a un regocijo previsto y uniforme que de explosión de venganza de cada una de ellas.

Las miraban aturdidos. Parecían haber pasado años, muchos años sobre las hijas del ahorcado, no en la edad, que cada vez estaban más bellas y más jóvenes, sino para los mismos que un día las insultaron con los más bajos e inmotivados desprecios.

¿Sentían ellas el abismo moral de estas gentes que sellaron su boca cuando vendieron ellas su honra? ¿No era [ahora] y no [antes] cuando el pueblo debía abrumarlas con los dicterios más espantosos dentro de su espíritu mojigato y embustero?... ¿Por qué no lo hacía?

Ocurrió que, pasado el estupor primero, las Cucas habían hallado gracia o, como dice mejor nuestra raza, [caído] en gracia del pueblo. Su gesto debió colmar el aborrecimiento colectivo y obrar impetuosamente, echándolas del todo, sepultándolas en la desesperación total.

No fue así. Fue todo lo contrario. Al pueblo le pareció bien. El ahorcado se olvidó. Y eso de Cucas sonaba a... pecado; pero ya era otra cosa. Eso se perdona en la raza siempre. Ah, sí, es muy granuja, dice el pueblo ibero, pero es tan simpático...

Ellas por su parte usaban de su triunfo como en un arrebato o ceguera que les vedaba otras represalias serias que las que ejecutaban dentro de la casa. Las letras de imprenta no se fundirían de rubor si revelaran los sucedidos de la mancebía, pero el rencor llevaba a cabo una labor tan prodigiosa, que el placer carecía de importancia. La misma Cheira, Martina, se hacía sus consabidas cruces, preguntándolas:

—Pero, mis hijas, ¿dónde me vais?

En cada una de estas hijas de la Martina el corazón, hecho pedazos en el choque lascivo con los hombres antes de amarlos, no perdía el tiempo en reconvenciones y lloriqueos íntimos. Todo el poderío sexual de que era capaz su sangre joven, virgen de amores, se fusionó hasta desaparecer en el ímpetu de su venganza. Como en la Leonora del [Celoso extremeño], por no tener experiencia de otros no podían encontrar ni desabridos ni gustosos los galanteos y cariños de los hombres. Aceptaban los que venían, que a su vez habían de tomarlas como eran y someterse a ellas. Mas ellas no les buscaban. No sabían hacerlo, ni sentían eso. No eran rameras, ni sabían serlo, ni acertaban a serlo, y si eso es posible en esa raza y tal vez más profundamente que en ninguna, allí un camino era el de ambas, que dice Ezequiel en su prodigioso [veintitrés] de sus visiones, pero no aumentaron sus fornicaciones cuando vieron pintados hombres en la pared, imágenes de Caldeos pintadas de color...

Uno y otro día, solas o en su gracioso montón de beldades, ante el asombro nunca gastado de los bufadores de ayer, hogaño abartolados, zorrinos u hocicudos, fueron y vinieron, salieron o entraron en la casa de Varetas cuando y como lo tenían por conveniente, sueltas de manos y de lengua y no bajando humos sino ante la Parroquia, única puerta que permanecía cerrada para ellas.

Sólo ante aquellas puertas vacilaba su altivez y mordían la risa de los gruesos labios.

Ningún arcángel con espada flamígera. Por no haber, ni ostiario. El que lo era de nómina, aunque no de órdenes menores, el gran Cóquilis, tocaba el piano de manubrio en las curiosas saturnales de la casa de las uvas. Pero, aunque aquellas puertas estuvieran de par en par iio entraban. Fue lo único que no se atrevieron a forzar jamás.

A poco de abrir en su carne, por espíritu de venganza, la herida que no se cierra nunca, fueron a la iglesia, y el Padre Higuea, él mismo, las echó de la casa del Señor. Qué vozarrón el del Arcipreste, qué gesticulaciones, cuánto latín, cuántas sillas rotas...

—¡Fuera de aquí, hijas de Belzebú, sabáticas criaturas, proxenetas indecentes! ¡Iros de aquí, excrementosas, estercolarías, putañonas!...

Y zas, pam, patapam, una silla hecha trizas y otra, y un latinajo y otro, y ella, las Cucas y quién sabe si también las sillas, llorando a moco tendido, las manos en los rostros entre la muchedumbre que por primera vez veía la ira del cielo, traducida al castellano por el padre, que una vez hecha esta barbaridad, se rascó el cogote y se arrodilló ante el Sagrario pidiéndole perdón a Nuestro Señor por lo que acababa de hacer.

—Oh, Señor—le dijo sin citar a ningún profeta—, hasta cuando hacéis una bestia se ve vuestra grandeza.

Así le sucedía de dolor y de angustia cuando, de pie o paseante por el atrio de la Inestal, veía pasar a las Cucas, pasar y cubrirse la hermosa cabeza con sus mantelos y persignarse azoradas y detenerse las siete frente a la casa donde se perdona todo por malo que sea, porque para el Dueño de esa casa todo es uno y lo mismo...

Entonces de aquellos labios que, mereciéndolo tanto, no besaría nadie con amor jamás, salían plegarias...

Al arcipreste le daban ganas de correr tras de ellas y entrarlas a patadas en la iglesia otra vez, gritando como un energúmeno:

—¡Rameras de Satanás... ea... al redil de nuevo!

Y ojalá el [loco] arcipreste hubiera obedecido a su loco corazón...

No era sólo el cien veces bueno de raíz padre Higuea quien quería verlas otra vez en la Inestal, era el pueblo.

Las habían cogido miedo. [Ahora] tenían las puertas de la iglesia abiertas y no entraban. [Ahora] preferían que la Virgen pasara ella misma delante de la casa donde bajo un vitral conservaban la soga de un ahorcado. Parecían enfadadas con Dios, y no hay absurdo en creer que fuera así.

Que, entre nosotros, el sentimiento de Dios y de la verdad no es el mismo en la mujer y en el hombre; pues, mientras éste no teme ni elude su encuentro, la mujer emplea en soslayarlos recursos tan variados como encantadores.

En las razas orientales la mujer entiende y siente poco a Dios. La entrada en las mezquitas les está prohibida. En la misma iglesia se condiciona su presencia con exquisito cuidado de que no se den cuenta, pero con mandatos de cubrirse los cabellos y otras veladas advertencias. Se ha puesto en sus manos devocionarios para que recen lo que los hombres han creído que deben renzar. Pocos se han fijado que la mujer no reza, la mujer lee; y si repasáis esas páginas pequeñitas y numerosísimas [el libro de psicología femenina más interesante que conozco] os sorprende esta realidad; directamente, la mujer habla poco con Dios... Sin el hijo, la mujer de nuestros días recibiría como la de los siglos pretéritos órdenes de Dios por sus sacerdotes, pero no se la permitirían coloquios con El. Devocionario, devociones, intercesión... mucha Virgen María, la familia terrena del Salvador, los Santos, una continua escala de Jacob por la que los ángeles de todas las jerarquías celestes traen y llevan recados espirituales, pero al fin recados... y un incesante descubrimiento de advocaciones nuevas y adoraciones que se prestan a críticas profundas de hombre; pero que, vistas en mujer, son sencillamente prodigios de conocimiento íntimo de la mujer. No sabe hablar con Dios y la inventan procesiones como a las Cucas. Además de no saber, no debe saber. Y menos hoy que nunca.

En la raza, en esta raza nuestra, inexplorada porque, cuanto más en ella se adentra uno, más silvana y enmarañada aparenta, el hombre no gustó nunca ir a la iglesia con la mujer. Fue y va para no dejarla ir sola...; pero no va a rezar con ella. Ya en la iglesia se queda atrás, se esconde y casi siempre en pie, que en pie rezó a su Dios el español siempre, hasta que le hicieron hincar una rodilla como aún rezan nuestros militares y luego... las dos, como ellas, como las mujeres... Oh, el árabe en oración, de Fortu-ny, cerca de la columna, erguido como ella... Pocas veces entra el hombre en las sacristías si no es a remolque de su hembra. No le agrada la familiaridad cotorrera, dulzona, casera y de extraordinario mal gusto que nuestra mujer tiene con las cosas de la iglesia que cree suya. ¡Qué no creerá suyo la mujer!... Eres mío, le dice al hombre, y se queda tan satisfecha. Al hombre le conviene que crea eso. Pero a Dios no. No existe una santa, una de esas mujeres que poseen la llave del corazón femenino [la más sólida caja fuerte que pudiera soñar Yale] que se atreva a hablar con el Eterno de frente.Tampoco hablan de frente con el hombre jamás. Para hablar con el hombre le rebajan, le humillan, le afeminan, hieren su amor propio; es decir, le nivelan como los niños que, para besar al padre, le inclinan hasta que sus labitos alcanzan la boca. E inclinado, el hombre parece igual. Con Dios no se puede hacer eso. No es fácil besar al Eterno. San Pablo habla de una impetuosidad del Espíritu Santo y un Corazón de Jesús ha venido a arreglarlo todo. Mas Dios y la mujer no se... entienden directamente. El hombre sí. El hombre ha encontrado el medio de hablar con Dios directamente. Y es hablar con él cuando... está solo y la mujer... en la iglesia.

Todo esto no sabemos a qué viene, pero indudablemente puede aprovechamos para sondear el alma de las Cucas sin dejarlas hablar a ellas. ¿Cómo se va a conocer a una mujer dejándola hablar a ella de sí? No hay escritor que no cayera en el lazo ese y tuviera al fin que perderse en las palabras vanas de que habla Goethe cuando no hay conceptos. Siempre aquella princesita de la corte de Luis XIV que, fijándose un día en la mano de una de sus damas, se quedó pasmada al contar en aquella mano los cinco dedos de la suya. ¡Ella que creía que las princesas estaban formadas de otra manera que las demás mujeres!... Aunque el mismo creador del mundo revelara en un libro lo que quiso hacer [o le salió] en la mujer, este angelito descontentadizo se quedaría insatisfecho. Los pintores y hoy los fotógrafos saben algo de eso. Pero... ¿yo soy así?, dicen las mujeres. Claro que son así, porque la luz no miente. Pues... sí; miente. La mujer no es así. Porque el cogollo de su ser es la inquietud eterna y su deber [desconocido por ello, porque si le conociera, no le cumpliría] sembrar esa inquietud, animar la vida. Y cuando acierta con la mezcla, o sea con el cumplimiento de su deber y la satisfacción de no estarse quieta, zas, la mezcla le resulta ¡un hombre!... Todos saben que si el novio es para la mujer un orgullo, el hijo es su única y verdadera sorpresa. Ha tenido el Creador que formar en las entrañas de ese diablo tan bonito y tan raro [algo] que no pueda poner en duda, ni creer que es y no es. El hijo serena el alma de la mujer y en grado mayor si es varón. Y la aquieta porque la sorprende de veras. Argumento de Dios, el hijo no tiene réplica. Después..., después la mujer... vuelve a hacer lo que quiere y a ser lo que es.

¿Qué resulta cuando a una mujer le ocurre lo que a las Cucas? ¿Qué alborotos y absurdos no actuarán en ese corazón? Qué espasmos, qué extrañezas, qué sensibilidades, tan borrascoso como incompleto el todo... A ese imbécil de Bourget, decía Mirbeau, no le interesa otra cosa que la psicología de las mujeres que tienen veinte mil francos de renta... Estas criadas de servir les hubieran proporcionado a los dos un espectáculo psicológico interesante, o sea la aparición de la psicología [los sabios no nos lean ni oigan] en tales almas.

Mujeres y nada más [y ya es bastante] sin calidades ni claridades, sin otra ostentación que la de su raza, o sea los valores de carácter depositados en ella por su raza, fueron desplegando ante los ojos del pueblo sinceridades de personalidad que le dejaban atónito. Es decir, que iban adquiriendo psicología, que se iban complicando. Y en masa, como habían caído.

Ninguno de los putañeros podía decir: Onésima es así; Agueda esto otro; Pascasia aquello de más allá. Se decía las Cucas, y no esta o aquella Cuca. El sacris mismo, que, desde tiempo atrás, tenía o se adjudicaba él cierto derecho sobre Ciriaca, la de los ojos verdes, no salía de su asombro. Triviales, prosaicas, impersonales, como era necesario que lo fuesen, dada su extracción social, y de pronto, todo lo contrario. Qué mancebía ni qué niño muerto. Qué mujeres públicas ni qué historias de pincel. Los clientes de tan extraño burdel estaban hasta azorados.

—Cada día saben más estas mujeres—gruñían.

Cada día eran, en efecto, más religiosas, mejores, más buenas y, a medida que se prostituían, más... así y amárrenme estos machos de las pantorras... ¡más morales!...

—¿Pero dónde me vais, mis hijas?—repetía la Martina una y mil veces.

Y a su gran confidente el sacris le interrogaba:

—¿Tú has visto? ¿Has visto tú, polilla?...

A la Demetria le solía dar explicaciones.

—Mi señora Demetria. Aquello... aquello es un beaterío, una casa de recogimiento. Claro está que duermen con hombres y que lo hacen bien mis hijas, que está el Apolinar que dice que no se casa aunque lo desmiguen; pero ¿quién iba a decir? Pero ¡si allí puede entrar un obispo, mi señora Demetria!

Y como Demetria se encogiera de hombros, despectiva de lo que las pudiera suceder allí aunque su hijo y su

Medardo...

—Sin ir más lejos el otro día, ¿qué dirá mi señora Demetria que ocurrió? Pues la del Caravias que ¡les fue a pedir el marido!, Demetria de mi alma. Si esto pasa en la ciudad lo traen los papeles. A pedirlas por Dios y por la Virgen que la devolvieran su esposo, el moscardón ese de Caravias. Si parece un paso de sainete. Y el tío sin querer irse de allí ni conducido. Ya se lo permiten todo mis hijas. Crescencia, que está para comérsela, ay, y acabarán por eso los guarros, la dijo: ¡Cómo quiere que su marido se esté si tapa usted los pucheros con novelas!... La pobre, con lo que lee... Pues es verdad; cómo va el moscorro ese a tener tiempo de echarle la pata encima...

La poca vergüenza de Martina no revelaba misterio alguno, ni a Demetria y a nadie. Los hombres iban a la casa de las uvas a comerlas, que ésa y no otra era su intención. Pero, en los buenos siglos de Grecia, si no mienten los helenistas, los filósofos y los héroes no desdeñaban alternar con

La simpatía y atracción, que por los hijos de la pasión se tuvo siempre, tiene los mismos fundamentos del amor actual a las ideas, como esos hijos naturales, nacidas.

uvas muy parecidas. Y el mundo debe a alguna de esas uvas profunda labor de espíritu y obras de arte supremas. Líbrennos Pericles y su uva As-pasia caer en comparaciones que, odiosas todas, en esto sería insoportables y desproporcionadas. Pero la raza dice que donde hay un hombre hay otro, o sea que el lidiar con hombres fue y es un trabajo, allá en el fondo natural, muy parecido. Y si recitar el divino Alexis, de Virgilio, con todo lo que se trae el tal Alexis, en casa de las Cucas, sería como llamar a Bocaccio o a nuestro escandaloso, inmundo y admirable Turmeda para que las contaran [sus] cuentos, confesar que los hombres del pueblo encontraban allí en las uvitas una cosa que, vamos, no se sabían explicar, pero que les agradaba tanto como comerlas, no es despropósito; ni pedantería añadir que esa cosa era de la veta... de aquellas otras cosas.

¿Qué fue lo que realizó el milagro del tío Varetas y de los otros tíos, es decir, que todos los tíos ancestralmente tacaños, medrosos en su libertad y topos en su enviciado, se soltaran a andar solos? Siempre profesoras de vida las mujeres y siempre en la raza el tremendo poderío de educarse solo el temperamento y hacerse apto para misiones increíbles... ¿De dónde les salió a las Cucas el arte de domar tíos cerriles como ésos son que no los dobla ni el paso de la Custodia?

En la feliz época en que se decía, con los ojos en blanco y la sangre blanca y así el cerebro, el [no sé qué] del amor y el [no se sabe dónde] de su origen no se hubiera podido responder tampoco a esas preguntas. Hoy sí; hoy que se sabe lo que es el amor sin otro error aproximado que el miedo de decirlo y de dónde viene, localizándole matemáticamente, salvo la memez de taparse los ojos para no verlo..., hoy podemos afirmar que el mago de la transformación de las Cucas fue su oficio, su propia virtud que al sacrificarse floreció en potencialidades desconocidas. Si el amor solo hiciera hijos de carne, ¿qué importaría el amor al hombre?... Lo que enamora del amor es que al producirse [y para él no hay legalidad ni formalidades que valgan] fortalece, afirma, crea y rompe, en el ser de donde sale, el infantilismo grotesco de las indecisiones de línea y de alma. Por vida de los treinta y cuatro hijos naturales de Felipe IV, que es la verdad más grande que puede llegar a saberse en este mundo esta de que el hombre no es hombre ni la mujer mujer hasta que le da la gana al amor que lo sea. Entonces, la cara, el cuerpo y el espíritu toman el aspecto de cosas hechas, acabadas y sobre todo claras.

A cualquier hora del día la casa de las uvas era escenario de ocurrencias que probaban su sentido moralizador. Las madres tenían que escribirlas rogándoles sus hijos, pidiéndoselos. Era una recomendación en toda regla para que se apiadasen de ellos y de ellas y no les trastornaran del todo. Las mujeres, comprendiendo poco a poco el alcance de la venganza, apelaban a ese genio de madre que toda mujer lleva en sí y pretendieron con eso y otros innumerables cobeos caseros y diplomacias domésticas rescatar los suyos.

—Y gracias sean dadas—filosofaba la Cheira—, que mis hijas me están más sanas que un pero, que el día que se malogren la peste de Otranto va a ser dengue.

Sabe el diablo dónde me pescó Martina esa zupia de la peste de Otranto, en qué libraco de los emprestados por doña María en sí o en qué cromo lo vio. Pero ese rezago de Otranto, como el de Malta, Rodas, islas y poblaciones de ese mare nostrum, no murieron jamás en el alma castellana, aunque no voy por ese camino, sino por el de la Martina, o sea, que sus cavilaciones no eran pifia, sino muestra de lo que aún podía pasar el día que pasase.

El dinero y la salud... De ésta [aún] no había greña; del otro, los cuartos esos sí se los llevaba pateta. Las Cucas, desde el primer instante, no vacilaron ni cedieron a anomalías de cualquier género. No se les acarició nunca de bóbilis. No sentimentalizaron la horrenda profesión que, por los mismos argumentos o galimatías antes manoseados, tanto se presta a madejas espantosas de amoríos, amartelamientos, chuladas y espolios. Mujeres de una vez, de reconcomios y no escasos; hicieron buena la más rotunda frase que contra la esclavitud negra dijera aquel olvidado y grande jurisconsulto de Talavera de la Reina, Trías Albornoz, [por cierto, el primero y verdadero abolicionista, y no Filangieri]... Mas no creo que me darán en la Ley de Jesu-Christo que la libertad del ánimo se haya de pagar con la servidumbre del cuerpo...

Supieron ser libres en el odioso comercio que de sí mismas hacían, dominar a los gaznápiros y no abatirse en indolencias ni camadas. Y no creemos que en parte alguna de la tierra tuviesen que luchar mujeres públicas con resistencias más feroces y crueldades de espíritu tan únicas. ¿Cómo tenían a raya estas mujeres al personal que les caía de la Posada de los Bandos y la Venta del Perjuicio?... Muchas veces no era posible evitarlos y había que seguirles la corriente... Hombronazos desbocados y troneras; esca-rramanes de piel de paquidermo, aperreados y aporreados por su vivir jayán; apolinares con caras de papamoscas y el corazón atascado en un barrial, pero zarzaleros y alez-nados; calzonudos matreros desgreñados y a la granjeria de lo que pudiera afanarse; gente bruta y avillanada, de aires de chalanía y desbravadores de corral de concejo, caballeros sin silla de los que maupresan carneros de Viriato y cabestrean bellorios de piel de rata, de cáñamo ellos mismos como el camal de sus bestias...

Vestidos todavía con el aparejo que pintara y describiera Salas [¡y en verso!] ¿cómo podían las Cucas frenar esos nervios hechos de talabartes, reatados, de retrancas, sabores de bocado, gamarras, sin gurupera, que les siente la albarda de su voluntad y con el humor del carácter siempre sobre los cuartos traseros haciendo chazas?... ¿Que cómo podían?... Llevando del ronzal o cabestro a los gu-rruferos, haciéndolos torzón sus cazcorvos y pereceando sus haroneos con una labia y gentilidad que los desfrazaba.

Los abartolados zopencos, que tenían siempre en la boca blasfemias, interjecciones y ristras de cuantas grulladas obscenas se contaminaban en los taperas de las ciudades, pronto se acalmaban allí, sin que allí aunque había tantos santos y cristos se dejara de hablar lo que se habla en tales sitios. Y es que las Cucas, para rendirlos de ijares, no habían sino de dejar obrar a la propia naturaleza de esos hombrachones que allá en el fondo, muy bajo [cada día más] conserva la nobleza de Dios sabe qué sangre que nadie sabe qué tragedia sepultara tan hondo cuando Dios lo quiso.

Nada de asperezas y voces. De poder a poder, como se templan toros en las marismas, lucios y caños del Guadalquivir. Sin miedo. Oponiendo a los calvatruenos de la vida mistonga, a los barateros y silvanos cuerados, aquello que de ellas inmutaba a todos, villarines o aseñoriados de cuello a ojos; su decisión de ser [así] para castigar a todo un pueblo.

—Y luego dicen de las novelas—rezongaban los gurriatos mesenteros.

Se iba a [cá] las Cucas en cambreyón, en currinche; porque se va a esos tabucos así... Pero el tabuco les resultaba otra cosa que los perdis, faltuscos o chuflones no sabían expresarse.

En Salamanca o Avila se decían entre ellos:

—Ve a las Cucas tú, botarate.

Y como el tarambana se relamiera de las descripciones que le hacían, pronto le regateaban la zaragata.

—Como las Cucas en denguna parte. Hay que ver lo limpio que está y lo buenas que son. Mira tú que hay misterios en la vida. Se me ha metido en la cabeza que las castellanas no sirven para estos trotes.

Sirvieran para mancebas o no sirvieran las castellanas [que no iba en eso muy descaminado el arriero], la casa de las Cucas era una mancebía de ley. Sólo siendo eso cayeron de su burro los puebleros y capitularon con las hijas del ahorcado. Pero tenían razón los verederos y carreros. Aquella mancebía era una cosa aparte. Algunas del oficio que intentaron relacionarse con ellas lo comprendieron pronto y salieron de estampía.

Más difícil que domar el natural futre y chuzón de la gente de mesón y campo fue a las Cucas el convertir a los decalvados, buidos y ronceros ricachos en lo que [ya] eran. Su obra maestra fue vencer la lipidia, la sombría e inveterada miseria de aquellos tipos inmensamente ricos que disputaban los gajes a sus criados, que rehuían toda prorrata y aportación por necesaria que fuese a la parcialidad, que acumulaban las heredades y réditos y diezmaban, aquende y allende, lo de los demás, siendo capaces aun de poner a la puerta de sus casas aquel cepillo que [según

Cabrera de Córdoba] pusieron en las iglesias, cuando el de Lerma, con este letrero: [Limosna para el rey nuestro señor].

Ahí era milagro motilón ver a todo un Cipri, el de la Sinfo..., gastando..., qué escribimos..., derrochando duros en las Cucas como un padrino de bautizo en sainete tira a los chicos esas monedas que por parecer en ellas el león un perro de lanas, así las llama nuestro pueblo, más perro de lanas él mismo [ya también] que león.

Cipri, y Medardo, y sus hijos, los bien cebados putañeros del pueblo, jóvenes y viejos. Con razón que les sobraba por el moño estaban alarmadas las amas de casa y las futuras amas. Pánfila se quedó sin su prometido Emerencio, como la Sabelona sin su Justo. Y allí, en las Cucas, el padre de Panfilita [una Pamela de meseta], el Marcelino, que los sábados, a la hora en que el fantasma de Anselma venía al brocal del pozo del tío Sabas a aburrirse un rato, repartía a los pobres dos céntimos a cada pobre, alternaba con Emerencio en despilfarros de vinos generosos, ofrendas venusi-nas y dádivas de gran señor.

¿Sería, efectivamente, que estos tacaños [dignos de los quevedos del escritor más grande que ha tenido España, y que yo, de ser escultor, representaría como el Goethe y Schiller de Weimar, los dos sobre un mismo plinto, la mano diestra de don Francisco sobre el hombro de Cervantes] eran Grandes Señores allá abajo, en la cuarta dimensión de los espíritus, en la que Bozzano ve la memoria sintética de la subconciencia? De sólo pensar que fuera eso posible baila la pluma de alegría. Todo podría explicarse y quedarse satisfecho [el español españolísimo que todo español lleva en la sangre] si el Gran Señor dormía una siestecita de siglos en cualquier arruga del pecho de cada uno de esos avaros. Así el trabajo de las Cucas se justificara más y adviniera más llanero, menos ardidoso.

¿Sería posible que hombres como los que vimos no comer en casa de la Sinfo y que no comían en las otras casas cuando por turno les tocaba a ellas celebrar una de las innumerables fiestas [que aun reducidas por el Universa per Orben, y luego por el Venasabiles, y hoy, hoy mismo, por el Motu proprio Supremi Disciplinae, son así innumerables] tuvieran dentro fuero y chichas de Gran Señor, de ese Gran Señor que soñamos en los sueños para nuestros hombres de raza?

Porque el caso sucedía así. Ni Dios, con ser Dios [que es la definición que a El más le agrada], sacaba de entre la faja o de los bolsillos del chaleco a los tíos aquellos, jóvenes o en período de solidificación orgánica, una peseta ni para oír cantar al diablo misa. Pero..., ¡ah!, si una Cuca, la Abilita dulcísima y zalamera, lograba que esa peseta saltara coleando como un pez que arrancan de su medio natural, sobre la mesa; el otro tío, y el de más allá, y éste, y aquél, picados en [eso], en [eso] que tenemos los españoles no se sabe dónde y que hizo nuestra fama en el Mundo y nos dio por ¡tres veces! la hegemonía de orbe, se levantaban soberbios y arrogantes, con gestos que eran entonces señoriales [qué diablo se le mete a una en la chola esta palabra], y allí no tallaba más que uno, uno de ellos, todos y cada uno de ellos. Pesetas, duros, billetes, esplendidez, generosidad. ¿Otro más que otro? En Castilla eso no fue posible nunca. Puja, zambras, resurrecciones magníficas de días mejores, en los que ni la sangre ni el oro valían la pena de contarlo cuando se trataba de algo concreto, de un ideal, de un hecho.

Tentados estamos a creer que dimos esta vez en el clavo y no en la herradura. Quisiéralo así Dios. Tal vez no era la Cuca Abilia o la juguetona Crescencia quienes promovían ese torneo agradable y emocionante de generosa primacía. ¿Sería que lo produjera simplemente la aparición de [algo], de [algo] vivo y sangriento, entrañable, que diese a sus telarañosos cerebros la idea de un [fin], de un objeto concreto? Perdidos los ideales, pueblos y almas se apoltronan, amontonan y encenizan. Todos parecen [y cuando lo parecen es que lo son] iguales. El rescoldo puede avivarse. Por fin tenían un objeto al gastar, una ocasión honda nuestra de raíz solariega, el ideal de un triunfo, en el que con el hecho en sí colaboraba su varonilidad, ese elemento masculino, macho, que fue en la gran época de la voluntad el guía de tantas cosas.

Y porque sí, por hígados, se imponía uno de ellos y arropaban su esfuerzo todos. Y en casa de las Cucas se comía, se jugaba, bailaba, se daba culto a la vida. ¿No eran las Cucas mujeres o sacerdotisas de ella? Y se daba por bien empleado el gasto. Y no se contaba. Ni se arredraba ninguno por el qué dirán en las casas. Las amas lo sabían; las futuras amas, también. Se iban quedando sin dinero y sin novios. Los jóvenes, los mozos, después de las Cucas, no sentían el noviazgo. Fuera de aquella casa de las uvas [donde había libertad y vida], todo les parecía paliducho y aguado. Y si, como el tío Varetas, al salir de las Cucas, volvían a sentirse los mismos, en cuanto a amores, los mozos, ni mentarlos.

efiere un viajero portugués, Thomé Pinheiro da Veiga, en su Pincigrafía, que para conocer cuán poca importancia se daba a la infidelidad conyugal en España era suficiente con saber estas palabras oídas por él al conde de

Poca importancia da al adulterio el campesino. No porque no sepa borrar tamaña felonía y desacato; que él llevó a las Comedias aquello de que las manchas de la honra se quitan con sangre sino por la compasión que la produce el infeliz que se toma la molestia por tan poca cosa de quedarse sin narices.

Siruela: [Juro a Dios que no sé lo que de la condesa, mi mujer, pretenden estos galanes que la obsequian. Yo quiero desengañarlos y decirles que tiene unas piernas tan flacas que no valen cuatro maravedís, y, sin embargo, mozo hay entre ellos a quien le lleva ya costado el galanteo más de cincuenta mil ducados]. Muchos ducados son éstos para tan débiles muslos como pintaba su arrendador o copropietario; pero, en el fondo de la cuestión, la cosa era de todo punto exacta. Por lo que fuera [que ya hemos divagado más de lo debido], en nuestra raza, o se ha creído el adulterio imposible —porque si a esa raza le ha sobrado algo es precisamente el machismo, que tan funesto le ha sido al aplicarlo a todo— o, una vez comprobado de visu [que toda otra prueba no prueba], el hombre ibero ha sacado fuerzas de flaqueza del arsenal inagotable de su senequismo, recordando que la señora mujer [así ha dicho siempre el castellano haciéndola señora del señor de la casa] tiene un vicio de origen y es que en tal sexo son fuertes de grado y débiles por fuerza, en frase ruda y honda del vasco que manda hoy en la Iglesia... y lo que mandará el loyolense.

Jamás se ha creído en tierra de campos y gredos que la señora mujer pertenezca al sexo débil. Eso ha venido de Francia, como el romántico clunyense, el morbogálico, la tortilla a la francesa, la colección completa de las obras de Voltaire, el divorcio, los fotograbados de la Revolución del 93 y, ahora, las sandeces más sandias [de literatura hablamos] que pueda imaginar modisto de vestir intelectos.

La señora mujer reina en Castilla y gobierna además. Y cuando yerra [que es siempre que puede, pues hasta cuando acierta miente que no] le envía los resultados al amo, que así dice ella de su hombre para no mermarle uña de su varonil responsabilidad.

De modo que, visto el caso para sentencia, resultó que las mujeres del pueblo se encontraron una mañana en sublevación, ni más ni menos que los buenos madrileños del siglo pasado [y tan pasado que se ha consumido] amanecían republicanos, monárquicos, o sin monarquía ni república, que ocurrió varias veces [y no será la última, porque entre nosotros eso de servirse la última está mal mirado y huele a osario].

Lo de las Cucas no podía seguir. Y no siguió... como iba. Se hinchó. Cuando las mujeres se lían la manta a la cabeza... Eso de que sus maridos, novios, hijos y amantes no salieran de las Cucas clamaba al cielo. Ni adulterios, ni simplísimas relaciones matrimoniales, ni paseos o rondas a las novias; pero... ¿qué se habían creído? Las Cucas eran las dueñas de todo. Las autoridades se amortecían en el antro lardivo; si una madre quería a su hijo o se antojaba de su esposo, era preciso pedírselos. Y con qué engalle y prosopopeya. Qué gestos y actitudes de... árbitras y dictadoras del amor y del perdón.

El último incidente era como para poner el grito en el cielo. Una Cuca, la Aguedita, del brazo de un pampirulero, el Gervasio, que no entraba en su casa ni de día ni de noche, paseando el sinvergüenza a la luz de la luna por los prados del ejío. La mujer de Gervasio, la Iluminada, pobrecilla, siguiéndoles, y el rufianazo que lo ve, se le acerca y le da un bofetón que lo oyeron las Carmelas, entonces en el pran-dío nocherniego o cena [que no así, sino como lo de al lado, se llamaba el yantar nocturno cuando los literatos del Desastre descubrieron Castilla]. Al suelo vino la pobre Iluminada, y todavía Aguedita se permitió levantarla y consolarla cocodrilescamente, y... aun... insultar al Gervasio, diciéndole que todo había acabado entre ellos y que no era hombre, sino un indecente bujarronazo. Y que en castigo, en la casa de las Cucas no entraba más.

Mire usted qué castigo, y ante los carrillos de la Iluminada, que parecían barreños de San Román... Y es que cuando el diablo hace una obra le sale romana. ¡Que no podía entrar en casa de las Cucas!... Y lo peor fue que Gervasio tomó en serio, el vil, eso del castigo, y se fue y no volvió más al pueblo. Pónganse ustedes en lugar de la Iluminada y qué es lo que hace una mujer...

Pues irse a Salamanca en masa, es decir, con lo mejorci-to de la población, para poner [fin] a tanta podredumbre. Y hablar allí con las Autoridades, que prometieron, al oír por millonésima vez lo de las Cucas..., ir a verlas, que es lo que ofrecían todos cuando se cantaban las cuarenta de su poca lacha.

Cosa de no andarse en las ramas. Quien quiera justicia no debe mendigarla del escribano ni del juez; o Dios o el que haga sus veces en el Negociado correspondiente. Que para eso los españoles añadimos al Supremo Ministerio de Justicia eso de la Gracia, no por la que tenga, que maldita la risa que viene de allí, sino por la divina, que inclina o no los platos de la balanza con pesos sin truco ni relleno.

No faltaba más. Durante la Feria del Cristo Pobre de San Gil iría al riquísimo pueblo la Banda Municipal, una compañía de tal Regimiento, el propio Gobernador de la Provincia, así como suena, el gobernador en persona, y miembros de la Comisión de la Higiene. Esto sobre todo. Aquel tugurio era clandestino. Por lo pronto, Usía el Gobernador enviaba al joven médico Bruno, un especialista recién graduado, titular de un pueblo cercano... Y con órdenes draconianas incluso para... ¡volar el chamizo!

Si Dios Nuestro Padre, que está no se sabe dónde [porque eso de que está en los cielos era como quien tiene un tío jugando al dominó con San Pedro], al hacer su obra grande, la señora, no hubiera en sus divinos presentimientos dejado a propósito sin terminar el cerebro, ¿qué sería del varón? Todo se lo cree la Varona, a Dios gracias mil. No hay más que prometerla los cuernos de la luna o mandarle un Arlequín sentado en ellos y con una vihuela en las manos para que crea en los cuernos de la luna. Es así. Y si ahora en este tiempo, en el que no sabemos los españoles qué hacer, porque todo nos lo dan hecho, y celebramos Centenario tras Centenario, celebrásemos el de la Creación de la Mujer, de mí sé decir que escogería el tema de su credulidad. Ahí le duele a la hembra. Y por dolerle ahí creyó a pies juntillas al señor Gobernador, y..., bueno, para qué tomarse la molestia de describiros el alegrón cuando lo pusieron en el pueblo... ¡Tiempos felices aquellos en que aún se creía en algo..., hasta en la palabra de los Gobernadores!...

Pasemos por alto los preparativos que con tan fausto suceso y el de la Feria del Cristo Pobre se llevaron a cabo y, firmes en nuestra idea de no dar color al dibujo de las Cucas, sino salir lo

Que aparece el héroe cuando menos se piensa; como ei héroe aparece cuando menos se le busca y, posiblemente, para que resulte a tono con la vida, cuando ya no es necesario sino para resolvérse a sí mismo un conflicto que se ha traído él mismo.

menos que se pueda de la mance bía, que era lo que hicieron todos antes del Gobernador y después de sabido su arribo, describamos el primer tropiezo serio y realista que tuvieron nuestras heroínas.

El señor Gobernador de la Provincia, en uso de un perfectísimo derecho que le otorgaban de consuno las leyes y su voluntad, ordenó al joven doctor Bruno, del pueblo vecino al de las Cucas, se pasara por la mancebía, le informara de quiénes eran las pájaras, qué clase o nido el suyo, y comprobara científicamente si era exacto, como le habían denunciado respetabilísimas fuerzas vivas, que las demimondaines [palabro gobernaticio que nuestro Cervantes siglos hacía, antes que las demi vierges de Prevost y tal, había inventado] semidoncellas, dice el alcalareño Manco] pudrieran el pueblo entero.

Y aquí de novelista in partibus. Que yo os describo a Bruno, eso no lo evita un real decreto. Primero, porque es la ocasión de describiros algo de fuera. Que yo no sé qué tiene eso de ser de otra parte, que todo lo rapa y es pata y cubierta de todo; y luego, porque, como muchacho acaba-dito de salir del horno universitario, estaba el infeliz en la edad en que se cree que, cuando una autoridad manda una cosa, es que tiene un interés loco por ella. Así lo que menos se figuraba Bruno era que nuestro pueblo estaba sumido bajo la peste de Otranto... de la Martina.

Y héteme aquí a mi héroe [porque, amigos lectores, él es el héroe de esta novela y debierais conocerlo en lo tarde que llega] caballero en una yegua, que la ve Mahoma y reniega de las siete que poseía, y camino de nuestro pueblo.

Llegado a él, pues lo que le ocurrió en el trayecto se telegrafía a un periódico y se borran los suscriptores todos, dejó la cabalgadura en la Posada de los Bandos sin recomendar se atendiera a la bicha, lo que habla de su valor en pasta, y preguntó a Paulina la Tahona cuál era la casa de las Cucas.

—Otro—respondió en seco la menegilda, en jarras y midiéndole con los ojos, unos ojos que picaban como los ajos a distancia y hacían llorar como las cebollas antes de... verlas.

—¿Otro qué?—preguntó Bruno, extrañado.

—Otro guarro, leñe. ¿También viene salido?

—¿Salido de qué?

—Salido... de madre, como los gatos. A ver si me va a tomar el pelo encima.

—Lo que yo quiero saber es dónde viven las Cucas, tú.

—Y lo que yo quiero que sepa su mercé es que yo no soy una alcahueta. Cuando se va de putas se deja uno de ir y llega.

—Pero... mujer...

—El pero no madura nunca... A una mujer no se le pregunta eso.

—¿Y el Ulpiano?—preguntó Bruno, riendo.

—Otro que tal baila. Ese no sale de allí.

En el Casino no había un alma. El conserje o lo que fuera se molestó también.

—¿Quiere decirme dónde viven las Cucas, buen hombre?

—¿En su pueblo no hay de éstas?—le preguntó a su vez el guardián.

—No. ¿Y a qué viene eso?

—Como pregunta...

—Pregunto porque necesito verlas.

—Ya, ya se ve que lo necesita... el cuerpo.

Por fin, y después de provocar risas y apartes en todo lo que preguntaba, Bruno encontró la casa de las uvas.

Quedóse nuestro héroe mirando el emparrado, y tío Colás, que conocía de sobra al médico, gritó al interior, levantando la esterilla:

—Crescencia, ya llegó el físico.

Salió Crescencia y... se quedó mirando a Bruno como Bruno a las uvas.

Estábamos por caer en un lugar común diciendo que al joven le encantó la muchacha. Pero tenemos tanto miedo al ridículo de que nos crean tontos... Por lo mismo no hemos querido escribir que Bruno no quiso hacerse acompañar de las autoridades, que ya tenían noticia, como las Cucas, de su llegada y de su misión tan bienhechora y social. Por otra parte, eso era inútil, porque las iba a encontrar allí, menos al tío Varetas, que el pobrecillo no saben si saldría de un momento a otro, aunque así estuvieran ya tiempo largo.

—¿Es usted de las Cucas?—la preguntó Bruno.

—Soy Cuca. Pase.

Pero Bruno estaba bien allí, y cuando salió la Saturna todavía estaba en el mismo sitio.

Crescencia sonreía, algo incomodada de aquella veneración o extrañeza. La Saturna le rogó pasara, e iba a permanecer más tiempo, sin duda, contemplando a la Cuca chica, cuando la vista de tanto hombre como salió al umbral le deshizo el encantamiento.

El cinematógrafo tiene de bueno sobre las novelerías escritas dos cosas: que corre y que rechaza lo superfluo. Pero las novelas tienen sobre la cinemática que el autor puede cuando le da la real gana meter su cuarto a espadas, filosofar por su riesgo y cuenta, y decir, como en este caso dijo, que Bruno sirvió a la Divina Providencia una vez más de prueba de que sus leyes se cumplen todavía con la insoportable monotonía con que se están cumpliendo desde el día en que a Adán le gustó Eva, y no decimos que desde el día en que al Pithecantropus le agradó la Pithecantropa porque, para felicidad de clérigos y morosos, todavía entre los treinta géneros de prosimios fósiles y los dieciocho de verdaderos simios no han podido eslabonarse nuestros antecesores, pese a Ales Hrdlicka y su amable The most ancient skeletal remains of man, que prueba lo contrario.

Por comodidad [que decía Poincaré cuando no le agradaba mucho una cosa tenida por absoluta] nos quedamos con Adán y Eva. Y por comodidad no describimos ni jota de lo que sucedió en el burdel de las Cucas. Entre otras cosas, también porque, cuando se hace profesión de decir la verdad, no le creen a uno ni los mentirosos de oficio.

Si yo escribiera aquí que Bruno no dijo palabra de la misión que llevaba, que alternó, que se pasó todo el tiempo de su visita como si viera por vez primera en su vida tías, tíos y cosas, y tan ensimismado como se quedó Nepomu-ceno el día en que le preguntaron los examinadores de la Facultad qué diablo de oficio hacía el bazo en el cuerpo...; y que prometió no irse a su pueblo y volver al otro día a... hacer lo mismo... Si yo escribiera eso, no se creería.

Pues eso fue lo que hizo Bruno: volver y quedarse, esta ver sin pasar, en la puerta, hablando con Crescencia de cosas tan interesantes como fue querer hallar entre los dos en qué estaba pensando el Divino Hacedor cuando se le ocurrió el capricho de ver nacer en la palma de su mano un racimo de uvas.

Una de esas tormentas secas con que obsequia San Isidro a sus devotos madrileños cuando van a visitarle a su ermita de la Pradera, y que ya le costaran un brazo, hace rabiar menos, truena menos y rompe menos cacharros y cabezas que la noticia de que el médico Bruno se había enamorado de Crescencia.

Cuentan las consejas populares [esas leyendas que los historiadores modernos dicen ser más exactas que la realidad histórica] que del palo de una escoba salió un tiro cierto día. No es posible... Pero ¿cómo ha ocurrido eso? ¿Cuándo ha sido? No lo del tiro, sino lo de Bruno. Pero es igual, el absurdo parecía el mismo a todos. Eso más... Por algo dice nuestro pueblo [que ya debía estar acostumbrado, pues cuidado que los ha oído y disparado] la cosa cayó como un tiro...

Y sin embargo, vean ustedes lo que son las mujeres, a Crescencia le pareció tan natural que se enamoraran de ella. Mientras madre y hermanas temblaban del susto, la Cuca chica creció un palmo en estatura y en belleza, aunque esto no lo doy por seguro, pues en los libros que tratan del amor sólo se afirma que el amor aumenta las ganas de comer, y en ciertas especies de animales esta gana es tan efectiva que la hembra se come tan tranquila a su cónyuge y aún tiene el refinamiento de poner los hueveci-llos de las crías sobre los restos del banquete.

Mas esto no puede ni debe quedar así. ¿Qué dirían los venideros si leen que un hombre joven, médico [que, sin retoque o adulación, son quizás los más ilustrados de la época], enviado por todo un Gobernador y otras gaitas, se enamora de una mujer de la vida, como esos imbéciles redentores que creen que las mujeres malas se redimen, viendo por lo menos que eso es imposible aun en las buenas, por las buenas y siendo más bueno que vaso de vino de Valdepeñas con pan de Alcalá de Guadaira?...

Pues... bien. La batalla de Villaviciosa no debió perderse; pero Bruno se prendó de la chica al minuto menos cincuenta y nueve segundos de verla; es decir, para que los sabios no se rían de la mentira, un poquito menos, pues la corriente nerviosa atraviesa el cuerpo humano con la velocidad de treinta metros por segundo.

Felizmente, los envidiosos pueden dormir tranquilos porque tales amores no son de desear. No acaban bien nunca, ni son no-

Que las bodas pueden demostrarlo todo; hasta la falta de amor. Pero que si, en cualquier asunto vivo, no casáis a alguna pareja; viendo que sois incapaces de hacer mal, corréis el peligro de que os crean con ciencia insuficiente para sembrar el bien.

velables, ni se prestan a esas in termitencias, celos y ansiedades que de tan lindos colores y tan variados matizan los amores normales y a su tiempo [como los chicos de nueve meses]. Estos amores sulfúreos concluyen siempre trágicamente. Concluyen en boda.

¿En boda con una Cuca?... Cuando yo os dije que este bueno de Bruno era el héroe de la historia, ¿acerté o no acerté?... A los escritores no nos fallan estos tipos. Hombre joven que viene de un pueblo a otro a caballo, así sea rocín, cuartago, matalote o perrera su cabalgadura, hombre que da de sí. Apuesto doble contra sencillo a que en la mayor parte de las novelas ocurre esto mismo. Lo que ya no sucede, porque eso no se le ocurre al que asó la manteca, así tenga en el corazón los millares de cantares del pueblo que ha recogido Rodríguez Marín y los cante a un tiempo, es venirse a meter el héroe en avispero como el de las Cucas.

De la honra de Crescencia, ni mota. No por ella, que por los manes del Galbarro, de Barbadillo, hizo cuanto estuvo de su parte para ayudar a sus hermanas y hasta cargarse ella sola todo el belén, sino porque sus hermanas hicieron la rueda y ahuyentaron el lobo, y escenas hubo en la mancebía cuando fue necesario guardarlas de piratas berberiscos, que las cuenta en los sucesos y tratos de la real cárcel de Sevilla el licenciado Martín Pérez y no huelgan en tan edificante Relación verdadera.

Tanto era así, que la virginidad de la Cuca chica se hizo frase de espejo y ejemplo de mozas. Y una de las cosas por las que Sor Eutiquia [que en esto de pureza era todo un tratado vivo] envió a casa de las Cucas a la correvedile Catalá con un buen surtido de medallas, rosarios, escapularios, estampitas y otras fruslerías devotas para que escogiesen... a precios moderados, fue porque Padre Higuea hizo ver a las Carmelas cuánta no es la omnipotencia del Señor, que para nuestra confusión y perfeccionamiento permite tales perlas entre marranas.

Mas poneos en lugar de Bruno, y si para un enamorado el aire es un rival, ¿qué martirio no sería el suyo al comprender que era suficiente un error, un descuido, un por sí o por no, para que Crescencia ingresara en la Orden de Damas averiadas y sin arreglo ni con lañas?

Porque la Crescencia no se recató ni pizca, ni puso en manos de dueñas, ni veló su lengua con más cizaña que Orellana viera en la española, ni prohibió que delante de ella se abstuvieran de hozar los cerderos. Siguió como antes, libre, alada, volando sobre la pez negra sin caer, pero con cierto placer íntimo de volar sobre ella.

En buenas se metió Bruno. Tan guapo, tan gentil muchacho como era el mediquito, que así le llamaba don Juan Nepomuceno, su colega, aunque no su amigo, y no su amigo porque Bruno curaba a la moderna, bañaba a las paridas, daba de comer a los tíficos, creía en que un microbio es bueno o malo como las personas, según las tratamos con cariño o con desdén, y hasta se permitía pensar hoy lo contrario que hizo ayer, simplemente porque a un tío acabado en insky o en off se le había ocurrido variar un procedimiento en una ciudad acabada en burg o en nich.

Pero, salvo este lunar de modernidad, Bruno era lo que se llama un buen cachorro de hombre, castellano a las derechas, que decía de sí el Cid, de cuya tierra tenía en el cuerpo Bruno la parte que su padre puso en la obra total.

Y cosa curiosa, pero más sabida que un amén. A medida que la Cuca se embellecía, que ya era su belleza pasmo, el muchacho se tornaba paliducho, amemado y mán sensible que una de esas plantas que duermen, sueñan, giran con la luz, lloran y, si las cortáis, os curan.

Menos mal que el Apolinarazo se hizo su escudero; Cóquilis, su trainel, y montaron su guardia los putañeros mismos, que si no finiquita de terror viendo que domar a Crescencia a súplicas de que por su amor no abrazara a éste y entretuviera a esotro, era querer encontrar los duros de don Gabino. Para venganza, ¿no era ya bastante?... ¿Qué ansiaban las Cucas más? ¿Hasta dónde querían llegar?

Pero estas preguntas enviadas a ese mecanismo silencioso, tan callado y tan complejo que poseemos todos; que, puesto en comunicación con nuestros deseos, opera con ellos, sin que se note cómo y desenvuelve y procede sin que nos demos cuenta, si no es de la noción o el resultado, no eran satisfechas. Sin duda, porque el magnífico aparato, tan callado, tan calladito que sólo callando se le [oye] a lo lejos, muy lejos..., ¡estando tan cerca que está en nosotros mismos!..., no le proporcionaban datos concretos.

Ahí va uno, por si vale. Una de las tardes en que la Cuca chica daba una última mano a cierto puestecito de dulcerías, confites, bollos maimones [el puding castellano] y cuantas golosinas sabía hacer como los ángeles el marica de Maimón [que era de esos a los que San Pablo, siempre admirable, promete que no entrarán en el cielo... Ni los que se echan con varones, dice el valentísimo y clarísimo genio en el nueve del VI de su Corintios], puesto que era costumbre durante la Feria del Cristo Pobre colocar a la puerta de las buenas casas del pueblo, se corrió por el ejío que la Eladia había visto en el barreño la vaca del tío Varetas menos gorda.

Y en la casona del tío Varetas sin poder entrar otras personas que las Cucas... El hermano del Padre Higuea sólo recibía a las Cucas. La parentela bufaba. El Arcipreste, por complacerles, se dignó rogar al señor obispo adelantara el viaje ofrecido, y como el obispo Melchor era obispo y el arcipreste inmensamente rico, se allanó prontamente todo. El obispo vendría...

Nada menos esperaban de Su Ilustrísima, que era, amén de dignidad tan alta y cardenal in petto, un sabio, así reconocido en Roma, y cuando en Roma se [nos] reconoce [algo] por el águila de Patmos, que no es algo sino una sarta de ellos.., nada menos esperaban que la conversión del tío Varetas y la vuelta al camino bueno del pariente..., tan descastado... y tan incrédulo que sólo se ponía de rodillas cuando se le caía un céntimo y había de buscarlo.

—¡La vaca del tío Varetas se está desinflando!...

Ese era el grito de angustia por el pueblo, y no creemos [si licet in parvis exemplis grandibus uti] que en el crepúsculo del paganismo rugieran las sombras desoladas de los arúspices, sátiros caprípedos, mimalónides y reata su...

—¡Los dioses se van! ¡Los dioses se van!...

—¡La vaca del tío Varetas se está desinflando!...

—Pero, doña Eladia, ya que ve eso, vea quién la desinfla.

Y en el barreño no se veía quién.

La Eladia, que a ratos recobraba el sentido común, el que, según se ha descubierto últimamente, sólo sirve para hacer preguntas, preguntó:

—Pero y vosotros, que no salís de en cd las Cucas, ¿no veis ná?

—Mire el barreño, madre, y... no jorobe—le respondían.

—Veo moverse muchas sombras en torno al animalito.

—Fíjese bien a ver de quién son.

—La vaca se desinfla, se desinfla; sólo veo claro eso.

Los parientes que frecuentaban la casa de las uvas nada de anormal notaban en las Cucas. Cada día tenían más dinero, y ese dinero se lo daban ellos. Ahí paz y después gloria. Iban o venían a Salamanca o Avila, pero nada más. El policía don Práxedes, que no era detective científico por no haberse descubierto aún esa nueva categoría aristotélica, sino simplemente simple corchete o sayón* de los de si no te entregas te masco la nuez, siguió una vez los pasos de Onésima por Salamanca, con tal suerte que tropezó con ella, y ella le puso en las manos un lío, rogándole le esperara a la puerta de la catedral, cosa que no pudo hacer don Práxedes por echarse la noche encima y no salir la Cuca. Y es que entre que las mujeres tiene tan poca memoria y tantas puertas la casa de Dios...

—La vaca del tío Varetas se está desinflando, Bruno.

Bruno no creía en el barreño de doña Eladia.

Pero un buen día, de aquellos que lo fueron de impresionantes sucesos, la Eladia vio algo más.

—Veo—dijo—un hombre a caballo que viene por la vaca.

—Un hombre a caballo. ¿Y por dónde? ¿Y quién?

—Veo, como la luz del día, un hombre a caballo cerca de la vaca, que carga con lo que tiene dentro.

Los espiones de la parentela se rieron esta vez del barreño. En casa del tío Varetas entraban las Cucas y Onésima más que sus hermanas, pero ¿hombres?..., ¿y a caballo? El mayordomo Teo-dosio, los criados, todo estaba igual allí...

Que en los tiempos en los que los reyes vestían y eran de hierro, uno de ellos decía estas raras palabras: «Más temo a una vieja destas de Castilla que toda la Morería...»

Como Bruno no creía en el barreño, prometió el Apolinar llevarlo allí. Y le llevó.

Aquel día memorable se unió el letamendista a Bruno y Cóquilis, representando a la Iglesia también.

Lo primero que vio Bruno fue una mujer alcoholizada hasta el tuétano, con vino en vez de medula y muy agradable la tía.

Como era de cajón, la bruja se negó a ser examinada, y aunque la cogieron con el barreño delante, dijo que delante de incrédulos y de gentes que vienen a propósito para oler si es o no es el agua no dice esta boca es mía, eterna réplica que desde que existen vaticinadores, saludadores, agoreros y espolistas de lo que ha de venir tienen éstos a flor los labios.

Bruno se reía...

De pronto, la Eladia, al limpiarse los ojos pitañosos con una punta del delantal, más sucio que el epitafio de Juan Ruiz a su Trotaconventos, se quedó en tránsito fija como loca en el agua del barreño.

Bruno miró también, y Cóquilis, que, como buen sacristán, sabía a qué atenerse en eso de apariciones, se hincó de rodillas para ver mejor que no se veía nada.

El agua estaba todo lo limpia que suele estar el agua, aunque no la ensucien, y en su superficie sólo se veía...

La Eladia, sin dejar de mirar, tranquila, lenta, con voz alterada, pero de lo hondo y con un no sé qué en el timbre de opaco y lejano, fue vertiendo sobre el barreño estas palabras:

—Veo al tío Varetas muerto junto a la vaca.

Dicho esto, como quien dice lo otro, la Eladia acabó de limpiarse los ojos y pareció no acordarse de lo que había dicho.

Y aquí de filosofía. Nuestro buen Cóquilis, Bruno, Apolinar, el letamendista y los demás curiosos sentían en aquel momento, según declararon más tarde, miedo; pero un miedo que cala los huesos, no el terror de un peligro que es irremediable; algo más hondo, una sensación indefinida de que estaba pasando algo que se reflejaba en el alma en un sitio donde nada se podía ver, pero sí notar.

La Eladia miró a Bruno y... sonrió esta vez. La borracha adivinadora era la primera vez que le veía.

—Yo le he visto a usted en otro lado—dijo.

Y volviendo al barreño, repitió:

—Veo al tío Varetas muerto junto a la vaca.

Bruno se desasió de la mano del letamendista, que le invitaba a mirar el barreño una vez más, y haciendo ese esfuerzo tan curioso como poco estudiado que hacemos para librarnos de una pesadilla y que tan angustioso y hondo es, escapó de allí.

En la plaza encontró al Emerencio hecho un papanatas mirando los adornos que le ponían a la Inestal y le dijo:

—Pues no dice esta tía bruja que se ha muerto tío Varetas...

—¿Que dice eso la Eladia?

—Sí.

—Pues entonces..., entonces es que se ha muerto, ¡qué coño!

Y como echara a correr despavorido el tal Emerencio, Bruno le miró arrear soleta, exclamando:

—¡Oh, estos pueblos, estos pueblos!

Pero no había llegado el héroe al escaparate donde Maimón exponía al asombro público una montaña de pesta-ñeta, azúcar lustre o glas, melindres de Yepes, bizcochos o bizcotelas genovesas, confituras y cremas de manteca, con un Angel caído sobre todo el molde, que era cosa de admiración, cuando en un relámpago de los que se llevaron a Elias al cielo, de donde aún no ha vuelto ni noticias próximas, pasó Cóquilis gritando:

—¡Don Bruno, que era verdad, que se las ha guillado!...

Aunque a los sacristanes no les creen ya ni los que necesitan les den fe de bautismo por copia, quedó Bruno en un estado comatoso.

—Que era verdad..., que se ha muerto. Y esa tía lo vio en el barreño...

¡Diablo! Crookes era Crookes, y Ramsay, Ramsay, y no ha habido médiums de esos que, en nuestro tiempo, ha puesto al fresco el prestidigitador Houdine, que no les engañasen. Bruno dudó.

Pero Apolinar le sacó de quicio, diciéndole:

—Ya ha doblao el tío, y hasta dicen que está pocho ya...

Historiemos.

La Eladia había visto.

El tío Varetas acabó por final. Obiit, como decían sencillamente el Toledano y el Tudense cuando anotaban en las crónicas la muerte de un personaje, por muchas hijuelas que dejase y muchos perendengues que tuviese, sequedad descarnada digna del esqueleto y de nuestro sobrio genio de estirpe.

Adolesció et finó, decía más tarde el sabio, cuando los hombres ya se permitían el lujo huelgo de enfermar antes de morir. Y así nuestro Varetas adolesció y después finó. Murió como un santo. Se hizo transportar por los criados, que no le podían ver ni en pintura y Teodosio, a quien ordenó no avisara a nadie, pasara lo que fuese, sobre frailero de nogal [aforrado] de guadamecil bordado en realce, a la bodega, y con esos modales extraordinariamente solemnes que sólo alcanzan los mortales cuando se hacen dignos de tal nombre, les indicó le dejaran solo.

—Teodosio—declaró éste que le había ordenado tío Varetas—, aunque oigas la trompeta del día del Juicio, no bajes.

Solo le dejaron, sin mayor apuro y corrimiento, y como tardara en llamar o subir toda una noche, el día siguiente con la suya asimismo y buena parte del otro, sospecharon los celosos sirvientes que bien hubiera podido ocurrirle algo... a alguna de las tinajas o botijas, y se tomaron el atrevimiento de bajar y llamar a la puerta de la cripta.

Los muertos tienen su modo de responder sin hablar, y [eso] que hay donde ya no hay [nada] les comunicó ipso fado que lo que allí se había roto sólo hay un obrero que lo arregla, y eso... haciendo otro [cacharro] nuevo.

Bonita y nueva manera, o que nos creemos nosotros que es así, de escribir que tío Varetas no existía ya.

Forzaron los criados la entrada con el miedo con que se abre una puerta detrás de la cual [no] hay [nada] y vieron...

Cerca de una de las tinajas, al viejo en una postura que sólo [saben] tomar los muertos de veras. Porque siempre que hemos visto morir algún histrión de esos que estudian los últimos momentos en los hospitales nos hemos echado a reír tan estrepitosamente y fuera de lugar que el moribundo y el copista nos han mirado con ganas.

Y es que una de las pocas verdades claras de este mundo es que sólo los muertos saben morirse.

Profunda es esta idea, aunque, indudablemente, sería extraño que [ya] no se le hubiera ocurrido a alguien, con lo que [hoy] piensa la gente; pero como la estupefacción de los criados, de ningún modo. Porque acercándose al cadáver para preguntarle, como buenos siervos suyos, que bien acostumbrados les tenía, si les autorizaba a levantarle, vieron que en las descarnadas manos, agarrotadas y verdino-sas, apresaba un llavín y que la vasija panzuda de enfrente estaba... ¡abierta!

—¡La vaca—gritaron—, ahí está la vaca/

Con la gana de verla que tenían, y... no se atrevieron. Así somos o nos han hechos siglos de palos, prohibiciones y medrosidades.

Como almas que lleva el diablo antes que se enfríen, corrieron y no pararon hasta la persona que su instinto, no sus piernas, les llevó. Y es de admirar que fuera el señor Arcipreste, que en el preciso instante recibía de Cóquilis el notición.

—Dios nos lo trajo, Dios se lo ha llevado; sea bendito su santo nombre—dijo, con los Sagrados Libros, el Padre Higuea.

Con la clásica presteza de los que han de administrar los Sacramentos in extremis, o sea cuando Cóquilis encontró los Vasos de la Unción, que con eso de tenerlo chalado la Ciriaca y morirse tan poca gente en el pueblo, ni sabía dónde los puso desde que olearon al último, y se avisó y reunió los que de la numerosísima familia no estaban en el campo o en [cá] las Cucas; y se echó el lazo a las Autoridades; y se revistió con roquete y estola Al Padre; y a su vez albar-dado Cóquilis y los monacillos; y se pusieron las candelas de cera virgen en manos de cuantos desocupados quisieron, que, como siempre pasa, fueron más que las velas que había; y se adelantaron los porteadores cofrades de las farolas del Ultimo Auxilio de Agonizantes y Providencia Divina de Agónicos, congregación que se perdía en la noche de los tiempos; cuando todo esto estuvo escogido, formado, alumbrado, ordenado, dirigido, y Bruno y Nepomuceno incorporados [por si eran necesarios también los auxilios de la ciencia]; y en su sitio y bajo dosel el portador del Viático y vasos; y sonaron las lúgubres campanuelas de los mocosos turiferarios..., la santa comitiva se puso en marcha por el camino más largo, pues por el corto no pudo ser, por no caber tanta gente.

—Oye, Cóquilis—preguntaba el padre entre rezo y rezo—, pero la Eladia adivinó...

—Que sí lo vio en el barreño, padre... Lo vio, lo vio...

—A Deo factum est istum et est mirabile in oculis nos-tris... ¿Y no dijo cuánto tiempo hacía de su muerte?

—No. Teodosio dice que está ya como de orín...

—Pobre nuestro hermano. Pulvis, cinus et nihil... ¿Y la Eladia?

—La han metido presa, padre.

—¿Presa?

—Sí.

—¿Por haber acertado?

—No, padre. Por... no haberlo dicho antes.

En estas cominerías y rezos, la cabalgata, en la que ya formaba la mayor parte del pueblo [que más hablaba de la Eladia que del difunto], llegó a la casa de la tragedia. Y como antes que los que debían entrar entró todo el mundo, que eso es de raza también, hasta que despejaron y pudieron entrar los que precisaban en poco amanece. Bajaron al subterráneo y sólo se oía en el ámbito:

Que siempre se corta la soga por donde amenaza cortarse. Lo que, a pesar de suceder, porque tiene que suceder así, no deja de extrañar siempre que ocurre.

—La vaca, ahí está la vaca!...

Era verdad.

Sin fijarse en el muerto, que hasta olía, y no a ámbar [¡con lo que siempre llama la atención eso!], no había un solo tío que, señalando la tina abierta, no gritase:

—¡La vaca... La vaca... Allí está!

—Como la vio la Eladia, igualita.

La vaca, la vaca... No se oía más que eso. No interesaba más que eso. Algunos hasta quisieron colarse por la barriga abierta de la vasija. Y gracias a la barriga del Padre Higuea, que taponó justo el hueco [tan lozano estaba y frondoso], no se zamparon por él.

—Señores, que no hemos venido a lo de la vaca, sino a administrar los Santos Sacramentos...

—Ya se arreglará lo de la vaca..., ya se arreglará. Se arregló Caparrota y lo ahorcaron...

No hubo lugar. El padre dio muestras de lo que era, un hombre forjado en hierro de verja de Villalpando, y no tembló de lengua y de mano al administrar sub conditione el unto u óleo con que nos despide la madre al irnos adonde... se vuelve ya, pues este maldito tiempo ha destrozado la sublime frase shakesperiana [de donde nunca tomó ningún viajero]. Hay quien vuelve. Con llamarle y hacer unas simplezas, hete aquí al que queréis y diciendo cosas que, dicho sea con toda clase de respetos, si el otro mundo es como los dos de aquí abajo..., estamos aviados. Y no hay más que oírlos para ver que con alas... estamos peor.

En fin, seamos de nuestro tiempo. Corramos. Riámonos de pormenores y digamos qué ocurrió con lo de la vaca, dejando a un lado funerales, entierros y demás rutinas del caso, hasta lo que había de parecer nuevo siendo tan viejo, las plañideras de pago, y colocando aparte que ese día las Cucas cerraron el establecimiento y se fueron durante todo el día, según unos, a Salamanca, y según otros, a Avila.

—¿De qué le servirá a Varetas en el otro barrio la vaca? —había dicho Agripino al enterrarle.

Llamados todos los cerrajeros y diestros en hierros, que en España siempre fueron muchos y mejores que en cualquier parte del universo, tal vez por los muchos que nos han oprimido siempre y ha habido necesidad de romper idealizar; dicho esto, que no está mal ni de más, aunque non erat hic locus, anotemos que los herreros, quizás sugestionados, se confesaron incapaces de entender aquella puerta que examinaban desde el agujero de la botija.

El Padre Higuea, que presidía el enorme montón de la parentela allí en vilo y suspensión, que parecían espiritados, fue de otra opinión, y, metiéndose en la tinaja, empujó sencillamente y abrió... porque ya estaba abierto.

Traídos candiles y luminarias, se vio la vaca y se ojeó el recinto, cuyo centro ocupaba.

Tal y como lo vio en el barreño la vieja Eladia así era todo.

Un ¡ah! enteramente novelesco se escapó de todos y se comunicó a los que no podían ver.

La vaca era ni más ni menos que la visión de la Eladia. Unicamente el cuero de la piel era roído por los mohos, que los entendidos en achaques de tenerías llaman peni-cilios.

Allí estaba la vaca, espantosamente sola, descabezada y monda, con sus zancos por patas, su cola con plumero o hisopo, su cabujón recogido y la bolsa de las ubres acogollada o repolluda con sogas.

Todos los corazones temblaron, menos el Arcipreste, que, sin tocar el cuero de la vaca, dijo estas palabras en latín, con el santo objeto de que todos le entendiesen, y aprovechamos estos solemnes momentos para advertir que tal es la raíz de nuestro genio latino que cuando latineamos en el lenguaje del Lacio damos por seguro que todos nos entienden...

—... Judicamus de aliis et praecognoscimus in ipsis...

Frasecita de Santo Tomás [el Buey Mudo, no el del dedo en la llaga] que viene a ser como quien parte de lo que no sabe para volver a lo que no entiende, y que hacía doble honor al Arcipreste.

Primero, porque para traer a los labios esa frase de la Summa se necesita conocerla de cabeza a rabo, lo que no es una canonjía en Coria; y luego, porque se tragó la vaca de rabo a pescuezo... inquirendo et ab uno in aliud dis-currendo..., esto ya por nuestra cuenta, cinco cuestiones más abajo del libro enorme.

O sea que la óptima pars de la vaca se había evaporado.

—Esta vaca, queridos hermanos en el Señor—dijo el Padre Higuea volviéndose a la familia, emocionada hasta el caño de los huesos—, tuvo..., pero no tiene... Un día in vertice animae seu mentís, que dice el Angélico, o en el centro muy interior del alma, que dice mejor nuestra Teresa, esta bestia, hoy rellena de paja, lo estuvo de oro. Tocad y os convenceréis. Tangite et videte, fratres...

Con el alma en un hilo y el corazón en la boca tocaron todos.

¡Con la gana que tenían de hacerlo!... Y paja en su vientre.

—La vaca se desinfla—oían allá en sus conciencias.

—La Eladia...

—Las Cucas...

—El hombre a caballo que viene a llevarse la vaca...

Sólo el buen don Juan conservaba la serenidad, debido, sin género de duda, a que, como estaba ya loco, no podía perder la chaveta.

Feria más desaborida no la vio el pueblo nunca. El luto por partida doble que guardaban las familias a tío Varetas ennegreció la voluntad de todos y repercutió inclusive en el gran lavadero de piedra del ejío, donde se comentaban los sucesos extraordinarios que en poco tiempo habían caído sobre el pueblo; desde el asunto de las Cucas a la llegada, con el señor obispo, de un su familiar nombrado seráfico de Santa Oliva, santo varón o que lo parecía, pero mucho más feo que fue Picio, y al lado del que los hombres más esmirriados, flacos, asténicos y corvos de la población, Cóquilis y el matarife Domingo de Pasión [que no era mote, sino nombre y sin más calacuerda de apellidos] parecían un canon de Praxiteles o un Hermes de Mirón.

¡Oh, qué razón tiene Sacristán [en su Figura y carácter]! Carácter y figura en este tipo no tenían asimetría alguna, y a quererme yo lucir con este hipertiroideo [con su bocio y todo] os empeñara otra vez en lo del judaismo, porque, no bien [lo] vio la gente, cuando lo diputó por un paisano de Nuestro Señor, de aquellos que, como buenos paisanos, le sacaron hasta la última gota de sangre, desde los cinco mil cuatrocientos noventa y cinco azotes que le dieron los sicarios [según Cartujano, en Vita Christi] hasta la lanzada de Longinos, lanza que, regalada por Bayaceto al Papa Alejandro, veneramos hoy.

Que corren por esos mundos de Dios infinidad de tipos como Picio. Carracuca, Callejas, Zafra, y demás a los que Gestoso devolviera en gracioso libro su ser natural, lo que prueba que su rareza es una realidad extraordinariamente viva.

No bien llegado al pueblo, no se volvió a estar quieto el tipo. Parecía enfermo del baile de San Vito o estar agitado por el movimiento browniano. La ciencia ha estudiado muy bien esta irritabilidad, e indudablemente Loeb habría confirmado en él los dinamismos de la simetría bilateral del organismo, o la orientación axial, un Vervorn...; pero el pueblo le entendió mejor y, como nuestros sentidos pueden apreciar intervalos de décima de segundo, se dio el gustazo de seguirle sus pasos y gestos. Cuánta verdad es que el destino pone al lado del veneno el antídoto. Bastó Seráfico de Santa Oliva para que se aclarara en lo posible el nublado que cernió sobre las almas la muerte del tío Varetas, es decir, la fuga mágica de la fortuna del tío.

En todas las casas se metía, todo lo visitaba, quería enterarse de todo. El lance de la vaca le había llenado de entusiasmo, y cuando vio el esperpento dentro de la tinaja le comparó al caballo de Troya, lo que revelaba agudeza clásica, por otra parte nada extraña en un tío tan afilado... El Cristo Pobre de San Gil también le agradó mucho. Era una cosa nueva en Cristos... Eso de crecerle las uñas y pelos, eso no; eso en España es más común que un pueblo. Lo que le extrañaba y lo merecía era que se llamase Cristo Pobre siendo el pueblo tan rico. Cristo Pobre... El Cristo era una imagen que aun queriéndola hacer mal por el poco dinero que le dieron, no le salió al imaginero tan mal como quería. Todo el año permanecía encerradito en una capilla aislada a la salida del pueblo, de esos Oratorios que los españoles tomaron a la costumbre romana. Nadie le hacía caso hasta llegar la fiesta. Entonces su Cofradía y Mayordomo celebraban pobremente a su Cristo Pobre, atiborrando la sacristía de dulces y vinos, corriendo toros en la plaza, bailoteando en torno de puestecitos como el que pusieron las Cucas a la puerta de su Mancebía y... quemando la Parroquia con cohetes.

Seráfico se extasiaba. Hay que ver las cosas que ocurren en los pueblos. Si se supieran... Mire usted que disparar cohete tras cohete a la torre de la Inestal para que ardiera... Tres años ardió y tres años consecutivos hubo de venir el Obispo anterior para consagrar las obras. Claro... el pueblo era tan rico que no sabía en qué gastarlo o tal vez fuera que el Cristo Pobre castigaba al Pueblo por tenerle tan abandonado... Y los toros... Con lo que le gustaban a él los toros. Aquel año mataba uno Domingo de Pasión... El iría a verlo. Aquella tarde Su Ilustrísima estaría con las Madres Carmelas. También visitó a la Eladia, que aún estaba en la cárcel por... acertar. Quiso hablar con la bruja y ella se negó a responderle. Tenía los ojos de tanto llorar hinchados como cebollas, pues creía la in-felizota que la iban a quemar. Bien sintió Seráfico perderse este auto de fe... bien que lo sintió. Y él creyendo que [ya] no había brujas...

—¿Y dicen ustedes que acierta?...

—Siempre, don Seráfico—le respondió Cóquilis—, pero necesita un barreño con agua.

Don Seráfico no quiso salir de la ergástula sin que la Eladia adivinara alguna cosa y trajeron un barreño.

La Eladia reventó a llorar. No y no. Ella no sabía nada de nada. Además estaba más muerta que viva desde que vio entrar en la mazmorra municipal aquel ser alto, enfaldado de negro, con el mismísimo tipo de un pendón caído a lo largo del asta, sin el rombo que le ponen debajo cuando se va de entierro...

Pero, quieras que no, la pusieron el barreño ante las narices.

De pronto se acordó Domingo de Pasión de que la Eladia no veía gota sin haber cogido antes una melopea.

—Bruja curiosa—decía el Seráfico.

—Sin vino no ve más que agua...

—Veo cuernos—clamó de improviso la harpía.

Momento fue aquél digno de un humorista, pues los unos se miraban a los otros, no por si alguno poseía esas prolongaciones malévolas, sino asombrados de que viera sin vino y de que viera cuernos.

—¿Cuernos de quién?—preguntó Seráfico bastante intrigado.

—De toro.

—¡Ah!—exclamó don Seráfico como si le hubieran librado de algo...

—Y que a la muerte matan—añadió la Eladia.

—Y que a la muerte matan...—repetían todos...

Pero no se la pudo sacar más del cuerpo.

En la puerta de las Cucas, don Seráfico, mantenido a prudente distancia, se hacía lenguas de la fama adquirida por aquellas mujeres. Según él, Su Ilustrísima estaba muy preocupado con ellas. Habían ido a Palacio, en Salamanca, y le expusieron su caso... No se les podía negar la entrada en la iglesia de ninguna manera. Luego ¡qué generosidad, qué esplendidez en las limosnas!...

—Deben ser riquísimas—concluyó el afilado e inacabable fámulo.

Riquísimas... Justo. El pueblo no tuvo la menor duda de que la Vaca fue para ellas. Y ya estamos hartos de saber que al pueblo le pasa lo que a su Eladia: que no se equivoca nunca.

Todas las investigaciones hechas esta vez, a bajo cuerda pero muy en serio, dieron resultado negativo en serio también.

Y si era verdad que la Vaca, con el fortunón que debió empanzar, fue a parar a las Cu cas... ¡qué venganza!... Eso se llama vengarse de una vez, sin piedra ni palo... Ahí es nada herir a todas las familias en montón, clavarlas en lo que más hubieran de sentir. El viejo Varetas, a excepción de los majuelos, viñedos de verdeo y unas tierras de pan llevar que pudieran heredar los que tuvieran derecho, había realizado su tesoro enorme en moneda viva. Pero... ¿y si la

Que uno de los términos de comparación de nuestra pueblo es la palabra obispo; lo que revela la importancia que tienen, la justicia de la que ellos se dan y que, en momentos como el de estas líneas, conviene a los escritores no discutírsela, sino antes bien sahumarla.

Vaca no tuvo en la barriga nunca nada? ¿Quién podía asegurar en justicia que la Vaca contuvo un tesoro y no la paja que comprobaron en su inspección? Que el viejo avaro escondía su riqueza en alguna topera o yacija, eso era seguro. Pero a excepción de la Eladia...

La pobre mujer estaba pagando el pato. Si la retenían encarcelada era a ver si le sacaban algo en claro, pero sin barreño, ni agua, ni vino. Y la Eladia sin barreño no veía... ni claro ni turbio.

—Pero, en definitiva, ¿quién era aquel hombre a caballo que viene a llevarse la Vaca?...

—¿Y cómo vio que estaba muerto el tío Varetas?

—Viéndolo—respondía la infeliz.

Las Cucas no decían esta boca es mía. Cerraron la casa de las uvas el día del entierro, abrieron al día siguiente y ellas y... ellos siguieron como siempre. En la casa no había variado ni el carácter de Crescencia.

Unicamente, según dicen que dicen, don Donato, el Justicia, alumbró una idea que era de cataplasma.

—Si dejan de ser zorras, ciertos son los toros.

No dejaron de serlo. Y ¿por qué habían de dejarlo de serlo?... La tragedia de aquellas siete mujeres, burla burlando era una tragedia viva, capaz de espeluznar al mismo que las inventó. Al entrar por ese camino se cerró toda salida; se la cerraron ellas. Es ésta, la nuestra, Raza que se ha acostumbrado a quemar las naves en todo. Tarda hasta la desesperación en determinarse, ¿quién detiene su inercia, su aceleración?

Lo que resultó de la Vaca fue que el miedo a las Cucas se acentuó hasta el pavor. Adivinaban o creyeron adivinar detrás de las muchachas una fuerza ciega que las impulsaba... Aquella Saturna, aquella madre Saturnina que fue un día capaz de entregar a la Justicia a su propio marido en vez de ocultar su crimen... Esa mujer tan callada, tan laboriosa, de tan profundo sentido devoto...

Los putañeros, al describir la vida en la mancebía, pintaban a la madre Saturna como una cosa del otro Mundo, siempre atareada, previéndolo todo, contentando a todos y sin una sonrisa, sin dar motivo al más vil de una injuria o de un fraseo dudoso.

La madre ¿sola?... Todas las cinco oficiaban como autómatas, incansables, poniendo a contribución de una idea fija todo lo que fuese necesario, pero con un sentido de la fatalidad y de lo irremediable que a los hombres les calaba hasta los huesos.

¿Cómo conciliaban esas criaturas tan diversas maneras de conducirse?

Ahora, en la Fiesta del Cristo Pobre, ellas dieron al Mayordomo de la cofradía la cantidad de dinero más fuerte. El Cristo al que le crecían barbas y uñas habría de pasar delante de la casa de las uvas y, ellas, las Cucas, las siete, caminar detrás de él, marchar en la procesión. ¡En una procesión en que presidía el Obispo!... Sin la cantidad aportada por las Cucas la procesión no se hubiera podido organizar, ni arreglar la plaza para los toros, ni traer los costosos juegos del polvorista...

Cuando las señoras supieron que las Cucas irían en la procesión se negaron a formar en ella y amenazaron con suprimirla; pero el Mayordomo, que era todo un hombre, las dijo que el Cristo saldría aquel año aunque fuera solo. Y el señor Obispo, que recibió a la Comisión en casa del Padre Higuea, donde se hospedaba, sin los latines del Arcipreste [que, aquí entre nosotros, tenía en el cuerpo una docena de obispos como la muestra] mas con el prestigio de esa ropa de color de vino caído sobre mantel, cappa repleta mero, y esa cruz de oro tan grande, caía sobre el pecho, el pectoral, contuvo su furia femenina.

Oh, qué limpio y frígidísimo el señor Obispo... Qué re-queteguapo y bien oliente... Con zapatos de hebillas y medias moradas... Sin un pelo en la cara. Y no como el Padre Higuea, tan desastrado y desaseado que le salían pelos de la nariz y de las orejas y unos en las cejas que parecían sauces sobre charcos. Y qué calma, qué reposo, qué meditado todo lo que decía, tan dulce de vainilla, tan breve..., ocultando su parecer como Dios Padre ocultó siempre su cara... Patrem enim invisibilem existentem... Así da gusto que le digan a una que no.

Esta última frasecita de Julita la Mica era todo un juicio femenino.

Su Ilustrísima, detrás del cual se erguía hasta dos milímetros justos del techo don Seráfico de Santa Oliva, semejante al palo mayor o vertical de la Cruz de Cristo, les dijo sin decírselo que... el Cristo Pobre saldría aquel año. Pero... lo que es decir las cosas bien... y conocer el corazón de la mujer. Si sintieron pena fue de que no hablara más.

—Nos ha parecido, carísimas, que el Cristo Pobre es venerado con escaso esplendor y queremos que este año sea reparado tan lamentable desacato...

—In quibus Deus, hujus sceculi exccecavit mentes infide-lium...—ponía al margen el Arcipreste.

—Tiene razón nuestro apreciabilísimo Padre Higuea, hijas mías: en este siglo las inteligencias...

Siempre que el Padre Higuea [metía] un latín en el hablar del Obispo el don Seráfico revolvía los ojos y le daba a los dos dedos gordos de sus manos aire de molino que voltea... Así las mujeres, que se enrabiaban de oír cortada aquella dicción meliflua, fluida, perfumada y tintórea.

—Mas el Señor Nuestro Bien provee a tiempo, dilectas hermanas, y de aquello que el Príncipe del Averno engendra un mal, crea El un rayo de luz...

Nihil enim vacuum, ñeque sine signo apud Deum...—encuñaba el Arcipreste.

—Oh Padre, qué bien decís; la sombra está llena de sentido y para El no hay daño alguno.

—Ñeque otiosa tanquam a sapiente artífice darentur... —añadía don Juan, apurando la cita escrituraria y su taza de vino, que por la colocación parecía el tintero de Santa Teresa.

Un observador habría notado que el señor Obispo cerraba sus ojos cuando se dirigía al Padre por no verle beber con tan escandalosa frecuencia o por no verle simplemente, pues hay que notar lo molesto que es a un espíritu frágil y delicado que le digan en latín lo que debió ocu-rrírsele de saberlo de antemano.

Aliviando. Que Su Ilustrísima las aconsejó dieran a la procesión con el encanto de su asistencia y el fulgor de su belleza una visión adelantada de las que en el Reino de los Cielos se celebrarán cuando la entropía del Universo llegue a su máximo y termine el Mundo.

—Clausius—dijo el Padre oyendo eso de entropía, pues de Clausius era la idea y no del Obispo.

El señor Obispo le miró esta vez, movió el molinillo don Seráfico y las damas atortoladas prometieron vender sus joyas para que el culto al Cristo Pobre resplandeciese.

—Pero con una condición que servidora, en nombre de todas, se atreve a exponer a Su Ilustrísima Reverencia —dijo una de las sobrinas del Padre Higuea.

—Decid.

—Que las Cucas no irán en la procesión del Cristo.

Siguióse un silencio y Su Ilustrísima, mirando al Arcipreste en pastoral y con...

—Nuestro sabio Arcipreste os diría, señoras, que Dios Nuestro Señor, necesitando cultivar su Viña...

Y aquí el Señor Obispo hizo un descanso.

—... envió sus obreros; éstos, a hora prima; aquéllos, a tercia; esotros, a sexta; y aún hubo cuadrillas para la nona y la undécima... Decidme, hermanas, ¿no son los que envió los postreros, ante el Señor, tan buenos como los primeros?

Don Seráfico lanzó un suspiro fuerte que quería indicar a don Juan que también el señor Obispo sabía aplicar los Libros Santos.

—Y que no sacaron partido de esa parábola los Valen-tinianos con sus eons de Plérome...—dijo don Juan, atizándose uno de vino y levantándose a buscar en Barth el Die Interpretation des Nenuen testaments, y tener de qué hablar más tarde con Su Ilustrísima.

—Las Cucas, permitidme, Padre Juan, que ahora hablaremos de esos herejes, no han perdido su fe como han perdido...

—La vergüenza—interrumpió, en mujer pura, otra sobrina de Higuea...

Resultando. Que las Cucas salieron en la procesión; que el señor Obispo la presidió; y que pocas veces tuvo tanto esplendor. Que pasó el Cristo Pobre delante de la casa de las uvas y que, en ese instante, a la Saturna se le cayó al suelo una lágrima como uno de esos goterones de tormenta que se aplastan sobre el suelo después del primer trueno.

Pero la cosa llegó a mayores... Arrodilladas las siete mujeres delante del Obispo éste las bendijo [y aunque un poco de prisa], bendición era y de las que dejan ronchas y recuerdos. Por cierto que, al fijarse en Crescencia, vaciló en el aire la cruz de aquellas manos tan pulcras.

—¿También tú?—preguntó el Obispo a la niña.

—¡Ella no!—rugió la Saturna.

Algunos, precisamente los que no la vieron, como sucede siempre, han dado a esta curiosa escena un valor que no tiene y unos vuelos que, vamos, ni tanto ni tan calvo. Lo que le pasó al señor Obispo es que Sus Ilustrísimas son mortales y que... viendo aquel terrón de azúcar... se le fue el santo al cielo y tembló de sorpresa al ver caída tan preciosa criatura.

¡Ella no!... Eso sí que vale. Y eso sí que fue cierto y salió de lo hondo.

Se comprende la gracia, alegría y salero que en aquellos días derrocharon las Cucas obsequiando en su puesto de la parra al que pasó por allí, que fue el pueblo entero. Estampas, maimones, dulces, bagatelas, sangrías y limonadas, servido por las siete con ese profundo sentido de cariño, cortesía y hospitalidad que se despierta en nuestra raza cuando el bienestar, por relativo que sea, hace olvidar tantas miserias como el tiempo y la historia derramaron sobre ella. Despierta... y si despierta es que está ahí todavía. Y ahí está. ¿Dónde, en qué país, qué razas sienten como esa nuestra la gracia de obsequiar? ¿Quién ofrece una cosa como nosotros? No sabemos vender [por eso la vida huye hoy de nosotros]; pero sabemos dar... hasta cuando no tenemos qué.

Algo muy lejano y muy hondo, que no es ajeno a lo que he escrito en el libro aquí y allá, ha dejado en la raza ese don de dar, de ofrecer, de compartir. ¿Es que no es oriental ese algo y profundamente oriental?

Olvidaron las Cucas su venganza y el pueblo sintió la caricia de aquellas hermosonas en el delicioso aspecto de mujeres solariegas. Vestidas con ese traje que es ruso y persa y que puesto en el cuerpo de una mujer del Cáuca-so y del Asia, no llamaría la atención por extemporáneo; limpias, vivas, afables, rumorosas, llenaban los vasos, charlaban, alternaban, negándose a todo lo que no fuera cordialidad y simpatía. Hasta parecían haber recobrado su pureza.

De todos los bailes del pueblo el suyo era el más animado y franco. No se sabe cuándo llegara aquí la jota y no se sabe cómo aquí se quedó. A los aires del canto les sucede lo que a los gérmenes: los trae el viento y la luz. ¿No viajan en un rayo de luz por los espacio siderales vitalidades de otros mundos? Pues lo que ha probado Arrenius y no sólo él ser cierto, bien puede ocurrir en la tierra con las cancio

Que ha tenido en la raza tal éxito el aire de la jota que logró aragonizar y consiguió aclimatarse en el alma tan opuesta de nuestras regiones, no sin hacerla a ella bailar y no de risa, pues cada región la interpreta según su real gana.

nes. En vano es buscar la ruta. Llegaron y en paz.

La verdadera canción castellana es dura, melancólica, mortecina y de poca música. Esta raza ha sufrido mucho y ha cantado poco. Sólo en los flecos de su región esa hosquedad dulce, pero dolorosa, se raya o nimba y es luz y alborozo. Ella en sí es natural... y ¡tan natural como es! ¿Es que aquí hay algo artificial?... Pedrell, Olmeda, Haedo, Ledesma, Castri-11o... saben de estas cosas.

Cóquilis, que tan poca música sabía y tan mal cristiano era, cantaba, siempre que le sucedía algo fuerte, la religiosa Ronda de Sanabria o la movida Moralina, algo de Saya-go, alguna canción toresana. Pero algarabía, poca; y bullicio, a gotas. Sentido colectivo... coral... verdadero, no. Bailadores y tamborileros... sí. No unos Campanilleros de Bormujo o unas Armonías de la Quintana, rondallas levantinas, Cantigas e Aturuxos gallegos, las coblas catalanas, espatadan-zaris vascos... En Castilla canta el hombre y la mujer solos y hacia... dentro. Y la mujer, no mucho y el hombre poco, muy poco. Eso de las ricas tonás de la tierra debía escribirse así: tonadas ricas en tierra.

Musiquilla fácil, pegadiza, sin emoción, esa alma tan laborada la rechaza. ¿Qué le han sucedido a sus soleras oriental, bizantina y persa? Dale con mi manía de orientalizar pueblos como éstos. Pero... por San Leandro, que a gastar tinta, vendríamos a parar que me sobra razón por el artejo. Durante siglos, y no muchos, esa raza ha gastado los temas policromos que la importaron y les bañó de su modo de ser, decolorando su cromatismo como la luz aplaca y tuesta el vigor decorativo de los cantillos de fosaifesa. Los cantos rusos traídos en nuestros días han zarandeado cosas hondas y la sangre misma con delicadezas y pathos que [estaban ya] aquí.

Estaban aquí... Aquí yacen soterrañas maravillas de interpretación. Bien rica es el alma. Pero ésta se volvió violentísima, no dinámica, sino rebelde, empinada, cortada como veril o perfil de costa. La jota cayó en terreno propicio cuando la trajeron. ¿Habrá algo tan fuera del espíritu de estos campos como la jota? Y andad o ved el baile de las Cucas y los bailes de todas las casas que celebran la Feria del Cristo Pobre... sólo se oyen jotas. Otro aire no hay. Jotas cantadas, jotas danzadas. Aquí o allá, algo al agudillo, que a Bruno le sabe a gloria por ser allí, de donde él es. Allá y aquí cantos que saben a los del Arcipreste de Hita, perdidos hoy y hoy sí que son perdidos y marrajos y no [antes].

Mas la jota castellana ha pagado caro el transporte y es una jota poco pródiga de alegrías, poco pernera y galopante. Esta gente, qué diablo, que canta como escribe, no sabe danzar ni tiene [qué] danzar. Cuando la sangre bulle, bailan y tiempo largo, pero es la sangre... quien danza. Tamboril, pitos, romerías; romerías, pitos, tamboril... Jotas ahi-padas, compendiadas, ahogadas en su expansión casi epiléptica, fieramente almogávar. La jota pide vino; mas no el vino de aquí. Este vino no alborota, amarga. No sino ver a la pobre Eladia que en cuanto bebe y... ya sin beber ve el porvenir y a través. El bullicio castellano es serio, agraz y ante todo interrogante como un salmo hebreo. ¿Por qué, Señor, soy yo malo? Así es capaz esta gente de cantar. Además, y terminemos la devanadera, ¿no canta ya bastante su lenguaje seco y mondo? ¿Necesita música su fa-bla?...

Júbilo rústico sin jovialidad, aquí la jota es cosa pegadiza, de enredos saltarines y zapatetas, dislocaciones disparatadas que no se sienten, pero que las necesitan.

Jota y vino en bota y mañana... toros, unos toros como ese vino y esa jota. Y que no sabe bien, mi madre, estar bailando, bebiendo, manoseando a esta Cuca y a la otra y oír a lo lejos el martilleo carpinteril que levanta los tablados y estacas en la plaza para los toros.

Domingo de Pasión está bien regalado. Ha de beber y bailar porque torea mañana. Porque torea mañana no debía beber. Pero eso... no es de hombres. Cosmito, el topógrafo ideal, entre sorbo y sorbo y, esto debía decirse, entre baño y baño, le da lecciones teóricas de lidia, apretándose la chaqueta más que la lleva y rugiéndole a una pobre silla, que lo único que tiene de bestia es el estar sobre cuatro patas. Pero algo es algo y cuernos los vemos nosotros en la luna.

—Mira, Domingo, me lo tomas así y me lo empapas.

Y acercándose Cosmito a la silla, que lo mira azarada y no es hipérbole panteísta, la grita un ¡toro! que hace decir a todos un ¡olé! maravillosamente coral.

Entre las lecciones de arrimen que le da Cosme el Teodolito y el vino que al matarife le están metiendo en el cuerpo, si mañana no queda bien, no sé para cuándo lo ha de dejar.

Y zas... En nombrando al ruin de Roma... asoma. Que ¿quién? ¿Quién ha de ser? Lo menos lógico del Mundo. No había acabado de recordar Domingo de Pasión a don Seráfico, cuando... zas... él allí.

Este zas, literalmente hablando, es una calamidad o coladura; pero las apariciones, dicen los herméticos, rompen al surgir un medio amoniacal. Y una onomatopeyita no está mal, francamente...

—¡Don Seráfico!

Don Seráfico en persona, alto como un soldado de Cataluña [que cantan las chicas en corro y Dios sabe por qué recuerdos], altísimo superlativamente, inservible ni para espantapájaros porque si al familiar del Obispo Melchor le colocan en un plantío de pelele, le toman nuestras hermanas las avecillas por un tronco de álamo seco.

—¡Don Seráfico!

Don Seráfico, en el baile de las Cucas... De paisano. Sin sotana. Y, si con sotana parecía la muerte, de persona vestido... era la sublimación de una quintaesencia de risa y tararira.

Venía de la plaza de ver arreglar el ruedo. Los toros eran su flaco—¡y tan flaco él mismo!—. Los maletas estaban en la posada de los Bandos, descansando del viaje hecho a pie desde Salamanca, en una pesebrera que les dejó el Ulpiano. Los había despertado para hablar con ellos porque todo lo que reza con los toros le chalaba. Tenía gracia el pilluelo ese de Sierra Morena. Vaya susto al espabilarse y ver al tío.

—¡Oye, niño—le gritó al otro maletilla zarandeándole—, abre la visual, tú, que está aquí Don Quijote!...

La Cuca Onésima le ofreció sangría, un vaso que ni de sangre sienta al cuerpo mejor.

No creemos que Jacob se quedara cuando le dio de beber Rebeca como don Seráfico de la Oliva se pasmó al ver la Cuca, murmurando:

—Sea bendito y alabado el Santísimo Sacramento...

—Del matrimonio—interrumpió Cosmito.

—¿Bebe o no bebe?—dijo la Cuca riendo.

Subiéndose a una silla Cosmito, que como buen madrileño le llegaba a Napoleón al hombro, le dijo al oído:

—Don Seráfico, ésa es la del Varetas.

—¿La de la Vaca?... Comprendo. Sin remedio. ¡Qué mujer!

—Pues ahora le traigo otra.

Y con esa oficiosidad tan madrileña de ayudarle a uno... a bien morir y presentarle a uno... lo que más le...

Zas, Crescencia.

—¿Y esto?—preguntó el Teodolito mostrándole la Cuca como un vendedor de esclavas puede hacerlo.

—Qué grande es Dios en sus obras—musitó el incalificable—. Ojo, compadres, que ésa se lleva otra Vaca...—les dijo después.

No nos es posible ni describir lo que ocurrió hasta la del alba, ni la corrida de toros. Es decir, de ésta precisamos un corte o trozo de ella. Porque lo que sucedió no es para menos.

Las Cucas ocupaban todo un tinglado cruzado en un ángulo de pared a pared con la sabida maestría improvisadora de nuestros carpinteros [¿de los carpinteros, sólo?]. Con ellas entre otros estaba Bruno, que desafiando al pueblo no vivía sino para su Cuca y valentías de hombres existirán por ahí, pero como aquélla... Bueno... de tierra de don Rodrigo...

Esto último no es nuestro, es de Cosmito, que así hablaba del de Vivar y del valeroso médico burgalés.

Todos los ojos del pueblo estaban en las Cucas. Su historia, su modo de ser, lo que aún se esperaba de ellas, era la conversación de todos.

En la plaza ocurrían las bestialidades que ocurren en los capeos; no menos que en otras, sí más; porque es inagotable esta fuente de burradas y, si un capeo es bárbaro, otro es peor.

Mas en un momento en que el matarife Domingo era abucheado por la multitud, debido a que le metió en la barriga al toro la espada, vieron en un torbellino de polvo, carreras, gritos y desmanes, es decir, no vieron que en cierta parte del ruedo sucedía algo raro.

Algo raro. Después del ruido, un silencio, esos silencios llenos de eco que produce un asombro en la multitud, un silencio de caracola puesta en el oído. Y después del silencio, una irrupción desmesurada de voces, pataleos, llamadas, denuestros y griterío.

Cosmito fue el primero en enterarse.

—Bruno, ya tiene usted trabajo—dijo acercándose al médico.

—¿Qué?

—Que don Seráfico...

—Don Seráfico... el del Obispo.

—Sí, el de anoche; el que cogió la turca anoche...

—¿Pero qué?...

—Qué sé yo. Si no dejan verle. Si está encima Dios y su madre. Dicen que se le ven las tripas.

—Pero... ¿tenía tripas don Seráfico?—preguntó Crescencia.

Cóqulis, buscado para la Extrema Unción, escapó no a por los sagrados Vasos, que el Padre Higuea y el señor Obispo estaban en las Carmelitas, sino a ver al familiar.

En su mollera iban sonando las palabras de la Eladia:

—Veo cuernos.

—A la Muerte matan.

Luego la Muerte era don Seráfico.

El mismito. Sobre un charco de sangre yacía en los soportales el que fue familiar del Obispo. El que fue, porque su espíritu había ido a dar cuenta al Señor del poco cuidado que puso al querer sacar el estoque que metiera por la barriga al toro el matarife. El toro se había arrancado medio muerto, que es cuando atizan esas criaturas sus cornalones maestros y, a pesar de no ser don Seráfico más gordo que laja de hojaldre, la Eladia acertó una vez más y Nuestra Madre la Iglesia se quedó sin uno de esos humildes servidores, que no por su poca importancia, son menos importantes para el Servicio Divino.

¡La cara que puso el señor Obispo cuando le notificaron que a su familiar le había matado un toro!...

No creemos que se impresionara más el último general de los jesuítas, el padre Ricci, cuando Clemente XIV, después de dos horas de humillante antesala, se negó a recibirle; ni los mismos hijos de nuestro Ignacio cuando leyeron el breve papal Dominus ac Redemptor, por el que se les licenciaba por... ¡liberálones!...

—¿Que ha matado a nuestro fámulo?... ¿Quién?

—Vuecencia—dijo Cosmito [el anuncio de la noticia y que en eso de tratamientos a dignidades andaba medianejo]... Vuecencia ha de saber que un... toro.

—¿El de San Marcos?—preguntó beatíficamente el Arcipreste.

—Un pregonao de Coquilla, un salamanquino, bien puesto, fino de cabos, pastueño, bajito de agujas y con los aplomos en su sitio—explicó el madrileño en ídem.

—¡Un toro a nuestro familiar!... .

—Non erat hoc in votis...—dijo en clásico el Padre Higuea.

—En votis non erat, Padre; pero en las botas... de chipén. Menuda cogorza cogió anoche en las Cucas.

—Cogorza, cuernos, Cucas...—repetía dramáticamente Su Ilustrísima.

Aquella noche el pueblo entero murmuraba asombrado la frase de la tía Eladia:

—A la muerte matan.

Y bien. ¿Se casa o no se casa Crescencia?...

—Pues al respective de esa gaita que dicen que no; que no quiere...

—Esas Cucas están tentando a Dios; picará más alto la cría...

—No; lo que creo que dice es que no abandona ella a su madre y hermanas, aunque baje a casarla el propio apóstol de la Epístola.

El pueblo ha estado marcando siempre a sus sabios y artistas los rumbos a seguir. Dándose el caso de que, mientras los artistas han concluido por decir que al pueblo no se le debe de hacer ni caso, los sabios, haciéndosele, han llegado a descifrar las leyes del alma.

Bruno, el héroe, había pedido la mano de Crescencia a la Saturna. Estaba enamorado, como de antiguo se dice: locamente. La belleza de Crescencia era mucha; pero, con franqueza, loco necesitaba estar un hombre de tanto porvenir para renunciar a él y emparentar con la familia de un ahorcado, transformada, por obra y desgracia del carácter de un pueblo y el sentimiento femenino de venganza, en un hatajo de rameras.

De todo estaba enterado, y mejor que nosotros, Bruno.

A ser necesario describir los rasgos íntimos de este hom bre, seducido por la belleza de la Cuca chica, hubiéramos descubierto un mecanismo de conciencia bien parecido al que arrastró el alma de las Cucas.

El te quiero [locamente] de los enamorados no es una frase, sino una realidad profunda. Ese trastorno mental no es un vano lirismo, sino una verdad de corte tan sencillo como imponente. Kraepelin puede decir cuanto le dé la gana de que en trastornos mentales estamos aún en la más absoluta oscuridad. No lo creemos nosotros así. Ni el pueblo tampoco. Y es el pueblo quien desde el primer momento vio claro en estas cuestiones de amor y de pasión, y por no hacerle caso, la claridad ha sido retardada.

Vale la pena recordar, en esta nuestra narración o lo que sea, que poco importa encasillarla, que el pueblo perdonó demasiado pronto y rápidamente a las Cucas desde el momento en que cayeron. Y no las perdonó porque se diera cuenta de haberlas arrastrado él hasta el horror de la caída o batacazo inmoral [que eso no se lo dice una colectividad jamás, ni gusta que se lo digan] sino porque fueron por camino de pasión...

Ahora mismo, al solo anuncio del casorio de Crescencia y Bruno, descartadas las diatribas y crisis de angustia de la envidia, resquemores del hecho de la Vaca y envidias femeniles, el pueblo se volvía a estremecer como en los días en que Martina anunciaba la caída de las siete Cucas como algo natural.

La pasión estremece porque viene de muy hondo y porque siempre es una sorpresa. No hay cosa que sorprenda y asuste más a un alma que... [encontrarse ya amando].

Sólo los noveladores viejos de almas podían infantilmente preguntarse: ¿Cómo ha sido esto? Y describir punto por punto las etapas del amor. Cuando éste aparece fuera ya está. Estaba hacía tiempo.

Bruno sufrió poco. Se hubiera casado con Crescencia si ésta no fuese ya virgen. El que lo fuera, el que tan arrogantemente la liberaran de ese tributo a la venganza que ella fue la primera en provocar, eso no hizo sino avivar un deseo que de suyo nació poderoso e inexorable.

No se casaba con ella por redimirla, se casaba con ella porque se lo ordenaban. Así. Redimir una mujer es unir dos cerebros, nunca dos sexos. Y no hay mentira mayor que esas redenciones; ni más mema, tampoco. Bruno sintió la orden de unirse a la bella Cuca donde eso se siente.

Porque tal sensación es una orden. Y se permitió no discutir, ni complicarse lo que de sí es [ya] tan complejo.

Con lo que el héroe no contaba y posiblemente quien le inclinaba a esa locura, tampoco era con el obstáculo que a última hora [oh, esa última hora de los periódicos y de las mujeres] le oponía la Cuca misma.

¿Amaba o no amaba a Bruno?... Oh, felices tiempos en los que los pétalos arrancados de una euforbia cualquiera respondían a las mujeres bonitas o amantes que sí [porque eso de que respondieran que no ni en el Fausto, tan cerveceramente alemán].

La Cuca chica estaba como tonta... Palabras suyas. Y cuando una mujer es tan lista como Crescencia era y aun capaz de dar viveza a unas docenas y quedarse todavía ella con todo [como las cabezas de algunos santos que siendo tantas en las reliquias fueron una sola], es que le pasa algo.

Bruno quiso arrancarla esa confesión de amor, precisamente un sábado y en el brocal del pozo del tío Sabas y cuando la entenada venía a sentarse en el mismísimo sitio donde se sentó Crescencia.

Mandóle a no sé qué la Cuca, probablemente que le trajera alguna flor, y... podéis figuraos lo que ocurrió en el entretanto de la espera.

—¿Conque no era verdad que los sábados al atardecer venía a sentarse Anselma la entenada en el pozo del tío Sabas? ¿Y ésa... quién es?...

Despavoridos y en trance de perder el sentido estaban los mirones que desde lejos contemplaron en aquel atardecer a la Cuca chica.

Habían llegado hasta allí Crescencia y Bruno sin darse cuenta ni por dónde andaban ni dónde iban, que ir con una mujer es ir así en ese estado y en todos los estados.

Años hacía que el pozo de la entenada solitario en el descampado a nadie y de nada servía y sólo se atrevían a acercarse a él los gitanos o quienes descarriados con él daban de bruces.

Atardecía. Los crepúsculos son bellos siempre en todos los sitios porque el alma del hombre no ha podido olvidar aún cierto anochecer, siglos y siglos hace, un hombre acabado de salir hombre de manos de Alguien, que por ser su

Artífice más que su Padre tenía interés en que se le pareciera, tembló a esa hora viendo que el sol se iba...

Escrito lo anterior estamos por borrarlo, pero siempre habrá algún incauto que lo crea.

Atardecía. La Anselma, al ver que otra ocupaba su sitio, se sentó encima de Crescencia, se fundió en ella y, como los fantasmas tienen las dotes del cuerpo glorioso, que sólo son cuatro, pero que la primera sobraba, nadie lo notó, ni Crescencia.

El pueblo, desde lejos miraba, veía una mujer de carne y hueso en el pozo y Crescencia ni se daba cuenta de que la entenada se había colado por ella ni de que la miraban una docena frailera de comadres.

—¡Y que luego nieguen la evidencia!—decían.

—He ahí si es verdad lo de la entenada.

—A puñadas le arranco yo la cara a la que me diga que no.

Bruno se acercó a la Cuca y, sin saber que era escuchado por el fantasma de la entenada, la dijo las tonterías que dicen los que aman y que precisamente porque son las mismas siempre debieron hace tiempo demostrar la unidad de procedencia.

Pero como nos es necesario que la Cuca diga que [no] a Bruno, hay que llegar a ese [no] aunque ya le sabemos.

—¿Me quieres?—la dijo Bruno con la noble sencillez con que los hombres preguntan eso.

—Sí—dijo Crescencia.

Bruno quiso entonces tomar una mano de la Cuca en las suyas, pero la Cuca retiró esa mano, con lo que no decimos nada nuevo porque eso pasa siempre en los idilios.

Como ese [sí] sabe tan ricamente, Bruno no añadió una palabra más, temeroso como hombre de que la hembra condicionara su cariño.

Y así fue, que así es siempre también. La mujer no larga nada sino a cambio de algo y vaya usted a saber por qué. Como la primera era asiática y en ese continente han ocurrido siempre las cosas más raras que han ocurrido...

—Te quiero, Bruno..., pero...

—...Nosotros no nos podemos querer—añadió cuando quiso añadir eso.

—Siempre lo mismo, Cuca. ¿Qué importa eso?

Eso era lo otro. Y lo otro era que Cuca no se atrevía, ni quería, ni podía separarse de su madre y de sus hermanas.

Entre los doce medios que tiene la mujer para desesperar a un hombre, el mejor es desesperarle.

—Tú no te quieres separar de ellas... ¿y qué hago yo sin ti?

—Buscar otra, Bruno. Tú mereces algo mejor que yo.

—¿Mejor que tú, Cuca?...

Indudablemente, entre el encanto misterioso de la hora de los murciélagos y el diabólico enredo casual de que el fantasma de Anselma iluminara desde dentro a la Cuca, resultó que Crescencia estaba extraordinariamente hermosa.

Ella lo veía en los ojos de Bruno y... el orgullo de sentirse bella y amada la hacía... inaguantable.

—Es preciso que nos separemos—dijo Crescencia con el aplomo con que se dicen los disparates.

Bruno se arrimó más e hizo bien, porque desde ese momento a Crescencia no le fue tan fácil decir tonterías. Por algo yo he oído a los toreros que, para hacerse con un toro, todo consiste en arrimarse.

Y que la conjunción fue de ordago a la grande en mus de a cuatro, pues la Cuca no se atrevió a decir que no a una serie de dulces perspectivas que pintó Bruno y otra más excelsa de rutinas que rompió el hombre en pedazos.

—Yo no te pido, Cuca, que dejen de ser tus hermanas lo que quieran.

—Es que, aunque lo quisieras tú, serían lo... que tenemos que ser.

Ni una vez sola se acordó Crescencia de que Bruno tenía hermanos y hermanas honradas, padres, posición que se tambalearía siniestramente como el amor de su familia al saber esa unión tan mal mirada, tan siniestra en el ambiente social.

Crescencia sólo le oponía su voluntad, la venganza que [aun] no estaba satisfecha, que no había terminado aún...

—Tienen que pagarlo, Bruno.

—Deben pagarlo, Cuca. Pero a qué precio os estáis haciendo pagar el daño que os hicieron.

—No te importe.

Crescencia reía.

—Ya lo están sudando y... bien.

—¿Y vosotras no?

—Eso no te interesa.

—Tienes razón. A mí sólo me importas tú.

—¿Y luego?

—¿Luego, qué?...

—Luego... cuando yo sea tuya, ¿eh? ¿Qué pasará?... No me dirás si esto, si lo otro...

—Nunca.

—Claro. Eso lo dices ahora... No; no puede ser, Bruno.

La Cuca no conocía eso de la fatalidad y lo del abismo; si no, que allí lo larga, eso es viejo. Con lo indicado que está aquí lo de la fatalidad lo quiere o un abismo nos separa. Porque argumentos héroes habrá en esta vida, pero razones tan claras como las que existían para que entre Bruno y Cuca se abriera ese abismo, ¿dónde? Mayor abismo que una mancebía, cinco hermanas zorras y una madre alcahueta...

Mas, por el pronto, entre los dos se metía un naipe de filo y... no entraba.

—Yo te he querido desde que te vi, Cuca. ¿Te acuerdas?

Cuca no se acordaba de eso... Como Bruno no se acordó de enviar al Gobernador el informe...

Por vez primera oyó Crescencia mezclar a su belleza las uvas de la parra y notó que en el recuerdo sabía bien, muy dulce, muy dulce, eso de que las uvitas estuvieran allí cuando ella estaba... y vieran lo que... vieron.

La tarde caída hace poeta a cualquiera. Pero Bruno estuvo muy bueno. ¡Cuánto le gusta a la mujer la poesía en prosa!... Bruno hizo versos... sin quererlo, de esos versos sin rima, ni ritmo, ni cortos, ni largos, sin escuela ni moda y que en poco concluyen por tirar al pozo la Cuca, pues se habían olvidado de que se amaban al borde... del abismo.

—¡El pozo de Anselma! Y hoy, sábado...

—¿Tú crees en eso?

—Sí; viene los sábados.

—Hoy se ha olvidado—dijo riendo Bruno.

—No te rías, quiero que no te rías.

La Cuca sintió miedo o lo fingía y Bruno no separaba sus ojos de aquellos grandes ojos negros, de un profundo y sombrío fulgor.

—¿Será verdad?—preguntó Crescencia.

—¿No decías antes que sí?

—¿No crees en el otro Mundo?...

—Creo en ti, y en nada más.

—Los médicos no creéis en nada; ¿crees en Dios, Bruno?

El joven doctor se echó a reír y la dijo a su vez:

—Qué cosas preguntáis las mujeres.

—¿Pero crees o no?

Hay momentos en que el hombre no miente y uno de ellos es cuando es feliz. Bruno dijo con noble entereza:

—En Dios, sí.

—...Y en nada más—añadió irónica la Cuca, recordándole su frase de Creo en ti y en nada más.

Ni con taquigrafía se toma mejor una conversación. Pues, si escribo lo que pasó después, vais a creer que me lo ha dictado la entenada. No, no lo escribo. Que hablen los hechos. La noche se vino encima y aquí y allá veían unos farolitos bastante sospechos.

Que al espíritu contradictorio de nuestro modo de ser debemos los mejores aciertos en la vida y las soluciones de todos nuestros conflictos. Lamentando Cervantes que lo humano no permitiera a «La Celestina» ser un libro divino, hizo divino su «Don Quijote» acentuando en su obra lo humano.

Comprendió Bruno y camino de la casa de las uvas le dijo a Crescencia:

—Así se fortifican las supersticiones. Cualquiera les quita a esos de los farolitos que Anselma no viene al pozo.

—¿Y si es verdad que viene?

—Otra vez, Cuca; eso son simplezas.

—¿Y la Eladia es una simpleza?

—Eso...

—Eso demuestra que no sabéis una palabra.

Había en esta frase de la Cuca algo raro que entendió Bruno muy bien. Mas la evocación de la Eladia trájole al espíritu el día aquel en que la vieja delante del barreño veía un hombre a caballo que venía por la Vaca del tío Varetas.

—A usted le he visto yo en alguna parte—le dijo la Eladia, antes de escapar del tugurio de la adivinadora.

Que la Cuca le amaba ya lo sabía y no de aquella tarde. Mas Crescencia no se decidía a abandonar a sus hermanas. Casada con Bruno sería necesario marchar de allí, dejarlas. Los ojazos se le llenaban de lágrimas.

Maldecida suerte la suya. Ella, precisamente ella que las arrastró a la venganza, que debió sacrificarse la primera, era la primera, sí, pero en traicionarlas. Y con lo que aun restaba por hacer... No, no, jamás.

En vano su madre y las cinco hermanas la sermonearan. La voluntad de Crescencia les era bien conocida... ¿No entraba en el plan de venganza este casamiento? ¿Cuál de las tías jóvenes que se burlaran de ellas un día y sin piedad les trataran, no sentiría en el corazón su boda con Bruno?... Todo lo que llevaban hecho ¿qué significaba junto a la liberación de una de ellas que todas harían suya?

Y con qué hombre. Un joven que se atrevía a desafiar a un pueblo y una comarca enteros. Oh, qué pocos hombres como ése... Y, para lo que quedaba por hacer, ellas se bastaban...

Todo fue en vano. Es decir, lo hubiera sido si el Padre Higuea no existiera en este Mundo, la Casa Matriz de las Madres Carmelas, en donde estaba, y el Arcipreste no tuviese la santa costumbre de visitarlas una vez en el día, lloviera o hiciera sol, dijeran o no dijeran los sandios todo eso que se les ocurre cuando un clérigo visita monjas. Que si subterráneo, que si el celibato y el voto de castidad... que si Hildebrando y San Dámaso... Por decir, hasta decir que [ya] posean las madres la Vaca del Padre...

El caso es que cierta tarde el diligentísimo Padre Higuea que, por ir retardado un segundo y medio, volaba a sus Carmelitas con aquel buen aire de barriga que le notara la dulce Sor Eutiquia, tuvo un encuentro.

Frente a su barriga, ojos y prisa estaba Crescencia gimiendo y llorando, ella que no había llorado nunca, ni cuando hubieran llorado hasta las piedras.

El Padre Higuea, que sabía eso, lo otro, lo de más allá y la Patrología, de Bardenhewer, y que, amén del amén, era un hombre, frenó a riesgo de coger un tabardillo y se detuvo delante de la Cuca, que quiso escapar, pero que atrapó el Arcipreste con más gentileza de la que sugerían sus años.

—¿Por qué lloras?—la preguntó sin más preámbulo que meter entre sus manazas las de Crescencia.

La Cuca quiso no llorar y al mirar frente a frente al Padre en poco nos echa a perder la escenita al Padre y al que esto escribe, pues si no se le soltaron las manos fue porque las atornilló sacando de dentro tres toneladas de ergios y si habéis leído a Mach ir sumando fuerza.

Que las lágrimas de una mujer son cloruro de sodio, eso lo aprendemos en el bachillerato; que cuando una mujer llora se ablanda un cerrojo, eso es una experiencia muy bonita, si sale; pero que una mujer como Crescencia os mire como miró al Padre con las lagrimillas temblando en las pestañas de arriba y las de abajo después de haber dejado en la negrura de los ojos una luz de agua de chaparrón de abril...

Ea, que mirando así no hay hombre ni se acuerda uno de la Vaca de su hermano, ni de ir a las Carmelitas.

—¿Por qué lloras?—repitió el Arcipreste queriendo dar a la voz una entonación fiera que no le... salió sino dulce y bien dulce.

Y patapam... El se acabó. Allí fue Troya. Que el Sacramento de la Penitencia se ha hecho estudiando a la mujer

no cabe la menor... Si la mujer se confiesa no es porque

[la] confiesan; es porque, si no la confiesan, revienta. Guardar un secreto una mujer... Ni los suyos.

Dobló su cabecita charra y... agua va. Pobre Arcipreste. Si le ve alguien está arreglado porque la postura que toman las mujeres cuando desahogan sus pesares es para que terminen pronto.

—Que tú no te quieres casar y que él... se mata. Pues no os hace falta a las Cucas más que ese tomo para completar la obra.

—Se mata, Padre, se mata; lo leí en sus ojos.

—Le matas tú, ea, a casarse. Yo os caso.

Yo os caso... Sublime era eso o casi. Pero ni él lo creyó así, ni nosotros tampoco, ni la Cuca se dio por aludida.

Pero el Arcipreste [loco] repitió eso mismo en la mismísima casa de las Cucas, de la que salió echando el bofe después de dejar allí a Crescencia y tan trastornado estaba que aquel día las Madres Carmelitas no vieron a su amigo, primera vez que ocurría tal infidelidad en una sarta de años.

Y para qué darle aire al suceso. Cohetes caían en la Inestal incendiándola, pero como el que cayó sobre el pueblo al saberse que al fin se casaba la Cuca y que les casaba... ¡el Arcipreste!...

—Pero ya no se acuerda de la Vaca de su hermano; ya no...

¿Cuándo se acordó el Arcipreste de la Vaca de su hermano, ni qué gestiones hizo por saber su paradero? ¿No habíamos quedado en que estaba loco? ¿Entre tanto libróte se le hubiera podido ocurrir otra cosa?... Con los raros que son esos tíos que andan entre libros.

Pero, raro o no raro, loco o no loco, el Arcipreste, que de eso del [querer] sabía sólo que procede del latín quaestio y que por lo tanto es un problema, le había resuelto [en latín] y conforme al consejo clásico, nec Deus intersit nisi vindice nodus incideri.

Que la razón de que entre nosotros no Interesen las biografías, que tanto agradan en el mundo literario extranjero, es que se hace difícil superar en la conciencia ibérica la vida de cada uno; pues no existe raza cual la nuestra en la que, ayer como hoy, sea tan prodigiosa la riqueza de almas.

El [dios] de Esquilo y de Eurípides había estado pero que muy oportuno esta vez, pues si él no aparece [la obra de las Cucas] tiene el Tomo de que con su gracejo paleográfico hablara el Arcipreste, y esta vez escrito en caracteres elzevirios. Porque debido a uno de esos erotémata en que se resuelve la voluntad de posesión, angustiosos interrogantes de esa imperiosa voz de lo hondo que manda amar y precisamente a la que amamos y no a otra, Bruno había obedecido. O su posesión o fuera de esta vida.

Y lo que son las cosas. Nuestro gran Arcipreste, que aleara en lejanos días abstractos goces de belleza pura, vinculando actividades espirituales, sugestiones religiosas y una deliciosa sensualidad, formando un [todo] que se había roto en fuegos o chispas de contemplación, comunión y culto a la verdad sin taparrabos, ese tipo del [cura loco] adivinara en las lágrimas de la Cuca chica que iba

de veras lo de matarse Bruno, como leyó eso mismo en los ojos de Bruno la muchacha.

Para el pueblo, que no sabía ni que pensar de todo esto, el acto del Arcipreste era un arrebato [suyo], una corazonada o impulsiva gesticulación de las frecuentes a que les tenía acostumbrados.

Y no señor. Ni los nervios sueltos de sus flejes, ni mandato provindencia]; las tres fuerzas eróticas [y la del Padre era la más fuerte y complicada de todas] se entendieron perfectamente y pronto; que la prontitud en esa clase de energías es esencia, en la comprensión mutua y en la necesidad de posesión.

El Padre Higuea había resuelto con su San Juan de la Cruz, que se sabía de carrerilla, la pregunta de Sócrates a Agatón, en el banquete, y, sin leer a Simmel, tenía la conciencia de que es simultáneo en el corazón deseo y posesión; como lo son órgano y función, y gallina y huevo.

De todo lo cual resultó lo que en nuestra saladísima vida social pasa siempre, por no variar, una nueva cuestión o complicación y ésta de las insolubles... en agua de pensamiento. Véase la clase.

Esperando a Bruno y Crescencia, a los que citara en su casa don Juan para ver cómo andaban de doctrina cristiana y casarlos, supieran o no el Misterio de la Encamación... dictaba el Arcipreste a Cóquilis palabras y más palabras de seres como Hermias, Justino, Taciano, Teófilo... vivos en pretéritas edades, cuando he aquí a Jenara, el ama, que entra, deja sobre un Tratado del Gnosticismo un manojo carcelario de llaves y dice en sarcástico interrogante:

—Así es, Padre, que esa zorra va a entrar en esta santa casa.

—¿Qué?... ¿Quién? ¿De qué habla, Jenara?

—La Cuca esa que es la más perra de todas las siete.

—Crescencia...

—Sí, Crescencia; la guarra esa. Quién lo creyera, Dios santo.

—Pero mujer, señora ama...

—Qué señora ni qué rejo. Si ésa entra en esta casa, ahí están las llaves, porque ésta se va.

Hasta la Santa Teresa allí de bulto volvió la cara para reír y en poquito estuvo se le cayera la pluma en la taza de vino del Arcipreste.

Eso eran conflictos y lo demás intervenciones de exegeta herético. Ahí es hipótesis gnóstica que se vaya un ama que puso los pañuelos donde ella sólo sabe y que trae del fogón manjares que sólo ella entiende...

—Lo dicho dicho y el chocolate espeso. Esa tía y yo somos incompatibles. Aquí se va a volver loco hasta Agustino.

—¿Y me vais a abandonar, Jenara, después de tantos años?—interrogó el Arcipreste anotando en griego a un bárbaro que preguntaba en ese idioma a Teófilo, obispo de An-tioquía, este insignificante detalle: qué es lo que hacia Dios antes de crear este mundo...

—Dios es testigo, padre, que esta resolución me cuesta lo poco que me queda de vida; pero... que una a sus años vea a una zorra...

—Dios no es testigo, Jenara, Dios es juez.

—Para Teologías estamos. Con un latín en la boca del estómago...

—Hoec autem coecitas et stultilogium inde provenit vobis...

—Boba es una, sí, y bien requetebuena que pasa por cosas que...

—Ama, ama...

—Y de todo esto quien tiene la culpa verdadera es ese sucio.

Pobre Cóquilis, cabeza de turco, séante descontadas en el Purgatorio las veces que tus carrillos pasaron del rojo guinda al verde islamita.

—Sucio, más que sucio, tabernario, barbajanazo...

El bendito Padre vio el cielo abierto con esto de Cóquilis y dando la razón al ama, quitándosela al sacris cuando el desgraciado Brusil no contestaba, contestando por él, empleando la ya olvidada ciencia de los silogismos y haciéndoles buenos en bárbara y baraliptón, soriteando a desmoche y bebiendo vino, consiguió que... Bruno y Crescencia entraran cuando iba a salir el ama, con lo que la escena alcanzó un insospechado punto trágico. Sobre todo en el momento en que Jenara lanzó sobre la Cuca una mirada que, si no la cruza Crescencia con otra suya del mismo estilo, hay gresca.

Ignoramos si oyeron, pero, si no, es que estaban sordos, su soberbio respingo final.

—Anda, hija, que eso es suerte; casarse siendo zorra y llevarle de dote la Vaca al marido...

Lo que sí oyeron, con los ojos, oídos y la boca abierta, fueron estas palabras del hermano del tío Varetas que, apoyaba su diestra en la cabeza de su Santa Teresa allí de bulto y, puesta en pie su alta y noble figura, les dirigía...

—Bienvenidos seáis a esta vuestra casa y que Dios os bendiga.

Appendix A

ESTE LIBRO SE TERMINO DE IMPRIMIR EL DIA DE SEPTIEMBRE DE 1967, EN LOS TALLERES DE RAMOS, ARTES GRAFICAS, MARIA ISABEL, 12, MADRID (11)

Creative Commons Attribution (CC BY 4.0)

Citation Suggestion for this Object
TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. Las siete Cucas. Las siete Cucas. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-000F-77EE-0