- I -

El día fue muy caluroso, de legítimo verano madrileño; pero quedó la noche tan fresca y apacible, que Plácida y doña Susana -hija y madre- prolongaron la velada permaneciendo en el gabinete hasta más tarde de lo acostumbrado.

El airecillo que penetraba por los anchos huecos de los balcones venía impregnado en el perfume de las acacias de la Castellana, y era tan suave que apenas movía el fleco de los cortinajes. Los ruidos que la circulación produce disminuían poco a poco; pasaban menos coches, y los tranvías a más largos intervalos, oyéndose con mayor facilidad las voces de las gentes que llamaban al sereno y las carreras que éste daba para abrir las puertas. Según iba avanzando la noche era tal el silencio, que sonaba claro y distinto el pertinaz chirrido de un grillo preso en la vecindad para recreo de chicos, y si por el paseo se acercaba un grupo de caballeros, se entendían frases enteras del diálogo. También cruzaban por entre los troncos de los árboles parejas de hombre y mujer, andando despacito y de bracete; pero de lo que éstos decían no era posible sorprender palabra, confundiéndose su amoroso cuchicheo con el apagado son que movían las ramas al rozarse. En el reloj de un convento cercano dieron las doce, vibrando lenta y pausadamente las campanadas.

El gabinete estaba amueblado con lujo, indicando por los menores detalles comodidad, holgura, y sobre todo buen gusto. En nada había señal de nobleza heredada; ni escudo bordado, ni armas esculpidas. La alfombra era gris muy clara, escogida adrede para que sobre ella resaltase la sillería de madera negra y terciopelo rojo; los respaldos de los asientos estaban resguardados con bonitos cuadros en malla de hilo imitando antiguos encajes, y los veladores y las mesas aparecían llenas de floreros, figurillas de loza, cajitas de laca y baratijas japonesas. Lo mejor y más caro era el piano, magnífico Erard de media cola, casi cubierto con un hermoso paño de brocado viejo, encima del cual relucían los lomos y los cantos de algunos libros lujosamente encuadernados. En los ángulos de la habitación, y ante los balcones, había plantas en hermosos jarrones; dracenas y latanias de anchas hojas, cuyas sombras temblaban en el techo, se posaban, sobre los muebles, o dibujándose en las paredes obscurecían los arabescos de oro del papel que cubría los muros.

Junto al velador central estaba doña Susana sentada, y leyendo a favor de una gran lámpara provista de pantalla hecha con muselina blanca y lazos de seda. Plácida tocaba el piano. Habían salido a primera hora de la noche y aún tenían puestos trajes de calle, casi de alivio de luto: el de la madre todo negro con adornos de azabache; el de la hija negro también con profusión de estrechas cintas de raso.

Por su manera de leer y de tocar se podía conjeturar algo de sus respectivos genios. Doña Susana dejaba caer con frecuencia el libro sobre la falda, tomando en su lugar un periódico, que tampoco le duraba mucho entre las manos, pues automáticamente volvía a coger de pronto la novela sin cuidarse de continuarla donde la dejó. Además, prescindía de las descripciones largas, aunque estuvieran bien hechas, saltando páginas hasta encontrar trozos dialogados; otras veces abría el libro de pronto por el último capítulo, para ver en qué paraba aquello.

Plácida tocaba con extraordinaria atención: después de colocada una pieza en el atril, todo cuidado le parecía poco, y en tropezando con la menor dificultad no seguía adelante hasta vencerla: dos, tres, muchas veces repetía el mismo pasaje, con igual constancia, obstinada, perseverante en lograr el acierto; y luego de dominado el obstáculo, continuaba tranquila, segura de no volver a tropezar en lo aprendido.

A pesar del estrecho vínculo por que estaban unidas, no se parecían físicamente. La madre era alta y gruesa; tenía las facciones redondas, la tez blanca, los ojos de un azul muy claro; el pelo, que en la juventud debió de ser bastante rubio, se le había ido obscureciendo, y hacia la parte de las sienes estaba más canoso de lo que ella quisiera; las mejillas eran muy carminosas, los labios algo abultados y las manos blanquísimas: parecía el original de una antigua dama flamenca retratada por Rubens, contrastando con su aspecto reposado y flemático aquella viveza que con tanta facilidad la hacía variar de postura, distraerse con cualquier ruido y leer sin sosiego.

Plácida no podía ser calificada de hermosa, y aun para llamarla bonita de primera intención era necesaria cierta galantería. Al pronto nada había en ella que cautivase: ni los ojos, ni la boca, ni las líneas generales del rostro, sorprendían por su belleza. En la calle, al paso, no era de las que arrancan frases de admiración, ni se volvía nadie a mirarla. En cambio, viéndola con frecuencia, su semblante descubría, poco a poco, rasgos que la hacían extremadamente agradable: comenzaba por parecer simpática, y concluía deleitando, como si fuese realmente primorosa. Los ojos garzos, muy obscuros, no eran grandes; pero poseían la virtud de revelar con fidelidad grandísima las emociones que su alma recibía, lo cual, al mirar, les daba expresión de encantadora lealtad. La boca no era pequeña; mas tenía los labios muy rojos, del color brillante de la cereza soleada, y al reír mostraba los dientes pequeñitos, bien puestos y blanquísimos. Su más poderoso atractivo consistía en la gracia elegante y fina de que parecían animados todos sus gestos y actitudes; gracia no estudiada ni producida por la malicia de la coquetería, sino ingénita, connatural, por la que sentada adoptaba instintivamente posturas bonitas, y en echando a andar imprimía a sus movimientos encanto indescriptible, mezcla del garbo de la andaluza y la gentileza de la madrileña. Con vestido escotado o traje que acusase bien las curvas del talle, pecho y brazos, podía, sin miedo pasear junto a mujeres muy hermosas; porque entre lo que de ella se veía y lo que se adivinaba, la más torpe imaginación comprendía que si las líneas del rostro no eran irreprochables, en desquite, tenía el cuerpo admirablemente formado.

Se asemejaba a esas obras de arte que a la primera ojeada no despiertan entusiasmo, por antojársenos demasiado sencillas, y que luego de contempladas causan admiración. En bailes, saraos y teatros su destino era pasar inadvertida, o poco menos; pero quien se le acercaba un día tras otro, corría riesgo de ir insensiblemente fijándose en la dulzura de su fisonomía, lo airoso de su andar, la franca alegría de su risa y en las promesas de belleza que hacían los pliegues de sus ropas, hasta quedar enamorado; como si la voz de Plácida, tomando por los oídos el camino del alma, le hubiera servido de bebedizo. No parecía fácil que nadie se prendase de ella por verla una vez sola: a la larga, era natural que causase impresión honda y duradera. Sus amigas llegaban hasta llamarla feúcha y rara; los hombres que al principio no la miraban, concluían a veces haciéndola más caso que a otras de incontestable belleza.

Hacía ya buen rato que había dado la media noche, cuando de pronto entró por los balcones una ráfaga de aire fresco, casi frío, que hinchiendo las cortinas amenazó apagar las luces. Entonces la madre se levantó a buscar una pañoleta con que cubrirse los hombros, y viendo en el reloj la hora exclamó:

-¡Si es cerca de la una! ¿No dormimos hoy?

-Deja que acabe esto que le gustaba tanto a papá -repuso Plácida.

Sus ágiles dedos oprimieron con exquisita dulzura las teclas; y en el mayor silencio, sin que Susana se atreviese a interrumpirla nuevamente, concluyó de tocar una sonata de Schumann que parecía compuesta de quejas y lamentos. Al terminar, casi lloraba.

-¡Jesús, hija, qué romántica te pone la música!

-No es la música; es que me acuerdo... Vamos, que no me puedo acostumbrar.

Cerró despacito el piano, se enjugó los ojos con el pañuelo, y acercándose a su madre comenzó a destrenzarla el pelo y arreglárselo para que se acostara; doña Susana desplegó sobre su regazo el periódico, y Plácida fue echando sobre el papel las horquillas.

-También hoy has tenido carta, ¿verdad? -preguntó la primera.

-Sí; todo está corriente. Mañana sale él de París; llegará el jueves. Los pocos muebles que faltaban, o vienen de camino, o estarán ya en la estación de aquí.

-¿Y los vestidos?

-Los trae él; dice que conoce a uno de la aduana y que le buscará, a ver si logra que no le desbaraten las cajas.

-De modo que es cuestión de días...

-Claro; lo fijaréis para cuando queráis.

-Lo fijaréis... lo fijaréis. Eso es cosa vuestra. Nunca he visto novios más frescos; especialmente tú.

-Bueno, pues él lo designará.

-Cualquiera diría que os casan por fuerza, como en las comedias. Pues mira, hijita; a los veintiuno cumplidos, ya es hora de casarse.

-Si viviese papá, pudiera ser que no.

-Cuanto más me fijo en tu... vamos, en tu falta de entusiasmo, menos lo entiendo. Fernandito es lo que se llama un hombre bien educado, un buen mozo; entre lo que reunís, os podéis llamar ricos; está contigo que no sabe qué hacerse para agradarte; anda bebiendo por ti los vientos, ¿y aún te quejas?

-Quejarme, no; pero te he oído decir mil veces que el asunto no es cosa de juego.

-Es que no te casas a ciegas ni por fuerza, -ni con un bobalicón, que sería lo peor. Sí, sí; ¡buena era su madre para que el chico no sepa los reales que tiene un duro, y lo que produce una peseta al cabo del año!

-Lo que es de dinero y de regalos, bien habla, y el piso de arriba lo ha puesto que es un primor.

-Oye, a propósito de regalos: ¿sabes que me ha sorprendido la pulsera de Perico?

-No sé lo que te diga: ¡cómo sabe que papá le quería tanto! ¡Qué bien enlazados están los nombres, y cuánto le he agradecido el recuerdo y lo original de la idea! Pero no suponía yo que estuviera él para esos despilfarros.

-¿Si creerás que es el Perico de cuando tenías doce años?

-Pues un médico de treinta y tres o treinta y cuatro años... no ganará mucho.

-Estás equivocada; su padre le debió de dejar algo; el tío, aquel señor tan viejo que sacó diputado a papá, también; y luego, cuando murió el doctor Romana, que tenía muy buena clientela, Perico se quedó con casi toda la visita.

-Vaya, a dormir -dijo Plácida, dando por terminada la operación de recogerla el pelo y besándola, sin mostrar empeño en prolongar el diálogo.

En seguida la acompañó hasta su dormitorio, llamó a la doncella para que le ayudase a acostarla, y se despidió diciendo a la muchacha:

-Dame luz y no vengas; me desnudaré sola.

Besó nuevamente a su madre, salió al gabinete donde habían estado hablando, y al atravesar el pasillo, en vez de ir derecha a su cuarto, se detuvo ante la puerta del que fue despacho de su padre, dudando si entraría. La vacilación le duró unos cuantos segundos; por fin, abrió quedito, sin mover ruido, y entró conservando el candelero en la mano.

La luz de la bujía no bastaba a iluminar la habitación, que parecía espaciosa; los ángulos permanecieron casi a obscuras. Tres lienzos de pared estaban totalmente cubiertos por estanterías cargadas de libros; ante el cuarto estaba la mesa, encima de la cual había unos cuantos legajos de papeles, cartas y esquelas de defunción sobrantes, sucias y manoseadas. En torno de la escribanía se veían los objetos que usaba el muerto: una caja para sellos, el raspador y media barra de lacre; plumas, ninguna, porque al otro día de morir el padre, la hija cogió y guardó las últimas que había manejado para conservarlas a modo de reliquias. Entre la escasez de claridad, el aspecto de abandono y el olor peculiar de toda estancia poco frecuentada, la habitación resultaba triste y medrosa. Las largas hileras de libros perfectamente alineados, el cesto limpio de papeles, la mesa sin la menor señal de trabajo reciente y velada por una tenue capa de polvo; todo aquel conjunto de cosas por nadie tocadas de mucho tiempo atrás, parecía representación del olvido. En el muro que no tenía estante, había puestos en cuadros varios diplomas y títulos, y en el centro un retrato viejo, de las primeras fotografías que en Madrid se hicieron, ya descolorida y amarillenta. Plácida lo miró con ternura, no como a imagen imperfecta, sino como hubiese mirado a la persona viva.

Luego dejó la luz encima de un mueble, empujó el sillón, se introdujo en el estrecho espacio que quedaba libre entre la mesa y la pared, y empinándose besó el retrato. Al sentir en los labios la frialdad del vidrio, las lágrimas se le agolparon a los ojos y apartó el rostro del cuadro. En seguida, procurando dominar la emoción, sin hacer ruido que delatase su presencia allí, colocó el sillón como antes estaba, cogió el candelero y salió, cerrando con cautela. Fue hasta su cuarto de puntillas, y al llegar encendió las dos primeras velas que halló a mano, cual si quisiera borrarse de la mente el recuerdo medroso de la oscuridad del despacho; pero avergonzada de su temor las apagó a los pocos momentos.

Su habitación constaba de dos piezas: un gabinetito, que le servía de tocador, con armario de luna y muebles tapizados de cretona clara, y la alcoba, donde además de la cama de acero, tenía un lavabo de mármol blanco y otro armario de pino barnizado, muy grande, para las ropas.

En menos de cinco minutos se recogió el pelo, se desnudó, y, cogiendo un libro, se acostó.

- II -

Ni siquiera leyó una página. Maquinalmente dejó caer sobre el embozo la mano con que sujetaba el libro, apoyó el otro codo en la almohada, y reclinando en el brazo la cabeza, quedó ensimismada y pensativa.

Aquella era una de sus últimas noches de soltera: de allí a pocos días tendría que trocar la cama estrecha y solitaria por una mayor, donde no dormiría sola, y su alcoba y su gabinete, suyos, exclusivamente suyos, por otras habitaciones, encima de cuyos muebles vería a todas horas ropas de hombre: y el cambio debía ser inmediato, porque la fecha de la boda quedaría fijada en cuanto Fernando llegase de París.

Aunque procuraba considerar las cosas fríamente, no se podía acostumbrar a la idea de dejar de vivir allí, donde vivía desde que su padre la sacó del colegio; ni mucho menos aceptaba con entusiasmo la perspectiva de cambiar su existencia libre, casi independiente, por la sujeción a una voluntad ajena.

¿Cómo no participaría su madre de la misma inquietud? ¿Acaso no la quería tanto como la quiso su padre? Desde que éste murió echaba ella de menos ciertos mimos, cierta incomparable ternura; pero en realidad, dado el genio ligero de su madre, tampoco se podía quejar: sus demostraciones de afecto estaban en relación con su carácter: consistían en acceder a caprichos menudos, en regalitos, en no poner tasa a sus deseos en materia de galas y trajes: la quería a su modo, como ella podía querer, sin darse a cavilar en cosas muy hondas ni tener quebraderos de cabeza semejantes a los que en vida experimentaría el muerto cuando pensase en cuál pudiera ser el porvenir de su hija. Por esto, sin pretender disfrazárselo, se preocupaba Plácida de la facilidad con que su madre consintió en la boda y hasta procuró que se celebrase pronto. Ella fue quien mejor acogida dispensó a Fernando cuando comenzó a frecuentar la casa; ella quien la hizo observar sus primeras galanterías; ella quien le invitó varios días a comer; ella, finalmente, quien más de una vez se lamentó de la falta de un hombre que en cierto modo las amparase y favoreciese. Y lo que menos se explicaba era por qué su madre, aunque ligera, muy inteligente, no había aquilatado con mayor previsión las cualidades de Fernando. Nadie podría negar que era buen mozo, listo, elegante, bien educado, agradabilísimo en visita y de buena familia; mas también estaba convencida de que su padre hubiera exigido más, y acaso distintas condiciones en el hombre destinado a poseerla, a llevársela como suya; porque para el entendimiento de Plácida, todo el concepto del matrimonio se resumía en la circunstancia de tener que abandonar para siempre la casa en que había crecido, convirtiéndose de niña en señorita. No le cabía duda: su padre hubiera deseado para ella hombre distinto, y en caso de aceptar a Fernando no habría sido muy a gusto. A buen seguro que, cuando empezó el galanteo, la hubiese hecho comprender que muchacha educada como ella necesitaba marido más conforme a su manera de ser.

Sin embargo, en medio de estas consideraciones que le acudían a la imaginación, no hallaba fundamento para quejarse de que realmente la casasen contra su voluntad. Estaba cierta de que ante una negativa enérgica su madre hubiera cedido. En realidad, lo que hizo no fue torcerle la inclinación, porque ella no manifestó ninguna determinada; pero, ¿bastaban las cualidades del novio a explicar la acogida que le dispensó, y luego el empeño de acelerar la boda? A estas preguntas se respondía Plácida evocando los nombres de media docena de madres de amigas suyas, que le hubieran aceptado satisfechísimas. ¿Por qué no había de pensar lo mismo la suya? En cuanto a sí misma, ¿qué móviles la impulsaron a consentir en unirse a Fernando? En primer lugar, por mucho que pretendiera disimulárselo, sus veintiún años cumplidos: todas sus compañeras de colegio estaban casadas, y por lo mismo que ella era de las que no tenían fama de bonitas, sentía cierta mortificación de amor propio, luego transformada en impaciencia. Después venía la incertidumbre de lo que el porvenir le reservase. Como su padre no tuvo nunca secretos para ella, Plácida sabía aproximadamente hasta cuánto ascendía la fortuna que les dejó. Consistía en una casa y tierras de labor en Orejuela del Rey, a pocas leguas de Madrid; otras tres casas de vecindad en los barrios bajos, y unos sesenta o setenta mil duros en papel del Estado. ¿Podía esto llamarse riqueza? ¿Tendrían siempre, ella y su madre, habilidad, tacto y prudencia para manejarse? Desde que acaeció la muerte del padre habían experimentado pérdidas en dos o tres ocasiones. ¿No era de temer que andando el tiempo, por ignorancia o falta de buen consejo, sufriesen mayores quebrantos? Lo bien alhajada que tenía la casa y la elegancia de sus trajes, les daba entre sus relaciones fama de ricas: tal vez el mismo Fernando las supusiera más acaudaladas de lo que en realidad eran. Él sí que debía de estar bien. Desde niña venía Plácida oyendo a sus padres que los de Fernando eran dueños de extensos cortijos en tierra de Andalucía: luego de enviudar, la madre fue hasta su muerte accionista de una Compañía azucarera que realizaba grandes beneficios; y, además, tenía fama de avara: su hijo debía, por tanto, ser dueño de un cuantioso caudal. Bien claro lo demostró alquilando el piso segundo de aquella misma casa en que vivía Plácida, situada en una de las calles que van a dar a la parte izquierda de la Castellana, y llenándolo de ricos muebles franceses. En pro de la desahogada posición de Fernando hablaban también los regalos que le había hecho, consistentes en algunas joyas y cuatro magníficos vestidos que él mismo traería de París, para que no los manoseasen en la aduana, e indudablemente también para gozarse en la impresión que a su novia produjese el momento de abrir las cajas. Por último, durante la temporada en que la hizo el amor, mostró ser amable, galante y espléndido. ¿Quién querría más a quién? ¿Cuál de ambos estaba más enamorado? No podía ocultársele a Plácida que el más enamorado era él. ¡Qué cosas le decía! ¡Y con qué placer le escuchaba! Lo único que la disgustaba era que, entre tanta protesta amorosa y prodigando a su belleza elogios exagerados, apenas hablase de ese cariño tranquilo y apacible que debe ser alma y base del hogar. Amor, sí, mucho amor; se la comía con los ojos. Ella, observándolo, se envanecía; pero luego, a solas, no experimentaba igual placer, como si al separarse quedara roto el encanto producido por sus ardientes frases... Miradas despacio las cosas, no era mala boda.

En lo más recóndito del alma de Plácida quedaba otra idea a la cual sentía repugnancia en llegar con el pensamiento: una especie de duda indefinible, borrosa y vaga formada de observaciones incompletas y frases que oyó truncadas, cuyo recuerdo la hacía pensar con mayor ternura en su padre, y en su madre con cierto instintivo e involuntario desvío. ¿Existiría alguna relación entre estos recelos y la actitud de Susana en lo relativo a la boda? La suspicacia iniciaba la sospecha, la conciencia la rechazaba, y la voluntad se resistía a seguir aquel camino, avergonzada de imaginar tales cosas. Mas, ¿por qué no habría sentido su madre la muerte de su marido tanto como ella misma sintió la de su padre?

En lo tocante a recuerdos amorosos, ninguno dejó huella en el espíritu de Plácida: alguna lisonja de salón, algún galanteo trivial; no recordaba más. Un verano la cortejó un teniente de Artillería muy guapo en un pueblo de baños; al invierno siguiente conoció en una tertulia a un arquitecto joven que la miraba mucho desde las puertas, sin atreverse a hablarla; en los teatros, se fijó dos o tres veces en un caballero, algo entrado en años, cuya condición y apellido ignoraba, y que también se complacía en mirarla. A esto se limitaban sus conquistas, ninguna de las cuales llegó a formalizarse. Perico, el médico de quien habían hablado, el del regalo que tanto les sorprendió por lo inesperado, no podía racionalmente incluirse entre los que la galantearon o dieron señales de intentarlo. Ni podía tampoco Plácida evocar episodio de su vida, relacionado con él, que tuviera carácter amoroso. Nunca pronunciaron sus labios frase por donde se pudiera colegir otro sentimiento que la amistad fundada en la frecuencia con que de chicos estuvieron juntos: Perico no representaba para ella más que un período de la infancia. Lo que no logró jamás explicarse fue la causa que le impulsara a dejar de visitarlas. Mucho antes de la muerte de su padre comenzó a faltar: cuando supo que estaba malo, reapareció, y siguió yendo mientras la enfermedad, y en sus últimos momentos le asistió con verdadero cariño; después las visitó un par de veces durante el novenario, y no volvió. ¿A qué obedecería este alejamiento?

Lo chocante, dado el carácter poco sociable y menos etiquetero de Perico, era que se hubiese acordado de regalarle; aunque tampoco tenía nada de particular que lo hiciera, tratándose de quien había correteado con él por los pasillos de la casa, como si fueran parientes muy cercanos.

Por fin, ya muy tarde, se le fue apaciguando a Plácida aquella inquieta actividad de pensamiento que le hizo revolver tantas ideas: cansósele la imaginación, sintió que el sueño la vencería pronto, recogió el libro que desde el embozo de la cama había caído al suelo, y matando de un soplo la bujía se acomodó para dormir.

- III -

Don Carlos Jarilla fue hombre honrado a carta cabal. Cuando joven tomó parte en las luchas políticas de su tiempo, llegando a ser diputado durante la rivalidad de Espartero y Narváez; pero en cuanto se convenció de que los políticos, aun los que parecen enemigos, se entienden y confabulan como chalanes en feria, se retiró de aquel juego de compadres, dedicándose exclusivamente al cuidado de sus bienes y al estudio de la historia y la literatura. A los pocos años de este retraimiento, y merced a unos cuantos trabajos de investigación y crítica literaria, comenzó a ser considerado como erudito chapado a la antigua, adquiriendo fama de ser el más infatigable revolvedor de archivos y bibliotecas. Sobre cualquier punto dudoso, o que le parecía tal, edificaba un monumento de datos, citas, comentarios y cotejos que lentamente tomaban forma de libro o de discurso. Sus ideas propias no eran muchas ni de gran originalidad; mas tenía, en cambio, el mérito de estudiar bien el origen, genealogía y desarrollo de las ajenas, esmerándose también en escribir correctamente, por todo lo cual adquirió reputación de laborioso concienzudo. Esta ilustración, las simpatías que le atrajo su bondadoso carácter y las buenas amistades que por su posición tenía, le abrieron en poco tiempo las puertas de dos Academias, sin protesta de nadie, porque si no era una notabilidad, valía bastante más que muchos de los que lograban igual honor. A partir de esta época su vida estuvo reconcentrada en el estudio que para él constituía verdadera delicia. No hay modo de expresar lo que gozaba llevando a la de la Lengua una palabra olvidada por Covarrubias o Nebrijas, o a la de la Historia una contradicción entre Zayas y Zurita, limitándose a esto sus placeres académicos; pues cuando llegaban ciertas vergonzosas votaciones y dictámenes, amañados, lejos de intervenir como otros en intrigas y cabildeos, votaba, y pedía por sistema lo más justo y de no ver claras las cosas, se abstenía, temeroso de que su voto y su opinión fueran torcidamente interpretados. Aquel voluntario alejamiento de la política y esta buena fe académica bastan para probar que con razón tenía fama de honrado.

En punto a negocios era la hombría de bien personificada; aunque, a decir verdad, no merecían nombre de negocios las vulgarísimas operaciones que verificaba para aumentar un poco sus rentas o costearse sin tocar a ellas la impresión de algún trabajo erudito. Quienes tenían verdaderos motivos para conocer prácticamente su bondad eran los colonos de las tierras que poseía y los inquilinos de las casas de Madrid, a los cuales complacía con mayor frecuencia de lo conveniente a su interés y acaso de lo que fuera justo. Así era; entre dispensar un beneficio, con riesgo de que no se lo agradeciesen, y dejar de hacerlo, temeroso de ser engañado, optaba sin vacilar por lo primero, diciendo que la ingratitud causa poco efecto en los buenos y que la necesidad puede fácilmente hacer peores a los malos.

Su principal mérito consistía en la rara mezcla de inteligencia y cariño con que se aplicó a la educación de su hija, inculcándole desde niña la misma bondad y elevación de ideas que él tenía.

Enviola cuando pequeña a una escuela modesta, donde sin monjas extranjeras ni compañeras aristocráticas aprendió a leer, escribir, contar y coser, todo con perfección suma; luego, en vez de aya exótica que chapurrase el castellano, le puso buenos maestros que venían a darle lección a casa, y, por último, con exquisita maña, fue inclinando su ánimo a lecturas serias, acaso demasiado serias para una joven. Don Carlos no pudo transigir nunca con la idea de que Plácida pasase una sola noche en el dormitorio de un colegio, y consideró menos nocivo lo que aprendiese en libros que lo que pudiera enseñarle el trato de otras chicas. Dadas las costumbres, comprendía la imposibilidad, y aun el peligro, de que una niña llegue a cierta edad sin sombra de malicia; y, por otra parte, no transigía con que la imaginación de Plácida se manchase antes de tiempo. Así, que la muchacha fue creciendo al lado de sus padres, en pleno hogar, en vida doméstica, sin exceso de amigas intimas, e instruyéndose más y mejor de lo que suelen las señoritas.

No era Plácida una cultilatiniparla, ni presumía de literata sabionda; pero daba gusto leer lo que escribía y observar en qué grado le habían aprovechado las lecturas. No concebía ella que hubiera quien tomase en manos libros devotos de los escritos en bárbaro, existiendo obras tan admirables como la Imitación de Cristo y La Perfecta casada; hasta le gustaban las historias bien narradas, y cuando chica, para tenerla contenta, no había cosa mejor que darle buenas comedias del teatro antiguo y moderno. Entre los amigos de sus padres hubo quien tachó de hombrunos tal educación y tales gustos; en cambio a don Carlos le parecía menos expuesto a males lo que pudiera leer en un capítulo picaresco o en una escena arriscada, que lo que oyese en una de esas visitas donde, ante niñas, se habla libremente de adulterios infames y de bodas sin amor. Hay hombres que tienen manías semejantes: unos se escandalizan de ver sin hoja de parra las estatuas, y dejan a sus mujeres ir demasiado escotadas; don Carlos no se asustaba de que su hija leyera, por ejemplo, a Tirso de Molina, y no transigía con que escuchase contar las aventuras de algunas señoras que pasaban por muy decentes. Estas ideas, malamente interpretadas, hubieran formado una marisabidilla pedante y presuntuosa; mas el buen señor vivía tan consagrado a pensar con calma hasta dónde podía llevarlas, que nunca las exageró.

Tanto se desvelaba por su hija, que no era absurdo sospechar si este cariño sería un refugio; es decir, un consuelo, un hermoso medio con que desviar de otras cosas la memoria.

Lo cierto era que doña Susana no merecía ser citada como modelo de casadas. ¿Llegó la verdad a oídos de su marido y por eso trataba él de formar sanos el corazón y el entendimiento de la hija a fin de recrearse en ellos? ¿Fingía ignorar su desdicha por no verse obligado a corregirla con escándalo? ¿Tenía miedo a una separación ruidosa? Nadie logró averiguarlo. Lo indudable era que don Carlos y doña Susana vivían, al parecer, en buena inteligencia, y que la única anomalía existente en su casa estribaba en ser él, y no ella, quien con mayor empeño atendía al cuidado de Plácida.

Supiéralo o no don Carlos, su mujer tenía un amante, con quien entabló relaciones durante una primavera en que aquél tuvo que pasar dos meses rebuscando documentos en la Biblioteca Colombina de Sevilla. Doña Susana, que ya debía de estar en mal camino, mostró gran obstinación en que Plácida acompañara a su padre, por si se ponía malo; él no se opuso, y solos marcharon el padre y la hija a Sevilla, donde por las mañanas, hasta más del mediodía, se dedicaba don Carlos a su trabajo de papelear. Al salir de la fonda para la Biblioteca, dejaba a Plácida en casa de una señora anciana, que allí conocían, y luego tornaba a recogerla para almorzar, dedicando por entero las tardes a pasear con ella.

Susana, entretanto, se dedicó en alma y cuerpo a su aventura, sin escrúpulo alguno, con aquel ardor casi senil de quien sabe que le quedan pocos años aprovechables. Conoció al amante, un tal Fulánez, mucho más joven que ella, en casa de una amiga; primero se dejó cortejar sin enojo; después con agrado, y en pocos días se entendieron la dama y el galán, facilitándolo todo la ausencia del esposo. Fulánez cogió la ocasión que se le vino a la mano, como fruta demasiado madura que cae por su propio peso, y ella cedió criminalmente, abrasada en una llamarada sensual de última hora, sin la pasión por disculpa, ni la poesía por circunstancia atenuante, ni los celos por excusa; caída vulgar con la que probó que si no dio antes oídos a la tentación, fue porque al diablo no se le ocurrió tentarla.

Los dos meses que pasaron Plácida y don Carlos en Andalucía constituyeron la luna de miel de tan prosaico y repugnante adulterio. Al regresar aquéllos, las relaciones fueron tomando distinto carácter. A Fulánez se le comenzó a pasar el capricho, contribuyendo mucho a ello las burlas de sus amigos, que le hablaban de «la señora entrada en años», y alguno más grosero de «la jamona». Por el contrario, a ella se le exacerbó el deseo con las dificultades que tenían para concertar las citas; se dio a imaginar que era como heroína de novela, que estaba mal casada, que su marido era incapaz de comprenderla ni apreciarla; procurando persuadirse por mil inconsiderados medios de que verdaderamente amaba; haciendo, en suma, cuanto le sugería su ingenio para rodear de encanto y poesía lo que carecía de ambas cosas por completo. Y como no podía quejarse de don Carlos, ni fundar en nada asomo de aborrecimiento contra él, esto mismo la impulsaba a justificarse ante sí propia con la única disculpa de estar enamorada, lo cual la hizo mostrarse cada día más rendida a su amante, con gran desasosiego de Fulánez, que si aceptó la conquista como aventura pasajera, se horrorizaba ante la idea de quedar comprometido para siempre.

Sucedió, pues, que Susana se fue enfrascando en la ilusión de que le amaba, obstinándose en darle a entender que aquélla era la verdadera pasión de su vida, y él comenzó a poner sus cinco sentidos en buscar manera de cortar las relaciones, empresa menos fácil de lo que parecía, pues en los días siguientes al regreso de don Carlos había Susana procurado y conseguido que una amiga le presentase en la casa.

En lo sucesivo, los acontecimientos ocurrieron de suerte que el adulterio tuvo funestas consecuencias. Mientras los amantes, si tal nombre merecían, estaban ocupados uno en sujetar y otro en romper el lazo que les unía, vino la muerte a empeorar la situación. Una tarde de invierno don Carlos volvió indispuesto de un entierro; a la noche se puso malo, enfermó rápidamente, y murió a los doce días. Entre lo poco que Susana le había querido y los esfuerzos de imaginación que hizo para suponerse enamorada de Fulánez, casi le pareció la viudez un suceso esperado con cobarde y mal disimulada impaciencia. Plácida sintió la orfandad como robo consistente en parte de su alma; ni siquiera admitía que la muerte fuese lógica y natural, dada la edad a que llegó su padre. Por esto Susana no entraba nunca al despacho, y hasta quiso vender los libros, a diferencia de Plácida, que en aquellos volúmenes viejos, reunidos a fuerza de tanto trabajo, y con tanto esmero conservados, veía algo del espíritu del muerto, gozándose a veces en excitarse el dolor para convencerse de que no podía el tiempo adormecerlo.

Pocas semanas después de tan triste acaecimiento estaban una noche reunidos en la sala doña Susana, Plácida, un par de amigas suyas y Fulánez, cuando entró de visita un antiguo amigo de don Carlos.

Se llamaba don Manuel Jurón, y por cariñosa confianza le decían todos en la casa don Manolito. Era de más de setenta años, pequeño y enjuto de carnes; iba muy afeitado, tenía muy blanco el pelo, la mirada en extremo inteligente, y sobre todo un aspecto tan bondadoso que inspiraba simpatía a primera vista. Vestía todo de negro, con extraordinaria pulcritud, y aunque escribano -como hubiera dicho un gran poeta- era honradísimo. Al verlo aparecer en la puerta de la sala, Plácida corrió a recibirle; él la besó en la frente, y ella en seguida le rodó la butaca más cómoda que allí había hasta el corro formado por las demás personas.

La amistad de este hombre con don Carlos fue estrechísima, tanto, que más de una vez pensó el muerto en dejarle nombrado curador de Plácida, para en el caso de que faltara Susana, y si no lo hizo fue por suponer que, dada su edad, debían de quedarle muy pocos años de vida; pero le tenía en tal concepto, que con frecuencia dijo a su hija: «Mira, nena, si yo me muriese antes que él, aconséjate de Manolito.» Además, este señor la conocía desde niña, fue su padrino de pila, la profesaba todo el cariño de que es susceptible un hombre agradecido, y era incapaz de olvidar los favores que en otro tiempo había recibido de don Carlos. Ella, en cambio, le mostró siempre esa amabilidad respetuosa que tanto agrada a los viejos de buena ley.

Había también otro motivo para que Plácida estuviese afable con él. Recién muerto don Carlos, aquel buen señor cogió a Plácida de la mano, la llevó a un extremo de la habitación, donde aún se veían tirados por el suelo los ciriales y el paño negro que formaron el catafalco del difunto, y mirándola con ternura le dijo: «Mientras yo viva, tú y tu madre disponéis de mí: no lo olvides. Y conste que te hablo con todo mi corazón.» A pesar de lo cual, ni una ni otra le consultaron la respuesta que habían de dar a Fernando cuando éste pidió la mano de Plácida: la madre alegó que no lo juzgaba decoroso y que harto sabía ella lo que pudiera convenir a su hija; y ésta, deseando casarse, temió que la opinión de don Manolito fuese contraria a su proposito. Apenas quedó la boda concertada, ambas le dieron la noticia; pero no en son de consulta ni como quien pide consejo, sino en cumplimiento de un deber de amistad. Tampoco a él se le ocurrió que estuviesen obligadas a otra cosa, ni que le asistiera derecho para intervenir en asunto tan grave. Con todo, había momentos en que Plácida sentía cierto escozor y amago de remordimiento por no haber hecho lo que debía, y entonces, deseosa de que don Manolito no supusiera en ella enfriamiento ni desvío, le recibía y agasajaba con grandes muestras de afectuosidad.

Aquella tarde, Fulánez y don Manolito fueron mutuamente presentados por Susana, y luego salieron al mismo tiempo de la casa, andando, juntos un buen trozo de calle y hablando del muerto; ocasión que aprovechó el primero para deshacerse en elogios de Carlos, de Plácida y hasta de Susana, porque ignoraba con qué clase de hombre estaba tratando y además seguro de que éste nada sabía de las culpables relaciones que a ella le unían. A punto ya de separarse, en una esquina, don Manolito, sin darse cuenta de lo que hacía e influido por el giro que la conversación había tomado, dijo:

-La muerte es cosa de todos los días. Lo importante es que... no son poderosas, pero quedan muy bien. Ahora lo que hace falta es que la chica se case con quien la merezca, porque vale más oro que pesa.

En seguida se despidieron, haciéndose, según es uso, triviales ofrecimientos de cortesía; don Manolito echó por otra calle, y Fulánez siguió su camino, primero distraído, después pensativo hasta fruncir el entrecejo, dando vueltas a una idea que se le había ocurrido, o que, mejor dicho, le habían involuntariamente sugerido, y con la cual estuvo cavilando aquella noche, como piensan los tahúres en sus combinaciones.

Fue al teatro y no se dio cuenta de lo que vio representar; entre frase y frase de la comedia la imaginación le intercalaba otras más interesantes. Salió de allí aburrido, y a última hora, en vez de dirigirse al café donde habitualmente se reunía con los amigos, entró en otro y permaneció solo un rato muy largo, sentado ante un velador, con el sombrero echado hacia atrás, chupando el puño del bastón en lugar de beber la cerveza que pidió y monologueando como dramaturgo que no halla medio de justificar la catástrofe.

¡Diablo de vejete! ¿Cómo no se le ocurrió antes a él aquello mismo? Por supuesto, que era temeridad intentarlo. Sin embargo..., la chica no debía de saber nada de lo que mediaba entre él y su madre, y esto facilitaba la empresa. En realidad, si no alcanzaba una cosa conseguiría otra; si no lograba a la hija, tronaba con la madre. Porque la idea de casarse con Susana era absurda. ¡Tendría gracia que aquella señora de temperamento inflamable se portase con él como se había portado con su marido! Además, la rica era la muchacha, que había heredado al padre, y andando el tiempo heredaría también a la madre. Indudablemente... sí... lo mejor era jugarse el todo por el todo. Y lo más atrevido lo que podía dar mejor resultado... Disyuntiva: boda con la hija, o ruptura con la madre.

- IV -

Fernando Lebriza fue una de las muchas personas que, a raíz del fallecimiento de don Carlos, acudieron a dar el pésame a Plácida y a doña Susana. Hacía mucho tiempo que no había estado a verlas, pero en aquella circunstancia le pareció mal dejar de ir. Además, también él llevaba luto por la muerte de su madre, acaecida dos meses antes, y no sabía dónde meterse de noche; así que, cuando se le ocurrió la idea de visitarlas, pensó matar dos pájaros de un tiro: pasaría el rato y quedaría bien con ellas.

Ambas le recibieron cortésmente; doña Susana, al parecer, mejor que Plácida, porque ésta, llena el alma del recuerdo de su padre, se quedaba horas enteras encerrada en su cuarto sin querer salir, en tanto que Susana, dando mayores muestras de resignación que de dolor, acogía con afabilidad a cuantos podían proporcionarla un momento de distracción. Para lograr esto, casi todas las tardes procuraba que se quedase alguien a comer con ellas: unas veces don Manolito, otras cualquier amiga; hasta pensó en invitar a Fulánez si la ocasión se presentaba propicia. A Fernando le convidó con tal insistencia, que aceptó.

Fernando llevaba vida de soltero y rico en toda la extensión de estas palabras. Desde que murió su madre, casi siempre comía fuera de casa, y por lo general de fonda; aquella tarde le gustó la comida, y a la semana siguiente volvió con intención de aceptar también el convite a la menor indicación.

Cuantas veces sucedió esto, otras tantas permaneció largo rato, después de la comida, conversando con Plácida y Susana, al parecer por hacerles galantemente compañía, en realidad porque, vedándole el luto ir a reuniones ni teatros, no sabía qué hacerse en las primeras horas de la noche. La mesa y la casa de Susana fueron para él un doble recurso: gracias a ellas esquivaba algunos días el comer de fonda, lo cual ya le iba cansando, y hallaba sitio agradable donde estar hasta la hora del baccara o del treinta y cuarenta.

Su padre, mal afamado funcionario de Hacienda en Cuba, y su madre, señora exageradamente económica, le dejaron una fortunita de cinco a seis mil duros de renta; pero, en cambio, le educaron mal y no pusieron gran cuidado en que se instruyese; además, fueron vanidosos, y esta estúpida pasión de la vanidad influyó poderosamente en el porvenir de su hijo.

Comenzaron enviándole a un colegio frecuentado por muchachos de la más pingorotuda nobleza; a los diecisiete años le abonaron en el Real a butaca; luego consintieron que montara caballos prestados y pasease en coche ajeno; y andando el tiempo le afearon que acompañase modistillas o señoritas pobres, mostrando la más ridícula satisfacción si alguien les decía haberle visto cortejando a la hija de un título, por tronado que estuviese. El mozo salió de perlas.

Estudió leyes, o dicho con mayor propiedad, llegó a ser licenciado en Derecho, y aun le costó trabajo, porque muchas veces le suspendieron en Junio y algunas le reprobaron en Septiembre. Al fin le fue preciso ir a licenciarse a una Universidad de provincia, porque en Madrid le tenían tirria los catedráticos. Luego logró su padre que le dieran un destinito, y entre algunos ratos de oficina y muchas horas de paseo, saraos, bailes y clubs, comenzó a vivir como pudiera el hijo de un potentado. Cada vez que un revistero de salones le llamaba elegante joven o distinguido sportman, su madre se bañaba en agua de rosas. En lo único en que la mal avisada señora prescindía de su amor al dinero era en lo tocante a procurar que su hijo fuese bien vestido y llevara siempre algunos duros en el bolsillo. La elegancia de que hablaban los periódicos al nombrarle, era pura verdad. Rara vez se le veía durante la tarde con traje de mañana, y en llegando la noche iba siempre de frac, aunque no fuese preciso. A los estrenos del Español, o a cualquier otro espectáculo nacional, no le importaba ir con camisa de color, hongo y americana; pero en viniendo compañía extranjera, de esas que se forman para Marruecos y España, por mala que fuese... frac.

Era alto, guapo mozo, medianamente robusto y moreno; llevaba la barba apuntada y el pelo muy corto; hablaba bien, y no le faltaba el ingenio y la gracia propios de casi todos los madrileños.

En cuanto a ilustración, estaba a la altura del camarero que le quitaba el gabán en el Casino. Aunque cursó Derecho, no las tenía todas consigo sobre si foro yfuero eran lo mismo, y estaba seguro de que las leyes de Toro eran para ganaderos; de historia conocía la que le echaron por bajo la puerta de su casa en novelas de a cuartillo de real la entrega, y algo de la regencia de Luis XV de Francia, según los folletines franceses, por supuesto traducidos, en artes no ignoraba que Rubens pintó rubias muy gordas, y decía que lo gótico acaba en punta.

Para las señoras era una alhaja, pues a más de galante y lisonjero poseía el irresistible atractivo de saber a tiempo y referir con gracejo y especialmente con malicia cuantas aventuras ocurrían en Madrid. Mujer casada que por costumbre oía misa de tres horas en iglesia de puertas a dos calles, señorón que entre el teatro y el círculo visitaba, de tapadillo, un entresuelito, y pecadora que lucía coche nuevo, podían estar seguros de que Fernando tardaría poco en saberlo y divulgarlo. Su lenguaje era extraña mezcla de grosería y finura; en las frases más galantes, en los dichos más cultos, intercalaba giros, palabras y modismos achulados. A una niña airosa y bonita la llamaba de buen trapío, a una dama guapa y corpulenta ¡buena mujer! y a la que se bromeaba con él sin empacho alguno, le decía ¡qué toreo se trae usted! Nadie, sin embargo, le tachaba de soez y atrevido; estos pequeños desmanes pasaban inadvertidos entre el inacabable repertorio de requiebros y agradables lindezas que sabía prodigar a cuantas le escuchaban.

A pesar de tales primores, que le hacían bien quisto en muchas casas, había en él algo por lo cual no inspiraba completa simpatía a los buenos observadores. Su mirada, cuando él intencionadamente no le imprimía la expresión que cuadraba a su deseo, era inexpresiva, fría, indescifrable; resultando inútil cuanto la sagacidad ajena se esforzase para adivinarle el pensamiento. En algunos momentos delataban sus ojos una impasibilidad que despertaba recelo: nunca revelaban, si él no quería, los afectos del alma; antes al contrario, observándole con cuidado, se veía vagamente reflejado en ellos cierto afán de que nadie escudriñase lo que discurría, cual si tuviera miedo de que la vista del prójimo buceara en el fondo de su ser. Eran ojos que traían a la memoria los de Felipe II en el retrato hecho por Pantoja.

Las visitas de Fernando a casa de Susana fueron al cabo de poco tiempo tan frecuentes, que no pudo ella menos de advertirlo, y comprendió que su asiduidad no debía de estar exclusivamente fundada en el deseo de hacerles compañía, mas no se atrevió a sospechar que fuese sólo por comer: esta última suposición le pareció absurda tratándose de un muchacho rico y que tenía abiertas las mejores casas de Madrid. Como desde la conquista de Fulánez no imaginaba Susana que le estuviese negado inspirar cierta clase de sentimientos, la primer idea que se le ocurrió fue un poco vanidosa; tuvo cierta analogía con una lisonja que a sí misma se hiciera de buena fe. En verdad que, a sus años, hubiese sido halagador enamorar al hijo de una compañera de colegio. Afortunadamente, antes de que estas ilusiones arraigasen en su corazón, comprendió que Fernando no iba a la casa por ella, sino por Plácida.

Un día llegó aquél al caer la tarde y, como hija y madre habían salido, entró a esperarlas al gabinete: volvieron al poco rato, y en seguida de saludarle fuéronse cada cual a su cuarto para quitarse las trajes de calle. Quien tornó primero al gabinete fue Plácida, la cual, después de hablar con él un momento de cosas sin importancia, se sentó al piano: él se acomodó en una butaca. Transcurridos unos minutos, acudió Susana al gabinete; mas antes de llegar se quedó parada en la habitación contigua, observando por la puerta entornada el cuadro que se le ofrecía a la vista.

Plácida continuaba tocando como si estuviera sola; Fernando, que se había puesto en pie, estaba apoyado en la chimenea, con los brazos caídos y el periódico en la mano, fijando en Plácida la mirada. Como ella le daba la espalda y él no sospechaba que nadie le espiase, no había el menor disimulo en la expresión de sus ojos, los cuales decían claramente que tenía puesto en ella el pensamiento. Así permanecieron los tres unos cuantos segundos: la hija engolfada en lo que tocaba, Fernando contemplándola avaramente y Susana convenciéndose de que aquel hombre estaba pensando en Plácida con toda la energía de su voluntad. A ser madre más amante, o mujer más observadora, hubiera también notado que aquella mirada no revelaba amor, que era simplemente mirada de hombre codicioso; pero ni movida de cariño, ni siquiera espoleada por la curiosidad, era capaz de profundizar tanto. En cuanto se persuadió de que Fernando iba allí atraído por Plácida, tosió ligeramente, y entró en el gabinete a tiempo que él doblaba y tiraba sobre la mesa el papel, como si, al verla acercarse dejase de leer por buena educación.

A partir de aquel día, Susana hizo cuanto decorosamente pudo a fin de atraer a Fernando, esmerándose en predisponer a Plácida para que acogiese favorablemente las pretensiones que en plazo más o menos próximo había él de formular. Dos móviles la impulsaron a esto con igual fuerza: el ignorar que Fernando había malgastado la mayor parte de su fortuna, y la esperanza de gozar mayor libertad en sus relaciones con Fulánez en cuanto se casase Plácida. Como madre, procuraba de buena fe para esposo de su hija un hombre que le parecía listo, de honorable familia, bien educado y rico; como enamorada, pues ella por tal se tenía, deseaba colocarse en situación más propicia y favorable para gozar libremente su amor. Casada Plácida y viuda ella, su independencia no tendría más límites que los impuestos por la prudencia y el temor al escándalo. ¿Y quién sabe si podría también regularizar su situación? ¡Qué asombro, qué envidia, los de sus amigas si la vieran casarse con Fulánez, que era mucho más joven!

Desde que concibió tales propósitos comenzó a pretender realizarlos con astucia suma y exquisita cautela: su instinto mujeril suplía con creces el entendimiento que le faltaba. Cuando permanecía sola en una habitación con Fernando, elogiaba a Plácida, aparentando censurarla: ya se dolía de que sus gustos fuesen demasiado caseros, ya se quejaba de que mostrase tan poco afán por las galas, con lo cual la chica quedaba indirectamente alabada de hacendosa y económica. De cuando en cuando le hacía preguntas relativas al estado de los fondos públicos o mostraba disgusto por no tenerlo todo en papel del Estado, dándole a entender que si su hija no era millonaria poseería lo bastante para vivir muy bien; y en algunas ocasiones, a fin de que barruntase su intención, censuraba la, conducta de las madres que, en asuntos de amor, tuercen o violentan la voluntad de sus hijas. No hizo cosa ni dijo palabra por donde Fernando pudiese colegir que le proponían boda; pero pronto se convenció él de que Susana no opondría obstáculo enérgico a sus pretensiones. Todo dependía de la habilidad que emplease; y esta habilidad había de estribar, principalmente, en que ambas ignorasen el mal estado de su fortuna.

Su táctica debía dividirse en dos propósitos: ser simpático a Plácida, cortejándola muy en serio, y hablar frecuentemente a la madre de lo mucho que sus padres le dejaron. Así lo hizo. Respecto de lo primero, comenzó a decir a la muchacha cosas agradables y a lanzarla miradas expresivas, obsequiándola a menudo con flores y regalitos de esos que jamás hace el hombre a humo de pajas. En cuanto a lo segundo, aunque las dos casas que heredó estaban ya en poder de usureros, y aunque sus huertos tenían más hipotecas que hortalizas, habló de todo ello como si conservase el caudal completo. En realidad, con orden y buena cabeza, todavía hubiera podido vivir desahogadamente; lo ya imposible era viajar a lo grande, tener las mismas queridas que los hijos de los poderosos y jugar fuerte en todo tiempo. Haciendo cálculos acerca de lo que pudiera tener Plácida, comprendía que su capital no constituía una gran fortuna. Entre las señoritas que él conocía, y cuya posesión le hubiese convenido, las había cien veces más ricas: lo problemático era que sus padres, y aun ellas mismas, le aceptasen. Tratándose de Plácida y Susana, el éxito era relativamente fácil. Pensándolo despacio se convenció de que no pretendía un imposible: suponía él que ambas debían considerarle como una buena proporción. Su triunfo dependía del tino con que hablase a Plácida y de que ni ésta ni su madre se enterasen de que estaba casi arruinado. Por supuesto, nada de aludir al dinero que ellas tuviesen, ni preguntar en qué lo invertían, ni quién les aconsejaba; y luego, si no era formalmente rechazado, ganar terreno poco a poco, no mostrar más impaciencia que la que es fruto del amor, y seguir así hasta que la velocidad adquirida le llevase al término deseado. Lo esencial era que no transcurriese, sin que él lograse algo, toda la duración del luto por don Carlos, aprovechando así la temporada en que, por estar de ordinario metidas en casa y recibir pocas visitas, había menos probabilidades de que supieran que su hacienda había mermado considerablemente. ¿Qué podía suceder? ¿Que Plácida le desengañara desde el primer momento? Pues a ningún hombre deshonra tal percance. Tenía treinta y tres años, estaba casi arruinado, no sabía ni quería trabajar; Plácida, a falta de otra, era para él una solución; así que, cuando comprendió que Susana no debía de serle hostil, decidió llevar adelante su proyecto.

Engolfado en estas ideas salía una noche de comer con la madre y la hija, cuando a los pocos pasos del portal volvió la cara al encender un cigarro y vio a Plácida asomada al balcón. Entonces, en lugar de seguir andando de prisa, se retiró despacio a mayor distancia, y fingiendo que procuraba ocultarse tras los árboles del paseo, miró varias veces al balcón, en cuyo fondo interiormente iluminado se destacaba la figura de Plácida. Oyó acercarse un tranvía y lo dejó pasar, cual si estuviese muy preocupado. Transcurrieron unos cuantos segundos, lanzó otras dos o tres miradas al balcón, y por fin echó a andar, mientras ella, apoyada de codos en la barandilla, sin acertar a comprender claramente lo que aquello significaba, le veía alejarse despacio bajo los faroles del paseo. Quedole, sin embargo, una sospecha vehementísima, porque en la casa no vivía mujer joven y bonita, ni en aquellos momentos pasaba nadie por la acera situada bajo los balcones; pero no siendo de las que fácilmente se envanecen vislumbrando esta clase de triunfos, y no acostumbrada a que los hombres diesen señales de admirarla, determinó tener calma hasta adquirir pleno conocimiento de la verdad.

La espera no fue larga. Aquella misma semana volvió Fernando a comer, permaneciendo allí hasta las once. Apenas se despidió, Plácida fue a colocarse tras la vidriera alzando uno de los visillos. Fernando hizo lo mismo que la vez pasada. Le vio perfectamente detenerse a los treinta o cuarenta pasos, mirar a los balcones, romper a andar despacio y alejarse como jovenzuelo enamorado que sale con pena de casa de la novia.

Lo primero que entonces experimentó Plácida fue la natural satisfacción del amor propio halagado; sabía que no hacía conquistas en los paseos ni en las calles, porque no era verdaderamente hermosa; pero ¿carecía por completo de atractivos para enamorar a un hombre que la tratase con relativa confianza? No saboreó la alegría de quien descubre una reciprocidad larga y ansiosamente esperada; mas tampoco se disgustó. Ni había motivo para ello, pues no conocía de Fernando sino las prendas y circunstancias aceptables; su finura, su ingenio y sus buenos modales. En el dinero no pensó. Aquella mujer de veintiún años, que nunca fue objeto de muchos galanteos, y en cuyos oídos habían resonado poquísimas lisonjas, acabó por sonreír con cierto disculpable orgullo. Harto comprendió que su sensación no era todavía de amor; acaso si lo fuera la guardase secreta, pero la impresión era tan poderosa, inesperada y viva, que pugnaba por subírsele del corazón a los labios. A vivirle su padre, hubiera ido corriendo al despacho para contárselo todo; a falta de él, se acercó a su madre, que tenía entre manos una labor de aguja, se sentó a sus pies en la alfombra, y quitándola el bordado de las manos le refirió la novedad, con lujo de pormenores y detalles, casi casi recreándose en la narración.

Doña Susana la escuchó sin chistar, sonrió bondadosamente, y repuso:

-Hacía tiempo que lo veía venir... y si he de serte franca, no me parece mal.

- V -

Resuelto también Fulánez a realizar el proyecto que había concebido, determinó acelerar su intento, comprendiendo que según pasaban los días, se hacía más prieto el lazo que le sujetaba a Susana. Sus cálculos eran sencillísimos. Dos cosas podían ocurrirle: que Plácida le acogiese favorablemente, o que desde el principio le desengañara, y ambos términos eran fin a su propósito, pues la madre había de enterarse. Si lo primero, como Plácida diera señales de oírle gustosa, no tendría Susana otro remedio que resignarse, porque no era creíble que para evitar la boda confesase a su propia hija el género de relaciones que con él mantenía, ni mucho menos que declarase haberlas contraído en vida de don Carlos; y si Plácida le rechazaba, tampoco debía importársele un ardite que lo supiera la madre. Iba, pues, a lograr mujer rica, o a quedar libre de querida pegajosa. Su línea de conducta era llana; mas debía poner extraordinario cuidado en que Susana no advirtiera nada hasta que él supiese fijamente a qué atenerse respecto de la actitud de Plácida.

Como desde el principio de sus amores con la madre había procurado hacerse simpático a la hija, la más rudimentaria astucia le aconsejaba empezar acentuando aquella galantería. Esto fue lo que hizo durante algún tiempo; pero estaba ya Plácida tan preocupada con la novedad de verse solicitada por Fernando, que no echó de ver aquella nueva red que iban tejiendo en torno suyo. En cuanto a Fulánez, ni frecuentaba la casa tanto como Fernando, ni podía dar rienda suelta a su deseo en presencia de Susana; de modo que pasaron algunas semanas sin que pudiese acometer el empeño claramente, limitándose a procurar ocasiones de hablar con Plácida. Esta le oía sin asomo de recelo, y si algo escuchaba que le pareciese lisonjero, no sentía ni mostraba sorpresa, imaginando que, lo mismo que le gustaba a Fernando, podía caer en gracia a los demás.

Por otra parte, lo que a Fulánez se le antojaba cautela era sencillamente lentitud: creía caminar con gran tiento, y no hacía sino andar despacio; temeroso de arriesgarse mucho, adelantaba poco; pretendía decir las cosas con precaución, y no las expresaba claras; sucediéndole a la postre lo que siempre ocurre a los vacilantes e indecisos: cuando determinó dar el primer paso fue más allá de lo discreto, y fracasó.

Por fin, una noche, se atrevió, padeciendo el error de suponer a Plácida convenientemente preparada, y como no lo estaba y experimentó gran sorpresa oyéndole, se le mostró enojada de la osadía.

Regresaban hija y madre de dar un paseo por las alamedas de la Castellana, después de comer y en compañía de dos amigas a quienes se habían encontrado, cuando Fulánez, que venía de dejarles una tarjeta por no haberlas encontrado, las vio a cierta distancia y se acercó a saludarlas. Las amigas eran ancianas y andaban despacio; Fulánez se colocó junto a Plácida, y sin que lo notara, poco a poco, se fue adelantando con ella para evitar que le oyesen.

-Hemos salido a dar una vuelta -decía Plácida. Por poco hace usted el viaje en balde.

-Ya me resignaba con la idea de no ver a ustedes; mucho lo sentía, pero, en fin, no había más que resignarse.

-¡Hombre! ¿Nada menos que resignarse?

Plácida hablaba con perfecta naturalidad; a Fulánez se le antojó que podía sacar partido de aquel principio de conversación.

-Sí, señora -dijo dando un suspirillo: -resignarme; esta es la palabra. ¿Le sorprende a usted?

¡ La verdad es que estamos tan lejos de todas partes...!

-No lo digo por la distancia. Cuando vengo a su casa de usted, no se me hace largo el camino..., es decir.., sí, me parece que no se acaba nunca.

No acertaba a expresar la galantería tal como la imaginó.

-¿En qué quedamos? -dijo ella bromeando.- ¿Se le hace a usted el camino corto o largo?

-Lo que yo quería decir es que vengo deseoso de verlas a ustedes, no para dar tarjetazo... Ya lo sabe usted. ¿No recuerda usted la copla popular de la cuesta abajo y la cuesta arriba?

-¡Ah! Eso quiere decir que tiene usted por aquí la novia.

-Tenerla, precisamente, no; pero por aquí vive quien me gusta.

-¿Vecina nuestra?

-Naturalmente.

Imaginaba que ella le iba facilitando modo de entrar de lleno en materia; Plácida, en realidad, no hacía sino seguir una broma inocente. Ni en la expresión de sus palabras, ni en el sentido de sus frases, había fundamento para sospechar otra cosa; pero él, que en la negrura del paseo no podía observar la indiferencia reflejada en su rostro, prosiguió con mayor audacia.

-Tan vecina, tan vecina... que no puede serlo más.

-¿Una de las de Tiétar, que viven en el hotel de enfrente?

-No; más cerca.

-Vamos, en la otra esquina; la de Zambrano.

-Más cerca.

-Pues, más cerca... ¿en nuestra misma casa?

En uno de los terceros vivía una muchacha tan fea, que Plácida no se atrevió a referirse a ella. Fulánez dijo:

-En la misma casa.

Plácida, entonces, pronunció el nombre:

-¿Manolita?

-Se está usted quemando; más cerca.

Vaya, pues no acierto. Por aquí no hay otras chicas solteras ni viudas guapas, y supongo que no se dedicará usted a otras.

-Pues hay más; ¡y se está usted abrasando viva!

Plácida iba serena, como que de aquello no se le importaba nada; Fulánez, por el contrario, animadísimo. Consistiera en vanidad o en torpeza, no tenía idea de su situación. Todo su afán era hablar bajo, con aire misterioso, y alargar el diálogo.

Al llegar a la casa se detuvieron en espera de Susana y de las dos señoras que venían despacio: la luz del mechero de gas que había en el portal les dio de lleno en la cara. Hasta allí nada pudo haber notado Plácida por la semiobscuridad del paseo; pero en aquella súbita y violenta claridad quedó sorprendida de la ternura con que Fulánez la miraba; parecía estar pendiente de sus labios, y su actitud era de hombre que espera oír la frase por largo tiempo deseada. Por fin, suponiendo que el asombro de Plácida era turbación, preguntó melosamente:

-¿No lo adivina usted? -Y como ella callase poniéndose muy seria, añadió: -¡Si usted supiera! ¡Si pudiéramos hablar!

-Pues venga usted cuando quiera y nos lo cuenta usted todo.

-No, eso no; a usted, a usted sola.

Plácida le miró fría y duramente; y queriendo ahorrarse la respuesta, hizo ademán de adelantarse al encuentro de su madre. Fulánez exclamó despechado:

-Ni por cortesía contesta usted.

Ella, entonces, se volvió rápidamente diciéndole:

-No es desprecio; pero ni de usted, ni de nadie, oigo a solas lo que no puedo oír delante de mi madre. Además, no debo escuchar a usted.

Y pronunció el no debo casi ufana, como mujer que hasta los veintiún años ha llegado en deplorable libertad y se ve ya colocada en situación de dar a entender gustosamente que tiene quien piense en ella.

Tan indudable y decisiva vio Fulánez su derrota, que no quiso subir a la casa: allí mismo se despidió, saludó a las amigas de Susana, que siguieron su paseo, y echó a andar por la acera abajo, mohíno y humillado, pensando: «¡Vaya, me han pateado la comedia! Ahora sólo falta que se lo cuente a la otra y ¡tableau!»

Lo que hija y madre tardaron en verse solas en el gabinete, eso tardó Plácida en dar a Susana la noticia.

-¡Señora madre! -dijo, al mismo tiempo que con gracioso movimiento alzaba los brazos para quitarse el sombrerillo, -¡Señora madre! Estamos en época de conquistas. ¿No me decías que vestiría imágenes. Pues hoy, esta misma noche, otro enamorado, otra declaración, por cierto muy cursi.

-Si no has hablado con nadie...

-Y Fulánez, ¿no es persona? No te puedes figurar lo mamarracho que ha estado.

Susana tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para disimular su angustia. Mientras Plácida le refirió la conversación pasada, en unos cuantos minutos pagó con creces su culpa. La sonrisa que se dibujó en sus labios fue más amarga que un mar de llanto. ¡Qué vergüenza y qué humillación! Cuanto mayor era el disimulo a que delante de su hija se veía obligada, mayor era también la intensidad de su ira. Quería hablar y no acertaba a decir palabra; sentía deseo de apurar toda la verdad, pre guntando detalles, y le faltaba valor. La hija iba narrando, entre seria y burlona, la escena del paseo: a la madre se le revolvía la soberbia en el pecho. Cuando Plácida llegó a repetir las palabras que cruzó en el portal con Fulánez, cuando imitándole se puso asombrada, abrió desmesuradamente los ojos y rompió a reír, aquella risa a su madre se le clavó en el alma. Luego también Susana rió; pero se quedó tan pálida, que su hija, aun sin comprender por entero la situación, presintió algo muy confuso, muy indeterminado, que su entendimiento no razonaba, que era instintivamente repelido por su sensibilidad exquisita, y que de pronto le trajo a la memoria el recuerdo adormecido y borroso de aquellas cosas que en sus ratos de insomnio la hicieron más de una vez pensar en su padre con recrudescencia de profundo cariño y en su madre con voluntario desvío.

Hubo un instante en que sintió la conciencia atraída por el innoble deseo de saber a ciencia cierta lo que vagamente sospechaba; mas de repente, experimentando honda vergüenza de sí misma, miró a su madre con dulzura y la besó con mayor ternura que nunca. Susana la besó también, diciendo:

-Mira no sea todo pura tontería y hayas ofendido a Fulánez, que es amigo.

Un momento después se quejó de que le dolía la cabeza, y se dirigió hacia su alcoba: Plácida acudió solícita a destrenzarla el pelo.

Los suaves dedos de la hija se le antojaron a la madre mazos de hierro, y en las sienes le latía la sangre con fuerza inusitada. Por fin, Plácida la acompañó a su alcoba, se dieron las buenas noches, volvieron a besarse, y en tanto que la hija cruzaba el pasillo, deteniéndose ante la puerta del despacho de su padre, Susana mordía las sábanas para que nadie oyese el hiposo sollozar que le subía del pecho.

Fulánez no volvió por allí. Cuándo Plácida pensaba en él sonreía sin que pudiera borrársele de la imaginación la cara que puso durante la escena del portal: Susana intentó verle por cuantos medios estaban a su alcance; hasta escribiéndole, imprudencia en que jamás había incurrido. Todo fue en vano; después de derrotado por la hija, resolvió esquivar el encuentro con la madre, y así lo hizo con, inquebrantable perseverancia. Casi no volvió a pensar seriamente en aquellas mujeres: sólo a los poco días, cuando supo que Fernando era novio de Plácida, se le ocurrió vengarse estorbando aquellas relaciones, para lo cual bastaba que cualquiera de ambas supiese lo jugador que era y lo arruinado que estaba; pero abortado su propio intento, ¿qué le importaba lo demás? La perspectiva de ver mal casada a Plácida sirvió de consuelo a su alma ruin, y acaso pensó también en que Fernando podía hacerle pagar cara la ingerencia en el asunto. «Lo mejor es no hacer nada -se dijo: -a ella, ni verla, y la chica que se case: ¡el otro me vengará!»

- VI -

Cuanto más obligada se vio Susana a la serenidad y al disimulo, mayor fue su tormento. Unos ratos, la pena que sentía era tranquila amargura, cual si la desilusión tomase forma de melancolía; otras veces, ensoberbecida de ira y despecho, le daban ganas de buscarle para desahogarse llenándole de improperios. ¡Qué castigo... y qué hombre! El único que por haberla arrastrado al mal estaba moralmente incapacitado para arrojarla lodo a la frente era el que la castigaba, Y ¡de qué modo!: ¡solicitando a su hija, e imaginando que ella sería capaz de tolerar aquellos amores, o que se vería obligada a ceder y callar! Gracias a que Plácida le rechazó. En algunos momentos, aun contra su misma hija, volvió rabiosa el pensamiento; porque le asaltó la idea de lo que pudiera haber ocurrido a portarse Plácida de otro modo. ¿Era absurdo suponer que sintiese alegría al verse cortejada por Fulánez? Entre experimentar esta impresión y agradecerla mediaba muy poco. ¿Y qué sucedería si por cualquier eventualidad Plácida reñía con Fernando, y Fulánez insistía en sus pretensiones?

Esta última consideración convertida en miedo, un miedo indefinible a que Plácida llegase a quererle, a ser suya, acabó por influir en su ánimo de un modo decisivo. El solo medio de ahuyentar aquella terrible contingencia consistía en casarla pronto, apurando cuantos medios le sugiriese el ingenio.

El primer recurso que se le ocurrió fue oponerse fingidamente a las relaciones de Plácida y Fernando, con objeto de irritarles, para que de ellos mismos, viéndose contrariados, surgiesen por sus pasos contados la insubordinación, la resistencia, el ardimiento, y al fin la resolución de casarse contra viento y marea: buen cuidado tendría ella de ceder a tiempo. Mas ¿y si cualquiera de ambos carecía de firmeza para soportar la prueba? No; lo mejor era estimular la vanidad, de Fernando, herirle el amor propio, amenazarle con la perspectiva de que si andaba reacio le robarían la mano de Plácida. Así lo hizo, y por raro ejemplo de la complejidad de sentimientos de que es susceptible el corazón de la mujer, aquella misma madre, a veces alterada por los impulsos del odio y de los celos, procuraba persuadirse de que obraba bien, obstinándose en acelerar la boda, imaginando honradamente que con ello estorbaba el peligro. Todo le parecía aceptable, cualquier mal le parecía pequeño, ante la eventualidad de que llegara un día, una noche, en que se viese obligada a ver partir a Plácida vestida de novia y apoyada en el brazo de su antiguo amante. El horror que esto la inspiraba era sincero. Algo bueno le quedaba en el alma.

Adoptada aquella resolución no demoró su cumplimiento; y a la tarde siguiente, estando con Plácida y Fernando en el gabinete, dijo encarándose con él, y dando a sus palabras el tono propio de una madre a quien enorgullecen los triunfos de su hija:

-¿Te ha contado ésta su conquista? ¿Sabes que tienes un rival, como en las óperas?

-Calla, mamá; yo no quería decir nada.

-Habla, habla, -interrumpió él, dejando adivinar el desasosiego que le produjo la noticia.- ¿De modo que pensabas callarte? ¡Muy bonito!

-Total, nada: cuatro galanterías de Fulánez.

-Dime la verdad, porque yo no lo debo tolerar.

La inquietud que realmente experimentaba y el acento de disgusto que le pareció conveniente dar a sus palabras, le hicieron expresarse con calor. Plácida, halagada por aquella vehemencia, sonrió satisfecha, diciendo:

-Por supuesto, que ni remotamente sospechaba yo tal cosa, ni le he dado el menor motivo...

-¿Y qué le respondiste?

-Figúratelo, que no debía oírle... le di a entender... ¿Es que quieres que te halague el oído?

La desagradable impresión sufrida, y no disimulada por Fernando, probó a Susana que estaba en buen camino. Siempre que halló ocasión le habló entre burlas y bromas de Fulánez, y a solas con Plácida no perdió oportunidad de mostrar deseo de que se casara, ya maldiciendo de los noviazgos largos, siempre desfavorables a las muchachas, ya doliéndose de no realizar ganancias en los negocios por falta de hombre que continuamente les aconsejase, ya manifestando con medias palabras lo ridículo que sería quedar desairada, compuesta y sin novio.

Plácida, como sugestionada e influida, iba aceptando las mismas ideas.

-Hay algo en Fernando, un no sé qué -decía, sin embargo, algunas veces,- que no me acaba de gustar.

-Que te sientes superior a él, ¿verdad, hija mía? Dilo sin vanidad. Pues no hay cosa mejor: el que vale más y lo sabe, ese es el más feliz en el matrimonio.

Fernando, atento sólo a su propósito, coadyuvó perfectamente a los planes de Susana. Hasta aquellos días había galanteado a Plácida con cierta tibieza: desde entonces se mostró rendido y verdaderamente cariñoso.

Cada noche adelantaba la hora de ir y retrasaba la de marcharse; si la madre les perdía o fingía perderles de vista unos momentos, los aprovechaba mirando a la hija con mayor expresión o hablándola con más fuego. Él, aun representando el idilio, sentía algo de su encanto; ella iba experimentando sensaciones nuevas, tanto más intensas cuanto más tardías. Así llegaron al período de los pequeños atrevimientos y dulces libertades, sin los cuales parece que no hay pasión verdadera; con todo lo cual, en el alma de Plácida se fueron lentamente confundiendo y compenetrando dos especies distintas: el amor y el amante.

¿Le aguardaba con impaciencia porque le quería, o era su propia predisposición al amor la que le agitaba el alma? ¿Veía en aquel hombre el escogido de su corazón, o la imaginación se lo adornaba con los atributos del bien deseado? ¿Amaba, o creía amar?

Tenía veintiún años, y hasta entonces jamás escuchó dichas con suplicante insistencia ni pronunciadas con ardor ciertas frases; acaso al mismo tiempo que Fernando la envolvía en miradas que parecían caricias alzó en ella la Naturaleza su grito tentador, como a veces coinciden el abrirse del pimpollo y el paso del aire que le estremece las hojas. Lo cierto fue que aquella confusión entre el amante y el amor llegó a ser completa. Ciega o alucinada, comenzó a oír hablar de boda sin oponer resistencia; pasaron unos cuantos meses, arreció él en las finezas, no supo o no pudo ella contrarrestar los halagos con la frialdad de la razón, y poco a poco dejó entretejerse en torno suyo aquella red sutilísima que había de envolverla.

Por fin, seguro Fernando de no ser rechazado, dijo a Plácida que era preciso ir pensando en fijar plazo para la celebración del matrimonio, y proceder desde luego a los preparativos consiguientes. ¡Cuántas veces, andando el tiempo, recordó ella aquel momento!

Fernando había comido allí y estaban los tres de sobremesa; Susana se ausentó unos minutos del comedor, dejándolos solos, sentados frente a frente: él entonces la miró con cariño, y dijo:

-¡Solitos! Así estaremos dentro de poco; porque mira, nena, me parece que ya es hora: decídete, harto nos conocemos; ¿consientes?

-¿No te arrepentirás nunca de lo que dices?

Entonces él, sin quitar ojo de la puerta que enfilaba con el pasillo, se levantó, y aproximándose a Plácida, la cogió por la cintura e hizo ademán de atraerla hacia sí para besarla en la cara; mas ella, alargando los brazos le detuvo, y, mirándole con infinita ternura, le preguntó:

-¿No juras que me quieres?

Fernando la oprimió amorosamente el talle.

-Te lo juro -respondió.

Y ella, vencida, se dejó besar, contestando:

-Te creo, ¡quiero creerte!

Al soltarla la estrechó la mano con alarde de lealtad, bromeándose, dando por cerrado el trato, y diciendo, como en la Bolsa: «hecho».

Entró en seguida Susana, hablaron con ella, les interrumpió una visita, y reanudada la conversación a la noche, acordaron prepararlo todo. Convinieron en casarse de allí a dos meses; alquilar el cuarto segundo de la misma casa, con objeto de que Plácida no se separase, completa y bruscamente de su madre; celebrar la boda sin la menor ostentación, por la mañana, temprano, vestida ella de negro, y no convidar sino a aquellas personas de quienes no podían prescindir. Plácida sabía que llegado el momento no podría apartársele de la imaginación el recuerdo de su padre, y se negó a convertir la boda en fiesta. Serían padrinos Susana y don Manolito.

Cierto ya Fernando del logro de su deseo, puso gran cuidado en portarse de modo que no surgiese la menor desavenencia, y aceptó cuantas indicaciones le hicieron respecto a los preparativos. En todo accedía, a todo se allanaba, la opinión de ellas le parecía la mejor, y si sostenía algo en contrario era para doblegarse en seguida ante razones más acertadas que las propias. Cuidadoso además de parar el golpe si alguien hablaba a Susana del mal estado de su fortuna, determinó agotar todos sus recursos en deslumbrarlas y convencerlas de que era rico; y resolvió, con un esfuerzo inconcebible, no jugar fuerte en una temporada, calcular bien la cantidad de que podría disponer y distribuirla convenientemente.

Tres horas pasó una noche haciendo números y remirando documentos para averiguar con certeza lo que le quedaba. El resultado de aquella parodia de arqueo fue lastimoso. De las fincas, cuya conservación y mejora constituyeron durante tantos años la principal preocupación de su madre, y que él poseyó tan poco tiempo, sólo conservaba una casa en Carabanchel: las demás habían pasado a manos de prestamistas y usureros, mediante contratos leoninos que le hizo aceptar su desordenado amor al naipe. En valores públicos, y añadido un crédito de segura realización, podía reunir unos cuantos miles de duros: ni siquiera la quinta parte de lo que heredó. Pero tenía de sobra para lo que fraguaba; su propósito consistía en hacer las cosas de modo que Plácida y Susana se confirmaran en la idea de que era rico. Decidió gastar todo lo que pudiera en poner la casa: tres o cuatro mil duros en las joyas y en los trajes que había de regalar a Plácida, y guardar lo restante para el viaje de novios y comenzar la vida marital, hasta ir poco a poco entrando en posesión de la fortuna de su mujer y llegar acaso a manejar lo que tuviese Susana. Respecto al mueblaje de la casa, diría a Plácida: «Tanto tenemos, gástalo como quieras.» Los regalos consistían en un par de alhajas de muy buen gusto, ya que no podían ser muy ricas, y además iría quince días a París para traerle dos vestidos firmados por un buen modisto, y otros dos o tres, modestos, pero elegantísimos. Sobre todo, lo de ir a París en persona y sin dar importancia al viaje, era esencialísimo. A juicio suyo, no se podían hacer mejor las cosas. Con esto y hablar a menudo de las fincas, del empleo del dinero, de lo que en tal época ganó en la Bolsa o de lo que pensaba hacer en sus tierras, no había menester más. Bien persuadido estaba de que mentía sobre seguro, porque a su futura suegra le constaba que sus padres fueron ricos; y ni ella ni su novia, una por poco precavida y otra por desinteresada, eran capaces de exigirle los títulos de propiedad, ni cosa semejante.

Después de casado, al cabo de unos cuantos meses, hablaría de disgustos, contrariedades y malos negocios. ¿Quién podría echarle en cara que se arruinase?

Hija y madre aprobaron en conjunto aquel plan. El día en que se lo comunicó, cuando ellas se quedaron solas, Susana dijo a Plácida:

-Ya ves, ya ves, ¡cómo se conoce que tiene mucho y que está acostumbrado a gastarlo!

En algunos puntos, Plácida no pensaba lo mismo que Fernando. Bueno que al alhajasen cómoda y elegantemente la casa; pero quiso mermar algo el presupuesto de los muebles para aumentar el de la ropa blanca; vestidos, con tres tenía bastantes: así no pasarían de moda.

Una cosa hubo a la cual se manifestó contraria, y lo dijo rotundamente, con una energía de que no la creían capaz su madre ni su futuro: no quería hacer viaje de novios.

Ni por su edad ni por su educación podía hallarse Plácida en ese estado de absoluta inocencia de que suelen hablar los poetas líricos en madrigales y baladas, y en que es imposible que permanezca una señorita, dadas las costumbres de nuestra sociedad. Los libros, el teatro, los periódicos, las visitas, la práctica de la vida donde a cada paso se habla sin miramientos ni prudencia, le habían dejado adivinar, o enseñado a medias, cosas que una vez sospechadas estorban que sea perfecta la pureza de los pensamientos. No conocía del todo ni por entero lo meramente carnal que constituye la posesión; pero sí lo bastante de ello para calcular entre alarmas del pudor, conjeturas de la malicia y punzadas de deseo, que hay un momento en el cual lo más puro, sutil y delicado del amor se materializa y se bastardea, un punto donde el sentimiento se trueca en sensación, y que es necesario rodear de infinita poesía para que no pierda encanto: que el amor, en cuanto es privilegiado atributo del espíritu, ha de ser semejante a la luz que a toda impureza toca y a todo cenagal se asoma sin mancharse.

Plácida comprendía que aquel instante en que se dejara arrancar por mano de su esposo el ramillete de azahar que llevase al pecho era el instante supremo de su vida, y sentía repugnancia invencible a que sus últimas palabras de virgen ni sus primeros besos de casada resonasen en el vagón de un tren o en el cuarto de una fonda. La casa, que había de ser centro de su vida, objeto de sus afanes y asiento de la familia que crease, debía ser también nido de su iniciación al placer, para el cual pretendía casto y misterioso aislamiento, como para la flor más apreciada se busca el vaso más limpio y cristalino.

Cuanto Fernando hizo a fin de persuadirla fue inútil. Ni la perspectiva de Italia, cuyas viejas ciudades veía surgir de entre el recuerdo de las lecturas; ni la promesa del grandioso París, donde todo converge y se aúna para maravillar a la mujer; ni el admirable paraíso que forman los cármenes granadinos, hechos adrede para días de amor y noches de ternura: nada ejerció en ella la atracción que su propia casa. Únicamente accedió a hacer un viaje, como excursión de otoño, a los dos o tres meses de celebrada la boda; y a que antes de ésta, pues Fernando mostraba en ello gran empeño, fuese a París para comprar los vestidos y algunos muebles.

Por fin llegaron a ver casi arreglada la casa, y como se echase encima la época en que habían pensado, Fernando marchó a París. Pocos días después, dos revisteros de salones daban la noticia del matrimonio, con lo cual llegó para Plácida el período de los últimos temores y recelos. Ausente Fernando, entregada a sí misma, libre de la atmósfera de halagos tentadores en que la envolvía, vinieron las cavilaciones, el miedo de no haber acertado y las noches de insomnio, como aquella en que, después de conversar con Susana, entró en el despacho y lloró posando los labios en el retrato de su padre.

- VII -

Acababan de dar las ocho de la mañana y estaba dormitando el doctor Pedro de Mora, cuando entró a despertarle su criado, el cual, dirigiéndose hacia la claridad que brillaba en las rendijas de los balcones, los abrió diciendo:

-Señorito, es tarde y va a venir el coche.

El sol vivísimo de un día hermoso inundó de luz el dormitorio; el criado dejó sobre una butaca las ropas recién cepilladas que traía en la mano, echó agua limpia en la jofaina del lavabo y salió repitiendo:

-Que se va a hacer tarde. Aquí está la pizarra con los avisos que han traído.

El doctor se levantó en seguida; se lavó, afeitó y vistió, dando señales de ser limpio y cuidadoso de su persona, sin detalle alguno que acusara dandynismo o afeminamiento, y abrió las vidrieras del balcón para que, como antes la luz, entrase también en la estancia el aire puro de las primeras horas del día; después pasó al despacho, que estaba separado del dormitorio por un ancho pasillo, y sobre la mesa de trabajo, al mismo tiempo que hojeaba un libro, tomó una gran taza de café con leche, pan y manteca, servida por una criada vieja.

El doctor era joven y de buena estatura: tenía treinta y cuatro años y representaba más. Inducía a suponerle dotado de gran inteligencia, la abertura del ángulo facial, lo despejado de la frente, la viveza de los ojos, y cierta costumbre de fruncir el entrecejo al fijarse en cosas y personas, como si reconcentrando la mirada quisiera hacerla más potente para poder llegar al fondo de lo que examinaba. La voz dulce, aunque varonil, y el hablar franco y muy claro, permitían sospechar que fuese bondadoso. Llevaba bigote rubio oscuro, y en conjunto, por su traza de listo y vivo de genio, resultaba simpático. Vestía bien, y era un tipo enteramente opuesto al del hombre guapo, buen mozo y presuntuoso, que en calles, paseos y teatros, anda, mira y se mueve perdonando la vida a las mujeres.

Al doctor Pedro de Mora, le faltaba poco para ser feo; pero de esos feos que, cuando logran que les quiera una mujer, se enseñorean de ella para siempre a fuerza de hacerla comprender que la belleza masculina antes es atributo del entendimiento que del rostro.

Que era estudioso y entusiasta por su profesión lo decía, sin que de ello quedase duda, el aspecto del despacho. Los armarios de los libros estaban en ese desorden propio de toda biblioteca consultada a menudo; algunas obras de uso frecuente, dejadas por doquiera, tenían manoseadas las cubiertas, pliegos descosidos, páginas desprendidas, y en las márgenes muchas notas puestas con lápiz. Encima de la mesa, en otra más chica que servía de desahogo, y hasta en las sillas, se veían también libros nuevos en diversos idiomas, trabajos recién impresos, estadísticas de enfermedades, folletos, monografías y memorias. En una vitrina relucían amedrentando el ánimo de quien los miraba, varios instrumentos quirúrgicos, y a un extremo de la habitación había una gran butaca para reconocimientos. Los demás muebles eran de nogal, tallados y con cueros a la antigua. Lo que allí representaba más dinero era lo profesional: los libros. Debía de tener grande afición a las artes, porque en los espacios de pared que dejaban libres los estantes se veían colgados a buena luz algunos cuadros: pocos y bien escogidos. En lugar preferente, un retrato que a uno de sus abuelos hizo don Vicente López; luego esa imagen antigua de Santo o Virgen, heredada, que casi nunca falta en las casas españolas; un dibujo de Rosales, una figura de Sala, un paisaje de Gomar, un apunte de Pellicer, una mancha a la acuarela de Pradilla y varias fotografías de esculturas griegas. No tenía muebles costosos, tapices ni bronces; pero en entrando allí, se presentía al hombre estudioso y algo artista. Y si era observador quien examinara todo aquello, supondría fundadamente que el doctor, aunque consagrado a trabajos basados en cosa perecedera y mortal, como es el cuerpo, sabía también sentir lo bello de la poesía, porque entre libros de grandes escritores médicos nacionales y extranjeros, se veían comedias del siglo de oro español, leyendas de Zorrilla y otras lecturas análogas que de cuando en cuando ha menester, para refrescar el alma, quien vive de continuo entre el dolor y la fiebre. En suma, no era el cuarto de un médico muy rico, sino la habitación de un hombre trabajador y de buen gusto.

Sin embargo, la priesa con que el doctor se levantó a hora tan temprana, el anuncio del coche y los avisos apuntados en la pizarra, autorizaban la sospecha de que tuviese buena clientela:

Así debía de ser, porque cuando acabó de tomar el café, al guardarse en el bolsillo de la levita varios papeles de los que tenía sobre la mesa, estuvo algunos instantes mirando uno de ellos en que había una lista bastante larga: la de las visitas del día. Luego encendió un cigarro y salió.

El coche que le esperaba en la calle no era suyo, ni de los que se abonan por meses: era un simón limpio y con regular caballo; lo cual indicaba que si Mora no había llegado a cierto período de prosperidad, estaba en camino de lograrla.

-Primero al hospital -dijo al del pescante; y desdoblando un periódico que cogió al salir, comenzó a leer según iba corriendo el coche. Pocos momentos después veía, con gran sorpresa, el siguiente párrafo de una revista de la buena sociedad:

«Otra boda próxima a verificarse es la de la bellísima señorita doña Plácida Jarilla, hija del inolvidable académico, con el distinguido joven don Fernando Lebriza, tan conocido en los círculos elegantes.»

La forma del párrafo le hizo sonreír: la noticia le causó mala impresión, sin saber a punto fijo por qué, o mejor dicho, sin que él se lo explicara. ¡Pobre chica! ¿De quién sería la idea de casar a semejante mujer con un distinguido joven?

Plácida representaba para él todo el período de la adolescencia, y no podía menos de recordarla con cariño. Los padres de ambos fueron íntimos amigos. Cuando el de Pedro se retiró a un pueblecillo de Andalucía, dejando a su hijo en los Escolapios de Madrid, quedó don Carlos encargado de él. A Pedro no se le podía olvidar que don Carlos procuró disuadir a su padre de que le metiera en San Antón, donde tan malos ratos pasó, y por ello le guardaba agradecimiento. Mientras permaneció en poder de los frailes, don Carlos iba a buscarle todos los días de salida y se lo llevaba a su casa, tratándole como hubiera querido que tratasen a su hija si en caso análogo se viese. La Plácida de esta época era la que Pedro tenía en la memoria; es decir, una muchacha inteligente, viva de genio, delgaducha, bastante menor que él y cuyos encantos de niña iban transformándose en atractivos de mujer. Ya no quería jugar al escondite, ni pasear de bracete por los pasillos; afectaba aires de damisela y se ponía colorada cuando algún caballero la decía «señorita». Por entonces usó Plácida un vestido blanco con listas azules, adornado de avalorios blancos, que estuvieron muy en moda. Pedro lo recordaba perfectamente, y, sobre todo, aquellas dos trenzas rubias, obscuras, gruesas y prietas que le caían por la espalda. Nunca cruzaron frase manchada de malicia; pero como él estaba en la edad en que la mujer comienza a ser imán del pensamiento del hombre, más de una vez pensó en ella. Sin que fueran novios, ni mostraran mutua inclinación, ni trataran de despertársela las personas que les rodeaban, durante algún tiempo Plácida fue para él la mujer, porque era la única a quien se acercaba y trataba. Iba don Carlos a buscarle al colegio, comía al lado de ella, los llevaban juntos al teatro, vivían ocho o diez horas en plena confianza fraternal; y, sin embargo, cuando al otro día, durante el recreo, Perico oía decir a los mayores que habían visto a la prima o a la amiga de la hermana y charlaban de novias, o cuando un fraile les contaba la historia de Jacob y Raquel o la pasión de la romana Camila, por uno de los Curiáceos, entonces, sin que él lo evocara, sentía avivársele el recuerdo de Plácida. Con cualquier otra a quien hubiera tratado en aquella época, le habría pasado exactamente lo mismo: Plácida no fue para él una muchacha, sino la personificación de lo femenino, tal como se le apareció en los albores de la juventud. En aquellas memorias no había beso a hurtadillas, ni empujón sospechoso, ni siquiera expresivo apretón de manos, ni Plácidas escritas en las cubiertas de las gramáticas; mas Perico se acordaba de que alguna vez, al acostarse en el largo dormitorio de los Escolapios, después de haber pasado el día en casa de don Carlos, sentía flotar ante la vista la figura de Plácida, aún vestida de corto, pero ya en esa época en que la niña se arregla y recoge pudorosamente al sentarse los pliegues de la falda.

Terminada la segunda enseñanza, pasó Perico del poder de los frailes a casa de una pupilera, y don Carlos siguió encargado de entregarle mensualmente las cantidades que su padre remitía. En este período, que abarcaba toda la carrera, sus recuerdos eran de diversa índole. No frecuentó la casa de don Carlos con igual asiduidad: durante una larga temporada, su delicia consistió en vaguear con los compañeros gozando de la libertad, cosa para él nueva y preciosa, yendo al café, al paraíso del Real, a los ruidosos primeros estrenos de Echegaray, a los toros, a cualquier parte donde pudiera convencerse de que era libre, y, sobre todo, alardeando de gran trasnochador para pasar por calavera a los ojos de la patrona. Se hizo áspero, huraño, enemigo de visitas, y medroso de tratar señoras. No había para él más mundo que las mesas de disección, donde buscando un músculo, o un nervio, le parecía que había llegado a la plenitud de la seriedad humana; la puerta de San Carlos, donde entre clase y clase chicoleaba a chulas y modistillas, y la tertulia del café, donde todo se discutía. Entonces, cosa muy frecuente entre los estudiantes de medicina, cobró afición a la literatura, y fueron sus poetas favoritos Espronceda y Bécquer, cuyas rimas casi le hacían llorar, como si

en ellas creyese ver reflejadas sus propias y fantásticas desventuras; amargura caprichosa, voluntaria, sin fundamento, especie de válvula que dejaba escape a la ternura romántica de la juventud.

A casa de don Carlos iba de tarde en tarde y sin la confianza de antes: la conversación del buen señor le parecía propia del año del Estatuto y sus ideas anticuadas, porque no pasaba de progresista, y Perico soñaba con la federación universal, la solidaridad de los pueblos, la unión ibérica y el triunfo de la razón sobre todas las religiones. Era secretario de un congreso escolar constituido para contribuir al afianzamiento de todas las libertades; y durante aquellos años en que la juventud madrileña vivía de mitin en mitin, de motín en motín, iba por las tardes a hacer cola en la puerta del Congreso para oír a Pí y Margall o Castelar, y por las noches leía con ansia los periódicos republicanos, o asistía a un club patriótico, mezquino y miserable, que él con la imaginación ennoblecía y realzaba hasta antojársele que estaba en Lorencini o la Fontana, o en aquellas Asambleas de montañeses y girondinos con que tantas veces soñó viéndolas surgir entre líneas de las admirables páginas de Lamartine y Víctor Hugo. Nunca fue de los estudiantes aduladores que se sientan junto al catedrático, ni de los que se sorben pero no digieren los libros. Cuando más trabajaba era en la segunda mitad del curso, y con tal ahínco y tanta inteligencia, que en ningún examen fracasó.

Su vida era una especie de ordenado desorden que para todo le dejaba tiempo: casi la mitad de éste pertenecía a los amigos, al café y las aventuras callejeras; la otra mitad al estudio; comía y dormía de milagro. En medio de tal agitación se hizo hombre. A tener mala índole, sirviérale la libertad para encanallarse; era bueno, y la independencia contribuyó a enseñarle todo aquello que jamás aprende quien empieza la vida muy a lo señorito.

Terminada la carrera pasó algún tiempo con su padre en el pueblo, le asistió en su última enfermedad, y le vio morir, siendo ésta la primera gota de acíbar que le cayó en el alma. Su pena fue grande y sincera. En las clínicas había visto casos; sobre las mesas de disección, pedazos de cadáveres: hasta que vio sufrir a su padre ignoró lo que era el dolor: sólo al mirarle agonizar supo lo que es la muerte. Transcurridas unas cuantas semanas volvió a Madrid. Su fortuna consistía en una mediana renta, lo necesario para vivir modestamente. Entonces volvió a frecuentar la casa de don Carlos, y recomendado por éste al doctor Romana, uno de los médicos viejos más afamados de la corte, entró a servirle de ayudante. La inteligencia y seriedad del joven hermanaron estrechamente con la dulzura y experiencia del anciano, en quien Perico halló un verdadero protector. Tal base tuvo su porvenir, pues, por raro pero no imposible ejemplo, el doctor viejo acogió con simpatía y sin recelo la independencia de carácter y el talento del mozo; al paso que éste se le sometió, no con el servilismo de la adulación interesada, sino con la lealtad de quien antes busca enseñanza que provecho. Uno de los primeros resultados de esta amistad consistió en que, al cabo de dos o tres años, Perico hizo oposiciones a una plaza de médico del hospital y la ganó, en parte por su saber y en parte por aquella protección. Hubiera él querido debérselo absolutamente todo a sí propio, mas no le pesó la gratitud: sabía que mérito sin protección es ciego sin lazarillo.

Después, el doctor Romana se retiró, y una gran parte de su clientela aceptó a Perico por médico, con lo cual el problema de la vida, tan pavoroso para otros, se le presentó como perspectiva llana y risueña, con sólo una condición: el trabajo.

Durante este período de su existencia, volvió a pisar la casa de don Carlos, hallándola en gran manera transformada. Todos los individuos de la familia se le antojaron variados, como él debió de parecerles un Perico diferente del que estuvo en los Escolapios. Doña Susana salía mucho más a la calle y se vestía con mayor elegancia que antes, porque estaba en los albores de su aventura con Fulánez; don Carlos, casi continuamente encerrado en su despacho, malhumorado y tristón, se había hecho misántropo; y Plácida era la niña que él conoció, pero convertida en mujer, sin poderosos encantos para quien no la estudiase muy a fondo y exenta de esa coquetería propia de las señoritas acostumbradas al trato de muchas gentes: así él cuando la hablaba lo hacía siempre con cierto comedimiento, temeroso de que sus padres imaginaran que por haber jugado de chico con ella se permitiría demasiada libertad.

Indudablemente, si antes hubiera ido a la casa con asiduidad, las cualidades de Plácida se le habrían entrado al alma; pero la vio de tarde en tarde, en visitas casi de cumplido, hasta la postrera enfermedad de don Carlos. Entonces fue diariamente, le asistió, le vio morir, y de todo aquel conjunto de tristezas que la muerte esparce en torno suyo, y con las cuales él se había codeado tantas veces, la que más le impresionó fue el dolor mudo, tranquilo y hondo de Plácida: pocas lágrimas, una amargura indefinible en la mirada, y en todo su ser un descaecimiento grande, cual si se sintiera desfallecer ante la falta de un consejo, un brazo y un cariño que nadie podía reemplazar. A muchas mujeres vio quedar huérfanas; a ninguna dolerse tan acerbamente de la orfandad: y él, que quiso de veras a su padre, comprendió la pena de Plácida y conjeturó que debía de tener buenos sentimientos, viniendo en corroboración de esta idea los recuerdos de la infancia, y la educación, merced a la cual supo don Carlos formarla fuera del tipo frívolo y vulgar de la señorita madrileña. Respecto a detallar lo que pudiera valer físicamente considerada, no era aquella ocasión propicia. Tenía el rostro demacrado y pálido por las veladas que pasó junto a la cabecera del enfermo, los labios descoloridos por la debilidad del comer poco y a deshora, los ojos escaldados del continuo llanto: no estaba para que en ella se fijase nadie; así que todo lo que pensó Perico equivalía a esta sola exclamación: «¡Pobre muchacha!»

«¡Lástima de mujer!», fue también la única idea que le vino a las mientes aquella mañana, cuando, camino del hospital, leyó en el coche que Plácida se casaba con Fernando.

Perico no le trataba, ni sabía que estuviese casi arruinado; pero le constaba que era hombre sin grandes bienes de fortuna ni ocupación o trabajo conocidos, y cuya vida se limitaba a frecuentar casas donde se comía y bailaba, y círculos más o menos aristocráticos en que se jugaba fuerte. No necesitaba más para pensar que Plácida merecía mejor esposo.

Sin embargo de saber tan pocos antecedentes de Fernando, si don Carlos hubiera vivido, Perico no habría vacilado en avisarle, porque, a juicio suyo, semejante aviso fuera juntamente obligación de hombre honrado y deber de gratitud; pero muerto el padre, conociendo el carácter ligero de doña Susana y llegadas a tal punto las relaciones de aquellos cuya boda se anunciaba en un papel público, ¿era conveniente ni discreto inmiscuirse en tan grave asunto? ¿No parecería malévolo o por lo menos oficioso? Su hombría de bien le gritaba que lo hiciese, que su deber era hablar inmediatamente con la madre y ponerla sobre aviso. Tal resolución podría no ser discreta, correcta, como ahora se dice, mas sí provechosa. ¿Qué podía ocurrir y qué consecuencias acarrearle? Nada se le importaba de ellas. Hombre era capaz de contestar en el tono en que otro le hablase. Y aquí sonreía Perico como preguntándose que quién le metía a él en que Plácida casase con quien quisiera.

El simón seguía su camino por calles y plazas; el médico hacía sus visitas; de cuando en cuando se olvidaba de aquella familia, y luego, de pronto, sin saber por qué, volvía a coger el periódico del suelo del coche y tornaban a caer sus ojos sobre el mismo condenado párrafo que anunciaba la boda, hasta que, a vueltas de pesar el pro y el contra de cuanto se le ocurría, concluyó por preocuparse seriamente, juzgando que aquel era uno de los mil problemas con que tropieza el hombre honrado en el trato de la vida social.

La conciencia, sin vacilaciones ni distingos, le decía que hablara; el sentido práctico, el egoísmo, las conveniencias, le aconsejaban que callase. Era una fase de la lucha eterna, más o menos grandiosa, cuyos caracteres varían, cuya esencia es siempre la misma. Lo bueno estaba reñido con lo prudente; la razón divorciada de las costumbres. ¿Qué cara pondría a Susana, a la misma Plácida, si aquélla imaginaba casar bien a su hija y ésta se sentía enamorada del novio? ¿Qué derecho le asistía para intervenir en asunto tan grave y de índole tan privada? Además, lo lógico era, dada la altura a que habían llegado las cosas, que su intervención fuese estéril. Más valía callar. Sobre todo, ¿qué le importaba el porvenir de Plácida? ¿Acaso latía en el fondo de sus dudas otro sentimiento? ¿Quién era aquella señorita? La hija de un antiguo amigo de su padre, una chiquilla con quien había jugado e ido de muchacho unas cuantas tardes al teatro. ¿Don Carlos le había favorecido? Pues con hacer un regalo a la novia, punto concluido. Así acabó el monólogo.

Aquel día el doctor examinó de priesa y de mala gana a los enfermos del hospital, yen las casas no estuvo tan afable como de costumbre.

También el regalo le dio mucho que pensar. Al fin decidió encargar una pulsera de oro lisa, que tuviera grabados y enlazados los nombres del padre y de la hija. Ya que no pudiera apartarse de lo vulgar por la cuantía del obsequio, la idea resultaría original.

Plácida consideró tan delicado el recuerdo de su padre, y recibió de él tanto agrado, que escribió a Perico dándole las gracias y prometiendo avisarle la fecha de la boda. La carta estuvo algún tiempo sobre la mesa del médico, rodando, como vulgarmente se dice, hasta que él un día, harto de tropezar con ella, sin saber por qué, maquinalmente, en vez de romperla, la echó dentro de un cajón.

- VIII -

Pocos días antes de la boda estuvo Plácida a pique de desbaratarla, obedeciendo a una corazonada. No se disgustó con el novio, ni con su madre, ni experimentó la más leve contrariedad: sin saber por qué, se levantó una mañana extremadamente cavilosa, lleno el pensamiento de ideas negras, acobardado el ánimo, cual si presintiera grandes e irreparables daños. Después de peinarse permaneció un rato muy largo sola en su tocador, arreglando para distraerse cajas y arquillas de lazos, guantes y pañuelos; mas tan intranquila por aquella repentina mudanza, que en nada hallaba contento. Si de pronto hubiese entrado Fernando, de fijo le recibiera mal: acaso, franca y ásperamente, le dijese que renunciaba al matrimonio, comprendiendo que si no iba al altar con la pena de quien se deja a la espalda recuerdos de otros amores, tampoco veía color de rosa el porvenir. No se juzgaba profundamente enamorada, ni creía que él lo estuviera. En lo más íntimo del alma tenía arraigada la certeza de que el amor era sentimiento más hondo que el que sentía e inspiraba. Mientras estaban juntos, en tanto que sus palabras le caían como lenguaje de seducción en los oídos, imaginaba querer y ser querida; luego que él se alejaba, ni su corazón ni su pensamiento experimentaban la soledad que entristece al verdadero enamorado. No le aguardaba con impaciencia ni le veía llegar con regocijo: su influjo se limitaba a los instantes en que escuchándole se creía llamada por voces misteriosas a sensaciones nuevas; mas luego de ido quedábase impasible, fría; la influencia ejercida por Fernando sobre ella era puramente material, de hombre sobre mujer; y Plácida, sin darse cuenta exacta de ello, lo presentía con zozobra. Tales eran su incertidumbre y desasosiego, que la menor alteración en sí o en lo que la rodeaba era bastante a trastornar sus impresiones: tan pronto se le figuraban vanos y ridículos sus temores, como creía apreciar bien la realidad. De seguir su ánimo en estas fluctuaciones unas cuantas horas, hubiera fracasado el plan de Fernando. Un suceso, al parecer insignificante, las modificó por completo.

Aquella tarde salió Plácida con su madre a ultimar ciertas compras en una tienda de las llamadas de novedades, cuando a poco de entrar en ella y sentarse ambas junto al mostrador, de pronto y simultáneamente, vieron que entre las personas que hablaban al dueño del establecimiento estaba Fulánez. Plácida volvió la mirada hacia otra parte para no saludarle, y al desviar la cara observó que Susana se había quedado muy pálida y que se esforzaba inútilmente en serenarse: ella, entonces, se acordó de la breve escena ocurrida cuando contó a su madre la declaración de Fulánez, y sin que lo pudiese remediar se le vinieron al pensamiento aquellas ideas sombrías que otras veces la atormentaban. Fulánez se marchó en seguida, esquivando también el saludo, y Susana se tranquilizó; pero a Plácida no se le ocultó el enojo que recibió del encuentro. Por la noche estuvo con su novio más amable que nunca, cual si pretendiera estimularle, ansiosa de oír galanterías que la hiciesen olvidar aquello que la mortificaba. De esta suerte, por obra de un incidente casual, a trueque de no profundizar en lo que irreflexivamente rechazaba, vino a caer en el mismo amor que horas antes consideró mezquino.

A los ocho días se verificó la boda.

Susana, acompañada de don Manolito, fue madrina de su hija, experimentando profunda alegría, por imaginar que casándola quedaba conjurado el peligro de que Fulánez renovase sus pretensiones. En Fernando pensó poco: su quebradero de cabeza, su torcedor era el miedo a Fulánez, la idea de que su antiguo amante llegase a enamorar, y acaso a poseer, a su hija. La casó aprovechando la ocasión de verse Plácida por primera vez cortejada; y fue ayudada por el tardío despertar de los sentidos, que hizo a la joven confundir el amor con el amante.

El doctor, aunque invitado, no asistió; la cita en el templo era para las ocho de la mañana, y a esta hora no prescindía él de su visita al hospital. Además, pensó que aquella señorita podía casarse como quisiera, sin que él interviniese en semejante disparate.

Según tenía anunciado, Plácida se obstinó en no ir a la iglesia vestida de blanco, diciendo: -«No soy millonaria ni novia de teatro.» Se puso un magnífico traje negro de seda, guarnecido de encajes; a la cabeza mantilla, también negra, de rica blonda que le sombreaba suavemente el rostro, y prendido al pecho un ramito de azahar.

La ceremonia le pareció exenta de poesía y de grandeza. No había visto ninguna boda, e imaginaba que el acto debía de ser más solemne y estar más en armonía con la gravedad que entrañaba. La capilla reservada, churrigueresca, recargadísima de adornos; los sucios paños del altar, las imágenes sin sentimiento religioso, la impresionaron mal. Tan de priesa y con tal indiferencia leyó el cura la admirable epístola, que apenas la entendió. Casamiento y misa duraron veinticinco minutos.

A la salida se aglomeraron en torno de los padrinos, pidiendo y mendigando, monagos, sacristanes y pordioseros. A los tres cuartos de hora de haber salido de casa estaban todos de vuelta. Durante el almuerzo, a que asistieron dos o tres amigas de la madre, algún antiguo compañero de don Carlos, y dos íntimos de Fernando, se dijeron alusiones picarescas más o menos veladas, según la educación o el ingenio de cada cual, y llegada la tarde fueron marchándose los convidados; los hombres sonriendo al estrechar la mano del novio las mujeres besuqueando ruidosamente a Plácida, quien momentos antes les repartió algunas flores del azahar que llevó prendido al pecho. Pero fueron pocas las que dio, porque al entrar de regreso en casa se metió en su cuarto, y quitando al ramillete los mejores capullos los guardó en la caja donde conservaba las plumas con que escribía su padre y otros recuerdos análogos, como si pretendiera asociar la memoria del muerto a aquel suceso principal de su vida.

Por la rotunda negativa de Plácida a salir aquel día de Madrid, comprendió Fernando que las primeras horas de la noche constituían un problema difícil de resolver. ¿Qué hacer? Se le ocurrió comprar un palco e ir al teatro con su mujer y su suegra, y al volver, dejar a ésta en el principal, subiendo ellos a tomar posesión del segundo: Plácida rechazó la proposición, considerando indecoroso presentarse en público momentos antes de encerrarse a solas con un hombre, y hasta se le antojó poco delicada la idea de Fernando.

Se resistió obstinadamente a cuanto implicase fiesta o regocijo: el recuerdo de su padre se le había reavivado aquel día. Al fin decidieron pasear un rato por las alamedas de la Castellana, como venían haciendo desde algún tiempo atrás, y luego subirse a su casa dejando a Susana en el principal. Fernando se avino a todo, sin atreverse a decir que aquello le parecía el colmo de lo cursi.

El comienzo de la noche de boda no pudo ser más prosaico; hasta ocurrió un incidente en que Plácida echó sinceramente de menos la poesía. En una de las vueltas que dieron cogidos del brazo, pasaron junto a los faroles bajo los cuales él se paraba en los principios del amorío: ella, evocando memorias que la halagaban, miró dulcemente al que ya era su marido, y luego dirigió la vista hacia el balcón en que solía situarse para verle marchar. Fernando, al pronto, no la entendió, y se quedó mirándola estúpidamente; luego, de repente, exclamó:

-¡Ah!, sí, sí, ¡ya caigo!

No se le ocurrió otra cosa: Plácida imaginó que pudo estar más expresivo.

Luego anduvieron un rato muy largo durante el cual los tres sintieron deseo de recogerse sin atreverse a decirlo: Susana estaba rendida de cansancio, Fernando impaciente, Plácida entre solevantada y medrosa. A cada una de las vueltas se acercaban más al portal, cual si instintiva y tácitamente se hubieran puesto de acuerdo. Por fin, en una de ellas, los tres entraron en la casa al mismo tiempo. Fernando ofreció el brazo a Susana, quien cediéndoselo a Plácida subió delante hasta el principal; llamó, y al abrirse la puerta, penetró en el recibimiento parándose allí, resuelta a despedirse de ellos. Su hija quiso empujarla cariñosamente, pero ella resistió; Fernando permaneció inmóvil en la escalera, hasta que avergonzada Plácida por la presencia de la doncella, se arrojó llorosa al cuello de su madre cubriéndola de besos. En seguida volvió al descansillo, y apoyada en el brazo de Fernando subió al piso donde había de vivir.

Al entrar en la sala, iluminada por dos grandes lámparas puestas sobre la chimenea, Plácida se quitó el sombrero, colocó la manteleta en el respaldo de una silla y se sentó en una butaca, como si temiera ver llegar el momento de pasar a otras habitaciones: Fernando fue a sentarse a su lado, la miró con ternura, y cogiéndole las manos se las estrechó tanto, que por la extremada presión en las sortijas le lastimó algo los dedos. Su primera caricia se tradujo en dolor. Estaba contento, sonriente y sereno. Plácida, demudada y pálida, procuraba mostrarse afable, sin acertar con lo que debía de hacer, cual si reavivados en aquel instante los pasados temores se sobrepusieran a la excitación de los sentidos. Ni él ni ella tuvieron un impulso de verdadero amor: ni Plácida deseó el primer beso de la pasión santificada, ni Fernando pensó en dárselo: ninguno abrió al otro los brazos para estrecharle entre ellos.

A cada lado de la sala había un gabinete: la alcoba estaba contigua al de la izquierda, y hacia allí dirigía él de cuando en cuando las miradas sin atreverse a chistar, limitándose a seguir oprimiendo las manos de la recién casada. Otras veces fijaba la vista en los botones del cuerpo del vestido de Plácida, cuyo pecho se alzaba y deprimía a cada movimiento de la respiración. Así pasaron un rato, sin atreverse a hablar, avergonzados, él de su mutismo, ella de su turbación, hasta que de repente se levantó Fernando y dirigiéndose a uno de los balcones, lo abrió diciendo:

-¡Qué hermosa noche!... Mira qué hileras tan largas de faroles.

Plácida fue hacia donde él estaba: Fernando se acercó a su encuentro, la cogió por la cintura y la llevó al balcón sin soltarla, procurando que sus cuerpos estuvieran muy juntos.

Siguieron mudos; él estrechándola el talle, y ella sintiendo a cada presión que el calor del brazo que la ceñía se le desparramaba por el cuerpo a modo de fluido misterioso, como una oleada de vapor que le subía hasta los ojos enturbiándole la vista. Miraba a la calle y no distinguía más que los puntos amarillentos de los faroles del paseo, que parecían gotas de luz caídas en el fondo de un abismo; y si huyendo medrosa de aquella negrura esmaltada de fuego se volvía hacia Fernando, también se atemorizaba leyéndole en el semblante la justa y mal disimulada impaciencia. Cuanto más oprimida sentía la cintura más se agarraba al frío hierro de la barandilla. De pronto el brazo que la enlazaba la atrajo dulcemente, pero con fuerza, hacia dentro de la sala, y en su oído sonaron estas palabras dichas en voz baja, con falsa dulcedumbre, que a ella se le antojó infinita ternura:

-Tonta... Si ya eres mía; anda, ven.

Suplicante él, atraída ella, llegaron hasta el centro de la sala, donde quedaron iluminados por la luz de las lámparas. Transfigurada por la emoción y engalanada todavía con el traje de calle, parecía realmente hermosa.

Nunca hasta entonces había él notado, recibiendo de ello igual placer, que tuviese tan lindos los ojos, tan encendidos los labios, ni jamás le parecieron tan bellas las líneas de su cuerpo. Complaciéndose en ella la abrazó más estrechamente y la obligó a dar unos cuantos pasos que la acercasen al gabinete. Plácida ni se resistía ni resueltamente avanzaba: dejábase llevar diciendo entre suspiros contenidos que le ponían seca la garganta:

-¿Me quieres de veras, pero de veras?

-¿No lo ves?

-Sí, bien; pero antes háblame mucho, dime que seremos felices.

Él, con el aliento entrecortado y atrayéndosela enérgicamente, repetía:

-Ven, ven.

Lo que Plácida deseaba y pedía, sin acertar a formularlo, era una frase, una promesa de felicidad, un arranque de cariño, algo que la llegase al alma antes de sentirse poseída materialmente, algo que luego pudiera recordar todos los días de su vida; pero a Fernando ni frase ni promesa se le ocurrían.

-Aquí hace fresco -dijo de improviso soltándola; y dirigiéndose al balcón, lo cerró, apagó una de las lámparas, puso la otra en el velador del gabinete y en seguida tornó a estrechar a su mujer entre los brazos. Intentó ella sentarse y que él se pusiese a sus pies en un almohadón, pero no quiso. Por fin la besó en ambas mejillas, diciendo:

-¡Qué hermosa estás!

Entonces tembló como atercianada, y le preguntó balbuciente, sin pagarle los besos:

-¿Me querrás siempre?

Fernando la obligó a andar.

A un extremo del gabinete se veían las columnas que formaban la entrada de la alcoba. Los cortinajes recogidos parecían abrirles paso.

- IX -

Los dos meses siguientes a la boda fueron de continuo ajetreo. Por las mañanas salían con pretexto de compras para completar el ajuar de la casa, a la tarde de paseo, y después de comer al teatro o a los conciertos del Retiro, dándose el fenómeno de que ni uno ni otro manifestasen empeño en evitar la compañía de Susana. Frecuentemente se ponían a charlar suegra y yerno sin que Plácida sintiese deseo de estar sola con su marido. Al volver dejaban a mamá en el principal, y llegada la hora del silencio, propicia al amor, se recogían sin impaciencia. Únicamente entonces aparecía en Fernando el enamorado. Un día le dijo tímidamente Plácida:

-Eres más cariñoso de noche que de día.

Él repuso, sin sospechar que decía una grosería:

-Por algo se ha dicho luna de miel y no sol de miel.

Luego que la doncella, después de recoger el pelo a Plácida, se retiraba del gabinete, era cuando él se manifestaba más amante, antes que movido de verdadera pasión temeroso de parecer indiferente. Ella, lejos de rechazarle esquiva, le acogía benévola; pero imaginaba que aquella ternura, exclusivamente nocturna, no correspondía a la calma y frialdad que mostraba durante el día. Si hubiese tenido mayor malicia, habría considerado que los arrebatos que le acometían y la índole de sus caricias eran propias de quien gozase en casa extraña delicias hurtadas o pagadas; no de quien disfrutaba en la suya lo que legítimamente le pertenecía. Además, se había ya forjado distinta idea de ciertas interioridades de la existencia matrimonial. En el sentido menos puro de la palabra, no podía quejarse de falta de amor; pero iba adivinando que a esta exaltación de los sentidos no acompañaba la limpia y dulce placidez que lo sublima y purifica: tenía esposo apasionado y vehemente, sin estar cierta de que su pasión y vehemencia bastasen a fundar la dicha del hogar; calculando que el amor es semejante a las hogueras, cuyas primeras llamaradas regocijan inconsideradamente, y cuyo verdadero beneficio consiste en apacible calor que luego causan las ascuas y el rescoldo. Se abrasaba; mas comprendía que semejante fuego no podía ser durable, ni suficiente para la felicidad del alma.

Junto con estos temores le vinieron otros. En los detalles y pequeñeces de la vida doméstica, no debía de ser Fernando tan acomodaticio como pareció la época de novio y mientras los preparativos de la boda. En varias ocasiones usó lenguaje poco adecuado a hombre de su clase, y manifestó gustos contrarios a cierta elevación de ideas que ella consideraba natural. Sus bromas aun en presencia de gentes extrañas, eran demasiado libres.

El primer disgusto de Plácida tuvo la siguiente causa. Estaba satisfecha del aspecto de la casa: la sala era lujosa, sus dos gabinetes, elegantísimos; el comedor, el dormitorio y las piezas interiores, daban envidia. Una sola habitación no le agradaba: el despacho de su marido. No había en él más que una mesa, varias sillas y un pequeño estante, cuyas tablas estaban casi huérfanas de libros. Las pocas obras que se veían eran un tratado de cría caballar, otro de carreras, un vocabulario del Sport, el reglamento de las corridas de toros y media docena de novelas, no de las en que se estudian las costumbres; sino de aquellas enderezadas a buscar el éxito pintando descaradamente lo que es para dicho con la discreción más exquisita. Encima de una puerta había floretes, caretas de alambre y dos espadas de desafío, y en la pared un gran cromo donde estaban reproducidos los hierros y divisas de cuantas ganaderías de reses bravas existen en España. No se descubría en el cuarto nada que demostrase trabajo ni laboriosidad. Plácida, queriendo arreglar aquello de otro modo, dijo a su marido que pensaba escoger algunos buenos libros de los que fueron de su padre para colocarlos en el estante y buscar algunos grabados hermosos con que adornar los muros.

Fernando la oyó sonriendo burlonamente, y repuso estas palabras, que resonaron en los oídos de su mujer como una blasfemia:

-Vamos, quieres que las gentes piensen que soy un erudito de pega, como tu señor padre.

No contestó por no agriar la cuestión; pero recibió tanto enojo de la respuesta que no volvió a pensar en la reforma del cuarto.

De allí a pocos días hizo Fernando otra cosa que la mortificó mucho. Estaban concluyendo de almorzar, cuando llamaron a la puerta: la doncella fue a abrir, y volvió diciendo:

-Es una mujer que viene de abajo. Vende telas y otras cosas. La envía la señora por si la señorita desea ver algo de lo que trae.

Plácida quiso recibirla en el cuarto de la plancha; Fernando, por distraerse, dio orden de que pasara al comedor.

Era una entre prendera y corredora de alhajas, encajes y otras galas, a quien Susana, en anteriores ocasiones, había comprado ventajosamente. Venía vestida con ropas desechadas por las parroquianas: era pequeña, regordeta, ordinaria y parlanchina: más que prendera parecía carnicera endomingada.

-¡Hola, señorita! ¡Válgame Dios! Que sea noragüena. No sabía de que se había usted casao. Que sea por muchos años: ¡y qué reguapa que se ha puesto usted! ¡Vaya unas cosas que traigo!

Sin dejar de hablar, apoyó en una butaca el lío en que traía envueltas sus mercancías, lo desató, y fue sacando abanicos, trozos de encajes, un retal de raso, una mantilla de madroños, pañuelos de batista en pieza y ocho o diez estuches con alhajas.

Nada de aquello necesitaba Plácida; pero obedeciendo a la tentación que siente toda mujer ante las telas, compró los pañuelos de batista. Entretanto la prendera fue sacando joyas de los estuches. De pronto, Fernando, que andaba fumando de un lado para otro, se acercó a la butaca donde estaba el montón de géneros, y cogiendo un pequeño bulto sujeto con bonitas cintas, preguntó desatándolo:

-¿Qué es esto?

-Son medias de seda: cosa rica, señorito.

Desatado el paquete cayeron sobre el mantel las medias. No había mentido la prendera. Eran de seda y de la mejor clase: bordadas, caladas, con rayas, lunares y otros dibujos novísimos, pero todas de colores vistosos y exageradamente llamativos.

-¡Olé! Esto sí que es para hembras de gusto. ¡Vaya unas medias! -dijo Fernando levantando en alto unas de color de carne con dibujos negros.

-Quita, hombre, quita: ¿quién se pone eso?

La vendedora desplegó otros dos pares aún más subversivos, dando la explicación siguiente:

-Ya han visto los señores que yo no las enseñaba, vamos al decir, no son para señoras. Las piden para teatro... y mujeres de esas que andan por ahí..., ya me entenderá el señorito.

Fernando siguió admirando las medias, y exclamó:

¡Con esto sí que dan gloria las mujeres!

-Calla, hombre: ¿no has oído lo que te han dicho?

-Pues a mí me gustan, y las vas a comprar.

-Yo no me pongo eso.

Plácida se las quitó de la mano, dejándolas sobre la butaca y pagó a la vendedora, procurando que se marchara. Fernando las volvió a coger, y alzando una en cada mano las miró con agrado, como figurándoselas llenas por dos piernas bien formadas.

-Anda, chiquilla -decía,- no seas pazguata, que te las regala tu marido. Verás qué barbiana estás.

La prendera, creyendo que haría negocio, comenzó a desdoblar medias de pecadora: Plácida, enrojecida de vergüenza, se mordió los labios para no responder. Luego, viendo que él sacaba dinero con que pagarlas, no pudo menos de oponerse cariñosamente.

-No seas niño. ¿Qué voy a hacer yo con medias de teatro?

-¡Al cuerno! -dijo él tirándolas sobre la mesa: y añadió marchándose con mal talante: -¡Qué peste de señoritas que no tienen pizca de salero!

A los ojos de Plácida se asomaron las lágrimas traídas por la indignación y el rubor de verse así tratada. No fue el violento ademán de Fernando lo que la molestó, sino lo grosero del capricho. Deseosa, sin embargo, de no provocar un altercado grave, luego de irse la prendera fue al gabinete donde Fernando se había puesto a leer un periódico, y quitándoselo suavemente se le sentó en las rodillas, diciendo:

-No te enfades... Era tirar el dinero.

-No me enfado, pero ya sé que me he casado con una monja.

Después recogió del suelo el periódico, con ánimo de continuar leyendo, y ella se fue a otra habitación para ocultar su primer llanto de casada.

En muchos días no le pasó el disgusto, pero supo disimularlo tan bien, que no volvieron a cruzar por aquel motivo palabra desagradable. Su pena consistió en comprender que Fernando obedeció a un impulso espontáneo, y que lo cínico del antojo debió de ser cosa en él natural. Por fuerza estaba acostumbrado a tratar mujeres que con el regalo de las medias se hubieran puesto locas de contentas.

Pasados unos días pudo surgir otro incidente más grave y del cual, en gran parte, no se enteró ella, por las circunstancias que lo rodearon. El criado y la doncella que les servían eran novios, y ella bastante guapa. Un domingo que a la chica le tocaba salir, luego de vestida con cierta limpieza y coquetería, entró al gabinete antes de irse, preguntando si se podría marchar. Plácida no estaba allí porque, avisando a su marido, había bajado a casa de Susana, de modo que la doncella encontró solo a Fernando, el cual le dijo:

-Anda, diviértete, cuerpo bonito.

Al volverse la moza para irse, se movió con desenvoltura agradeciendo el requiebro; Fernando, seguro de que su mujer estaba lejos, se puso en pie para verla salir y mirándola con picardía hizo un guiño muy significativo y dio con la lengua un fuerte castañetazo, indicando que la muchacha le parecía de perlas. El criado, deseoso de saber si salía su novia, estaba espiándola en el pasillo, y desde allí lo presenció todo, resultando que al cabo de dos días se despidió de la casa, obligando a la doncella a tomar igual determinación. Ambos dijeron la causa a la cocinera, y ésta se la refirió a su ama. Plácida juzgó que todo ello sería chisme de gente baja; pero pensando luego que la chica era bonita, sintió no haber podido vigilarla. Es decir, aunque poniéndolo en duda, admitió la posibilidad de que su marido se fijara en el palmito de las criadas. La que tomó en sustitución de aquélla fue de extraordinaria fealdad.

Otro suceso, en apariencia insignificante, ocurrió pocos días después, que también produjo a Plácida desagradable impresión.

Nadie visitaba todavía a los recién casados; pero el doctor Mora, que fue invitado a la boda y no asistió, cayó en la cuenta de que si con arreglo a las costumbres no estaba obligado aún a visitarlos, debía al menos ir a casa de Susana a darle la enhorabuena. Lo sorprendente era que él, tan olvidadizo de cumplidos, pensase en semejante cosa. A pesar de esto, una tarde en que fue a ver a un enfermo por aquellos barrios, subió a saludar a Susana. Ella, desde dentro, le conoció por la voz, mientras hablaba en la puerta con la doncella, y salió hasta el recibimiento, diciendo:

-¿Tú por aquí? Pasa, pasa. ¡Cuánto se alegrará ésa de verte! La estoy esperando para salir. Oye, muchacha (a la doncella), sube y di a la señorita que está aquí el señorito Perico. ¡Pocas ganas que tiene ella de darte las gracias! ¡Ni que le hubieras regalado dos solitarios como dos nueces!

A los pocos minutos bajó Plácida vestida de calle, con exquisita elegancia, y no sin cierto rubor tendió la mano al amigo a quien después de casada veía por primera vez.

-Mira -le dijo mostrándole la pulsera que brillaba sobre el guante a medio abrochar: -la estrené antes de la boda y casi no me la quito. Nadie ha tenido pensamiento tan delicado.

Hablaron luego de cosas triviales; prometió ella presentarle a su marido, y le ofreció la casa, rogándole que no esperase para visitarles a recibir papeleta de parte de matrimonio.

-Ya sabéis -dijo él- que no hago más que visitas de médico. No tengo tiempo para nada.

-Lo que sé es que te estás haciendo rico.

-No me puedo quejar.

-Parece mentira -decía Susana- que seas el que venía de los Escolapios: estás hecho un señor doctor, y lo hermoso es que a nadie se lo debes.

Eso, no. Sin el pobre doctor Romana, que me protegió mucho, no habría conseguido tanto en tan pocos años; pero la verdad es que soy el médico joven que más trabaja en Madrid.

-¿De modo que tienes lo que llamáis una buena visita?

-Me levanto a las ocho, voy al hospital; luego, antes de almorzar, hago unas cuantas visitas: de dos a cuatro, consulta en casa; y después otra vez a subir escaleras.

-¡Quién lo había de decir! -exclamaba Susana. -Chico, no te enfades: me parece imposible que cures a la gente.

-Pues póngase usted mala y verá.

-No te diré que el mejor día no tenga que llamarte, porque el médico que nos asiste está muy viejecito.

Plácida no hablaba. Le había escuchado atentamente, calculando la satisfacción que experimentaría su compañero de infancia viéndose, tan joven, en tan envidiable situación: aquella era vida de trabajador, propia de hombre. Involuntariamente llegó a compararla con la que hacía su marido. Pero Fernando tenía disculpa: estaban aún en la luna de miel: ya trabajaría. Además, con cuidar de lo suyo tendría ocupación bastante. Ya llegaría época en que pudiese ella entrar en el despacho a sorprenderle y borrarle las cavilaciones a besos, como hacía con su padre.

Marchose Perico: no quiso salir Susana porque se les había hecho tarde, y al cabo de un rato se subió Plácida a su casa. Recorriendo las habitaciones en busca de su marido llegó hasta el despacho, y allí, involuntariamente, sin que hiciese nada por recordarlas, volvieron a su mente las ideas que se le ocurrieron oyendo a Pedro. Aquel cuarto lujoso, sin libros, sin papeles, sin nada que indicase laboriosidad, era estancia de hombre incapaz de encariñarse con la casa. Plácida pensó con miedo en lo que sería de ella cuando poco a poco se le calmase a su marido el entusiasmo de la luna de miel.

- X -

En esto comenzó Fernando a quejarse del calor, diciendo que se ponía malo por infringir la costumbre de salir de Madrid durante el verano: comprendió Plácida que deseaba hacer el viaje a que ella se negó a raíz de la boda y, como no existían las razones en que fundó la anterior negativa, declaró que viajaría de grado. Por su gusto hubiera ido a pasar una temporada en cualquiera de las fincas de su marido, o a la casa de labor que ella y su madre tenían en Orejuela; pero Fernando dio a entender que aborrecía el campo, sobre todo el de España, para no tener que hablar de sus haciendas. Por último, Plácida se avino a pasar un mes recorriendo los Pirineos franceses y a detenerse, al volver, en San Sebastián. Aquella semana salieron de Madrid. Susana no les acompañó a la estación porque la tarde de su partida amenazaba tormenta, y Plácida se despidió de ella con la misma emoción que si emprendiese el viaje minutos después de la boda contribuyendo a este reverdecimiento de ternura filial la circunstancia de que en los dos meses transcurridos se le disiparon casi por completo las sospechas pasadas acerca del grado de amistad que pudiese unir a su madre con Fulánez: en primer lugar, porque no volvió a verle; luego observando que su madre no salía sola, y en último término, porque instintivamente deseaba haberse equivocado, prefiriendo ser rencorosa consigo por sus malos pensamientos, antes que fallar contra su madre.

Durante el viaje se convenció de que sus gustos eran más modestos y sencillos que los de Fernando: ella quería albergarse cómodamente; él con ostentación y lujo. Su empeño de ir siempre a los hoteles más caros les llevó en Luchón a uno donde la situación del cuarto en que se alojaron facilitó que Plácida se enterase de una gran picardía de su marido, con ocasión de la cual tuvo el primer disgusto serio.

Había delante de la fonda un jardinillo formado de arbustos, adornado con macetas y lleno de sillas, bancos con toldo y veladores de hierro. El cuarto que ocupaban estaba en el entresuelo y sus balcones daban frente a la puerta de la verja. No era posible entrar ni salir de la casa, sin ser visto desde ellos.

Un, día, hallándose cansada, no quiso Plácida salir después de comer, y prefirió sentarse en el jardinillo a saborear el café, distrayéndose en ver pasar a los demás huéspedes, muchos de los cuales estaban también allí gozando del fresco. Entre ellos llamaban la atención dos mujeres de picante hermosura, esbeltas, graciosas, engalanadas con llamativa elegancia y aun mejor calzadas que vestidas. Sus, trajes parecían cortados con el solo propósito de que lucieran bien lo airoso del talle y lo levantado del pecho; mas esto, que todas procuran, estaba en ellas llevado a la exageración, cual si desearan que quien las mirase abarcara de una sola ojeada todos sus encantos. Llevaban el pelo teñido de rubio, algún toquecillo de pintura en el rostro, y por donde pasaban iban dejando rastro de perfumes intensos. Los hombres que estaban solos las miraban codiciosamente; los acompañados de sus familias las examinaban a hurtadillas, temerosos de reprimenda de esposa o madre; las señoras fingían no verlas. Aquella tarde, recién terminada la comida, salieron al jardinillo y pidieron café con dos copitas de chartreuse. Luego llegaron Plácida y Fernando, quienes se sentaron ante uno de los veladores situado frente al que ellas ocupaban: Plácida las miró sin descaro; Fernando hizo como si no las viera; pero luego sacó del bolsillo un periódico, y desplegándolo lo interpuso entre su cuerpo y Plácida para examinarlas a su gusto. A una de ellas la conoció en otro viaje y conservaba buen recuerdo de ella. Al cabo de unos instantes dobló el papel y lo guardó. Ellas permanecían quietas, muy modosas, bebiendo a sorbitos el café y las copitas de licor, y, sobre todo, gozándose en la impresión que causaban, pues con más o menos disimulo nadie había que dejara de admirar su elegancia y belleza. Las señoras comentaban en voz baja lo bonito de sus trajes, y las más hermosas, que no temían comparaciones, hasta confesaban que eran guapas. Los hombres se las comían con los ojos. Fernando volvió a convertir el periódico en pantalla para mirar a su antigua conocida. Vinieron en esto unos músicos ambulantes, saboyanos, con violines y arpas, y estuvieron largo rato tocando; con lo cual la gente siguió allí sentada hasta cerca de las diez, hora en que la demasía del relente trocó el fresco en poco menos que frío. Entonces fueron marchándose los huéspedes, unos al Casino, donde se bailaba y jugaba, y otros a sus habitaciones. Las dos jóvenes guapas subieron a su cuarto, y Plácida y Fernando al suyo. Al irse los músicos, un mozo cerró la puerta de la verja y apagó todos los faroles menos uno, quedando el ingreso de la fonda débilmente iluminado. Sobre la arena se dibujaban las inquietas sombras del ramaje movido por el viento, y hacia lo interior de la casa se escuchaba el traqueteo de los platos removidos en la cocina.

Al cabo de un rato de estar en su cuarto, Fernando cogió el gabán, encendió un puro, y dijo a Plácida:

-Pichona, me voy al Casino para andar un rato; aquí no hago bien la digestión.

-SÍ; hace calor; como hemos tenido cerrado todo el día... No tardes.

Ahora vuelvo.

-Plácida se echó sobre los hombros una pañoleta, abrió un balcón, y apoyándose en la barandilla se dispuso esperarle, respirando el aire fresco que cargado de aromas venía de los montes cercanos.

El jardinillo de la entrada estaba desierto y la noche hermosa. Las estrellas centelleaban con vivos resplandores. Fue cesando el ruido de platos removidos, y comenzaron a sonar polcas y valses tocados por una señorita inglesa que estaba casi todo el día manoteando en el piano. Plácida seguía asomada, mirando hacia el sitio donde poco antes estuvo sentada con su marido. De pronto pensó que Fernando había tenido ya tiempo sobrado de salir. ¿Cómo tardaba tanto en bajar? ¿Habría salido sin que le viese? Esto no era posible, porque estaba situada frente por frente a la verja; además, la puerta tenía una campanilla automática que no había sonado. ¿Qué era aquello? ¿Dónde estaría? Pasaron unos cuantos minutos y siguió desierto el jardinillo. Sólo el perro de guarda paseaba por el suelo enarenado. ¿Dónde diablos podía estar su marido? ¿Se habría detenido con alguien en los pasillos? Permaneció esperando, transcurrió un cuarto de hora, veinte minutos, media hora... y nada. El vientecillo comenzaba a serle molesto: ya se le descomponían con la humedad los rizos, y aún persistía en continuar allí, ansiosa de saber, todavía por mera curiosidad, si Fernando habría o no salido. De allí a poco, sintiendo frío, trocó la endeble pañoleta por el abrigo de viaje, se envolvió la cabeza en una toquilla, y tornó al balcón. Los huéspedes comenzaban a retirarse, y según ella les veía acercarse, cada bulto se le antojaba Fernando. Vio llegar a un matrimonio con dos hijas altas, flacas y escuchimizadas; luego a un señor belga que la miraba mucho en la mesa, a otro caballero viejo, emigrado español y carlista, a otros muchos huéspedes: sólo Fernando no venía. Comenzó a inquietarse. ¿Le habría pasado algo? Mas ¿qué le había de suceder si estaba cierta de que no salió?

De pronto se oyeron a lo lejos grandes carcajadas y el alegre tecleo de un piano que indicaba una canción chulesca, madrileña legítima; entonces, por la dirección de donde venían la música y las risas, se fijó en dos ventanas fuertemente iluminadas, que daban también al jardinillo, y recordó en seguida que en los días pasados había visto allí asomadas a las dos señoritas guapas, de honor dudoso, que vestían tan bien. Sus dudas se trocaron repentinamente en sospechas, y se dijo: «¿Estará con aquellas mujeres?... ¡Imposible! No es capaz.» Pero siguió esperando con gran desasosiego. En el reloj del vestíbulo dieron las doce, arreció el fresco, y, sin embargo, no quiso moverse. Las risas aumentaban, y como el silencio era mayor, se oía perfectamente la canción chulesca... ¿Estaría Fernando en el salón del piano oyendo tocar a alguna española? Tampoco podía ser esto: las luces del salón debían de estar apagadas, porque las ventanas no proyectaban claridad sobre el jardín. Plácida dejó de tener frío en el cuerpo para sentirlo en el alma. ¿Sería posible que hubiera ido en busca de aquellas mujeres hasta su misma habitación? ¿Para qué? La tristeza se enseñoreó de ella por completo. Un medio tenía de saber a qué atenerse: no quitar ojo de la verja de entrada. A nadie conocía Fernando en la fonda: de manera que estaba con ellas, o había salido, y en este caso, por la verja tenía que entrar. Decidió esperar, bien arrebujada en el abrigo; mas luego el frío se hizo tan vivo por la proximidad de la montaña, que no pudiendo soportarlo cerró, quedándose inmóvil y anhelante, pegado el rostro al vidrio. Así pasó dos horas. ¿Qué hombre era aquél, capaz de semejante acción? ¡Y tan pronto! ¿Valían más que ella aquellas dos mujeres? Físicamente, sí. Cualquiera de ambas era mucho más bonita; además, aunque no tenía gran experiencia de casada, adivinaba que aquellos tipos vistosos y descarados se armonizaban con el gusto de Fernando mejor que sus pobres encantos. Ella era agua de manantial limpio que calma la sed; las otras como bebida enloquecedora. Tuvo que violentarse para no llorar: el orgullo de la propia dignidad fue quien le atajó las lágrimas... ¿Sería posible que pasase así la noche?

Ya clareaba el día y aún tenía los ojos clavados en la verja, cuando de pronto oyó pasos en el corredor, volvió la cara y vio que Fernando, imaginando hallarla acostada, abría cautelosamente la puerta.

-Pero, ¿no te has acostado? -dijo al entrar.

-¿Sin ti?

-¡Claro! Hija, no lo he podido remediar. Yo..., que nunca juego..., no sé qué ocurrencia me dio...

Plácida vio que mentía con inconcebible aplomo, mas no quiso comunicarle su sospecha. La idea de una explicación borrascosa le infundió terror, y se limitó a decir:

-Vaya unas ganas de perder dinero en tonto.

No; si, aunque poco, he ganado: unos cuantos luises.

Se acostaron y Fernando se durmió en seguida, de espaldas a Plácida. Ella no logró conciliar el sueño, y vuelto el rostro contra la almohada, lloró calladamente.

Se levantó muy de mañana, y, despacito para no despertarle, sin más abrigo que la bata, se acercó a la cómoda sobre la que tenía él costumbre de vaciarse los bolsillos de la ropa. Allí estaban la cartera, el reloj, dos o tres papeles y la petaca. Plácida cogió la cartera y la abrió, obedeciendo a una idea madurada durante el insomnio.

La mañana anterior habían echado cuentas sobre lo que llevaban gastado: debía tener cuatro billetes de a mil francos, uno de quinientos y una letra sobre Bayona. Nada faltaba. Recordando que durante el día no había pagado más que gastos insignificantes, contó el montoncillo del dinero que llevó en el chaleco, y vio que tampoco faltaban más que unos cuantos francos. ¿Y los luises ganados? En vano los buscó. El juego y la ganancia eran mentira. Las sospechas se trocaron en certidumbre. Indudablemente estuvo con las pícaras, y, sin embargo, ¿cómo no le faltaba una sola moneda? ¿Serían antiguas conocidas y habría ido sólo a recordar aventuras pasadas? Entonces se acordó de que al anochecer, mientras estuvieron sentadas en el jardinillo, él se cubrió la cara varias veces con el periódico. Mas, ¿qué le importaba que hubiese dado algo a cualquiera de ambas ni que las conociera o no? Lo esencial era que fue a buscarlas. Acaso las carcajadas que oyó eran porque se burlaban de ella.

A la hora del almuerzo, dijo Plácida que no quería sentarse a la mesa redonda; pidió que les sirvieran en otra habitación; observó disimuladamente y notó que su marido siempre que podía miraba hacia la puerta. Luego salieron a tomar el café en el jardinillo, donde ya estaban ellas ante el mismo velador que la víspera. Fernando, como si repentinamente se acordase de algo, se levantó, fue al gabinete de lectura y volvió con un periódico, repitiendo el juego del día anterior para mirar a las pecadoras, una de las cuales sonreía con frecuencia.

El natural deseo de Plácida fue marcharse cuanto antes de aquel pueblo: luego pensó en si debía pedir celos o dar quejas, y ninguno de ambos recursos le pareció sensato. Aquello no podía ser más que un capricho pasajero, de mal presagio, pero al presente de escasa importancia. Lo mejor era recogerse en sí misma, dolerse a solas de lo sucedido, y callar. Fernando no volvió a dejarla por la noche, y esto la tranquilizó mucho. Por último, una tarde, al salir el ómnibus del hotel cargado de viajeros, Plácida vio marchar a las dos aventureras. Cuando miró alejarse el coche se le ensanchó el alma, y sin poderlo remediar, dejó escapar un suspiro que valía por cien reproches, murmurando:

¡Vayan benditas de Dios!

Fernando, que estaba a su lado y que adivinó por qué lo decía, quiso curarse en salud y dijo burlonamente:

-Se te antojan los dedos huéspedes. ¡Mira que tener celos de esas perdidas!

Plácida se encaró con él, y con una energía de que hasta entonces no había dado señales, repuso:

-¡Celos, no! ¡Para eso tendrías que buscar a quien valiese, por lo menos, tanto como yo!

No cambiaron en aquella ocasión una palabra más; pero, ella quedó persuadida de que Fernando no la quería lo bastante para que las demás mujeres le fuesen indiferentes, causándole mayor daño la mortificación del amor propio que el manifiesto olvido de su persona.

A los dos días, cuando al volver de paseo fueron a coger la llave del cuarto, hallaron en el casillero de las cartas un telegrama para Fernando. Plácida lo cogió y rasgó el cierre del papelito azul, muy alarmada, comprendiendo que sólo por algo relacionado con su madre y por motivo desagradable podían telegrafiarles. No se había equivocado. El telegrama era de don Manolito y decía así: «Ferdinand Lebriza: Hotel París. Luchon. -Mamá delicada. Doctor Mora dice conviene volváis Madrid. -Manuel.»

Aunque la redacción del despacho no era muy alarmante, se asustó mucho. En vano le repetía Fernando con el papel en la mano:

-Delicada: aquí no dice más que delicada.

-Por no angustiarme; pero no se le manda a uno volver por poca cosa; además, Mora no es nuestro médico, y el haberle llamado es mala señal.

-¿Por qué?

-Una de dos: o se ha puesto de repente tan mala que le han llamado en la seguridad de que acudiría antes que otro, o el nuestro ha pedido consulta con Mora; y en ambos casos está mala de veras.

-No caviles más: -hoy nos vamos.

Aquella noche emprendieron el regreso.

Plácida olvidó la amenaza que acababa de sufrir su dicha de casada para pensar sólo en su madre. Pero al anochecer del día siguiente, tumbada en el fondo del vagón, barajando ideas y temores, mientras el tren corría ya por tierras de Castilla, tuvo ideas que parecían embriones de pesares futuros. Se había casado hacía poco más de tres meses, estaba casi cierta de que su marido era capaz de poner los ojos en otra, ¡y qué otra!, y, sin embargo, al saber que su madre estaba enferma, la mala impresión de aquella certidumbre se le había disipado repentinamente: de modo que, a pesar de la luna de miel, tampoco ella tenía el alma tan llena de amor a su marido como debía tenerla. Dos desgracias adivinaba en lontananza: perder a su madre y no ser querida de su esposo, causándole la primera mayor pena que la segunda. ¿Por qué no le producía verdadero terror la posibilidad de que Fernando no la quisiera? ¿Sería porque tampoco ella le amaba? ¿Se habrían mutuamente engañado jurándose un afecto que no se inspiraban? ¿Qué experimentó al adquirir el convencimiento de que Fernando había pasado unas cuantas horas al lado de una aventurera? ¿Celos? No. Harto comprendió que no fue la dolorosa angustia de quien teme perder lo que adora, sino simplemente el escozor de la ofensa, análogo a la herida del desprecio. Pasó una mala noche, se consideró humillada; mas no paró mientes en que acaso la estuviesen robando una parte del tesoro de caricias que por derecho le pertenecía. Y de estos dos recelos, entre el de no inspirar amor y el de no sentirlo, aun le parecía más horrible el segundo; adivinando que si quien ama es en el matrimonio incapaz de flaqueza, quien está casado sin amor tiene abierto a todo peligro el corazón.

Las llanuras áridas, los peñascos escuetos que se veían desde las ventanillas del tren, eran un paraíso encantador y frondoso comparados con lo que podía ser su vida si llegase a convencerse de que no amaba. Sobrecogida de terror se arrimó a Fernando, y, valiéndose de que estaban solos en el vagón, se apretó contra él y reclinó sobre su pecho la cabeza, buscando calor con que contrarrestar el frío que le invadía el alma.

-No te aflijas -decía él: -tu madre estará mejor y tan cariñosa como siempre.

-Y tú, ¿me quieres? -repuso ella, mirándole con inefable ternura. Fue una mirada que sólo podía ser pagada con besos.

Fernando contestó fríamente:

-Pues claro que te quiero... Mira, no te me eches encima: recuéstate en el rincón: a ver si podemos dormirnos hasta Valladolid.

- XI -

Desde la noche en que Fulánez habló atrevidamente a Plácida, hizo Susana proyecto de tener con él una explicación, pensando que lo exigían sus fueros de amante y su dignidad de madre. Se contuvo mientras los recién casados estuvieron en Madrid, sospechando que la entrevista sería agria; mas apenas emprendieron el viaje determinó buscarle para echarle en cara su falsía y su infame deseo de solicitar a Plácida. Comprendiendo que era inútil llamarle ni pedirle citas, determinó cogerle por sorpresa. Sabía que estaba empleado en Gobernación y que vivía al fin de la calle Mayor: lo natural era, por tanto, que para ir a la oficina saliese de su casa entre once y doce de la mañana, y del Ministerio poco después de las cinco. Hubiera preferido verle bajo techado, a solas, donde algunas lágrimas vertidas a tiempo ayudasen a sus palabras; pero esto era imposible. En cambio, la calle tenía otras ventajas: podría decirle libremente cuanto quisiera, y él se vería obligado a callar. En lo más íntimo de su corazón bullía el deseo de la reconciliación; pero lo que principalmente quería era desahogarse, decir ella la última palabra, no quedar abandonada, despreciada, como una corista o una modistilla.

Una mañana llegó a la Puerta del Sol a las once, y desde junto a la fachada de Gobernación emprendió la caminata por la calle Mayor, tomando la acera de la izquierda por donde era racional que viniese: fue despacio hasta la entrada del viaducto de la calle de Segovia, tornó a la Puerta del Sol, por la acera opuesta, mirando continuamente hacia atrás, y no logró verle. A las cinco de la tarde volvió e hizo lo mismo en sentido contrario, echando a andar desde el viaducto, y también fue inútil su cansancio. Al día siguiente no fue, temerosa de que se hubiesen fijado en ella las gentes de las tiendas. Por fin, al otro día, le vio salir de su casa, le siguió de cerca, y cuando llegaba a uno de los soportales que dan paso a la Plaza Mayor, colocándose a su espalda, muy cerca, le llamó por su nombre: él, sin sospechar la que le esperaba, se volvió y topó con ella. No tuvo escape. La entrevista fue corta y humillante para la imprudente señora.

Hablaron fingiendo sonreír, como conocidos que por casualidad se encuentran, medrosos ambos de que los transeúntes oyeran lo que se decían:

-¿Creías tú que iban a quedar así las cosas? -preguntaba Susana.

-Supongo que no armarás escándalo.

-Haré lo que me dé la gana.

-Baja más la voz.

¿Qué te he hecho para que te portes tan suciamente?

-¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

-¿Te parece poco? ¿Querías dejarme? Haberlo hecho... Me has perdido; por ti he sido mala... No lo mereces... Bien empleado me está. Lo canallesco, lo que no te perdono es lo que has hecho con mi hija.

-La chica ha visto visiones. Vanidad de tonta mimada.

-Lo que querías era su dinero.

-Habla de otro modo, o vete: estamos llamando la atención.

Aunque colérica, Susana acentuó la falsa sonrisa y siguió diciendo cuanto se le ocurría, todo lo que había pensado desde la boda de su hija.

-Hemos concluido, ¿lo sabes? No hay arreglo posible.- Y calló esperando con ansia la respuesta, anhelando que él procurase reanudar el lazo roto. Fulánez respondió:

-¿Se acabó? Pues ¡mejor! ¡Puede que creyeses que me tenías contratado!

Quiso echar a andar: Susana le detuvo y le dijo, tirándole de la levita:

-No me busques jamás. ¿Entiendes? ¡Sucio!

Él la miró burlonamente, y repuso:

-Pues se acabó el lío. Adiós, anciana: ¡que te alivies!

En seguida apretó el paso dejándola espantada de tamaña grosería; ella, fuera de sí, quiso gritar y no pudo: tenía la garganta seca por el sofoco y la ira. Permaneció un momento como clavada en el suelo, sin saber qué hacer ni dónde ir. Aquel diálogo de tres minutos, en que vio claramente toda la villanía de que su ex amante era capaz, trastornó todas sus ideas. ¿Era posible que por tal hombre hubiera caído tan bajo, que por granuja semejante se olvidara del propio decoro? «Canalla, canalla», murmuraba entre dientes. Al moverse le flaquearon las piernas y sintió tremenda pesadez de cabeza. La luz que reverberaba en los cristales de las tiendas le hacía gran daño en los ojos; luego sufrió en las sienes y la nuca una sensación dolorosa de peso repentino, cual si la sangre se le agolpase al cerebro en fuertes oleadas, y tuvo que esforzarse para no dar con su cuerpo en tierra. A corta distancia del lugar de la escena comprendió que se ponía mala, muy mala, y llamando en su auxilio a la voluntad, aceleró la marcha, dirigiéndose a una casa de la Plaza Mayor, donde tenía una amiga, no de gran confianza, pero sí la bastante para poder pasar allí unos momentos.

Subió la escalera, temblorosa, jadeante, y al tirar del cordón de la campanilla sufrió un principio de desvanecimiento. La criada que abrió la puerta, no hizo más que verla, pálida, agarrándose vacilante al pasamanos de la barandilla, y llamó con grandes voces a su ama:

-¡Señora!, ¡aquí está la madre de la señorita Plácida, y parece que viene mala!

Susana atravesó el recibimiento, llegó al gabinete, y antes de aproximarse a una butaca cayó redonda sobre la alfombra.

-¡Por Dios!, ¿qué es esto?, ¿qué tienes? -decía su amiga.

-No sé...

Balbuceó algunas palabras, que afortunadamente para ella no se entendieron, y perdió el sentido.

La amiga la quería bien; mas sobrecogida con lo inopinado del caso, y entrándole gran miedo de verla morir allí, mandó a la chica por un coche para que la llevaran a su casa. Hízose así: entre la doncella y la portera, que eran fornidas, la metieron en el carruaje; una de ellas subió al pescante, y en otro simón siguió la prudentísima señora.

Cuando llegaron a casa de Susana fue preciso subirla en brazos: no estaba en absoluto privada de sentido, mas tampoco era dueña de su voluntad. Le ardía la frente, tenía el pulso aceleradísimo, las mejillas flácidas y la boca torcida, como si hiciese muecas. Su doncella la acostó, y mandó en busca del médico que habitualmente la asistía; mas el criado volvió a la media hora, diciendo que el doctor estaba veraneando. Entonces se le ocurrió a la muchacha enviar otro recado a don Manolito, por ser el amigo íntimo de la familia, y don Manolito, al saber que no habían dado con el médico, ordenó al criado que fuese corriendo a casa del doctor Mora. Una hora después estaba Perico a la cabecera de Susana.

Verla y hacer un gesto de mal agüero, todo fue uno. Dispuso que trajeran hielo; le envolvió la cabeza en paños empapados de agua muy fría, y recetó cuánto juzgó conveniente. La enferma pasó la noche delirando e intentó varias veces tirarse de la cama, siendo preciso que la doncella y Perico no se apartaran de ella. Don Manolito, que acudió en cuanto pudo, disculpado por su edad y aconsejado de Perico, se retiró a media noche. Cuando salió le dijo el médico:

-De paso que se va usted ponga usted a la hija un parte inmediatamente, porque esto puede ser gravísimo, y nuestra responsabilidad muy grande.

La doncella se tumbó a dormir en una butaca, Susana siguió delirando muchos ratos y Perico la observó con el mayor cuidado. De cuando en cuando decía cosas incoherentes: otras veces pronunciaba claramente frases enteras; el médico comprendió que había tenido un gran disgusto, y hasta sorprendió que debió de ser por causa de un hombre.

A las treinta y seis horas entraban en la casa Plácida y Fernando.

-¿Qué ha sido?, ¿qué tiene? -preguntó ella, tirando sobre los muebles el saquillo de mano y el sombrero de viaje, encarándose con Perico y sin pararse a inquirir quién le había llamado.

-Perdóname el susto -repuso él,- pero mi deber era avisaros.

-Has hecho bien. ¿Qué tiene?

-Un vulgarísimo ataque cerebral, pero muy fuerte. Cuando la vi me alarmé mucho. Afortunadamente, creo que hemos conjurado el peligro.

Plácida, dejándole con la palabra en la boca, entró en la alcoba. Fernando saludó cortésmente a Perico, preguntándole:

-¿Cree usted que se repetirá?

-Se me figura que, por ahora, no; pero si sucediera sería cosa perdida.

De allí a un rato les explicó su presencia en la casa, llegó don Manolito, declarando ser él quien le mandó a buscar, y Plácida dijo:

-Mira, Perico, te ruego que sigas viniendo.

-Ya sabes que conmigo no hay que guardar cumplidos. Vendré mientras vuestro médico, esté fuera: luego... lo que tú dispongas.

Plácida permaneció todo el día junto a su madre. Fernando almorzó en el principal y se subió a descansar. Perico fue aquella noche y dos veces al otro día.

Cuando al siguiente, ya anochecido, entró en el dormitorio de la enferma la habitación estaba casi a oscuras: faltaba la luz del día y aún no la habían encendido artificial. Frente al hueco del balcón, en cuyos vidrios reverberaban los postreros rayos del sol poniente, estaba Plácida reclinada y adormilada en una butaca. Aunque la situación no era propicia a que nadie se fijase en mujeres, y menos un médico acostumbrado a tales trances, Perico contempló un instante a su antigua compañera de infancia. No parecía la misma de otros tiempos: el matrimonio había convertido a la joven en mujer enteramente formada. El reposo del sueño daba al rostro serenidad de imagen sagrada: los brazos, que tenía caídos y se veían desnudos hasta el codo por la anchura de las mangas, eran hermosísimos; dos botones, traidoramente sueltos, dejaban ver la blancura del cuello, cuyas líneas se ensanchaban y alzaban hacia abajo acusando un pecho precioso; el cabello, algo desordenado, formaba un nimbo irregular y obscuro, sobre el cual destacaba la cabeza, y por entre los labios, como dos pinceladas de grana, se veían los dientes menudos, blancos e iguales. La bata blanquecina que tenía puesta absorbía para el bulto de su figura los últimos resplandores del día; todo lo demás del cuarto era oscuridad; en ella sola había luz.

Perico la contempló un instante suspenso, admirado, sin pensar en nada; en seguida, haciendo preguntas a la doncella, que entró tras él, se dirigió hacia la alcoba de la enferma; mientras Plácida, despertada por el ruido, se levantó arreglándose el pelo y avergonzada de que la hubiese visto dormida. Susana seguía con fiebre más alta que la que se esperaba, pero sin delirio.

-Es el recargo de la tarde -dijo Perico. -Por lo que pueda ocurrir, volveré antes de retirarme.

Plácida, animada del natural deseo de ver allí al médico, valida de la confianza que con él tenía y segura, sobre todo, de que Fernando tardaría poco en venir a comer, le dijo:

-¿Quieres quedarte a comer con nosotros? ¿Puedes?

Vaciló un momento, sacó maquinalmente el reloj, que guardó sin mirarlo, y repuso:

-Por poder... sí: ¿puedes tú mandar un recado a mi casa para que si me avisan de alguna parte sepan dónde estoy?

-Sí; corriendo.

El criado fue a casa de Perico con el recado, y Plácida dispuso que se añadiese un cubierto en la mesa. Mientras esperaban a Fernando hablaron, como es natural, de la enfermedad de Susana, tratando él de tranquilizarla, mas sin comprometerse todavía a dar por inmediata y segura la curación. Pasó media hora, una, se hizo enteramente de noche, y Plácida comenzó a impacientarse viendo que su marido no llegaba. Al dar las nueve no pudo disimular la contrariedad por la tardanza, y dijo:

-¡Como no sabe que estás tú aquí! Cree que sólo le espera su mujer.

Él, sin malicia, por mera galantería, repuso:

-Pues si yo fuese tu marido y supiera que estabas sola, aun me daría más prisa.

-No; no es que me queje... Vendrá en seguida.

No cesaba de mirar al reloj, sintiéndose mortificada del retraso de Fernando, pero mucho más de que Perico notara el desvío que esto indicaba. ¿Sería posible que no fuese a comer? De repente, oyendo sonar a lo lejos el timbre de la puerta, exclamó:

-¡Ahí está!

Un instante después apareció la doncella, diciendo:

-Ha venido un camarero del Casino, y dice que el señorito no viene a comer, y que se le envíe el gabán de entretiempo.

Plácida recibió gran enojo con que una persona extraña se enterase de que, a los tres meses de casada, su marido la dejaba comer sola, cuando precisamente había de estar entristecida por la enfermedad de Susana; procuró, sin embargo, disimular el disgusto, y dijo:

-Bueno: él lo sentirá luego. Entregue usted el gabán al mozo, y que sirvan la sopa.

Lo primero que a Perico se le ocurrió fue marcharse; pero en seguida le pareció una ridiculez. ¿Qué tenía de particular que comiese con Plácida? ¿Cómo justificar la renuncia después de haber aceptado? ¿Porque estaba sola? ¿Acaso no argüía esto sobra de malicia? ¿De qué modo dar a entender que el mero hecho de quedarse era originado a torpes interpretaciones? Sólo el suponerlo implicaba exceso de amor propio y ofensa encubierta para ella. No podía decir: «Me voy porque no está bien que comamos solos.» Además, no era un desconocido, sino un amigo de la infancia, y sobre todo, el médico.

Quitose de la mesa el cubierto de Fernando, sentáronse ellos y comieron hablando casi exclusivamente del estado de Susana. Parecía que ambos ponían empeño en no variar de conversación. De cuando en cuando decía ella, aludiendo a la ausencia de su marido: «¡Cuánto lo va a sentir!» Y otras veces añadía: «Me has hecho un favor, porque hubiera comido sola.»

-Sí -respondía él- no hay cosa más aburrida que comer solo, como a mí me pasa.

-Pues si no quieres estar solo, cásate.

Esta sencilla frase le produjo indefinible impresión. Ella siguió hablando de su madre, del viaje a los Pirineos franceses, de la angustia causada por el telegrama. Perico no se fijaba en nada de lo que oía. Su imaginación, girando en torno de una idea evocada por aquella frase y favorecida por su situación en aquel instante, comenzó a fantasear cual si soñara despierto.

Un comedor pequeño ricamente amueblado; buena y bien servida mesa; anchos balcones que en verano dejasen paso al fresco, y en invierno gran lumbrada en la chimenea contra el frío; cómodo sillón para el descanso, y en todo tiempo, día y noche, mañana y tarde, mujer amante, compañera cariñosa, solícita de contentarle, pronta a borrar con sus sonrisas y sus besos el rastro que en el pensamiento le dejaran el espectáculo de las enfermedades y las tristezas de la muerte... Y en aquel ensueño semivoluntario, dominado un instante por el vuelo de la fantasía, que nadie puede evitar ni reprimir, se le antojó que aquella casa era su casa y aquella mujer su mujer, y miró a Plácida, y la vio hermosa con la incomparable hermosura del bien perdido, sin que en aquel momento fueran sus atractivos materiales los que ambicionase poseer: nada le dijeron el profundo mirar de sus ojos, ni la suave blancura de su tez, ni las líneas de su pecho, ni la deliciosa morbidez que mostraba el nacimiento de sus brazos torneados por Dios para sujetar al amor; lo que suspendió su ánimo fue aquella visión interior y rapidísima de una vida distinta y mejor que la suya, existencia de la cual era símbolo y cifra, no el cuerpo, sino el alma de la mujer.

¿Estás pensando en las musarañas, o es que te horripila eso de casarte?

Perico, arrepintiéndose de la galantería, antes de concluir la frase, repuso:

-Cuando encuentre una como...

Plácida adivinó el final no pronunciado; él se reprendió la ligereza; callaron ambos, y en sus cerebros surgieron ideas correlativas. «¿Por qué no habrá venido aquél?», pensó Plácida. «¿Por qué me habré quedado aquí?», pensó Perico. De allí en adelante estuvieron cohibidos, acabaron pronto y pasaron al gabinete contiguo al dormitorio de Susana. Perico la encontró mejor, tranquilizó a la hija, dispuso lo que había de hacerse durante la noche y se despidió hasta el día siguiente. Plácida se alegró de verle marchar, y él de irse. Fernando volvió muy tarde y la encontró dormitando en una silla, apoyada la cabeza sobre la cama de su madre,

-¿Quién se queda hoy aquí? ¿Tú o la doncella?

-Yo.

-Pues me voy a dormir.

-Oye, ¿sabes que no he comido sola?

Le refirió el convite hecho a Perico, por deseo de tenerlo allí más tiempo, confiada en que él no hubiera faltado, y acabó diciendo:

-¡Si hubiera sospechado que no ibas a venir...! -Ya ves, hemos comido solos.

-Bueno, mujer; ¿y qué tiene eso de particular? Abur, paloma; si quieres algo, mándame a llamar.

Plácida, reconviniéndose por haber partido de ligero, esperaba que su marido mostrara enojo por lo del convite; pensándolo bien, juzgaba que había cometido una imprudencia. Un hombre tan joven... amigo antiguo... Precisamente en atención a la intimidad pasada, se hubiese enfadado cualquier otro marido. Fernando se quedó tan fresco. Por lo visto no le importaba que su mujer hablara con quien quisiera. ¡Con qué indiferencia escuchó que otro hombre había comido allí! Ni siquiera en broma y por halagarla se fingió un poco celoso. Ni una leve amonestación, ni una censura cariñosa; nada que revelase interés. Pero ¿de qué se sorprendía, si a los dos meses de casada la dejó toda una noche en un cuarto de fonda para correr tras una perdida? Por cima de todo esto, con esa rectitud que resplandece en la conciencia cuando fríamente se la interroga, Plácida se dijo que tampoco ella sintió entonces los celos que ahora echaba de menos en su marido. En realidad, la indiferencia de que a la sazón se dolía era recíproca. Seguramente él cenó con las aventureras en mayor intimidad que ella acababa de comer con Pedro, y semejante suposición la dejaba fría. Por lo visto, su amor no era sino atracción mutua en determinados momentos, tras los cuales sus corazones quedaban absolutamente independientes. ¿Y habían de vivir siempre así? ¿Y era posible que tales ideas la asaltasen estando tan reciente su matrimonio? ¿Sería verdad, como alguna vez entrevió asustada, que en su alma se habían confundido el hombre y el amor? No... no podía ser: Fernando era poco impresionable y ella demasiado cavilosa.

Perico siguió asistiendo a Susana, que mejoraba lentamente. Por espacio de algunos días la visitó mañana y tarde; cuando se inició la convalecencia fue un momento cada noche, entre nueve y diez. Iba con ánimo de hacer visita de médico, y luego, sin saber cómo ni por qué, hablando con Plácida, se entretenía y pasaba allí dos o tres horas. La madre, aunque se hubiese levantado un rato durante el día, estaba ya acostada, y lo primero que Perico veía al entrar en el gabinete era la gentil figura de Plácida, haciendo labor o leyendo junto a una mesita. A Fernando nunca le encontraba: generalmente había salido ya o mandado a decir que no le esperasen a comer. Esto último, como si procurase ocultarlo, nunca lo declaraba Plácida; lo decía Susana, o Perico lo deducía de cualquier incidente del diálogo. Pasaban en silencio y sin mirarse ratos muy largos: diríase, viéndolos, que se alegraban de estar cerca uno de otro, pero que tenían miedo de hablar. Perico se situaba de modo que su rostro quedase en la penumbra producida por la pantalla, y valido de este ardid se deleitaba en mirar a Plácida. No era hermosa, pero tenía un aspecto de gracia y de bondad incomparables; y al hacer ciertos movimientos, al adoptar ciertas posturas, parecía realmente bella... De pronto sonaba el timbre del reloj de la chimenea dando las once o las doce, o Plácida dejaba caer soñolienta los hermosos y cansados párpados, y entonces Perico se ponía en pie, decía que tenía gran prisa, y se iba, costándole cada noche más trabajo marcharse.

Una de aquellas noches declaró que no volvería en tres o cuatro días, sin que ella manifestase deseo en contrario; pero a la siguiente salió de su casa con ánimo de dar una vuelta o de ir al café, y anduvo errante por las calles hasta que, infringiendo su propósito, acabó por llegar a casa de Susana y subir. El criado le dejó pasar sin reparo; Plácida no le esperaba, y cuando le vio aparecer en la puerta del gabinete, experimentó sorpresa mezclada de disgusto. ¿Por qué vendría habiendo dicho la víspera que tardaría dos o tres días en volver? Perico advirtió que tenía los ojos algo enrojecidos de haber llorado, y temiendo que Susana estuviese peor, preguntó:

-¿Qué tienes? ¿Hay novedad?

-Estoy como ayer, mejor -dijo la enferma desde el lecho: -ésa es quien está disgustada. Tonterías de recién casada. Que su marido viene tarde a comer o trasnocha.

Plácida varió el rumbo de la conversación y se quejó de que dormía mal; Perico creyó observar que esquivaba dirigirle la palabra, y para comprobar la sospecha se dirigió a ella dos o tres veces; las respuestas no fueron desabridas ni secas, pero sí muy lacónicas.

A la noche inmediata no fue. Plácida estuvo sentada frente a la puerta, en el sitio de costumbre, y cuantas veces la vio abrirse, supuso que sería él. Deseaba que no fuera, y, sin embargo, al menor ruido prestaba atención, lo mismo que si le aguardase.

En aquella semana no hizo más que una visita muy corta, durante la cual Plácida repitió en distintas ocasiones que su madre estaba mucho mejor; él contó que había llegado a Madrid el médico que antes las asistía, y que habiéndosele encontrado en una consulta, le refirió cómo y por qué fue llamado a curar a Susana, poniéndole al corriente de lo que padecía; añadió que aquel señor había prometido ir a verlas, y por último dijo:

-De modo que mañana hablaréis con él. Yo... si no mandáis otra cosa... como médico ya no hago falta.

Al marcharse, observando que Susana se había quedado adormecida, hizo una seña a Plácida llamándola hacia el opuesto extremo del gabinete: acudió ella y entonces le habló, refiriéndose al otro doctor.

-Le he dado cuenta de todo. De este ataque hemos salido bien; pero hay que evitar que se repita. Lo mejor será que, en cuanto recobre fuerzas, os la llevéis al campo una temporada.

Dicho esto, que ella escuchó con profundo disgusto, le acompañó hasta la sala, iluminada débilmente por la lámpara del gabinete, de suerte que no era posible que se viesen bien las caras. Ninguno pudo observar la desagradable impresión que el otro experimentaba; en cambio, al darse la mano, ambos notaron la turbación de que estaban poseídos: Perico estrechó entre las suyas la derecha de Plácida, mientras ella, expresándole gratitud antes con la entonación que con la frase, decía:

-Adiós... y ¡gracias por todo!

-Adiós, Plácida -repuso él con la voz alterada, y salió.

Después de verle desaparecer y oír el ruido que produjo al cerrar la puerta de la escalera, permaneció un instante inmóvil en el centro de la sala, sintiendo todavía en las manos la presión de las de Pedro, y en el alma confusión y vergüenza, no por el recuerdo de aquellas palabras dichas con mal velada tristeza, sino asombrada de su propia e indisculpable turbación.

Tenía convenido con Fernando que al retirarse de noche entrase a recogerla, ya que el estado de Susana hacía innecesario que la velasen. ¡Con qué ansia le esperó! Al verle entrar se dirigió a él dulce y cariñosa:

-¿Por qué vienes tan tarde? Mamá está durmiendo hace rato; anda, vámonos a nuestra casita.

Echole al cuello los brazos mirándole fijamente a los ojos y aguardó ver brillar en ellos una llamarada de amor: él la besó en las mejillas, sin entusiasmo, y ella, a pesar de haber con sinceridad solicitado la caricia, la recibió sin júbilo.

El médico viejo aprobó cuanto hizo Perico, asintió a su opinión de que Susana fuese a pasar una temporada al campo, y por fortuna para Fernando, dijo también que no era prudente llevarla a las fincas que éste poseía en Andalucía, lo cual hubiera exigido viaje largo, sino a la casa que ella heredó de don Carlos enclavada en tierras de Orejuela del Rey, a pocas leguas de Madrid. La traslación era un paseo: dos horas de tren y media de coche. Añadió que, como él estaba muy achacoso para viajar, si la convaleciente padecía alguna alteración, llamasen a Perico, lo cual Plácida oyó con disgusto. Parecía que las circunstancias favorecían cuanto pudiese contribuir a establecer aproximación entre ella y el antiguo protegido de su padre. Luego de despedirse el médico, quedó todo resuelto. Dejarían transcurrir otra semana, para que se afirmase la convalecencia; partirían madre e hija, las doncellas de ambas y un criado: Plácida permanecería en el campo hasta dejar acomodada a Susana, y regresaría con su doncella. Luego, como el viaje era corto, iría al pueblo siempre que quisiera. Por su gusto se habría quedado en Orejuela; pero ni Fernando consentiría en acompañarla ni a ella le parecía prudente dejarle solo en Madrid, acostumbrándose a la libertad que la separación originase. Una circunstancia había en todo esto que aceptó con regocijo: ausente Susana, iba a vivir sola con su marido, el cual se vería privado de dejarla en casa de su madre; ya no habría aquello de «bájate con mamá» o «yo te vendré a buscar». Supuso que de aquel dúo forzoso nacería una aproximación provechosa para su felicidad, cual si presumiéndola amenazada buscase instintivamente modo de asegurarla.

- XII -

Acompañó a su madre a Orejuela, arregló las habitaciones que había de ocupar, y pasados dos días regresó a Madrid con su doncella, encargando a la de Susana lo que debía hacer en caso de que la señora se pusiese enferma. Si tal cosa sucediese había de avisar con dos telegramas, uno a Plácida y otro al doctor Mora; y enviar el coche a la estación, que distaba una legua.

Está situada Orejuela en una cañada que forman dos altos cerros, por entre cuyas faldas pasa el Jaramilla formando curvas y remansos que fertilizan sus riberas. La casa, antiguo convento comprado por don Carlos en una venta de bienes nacionales, se alza sobre un montículo apartado del pueblo, en lo más sano de la campiña, y, como todo edificio de origen frailuno, es anchurosa, y cómoda. Tiene espaciosas habitaciones, cuadras, cuartos para gañanes, gran cocina, bodega, candiotera, lagares, huerto plantado de frutales y un trozo de jardín muy descuidado. Las tierras del contorno son de pan llevar y algo de viñedo; pero desde la muerte de don Carlos rentan poco. Los arrendatarios pagan tarde y mal, pretextando, ya que faltó el agua del cielo, ya que la riada anegó los sembrados o que el granizo apedreó los racimos cuando empezaban a granar. Cercan la casa frondosas arboledas pobladas de innumerables pájaros, y a la orilla del río se dilatan algunos prados que según van estando lejos del agua se convierten en terrenos áridos cruzados por la carretera que lleva a la estación del ferrocarril. Para gente hecha a visitar pueblecillos de baños, donde todo se dispone con deseo de atraer gente cortesana, aquellos lugares cercanos a Orejuela son demasiado rústicos: a quien sólo busque la apacible y tranquila quietud del campo, le parecerán deliciosos. De noche se escucha el manso rumor del Jaramilla que choca con las piedrezuelas de sus orillas, y de día se oyen juntamente los cantares de los palurdos, el cencerreo de las bestias que van por la polvorienta carretera y el silbar de las locomotoras que pasan entre cerros cortados por taludes, dejando nubes de humo prendidas al suelo y rastreando entre las matas hasta que el viento las disipa. Merced a los árboles que rodean el caserón, hay en su derredor grandes manchas de sombra, y el huerto ofrece distracción a quien quiere cuidarse de las colmenas arrimadas a la tapia, de los frutales, de las aves que pululan en la inmediata corraliza, o de las flores que independientes y bravías invaden los paseos retoñando fuera de los recuadros.

Con todo esto se distrajo Susana, y con la variación de aires y modo de vida comenzó a reponerse rápidamente. La mejoría física influyó en su ánimo, y sus ideas cambiaron mucho. Juzgó abominable pesadilla el amor que creyó haber sentido; el adulterio apareció a sus ojos despojado de la ficticia poesía con que procuró adornarlo, y arrepintiéndose del engaño hecho al pobre muerto, se horrorizó ante la posibilidad de que su amante hubiera llegado a ser marido de su hija. En Fulánez no pensó sino como en hombre bajo y miserable, al cual era fortuna no mirarse sujeta. Cuando recordaba la escena que tuvo con él en la calle, sentía asco, como si aún le resonasen en los oídos sus groseras frases. Un solo germen de inquietud le quedaba en el alma: comprendía que el deseo de verse libre para amar a Fulánez y luego el terror de que éste enamorase a Plácida, contribuyeron a que, imprevisora y ligera, precipitase la boda de su hija; y comenzó a descorazonarse imaginando que acaso Fernando no fuese capaz de hacerla feliz. Si así sucediese, los resultados serían tristísimos y ella sola culpable.

No eran infundados sus temores. Ni Fernando quería a su mujer, ni ponía, empeño en aparentarlo. Se levantaba tan tarde, que con frecuencia tenía ella que almorzar sola; esquivaba acompañarla si salía, y, o no volvía a comer, o regresaba entrada la noche, marchándose precipitadamente apenas terminada la comida; se retiraba casi al amanecer, y su mal humor era constante. En un principio imaginó Plácida que con esperarle levantada para que la viese triste y soñolienta conseguiría que comprendiera su feo proceder; tuvo cuidado en no provocar riñas; pero él consideró estas señales de paciencia como censuras embozadas.

Una noche la sorprendió llorando y tuvieron una escena muy desagradable. Sufrió callada sus primeras palabras, y él, enojado de aquella mansedumbre, llegó a calificar de farsa su humildad, añadiendo que por haberse casado no había de renunciar a los amigos.

-No me enfado porque los veas -repuso ella: -ve donde quieras; supongo, que no irás donde me engañes; lo que me mortifica es que lejos de mí pases el tiempo a gusto.

-Es que si te enfadaras sería lo mismo.

-La respuesta es poco delicada. ¿Qué te digo para que contestes así?

-Contesto como me da la gana.

-Eres injusto. Deseo verte a mi lado y te lo digo, o te espero, y nada más. ¿Merezco que me hables así? No parecemos casados desde hace tan poco.

-Eso, eso te escuece -dijo él crudamente. -No habiendo besuqueo y otras cosas, os parece que no hay matrimonio.

Plácida sintió que se ponía roja de vergüenza; pero le replicó sin aspereza: -No es eso...; y aunque lo fuese, ¿qué? ¿No me has enseñado tú lo que es amor? Bien te gusta cogerme en brazos.- Se levantó de la butaca en que estaba sentada, y dirigiéndose hacia él con cara risueña, añadió: -No me convencerás de que te gusta el Casino más que yo... Dime lo que quieras, que cuando uno no quiere, dos no riñen.

Su afabilidad hacía imposible el enojo. Además, estaba muy bonita; había comenzado a destrenzarse el pelo y los rizos le caían sobre los hombros como esperando dedos que jugueteasen entre sus oscuras ondas.

En aquella ocasión venció y no hubo verdadera disputa, pero se sintió mortificada. Pensó que acaso otra vez no supiera dominarse, y además, aunque conocía el recurso de la evocación al amor, le repugnaba emplearlo de aquel modo. El amor era para ella flor que espontáneamente se abre a su hora, no remedio de discordias.

Una mañana le entregó el criado varios papeles caídos de un bolsillo de Fernando al limpiarle la ropa, entre los cuales había una tarjeta llena de números y rayas de colores; se quedó mirándola, ignorando para qué serviría, hasta que el criado la sacó de dudas diciendo:

-Es un marcador del Casino... del juego de los señores.

Plácida, sin contestarle, la dejó con los papeles y luego pasó la tarde llorando. Ya sabía por qué trasnochaba.

Las autoridades de Madrid anduvieron por entonces unos días sorprendiendo y cerrando garitos, siendo esta persecución algo más ruda que de ordinario: durante una semana se dejó de jugar hasta en los círculos aristocráticos.

Una tarde, cuando la cruzada era más recia, llegó Fernando a la puerta del que frecuentaba, encontrándose a un amigo que le dijo:

-No subas; hay gobernador nuevo y... justicia de Enero.

Decidieron irse de paseo, y engolfados en la conversación llegaron hasta el barrio de Argüelles, por donde hacía mucho que Fernando no iba. Al pasar cerca de la cuesta de Areneros se quedó mirando hacia un hotelito, y dijo a su acompañante:

-¿No era aquí donde vivía Luisa, la Rubia, la que estuvo con el Marquesito?

-Y antes contigo; ahí sigue: ahora vive con la Revoltosa.

-¡Vaya un par de mujeres!

Anduvieron algunos metros más, cuando al dar la vuelta, pasaron otra vez ante el hotel. La calle estaba casi desierta y la tarde hermosísima. La atmósfera era tan pura, que hacia la parte de la sierra se veían las cumbres del Guadarrama azuladas por la distancia y coronadas de nieve; por detrás de la Casa de Campo el horizonte aparecía abrasado en los resplandores del sol poniente.

De pronto ambos amigos vieron que en una victoria salían del hotel Luisa la Rubia y su compañera la Revoltosa, saludándoles afablemente y mostrando deseo de que se les acercasen. Acabó el coche de trasponer la verja, paró y se aproximaron ellos. El amigo habló por un lado con la Revoltosa, y Fernando por el otro entabló diálogo con la Rubia, cuyo sobrenombre estaba perfectamente justificado.

Era naturalmente blanca, sin ayuda de polvos ni otros afeites; tenía los ojos grandes, muy azules, y el cabello rubio precioso. Fernando y Luisa hablaron así:

-Hola, chiquilla.

-¿Conque te has casado? ¡Bolonio!

-Eso no quita para que me gustes.

-Oye... ¿y con quién?

-Pues con una señorita.

-Habrás tenido que hacerle el amor por lo fino. ¿Es guapa?

-Más eres tú. ¡Vaya un juego de boca que tienes!

-Será rica, porque tú sin guita no te embarcas.

-Regular.

-¡Conque casado...! Bien decía yo: cuando a ese no se le ve, es que le ha ocurrido alguna desgracia.

-La desgracia fue que me dejases por ese vejestorio que te echaste. ¡Anda, que parece la alegoría del Senado!

-Como que es senador.

-¡Qué ganga! Así tendrás libres las tardes.

-Y si hay sesión doble, las noches. Mira, ahora que están discutiendo los porsupuestos, apenas le veo.

-¿A que no me dejas que venga una noche a que discutamos nosotros?

-No querrás tú. Sería milagro, porque para nosotras, amigo casado amigo perdido; al menos durante un año.

-¿Apostamos a que vengo? ¡Cuidadito que estás guapa! Mira que ser senador y tenerte con este coche tan tronado... Si fuera yo, te ponía maceros.

-Guasón... Anda, ¿a que no vienes a verme? ¡Quiá!; faltas de tu casa y te arranca la suegra los bigotes.

-¿A que vengo? ¿A qué hora?

-A las once, Si está la verja cerrada es que la sesión es conmigo, y te largas: otro día, ¿eh? Si la ves abierta, sube. Yo lo arreglaré con la muchacha.

-¿Y si viene el achacoso?

-¡Anda! Desde que suene la campanilla de la verja hasta que suba, tiés tiempo de esconderte.

-¡Bonito papel!

-Otras veces lo has hecho: acuérdate de cuando yo me hablaba con el cónsul del extranjero. La fruta hay que cogerla sin que lo vea el guarda.

-Mira que subo...

-Sí, hombre, sí; consiento por gusto de ver si hay un recién casado capaz de hacer novillos.

-Pues a las once.

-A ver si resultas faltón.

Hasta las tres de la madrugada estuvo Plácida esperándole aquella noche: luego, temerosa de que se enojara, si la hallaba levantada, se acostó; pero siguió atento el oído, esperanzada en que de un momento a otro le oiría llamar al sereno. Casi al alborear se durmió, vencida del sueño, despertando al cabo de dos horas quejosa de no haber resistido más tiempo en vela. En medio de la oscuridad extendió un brazo, segura de tropezar con el cuerpo de Fernando, suponiendo que habría llegado a poco de dormirse ella. Su mano no palpó sino la blandura de las ropas. Estaba sola en la cama. Comprenderlo, tirarse abajo del lecho y encender luz, todo fue uno. En las almohadas no había marcada más presión que la de su cabeza. Llamó a la doncella, y, al verla peinada, exclamó:

-¿Pero qué hora es? ¿Y el señorito?

-¿No está aquí? No habrá venido...

-El traje más sencillo, el gris, pronto, y arréglate para salir conmigo, y el criado también.

En cinco minutos se lavó a chapuz la cara, se recogió el pelo de cualquier modo, y se vistió... ¡Por fuerza le había sucedido algo malo! ¡El pícaro, juego! Pudo estar en el círculo hasta las cuatro o las cinco, pero ¿y luego? Una disputa, un lance... ¿quién lo podía adivinar? Se le ocurrió ir al Gobierno civil, a las casas de socorro. ¿Habría cenado con amigos? No; no hay cena que dure hasta las siete de la mañana. En mayor grado sufrió el mismo tormento de la noche que pasó esperándole en el pueblecillo francés, y recordándolo se dijo: «¿Habrá estado con mujeres?»

Decidió no salir: ¿para qué?, ¿dónde iría?: ¿al círculo, para que acaso le dijesen que el señorito no había parecido por allí? ¡Qué Gobierno civil, ni qué disputa, ni qué lance! ¡Mujeres indudablemente! ¡Oh!, pero esta vez no se rebajaría ella a darle quejas. Harto sabía qué linaje de hembras le gustaban. ¿Celos? ¿Envidia? No: sino aflicción, dolor, tristeza mezclada de vergüenza por haberse equivocado. ¿Cómo pudo temblar de amor entre los brazos de aquel hombre? ¿Qué venda tuvo en los ojos puesta?

Estaba quitándose el velo cuando la doncella, que se había asomado al balcón, entró diciendo:

-Ahí viene.

Plácida se dejó caer sobre el sofá restregándose los ojos para ocultar el llanto, y resuelta a callar.

-¿Pero qué horas son éstas de salir ni dónde ibas? -dijo él, tirando el gabán.

No respondió.

-¡He dicho que dónde ibas!

-No lo sé...; a la calle. Creí que te pasaba algo: al círculo a preguntar.

¿A preguntar qué? A ponerme en ridículo. Que no se te vuelva a ocurrir semejante estupidez. ¿Entiendes?

Plácida no lograba reprimir los sollozos. Fernando añadió de muy mal modo:

-Y menos gimoteo. Para hacer de víctima te esperas al dos de Mayo. Que me arreglen la cama.

Ella, sin chistar, se fue al otro gabinete, y él se acostó.

Por aquellos días comenzaba a preocuparle la cuestión de dinero. Lo reunido al casarse debió de bastarle para vivir más tiempo; pero el juego le fue contrario. Pronto se vería obligado a buscar pretexto para empezar a gastar de lo de Plácida. Lo difícil era plantear la cuestión. Pensó que había hecho mal en hablarla con tal acritud y se durmió falsamente arrepentido de su dureza, calculando que no le convenía mostrarse tan violento y despegado.

Aquella semana siguió en suspenso el juego, según la prensa, y Fernando tuvo buen cuidado de decirlo a la hora de comer. Lo que no dijo fue que él y otros iban a jugar a casa de la Revoltosa.

Una noche ganó cerca de cuatro mil duros, y para celebrarlo se quedó otra vez hasta muy entrado el día con Luisa la Rubia. Plácida, sabiendo que en los casinos no se jugaba, se confirmó en la creencia de que no era el naipe su único enemigo. Propúsose, sin embargo, no decirle nada. Él, contento con la ganancia, viendo alejada la eventualidad de que le faltase dinero, estuvo más soez que nunca.

-Hoy no te da por hacer pucheros -le dijo al levantarse a las dos de la tarde.- Anoche me entretuve con unos amigos.

-Buenos amigos estarán -repuso suspirando.

-Sí señora: con amigos... o con quien me haya dado la gana.

-Si no te digo nada...

Tan claramente adivinaba la mentira, que, a pesar de su propósito de calma, el despecho se le venía a la boca en frases amargas.

-Ya te irás jasiendo.

De pronto, sin poderse contener, Plácida se levantó para irse, murmurando nerviosamente:

Amigos... amigos... como en los baños... alguna pindonga.

Él, que estaba desnudándose para acostarse, se volvió furioso contra ella.

-¿Qué has dicho?

Irritada por lo duro de su acento, repuso:

-Con alguna bribona sí que habrás estado.

-Pues fastidiarse: si te empeñas será verdad.

-Eso faltaba. Confiésalo y trátame como a una cualquiera.

-Te trato como mereces, por cargante: si me voy con otras consistirá en que no tengas tú salero ni gracia para evitarlo.

-¿Es posible que me trates así? Pero, Dios mío, ¿por qué es esto? -Y arrojándose sobre el borde de la cama rompió a llorar.

-¡Estúpida!, ¿no ves que me deshaces el catre?

Se incorporó sin contestar, y tragándose el llanto, refrenando el enojo, se dirigió a la puerta de la alcoba.

-Eso, eso: ponte romántica para acabar de aburrirme.

-No, si con las cosas que me dices voy a poner buena cara.

-Es que tienes tú el genio muy fúnebre y lo aprovechas todo para hacerte la desdichada. Si tuvieras, como otras, que ganarte el pan corriendo juergas, te morirías de carpanta.

No pudo aguantar más: se revolvió airada, le miró cara a cara, y con expresión de profundo desprecio, le dijo:

-¡Infame! ¿Qué mujer crees que soy?

Él, que se estaba quitando los tirantes, los alzó a modo de látigo, y, aunque no llegó a descargar el golpe, dejó ver claramente su brutal intención.

-¡Cobarde! -le gritó ella saliendo a la sala; dio dos pasos, y presa de una congoja cayó sobre la alfombra, junto al balcón a que estuvieron asomados la noche de la boda.

La doncella y el criado, que desde el pasillo habían visto parte de la escena, la acudieron y levantaron llevándola al otro gabinete. Cuando volvió en sí estaba sentada en una butaca, y la doncella le presentaba una taza de tila, diciendo:

-Señorita, está usted muy pálida, se va usted a poner mala. ¿Quiere usted que vaya el chico a buscar al señorito Perico?

-¡No, por Dios, que no venga! -repuso alarmadísima, sin sujetar su pensamiento. Y en seguida, con más calma, para desvirtuar aquel arranque de involuntaria sinceridad que le brotó del alma, añadió: -No quiero llamarle, porque no sepa mamá lo que ha ocurrido.

- XIII -

Fernando, al mes siguiente, tuvo una racha de ganar que le duró una semana, con lo cual se puso de tan buen humor que a Plácida le parecía otro hombre. Una de las manifestaciones de este contento consistió en llevar varias veces algunos amigos a comer. Una tarde llegó con un señor viejo, prototipo del solterón egoísta, que por no estar solo aceptaba cuantos convites se le hacían, pagándolos en conversación amena; otra vez invitó a un secretario de la Embajada francesa, arrogante mozo que al siguiente día envió a Plácida un soberbio ramo de flores. Después fue a visitarla con muestras de estar prendado, dándoselo a entender tan claramente, que sólo a fuerza de tiempo y severa dignidad logró ella hacerle comprender lo inútil de su empeño. Por fin se portó como caballero, le pidió mil perdones y se disculpó indicando que su atrevimiento estaba fundado en cierta conmiseración que le inspiró el verla tan menospreciada mereciendo mejor suerte.

Después del francés, Fernando llevó a comer varias veces a un amigo que tenía una hermana de poca más edad que Plácida, muy guapa, y, según decía, viuda; pero en realidad separada del marido. Era éste suramericano, la conoció estando en Madrid de cónsul, se casaron, fue luego él llamado a su patria, partieron ambos, y en América, por liviandades de ella, acordaron separarse amistosamente. Pepa -que así se llamaba- volvió a España enlutada, diciendo que había enviudado, y al llegar propuso a su hermano que viviesen juntos, a lo cual accedió gozoso sabiendo que traía dinero. Él hacía la misma vida que Fernando: ella era ligera, frívola, habladora y algo más que coqueta. La influencia de ambos hubiera sido desastrosa en casa de Plácida, a no evitarlo ésta con su sentido moral y su elevación de ideas.

Entre Fernando y Luis, el hermano de Pepa, se estableció una especie de convenio tácito, por el cual procuraron que ellas simpatizaran y se viesen con frecuencia para quedar así en libertad completa. El carácter de Fernando no era dado a tan sutiles precauciones; mas la fortuna que por entonces le favorecía, le infundió recelos para el porvenir, calculando que cuando el treinta y cuarenta o el bacarrat le fuesen adversos, habría de recurrir a los bienes de Plácida. Bueno era, por tanto, no violentar las cosas, amansarse algo, estar más afable, y ya que él no la acompañaba nunca, procurar que tuviese alguna amiga con quien pasear e ir al teatro. Si Plácida hubiese conocido los antecedentes de Pepa, habría esquivado cortésmente su trato: los ignoraba, y aceptó su amistad. Mas vinieron los sucesos de modo que no llegaron a inspirarse mutuo ni verdadero afecto. Luis, el hermano, aún le era menos simpático. Tenía un afán de ir a buscar a Fernando a horas en que no había de encontrarle, un modo de mirarla, y un empeño en hacerla intimar con Pepa, que no podían ser más sospechosos; algunas frases osadas la persuadieron de que no merecía aprecio ni confianza. A pesar de todo, Pepa y Luis influyeron indirectamente en el pensamiento de Plácida. Luis la convenció de que esposa olvidada es como fruta que sobresale del cercado, a la cual todos se atreven; Pepa, contribuyó a despertar en ella ideas turbadoras de su reposo, y hasta intentó hacer oficio de demonio tentador. Era de esas que la falta de pecado propio se deleitan con el ajeno, inventan y aconsejan solapadamente disculpas, y truecan la amistad en tercería para concluir pregonando aquella misma afrenta cuyo principio protegieron envolviéndolo en la poesía del misterio.

Antes de que Plácida tuviese motivos ciertos en que fundar tan desfavorable juicio acordó una tarde con Pepa que a la noche siguiente irían juntos al teatro Real, arreglando las cosas de este modo: Pepa, su hermano y una prima de ambos comerían en casa de Plácida, y después Fernando y Luis las acompañarían al teatro; acabada la función, Pepa y la prima tomarían un coche, y Fernando volvería al teatro para oír el último acto de la ópera y recoger a su mujer. La primera parte del plan se realizó sin alteración: al dar las ocho y media, Luis y Fernando las dejaban en la puerta del teatro.

Iban las tres elegantemente vestidas. El traje de Plácida era todo blanco y sobrio de adornos; en la abertura del escote llevaba prendidas, con artístico descuido, dos magníficas rosas; los guantes eran claros y muy altos, y el peinado sencillo, sujetas las oscuras ondas del cabello con diminutas horquillas de oro. Su única muestra de coquetería consistía en llevar la falda corta para lucir los pies pequeños y bien calzados. La expresión de su rostro era de apacible tristeza; el conjunto de su figura resultaba serio, esbelto y airoso. Parecía una deidad pagana vestida a la moderna.

Al cruzar el vestíbulo, los hombres se las quedaron mirando: uno, que estaba de espaldas, se apartó para dejar paso a otras señoras, y al retroceder pisó el borde del vestido de Plácida, quien instantáneamente se detuvo, doblando el cuerpo y mirando hacia atrás. El hombre que la había pisado era el doctor Mora, Perico, al cual no había visto desde que Susana se marchó al pueblo. La saludó disculpando su torpeza, y cruzaron algunas frases.

-¿Y mamá? -dijo él. -¿Has ido a verla? -Mucho mejor; voy todas las semanas. Pero, ¿qué milagro es que vengas tú al teatro?

-Sí que es milagro: hoy por el Lohengrin.

-Adiós, Perico.

Vaciló al responder, y cuando ya se había ella apartado dos pasos, contestó:

-Hasta luego, que subiré a verte.

Plácida fingió que no le oía: estaban sonando los timbres de aviso y se dirigió con sus amigas hacia una de las escaleras, pensando que había estado fría con él y que le debió de dar quejas por no haber ido a visitarla.

Él se entró a las butacas. Al ocupar el palco dijo Pepa asomándose al antepecho.

-¡Qué bien está hoy el teatro!

Sobre el fondo rojo de las butacas se mueven en hormiguear continuo los hombres, junto a cuyos trajes negros resaltan a trechos algunas notas de colores brillantes: el blanco de una falda, el carmín de unas plumas, el verde de unos lazos, o el tono amarillento de una seda. Las plateas y los entresuelos forman dos amplias curvas de mujeres, donde se ven todos los tipos y se muestran todas las edades femeninas: hay morenas de tez dorada y pelo negro, y rubias con rizos de oro; reminiscencias de cuantas razas se han mezclado a la raza española, beldades que aparecen arrancadas a un harén africano, y otras de ojos azules que pudieran haber nacido en tierras del Rhin; junto a las de facciones gitanescas están las que afectan languidez romántica; hay caras cansadas que acusan hastío de la vida, y miradas que denotan pureza; jovencitas que aún llevan en el rostro la picardía de la colegiala, y casadas en plena sazón de belleza; muchachas sanas como amasadas con rosas frescas, niñas enfermizas y escuálidas cuya tos seca rasga el aire, madres llenas de vida que disputan los triunfos a sus hijas, y solteronas marchitas consumidas en el lento fuego de la desesperanza. En los tocados que llevan se pueden observar todas las fases de la elegancia: desde los vestidos recargados y lujosos hechos a fuerza de dinero, hasta los ideados con astucia para realzar un género determinado de belleza; cuál va cargada de joyas, cuál sólo lleva flores. La índole de sus galas denuncia sus deseos. Junto a la que alardea de rica está la que prefiere ser alabada por bonita. Todas, al parecer, alegres, contentas, curiosas al mirar, satisfechas al ser miradas; porque por ellas, y para ellas y en su adoración viven los hombres, que las hablan, miran y rodean, dejando caer en sus oídos frases de súplicas, de celos, de despecho, de citas para cautivarlas y prenderlas con la lisonja, como se caza a las alondra, con el engaño de los espejuelos. Por ellas sufren, con ellas gozan, ellas les animan y exaltan o les descorazonan y abaten: suyo es el fruto del continuo trabajo y la perpetua tentación de buscar lucro a cualquier costa. Allí están, confundidos en promiscuidad repugnante, el probo y el ladrón, el que supo encumbrarse por mérito y el que medró deshonrándose, el que alcanzó la gloria batiéndose o estudiando, y el que a fuerza de adulaciones y bajezas subió al templo de la Fama por la escalera de servicio. Hombres y mujeres, unos a otros se señalan, refiriéndose en voz baja, satíricamente comentadas, las faltas de la vida privada y las apostasías de la vida pública: todo se sabe, todo se abulta, nada se respeta. Aquélla, sobre cuyo hermoso pecho centellean los brillantes, es la mujer de un político que comenzó siendo desarrapado agitador; aquél, de orgullosa mirada, llegó a Madrid con doce cuartos y se enriqueció en la guerra civil, vendiendo al ejército harina agusanada; aquélla, que se abanica sonriendo, fue redimida, de la pobreza por el hombre a quien hoy miserablemente traiciona, y el que a hurtadillas la mira debe al esposo vendido la carrera. Todos saben de dónde proceden y cuánto tienen los demás: nada se oculta a la envidia que aquilata los frutos de la herencia, y con el dedo señala el abono que se pagó empeñando un aderezo. Cada palco es un centro de murmuración, y cada familia tiene un mote puesto con esa gracia madrileña, quevedesca y mordaz que levanta roncha en el decoro y pone sombra de duda en el honor. Los hombres aguzan el ingenio para herir sin ofender; las mujeres, aun las más altas damas, hablan como manolas del sainete antiguo; su sátira despedaza sin que se libren de ella el general ordenancista que se puso un galón en cada pronunciamiento, ni el diputado de oposición que debe al Gobierno su distrito, ni el buen mozo que con su apellido zurció el honor maltrecho de una rica, ni el que redoró su escudo con dote de mostrador, ni el que quebró en falso convirtiendo en brillantes propios las lágrimas ajenas.

De cuando en cuando, los ojos descansan y el ánimo se apacigua viendo mujeres cuya riqueza es alivio del pobre, hombres que hicieron la carrera con el empuje del talento y la tenacidad de la honradez, o parejas invulnerables al ridículo unidas por un amor puro, semejante a esas piedras preciosas que con nada se empañan.

En las alturas el público varía: estudiantes, discípulos del Conservatorio, Aidas y Margaritas en capullo, tenores en agraz, mamás soñolientas con muestrarios de niñas cursis, tenorios de café, melomaníacos o que fingen serlo, y algunos pocos que van por puro sentimiento artístico, todos confundidos, sedientos y abrasados, siempre inquietos, apasionados, parciales, y hostiles a cuanto aplauden los de abajo.

Aquella sala con sus virtudes y sus vicios es reflejo de Madrid entero: allí están su hermosura, su vanidad, su oro, su elegancia, su amor a lo extranjero y su desprecio de lo nacional. Un ruido sordo de colmena turbada llena el ámbito del teatro; se oyen mezclados ruidos de pisadas, toses, chicheos, estallar de risas y crujir de sedas; hasta que de pronto las lámparas eléctricas, ocultas en globillos esmerilados como enormes perlas, brillan con mayor intensidad, se escuchan los golpecitos de la batuta en el atril, queda todo en silencio, y como movidos de secreto impulso se levantan a un tiempo los arcos de los violines, gimen los instrumentos de cuerda, gruñen los de madera, y trompetea el metal formando conjunto de armonías dulcísimas que se enseñorean de las almas y apaciguan pasajeramente los espíritus al modo que una voz del cielo podría calmar los miserables rencorcillos de la tierra. El telón se alza lenta y majestuosamente, descubriendo una fingida selva de añosos troncos: una bocanada de aire frío invade la sala, provocando toses y estornudos.

Apenas se acomodaron en el palco, luego de sentarse a gusto y sacar los gemelos habló Pepa:

-A ese que ha saludado usted abajo tenía yo ganas de conocerle: es Mora, el médico, ¿verdad? Dicen que gana un dineral. ¿Son ustedes muy amigos?

Plácida explicó brevemente el origen de aquella amistad.

-He oído hablar mucho de él -dijo Pepa- en casa de unas conocidas mías que tienen una amiga con quien ha estado para casarse.

-No lo sabía. Verdad es que no le había visto desde la enfermedad de mamá: hace cuatro meses.

-Pues por ese tiempo la dejó plantada. ¡Buen tonto!, porque ella es guapísima y muy rica.

-¿Y estaban ya tan adelantadas las cosas? -preguntó Plácida con la mayor naturalidad.

-Poco faltaba. Contaré lo que sé...

-Luego, en el entreacto; déjeme usted que oiga todo esto que Lohengrin le dice al cisne, que es precioso.

Acabado el acto pasaron las tres señoras unos minutos examinando con los anteojos a la gente y comentando algunos tocados. El motivo de la conversación parecía olvidado; Plácida ardía en deseos de oír la narración anunciada, y no queriendo preguntar claramente buscó un rodeo.

-Allí va el médico -dijo aludiendo a Mora que salía de las butacas.

-¡Ah!, sí; oiga usted. Bueno, pues ella es cubana, rica, y vive con un tío suyo. A Mora le protegió otro médico que estuvo en Cuba y a quien conocían muchas familia de allá; en fin, que como éste heredó la clientela, ahora se lo recomiendan unas a otras las familias cubanas; y se está haciendo de oro. La chica esa tuvo una pulmonía y, no sé por indicación de quién, le llamaron.

-¿A Perico?

-Sí; Mora la curó, y además de pagarle como pagan allá, le hicieron un gran regalo, quedaron muy amigos y él siguió yendo a la casa. Total: que la muchacha se enamoró de él y comenzó a coquetear, que aquello era una barbaridad. A lo mejor se le antojaba que lo convidasen a comer o hacía que se ponía mala, y el tío tenía que salir a buscarle; en fin, un horror.

-¿Y él?

-Al principio parece que no hizo caso. A una amiga mía le dijo que la chiquilla era guapa, pero que él no se casaba con mujer tan rica: debe de ser tonto. Dicen que es muy raro.

A Plácida no le pareció aquello tan mal como a su amiga. Ésta prosiguió:

-Luego varió algo; durante unos días la chica creyó que le había pescado. Estaba enamoradísima, hacía locuras. Una noche el tío la regañó, porque... verá usted lo que hizo. Al levantarse de comer la chiquilla, cogió una flor del ramo que había sobre la mesa, se la puso en la boca, luego en el pecho, y por último fue y se la plantificó a él en el ojal de la levita. ¡Figúrese usted qué escandalosa!

-Sí; más claro, agua.

-¡Qué poca vergüenza! -dijo la prima de Pepa.

-Como es tan bonita y con esas cosas, Mora empezó a ponerle buena cara. Ella contaba a las amigas que se fingía mala para que le llamasen; en fin, una ignominia.

-¿Y cómo acabó ello?

-Tiene la gracia de Dios. Con un chasco tremendo. De pronto un día no volvió a parecer. Ella hasta le escribió, y como si nada; se portó a lo cochero, como dicen los hombres cuando la dejan a una plantada.

Al llegar aquí terció nuevamente la prima en el diálogo:

-No; no es así, Pepa; estoy segura. En realidad no se había comprometido en lo más mínimo, y lo que hizo fue escribir al tío diciéndole que no podía ir porque tenía una enferma, viuda de un señor que le había conocido de pequeño, y que para asistirla se iba con ella a un pueblo de por aquí cerca.

-Figúrese usted -añadió Pepa;- una mentira.

-¿Y cuándo fue eso? -preguntó Plácida sin poder dominarse, aunque aparentando indiferencia.

La prima dijo una fecha; Plácida, fingiendo distraerse, recapacitó para acordarse fijamente de la época en que Susana estuvo mala. No le quedó duda: la enfermedad de su madre y la de la cubana fueron simultáneas. Perico debió de rechazar el amor de aquella joven hermosa, rica y enamorada, en los días en que iba a ver a Susana; acaso una de aquellas noches en que Plácida notó que estando sentados en el gabinete procuraba él mirarla ocultándose tras la pantalla de la lámpara. En seguida se acordó del modo que tuvo de despedirse, de aquella larga presión con que le sujetó las manos y de aquel «adiós, Plácida», dicho con voz apagada y trémula que pareció salirle del alma. Se horrorizó de lo que pensaba; pero siguió pensando con terca obstinación, y se quedó como ensimismada: teatro, voces, luces, todo estaba a cien leguas de su imaginación. Cuantas preguntas se proponía mentalmente para desvirtuar la emoción sufrida, quedaban ahogadas por una corazonada irresistible que le estaba convenciendo de lo mismo que se negaba a creer. ¿No la engañaría su vanidad? ¿Era prueba bastante la coincidencia de las fechas? Mas, ¿dónde mayor demostración que el no haber vuelto Perico a visitarla? Indudablemente era porque conociéndola no se atrevía. En aquellos mismos momentos lo estaba probando: en el vestíbulo prometió subir al palco, y no subía.

Pasó el segundo entreacto, no subió, y durante el acto tercero no estuvo en su butaca. Plácida no se atrevió a escudriñar la sala buscándole con los gemelos, pero al cabo de un rato le vio enfrente en un palco de hombres solos. Entonces apoyó el codo sobre el antepecho y la cara en la palma de la mano, para cerrar a las miradas el camino que querían seguir, y fingió escuchar con extraordinaria atención todas las escenas del grandioso drama musical. A quien no podía sujetar era a su propio pensamiento. La cosa estaba clara: Perico, falto de valor para ir a hablarle, se había ido con aquellos amigos para poder mirarla, y ella se adivinaba contemplada, como si entre aquellos ojos que la miraban y su propia imaginación se hubiese establecido una corriente misteriosa. Pero desde aquel mismo instante comenzaron a germinar en su alma dos sentimientos enteramente antagónicos y poderosísimos; satisfacción vivísima, casi orgullo, por el amor que inspiraba, y resolución inquebrantable de no pagarlo. No; nunca, por desdichada que fuese; ¡jamás!

Faltaba poco para terminar la ópera. Pepa comenzó a echar de menos a Fernando, temerosa de que si tardaba mucho le sería difícil hallar a la salida coche vacío. Guardó en el estuche los gemelos, descolgó los abrigos y los puso en la banqueta del antepalco, a mano, para irse en cuanto él asomara; antes no, porque no podían dejar a Plácida sola. Ésta, conociendo su mal disimulada impaciencia, dijo sin calcular lo que pudiera ocurrir:

-Mucho tarda ése; por ustedes lo siento.

-Es igual; lo malo es que luego faltan coches.

Pues, váyanse ustedes.

-De ningún modo.

-Sí; yo me quedo aquí, en el antepalco: nadie sabe si estoy o no.

-¡Quiá!, hija; ¡no faltaba otra cosa!

Porfiaron tibiamente; Pepa se quejó de haber tenido frío a la ida, de que estaba poco arropada y vivía lejos: sobre todo repitió que Fernando no podía tardar, y cuando Plácida le esperaba menos se dejó convencer, como si accediese a sus ruegos, la besó, se ciñó el abrigo al cuerpo y salió con la prima, diciendo:

-Verá usted cómo me encuentro a ese perdido en los pasillos y le envío más que a paso.

Al quedarse sola, y sorprendida de aquella falta de urbanidad, Plácida se sentó en la banqueta esperando a su marido por segundos; de pronto le asaltó la idea de que no fuese y quiso salir en seguimiento de las otras, pero ya era tarde para alcanzarlas.

El último acto estaba terminando y Fernando no llegaba. Ante el temor de que la función acabase, se olvidó de la conversación pasada, de Perico, de todo. ¡Qué calma! ¿Sería capaz de no acordarse? Abrió la puerta del palco, miró hacia el pasillo: nada. Se le ocurrió que podía estar en el teatro con amigos, en otro palco, y miró por entre las cortinas hacia el que tenían abonado los socios de su círculo: allí no estaba. Entonces, sin querer, vio que Perico la observaba desde enfrente con los gemelos. Sin duda había visto partir a Pepa y su prima dejándola sola, y conjeturó que Fernando no se hallaría lejos; pero según la representación adelantaba, por el desasosiego e intranquilidad de Plácida, adivinó que algo extraordinario le sucedía.

Muchas señoras comenzaban a irse y los acomodadores iban, recogiendo gemelos por las butacas. De repente sonaron aplausos y cayó lentamente el telón.

Plácida seguía de pie, inmóvil en el fondo del palco, con el abrigo puesto y la mano apoyada en el pestillo de la puerta. Perico, que desde enfrente la veía, no necesitó ser brujo para comprender su situación: aquella mujer estaba esperando a alguien que no llegaba. El teatro se iba quedando vacío, y por los pisos altos los acomodadores comenzaban a tender las percalinas grises sobre los antepechos. Entonces, sin aguardar más, cogió el gabán, salió, dio la vuelta y llegó al centro de la curva formada por el corredor, precisamente cuando Plácida abría la puerta del palco muy despacio, sola, pálida de coraje, tragándose las lágrimas, pero erguida y altiva como reina abandonada.

-¿Te vas sola? -dijo él al acercársele.

-Fernando debía venir, y... ya ves. Tomaré un coche.

Tenía la voz muy alterada, y para contener el llanto cerraba con frecuencia los ojos.

-Te acompañaré.

-¡De ningún modo! ¡No, por Dios!

-Hija, esto, no puede ser. Si quieres te dejaré en un coche; pero así, sola, no sales a la calle.

Ofreciole el brazo, y lo aceptó comprendiendo que no podía negarse. El alma al diablo hubiera ella dado entonces a trueque de que llegase Fernando y viese a lo que estaba expuesta. Bajaron las escaleras medio apagadas; ella, nerviosa y trémula; él, sintiendo el suave calor y el codiciable peso de aquella mujer a quien durante tantos años pudo acercarse libremente y que ahora consideraba como bien perdido. Plácida, sin pensar en arroparse, llevaba el abrigo mal sujeto y el cuello al descubierto. Al poner el pie en la calle de Carlos III una ráfaga de aire les azotó el rostro. Perico dijo, mirándole el escote:

-No seas loca, tápate.

Ella, entonces, dio a Perico el abanico y los gemelos para tener libres las manos y se abrochó el abrigo: al hacerlo, con el roce de las ropas, se desprendieron, cayendo al suelo, las dos rosas que llevaba en la abertura del escote. Perico se bajó y las cogió; Plácida dijo:

-Dámelas.

Se hizo el distraído, y conservando disimuladamente las flores en la mano, repuso.

-Cálmate, se habrá entretenido... Aquí habrá coches.

Ella fingió arroparse mejor y notar la falta de las rosas y repitió:

-Trae las flores.

-Las he tirado. Creí que no las querías... como estaban ajadas...

Comprendió ella que mentía, pero no insistió: cualquier explicación era más peligrosa que el aparentar indiferencia. Echaron a andar hacia la plaza de Isabel II. Como toda la gente había salido del teatro, el barrio parecía desierto. La noche estaba fría: en lo alto del cielo la luna abrillantaba los bordes de los nubarrones que volaban impelidos por el viento: los serenos y las parejas de guardias se habían refugiado en los huecos de las puertas: no se veía un solo coche desalquilado. Plácida y Perico se detuvieron junto al jardinillo, frente a la calle de la Escalinata.

-Tendremos que ir hasta la Puerta del Sol -dijo él mirando hacia la calle del Arenal.

No, por María Santísima...! ¡Si nos vieran!

-¿Y qué? ¿Tenemos la culpa de lo que pasa? Si no te hubiese encontrado yo, hubieras salido con otro amigo cualquiera.

Entonces le ocurrió a él subir por la calle de Campomanes hasta la Cuesta de Santo Domingo, donde seguramente hallarían carruaje, y juntos, muy juntos, brutalmente combatidos del viento, echaron a andar sin hablarse, embargados por una emoción honda y sincera. Pedro no pensaba en nada: ¿qué pensamiento le hubiera sido tan grato como el sentir el calor de su brazo, el contacto de su cuerpo y el roce de su falda? Plácida miraba sobresaltada hacia todas partes, temiendo que cada piedra del arroyo tuviera cien ojos y cien lenguas con que ver y pregonar que ella, la hija de su padre, andaba por la calle pasada la media noche, como una aventurera, con un hombre que no era su esposo ni su hermano. Cuanto poco antes oyó contar a Pepa, el desaire de Perico a la cubana, la coincidencia de las fechas, el silencio que él guardaba, la mentira en que acababa de incurrir para quedarse con las flores, todo lo iba revolviendo y barajando su pensamiento, poniendo por cima de ello aquel propósito firme, inquebrantable, de disimular y si era preciso de mostrarse arisca y ofendida para que comprendiese que nunca, nunca, aunque vivieran cien años, jamás consentiría en escucharle palabra de amor.

En la plaza de Santo Domingo hallaron tres coches. Pedro la acomodó en el más cercano, le devolvió el abanico y los gemelos, levantó los vidrios para que no tuviera frío, y se despidió diciendo al estrecharle la mano que ella llevaba desnuda del guante:

-Estás casi febril. ¿Quieres que vaya mañana a verte?

No se atrevió ella a pagar su galantería con una negativa, y repuso turbada:

-Como quieras. Adiós.

-Adiós.

Pedro pagó al cochero, le dijo las señas de la casa de Plácida y en seguida montó en otro de los coches, ordenando que siguiese al que iba delante. Así fueron hasta cerca de donde ella vivía: llegado a la distancia que consideró prudente, se apeó y la vio llamar al sereno y meterse en su portal. Después despidió a su simón y echó a andar por la Castellana, ansioso de moverse y de que el aire frío de la noche le calmase el ardor que sentía en la frente.

Ella hizo el trayecto espantada de cuanto acababa de sucederle, oyendo rodar el coche que iba detrás. No era culpable y volvía a casa como mala mujer que viniera de hacer y recibir caricias infamantes. «¡Y entretanto mi marido -pensaba- jugando, o sabe Dios dónde!»

Se acostó sin esperarle: al desnudarse se acordó de las rosas y sintió no haber tenido valor de reclamarlas con mayor imperio. ¿Para qué las querría él? Caviló mucho, repitiéndose hasta la saciedad que ella no se las dio, sino que él las recogió del suelo. Lo indudable era que la amaba y que jamás sería correspondido: mas entonces, ¿Por qué la agitación que sentía, y por qué recordaba con involuntaria delicia la presión de su brazo y la expresión de sus miradas? No; no era ilusión: si Perico la vio quedarse sola en el palco, fue porque estaba observándola... Y ella hizo mal, muy mal, en no rechazar su compañía.

Luego que la doncella le ayudó a desnudarse, se acostó, y, vuelto el rostro contra las almohadas, lloró. Su espíritu sufría una sacudida inexplicable, análoga a la que experimentó la noche de la boda mientras estaba agarrada a la barandilla del balcón y su marido le oprimía el talle; pero era una impresión menos material y más honda. Tuvo la visión interior de algo muy claro que iluminó las reconditeces de su alma, los senos más vírgenes de su pensamiento, y comprendió que amaba. La pasión llegaba tarde para su dicha; pero en su mano estaba ser honrada, y lo sería. El amor apareció a sus ojos como manantial de agua limpia que brota donde quiere y que nadie consigue soterrar de nuevo; lo que ella podía hacer, y haría, era cuidar de que su corriente no se encenagara jamás.

- XIV -

Perico se retiró procurando analizar las impresiones que acababa de recibir. ¿Quién podía prever las consecuencias de lo sucedido? Lo único claro para él era que experimentaba hacia Plácida una inclinación imposible de disfrazar. No dejó de pensar en ella desde que asistió a Susana, y con mayor tenacidad desde la tarde que comieron solos: ni podían borrársele de la memoria los largos ratos que pasó a su lado con pretexto de la enferma.

Durante la época estudiantil tuvo pocos y pasajeros amores: una modistilla y una amiga de la patrona. Con la primera hizo papel de Tenorio en bailes cursis y cenas baratas; sus relaciones con la segunda fueron el eterno y vulgarísimo episodio de la mujer corrida que se deja conquistar cuando es ella quien seduce. No tuvo más aventuras, y éstas no le dieron idea del amor. Luego llevó vida de hombre trabajador, en cuyo camino no se atraviesa mujer capaz de hacerse querer. Las vengadoras y momentáneas, por finas y elegantes que fuesen, le inspiraban antipatía: no porque alardease de moral, sino porque en amor, como en todo, aborrecía lo artificioso y mentido. En cuanto a la cubanita, Pepa estaba en lo cierto: aquella niña le proporcionó la ocasión de convencerse de que estaba enamorado de Plácida. En el episodio de la flor no había exageración; pero ¡qué diferencia entre la frialdad de entonces y la emoción sentida al recoger del suelo y guardarse a lo ratero las rosas de Plácida...! Aunque dejó de ir largas temporadas a casa de don Carlos, tenía fresco el recuerdo de cómo le vio formar el corazón y el entendimiento de su hija. Era inútil soñar con ella. Acaso llegase a comprender su amor, pero estaba seguro de que no lo compartiría; y si tal cosa sucediera, ella se lo sofocaría calladamente en el alma con el sentimiento del deber y el heroísmo de la virtud, como se ahoga entre dos brazos vigorosos una bestezuela agresiva. Y de no ser así, si le hiciese caso, ¡qué desencanto! Ya no sería la Plácida soñada desde aquella tarde de la comida: si cediese sería una mujer vulgar. Aún iba más lejos su romanticismo. Lo que le sucedía se le antojó castigo providencial por no haber intentado desbaratar la boda. ¡Ah!, ¡si aquella mañana en que leyó el periódico se hubiese ido a ver a Susana...!

¿De qué le servían sus propósitos de alejamiento? La aventura del Real los quebrantó por completo. ¿Iría a su casa como ofreció al dejarla en el coche? No; ¿para qué? Por último, al entrar en su despacho, sacó del bolsillo las rosas que Plácida había llevado en el escote y las tiró con rabia en el fondo de un cajón, donde acaso cayeron sobre la carta en que ella le anunció su boda.

Fernando tuvo intención de ir al teatro a buscar a su mujer, pero se le atravesaron unas jugadas, se le pasó la hora, y ¡bah! Pepa y su prima la llevarían a casa; siguió jugando, perdió mucho y se retiró de madrugada, cuando empezaban a barrer las calles.

Al levantarse, al otro día, dijo a su mujer:

-Anoche te trajeron ésas ¿eh? Se me hizo tan tarde...

Plácida, aunque temerosa de una escena desagradable, contó lo ocurrido y terminó diciendo:

-Sí; hicieron la grosería de irse sin esperar a que llegaras, dejándome sola. Gracias a que un amigo me metió en un coche.

Sólo esto dijo, callando con segunda intención el nombre del acompañante, ansiosa de que su marido tratara de inquirirlo y se enojara. Fernando repuso con la mayor indiferencia:

-Eso le sucede a cualquiera; aunque uno tenga coche, si el cochero no va con puntualidad.

No preguntó nada, de lo cual quedó ella tan humillada y corrida, que estuvo a pique de referir todo, absolutamente todo lo sucedido, hasta lo de las flores, por ver si una vez siquiera le hacía sentir celos; pero calló temiendo que se echase a reír o dijese alguna desvergüenza.

Por aquellos días perdió él todo lo que llevaba ganado, y este descalabro produjo en la casa resultado opuesto al que se podía esperar. Porque mientras ganaba, juzgándose independiente, era grosero, violento y soez; las pérdidas, por el contrario, le hacían reflexionar que tendría que recurrir a los bienes de Plácida, y entonces se ponía fino y condescendiente; en una semana, en dos días, según su suerte, pasaba de irascible a cariñoso y de indiferente a brutal, con lo que ella se quedaba perpleja.

En una de estas crisis, cuando lo esperaba menos, varió por completo; pero con tal astucia y tan despacio, que Plácida, aunque notó la variación, no penetró sus móviles hasta después de engañada.

En el poco tiempo que llevaban casados comprendió Fernando que su mujer era paciente y dócil; mas de esta misma perseverante resignación llegó a inferir que acaso fuese también en igual grado tenaz y enérgica cuando se lo propusiera.

La razón de entregarse a estos pensamientos era la seguridad de que muy pronto tendría que hablar con ella de dinero. El tapete verde y Luisa la Rubia le estaban dejando por puertas: la suma que al contraer matrimonio destinó para el gasto de casa durante unos cuantos meses, estaba agotada. Pensó en decir que los colonos no le pagaban, en hablar de pérdidas de Bolsa, y sobre todo en suscitar una escena borrascosa; pero, ¿y si empeoraba las cosas y por no lograr dominarse la maltrataba y ella seguía una resolución extrema? Nada, de esto: la astucia le pareció mejor que la energía.

Como después de la pasada aspereza un cambio brusco hubiera sido sospechoso, comenzó por mostrarse menos frío con ella. Más de un mes pasó fingiendo tímidamente un recrudecimiento de cariño, sin atreverse a incurrir en exageraciones, pero haciendo cosas que habían de agradar a Plácida. Dejó de faltar a comer y por las noches se recogió más temprano, lo cual constituía para él grandísimo sacrificio.

-¡Qué temprano te vas! -solía decirle la Rubia; y él respondía:

-Voy a domesticar a mi parienta para que nos suelte guita.

Plácida, observando el cambio con mal disimulado regocijo, estaba con él más afable que nunca. Hasta se acusó de tener genio poco a propósito para cautivar a un hombre alegre y sintió remordimientos, recordando cómo había pensado en Perico. Tan deseosa se sentía de cariño lícito, que se forjó la ilusión de haber puesto en él el pensamiento por rabia y despecho al verse olvidada de Fernando: vislumbró la esperanza de ser feliz con éste; y la mala noche pasada en el pueblecillo de baños por culpa de las pecadoras, los desdenes, las disputas agrias, cuantas ofensas recibió, quedaron en su memoria como amortiguadas. Con la menor galantería o agasajo se ponía contentísima; los requiebros achulados, las frases libres, le parecieron un derroche de gracia, y juzgó que a fuerza de resignación había logrado aquella reconquista. Hubo en su engaño algo de voluntaria credulidad, cual si obligada su alma a escoger entre dos amores, se decidiese por el legítimo.

Una tarde, Fernando dijo a Plácida:

-Chiquilla, ponte maja y te saco de paseo.

Luego, mientras estaba vistiéndose, entró de puntillas en el tocador, la cogió por la espalda, y atrayéndola hacia sí la besó en la boca. La caricia fue algo brutal, como de animalucho que pretende amansarse; mas ella la recibió gozosa. Otro día la llevó al teatro, y por último, aprovechando la ocasión de haberse despedido la cocinera, como Plácida estuviese apurada, le dijo:

-¡A la fonda! y luego a un teatrillo.

En otras circunstancias, aquello le hubiese a ella parecido mal: entonces aceptó gustosa.

La llevó al entresuelo del restaurant más en boga y comieron solos en un cuartito reparado de otros parecidos por débiles tabiques de quita y pon, al través de los cuales se oían chocar de copas y rumor de risotadas.

Mientras les servían la sopa y destapaban las botellas, Plácida examinó la habitación; vio el diván indispensable en tales sitios, el espejo cubierto en su parte inferior de fechas y nombres de mujeres que lo habían arañado con los brillantes de las sortijas; escuchó los ruidos que venían de las estancias inmediatas, y aun pareciéndole todo indigno de ella, lo atenuó y disculpó, aferrada a la ilusión de que plegándose al gusto de su marido acabaría por enseñorearse de él, no para dominarle, sino para hacerse querer.

Durante la comida, el camarero dejaba abierta la puerta, según que iba más o menos cargado; luego de servirles el café la cerró, colocando la llave por la parte interior, y se retiró.

-¿Para qué hace eso? -preguntó Plácida.

-Es costumbre -repuso él.- Cuando viene una parejita, después de comer la dejan sola... ¡pues para que si han reñido, hagan las paces!

-¿Aquí? ¡Qué vergüenza! ¡Y qué poca delicadeza tenéis los hombres!

-¡Pues mira que ellas...!

-Yo había visto esto indicado en el teatro, pero creí que era mentira.

-¿Y qué va a hacer el que tiene un lío y no sabe dónde ir...? ¿O el marido que se queda sin cocinera? Pues venirse aquí con su mujercita.- Al decir esto dio un sorbo a su copa de coñac y sirvió otra a Plácida.

-¡Chico, esto es pólvora! -dijo ella, al llevársela a los labios.

-¡Qué sensitiva y qué finoli eres! Para estar en situación hay que alegrarse algo.

En seguida se acercó a ella, y con dos besos fuertes y sonoros le quitó de los labios el poco licor que en ellos le había quedado. Enrojecida de vergüenza se echó hacia atrás, diciendo:

-¡Quita, loco!

Pero él, que esperaba el movimiento, alargó los brazos y la oprimió fuertemente entre ellos, murmurándole al oído palabras melosas.

-¿Eres monjita, o eres mi mujer? ¿Te habías creído que no te quiero porque soy algo brusco? Ven, remilgada...; no te me escapes.

-Que te estés quieto.

-Anda, señorona; pareces una princesa que se ha metido aquí por equivocación.

Plácida, huyendo de su marido, corrió hacia el balcón y lo abrió.

-No le pongas ahí, que estás toda despeinada.

-Pide la cuenta y vámonos.

La mesa revuelta y lleno el mantel de manchas vinosas, la copa que le abrasó los labios, el aspecto equívoco del cuarto, las libres carcajadas femeninas que sonaban cercanas a la ausencia del mozo, que parecía favorecedora de algo ilícito, formaban un conjunto del que ella se sentía mortificada y como envuelta en una atmósfera de libertinaje que le repugnaba. Se puso el sombrero, y deseosa de no parecer esquiva, besó rápidamente a Fernando. Él, comprendiendo que Plácida no quería recibir allí caricias, dijo:

-Bueno, vamos; pero no al teatro. A casita, a casita; hoy no salgo.

Por el camino fue dudando si sería oportuno decir algo de lo que proyectaba, y no se atrevió. Al llegar a casa le dieron ganas de dejarla en la puerta y marcharse a ver a Luisa o al casino; por fin, se venció, subió, y dijo al criado:

-Si viene alguien, que no estamos.

Se recogieron temprano y estuvo tan cariñoso, que no parecía marido, sino amante.

Pocos días después resolvió dar principio a su intento.

Una noche, de sobremesa, hablaron así:

-Siento que no esté aquí tu madre; podríamos hacer un buen negocio.

-¿Por qué? ¿Qué tiene mamá que ver con eso?

-Muy sencillo. Los títulos de las casas que tenéis, o tiene, en la calle de Don Pedro, ¿a nombre de quién están?

-Al mío.

-Pues tanto mejor.

-No entiendo.

-Me he encontrado a uno que estudió conmigo y ahora es concejal, y me ha dicho que el Ayuntamiento abre una calle desde el viaducto hasta San Francisco, y para ello hay que expropiar fincas. Figúrate la jugada que haríamos si lográsemos que vuestras dos casas se encontraran en la línea de la calle nueva. Nada, una barbaridad: nos las pagarían doble de lo que valen.

-¿Y pueden hacerse esas cosas?

-Sí: dando parte de la ganancia a ese que me lo ha dicho.

-Bueno... si te parece que nos conviene.

-Ya ves: entre lo que te digo, y cobrar cuatro miserables alquileres...

-¿Y qué hay que hacer?

-Si las fincas están a tu nombre, muy poca cosa. Ir a casa de un escribano y hacer una escritura que llaman mancomunada: es decir, tú y yo juntos: tú como propietaria, yo como marido que administra los bienes de su mujer... y nada más.

-Pero ¿quién compra las casas?

-¡Toma! Luego yo me guardo la escritura, arreglo el asunto con ese amigo, y en llegando la oportunidad, ¡zas!, nos paga el Ayuntamiento o hacemos que el concejal las compre: aunque él saque más... ya, poco nos importa.

-¿Estás persuadido de que saldremos bien?

-Si las casas fueran mías, esta tarde hubiera entrado en tratos.

-Pues haz lo que te parezca. ¿No eres mi marido?: ¿qué delicadeza ni qué niño muerto?

-Bueno; yo hablaré con otros, y si lo veo claro, una mañana nos vamos al escribano.

-A don Manolito.

-Corriente.

Para no descubrir su impaciencia, demoró el intento una semana; por fin, dijo que era llegada la oportunidad, y, pretextando que no convenía enterar a don Manolito, llevó a Plácida a casa de otro escribano, ante el cual hicieron la escritura. Luego, como la cantidad consignada en el documento no especificaba la ganancia de que él habló, siguió mintiendo. Según sus explicaciones, uno era el precio escriturado y otro mayor el que había de recibir; pero esto no se podía decir claramente, ni podían pactar con el supuesto concejal, sino con un testaferro suyo. En realidad, lo que hizo Fernando fue vender las casas a un usurero por bastante menos de lo que valían, diciendo a Plácida que su importe quedaba depositado en el Banco hasta que pudiera. emplearlo ventajosamente. Además, deseoso de ir preparando las cosas para más adelante, añadió:

-Ese dinerillo nos va a venir muy bien.

-¿Por qué?

-Como el año es tan malo y los tíos que tienen arrendadas mis tierras no pagan... En fin, gastaremos de eso tuyo para la casa.

-¡Qué tuyo ni mío! Se gasta, y luego se repone para emplear la suma completa.

Con aquel dinero le fue bien en el juego; siguió afable con Plácida unos cuantos días y varió algo en su género de vida. En el Círculo se jugaba al bacarrat por las tardes, al treinta y cuarenta por las noches, y como él aborrecía el segundo de estos recreos, iba sólo por la tarde, empleando las primeras horas de la noche en visitas a la Rubia, mas no tan largas como quisiera, porque el senador la favorecía con las suyas desde las doce en adelante; así que, antes de esta hora, tenía que salir del hotelito, y no por la puerta principal, sino por una cochera situada a espaldas de la casa. Como era vanidoso se sentía humillado amando a hurto, a salto de mata; pero el tipo y carácter de Luisa eran tan de su gusto, que pensó en obligarla a romper con el senador, y desde que tuvo dinero comenzó a obsequiarla con mayor esplendidez. Por fin Luisa constituyó con el juego la partida mayor de su presupuesto, y según se fue embriagando de aquella pasión exclusivamente sensual, le fue cada vez más empalagoso y frío él amor limpio y sereno de Plácida.

-Chica -solía decir a la Rubia,- tú me pareces cosa mía y mi mujer me parece una visita: para darle un beso hay que encomendarse a Dios: ella es el amor al natural, así como el cocido diario; tú el amor con salsa picante.

También a Luisa le gustaba Fernando, porque la trataba con cierto imperio contra el cual ella fingía rebelarse, para luego ceder diciéndole:

-¡Qué flamenco eres, y qué señorío tienes para tratar mujeres!

A pesar de esta mutua inclinación que ambos sentían, Fernando seguía, por cálculo, relativamente cariñoso con Plácida; pero en sus expansiones con ella, aun en medio de las que parecían más sinceras, establecía mentalmente comparaciones, y teniéndola en brazos se acordaba de la otra, porque acababa de verla o porque meditaba ir a buscarla.

- XV -

Si bien Plácida no mostró claramente su enojo, desde la noche de lo del Real, estuvo algo fría con Pepa, y notándolo ésta habló de ello con su hermano.

Me fui por coger coche -decía.

-Pues se ha picado; como tuvo que salir sola...

-¡Vaya una ridiculez! Creería que se la iban a comer en los pasillos.

-No, mujer; pero como tú has vivido fuera, ya no te acuerdas de lo que son estas señoritas madrileñas, pazguatas y tontainas. Ella que presume de moral... ¡Las costumbres severas!

-Buena severidad te dé Dios; hasta que se presente uno de su gusto.

-No tengas mala lengua.

-¡Tonto! Con el marido que tiene... ¿va a ser santa?

-Nadie habla de ella.

-Como que lleva un año de casada... y además es sosa.

-¡Pero es elegantísima, y un tipo más fino, y una altivez!

-Ya le daría yo altivez... Si yo fuese hombre, ¡la habías de ver más mansa! Esas sosas, cuando el diablo sopla, arden... y tienen su alma en su armario.

-¡Ojalá me diese la llave!

-Tendría gracia que te enamorases.

-Eso no; pero me gusta mucho. Si no fuese mujer de un amigo...

-Sí; que el amigo te guardaría a ti consideraciones.

Ningún motivo concreto tenía Pepa para aborrecerla; mas era tal la diferencia de sus inclinaciones y gustos, que no podía entre ambas existir verdadero afecto: hubiera sido incapaz de causarle un ligero pinchazo ni otro daño material por leve que fuese; pero secretamente le iba cobrando esa antipatía insidiosa y sorda que siente la casada caída hacia la esposa impecable; y ya triunfase de ella su hermano u otro cualquier hombre, acogía gustosa la idea de verla faltar a su deber.

Luis no amaba a Plácida, pero le parecía fina, elegante, con atractivos suficientes para tener con ella una aventura de esas con que acredita un hombre su buen gusto: sobre todo, era bonita y estaba despreciada por su marido. Cuando menos lo pensase, en un momento de aburrimiento, en un arranque de despecho, podía caer en sus brazos. Ello fue que entre lo mucho que le gustaba y lo que Pepa solía espolearle, determinó intentar su conquista.

Se propuso hablarle sin testigos, y, como no era difícil, lo logró pronto.

Acababan de dar las diez de la noche. Fernando había comido en el Círculo, y sabiéndolo Luis, supuso que Plácida estaría sola. No se equivocó.

Estaba sentada ante el piano, distrayéndose en tocar trozos musicales de los que más le gustaban, pasando rápidamente de unos a otros sin concluirlos, recordando frases sueltas, temas distintos, fragmentos cuyas armonías tristes y melancólicas parecían acordarse al estado de su ánimo. Como sintiese ruido en la sala creyó que, aunque muy tarde, volvía Fernando a comer, y se levantó para recibirle. Al mismo tiempo el criado abrió la puerta de la sala dejando paso a Luis, que saludó diciendo:

-Sola, ¿eh?; como siempre: ¿no ha venido a comer?

-No.

-Vaya, vaya...; creí encontrarle aquí.

Hablaron un momento de cosas triviales, y luego, resuelto a emprender la campaña, dijo:

-La verdad, no comprendo esa manía de comer en el Círculo teniendo casa y mujer..., una mujer como usted.

-Le cansará la comida de casa... y además, cuando se le hace tarde... esto está muy lejos.

-No es eso: él siempre ha sido así. Resabios de soltero: como hizo esa vida tan... aturdida...

Plácida, sin responder, siguió jugueteando con los dedos sobre el teclado. Él estaba muy animoso; hubo un momento en que mentalmente se dijo: «¿Qué pasaría si yo ahora cogiese a esta mujer por la cintura y le plantase cuatro besos en mitad de la cara?». Pero no se atrevió, y siguió hablando:

Se aburrirá usted mucho, ¿verdad?

(Ella tecleando sin desviar la vista del papel de música): -No sé lo que es el aburrimiento.

-¡Gran fortuna, porque el aburrimiento... es triste, y ¡hace pensar tanto!

-Por eso no me aburro; quien piensa no está solo.

-¡Quisiera yo saber, sin indiscreción, en qué puede pensar una señora... como usted. Son ustedes ricos, viven sin chiquillos ni pleitos, se llevan ustedes bien... aunque ése a veces parece loco... Por cierto que yo no ceso de predicarle...

-Pues si usted le predica, tendrá que oír.

-Sí, señora. ¿Cree usted que no se debe aconsejar bien al amigo que teniendo una mujer como usted... no viene a comer? Por supuesto, que buen tonto es.

-¿Por qué?

-Lo primero, porque él se lo pierde: y luego, diga usted lo que quiera, la soledad es el aburrimiento, y es muy malo que una mujer se aburra. Yo, aun siendo hombre, en cuanto me aburro tengo malos pensamientos.

-Usted, podrá ser; pero yo, no -dijo ella con marcada severidad.

-No se ofenda usted. Harto sé que ciertas ideas no caben en esa cabecita. Lo decía porque exceptuando a usted, la mujer casada que se ve abandonada, la que habla poco con su marido, acaba por hablar con otro.

Plácida tocó muy fuerte y no contestó, fingiendo que con el ruido del piano no se había enterado de la frase; él siguió:

-Pero usted es una santa; si no, no aguantaría ciertas cosas.

No pudo reprimirse, y poniéndose en pie miró a Luis con enojo, diciendo:

-Me duele mucho la cabeza; me iba a acostar cuando usted entró.

Él prosiguió imperturbable:

-Hace usted mal en darse por ofendida; además, no es ofender a una señora dolerse de que su marido la abandone.

-Se equivoca usted; y aunque fuese verdad, yo no toleraría que nadie me lo viniese a contar.

Calló frunciendo el lindo entrecejo, anduvo unos cuantos pasos por el gabinete, y viendo que no se iba, volvió a sentarse al piano y se puso a tocar decidida a no contestarle. Él, afectando gran pesar, cogió el sombrero que había dejado sobre una silla, y dijo:

-Dispénseme usted; ha interpretado usted mal... ¡Bah!, siempre que quiere hacer uno un favor le salen así las cosas.

(Ella, muy airada): -¿Y qué favor puede usted hacerme?

Volvió a dejar el sombrero sobre el piano, se llevó la mano al pecho como quien alardea de sinceridad, y dio rienda suelta a su atrevimiento:

-Sí; favor grandísimo, porque me hace daño, me da pena, no puedo verla a usted sufrir. ¡Usted que merecía ser tan feliz!

-¡Y lo soy! En fin... ni debo ni quiero escucharle a usted. ¿Con qué derecho me habla usted así? ¿Qué he hecho yo que lo autorice?

-¿Feliz una mujer como usted, toda alma, toda poesía, con un hombre como ése?...

Le miró despreciativamente y en seguida se dirigió hacia el cordón de la campanilla, con ánimo de mandar al criado que le trajese el gabán. Él la detuvo, diciendo con la mayor audacia:

-No llame usted. En todo escándalo quien pierde es la mujer. Ya me voy. Algún día me dará usted la razón y comprenderá usted la rabia que... lo disculpable que esto es cuando se ve a una señora como usted, olvidada, postergada a una perdida, a una tía de la calle.

-¡Mentira!

-Sí, sí; verdad, verdad -repetía él en voz baja. Gracias a que no tienen ustedes hijos; si los tuvieran llegaría un día en que no podría usted darles de comer.

A la indignación que en ella despertó aquella villanía sucedió en seguida la curiosidad; pero no tuvo que preguntar nada: él siguió hablando:

-Sí; con una aventurera, Luisa la Rubia, la conoce todo Madrid. Yo se la enseñaré a usted en los conciertos del Retiro.

Trocada de pronto la ira en humillación, Plácida bajó los ojos y con la garganta seca por el sofoco, resuelta a no oír ni hablar más, le dijo:

-Bueno, será verdad; pero yo le ruego a usted que me deje...; me siento mala; además, en fin, a usted no le importa nada de esto.

-¿Que no me importa? -repuso Luis colocándose en postura de galán dramático. -¡Ingrata! Pues ¿por qué sufro?... Si usted supiera!... ¡Desde que la conozco a usted!...

Entonces le miró frente a frente, se irguió con un gesto de sublime desprecio, y contestó bajando la voz:

-¡Basta! Si Fernando lo supiera, le mataba a usted... ¡Y estando yo sola no vuelva usted a poner aquí los pies!

Tales fueron su actitud y su expresión que él, sin atreverse a continuar, salió diciendo:

-Ya sabe usted cuál es mi disculpa: el tiempo la convencerá de que no he mentido. Y sobre todo, pregúntele usted que con qué dinero paga los trajes de la bribona, y el abono del coche y todo lo demás.

Luis salió convencido de que nunca lograría nada de aquella mujer: ella, al quedarse sola, se arrojó llorando sobre el sofá

...No había mentido. Fernando la engañaba miserablemente. Sus halagos, su transformación, sus zalamerías eran una farsa indigna. ¿Qué debía de hacer? ¿Procurar en seguida una explicación con Fernando? ¿Y cómo decirle el medio por que supo el engaño sin hablar de la osadía de Luis? Mejor era callar. Además, ¿serían relaciones formales, o aventura pasajera? ¿Y si cometía la torpeza de irritarle el deseo por la contrariedad? La idea de que la querida le costase dinero le parecía cosa secundaria. ¡Ah!, otra cosa sería si tuviera hijos. Con lo que no estaba dispuesta a transigir, era con la perspectiva de la mentira perpetua y el adulterio consentido y denigrante, con el odioso engaño de las almas y el reparto asqueroso de los cuerpos. ¡No, y mil veces no! No compartiría con una mujerzuela las caricias de Fernando: no le importaba perderlas; pero no se resignaría a comer migajas de festín ajeno, ni a que su belleza sirviese, de término de comparación con otros encantos. Pensó que si ella fuese la culpable en vez de serlo Fernando, franca y sinceramente le diría: «No, no quiero ser de dos al mismo tiempo: tengo la lealtad de mi delito.» Y al dejar que así volara su imaginación, al admitir la posibilidad de la falta, un nombre se le vino al pensamiento, y sus ojos creyeron ver a un hombre como si le tuviese delante, y se tapó el rostro con las manos, turbada y trémula, antojándosele que su conciencia, de juez y acusador que estaba siendo, se acababa de trocar en criminal...

Cuando llegó Fernando le recibió quejándose de dolor de cabeza para explicar el aplanamiento que sentía, ocultando su pena, resuelta a disimular hasta que plenamente se convenciese él de su desdicha. Fernando se mostró aquella noche tan afectuoso, que ella estuvo a punto de confesarle su sufrimiento con lágrimas en los ojos y de pedirle que declarase no querer a otra mujer; mas al sentirse presa entre sus brazos y tocada por sus labios, se le antojó que recibía besos de desecho, restos de otro amor, y sin poderlo remediar, sintiendo torpe curiosidad le estrechó con ansia oliéndole, aspirando con avidez su calor, como queriendo descubrir algún perfume, algún aroma, algo que delatase el contacto de otro cuerpo. Luego le abrazó con más fuerza, y rompió a llorar convulsivamente, a modo de niña nerviosa a quien quitan un juguete.

- XVI -

Fluctuando entre el despecho de verse postergada y la resignación a que por bondad nativa se inclinaba, dejó Plácida transcurrir algunas semanas, durante las cuales comenzó a sentirse enferma. Perdió las ganas de comer, experimentó en todo su ser un cambio extraño, el menor ejercicio le causaba extrema laxitud y fatiga, y por último se le acentuó tanto la dificultad en las digestiones, que no pasaba día sin vómitos ni noche tranquila. Al principio, creyó que tales molestias no eran sino consecuencia de lo que moralmente sufría, hasta que una tarde, al mes y medio de aquel persistente malestar, hallándose sola en su gabinete, comprendió que era otra la causa.

Imaginando traza de reformar un vestido, buscó un periódico francés de modas a que estaba suscrita, y no hallando el número que deseaba, empezó a calcular cuál era la fecha que le correspondía, teniendo para ello necesidad de recapacitar acerca de cuándo había recibido los últimos figurines. Permaneció un rato contando días por los dedos, cuando de pronto, por relación de ideas, se acordó de algo íntimo, personal privativo de sí misma: repentinamente se dirigió a una mesa, cogió un calendario y lo consultó con afán, volviendo a contar y recontar fechas, presa de una emoción indescriptible. Cuando soltó el calendario dejándole caer sobre un velador, estaba pálida y desencajada. El cómputo de fechas y la cuenta de días que con el pensamiento estaba haciendo, no se referían ya al número del periódico, sino a otra cosa que, de ser cierta, explicaba los vómitos, las malas digestiones, los vahídos, todo.

Se puso a pasear por el cuarto agitadísima, dominada por una idea, y al pasar ante el armario de luna, obedeciendo a la sospecha que acababa de alzarse en su alma, se miró al espejo y creyó verse variada, distinta de como siempre se veía. Estaba pálida, ojerosa, y tenía como caídos los carrillos. Volvió a coger el calendario, torno a contar días y fechas, se quedó unos segundos profundamente pensativa, y luego rompió a llorar sin saber si era pena o gozo, alegría o dolor, lo que sentía. Los días siguientes fueron de cruel incertidumbre; en vano esperó que se le corrigieran los desarreglos gástricos. Lo que en un principio fue sospecha acabó por convertirse en certeza. Por fin, pensó en hablar con un médico. Ocurrírsele esta idea y brotar en su imaginación el nombre de Perico, todo fue uno; pero sin reflexionar, instintivamente, se dijo: «No, de ningún modo: a él menos que a nadie.» Y poniéndose un traje muy sencillo salió con pretexto de hacer compras, resuelta a visitar al médico viejo que a ella y su madre les había asistido antes de que Mora volviese a frecuentar su trato.

Cuando tiró de la campanilla de casa de aquel hombre, el corazón le palpitaba con fuerza y llevaba bañada en sudor la frente. Tras media hora de espera en la sala, le tocó el turno y entró temblorosa sentándose, frente al doctor, que la recibió, diciendo:

-¿Qué es esto, Placidita? ¿Usted en mi consulta?

Procurando ser breve para oír pronto la respuesta que anhelaba, le refirió las incomodidades y molestias que desde hacía mes y medio experimentaba. El viejo la oyó sonriendo desde las primeras palabras, le hizo tres o cuatro preguntas, y luego dijo sin vacilar, con la autoridad de la experiencia y los años:

-Vaya, vaya... Esto, a Dios gracias, no es enfermedad, sino otra cosa muy natural.

-¿Cree usted? -preguntó ella avergonzada.

-Con seguridad. Ya puede usted empezar a hacer mantillas y pañales.

Todos sus temores y penas palidecieron ante aquella novedad que podía variar la faz de su vida. De regreso en casa aguardó a Fernando vagando por las habitaciones trémula, intranquila, en espera de oír sonar la campanilla. Cuando llegó le cogió cariñosamente de la mano, y olvidándose de cuanto la hizo sufrir, le guió hasta su gabinete, cerró las puertas, se le agarró al cuello y le dijo al oído una frase, mirándole en seguida a los ojos, ansiosa de descubrir la impresión que le habían causado sus palabras. Fernando no recibió la noticia tan alegremente como ella se la comunicaba: no mostró disgusto ni gozo. La compra de un mueble, el pago de una cuenta le hubiera conmovido más. Se echó a reír, y dijo:

-¿Rorro en puerta? Bueno; así tendrás entretenimiento.

-¿Es posible que no se te ocurra otra cosa?

-Pues ¿qué quieres?: ¿que salga de estampía a buscar ama?

-¡No!, que lo criaré yo.

-Eso me es igual; pero cada uno en su cuartito, ¿eh?: yo no aguanto lloriqueos de noche, ni canarios de alcoba.

Plácida calló, comprendiendo que si hablaba lo que se le venía a los labios habría de decirle algo muy duro y enfadoso. Ni la humillación a los dos meses de casada en el pueblo de baños, ni las frases injustas, ni la delación de Luis, nada le causó desencanto tan doloroso como aquella frescura con que Fernando acababa de oír y comentar la noticia. Guardó silencio, salió del gabinete, comió poco, vio marchar a Fernando sin preocuparse de dónde iría, y por vez primera le pareció que no se quedaba sola.

Después escribió a su madre de esta suerte;

«Querida mamá: He cumplido tus encargos. Ya están guardados con alcanfor y pimienta el abrigo de pieles y el manguito. Las enaguas que pides no te servirán ahí, porque son largas y exigen mucho planchado.

»Tengo grandes deseos de verte. ¡Si supieras! ¡No sé cómo hablo de encargos ni cómo tengo cabeza para pensar en ellos. He pasado unos días imposibles. Pero ¿cómo decirte lo que me pasa? No te asustes, estoy mejor, mil veces mejor. Los vómitos me molestan mucho: anteayer me dio un mareo que por poco me caigo; una cosa muy rara. En fin, que ayer me fui a ver al médico, a don Julián, porque me dio una vergüenza horrorosa llamar a Perico: le conté todo lo que sentía (al otro, ¿eh?), y sin dejarme acabar se echó a reír como se ríe aquel sátiro de bronce que a papá le gustaba tanto, y me dio la enhorabuena. ¿Vas entendiendo? En fin, me ha dicho que lo que tengo es consecuencia de mi estado. ¿Lo quieres más claro?

»Lo que pienso, lo que sufro, mi alegría salpicada de miedo, no se parece a nada. Cuando se lo dije a Fernando me oyó como quien oye llover. A pesar de todo, estoy resuelta a tener una explicación con él. No podemos seguir así. Tal vez sea mía la culpa por no saber inspirarle cariño; pero no me quiere. En fin, todo lo que te tengo que decir no es para escrito. Si estás fuerte y buena, ven; si no, iré yo. En esto que ahora me pasa está fundada mi última esperanza. Cuando pienso en ello me suben a la cara oleadas de calor, como cuando se corre mucho tiempo al sol y a cabeza descubierta. Vamos, transijo con que no me quiera; pero, ¿y a lo que venga?

»Dime pronto si vienes o si voy yo, y recibe muchos besos de tu hija

PLÁCIDA.»

«Sobre ciertos preparativos, ni sé lo que hay que hacer. Unas cosas las haré yo, bueno; pero otras ni sé cómo se hacen: de modo que de ropitas no dispongo nada hasta que vengas. Se me olvidaba: que me traigas tila recién cogida.»

Al otro día de recibir esta carta vino a Madrid Susana, avisando previamente a su hija para que bajase a recibirla en la estación.

En el poco tiempo que permaneció en Orejuela había variado mucho. Estaba más gruesa; su tez blanca y nacarada de señora flamenca, aparecía como dorada por el sol y velada por el paño que el aire vivo del campo pone en los rostros finos: diríase al verla que por ella habían pasado no unos cuantos meses, sino algunos años. En cambio se sentía tan fuerte, que al llegar mandó por delante a la doncella Y subió a pie con Plácida, andando todo el paseo del Botánico, el Prado, Recoletos y la Castellana. Su hija no quiso contrariarla, y juntas, hablando sin cesar, hicieron la caminata. Plácida le contó lo ocurrido durante su ausencia, dándose en esto un fenómeno inexplicable, porque mientras estuvo en el pueblo, aunque fue a verla, poco o nada aludió a lo que sufría; y ahora, como poseída de un deseo inmoderado de locuacidad y expansión, se lo refirió todo. Estaba ávida de consuelos en que cimentar esperanzas, y su sentimiento hallaba eco en el corazón de Susana. Esta mujer ligera y frívola escuchaba con atención, sentía como nunca sintió las penas de su hija, y se le ocurrían frases de ternura antes ignoradas de sus labios. Parecía otra.

Moralmente había sufrido gran transformación: el desengaño la hizo algo reflexiva, y la principal manifestación de sus quebraderos de cabeza era un vago remordimiento que, a modo de dolor sordo, la atormentaba de continuo. Estaba convencida de que las consecuencias de su falta habían sido horribles. En cuanto a sí misma, se engañó por completo: creyó rendir a un hombre, y se vio burlada e insultada; pero lo espantoso era el resultado de su infamia respecto de Plácida; porque la había casado sin conocer a fondo a su novio, sin aconsejarse de nadie, precipitando la boda de un modo indisculpable. Ella sola tendría la culpa de cuanto ocurriese.

De esta suerte, a un tiempo, se despertó en ambas, con caracteres diversos, el sentimiento de la maternidad. En Plácida surgía lógica y naturalmente cuando debía brotar; en Susana como resultado del desengaño, cual si fuese una forma del arrepentimiento.

Andando lentamente, apoyada en el brazo de Plácida, oyó la larga relación de su infortunio; y sus revelaciones, sus quejas, le hicieron comprender la gravedad de la situación, pareciéndole mientras las escuchaba que su propia conciencia las iba engrosando para que se empapase bien del daño que había causado. Cuando llegó a saber la transformación de Fernando, cómo se tornó de soez en afable, y cómo había agasajado y llevado a Plácida a comer de fonda por los días en que hizo la venta de las casas, sospechó el verdadero origen de todo, y admitió la posibilidad de que aquel hombre estuviese arruinado al casarse y de que la boda hubiera sido para él una tabla de salvación.

-¿Y qué ha hecho con el dinero? -preguntó.

-En el Banco está.

-Eso hay que verlo. ¿Cómo lo sabes? ¡Debe de ser mentira!

-¿Qué te figuras?

-¿De qué habéis vivido durante este tiempo?

-Ya lo sabes, puesto que de lo de papa nada te he pedido. Fernando me daba todos los meses para el gasto de casa, hasta que ocurrió eso de vender las casas.

-¿Y luego?

-Sigue dándome sin dificultad.

-¡Claro! como que te da de lo tuyo, de lo del chanchullo. ¡Ni en el Banco habrá tal dinero, ni Cristo que lo fundó! Es un infame..., nos ha engañado, y a ti te ha enloquecido, te ha llevado como a una comiquilla a comer de fonda y te ha engatusado con carocas unos cuantos días. Esta misma tarde vamos a casa de don Manolito: ¡él nos aconsejará!

-Como quieras; pero, mira, mamá, te voy a pedir un favor: si hay que tener una explicación con Fernando, no habéis de hablarle tú ni don Manolito, sino yo sola: no te enfades, pero el buen señor no es más que un extraño, y tú, al fin al cabo... la suegra.

Plácida no admitió en esto opinión contraria.

No se equivocaba. Cuando Fernando supo que Susana había llegado a Madrid, exclamó:

-Suegra... y chiquillo. Ya empezó Cristo a padecer.

-Eres injusto -repuso Plácida. -En primer lugar, mamá se vuelve al pueblo, y, además, ya sabes que nunca se ha metido en nuestras cosas.

Aquella misma tarde fueron ambas a casa de don Manolito, y celebraron con él una larga conferencia en la que le pusieron al corriente de todo.

El despacho de don Manolito era pequeño, de pobre aspecto y estaba lleno de estantes cargados de legajos. En el suelo había estera de cordelillo y en la pared, tras la mesa de trabajo, un gran calendario americano: ni más lujo ni más adorno. Sentadas ellas, cada una en una butaca y él en su gran sillón frailuno, hablaron largamente. Plácida hizo confesión general, no de culpas, sino de penas: hasta contó cómo Fernando hizo un día ademán de pegarle con los tirantes. Al acabar tenía la garganta seca, los ojos llorosos; la conciencia intranquila, porque de propósito había omitido cuanto se refería a Perico: ni una vez pronunció su nombre.

Don Manolito la dejó hablar sin interrumpirla, como hombre acostumbrado a oír relaciones de cosas que no le importan, y cuando, terminó dijo, haciendo un mohín de disgusto:

-Total, hablando en plata: que es un perdis: que por culpa tuya o ajena has hecho un mal negocio casándote; que tu marido juega, tiene queridas...

-Una, una querida -le interrumpió Plácida como atenuando la falta.

-Bueno, es igual. Hoy una, mañana otra... queridas. Además, no debe de tener un cuarto y te ha arrancado la firma de la escritura por sorpresa.

-¿Usted también piensa como mamá.

-Sí; no hago más que sospechar. Mañana, por un amigo que tengo en el Banco, me enteraré de si está allí el dinero. Pero, aunque así sea, siempre quedará en pie que es brusco, mal educado, que tiene su arreglito y que no te merece.

-En conclusión, ¿qué hago?

-¿Te digo francamente mi opinión?

-A eso vengo.

-Mucha calma, paciencia, resignación y dulzura; mientras estés como estás... por nada te alteres: lo primero es lo primero. Luego, ¿quién sabe? ¡Los chiquillos arreglan tantas cosas! Puede que el muñeco transforme radicalmente a tu marido. Respecto a lo del dinero..., no te opongas, ni podrías aunque quisieras, a que tu marido te pida y gaste para la casa toda la renta que tengas. Pero ya sabes que él no puede vender ni lo de Orejuela ni nada sin tu consentimiento: pues bien; ese consentimiento niégalo siempre, suceda lo que suceda.

¡Qué fácil es eso de decir!

-¡Mentira parece que hayamos llegado a esto! -añadió Susana.

Don Manolito continuó:

-Tales se podrían poner las cosas, que tuvierais que separaros.

-¡Nunca! -prorrumpió Plácida.

-¿Y si te pega otra vez?

-No me llegó a pegar.

-Vamos, le disculpas. Bueno, pues no te toca; yen cambio se juega hasta la cuna del chiquillo. Y tú, entonces, ¿qué haces?

-Es decir... ¿que no hay solución?

-Procurar amansarle como quien domestica a una fiera. Y en lo de negarte a ventas, mucha entereza.

Salieron de allí profundamente contristadas.

Aquella noche, como Susana, acostumbrada a la vida del campo se recogió temprano, Plácida se subió a su cuarto. Cuantos esfuerzos hizo por distraerse fueron inútiles: quiso leer y tuvo que dejar el libro, se puso al piano y aun las músicas más alegres la movían a melancolía y llanto. Se acostó, apagó la vela, y sin luz ante los ojos, como sin alegría en el alma, siguió cavilosa exprimiendo el jugo a las ideas e imaginando remedios a sus males.

En el tropel de pensamientos que la hostigaban, descollaba la convicción íntima y profunda de que no quería a su marido. Hasta entonces dudó: ahora, aquilatando los movimientos de su ánimo, comprendió que no le amaba. Las injusticias, los desaires, hirieron su amor propio; sintió la indignación de la esposa ultrajada; pero celos, pena de amor traicionado, no sabía lo que eran. Si tuvo momentos de desearle amante, si experimentó a su contacto algo que simulaba pasión, fue impulso ajeno a la voluntad: acaso grito de la juventud, vergonzoso llamamiento de la carne, o torpe instinto de la materia, donde a despecho del espíritu surge el deseo como planta ponzoñosa que brota en manantial limpio; pero nada de esto era amor.

Todo el día siguiente esperó en balde a don Manolito.

- XVII -

A las cuarenta y ocho horas de llegar a Madrid, dijo Susana que se ponía mala, -achacándolo al cansancio del camino y el cambio de alimentos; pero lo que en realidad tenía era el resultado de las impresiones sufridas, primero en su largo diálogo con Plácida y luego en la entrevista con don Manolito. En seguida de sentirse indispuesta mandó llamar a Perico.

-¿No valdría más avisar a don Julián? -preguntó Plácida.

-De ningún modo; no quiero viejos. Para mí no hay en el mundo más médico que Perico.

Plácida le escribió contra su voluntad una tarjeta rogándole que fuese a verlas, puso el sobre y llamó al criado para confiarle el encargo; mas de pronto, antes que nadie acudiese, rasgó el sobre y releyó lo que había escrito, dudando de si lo redactaría de otro modo.

Decía la tarjeta: «Querido Perico...», e instantáneamente, como si aquellas palabras adquiriesen a sus ojos apariencia de crimen, rompió la cartulina en muchos pedazos. -«¿Qué ridiculez es ésta? -se dijo en seguida, -¿no es un amigo de la infancia?: ¿qué mal hay en que yo le escriba? Pero... no: no quiero.» -Entró el criado, diole verbalmente la orden, y en cuanto se quedó sola recogió, sin dejar uno, los pedacitos de la tarjeta que habían quedado sobre la alfombra, y cual si procurarse destruir la prueba de un delito, abrió el balcón y los arrojó al aire, donde revolotearon dispersos, cayendo a la calle en tanto que ella, confusa y atemorizada, sentía vergüenza por aquel exceso de precaución con que pensaba en Pedro.

Después recordó que no se habían visto ni hablado desde la noche del teatro, lo cual era indicio de que él la esquivaba; hizo también memoria de que por la turbación de ambos no convinieron en lo que habían de decir respecto de lo sucedido entonces, y pensando en todo esto temió que hablase indiscretamente: hasta llegó a forjarse la quimera de que existía entre ambos complicidad, y se juzgó culpable echándose en cara como infamantes realidades los desvaríos de su imaginación. Estaba visto; voluntariamente no ponía el pensamiento en Perico; pero en cuanto había ocasión, se deleitaba en recordarle.

Aquella misma tarde, mientras Perico visitaba a Susana, llegó don Manolito a casa de Plácida: Fernando no estaba y pudieron hablar libremente. Las nuevas que le comunicó eran desconsoladoras. Fernando había colocado el dinero en el Banco, en cuenta corriente; pero luego empezó a retirar de la imposición cantidades considerables, y con tanta frecuencia, que sólo le quedaban unos cuantos miles de reales.

-Y no es esto sólo -añadió el viejo: -como el asunto era tan importante para ti, he averiguado cuanto he podido... La verdad, tu situación es muy seria.

-Cuéntemelo usted todo; de fijo sabré yo más que usted.

-Al pretenderte, no tenía tu marido más que unos cuantos miles de duros, lo que se gastó en casa, boda y regalos. Convengo en que te digo las cosas demasiado claras, pero...

-Adelante. ¿Y las tierras, los cortijos de su madre?

-Todo mentira. Es decir, los tuvo y se los jugó, como ahora está haciendo con el dinero de las casas.

-Pues no me explicó por qué ocultó que no tenía dinero.

-Pareces tonta. Si hubiera conservado la herencia de sus padres, tenía tanto o más que tú: como no tenía nada, tú para él eras rica. ¿Lo entiendes ahora?

-¡No importa! -exclamó Plácida alzando la cabeza y mirando con nobleza a don Manolito.- Con lo mío viviremos. Lo único que deseo es que sea cariñoso, que quiera a su hijo cuando lo tenga..., que se ocupe en algo, que trabaje.

Don Manolito calló. Había averiguado quién era Fernando, y no se forjaba ilusiones.

-Y yo, desgraciada de mí -decía Plácida,- ¿qué voy a hacer?, ¿qué me aconseja usted?

-¿Qué te he de decir? Estoy acostumbrado a vivir entre papeles sellados, que es vivir entre maldades; pues bien, para casi todas hay remedio: ésta, desgraciadamente, no lo tiene.

-De modo que mi marido puede hacer conmigo y con lo mío, que mañana será de su hijo, lo que quiera, y yo que he contribuido a crear casa y familia con mi amor, con la ilusión de mi amor, mejor dicho, y con el dinero que me dejó mi padre, ¡yo! no tengo ningún derecho; vamos a ver, ¿qué papel represento yo?

-Por mucho que digas no apurarás todas las razones que existen a tu favor. Pero no vamos a discutir esto, como en esos dramas que escriben ahora.

-Pues ¿qué más drama que éste? Bueno, yo no discuto: usted que sabe la ley, dígame usted lo que hago.

Don Manolito guardó silencio unos instantes, como quien no acierta con el modo de empezar, y luego dijo:

-Juega... malbarata... os quedaréis sin una peseta: es verdad; pero, ¿basta la costumbre de ir al Círculo, y la de jugar, y la mala sombra de perder, para que un juez le declare pródigo? ¿Cómo se demuestra que te está arruinando? ¿Tiene querida? Corriente. Mientras no pretenda traerla y meterla en tu propia casa obligándote a vivir con ella, no puedes hacer nada. ¿Es brusco, grosero y soez contigo? Acaso llegue a ponerte la mano encima... ¿Y qué vamos a hacer? ¿Sacar de testigos a los criados?

-¡Imposible! Además, no ha llegado a pegarme.

-Déjame acabar. Legalmente no se puede hacer nada mientras las cosas no se agraven...

-Sí; pero oiga usted: a ver si me explico -le interrumpió Plácida.- Si nuestra fortuna fuese cuantiosa, menos mal; podíamos esperar; empezaría a vender fincas y valores, y cuando hubiera perdido la mitad intervendríamos evitando que perdiese lo demás: ¿no es esto?

-Perfectamente.

-Pero no estamos en ese caso. Nuestra fortuna es modesta: unos cuantos títulos y valores, unas cuantas tierras, y pare usted de contar. Si se apodera de esto, ¿qué adelantamos con que luego no le dejen manejar otra cosa? ¡Si ya no tendremos nada! Paso porque me engañe y me pegue; pero, ¿y si tengo un hijo y nos deja sin comer? De lo mío, ¿eh?, porque él no tenía nada.

-Ni yo, ni la ley, ni el Rey Sabio, es capaz de responderte.

-En resumen, ¿qué hago?

-¿Qué te he de aconsejar? Sabes que soy hombre de ideas raras. Si te dijese todo lo que pienso acerca de éste y otros casos parecidos, porque éste es el pan nuestro de cada día, puede que te asustases. A mí no me cabe en la cabeza que por ley divina ni humana hayan de aguantar ciertas cosas la mujer o el marido. La Iglesia, y la ley, y lo que es peor, las costumbres, dicen que ¡paciencia y barajar! En fin, como amigo te aconsejo que hagas por llevarte bien con tu marido, cuanto puede hacer una mujer buena; y luego, como hombre de ley, según dicen los franceses, cuando no puedas más, si quieres, intentaremos la separación.

Plácida suspiró tristemente, y con un ademán no muy fino, pero si muy propio de madrileña, se posó las manos en la curva de su abultado regazo, y dijo:

-¡Si no fuera por esto... puede que me faltase la calma!

Caía la tarde, el gabinete iba quedando en sombra y el viejo estaba deseando marcharse; por fin se fue dejándola llorosa y desazonada.

Entretanto, en el piso de abajo seguía la entrevista de Perico y Susana. Ésta, sabiendo que su hija estaba con don Manolito, le envió dos recados para que bajase luego que él se fuera: Plácida contestó que no podía. Susana, con la insistencia de quien ignora el peligro de lo que pide, quiso mandar el tercer recado: Perico lo evitó, diciendo:

-Déjela usted: estará ocupada.

-Ocupada, no; lo que está es desesperada.

Y sin que él preguntara la causa le refirió minuciosamente lo que ocurría, hablándole como se habla con un antiguo y queridísimo amigo; porque para Susana, desde que Perico le curó el ataque a la cabeza, no había en el mundo hombre más listo ni de mejores condiciones. El chico a quien vio crecer, el colegial travieso, se había trocado para ella en el prototipo de la formalidad.

Perico la escuchó primero sin chistar, luego comentó lo que iba oyendo con frases astutas para obligarla a explayarse, por fin se dolió de no poder remediar nada, y salió de allí profundamente entristecido, como si la desgracia de Plácida fuese herida que acabaran de abrirle a él en el alma.

Viéndola dichosa acaso tomara su amor forma distinta; tal vez la hubiese deseado sólo por sus atractivos y encantos; pero considerándola infortunada, su intención se despojó de impureza y pensó en ella de distinto modo. Estaba convencido de que jamás podría establecerse entre ambos relación íntima: ni le era dado siquiera murmurar en su oído una frase de compasión, porque lo que a cualquier otra parecería consuelo, la palabra más inocente, ella la consideraría máscara encubridora de baja y criminal pasión. Plácida era para él esclava en poder ajeno, conforme y resignada a su cautividad, a modo de alhaja viva que no se dejaría robar ni consentiría jamás en ser poseída por otro que su legítimo dueño.

A la noche, dijo Susana a su hija:

-¿Por qué no has bajado mientras estaba aquí Perico? Chica, se lo he contado todo, y mira tú si es bueno: parecía que le daban ganas de llorar.

De esta suerte, al mismo tiempo que aceptaba resignada su triste porvenir pugnando por huir de Perico, las circunstancias comenzaban a ejercer sobre su ánimo presión en sentido contrario. Aquella tarde evitó verle; pero ¿podría lograrlo siempre? ¿No llegaría ocasión propicia a que simultáneamente estallaran en ella el despecho de la esposa humillada y en Perico el amor por largo tiempo contenido?...

- XVIII -

Plácida determinó dar tiempo al tiempo, no hablar a Fernando palabra que se refiriese a dinero, y esperar a ver lo que él hacía; resuelta, por de contado, a seguir el consejo de don Manolito en lo tocante a no autorizarle para vender ni un pie de terreno, ni confiarle papel alguno que representase valor. De acuerdo con su madre siguió pagando inquilinato, servidumbre, mesa, ropas, y cuanto habían menester en la casa.

Fernando continuaba dominado por el juego: como nada gastaba en su propio hogar, con atrasos un día, con ganancias otro, el naipe le producía lo bastante para pagar la mezcla de capricho sensual y vanidad satisfecha que le tenía sujeto a Luisa, cuya elegancia y cuyo lujo comenzaron a dar envidia a las de su clase. En su aspereza respecto de Plácida varió algo, comprendiendo que si enviudase antes de ser padre habría perdido por completo la partida. Lo que le convenía era amansarse y dulcificarse, hasta que el alumbramiento le diese mayor autoridad. Ella sufría calladamente, aparentaba haberse olvidado de las injusticias y vejámenes pasados; pero de día en día se le iba acreciendo la antipatía con que ya le miraba. Así llegó una época en que él, pretextando guardarle consideraciones y miramientos de cierta índole por el estado en que se hallaba, evitó por completo toda intimidad matrimonial, con lo que Plácida, en vez de dolerse por tan ostensible desvío, se alegró del apartamiento. Su resignación rayaba en humildad: lo que no podía era fingir pasión, ni plegarse a pagar deseos de que no participaba, porque hasta en su modo de concebir las caricias había cierta pudorosa delicadeza, absurda e increíble para el hombre acostumbrado a convertir el amor en vicio. No hubo día ni momento preciso en que pactasen aquel divorcio íntimo y secreto de sus cuerpos, reflejo del que ya separaba sus almas; pero luego que él dejó de acercarse a ella, no se consideró olvidada, sino libre. De haber sido poseída por su marido, le quedaron dos impresiones distintas; una, la revelación de todos los secretos del amor material; y otra, el convencimiento de que aquellos goces hubieran ejercido diverso influjo en su vida a estar ella realmente enamorada y ser él hombre que supiera merecerla. Cuando el mal no tenía ya remedio, fue cuando advirtió quo había confundido el impulso de los sentidos con el verdadero amor. Mas por cima de la aversión con que, a causa de todo esto, miraba a Fernando, ponía ella el empeño de ir acostumbrándole a pensar en lo que había de nacer.

Vencido el sexto mes del embarazo, y estando él una tarde con el sombrero puesto para salir, le dijo Plácida:

-Hazme el favor de venir un momento a la sala.

-¿Para qué?

-Ven y lo sabrás.

-Es que tengo prisa.

-Cinco minutos -añadió, y empujando la puerta le llevó cogido de la mano.

La sala estaba casi a oscuras, con los balcones entornados, los abrió, y, pasando al través de los ricos cortinajes blancos, entró la claridad de pronto, reflejándose con violencia en los espejos, arrancando destellos a las molduras doradas de los cuadros, quebrándose en los pliegues de las sedas, y resbalando suavemente en las anchas y puntiagudas hojas de las plantas que descollaban sobre la jardinera.

Las sillas estaban alineadas en dos filas, como las colocan los chicos cuando juegan a las comedias, y los asientos casi ocultos por multitud de blancas y pequeñas ropitas cuidadosamente planchadas. Prendidos con alfileres a los respaldos de los sillones había mantillas y pañales de ricas telas; encima del sofá se veían arrolladas muchas fajas de lienzo; una de las butacas quedaba cubierta por una magnífica falda de cristianar adornada con preciosos encajes; el mármol del velador central desaparecía bajo una colección de cuerpecitos y jubones; dos sillas puestas aparte sostenían una gran capa de finísima lana forrada de algodones, y en lo alto de los tubos de las lámparas, en los cuatro candeleros del piano y en las estatuillas de bronce había colgados muchos gorritos, unos lisos, otros adornados con profusión de cintas rizadas. De aquellas minúsculas prendas, que semejaban vestuario de muñeca, unas estaban ideadas para comodidad y abrigo, otras eran de lujo, imaginadas con orgullo de madre ansiosa de envolver a su pequeñuelo en lo mejor, más caro y bonito que encontrara. La habitación parecía despacho de lencera o modista primorosa: todo estaba expuesto y presentado con exquisito gusto. Plácida empleó toda la mañana en disponerlo.

Luego que abrió los balcones se detuvo junto al piano, cogió uno de los gorritos que había colgados de los candelabros, lo alzó cuidadosamente sobre las puntas de los dedos, y mostrándoselo a su marido, le preguntó:

-¿Qué te parece?

-¿Y qué es esto? -preguntó él a su vez, hurgándose los bolsillos para sacar la fosforera. Ella, entonces, le puso el gorrito delante de los ojos. -¡Ah!, sí..., ya caigo. ¡Qué pequeñito es todo! Chica..., si parece el guardarropa de una mona... Vaya... abur.

Encendió el puro, dio media vuelta, y, esquivando prolongar la conversación, se fue sin preguntar quién, cómo, ni cuándo había dirigido todo aquello. Ni siquiera se le ocurrió averiguar a cuánto ascendió ni quién pagó el gasto. Plácida no intentó detenerle, ni desplegó los labios. Luego que oyó el portazo, señal de haber él salido a la escalera, comenzó a recogerlo y guardarlo todo en grandes cajas de cartón, restregándose de cuando en cuando los ojos para que sus lágrimas no cayeran sobre las ropitas recién planchadas.

Tan hondo pesar recibió de aquella brutal indiferencia, que delante de Fernando no volvió a decir palabra de las molestias que sentía, ocultando los dolorosos anuncios de la maternidad, como si fuesen consecuencia de un delito.

En los días que precedieron al parto, todo su empeño consistió en indicar a Susana que no había de asistirla Perico, pretextando que no quería médico joven. Por fin, pasados dos meses de aquella escena, parió un niño.

Fernando lo supo una tarde al volver del Círculo, y asomándose a la puerta de la alcoba, donde no dormía hacía cuatro meses, preguntó tranquilamente:

-¿Que tal, qué tal? ¿Es él o ella?

Susana le empujó con suavidad hacia la cama donde Plácida estaba acostada con el niño al lado.

-¡A ver, a ver! -dijo aproximándose al lecho. Alzó un poco el embozo, miró a la criatura, cuyo menudo rostro aparecía blanducho, rubicundo, con los ojillos cerrados, y exclamó riendo: -Señores, ¡qué barbaridad!, ¡qué cosa más rara!, ¡parece un bicho!, ¡qué feo es!

-Pero, hombre, bésale -dijo Susana.

Él, entonces, inclinó el cuerpo hacia el lecho y besó al chiquitín en la frente, experimentando, sin ocultarla, cierta repugnancia al poner los labios en aquella carne tierna, tibia, y tan blanda, que parecía pastosa.

Luego, mientras Plácida guardó cama, se asomó cada dos o tres días a la puerta de la alcoba, sin que se le ocurriera quedarse una noche al lado de su mujer.

Susana no pudo menos de conformarse con que Perico no asistiese a Plácida; pero como estaba encariñadísima con él y temió que se ofendiera por no haberle llamado, le repitió hasta la saciedad que no sabía si se dedicaba a tales casos, procurando evitar que se enfadase a fuerza de innecesaria finura.

Una tarde se quedó Plácida adormilada en la cama; Susana estaba en el gabinete inmediato. De pronto entró la doncella.

-Señora: el señor médico está abajo en su casa de usted.

-Pues que haga el favor de subir.

Obedeció Perico, y ella le recibió diciendo:

-Ven, ven; el médico, entra por todas partes.

Le guió hasta la entrada de la alcoba, explicándole punto por punto cuanto su hija sentía, y concluyó diciendo:

-Mírala, está como amodorrada: hablaremos bajito.

Perico se apoyó de codos en la barandilla de la cama, hacia la parte de los pies, y permaneció unos instantes callado contemplando a Plácida, cuyo pelo mal recogido destacaba por oscuro sobre la blancura de la almohada. Como venía de un lugar más claro, no pudo al principio distinguir otra cosa: luego, poco a poco, vio dibujarse en la penumbra las facciones y la postura de Plácida: tenía un brazo fuera del embozo y caído sobre la sábana, y en la muñeca relucía el oro de una pulsera que Perico reconoció en seguida: era su regalo de boda. Entonces, sin poder contenerse, por un movimiento casi independiente de su voluntad, alargó el bastón, y mostrando el brazalete a Susana hizo un gesto como si dijera: «Ya me acuerdo». Susana, con la mayor naturalidad, ignorante de la importancia que tenía su respuesta, contestó:

-Sí, es la tuya: como pesa poco y tiene el nombre de su padre, no se la quita nunca, pero nunca.

Perico la oyó entre turbado y satisfecho: al atraer hacia sí el bastón tropezó en los barrotes de bronce de la cama, y Plácida, despertada con el ruido, abrió los ojos: vio la figura de un hombre apoyado en la cama: no pudo por la escasez de luz conocer quién era, y muy sorprendida de la novedad que imaginaba, dijo:

-Mamá, ¿es Fernando? ¡Qué milagro, hombre!; ¿tú por aquí? Mira, mira el niño.

-Es Perico -repuso Susana:- ha venido, y por no dejarte sola le mandé subir. Los médicos entran por todas partes.

Plácida le saludó y habló cariñosamente; pero recibió desagradable impresión.

Así que él se fue, estuvo largo rato muy cavilosa. ¿Qué le importaba que Perico la viese? ¿Era exceso de pudor? Harto comprendía que no. Era que se asustaba de sus propios pensamientos. Aunque Perico no se había atrevido a decirle nada que entrañase exceso de simpatía, ella le leía ya el amor en las miradas, y sentía miedo; pero no ese miedo producido por lo que se ve o se oye, sino ese otro pavor incontrastable y misterioso que agita el alma cuando en ella brotan ideas que la conciencia rechaza.

- XIX -

Se empeñó Plácida en amamantar al chiquitín y quiso que, como su abuelo, se llamara Carlos: si hubiese Fernando manifestado deseo de ponerle otro nombre, el suyo, por ejemplo, ella habría seguramente accedido; pero no se le ocurrió. Susana y don Manolito fueron a cristianarle: su padre lo supo pasados dos días, como pudo saberlo al cabo de dos meses: oyó hablar de Carlitos a los criados, y comprendió que se referían al niño. Rara vez le acariciaba y sólo a instancias de Susana solía besarle. Respecto de Plácida, aun era mayor el despego de Fernando: vivía como si no tuviera mujer, de lo cual ella casi se alegraba; pues desde que vio su indiferencia para con el niño, comenzó a cobrarle invencible antipatía. Si hubiera pretendido solicitarla, aproximarse amorosamente a ella, de fijo que hallara mal disimulada resistencia, o, al menos, fría pasividad. Fernando, lejos de pensar en reconciliarse con ella, estaba cada día más enamorado de Luisa. A fuerza de ruegos, y, sobre todo, de gastos llegó a suplantar al senador, prescindiendo casi en absoluto de su propia familia y erigiéndose en único dueño de la pecadora. Pasaba los días y la mayor parte de las noches, no en su casa de la Castellana, sino en el hotel de la calle de Ferraz, donde hacía que le dirigiesen la correspondencia, citaba a los amigos y recibía las ropas que le enviaban el camisero y el sastre. Hasta llegó a presentarse descaradamente en público con Luisa. Quiso ésta en cierta ocasión que la acompañara a una tienda de guantes, y al preguntarle el dependiente su nombre y domicilio para mandárselos, dijo Fernando:

-Señora de Lebriza: calle de Ferraz, número...

Luisa, menos pervertida, le interrumpió sin empacho, diciendo:

-Quita de ahí, so tipo -y dirigiéndose al hortera añadió: -ponga usted: señorita Luisa.

Cuando salieron a la calle le llenó de improperios, acabando con estas palabras:

-Mira, el que yo esté liada contigo no tié ná que ver pa que metas a tu mujer en nuestras cosas, ¿estás? A mí ella no me ha faltao, y yo soy... pero muy señora.

La vida de Plácida era verdaderamente triste. Ni aun gozándose en el niño hallaba alegría completa, pues, no había dicha que no se le acibarase con la amargura de sus pensamientos. ¿Quién se desvelaría por educarle e instruirle, ni qué sustitución podría darse a la solicitud que su propio padre le negaba? Agorándolo todo negro y anticipándose con la imaginación al tiempo, se aterrorizaba ante la idea de tener un hijo medio abandonado a sí mismo, crecido sin consejo, maleado por el ejemplo, y acaso fatal e instintivamente heredero de los defectos de quien le engendró. Otras veces se alegraba de que fuese varón, considerando que con tal padre todavía fuera más incierto y pavoroso el porvenir de una niña.

En lo relativo al dinero, todas las cargas de la casa seguían pesando sobre Plácida ayudada de su madre; dándose ambas por satisfechas con que Fernando no hablase de intervenir en el manejo de las rentas. Comprendían, sin embargo, que esto necesariamente ocurriría de un momento a otro, pues consumida -según les dijo don Manolito- la suma que Fernando depositó en

el Banco, debía de estar pagando sus caprichos y placeres con sólo el producto del juego, inseguro origen de renta, que faltaría cuando menos se esperase. Estaban seguras de que la cuestión de intereses surgiría de repente, creando un verdadero conflicto conyugal.

Hacía tiempo que Fernando hubiera, por su gusto, intentado alzarse con la administración de los bienes de su mujer; pero, sorprendido de la tenaz y callada mansedumbre de Plácida, recelaba que, llegado el momento de resistir a las exigencias de su codicia, desplegase igual energía. ¿Qué sucedería entonces? De parte de ella estaban la moral, la razón y el interés de la familia; en cambió a él le favorecían las leyes.

Así transcurrió un año y entró el niño en la edad de las primeras gracias y monadas sin que su padre lo notara, ni cesase en su alejamiento del hogar; antes al contrario, originando con esto varias ocasiones de grave disgusto para Plácida.

Por aquella época se le antojó a Luisa aprender a tocar el piano. Como es frecuente entre las chicas del pueblo bajo madrileño, de donde procedía, tenía muy buen oído y excelente memoria musical. Mientras creció a puerta de calle, silbaba como un muchacho y canturreaba cuantos aires eran o se hacían populares; y luego de encumbrada por su belleza, no asistió a concierto, ópera, ni zarzuela de que no saliese, recordando y tarareando algo con pasmosa facilidad y afinación. Una tarde, en casa de otra tal de su misma vida, se sentó ante un piano y comenzó a teclear, sacando trozos y principios de canciones en boga, valses de organillo y coplas de revistas. La alegría que de ella se apoderó al cerciorarse de su habilidad fue grandísima, y se tradujo en el imperioso deseo de aprender seriamente, exigiendo de Fernando que le pusiera maestro y le comprase piano, a lo cual accedió él en seguida.

El maestro no suponía más que unos cuantos duros de gasto mensual; pero el piano exigiría mayor desembolso. Además, con arreglo al mueblaje del hotel, donde todo era rico, no podía regalarle piano barato, sino que había de ser lujoso y caro. Si por aquellos días le hubiera favorecido la suerte con alguna ganancia importante, no habría titubeado en comprar el mejor que hallara; mas como le pasaba lo contrario, se le ocurrió la más ruin idea que pueda imaginarse. -«Lo que esa necesita -se dijo- es un piano de gran espectáculo que llene medio gabinete..., como el de mi casa... ¡Calla!, ¡pues es verdad!... ¿Qué inconveniente hay? Desde que tiene chiquillo no lo abre... ¡Pues el mismo!»- Y decidió regalar a Luisa el Erard de su mujer.

Al día siguiente, cuando Plácida volvía de paseo con su madre y el niño, le dijo la doncella:

-Han venido cuatro mozos a buscar el piano; pero como yo no tenía orden, no lo he dejado sacar de casa.

-No puede ser: vendrían equivocados.

-No, no: era de parte del señor y con una tarjeta suya para la señorita.

-Chica, tú estás tonta.

-Digo que no, señora. El señor mandaba en la tarjeta que la señorita entregara el piano sin dificultad, y que luego hablaría con usted. En fin, los hombres han quedado en volver.

-No lo entiendo -repuso Plácida, incapaz de adivinar la verdad del caso.

Pasadas dos horas, volvieron los mozos, y la doncella entregó a Plácida la consabida tarjeta, en cuyo dorso había Fernando escrito estas palabras: «Entrega sin dificultad el piano a los mozos que llevan ésta. Repito que no te opongas. Luego te explicaré el porqué, y te alegrarás.» Plácida lo leyó y releyó asombrada: después pasó la tarjeta a su madre, diciendo:

-¿Qué será? Madre, ¿tú entiendes esto?

-Como no sea que tenga ocasión de cambiarlo por otro mejor... en una almoneda, por ejemplo.

-¡Quia!, ¡de ningún modo! -repuso ella. - Ni a él se le ocurre eso, ni aunque me dieran uno de oro macizo: ¡si éste me lo regaló papá! -Y añadió: -Voy a hablar con los mozos.

Salió al recibimiento y preguntó al que le pareció más listo:

-¿Quién les ha buscado a ustedes para esto?

El mocetón alto y robusto, especie de Hércules gallego, todo vestido de un paño pardo rojizo que llaman paño poderoso, repuso:

-Somus de un almacén de musicas: y hubo de venir un cunserje de un casino de señores, y dio encargu al amo con esa tarjeta diciendu que si la señora no quería, dijésemos que lo dejase llevar, que a la noche hablaría el señor con ustez. Non sabemus más.

-¿Pero usted no ha visto a ese señor?

El mozo calló como turbado: Susana dijo por lo bajo a su hija:

-¿Será un timo?

Plácida, notando la confusión del mozo, prosiguió:

-¿Dónde lo van ustedes a llevar?

El gallego no desplegó los labios; Plácida repitió en balde la pregunta, y por fin, obrando astutamente, le dijo:

-Venga usted.

El mozo, creyendo que iban a llevarse el piano, hizo seña a sus compañeros para que le siguieran, pero ella añadió:

-No; usted solo.

Obedeciola el hombre: entraron hasta el centro de la sala, y allí, en presencia de Susana, Plácida, mostrando un duro, volvió a preguntar:

-¿Dónde llevan ustedes el piano?

El mozo no vaciló, y deletreando en un mugriento cuaderno, que sacó de entre los pliegues de la ancha y encarnada faja, dijo:

-Habemus de llevarlo... calle de Ferraz... último hotel, donde vive el señor de Lebriza, y si él no está preguntemus por la señora Luisa.

Plácida, disimulando la ira, le entregó la moneda diciéndole:

-Está bien: pues diga en el almacén que aquí, la señora de Lebriza, que soy yo, no ha querido dar el piano... y vayan ustedes con Dios.

Retirose el mozo contento y, observando la emoción de Plácida, balbució al marcharse:

-Dispense la señora: nusotros somus mandados.

Cuando se quedaron solas, Plácida rompió en llanto y frases de enojo:

-¿Pero ves, madre, qué canalla? -Y luego, con inexpresable energía: -¡Pues, suceda lo que suceda, el piano no va a casa de esa mujer!

Toda la tarde, y de sobremesa, estuvieron comentando tristemente la indignidad: a las once se bajó Susana a su cuarto, recomendando a su hija la mayor prudencia. A las dos de la mañana llegó Fernando, quien por el conserje del círculo sabía todo lo ocurrido, menos lo de la propina y turbación del mozo. Al entrar, en vez de dirigirse a su cuarto pasó al de Plácida, que estaba acostada con el niño, y abriendo la puerta con señales de gran irritación, preguntó:

-¿Qué ha pasado esta tarde? Vamos a ver: ¿por qué no has dejado llevar el trasto?

-Habla bajo, por el niño.

-No me da la gana. ¡Contesta!

-Porque me lo dio mi padre y quiero conservarlo.

-Cuando yo lo he dispuesto, por algo será.

-Pues te ruego que me lo dejes.

-¿Y quién manda aquí?

-Tú; pero el piano es mío.

-Pues yo estoy cansado de ser un monote en esta casa.

-Por eso paras tan poco en ella... y vas a otra.

-Voy donde me da la gana.

-No grites, que le vas a despertar y llorará. (Por el niño.)

-Se le dan cuatro azotes, y calla... Y ya lo sabes, vendrán por el piano, lo darás, y si no, ¡veremos!

-No, no, y ¡no! -repuso ella con audacia.

Fernando la miró furioso y dio suelta a su ira.

-Se hará lo que yo mando. ¿No tengo aquí autoridad ni para cambiar un mueble? Pues ya que ha llegado la ocasión, has de saber que me voy a encargar de todo el gobierno de la casa. Estoy puesto en ridículo. Desde el mes que viene cobraré y pagaré y haré lo que me dé la gana. ¿Crees que me voy a dejar administrar por mi suegra?

Plácida, disgustada por la ocasión y la hora a que surgía el conflicto, hizo propósito de callar; pero Fernando comenzó a ensartar ternos y palabrotas que acabaron de exasperarla. Procurando, sin embargo, dominarse, porque aún mamaba el niño, y en perjuicio suyo redundaría cualquier emoción que ella sufriese, se tiró de la cama dejando el pequeñín bien arropado, echose una bata y rogó a su marido que saliese al gabinete, donde Fernando, como quien reprime a duras penas la ira, se sentó en una butaca, y juntó las manos comenzando a dar vueltas a los pulgares uno en torno del otro. Ella, mirándole severamente, le habló así:

-Esperaba esto... y lo temía; pero estoy resuelta a arrostrarlo todo. Ha llegado el momento de hablar claro. Nos hemos equivocado al casarnos. Ni me quieres ni puedes quererme: no soy para ti. Si no fuera más que esto, todo lo aguantaría. A los dos meses de casada empezaste a hacerme sufrir: ¿y qué he hecho? ¡Responde! Callar y resignarme. Ni me has querido... ni siquiera te gusto como mujer. ¿Crees que no lo conozco? Me has engañado: el porqué tú lo sabrás... Siento hablarte de estas cosas, pero es preciso. Si fueses desgraciado en negocios, en tus trabajos, en algo en que te ocupases, por falta de suerte, o por cualquier otra causa, nada te diría. Pero ¿soy ciega? ¿No veo cómo vives? ¿No ves tú cómo hemos venido viviendo desde que volvimos del viaje? ¿Qué me has dado para los gastos de la casa? Ni te he pedido ni te pediré. Allá tú con lo tuyo; juégatelo y dáselo a... quien quieras, como has hecho con lo de las casas. No me importa que me hayas engañado de cierto modo, ¿entiendes? Lo que siento es que me hayas robado todas mis ilusiones, que has pisoteado todas mis esperanzas... que ya no te puedo querer...

Fernando se echó a reír irónica y forzadamente. El gabinete, alumbrado por una sola bujía, estaba casi a oscuras. Plácida hablaba con calor, pero conteniendo la voz por no despertar al niño; el cabello le caía en desorden sobre los hombros, y las palabras le salían de los labios, ya premiosas y entorpecidas por el miedo de decir algo demasiado ofensivo, ya rápidas y aceradas obedeciendo al empuje de la ira.

-¡Que me va a pegar la parienta! -decía él en tono de burla.

-Lo que te digo ahora es que tengo hijo, ¿sabes?, y que lo mío ya no es mío, sino suyo. Antes te lo hubiera dejado jugar y tirar. ¡Ahora, no! Vive como Dios te dé a entender; para el niño me basto sola. ¡Pero de lo que ha de pertenecerle el día de mañana... lo que es eso, no se lo das a las bribonas!

Estaba muy pálida y con los ojos preñados de lágrimas. A un tiempo sentía valor para rebuscar en los senos de su pensamiento lo que quería decir, y miedo de que Fernando cometiese algún brutal atropello. Él esperaba una escena borrascosa, pero no tan grave. Aparentó calma y repuso fríamente:

-Basta de sandeces y desvergüenzas. Se hará lo que yo mande; si quieres, por buenas, y si no, ¡Por fuerza! No haberte casado. Compraré y venderé como se me antoje... por lo mismo que tenemos hijo.

-¡Tiene gracia que hables del niño! No has pensado en él hasta que te ha convenido. Ahora eres padre... ¡para dejarle sin zapatos!

Fernando se levantó furioso, avanzando amenazador hacia ella, que tuvo miedo y retrocedió murmurando:

-¡Puede que fueras capaz...!

No se atrevió a pegarle; mas cogiéndola por una muñeca, la zarandeó fuertemente, gritando colérico:

-¡Mire usted la mosquita muerta cómo se deslengua! Pues, prepárate, porque aunque te reviente a disgustos, desde hoy mando yo. ¡Ni que me hubiera casado con la hija de un Creso!... Doña Cursi, pava, ¿dónde están esos millones?

-Para que te lo juegues es poco, para mi hijo... tiene de sobra. Veremos quién puede más.

-¡A callar! -Y volviendo a cogerla la sacudió con fuerza tirándola hacia atrás. Afortunadamente fue a caer sobre el sofá, sin recibir más daño que el susto de perder pie al verse arrojada como un fardo. Él salió del gabinete iracundo, sin mirarla, y dio un portazo que, haciendo retemblar la habitación, despertó llorando al niño; levantose ella presurosa, cogió la palmatoria y se precipitó en la alcoba, procurando acallarle con la teta.

Mientras el niño mamaba, a la madre se le movía el pecho alterado por la respiración entrecortada y fatigosa: después, se echó a llorar, y apartó la boca del pequeñuelo diciéndole como si la pudiese entender:

-¡Quita, vida, que te va a hacer daño!

La criatura rompió también en llanto.

- XX -

Tan desazonadas y nerviosas pasaron el día siguiente Susana y Plácida, que la primera, aun a riesgo de enojar a su hija, mandó llamar a Perico, cuyo consejo no pudo ser de más fácil ejecución. Opinó que, a todo trance y en beneficio del niño, evitasen escenas análogas, y que para lograrlo se marcharan al pueblo, ofreciéndoles que buscaría ama de cría, teniéndola dispuesta para partir a Orejuela, si el estado de Plácida lo exigía. Ambas aceptaron gustosas la proposición, acordando cumplirla en esta forma: Susana, a la sazón más fuerte que su hija, partiría primero con una doncella para preparar las habitaciones, porque habiendo de alojarse cinco personas, esto es, ellas, dos criadas y la cocinera, no lo permitía, sin previo arreglo, el estado de la casa; y al cabo de tres o cuatro días avisaría a Plácida. Ésta, temerosa de que Fernando dispusiera de ellos, mandó bajar al cuarto de su madre el piano y unos cuantos objetos con que estaba encariñada, y Susana marchó a Orejuela poseída de profunda amargura, reconociéndose culpable de cuanto allí ocurría, cierta de haber labrado la desdicha de su hija. Al despedirse de ella la besó como jamás la había besado, y juntas lloraron estrechamente abrazadas, diciendo Plácida:

-No tengas miedo, arréglalo todo pronto; el cuarto grande de junto al comedor para mí y el niño; la sala para ti. Lo principal es salir de aquí cuanto antes, evitar disputas y, sobre todo, ver si podemos pasar sin ama.

Susana, antes de partir, contó a Perico la escena habida entre Plácida y su marido, ocasionada por el frustrado regalo del piano, y le encargó que, vista la gravedad de las circunstancias, averiguase la verdadera situación de Fernando en lo tocante a dinero.

-Mira -añadió. -Lo de menos es que nos haya engañado y no tenga nada; lo intolerable es que la martirice y que ella le dé al chico una mala teta. Hasta soy capaz de buscar un arreglo señalándole una cantidad mensual; por eso quiero saber lo que tiene... y que nos deje en paz.

-Eso es inocente, señora: ¿cómo quiere usted que por unos cuantos miles de reales renuncie a administrar, es decir, a comerse todo lo que tiene Plácida?

-Bueno -repitió ella con mujeril obstinación: -tú entérate de lo que te digo.

Lo que Perico hubiera hecho de mejor gana, habría sido ahogarle entre los brazos. Toda una noche pasó cavilando, a modo de autor que planea un drama, en si no valía más buscarle, tropezarle intencionadamente, discutir con él ofendiéndole, o provocar una cuestión de juego, algo, en fin, que le obligase a batirse. A todo estaba resuelto, y tan llena tenía el alma del amor de Plácida, que no le importaba arriesgar por ella la vida. Su vehemente arrojo de hombre honrado le hacía desvariar, antojándosele a ratos útil, y hasta justo, que así como en el campo se exterminan las alimañas que destruyen los frutos, también en la vida social debían existir medios lícitos de suprimir aquellos hombres que por su condición y costumbres son dañinos. A juicio suyo, no había Iglesia ni ley, sacramento ni contrato que disculparan la existencia de un caso semejante. ¿Qué voluntad humana ni divina podía sancionar, sin mancharse de iniquidad, aquel infame contubernio del vicio con la virtud, aquel doloroso maridaje de la brutalidad con la resignación? Sobre todo, fuera de leyes, costumbres y miramientos, ¿había él de consentir que Plácida sufriese de tal modo? El verdadero obstáculo para todo arreglo estribaba en ser ella sobrado buena. Perico la suponía capaz de separarse de Fernando, mas no de tener amores con otro hombre. Aun así, había momentos en que, quebrados sus antiguos escrúpulos por la fuerza del amor y el cariz de los acontecimientos, imaginaba decirle: «Rompe por todo y vente conmigo, yo serviré de padre a tu hijo. En otras circunstancias, este desprecio de las costumbres sería insulto a la virtud; en este caso, no. Las gentes nos conocen y también a tu marido; pasará tiempo, se verá cómo vive él y cómo vivimos nosotros: ¿quién será capaz de tirarnos la primera piedra?»

Llena la cabeza de estas ideas, llegó Perico una noche al círculo frecuentado por Fernando, donde él también tenía amigos que le enterasen de lo que ansiaba saber Susana. Precisamente se acordó de uno, muchacho elegante, guapo, listo, el cual, sin ser un perdido, hacía vida alegre y debía estar al corriente de las aventuras de Lebriza y del dinero con que las pagase. Tuvo la suerte de dar con él, sentáronse juntos en un diván, al extremo de un salón, y luego que Perico, con toda la franqueza que su amistad consentía, le hubo dicho el propósito con que le buscaba, repuso el joven:

-Conque Fernandito Lebriza, ¿eh? Pues un canalla completo. Heredó bastante, se lo jugó...

-Todo eso lo sé. Lo que me importa, es saber de qué vive hoy.

¡Pues, muy sencillo; de lo que tiene su mujer. Se casó con una hija de aquel señor Jarilla, académico, que tenía muy buenos cuartos.

-Sí; pero esa mujer, que es una santa, se le ha cuadrado y, hasta ahora, por lo menos, no le deja tocar al dinero.

-Quita de ahí, hombre; sí sé yo que ha vendido casas a un concejal; y además, bien se conoce que haces vida de hombre honrado y no sabes lo que son estos señoritos cuando se malean: Lebriza está enredado con una chica muy guapa, que llaman la Rubia, a quien mantiene con lujo. No lo juraría, pero me parece haber oído que le había regalado el hotel donde ella vive en la calle de Ferraz y que lo estaba pagando a plazos.

-¡Qué barbaridad!

-Lo bárbaro es el modo que tiene de jugar. Con la misma frescura pierde que gana. A lo mejor baja esas escaleras a saltos, se va ahí enfrente y empeña el reloj y las sortijas. Cuando aquí le va mal, se larga al círculo político de la esquina, que es un garito lujoso, y allí varía de juego. Nadie sabe cómo se las compone, pero siempre está jugando; cuando pierde, paga; si pide prestado, lo devuelve, y si gana, lo derrocha. El mejor día perderá más de lo que pueda pagar, y se irá por esos mundos de Dios o se levantará la tapa de los sesos.

-Amén. Y ella, ¿qué tal es?

-¿La mujer?: no la conozco.

-Esa es una santa: la otra.

-¿La Luisa? Una bestia hermosísima, y no es mala ni tiene mal corazón; el tipo vulgar de las que se echan a esa vida sin perversidad, sólo por no trabajar. Va por ahí elegantísima.

-¿De modo que Lebriza vive única y exclusivamente del juego?

-El juego no basta; digo, si bastara, ¡cómo se pondría uno el cuerpo! Lo que hace Fernando es tomar dinero a cualquier precio.

-¿Y cómo hay quien se lo dé?

-Dándoselo, hombre, dándoselo. ¿No ves que su mujer es rica, y eso se sabe? Aquí el que no encuentra dinero es el que trabaja o quiere establecer una industria; pero a estos perdidos nunca les falta. Con decirte que hay en Madrid una Sociedad de cuatro o seis señorones de muchas campanillas que están haciendo el negocio de prestar a menores... ¡Figúrate! Les hacen firmar hasta escrituras de depósito, y luego... ¡Suponte tú lo que serán capaces de hacer un padre o una madre a quienes se amenaza con echarles un chico a presidio! ¿Qué han de hacer sino pagar aunque se lo saquen del alma? Bueno, esto no tiene nada que ver con Lebriza; a éste quien le da el dinero es un usurero muy listo a quien conozco... por desgracia.

-¿Puedes averiguar todo lo que haya tomado y lo que deba; en fin, su verdadera situación?

-Lo sabré mañana y te pondré cuatro letras. Entretanto, si se trata de algún negocio que tengas con Lebriza, no lo olvides: aquí tiene fama de ser capaz de todo; es de los que en un día de apuro roban, estafan, falsifican... todo.

-¡Pobre mujer! -exclamó Perico, acordándose de Plácida.

-¡Ah, vamos! -prosiguió el amigo- hay mujer de por medio. ¿Quién es ella?

-La suya.

-Entonces, no te quepa duda; aunque esa señora haga los imposibles, la dejará por puerta. Tienen un chico y ella es rica, ¿verdad?

-Sí.

-Pues el usurero le dará el dinero con más o menos precauciones, pero se lo dará.

-Repito que no lo entiendo.

-Legalmente, Fernando no puede vender fincas, ni nada, sin anuencia de su mujer; pero, en primer lugar, figúrate lo que es capaz de hacer un hombre como él para obligar a una mujer; y sobre todo esos prestamistas tienen miles de recursos. Lo que dije antes, por ejemplo. Supón que le hace firmar una escritura de depósito y que luego no le paga; pues se va a ver a la mujer, y ella se lo suelta duro sobre duro: ¿va a dejar que encausen criminalmente al padre de su hijo?

Quedaron en que el amigo escribiría a Perico lo que averiguase, y se separaron. Al otro día recibió Mora esta carta:

«Querido doctorcillo: el caballerete de quien hablamos, lleva tomados del funesto personaje (léase prestamista) la friolera de catorce mil y pico de duros. Ha firmado, no una, dos o tres escrituras de depósito. Con tal de tomar dinero no se para en barras. El usurero sabe mejor que el mismo interesado cuánto tiene la mujer, y hasta la suegra a quien ha de heredar la hija, y luego el niño de ésta, que es de poco más de un año. El mozo sigue con su avío, la misma señora que te dije. Lo de comprarle el hotel era cierto; lleva pagados dos plazos de a dos mil duretes. Pero su verdadero vicio está aquí, en la sala del crimen. Si averiguo algo más te avisaré. Tuyo,

PEPE.»

Mora, después de meditarlo mucho y deseoso principalmente de evitar una entrevista con Plácida, decidió ver a don Manolito y contarle lo que ocurría, por ser la persona de mayor confianza para ella y quien mejor podía aconsejarla.

Cuando don Manolito oyó a Perico, leyó la carta del amigo y supo el nombre del usurero, hizo un gesto de profunda contrariedad, y meneando la cabeza, dijo sin presumir el alcance de sus palabras:

-Esa pobre muchacha está perdida. Vamos, yo no puedo acostumbrarme a estas cosas. Diga usted, doctor, ¿no valdría más que cualquier hombre de corazón se llevara a esa mujer y la hiciera feliz? Como en el caso contrario, si el marido fuese hombre de bien y ella la hubiese salido... aquello, ¿no sería mejor que legalmente tirase cada uno por su lado? Pero, sobre todo, en estas circunstancias, ¿no están disculpadas, justificadas de antemano cuantas locuras haga ella?

Perico se limitó a responder:

-Habla usted a un convencido.

-Hombre, yo fui íntimo amigo de su padre, la quiero mucho y, claro está, ¿quién va a decir esas cosas a una señora? Pero, créame usted, no se puede exigir a una mujer de veintitantos años que viva con ese canalla.

-Bueno, ¿y qué va usted a hacer?

-¿Yo? Aconsejarle la separación.

-No consentirá.

Pues antes de dos años no tiene qué comer.

Quedose don Manolito pensativo un momento, sonrió ante la idea que se le ocurría y prosiguió:

-Vea usted, amigo doctor, lo que son las cosas de la vida: tachamos de inverosímiles los lances que se ven en el teatro y las comedias y las novelas; pues bien: razón tenia Quevedo al decir que los escribanos somos el diablo: suponga usted que un hermano, un amante cualquiera comprase esas escrituras de depósito, y ya teníamos atado a Fernandito de pies y manos. Estoy casi seguro de lo que digo; apostaría las orejas, sobre todo conociendo al usurero.

-No le entiendo a usted.

-Me explicaré. Cuando esos prestamistas dan dinero en cantidades respetables a pillos como ése se resguardan con toda clase de precauciones y atan todos los cabos, de suerte que quien toma el dinero no tiene más que una obligación: pagar; ellos, en cambio, sobre todo en esas escrituras de depósito, se reservan siempre el medio de proceder criminalmente contra el acreedor. ¿Me entiende usted ahora? Pues, claro está que quien tuviera un papelito de ésos firmado por Lebriza, podría decirle: «En el momento que maltrate usted a su mujer le empapelo a usted»; porque esos pillos se las ingenian de modo que quien deja de pagarles no aparece sólo como deudor insolvente, sino que queda convertido en estafador, o comete abuso de confianza. En algún caso parecido puede que esté Lebriza. No crea usted que sería imposible amenazarle con la cárcel y hasta meterle en ella.

-Esos son sueños, don Manuel; usted lo ha dicho antes: cosa de teatro.

-Teatro, ¿eh? -repuso algo picado don Manolito. -Amigo mío, usted sabrá de tomar el pulso, pero yo soy escribano, y escribano viejo. Diga usted que esa pobre chica tuviese hermano o amante, y vería usted lo que era bueno. Como Lebriza haya pecado de ligero por tomar fondos, con un usurero como ése, hasta puede que se haya abierto la puerta de presidio.

A Perico se le quedaron estas palabras grabadas en el alma, y como antes sonrió el viejo al concebir la idea que acababa de expresar, sonrió él al escucharla formulada. Se despidió en seguida, y salió diciendo a don Manolito:

-Usted ya sabe lo que quería comunicarle; ahora aconseje usted a Plácida lo que crea oportuno.

Al bajar la escalera pensaba: -«¡Tiene gracia! He venido a que este hombre pusiese remedio al mal, y sin sospecharlo me ha dicho lo que es preciso hacer. ¡Pues lo haré!»

Don Manolito escribió aquella tarde a Plácida pidiéndole que fuese a verle, y ella obedeció sin tardanza.

En vano procuró tranquilizarla con frases cariñosas.

-No me engañe usted -decía la infeliz; - cuando usted me llama, algo muy grave pasa. Ya no puedo más; ya he determinado destetar al niño: tiene catorce meses y le voy a matar con esta leche de rabietas que le estoy dando.

Don Manolito contó a Plácida todo lo que Perico le refirió y cuanto él sabía acerca de Fernando; sus despilfarros, sus enormes gastos con Luisa, el regalo del hotel y sus compromisos con el usurero. Ella le contó lo del piano y su propósito de irse a Orejuela, donde ya estaba Susana.

-Hacéis bien en marcharos. Yo veré a tu marido; primero le hablaré al alma, será inútil, y luego, si te parece, le amenazo con la separación.

-¡No por Dios!

-Entonces, ¿te conformas con tu suerte?

Se quedó un momento pensativa frunciendo el lindo entrecejo, y de pronto exclamó:

-Se me ocurre una cosa: comprar a esa mujer.

-¿Qué quieres decir con eso?

-Llamarla, buscarla, y darle dinero para que despida a mi marido.

Don Manolito no pudo contener la risa.

-Hija, no sabes lo que dices-. Y él, que hablando con Perico incurrió en pensamientos análogos, añadió: -Ése es un recurso de comedia, y, además, ¿vas tú a dar a esa bribona el mismo dinero que no quieres que le dé tu marido.

-Crea usted que no es tan disparatado. ¿No van esas mujeres derechas a su negocio? Pues un trato; mil, dos mil, lo que sea, y que nos deje en paz. Lo intentaré.

-Vas a ponerte en ridículo.

-Lo que voy a hacer es ver si rescato a mi marido.

-Una señora como tú no puede hacer eso.

-Desengáñese usted, no hay señorío que valga: cuando las cosas nos llegan al alma, somos iguales las que llevamos buena ropa y las que venden verduras por la calle.

Una hora de discutir y razonar le costó al pobre señor convencerla de que aquello era una tontuna. Ella, sin embargo, salió de allí encariñada con su idea.

A poco de llegar a su casa, estando en el gabinete poniéndose una bata, oyó que el criado y la doncella disputaban en alta voz, de esta suerte:

(Él.)

-Lo mejor es pedir la cuenta Y largarnos sin decir ná.

(Ella.)

-¿Y si nos echan la culpa? Mejor es contárselo a la señorita.

(Él.)

-Verás la escandalera que se arma. ¡Vaya un cabayero! Esto no es señor, es un rata.

(Ella)

-En buen lío nos va a meter.

(Él.)

-Pues díselo a la señorita, y vámonos.

(Ella.)

-Ahora mismito.

La doncella, con el rostro alterado, entró al gabinete y el chico se quedó en la puerta; la primera habló así:

-Señora, éste y yo nos vamos porque aquí pasan cosas mu gordas.

Imaginando Plácida que se trataba de un disgusto entre criados, prestaba poca atención. La muchacha siguió diciendo:

-Mientras la señorita estaba fuera...

-¿Qué?

-Ha venido el señor y...

-Acaba, mujer.

-Pues me ha preguntado que dónde tenía la señorita el dinero, y yo le he dicho que no sabía.

Plácida, segura ya de que el asunto era grave, escuchó con interés.

-Bueno; luego anduvo como loco por ahí, y cuando vio que se habían llevado el piano a casa de la mamá de la señorita, se puso a echar demonios por la boca, y después... me llamó otra vez y me preguntó que dónde tenía la señorita las...

-¿Las qué?

-¡Díselo de una vez! -exclamó el criado desde la puerta.

Y como la doncella callase turbada, adelantó cuatro pasos y añadió:

-Las alhajas, señora, las alhajas. El amo se fue a la despensa donde está la caja de las herramientas, cogió un formón y... mire usted cómo ha dejado el armario del gabinete grande.

Plácida corrió a verlo. El hermoso mueble tenía casi partido por junto a la cerradura el marco del espejo, y la luna estaba rajada de alto a bajo. Había sido bárbaramente descerrajado. Plácida revolvió febrilmente los cajones, hurgó en las tablas y se quedó espantada, lívida de vergüenza y coraje, diciendo al mismo tiempo que se cubría el rostro con las manos:

-¡Por Dios, no se lo contéis a nadie!

-Se ha llevado cinco o seis estuches; unos de piel, otros de terciopelo.

Ella, buscando cosas que no encontraba, echó de menos dos ricas pulseras, un medallón con una gruesa perla, tres sortijas y un par de pendientes de brillantes. Siguió rebuscando con grandes señales de impaciencia y, por fin, dijo, disgustadísima:

-¡También se los ha llevado!

Acababa de notar que le faltaban tres botones de pechera antiguos, formados por otros tantos gruesos brillantes engarzados en plata, que fueron de su padre, y a los que profesaba particular cariño. Entonces comenzó a tirarlo y desbaratarlo todo para adquirir plena certidumbre de que no estaban allí; y luego, segura de que habían desaparecido, poseída de la mayor indignación, se dejó caer en una butaca murmurando: -«¡Qué vergüenza!, ¡qué vergüenza!, ¡qué vergüenza!» De repente se levantó como alocada hablando sola:

-Ahora sí que voy! ¡Suceda lo que suceda!

En seguida, dando a pesar de la ira espacio a la reflexión, se dijo: -«¿Cuándo? ¿A qué hora? Esas mujeres se levantarán tarde... ¿de noche? No, que estará él allí. Bueno, aunque me mate... mejor. ¿Ahora por la tarde, que estará él en el círculo? Que se queden con lo demás, no me importa; pero lo que es los botones de mi padre... vaya si me los devuelve. ¡Infames! No, ella no tiene la culpa... se lo dan y toma».

Agitada, casi convulsa, cogió un traje muy obscuro y las llaves del cuarto de su madre, bajando a vestirse al principal, temerosa de que Fernando viniese y tuvieran una escena horrible.

Después de dispuesta para salir, aún esperó largo rato calculando la hora en que su marido tenía costumbre de estar seguramente en el círculo. Por fin, salió. En la Castellana le pareció que, como si estuviese ebria, giraban en torno suyo las casas y los árboles; ofuscada por la ira, seca la garganta, y conteniendo el llanto por esfuerzo increíble de la voluntad, fue a pie hasta Recoletos y tomó un coche, del que veinte minutos después se apeaba, al final de la calle de Ferraz. Ignoraba dónde vivía Luisa, pero estaba resuelta a averiguarlo. Preguntó en una carbonería y a un mozo de cuerda que no pudieron darle razón. Por fin, en una tienda de ultramarinos, le dijo un mancebo:

-¡Ah!, sí, ya sé lo que quiere usted decir. Unas prógimas muy guapas, un hotel donde antes venían muchos señores y ahora viene mucho uno solo, alto, guapo... allí es.- Y extendiendo el brazo señaló el hotel que habitaban la Revoltosa y laRubia.

- XXI -

Miró el portero con extrañeza a Plácida, quien le pareció por las trazas verdadera señora, y sin acertar con lo que debió de hacer llamó a una criada. Plácida, procurando calmarse, espero en el jardinillo. Al presentarse la doncella le puso dos duros en la mano, diciendo:

-Hágame usted el favor de decir a su ama que hay aquí una señora que desea hablarle.

-No sé... pero, en fin, venga la señorita conmigo.

Siguiola Plácida, subieron la escalera, cubierta por una tira de alfombra, adornada por tiestos de agradable verdor, y entraron en un gabinete del primer piso ricamente amueblado.

Pasó la doncella a otras habitaciones, y Plácida, sin atreverse a sentarse, tendió en torno suyo la mirada.

Todo era lujoso, pero extravagante, recargado, escogido sin tino y dispuesto sin gracia: al lado de un mueble carísimo una silla vieja, rota y manchada; los cortinajes preciosos, los visillos sucios; haciendo juego con un magnífico reloj de bronce, dos floreros de grosera loza con monjiles ramos de trapo. En las paredes alternaban espejos biselados con marcos de dorada hojarasca y cromos de a dos reales. Un grabado representaba al Santo Ángel de la Guarda; en una serie de litografías iluminadas, del año 40, se reproducían los amores de Hernán Cortés y la india mejicana. Allí donde, al parecer, todo debiera ser sensual, había matices románticos impregnados de misticismo. En el testero principal de la estancia, bajo cristal y molduras, cenaban tranquilamente los Apóstoles, sin ver que sobre el sofá colocado por bajo del cuadro que les retrataba se hallaba tirado un par de enaguas recién planchadas y un vestido de mujer todo blanco, del que se desprendía cierto olorcillo de exuberancia juvenil. Encima de un velador se veían unos zapatos de raso negro bordados de azabache, y entre ellos una jícara ordinaria, sin asa, con restos de tinta, una pluma y varios plieguecillos de papel lujosamente timbrado con un membrete que decía: Luisa. Era el recado de escribir que usaba la pecadora.

Sobre una mesilla una petaca con iniciales de plata; Plácida la conoció en seguida: era de Fernando.

Estaba arrepentida de haber ido; ¿qué iba a decir? ¿Cómo empezar? ¿Qué pasaría? ¿La insultarían? ¡Quiá! De fijo que aquella mujer no la trataría peor que su marido... Se oyó el crujir de una falda, rechinó una puerta y apareció Luisa, a medio peinar, envuelta en una bata toda roja adornada de galones tejidos con hilillos de oro y tan corta por delante que descubría los pies calzados con medias de seda negra y pantuflas encarnadas a lo Luis XV. Venía sin corsé, y bajo la flexible tela se le movían las caderas y le temblaba el pecho. De toda su persona se desprendía aroma intenso de perfumes caros. Era hermosa, estúpidamente hermosa, sin gracia ni expresión. Parecía el triunfo de la carne consagrada al amor vicioso. Sus ojos grandes y serenos no carecían de dulzura. Plácida pensó: -«Vale más que él.»

La primera impresión que recibió la cortesana al encontrarse con aquella señora que la esperaba en pie, erguida y seria, fue de miedo, y retrocedió un paso; pero la dama sonrió tristemente, y entonces Luisa se adelantó confiada, quitó las prendas que había sobre el sofá y se sentó poniendo semblante risueño:

-Usted dirá en qué puedo servirla.- Y esperó, porque Plácida no se atrevía a desplegar los labios. Por fin, dijo tímidamente:

-¿Sabe usted quién soy? ¿Me conoce usted?

-Una vez en el teatro... sí..., es usted la mujer de Fernando.

-La señora de Lebriza.

-Vaya por el señorío.

-No vengo a insultarla a usted.

-Me lo figuro.

Callaron ambas un momento. Plácida estaba agitadísima, sin saber por dónde empezar. De improviso, Luisa se levantó, tocó un timbre con movimiento de gran señora, como había visto hacer en las comedias, y al acudir la doncella dijo:

-Si viene el señorito, que he salido; en fin, que no entre aquí de ningún modo. Cierra esas puertas y llévate esos trapos (por las ropas).- Y volviéndose hacia Plácida continuó:

-Hable usted, señora, que me vuelvo toda orejas.

Se expresaba con cierto descoco y retintín; pero fingidos; de distinto modo, estaba también turbada y encogida. Comenzó Plácida:

-Pues bien; mi esposo...

-¡Buen pez!

-Yo tenía... de mi padre. Mi esposo ha debido traerle a usted esta mañana y regalarle unas alhajas mías...

-Sí, me ha traído unas cosillas; ya decía yo que eran usadas.

-Son mías.

-Y ahora mías.

-No me importa; ya he dicho que no vengo a molestar ni ofender a usted. No se las disputo a usted; pero entre esas alhajas hay unos botones de pechera, de hombre, antiguos, de mi padre...

-¿Y qué?

-Pídame usted lo que quiera a cambio de ellos, doble de lo que valgan; deseo conservarlos.

Luisa sonrió mostrando lástima y orgullo juntamente; Plácida no pudo contener el llanto, y a sus párpados se asomaron dos lágrimas que le rodaron por las mejillas mientras repetía:

-Lo que usted quiera, el doble; eran de mi padre...

¿Fue arranque de orgullo, bondadoso impulso del alma? ¿Entrambas cosas a la vez? Luisa miró a Plácida con cierta nobleza, y levantándose se dirigió a la puerta al mismo tiempo que decía:

-Señora, yo no soy prendera, voy a dárselos a usted ahora mismo.- Y según iba andando murmuraba: -«¡Pobre mujer!»

Cuando al cabo de unos minutos volvió a la sala, Plácida estaba en la butaca con la cabeza echada hacia atrás, caídos los brazos a lo largo del cuerpo, espantablemente pálida y privada de sentido.

Le pareció tan grande aquella humillación, el rasgo de Luisa entre orgulloso y compasivo le produjo tal impresión, que rompió a llorar con fuerza, se le atravesó el hiposo sollozar en la garganta, se le fue la vista y quedó atontada, como si hubiera recibido un gran golpe en la nuca.

-Esto faltaba -exclamó Luisa al verla;- que vengan las señoras honrás a desmayarse a mi casa.

Llamó a la doncella y mandó que hicieran inmediatamente una taza de tila.

Al recobrar Plácida el sentido, estaba la criada enfriando la tisana con la cucharilla, y Luisa, alargando el estuche de tafilete antiguo y verdoso, decía:

-Guárdeselos usted, señora, y no tiene que pensar en darme nada: a mí me sobra quien me compre pedruscos.

Plácida, descolorida y temblorosa, no sabía si experimentaba vergüenza o gratitud. Miró sin rencor, casi con simpatía a la Rubia, y dijo reflejando sinceramente lo que en aquel instante sentía:

-¡Qué lástima que viva usted así!

-Pues, ¿qué quiere usted, señora? ¿Que viva como he vivido hasta los deciséis años, ganando una mala peseta, comiendo un día sí y otro no? ¿Pa qué están los hombres? ¡Anda y que lo paguen, ya que les gusta!

Plácida se puso, en pie, arreglose el velo, guardó el estuche y echó a andar. De pronto se volvió, como animada por lo que aquella mujer acababa de hacer, y le dijo:

-Usted no es mala... ¿Quiere usted hacer un trato conmigo?

-¿Cuálo?

-¿Qué puedo yo hacer en obsequio de usted a cambio de que... vamos, con tal, que despida usted a mi marido y no vuelvan ustedes a verse? ¡No por mí, por mi hijo!

-¡Ay, señora; usté está mala! ¿Si creerá usté que soy yo la que le come la guita? ¡Tié gracia! La que cuesta caro no soy yo. Son las cuatro sotas, señora. ¿Usté cree que too lo que hay aquí me lo ha dao él? Estamos juntos, ¿qué sé yo?, porque es muy chulo y le tengo ley. En fin, que se le quiten a usted esas cosas de la cabeza.- Dicho lo cual, haciendo un saludo lo más severo y digno que pudo y supo, se metió por una puerta del pasillo dejando a Plácida con la palabra en la boca.

Plácida salió. El aire fresco del jardinito le hizo mucho bien. Se detuvo un instante asombrada de su propilo atrevimiento y, en seguida, apretando nerviosamente con la mano dentro del bolsillo el estuche tantas veces tocado por su padre, echó a andar, sintió crujir la arena bajo sus pies y traspuso la verja.

Luisa y la Revoltosa, que atraída por la curiosidad se levantó medio en camisa, la vieron alejarse ocultas tras las tablillas de una persiana, hablando de este modo:

-¿Sabes, chica, lo que te digo? -comenzó Luisa-. Que son los hombres muy sucios y muy poco cabayeros. Pa ellos a cualquier hora están tocando a portarse mal.

-Anda y no te quejes, que de esas charranadas vivimos.

-Y la pobre mujer es guapa.

-Guapa, no; muy señora es lo que parece.

- XXII -

Quedó Luisa satisfecha de sí misma, y armó a su amante una marimorena tremenda por haber dado margen a que hiciera su mujer lo que hizo, diciendo en su lenguaje chulesco y libre verdades como puños, de que él a tener delicadeza se hubiese avergonzado. Sus últimas palabras fueron éstas:

-Oye, conmigo te gastas el dinero, ¿estás?; pero no me vuelvas a traer cosas que no sean tuyas, ni me metas en líos. Si tu mujer hubiá sido de otra pasta, hoy nos arrancamos el moño. Gracias a que ella debe de ser muy señora... y yo también.

Quien pagó las resultas de los improperios e insultos con que la Rubia obsequió a Fernando fue la desgraciada Plácida. Entre marido y mujer ocurrió después una escena tristísima.

Habían pasado dos días y era la una de la madrugada. Plácida, después de haber estado llorando toda la noche, con la cabeza ardorosa por la índole de los pensamientos que la trabajaban y el estómago débil de no haber querido comer, se sentó ante una mesilla y, comenzó a escribir a su madre. La lámpara iluminaba su rostro enflaquecido y marchito. Tenía los párpados rojos a fuerza de enjugarse el llanto, y el peinado en completo desorden. En la delantera del vestido le colgaba una tira de encaje completamente rasgada. De cuando en cuando, sin soltar la pluma, se frotaba los ojos con el revés de la mano; otras veces se quedaba pensativa mordiendo el mango de la pluma, dudosa de expresar bien lo que sentía.

La carta que escribió decía así:

«Madrid, 15 de Julio de 188...

»Querida mamá: Arréglalo todo pronto y avísame. No puedo más. ¡Qué día, madre, qué día! Por fin me ha pegado, y ya le tengo miedo. En mi breve carta de ayer te conté la ligereza, tontería, imprudencia (llámala como quieras), que cometí yendo a ver a esa mujer, y la humillación que pasé. De lo que no te puedes formar idea es de lo que aquí sucedió luego, es decir, esta mañana, porque ayer no vino a dormir a casa.

»Estaba yo peinándome y el niño dormido en el sofá chico sobre unos almohadones, cuando entró él hecho un león. No hay carretero que eche por la boca las cosas que me dijo. Ya sabes cómo habla. Le dije que no me importaba lo de las alhajas y que estaba arrepentida, pero que por los botones de papá no me había podido contener. Me dijo que lo había puesto en ridículo, que se habían reído de él; en fin, furioso; y, lo de siempre, repitió que no habíamos de mandar más que él. Luego me llamó pava, estúpida, y dijo que si se iba con otras era porque valían más que yo. ¿Querrás creer que por haberme quedado así de criar al niño me dijo que parecía una cabra? Figúrate qué me importa tener el pecho bonito o feo. Le rogué que se fuera y me dejase en paz. Entonces se descompuso por completo, me llamó bribona y dijo que no era él quien se marcharía de casa, sino yo, y que si seguía metiéndome en lo que él hacia, se quedaría con el niño y me echaría de aquí. Mira, madre, creí que me volvía loca y le dije horrores. Yo me estaba peinando; se vino hacia mí, me agarró por el pelo y me dio un tirón espantoso. Yo me levanté acobardada para coger al niño y encerrarme en la alcoba; él gritaba: «¡Te voy a cortar la cara! No pude más, y le dije que nos separaríamos. ¡Pues no te llevarás el chico!, gritó, y me agarró por un hombro y me sacudió y me tiró contra el sofá donde estaba el niño. Caí materialmente sentada sobre el angelito y no sé cómo no lo aplasté. Gracias a que pude agarrarme al ángulo de la chimenea y paré algo el golpe, pero caí en falso y tengo en la espalda un dolor muy grande. Luego se marchó amenazándome.

»La tarde ha sido, si cabe, peor que la mañana. Ha estado Pepa; lo que ha ocurrido entre nosotras no es para escrito. No basta que sufra lo que estoy sufriendo. Aún hay más; pero ya te lo contaré despacio. Pepa me ha dicho lo peor que se puede decir a una mujer. Al anochecer vino Perico; pero después de lo que me había dicho Pepa, no quise recibirle. Sentiré con toda mi alma que se ofenda, pero no debo verle. Ya te lo explicaré todo. No puedo sufrir más. Tú, madre de mi alma, tú que me has casado, tú que tienes la culpa de cuanto pasa, ayúdame a salir de esta situación. Si no tuviera hijo sería capaz de tirarme por un balcón. Don Manolito dice que si me decido a separarme él lo arreglará todo. Hay ratos en que pienso que esto sería lo mejor, pero nunca tendré valor para ello. ¿Qué es una mujer separada de su marido? ¿Qué respeto merece? ¿Cómo puede decirse a todo el mundo la causa de la separación? Sobre todo, ¿qué le diré a mi hijo el día de mañana? ¿Que su padre fue un malvado de quien tuve que alejarme? ¿Y le dejaré creer que fui yo la culpable? ¿Qué le daré, mal padre, o mala madre? Si hay Dios y es justo, ¿por qué soy yo tan desgraciada? Pasado mañana me voy contigo. Aunque no estén listos los cuartos, no importa. Aquí tengo miedo a muchas cosas. Iré por el tren de la mañana. Mamá, por Dios, piensa en que tú me casaste; ayúdame ahora. Adiós. Tu desgraciada hija,

PLÁCIDA.

»No dejes de mandar el coche a la estación. El niño, monísimo.»

- XXIII -

Desde la noche del Real, y aun más desde la torpe intentona de Luis para obtener el amor de Plácida, las relaciones de ésta con Pepa se habían enfriado mucho. Plácida no le pagaba una sola visita y la recibía con estudiada sequedad, a pesar de lo cual, ella seguía yendo a verla de cuando en cuando, no por amistad, sino deseosa de mortificarla, como ávida de obligarla a un rompimiento que le ocasionase un disgusto con su marido, y, sobre todo, esperanzada siempre en verla pecar y caer; su virtud y resignación le parecían un insulto.

Tal era el estado de su ánimo cuando tuvo motivo para sospechar que un hombre había puesto en Plácida los ojos. El amigo con quien Perico habló en el círculo para que inquiriese la situación en que Fernando se encontraba, cometió la imprudencia de averiguar con poca cautela lo que deseaba saber, preguntó a muchos, se expresó con sobrada claridad, circuló la noticia, y de lenguas en oídos llegó hasta Luis. Saberlo éste y hacer conversación de ello con su hermana, todo fue uno.

-Pues no te quepa duda -le respondió Pepa. -Cuando el médico anda en ello, por algo será. Y ahora recuerdo yo con qué confianza se saludaron en el teatro, y luego él no subió al palco... ¡Claro, como estaba yo allí! ¿No te decía yo que ya caería? ¡Sabe Dios! ¡No, y yo también lo he de saber!

Aquella misma tarde fue Pepa a ver a Plácida, hallándola abatida y llorosa por estar reciente la escena que acababa de tener con su marido. La visita fue brevísima, y de ella se originaron algunas de las más amargas frases que Plácida escribió a su madre.

Cuando Pepa observó lo enrojecidos que su amiga tenía los párpados, le dijo con fingida compasión:

-Chiquita de mi alma, otro disgustillo ¿eh? Pues hija, no llore usted tanto, que nos ponemos feas y luego no encuentra una un hombre para un remedio.

-Si creerá usted que me importan algo los hombres ni quedarme fea. Nunca he presumido de bonita, y ahora ¡figúrese usted! Lloro por mi hijo, no por mi cara.

-Sí, eso es lo más triste...; los chicos son los que pagan. Y una misma, señor, porque la vuelven a una loca y la ponen en disposición de hacer cualquier barbaridad. ¡Gracias a que es usted una santa!

Plácida callaba; Pepa prosiguió:

-Algunas veces los maridos parecen brutos, y son memos. Figúrese usted, ¿con qué derecho se quejaría ese hombre de que el mejor día hiciese usted una locura?

Plácida se apartó el pañuelo del rostro y repuso severamente, mirándola de hito en hito con grandisímo enojo:

-No sabe usted lo que se dice. Cree usted que soy yo mujer capaz...

Pepa contestó riéndose:

-Ay, nenita, en ciertas ocasiones todas somos iguales.

-¡Yo no!

-Usted, si la humillan y la pisan... y por otro lado hay quien la solicite y la mime, hará lo que las demás. ¡Así que está una a nuestra edad para que la desprecien! Eso de resignarse es muy poético; pero tiene sus límites, hasta que una se harta y se venga. Cuanto más sufra usted ahora, peor. ¿Piensa usted que podrá pasarse así toda la vida?

-¡Siempre! -la interrumpió Plácida con gran energía.

-Al tiempo. Su marido de usted es un loco de atar... y está arriesgando mucho. Y nosotras, cuando se nos acaba la paciencia... Ya iremos viendo.

Plácida, rebosándole la indignación en los labios, sin disimular la repugnancia que aquellas palabras le causaban, dijo con el desenfado propio de la mujer honrada y ofendida:

-Si es usted amiga mía, le ruego que hablemos de otra cosa. A nadie reconozco el derecho de hablarme así.- Dicho lo cual se puso en pie, como dando por terminada la visita. Pepa se levantó también de la butaca que ocupaba aparentando sonreír compasivamente, pero en realidad muy mortificada, diciendo:

-Quiere decir que se enfada usted y poco menos que me echa.

-No, señora, yo no soy grosera con nadie; deseo que se respete mi situación y que no se me diga lo que, sólo pensado, me ofende.

-Ya es tarde, hijita -replicó Pepa arreglándose con gran calma los lazos del sombrero frente de un espejo. -Me hace usted un desaire, porque no soy hipócrita y hablo claro; bueno, pues me voy. Hace usted mal. Las mujeres somos débiles y debemos ayudarnos.

-¿Y qué ayuda supone usted que puedo necesitar?

-Vaya, vaya, Placidita, menos soberbia; que yo también tengo la lengua libre. ¿Cree usted que soy tonta? Sin echarla de virtud salvaje, sé tanto como usted.

Plácida escuchaba atónita. En el modo con que aquella mujer se expresaba había una segunda intención que no podía ser más ofensiva: cada frase era una reticencia.

-Basta, señora -dijo por fin; -suplico a usted que no me injurie; usted no puede saber nada que me saque los colores a la cara.

Entonces Pepa acentuó la risita falsa, y dirigiéndose hacia la puerta, lanzó a cara descubierta la ofensa que estaba premeditando:

-Efectivamente... hoy no sé nada. Es decir -añadió mirando con descaro a la atribulada Plácida, -algo sé... Sé que yo no ando bien, de salud y puedo verme precisada a llamar a un médico...; ¡tendría gracia que llamase al doctor Mora, y un día... por casualidad... casualmente... ¿eh?, viniera usted a verme y se encontrasen ustedes allí!... ¡Cómo lo sentirían ustedes!

Plácida se cubrió el rostro avergonzada, como si fuese culpable, y luego, con mayor amargura que indignación, exclamó:

-¡Qué infamia!

Vuelta pronto de su estupor alzó la cabeza para decir algo más; pero Pepa salía ya lentamente por el pasillo sonriendo muy satisfecha.

A esta visita, y a lo ocurrido en ella, se refería Plácida en la carta que escribió a su madre.

- XXIV -

Estaba la mañana fresca y apacible. Los álamos del huerto se movían blandamente, y confundido con el monótono son del roce de su ramaje se oía el canto de los pájaros. Una bandada de palomas revoloteaba en torno de la casa, y cuando el aire arreciaba un poco se percibía el rumor que, al doblegarse, producían los cañaverales cercanos al río. Susana, seguida de la doncella y recién terminado el almuerzo, salió al jardín con una canastilla de la que desbordaban dos o tres madejas de lanas de colores y unos largos ganchos de madera necesarios para la labor que traía entre manos. Pasó un rato mirando a un criado lugareño que con un escardillo iba limpiando el suelo de yerbas malas, y luego dijo a la doncella:

-Ponme la silla de tijera junto al emparrado del pozo.

Sonó a lo lejos el silbido de una locomotora, y un minuto después pasó el tren despidiendo humo por entre unos cerros que desde allí se veían.

-Ahí está el correo, muchacho. Salte a la carretera a ver si hay carta.

El mozo, soltando espuerta y herramienta, salió al camino.

Susana, en vez de quedarse haciendo labor, le aguardó impaciente paseándose al sol. Fue a ver las colmenas arrimadas al muro del huerto, inspeccionó un manzano que empezaba a madurar, y del gallinero de la corraliza sacó tres huevos recién puestos. Cuando volvió junto al brocal del pozo donde tenía colocada la silla, vio a lo lejos venir al mozo agitando un papel en la mano.

-Carta tenemos -dijo a la criada.

Llegó el muchacho, se la dio, rasgó ella tranquilamente el sobre, empezó a leer, y de repente, poniéndose muy pálida, entró en la planta baja de la casa, donde, sentada en una butaca del comedor y procurando calmarse, leyó despacio la carta de Plácida.

La impresión que recibió fue horrible. Lo estaba viendo y no podía creerlo. ¡Decirle su hija que ella tenía la culpa! ¿Acaso era niña al pretenderla Fernando? ¡Veintiún años! ¡Ya podía saber lo que se hacía! Si hubo engaño, ambas fueron burladas. ¡Todos nos engañarnos! ¿No había ella creído en el amor de Fulánez? Así argüía el enojo; mas luego la conciencia se irguió en su pensamiento justiciera y terrible. Hasta en los sesos parecía resonarle una voz implacable que decía: -«¡Sí, la culpa es tuya; tú la casaste por quedar libre para verte con él! ¡Acuérdate! Tú precipitaste la boda. Haz memoria de la alegría que sentiste el día que te quedaste sola creyéndote dueña y señora de emplear en él todas las horas del día.»

La conmoción cerebral fue espantosa. La flaquearon las piernas, se le puso roja la cara, se le anubló la vista y comenzaron a zumbarle los oídos, como si todas las abejas del colmenar y todos los insectos del campo chirriasen junto a sus orejas. Se empeñó en andar, y fue peor. Salió al huerto estrujando la carta entre las manos. De cuando en cuando la desarrugaba y releía fijándose en las frases de reproche que el dolor arrancó a Plácida, tratando de adivinar en toda su extensión la infamia que Pepa fue capaz de inventar o repetir..., ¿Por qué se negaría luego a recibir a Perico? ¿Qué relación existiría entre ambas cosas?... Y sin cuidarse del recio sol del medio día, que le daba de lleno en el cráneo, anduvo fuera de sí largo rato, paseando del huerto al jardín, del patio al zaguán, hasta dejarse caer rendida sobre una gran piedra de molino que, colocada en el centro de un cenador, servía de rústico asiento. Por los vanos del enrejado, que a modo de celosía formaba el cañizo del cenador, venían los ardientes rayos del sol a darle en la cabeza. Tuvo que levantarse; se abrasaba, y el zumbido de oídos le era cada instante más molesto. En las sienes sentía el golpetear de un martilleo incesante, y comenzó a decir entre dientes: -«Como la otra vez, como la otra vez.»- Experimentaba exactamente los mismos síntomas que en la calle Mayor el día de la escena con Fulánez; pero todos más intensos y amenazadores. Del susto le entró un temblor frío, análogo al que precede a las fiebres intermitentes, y medrosa de quedar allí sin socorro, anduvo, primero asida al varillaje del cenador, y después agarrándose de tronco en tronco, de arbusto en arbusto, deseando llegar hasta la casa. No podía gritar. -«¡Me ahogo!» -decía con la lengua estropajosa y la garganta seca. -«¡Muchachas!» -Junto al brocal del pozo se desplomó como fardo abandonado de golpe. Al caer chocó contra un enorme cubo que allí había, causándose una tremenda contusión en la cabeza que acabó de atontarla. Tendida en el suelo la encontró la doncella al cabo de un cuarto de hora. Parecía muerta. A duras penas, porque pesaba mucho, el jardinero la llevó en brazos hasta su cuarto, y la doncella, ayudada de otra chica, la acostó en seguida. Todos los mozos y criados entraron a verla movidos de fría curiosidad campesina.

-Está mu peor -decía uno.

-Ponela una yave en el cogote.

-¡Las lía! -exclamó otro.

Entre la servidumbre hubo divergencia de opiniones. La cocinera y el jardinero querían que se llamase al médico de Orejuela; la doncella les asustó, de intento, diciéndoles que como la habían hallado tendida en el jardín y al caer se había herido, quizá, con el médico, viniera el juez y les tomara declaración, con lo cual, pudiendo más en su ánimo el temor que la urgencia del remedio, diéronse por convencidos, y la doncella, acordándose de las instrucciones que recibió de Plácida la vez pasada que estuvo allí Susana, mandó al criado a la estación con encargo de dirigir dos partes telegráficos: uno a Plácida y otro a Perico. Entretanto, no supo qué hacer ni se le ocurrió más. La señora no volvía en sí.

A Perico le entregaron sus criados el telegrama a última hora de la misma tarde, cuando volvió a su casa para comer. Plácida, que salió después de comer a varias compras, recibió el suyo a las nueve y media de la noche, no siéndole posible aprovechar el último tren que era el de las ocho y cuarenta. Perico midió el tiempo, comió precipitadamente, se mudó de traje y bajó a la estación de Atocha, imaginando que Plácida habría recibido igual aviso y estaría allí, tal vez con su marido, dada la gravedad del caso. No la encontró, como esperaba; supuso que habría tal vez marchado por la tarde y partió solo, apeándose del tren en Orejuela al cabo de dos aburridísimas horas.

Enviado por la doncella, le aguardaba en la estación el criado más listo que había en la casa; el cual, conociéndole merced a las señas que su compañera le dio, se le acercó preguntándole:

-¿Es usted el señor médico de Madriz, que viene pa doña Susana?

-Yo soy. ¿Qué tiene?

-Mu mal, mu mal. Así como un golpe de alferecía, y se ha quedao medio perlática, y tan amodorrá, que ni oye, ni ve, ni entiende.

-¿Ha venido la señorita Plácida?

-Nosotros estábamos en que vendría ahora; se la ha avisao al mesmo tiempo que a usted. Pues si no viene por el aire, como las brujas, me paece que no halla con vida a la señora: ¡usted no sabe qué patatús que le ha dao!

Perico comprendió que se trataba de un nuevo ataque cerebral. Montaron caballero y mozo en el carricoche que el segundo traía aparejado y castigaron duramente al caballejo.

Era noche cerrada. La luna llena y rojiza surgía como ensangrentada tras la depresión de unos montículos que ponían término al horizonte; el aire se arrastraba manso y perezoso por los trigales tendidos a uno y otro lado del camino; ocultas entre los surcos producían las incansables cigarras sus chirridos. La augusta tranquilidad del campo infundía calma al espíritu. Los matorrales exhalaban intenso y penetrante aroma de flores silvestres, y al través de las medrosas umbrías se tamizaba el claror de la luna penetrando hasta lo más intrincado y vicioso del ramaje. A lo lejos se oía, debilitado por momentos, el traqueteo del tren que se alejaba, y a intervalos lanzaba un sapo la nota seca y metálica de su voz monótona.

En menos de media hora llegó el carricoche a la casa. La doncella, que esperaba con un velón en el zaguán, guió a Perico hasta la alcoba, refiriéndole sin pararse lo poco que sabía acerca de lo ocurrido.

-Sí, señor; almorzó bien, bajó al huerto, llegó el chico con la carta, y no sé más; luego la encontramos tirada como una saca de paja junto al pozo.

Entró Perico a la alcoba, se aproximó a la cama, y después de examinar rápidamente a Susana, con la seguridad de que no podía entenderle, se volvió hacia la doncella diciendo:

-Es cosa perdida; cuestión de horas. ¿A qué hora fue todo eso?

-Al mediodía.

-¿Han avisado ustedes a la señorita?

-Al mismo tiempo que a usted; me lo tenía encargado desde la otra vez que estuvo aquí la señora.

-Habrá perdido el tren.

-Pues ya no puede venir hasta las seis de la mañana.

Perico puso a Susana unos sinapismos y, sin esperar a que se llamase al barbero del pueblo, la sangró, lo cual pudo hacer gracias a la precaución de haber cogido la bolsa de instrumentos al salir de Madrid; pero se convenció en seguida de que ambos remedios eran estériles, tanto por lo tardíos, cuanto por la violencia del ataque. Después médico y criados pasaron la noche en vela. Él sacó del bolsillo dos periódicos de la tarde, que había comprado en la estación de Madrid, y se sentó a leer en la habitación contigua a la alcoba. De rato en rato se levantaba para ver a Susana. Todo era inútil. No había nada que hacer, sino esperar a la muerte.

La pobre señora deliró un momento; mas se calmó en seguida, volviendo a la pasada postración. Los labios se le quedaron espantosamente torcidos y todo el rostro demudado. La doncella se tumbó en un sofá a descabezar el sueño, y Perico empezó a pasear por las habitaciones profundamente preocupado, diciéndose: «El ataque le ha dado después de recibir la carta... la carta... tiene que ser cosa muy grave; algo referente a Plácida. ¿Qué podrá ser? ¿Qué habrá hecho aquel animal? Esto no puede acabar bien.»

La doncella se quedó dormida; Perico salió sin hacer ruido, buscó al jardinero y le pidió que le mostrase el sitio donde habían encontrado desmayada a la señora. Obedeció el lugareño, y el médico, a la luz de la luna, examinó con cuidado el suelo junto al pozo, en el paseíto del huerto hasta la entrada de la casa, en los alrededores del cenador: no encontró nada. Volvió al cuarto. En un rincón, tiradas sobre una butaca, estaban las ropas de Susana... ¿Se habría quedado la carta en algún bolsillo? ¿Qué diría aquel papel maldito? Fernando era capaz de cualquier barbaridad. Curiosidad... no, no era mera curiosidad, sino interés vivísimo.

En una de las veces que se aproximó a Susana, miró atentamente en torno de la cama: no había nada. Ya salía de la alcoba cuando a los pies de la cama, casi debajo de un armario ropero, vio dos papeles, uno mayor que otro y ambos arrugados: eran la carta y el sobre. Sin duda ella los guardó en el pecho, o los conservó estrujándolos en la mano al acometerle el accidente, y luego se le cayeron cuando la desnudaron. Perico los cogió con ansia, echó una ojeada hacia donde estaba la doncella, y no atreviéndose a leer allí se bajó al portalón de ingreso. El farolón, que pendía de una viga del techo, estaba agonizando. Por los rincones había arreos de mulas y aperos de labranza. Empujó la puerta y salió al camino. A la incierta y blanquecina luz del alba, trémulo de ira, leyó la carta. Era la segunda vez que veía letra de ella; la primera fue cuando le escribió dándole gracias por la pulsera. ¡Pobre Plácida! Hubo momentos en que rugió de cólera al fingírsela, con los abultadores ojos de la imaginación, infamemente maltratada. De improviso, su rostro varió de expresión, los labios se le entreabrieron con una sonrisa de orgullo nobilísimo y sus ojos se detuvieron a releer algunas frases, deleitándose en ellas:... «vino Perico, pero después de lo que me había dicho Pepa no quise recibirle. Sentiré con toda mi alma que se ofenda, pero no debo verle... Ya te lo explicaré todo...» Se quedó absorto, como pasmado. Era indudable que Plácida sabía a ciencia cierta que él la amaba. Sus propósitos de virtud estaban mezclados de alarma. No quería verle y le tenía miedo... Y aquella Pepa, ¿de qué hablaría con ella? Lo cierto era que iban a verse, pronto, allí mismo... Dobló la carta, guardola cuidadosamente y tornó a subir. La doncella seguía dormida. Susana, sin darse cuenta de ello, sufría ahogos crueles; la respiración comenzaba a ser estertorosa. A las cinco de la mañana, cuando ya el sol desparramaba su luz sobre los campos dorando los trigales y reverberando en las aguas del río y los vidrios del caserío lejano, la pobre señora lanzó tres o cuatro quejidos, se le dobló hacia un lado la cabeza cayendo fuera de la almohada, y quedó muerta.

- XXV -

Conjeturando Plácida que la doncella de su madre habría también avisado al doctor Mora, envió recado a casa de éste para salir de dudas, y la respuesta que dieron los criados confirmó su sospecha, tranquilizándola relativamente porque Perico debía estar ya a la cabecera de la enferma. En cambio, al pronto le desagradó sobremanera la idea de encontrársele en el pueblo y la necesidad de celebrar entrevistas con él; acaso tendrían que dormir bajo el mismo techo, o velar juntos largas horas...

Hubo un momento en que estuvo a punto de no moverse de Madrid. Pero, ¿y su madre? Además, ¿no estaba ella segura de sí misma? ¿Qué le podía importar verse obligada a hablar con él? Perico, tan noble, tan decente... ¡No!, a nada se atrevería; si las palabras de amor se le venían a los labios, se las tragaría... como ella sofocaba los pensamientos tentadores.

Después pasó toda la noche manoseando y releyendo el telegrama. Por fortuna, Fernando, que acaso le hubiese prohibido ir a Orejuela, no fue a dormir a casa.

A las cuatro de la mañana se vistió Plácida, y no estimando prudente separarse del niño, determinó llevarlo consigo. Mucho antes de que saliese el primer tren llegó a la estación de Atocha con el pequeñín y la doncella.

En Orejuela estaba esperándola con el carricoche el mismo criado que horas antes recibió a Perico, y por la cara compungida que puso el mozo al apearse del vagón su señorita, pudo ésta comprender que algo muy grave ocurría; ella, que tenía por segura la repetición del pasado ataque cerebral, le preguntó:

-¿Qué tiene? ¿Es cosa de la cabeza?

-Ahí está el señor médico desde anoche; se le avisó al mesmo tiempo que a usted. Hasta la ha sangrao; pero no ha servido de ná.

-¡Dime la verdad!

El criado calló y se puso a dar vueltas al ancho sombrero de pana entre las manos.

-¡Muerta! -gritó Plácida.

-Salú pa encomendarla a Dios -repuso el mozo sin levantar la vista del suelo.

Plácida no desplegó los labios. Salió del andén, acomodó a la doncella y al niño en el vehículo, montó también, y arreó el hombre a la bestia.

Durante todo el camino el sol bajo les fue dando de frente. Ella no pensaba más que en su madre; ya no se le volvió a ocurrir la idea de que iba a encontrarse forzosamente sola con Perico. Por fin llegaron. Al apearse la doncella, que llevaba en brazos al niño, vio éste unas gallinas que andaban picoteando el suelo y extendió hacia ellas las manitas.

En la puerta del caserón estaba Perico; Plácida echó pie a tierra sin esperar a que le diese la mano para bajar, y sin preguntarle nada se dirigió al arranque de la escalera. Él, cerrándole el paso, dijo tristemente:

-No subas.

-¡Déjame!

-¿Para qué? -No seas loca... Ten valor.

Entonces, sintiéndose desfallecer, se apoyó en una jamba de la puerta; Perico, al verla vacilante, avanzó a sostenerla, y ella, con la despreocupación propia de las grandes tristezas de la vida, se abrazó a él, y reclinando en su pecho la cabeza rompió a llorar silenciosamente. Sus lágrimas le cayeron sobre las manos y, al través de las ropas, percibió el calor del pecho de Plácida; mas sólo experimentó ternura, piedad dulcísima, algo inefable que le acarició el alma sin pasar por los sentidos. La sostuvo cariñoso sin oprimirla amante.

Los criados y gañanes les rodeaban mudos. El niño prorrumpió en gritos de alegría viendo el caballo que, ya desenganchado, se iba solo hacia la cuadra. Luego Plácida, desprendiéndose de los brazos del médico, se obstinó en subir. Rogó, suplicó, mostró enojo, y hubo que dejarla.

Arrodillada junto al lecho, permaneció largo rato llorando hilo a hilo, sin que Perico tratase de arrancarla de allí, hasta que entre ruegos y tirones la sacó de la alcoba, temeroso de que se le acrecentase la angustia.

En el comedor acordaron lo necesario en tan amargo trance. Ella indicó la idea de trasladar a Madrid el cadáver, pero no había medio de embalsamarlo y hubo de resignarse a que fuese enterrado en Orejuela. Quiso velar toda la noche junto al lecho mortuorio y él se opuso inventando pre textos y mentiras por ahorrarle aquellas horas de pesadumbre.

-No puede ser, eso es absurdo -decía; -hace muchas horas que está muerta. No puedo consentir que estés ahí... Esta tarde, a la puesta del sol, en el cementerio del pueblo: no hay otro remedio.

Tras un rato de porfía cedió Plácida.

-Otra cosa -añadió él. -Avisa inmediatamente a tu marido. Estando yo aquí... digo... me parece.

A ella le salieron los colores al rostro, miró a Perico sonriendo de un modo extraño y repuso turbada:

-Sí, sí, en seguida, ponle tú un telegrama; pero, ¡quiá!... ¿Si le conoceré yo?: no viene.- Después de una breve pausa agregó: -Si no, márchate tú.

-¿Y lo de esta tarde? (aludiendo al entierro). Yo no te dejo sola.

-Pues yo no salgo de aquí hasta que esté todo terminado.

-¿Y qué hacemos?

-Avísale, avísale, y luego, él hará lo que estime oportuno.

Los recelos que sentían, su temor al juicio de las gentes les molestaban mucho. Cada uno calculó lo que el otro discurría, penetrándose ambos perfectamente de lo anómalo de la situación. Estaban solos, sin más testigos que los criados; veían clara la posibilidad de ser calumniados con circunstancias que hiciesen verosímil y creíble toda infamia. El miedo les aguzaba la malicia. Quedáronse un momento mirándose francamente, cara a cara, hasta que Plácida, dando por sabido todo aquello que sin decírselo pensaban, exclamó:

-¿Y qué? ¡No me importa! Esta tarde... lo más tarde que se pueda... vas tú; yo no tengo valor. (Al hablar de nuevo del entierro rompió otra vez a llorar.) -Bueno se acaba todo; a las nueve al tren. Yo no paso aquí la noche.

-De ninguna manera.

-Y al llegar a Madrid, me acompañas hasta mi misma casa.

Al medio día se llenó la casa de gentes vecinas. Acudieron palurdos con la vara metida en la faja por la espalda, lugareños de lenguaje tosco que decían todo género de dislates, mujeres de tez cobriza curtida por la intemperie, con pañuelos de florones al talle y burdos zapatones que asomaban bajo los refajos amarillos; y una turba de chicos harapientos que en pernetas, con los mocos colgando y riéndose alegremente, venían dando saltos y brincos por las enlodadas cunetas del camino. También llegaron el alcalde de Orejuela con bastón de borlas, el boticario, el cura, un posadero que tenía en arrendamiento tierras de Susana y un hombre joven mejor vestido que los demás, que era el médico del partido, deseoso de conocer al doctor Mora, cuyo nombre había cien veces leído en los periódicos.

El cura venía algo amoscado, porque no le llamaron con tiempo para administrar a la difunta; pero Perico le amansó fácilmente diciéndole primero que el ataque fue fulminante, y después esperanzándole con la promesa de muchas misas; así que el clérigo, depuesto el enojo, se subió a rezar a la alcoba.

Luego, entre ambos médicos, lo dispusieron todo. Al cabo de una hora, vino del pueblo un mocetón guiando un pollino que, atravesado sobre la albarda, traía un ataúd de pino recubierto de percalina negra y ribeteado con cintas amarillas que formaban una cruz sobre la tapa. No lo había en Orejuela más lujoso.

Plácida no probó bocado. Al niño le dieron leche de cabra que bebió con delicia. A Perico se le quiso llevar el médico para agasajarle en su casa, pero él no lo consintió.

A las seis de la tarde, Plácida, que aborreciendo la casa se bajó al huerto con el niño, observó que cuantas personas la rodeaban se iban alejando con diversos pretextos, y presumiendo el motivo cogió en brazos al pequeñín y se precipitó hacia el zaguán.

El humilde cortejo, más triste cuanto más abigarrado, había salido del portón y llevaba andados unos cuantos metros de carretera. Delante marchaba una docena de chiquillos con velas que les habían repartido y a las que iban arrancando las escurriduras de la cera. Dos guardas, un mozo del lugar y el hortelano llevaban a hombros el féretro. Seguían el alcalde, que procuraba caminar con un paso de delantera, el cura, el médico del pueblo y Perico; y tras ellos, en confuso tropel, la gente comarcana formando multicolor conjunto de chaquetas pardas, refajos de matices chillones, mangas blancas de camisa, pañuelos de yerbas, sombreros de pana y moños de picaporte. Algunas viejas rezaban, otras refunfuñaban, los zagalones miraban a las mozas, los hombres más entrados en años iban inspeccionando con codiciosa mirada el estado del campo, y todos con su ligero andar alzaban una nube de polvo que el sol poniente iluminaba. Al paso de la comitiva los cerdos se ahuyentaban gruñendo, los arrieros detenían a las bestias y los trajinantes paraban a un lado las carretas. A lo lejos se oía el pausado y lento doblar de las campanas de Orejuela.

Desviáronse luego del camino y por una senda abierta entre una era y unos rastrojos quemados llegaron al pobre cementerio. Tras sus terrosas tapias se erguía un solo ciprés, negruzco, alto y endeble, cuyo vértice se movía mecido por el airecillo de la tarde. Los rayos del sol, próximo al horizonte, parecían arrastrarse por los surcos tendiendo a larga distancia las sombras de cosas y personas, y la esquila de la capilla sonaba a rajada.

Al penetrar en el recinto de la tierra del sueño eterno, todos se descubrieron, y los chicos, movidos de curiosidad, apretaron a correr para tornar puesto a los lados de la fosa. Se abrió la caja, cantó el cura un responso, y el hortelano, cerrando el ataúd, entregó la llave a Perico, quien no se movió de allí hasta que los enterradores rellenaron la hoya igualándola con el nivel del piso.

Cesó la campana de tocar, a punto que se ocultaba el sol, y chicos y grandes echaron a la desbandada cuesta abajo; los grandes riendo, pasada ya la fugitiva impresión de la muerte, y los chicos jugando a pedrada limpia por la extensión del llano.

Plácida, que se subió con el niño al piso segundo de la casa, permaneció asomada a un ventanón, mirando desde allí tristemente cuanto le permitieron la distancia y las lágrimas. A poco de dispersarse la comitiva, vio venir a Perico por la carretera con el médico, el cura y el alcalde; luego se separaron y avanzó solo, mientras ella, abrazando al niño, se quedaba pensativa...

¡Cuán loca y caprichosamente suceden las cosas de la vida! ¿Quién le había de decir años atrás que aquel hombre enterraría a su madre? ¿Con qué y cómo le pagaría lo que estaba haciendo? Pero harto sabía que no necesitaba pagárselo; la medrosidad con que él le hablaba, la expresión de sus ojos se lo decían claramente. No había cruzado una palabra ambigua, una frase de doble sentido, y sin embargo, ambos sabían todo, absolutamente todo lo que pensaban y sentían. Y lo que ella experimentaba no era gratitud, sino algo más grande y poderoso, más avasallador del ánimo, pero inconfesable: un sentimiento que jamás saldría en palabras de sus labios... ¡Qué felices podían haber sido! ¡Ciegos, ciegos y tontos; que habían vivido casi juntos sin conocerse!... De improviso volvía su pensamiento hacia la muerte. ¡Pobre madre! ¡Cuántos recuerdos! Y ahora... cuatro tablas, ella inmóvil, inanimada, fría, encima mucha tierra, y la noche eterna! ¿Habría otra vida? Los seres que aquí se han querido, ¿volverán a encontrarse en un mundo mejor, o será el alma como estela que se borra y sonido que se extingue?... ¡Cuán necio es pretender adivinar lo incognoscible que está al otro lado de la muerte!

Perico se acercaba andando de prisa por la carretera. Plácida lloró a un tiempo mismo y sin consuelo la madre muerta y el amor imposible.

En vano fue el criado a la llegada de todos los trenes; de ninguno se apeó Fernando. Cada vez que ella veía volver al mozo con el carricoche de vacío, exclamaba:

-¡Ya lo sabia yo!

Plácida y Perico comieron juntos, o mejor dicho, se sentaron a la misma mesa porque ella no quiso tomar nada. Después se levantó con pretexto de evitar que la doncella tuviese al niño en el jardín. Quería estar sola, pero la imagen de Pedro iba inseparable de sus ojos; parecía que le llevaba dentro de ellos: cerraba los párpados y seguía viéndole.

Se hizo de noche. Perico, la doncella, el niño y Plácida montaron en el cochecillo. Eran demasiada carga para el cansado caballejo y caminaban despacio. La línea gris y polvorienta de la carretera les pareció interminable. El cielo se tachonó de estrellas. En la semioscuridad que dentro del coche les envolvía, vio el niño relucir la cadena del reloj de Perico, y alargó las manitas diciendo, como en las pocas veces que veía a su padre: -«Senor, un senor».- Plácida sintió al oírle que se le enrojecía el rostro, y miró hacia el campo. Tras las tapias del cementerio se alzaba la luna, y a lo lejos se veía el miserable caserío de Orejuela, entre cuyo negro conjunto brillaban algunas ventanas interiormente iluminadas.

Por fin llegaron a la estación y penetraron al andén que estaba mezquinamente alumbrado con un farol puesto en la pared, junto al reloj reglamentario.

La doncella comenzó a pasear de acá para allá con el pequeñuelo en brazos procurando dormirle; ellos dos permanecieron en pie, quietos, mirando hacia una curva por donde tenía que asomar el tren. Faltaba un cuarto de hora. Al lado opuesto a la estación había grandes montones de carbón de piedra, rimeros de traviesas, y, montada en un alto armazón de hierro, una enorme cuba para que las locomotoras se abrevasen. En primer término, los rieles pulimentados por el roce continuo de las ruedas brillaban entre las escorias y el polvillo caído de los hogares de las máquinas. De un lado para otro solía cruzar un hombre con una linterna, y a lo lejos se veía la luz roja de la entrada en agujas. El viento manso y apacible gemía entre los alambres del telégrafo.

-Toma, Plácida -dijo Perico en voz muy baja, acercándose a ella y alargando la mano.

-¿Qué es esto?

Era la llave del ataúd de su madre, y como ella sollozase al recibirla, él añadió:

-Otra cosa... Toma también tu carta... la carta que escribiste a tu madre y que me he encontrado caída en el suelo de la alcoba.

Ella, entonces, recordó rapidísimamente cuanto había escrito, hizo memoria sobre todo de las frases alusivas a la visita de Pepa relacionadas con Perico, y esquivando mirarle quedó un punto silenciosa y como avergonzada. En seguida exclamó:

¡Gracias!

Tomó la carta, rompiola lentamente en muchos pedazos y los arrojó al suelo, donde, impelidos por el viento, corrieron hacia la vía revoloteando como enjambre de mariposas blancas. Él quiso hablar, mas no acertó al pronto con lo que quería decir, y tras un largo silencio pronunció estas palabras que ella escuchó confusa:

-Plácida..., ten valor para todo, ¿entiendes? Y si algún día lo crees conveniente para ti o para tu hijo... prométeme que me llamarás.

Entonces aquella pobre mujer, sofocando los impulsos de su corazón y traicionando todos los anhelos de su alma, hizo un esfuerzo sobrehumano, alzó la cabeza, miró a Perico como una diosa ofendida y repuso violentamente:

-¡No lo esperes!

En seguida, como si aquella frase le abrasara los labios, se apartó de él y fue llorando a sentarse sobre unos cajones vacíos que había a la entrada de una puerta.

Pocos minutos después rasgó los aires un silbido prolongado y estridente, oyose cercano ruido de herrajes removidos, sintiose trepidar la tierra, y en la curva formada por los rieles aparecieron de pronto los fuegos rojos del tren, que venía lanzando resoplidos y acortando el andar como un monstruo cansado.

Durante el camino hasta Madrid apenas hablaron. Llegados a la estación de Atocha, pareciéndoles por demás incómodo montar en un coche la doncella, el niño, Plácida y Perico, se despidió éste besando al pequeñín, y luego, apartándose a un lado con ella, le dijo:

-Ya sabes que yo no puedo ofenderte... Acuérdate de lo que te he dicho.

Cuando Plácida llegó a casa, los criados que en ella habían quedado le dijeron que el señor estuvo a mudarse de ropa a cosa de las cuatro de la tarde; que entonces le dieron un telegrama que para él se había recibido (el puesto por Perico en Orejuela), y que en seguida de leerlo se vistió tranquilamente, no de viaje, sino de levita, y se fue a la calle; de lo cual infirió ella que tardaría muchas horas en volver. Lo que los sirvientes no se atrevieron a contar fue que Fernando, después de leer sin emoción el telegrama, lo arrojó sobre una mesa murmurando:

-¡Vaya, las lió!... ¡y qué de repente! Pero lo que es yo, no viajo para enterrar suegras.

La noche fue para Plácida de angustia y llanto; pero tenía tan hecha el alma al sufrimiento, que discurría serenamente acerca de aquella nueva fase de su situación. No se le ocultaba que su marido tardaría poco en exigir que se le diese cuenta de lo que Susana hubiera dejado, pretendiendo de fijo recibirlo en seguida para manejarlo. Por este lado había de venir la lucha. En cuanto a las tierras de Orejuela, demás bienes inmuebles y determinados valores nominales, acaso podría impedirse que se apoderase de ellos; pero Susana tenía también valores al portador, papeles que representaban dinero fácilmente cobrable, algo en billetes del Banco, resguardos del mismo y por último muchas y buenas alhajas; todo lo cual convenía evitar que cayese en sus manos. ¿Qué resistencia podría ella oponer si Fernando llegaba de pronto, exigiendo que bajasen a registrar los muebles de Susana?

Eran las dos de la madrugada. No vaciló un instante, encendió una palmatoria, y, sin miedo a penetrar en el cuarto de su madre, tomó las llaves que ésta le confiara al partir a Orejuela, ¡llaves que ya nunca tocaría!, y bajó al principal.

Atravesó impávida varias habitaciones y llegó al gabinete. La bujía iluminaba débilmente la estancia, arrojando contra el techo y los muros las movibles sombras de las cosas. El reloj de la chimenea estaba parado, las sillas enfundadas, todo ordenado y recogido como en casa cuyo dueño ha de permanecer ausente una temporada larga. -«¡Y tan larga!» -pensó Plácida.

A un extremo del cuarto había una taquilla japonesa maqueada, donde la muerta sólo guardaba adornos, cintas y guantes; al lado opuesto se veía un mueble francés de los llamados secrétaire, formado de recios tablones de caoba maciza y con cerradura de triple vuelta. Plácida buscó la llave en el rnanojo de las que llevaba y lo abrió, sonando rápidos y secos tres choques metálicos que turbaron el silencio de aquella medrosa soledad. Cayó la pesada tabla que servía de puerta, y Plácida rebuscó en su interior, revolviendo cuanto había en los cajones, y escudriñando minuciosamente los secretos, hasta que halló un pequeño fajo de billetes del Banco, dos resguardos de títulos de la Deuda depositados en el mismo, y un papel en que decía: Numeración de las acciones y obligaciones que están en poder de don Manolito. Lo lió todo lo mejor que pudo y se lo guardó, parte en el pecho, y parte en el bolsillo. Después, sin titubear, abrió otro cajón, sacó varios estuches, los metió en una caja, atándola fuertemente con una trencilla de corsé que halló a mano, y se subió de puntillas a su casa sin que nadie la oyera ni la viese. Al entrar en su gabinete, pensaba: -«¡Dios mío, qué miedos deben de pasar los ladrones!»- y el corazón le latía con fuerza. En seguida, segura de que nadie podía verla, tendió en torno la mirada. ¿Dónde lo escondería? Primero se le ocurrió la idea de ocultar los papeles bajo la tabla tapizada de un paño bordado que cubría el mármol de la chimenea... Luego miró los cuadros que pendían de las paredes... No podía ser. Por fin, se dirigió a un rincón donde había un pesado tocador antiguo, con espejo veneciano rodeado de figurillas de Sajonia, y moviéndolo a duras penas se arrodilló en el suelo; tiró del pliegue que formaba la alfombra entre dos clavos hasta que saltase uno de ellos, y en el hueco metió todos los papeles, pisándolos para que se aplastaran. Finalmente, lo arregló todo como antes estaba, colocó en su lugar el mueble, y sudando, rendida y llorosa, murmuró: -«Mañana se lo llevo a don Manolito. ¡Dios mío, que tenga yo que hacer estas cosas! ¡Va a ser imposible vivir así!»

Luego se acostó junto al niño. No podía dormir. En su imaginación se agitaban confusa y desordenadamente ideas, recuerdos, memorias y reminiscencias de toda su vida pasada... Días de la niñez, caricias, gustos y caprichos concedidos o negados, ¡qué lejos estaban!, episodios de la adolescencia, regaños maternales, disputas, señales de indiferencia o de cariño, ¡cómo aparecía todo poetizado por la idea de la muerte y purificado por la piedad filial! Y luego el día de la despedida, sus últimas palabras: «Ten calma, cuídate...» ¡Quién había de sospechar que fuesen las postreras que le oyese! Después, Orejuela... el cadáver... el entierro por medio de aquellos campos secos y amarillentos... y lo bien que se había portado Perico; y por cima de todo, como un peligro dulcísimo, como una punzada constante, a modo de obsesión producida por un demonio tentador, el recuerdo de aquella frase que pronunció en la estación del pueblo: «Ten valor -había dicho,- y si algún día lo crees conveniente para ti o para tu hijo, prométeme que me llamarás...» ¡Sí; éstas habían sido sus palabras, en las cuales iba cifrada la promesa de un porvenir donde aparecerían mezclados la dicha y el oprobio, la deshonra y la felicidad!... Al revolverse en la cama tropezó con el niño, enlazándose con los brazos a su menudo cuerpo, lloró murmurando: -«¡Nunca! ¡nunca!»- Y al mismo tiempo sentía la muñeca de la mano izquierda acariciada por el roce de la pulsera que Perico le regaló con ocasión de la boda.

- XXVI -

Cuando transcurrido mes y medio, a contar desde la muerte de Susana, se convenció Fernando de que su mujer no le hablaba de intereses, comenzó a dar señales de disgusto. En presencia de visitas y gentes extrañas, repetía cuantas vulgaridades y chistes se han inventado con las suegras, y a solas con Plácida aludía abiertamente a la herencia; todo lo cual sufría ella sin protesta, juzgándolo soportable mientras no pretendiese tomar las riendas de la casa. Su propósito era seguir, como hasta allí, haciendo frente a cuantas necesidades surgiesen, pronta a reconocer humildísimamente la jefatura de su marido si variaba de conducta, pero también resuelta a velar por los intereses de su hijo.

Los arrendadores y colonos de las tierras, acostumbrados a pagar a Susana en presencia de su hija, satisficieron a ésta un plazo vencido de las rentas. Don Manolito cobró y le hizo entrega del importe de un cupón corriente. Ella se entendía con el casero y los dueños de las tiendas donde se proveía, daba a la cocinera para los gastos de la compra diaria y, en suma, pagaba cuanto era preciso. De cuando en cuando venían gentes a presentar cuentas que Fernando tenía pendientes: el sastre, el camisero, el hombre que le vendía los tabacos; hasta fue a buscarle una chula florera que en los teatros surtía de camelias y varas de nardos a Luisa la Rubia. Plácida le pagó también sin ostensible señal de enojo.

Se había resignado a vivir como en castidad de viuda virtuosa. Ciertos, impulsos de la naturaleza parecían en ella sofocados. Ni las largas horas pasadas en el solitario lecho, ni las calurosas horas de la siesta, ni el intenso perfume de un ramo puesto en un búcaro, ni el libro que hablaba de amores, nada era bastante poderoso a mover en ella la sorda palpitación de un deseo o el vago anhelo de una caricia. Su gabinete era a modo de lujosa celda donde vivía voluntariamente recluida, y en vez de imagen sagrada ante la cual prosternarse de continuo, tenía a su hijo. Evitaba, hasta donde le era posible, recibir visitas, y no pagaba ninguna. La conversación de las amigas se le hizo enojosa, pareciéndole que cuanto oía referir estaba plagado de burlas embozadas y alusiones a su situación. La soledad le producía menos tristeza que el choque de sus ideas con las ideas del prójimo, porque en fuerza de verse desdichada llegó a ser pesimista.

La línea de conducta que se trazó para lo porvenir, estribaba en sufrir calladamente el lento suplicio moral de la esposa postergada; y, en cuanto madre, resistir con heroísmo a todo lo que representase despilfarro, despojo y malversación de los bienes que habían de ser de su hijo y de los que se consideraba mera depositaria.

Pasado algún tiempo vinieron días en que el libre vuelo de la imaginación llevó su pensamiento a regiones vedadas para la conciencia; mas fueron impresiones fugaces, ajenas a la voluntad, semejantes a la súbita contracción de un nervio que produce dolor. Luego, a largos intervalos, sintió algo como un exceso de vida que palpitase en su organismo. Había momentos en que, bordando o leyendo, soñaba despierta, fingiéndose ser mujer distinta de sí misma, que amaba y era amada, cuya alma se vertía en otra alma como un perfume delicadísimo en un vaso precioso; entonces su cuerpo, a veces, solía estremecerse y vibraba cual si sobre él se posasen labios invisibles. Cuanto vio frustrado en el matrimonio, la ternura que le estaba negada, el cariño que vanamente apetecía, se transformaban en afanes, deseos y anhelos variados hasta lo infinito, unos castos, otros impuros, al modo de aquellas alucinaciones que sufrían los anacoretas, cuando el aire que les rodeaba y hasta el propio espíritu se les poblaban de formas raras y grotescas, demonios tentadores y pecadoras desnudeces... De pronto oíanse junto a Plácida el llanto o la vocecita del niño, y entonces, sobreponiéndose rápida e instintivamente a la mujer, la madre sonreía tranquila, quedándole el pensamiento limpio, cual si por conjuro o ensalmo le arrancasen de la frente una corona de flores ponzoñosas que le estuviera enervando el ánimo.

- XXVII -

Hallábanse una mañana Fernando y Plácida en el gabinete de su casa, él en traje de calle, dispuesto para salir, ella en ligeras y elegantes ropas de levantar, cuando entró la doncella diciéndoles que acababa de llegar el señor Pascual, deseoso de hablar con la señorita.

El señor Pascual era uno de los varios arrendadores de tierras de Susana que, a partir de la muerte de ésta, venían a entregar dinero a Plácida, por lo cual, presumiendo ella que trajese alguna cantidad, y esquivando recibirla en presencia de su marido, contestó a la muchacha:

-Ahora no puedo recibirle; dile que haga el favor de volver esta tarde.

Fernando no desperdició la ocasión, que se le venía rodada, y dio orden distinta.

-No, no; oye, chica, que pase. -Y añadió encarándose con su mujer: -A ver si te atreves a mandar lo contrario.

-Eso sería ofenderte en presencia de los criados, y yo no he hecho nunca semejante cosa.

-Es que ya se me acabó la paciencia; ahora verás lo que es bueno.

Entró el palurdo, que era un viejo alto, robusto, con las manos y la cara curtidas por el aire libre de los campos, todo vestido de pana gris labrada, con gruesos zapatos blancos, y saludó diciendo:

-A la paz de Dios, señoritos.

En seguida sacó del bolsillo del chaquetón una sobadísima cartera de badana, la abrió, tomó de ella dos billetes de a quinientas pesetas y un recibo extendido para que se lo firmasen, y lentamente, como si le costase gran trabajo desprenderse del dinero, lo dejó todo sobre una mesa.

Plácida no se atrevió a echar mano a los billetes; diolos desde luego por perdidos, y con la rapidez del pensamiento creyó verlos sobre el tapete de la mesa de juego o en manos de la Rubia.

Fernando los cogió guardándoselos con la mayor naturalidad, y tomando también el recibo se encaminó al despacho para firmarlo. Durante los pocos minutos que tardó en volver de llenar aquella formalidad, Plácida no desplegó los labios; mas el palurdo, haciéndose cargo de la situación, dijo con esa maliciosa franqueza, propia de gente lugareña:

-Ahora paece que cobra el señor. Velay; donde hay patrón no manda marinero.- Palabras que sonaron en los oídos de Plácida como la síntesis de su terrible situación.

Apareció Fernando en la puerta, entregó el documento al señor Pascual, despidiose éste, y al quedar nuevamente solos marido y mujer, dijo él:

-Ya lo has visto. En lo sucesivo así ha de ser con todo.

Plácida comprendió que era llegado el momento de la lucha, y armándose de valor contestó:

-Mira, Fernando... pues prométeme que no jugarás... De otro modo será imposible, y nunca tendremos paz... mientras no varíes.

Se puso a caballo en una silla, se atusó la barba sonriendo, doblemente satisfecho por haberla mortificado ante el paleto y por haberse guardado aquellas pesetas, y contestó con gran burla:

-Pues, anda, ven a sacarme estos parneses del bolsillo.

-Eso es lo de menos; lo que te quiero decir es que no podemos vivir así.

-No armes bronca, que saldrás perdiendo.

-Ten calma.

-Lo que no tengo es paciencia para que sigas mangoneando en todo. ¿Soy marido, o soy algún monote? Ni siquiera por cumplir me has dicho: «Mi madre tenía esto o lo otro...; ha dejado tanto o cuanto.» ¿Crees que hago bonito papel? El hijo de mi madre no tolera eso. Conque... punto en boca.

Plácida le habló con gran mesura.

-Demasiado sabes por qué es. No te exijo más que un poco de juicio; no por mí, por nuestro hijo.

Fernando se exasperó con aquella calma; ella continuó:

-Varía de conducta, y todo se hará como tú quieras. No te exijo cariño ni dulzura, nada de eso. No me quieres, no me has querido nunca. ¡Paciencia!

-Lo que eres, es una señorita inaguantable. En cuanto te cogen la guita, te pones dramática. Eres una sensitiva ridícula.

-¡Cómo ha de ser! Por eso te vas con otras más listas y más conformes a tu manera de ser, y te gastas el dinero con ellas.

-Me voy con quien me da la gana, ¿estás?, y gasto lo mío.

-Cabalito. Eso quiero, que gastes lo tuyo. Pero como pienso en el día de mañana, y sé que no has de trabajar para ganar un duro... pues, no me acomoda que consumas lo mío, que es para tu hijo. Cambia de vida, trabaja, ¡o no trabajes!, pero no juegues, y en cuanto me convenza de ello te hago entrega de todo, hasta el último ochavo.

¡Vaya, vaya!, ¿esto es una burla, o qué? ¿Has visto lo que he hecho con ese tío que se acaba de largar? Pues lo mismo con todo. Y para que lo veas cuanto antes, ahora mismo, ¡a ver!, en seguidita, ¿con qué se vive en esta casa? ¿Quién más te trae dinero? ¿Dónde están los papeles de tu madre? (Se levantó tirando la silla y se dirigió amenazador hacia Plácida.) ¿Te parece decoroso para mí que no sepa yo ni jota de nada de eso? ¡El niño!, ¡el niño! Lo que tienes tú con el chico es un comodín para hacer del dinero lo que se te antoje.

¡Sabe Dios de dónde vendrá el dinero o dónde irá a parar!

Ella palideció de ira, y recalcando las palabras contestó:

-Eso es... oféndeme; dime que tengo quien me lo dé o a quien dárselo.

-Aquí no hay más ofensa que el sacarte la guita. ¡Me entra una ira cada vez que vengo y te encuentro haciendo números y cuentas, que me llevan los demonios! ¡Ahora mismo, a ver, las llaves de los trastos! Que sepa yo lo que hay en casa.

-¡No!

-¡Pues sí!

-¡Pues no!

Fernando, abalanzándose hacia la puerta de la sala echó la llave. Ella quiso irse por la alcoba, pero de un salto la alcanzó, y sujetándola de un brazo la volvió al centro del gabinete. Luego cerró también la puerta de la alcoba, y envalentonado por el miedo de Plácida, exclamó fuera de sí:

-Hemos concluido. Dame las llaves. Quiero ver lo que tienes.

-Nada... Está todo en poder de don Manolito.

-Bueno, yo veré luego al vejete para que no se meta en lo que no le importa. Ahora, ¡las llaves!

Plácida estaba aterrada, poseída de un miedo cerval, y, sin embargo, no cedía, comprendiendo que si en aquel momento se doblegaba, no habría en lo sucesivo salvación posible para ella ni para su hijo. Fernando la miró, iracundo, esperando silenciosamente la respuesta.

-No... aunque me despedaces -dijo al fin en voz baja.

-So bribona, ¡no has de salirte con la tuya!

Avanzó resuelto, la cogió ambas manos, que en seguida reunió y sujetó con una sola de las suyas, y la empujó contra la pared, al mismo tiempo que con la otra mano procuraba tentarle la falda buscando la abertura del bolsillo.

-¡No me hagas daño!

-¡Dámelas!

-¡No! -gritó Plácida con gran energía.

Entonces él la soltó las manos y, empujándola contra la pared, la tapó brutalmente la boca. Tan violento fue el golpe, que brotó sangre de una encía. Por un esfuerzo poderoso logró al fin librar la cabeza de entre la pared y la mano de Fernando, y sacando valor de la propia desesperación, frenética, enloquecida, le gritó:

-¡Cobarde! ¡cobarde! ¡Mátame de una vez! ¿A que no te atreves?... ¡Cobarde!

-Matarte, no; pero señalarte, sí -dijo él irritado por aquella increíble resistencia.

Pendiente de la cintura y sujeto por una cadenilla de níquel llevaba Plácida un abanico grande, de los llamados pericos: Fernando se lo arrancó de un tirón, lo agarró por la parte ancha de las guías, y alzándolo con furia la golpeó en la cabeza, en el rostro, en el cuello, en los hombros, donde pudo, hasta que con el hierro del clavillo la hirió en la frente. Plácida, vencida del agudo dolor, dio un grito y se tambaleó. Él, asustado, la soltó las manos dejándola caer sobre la alfombra, al mismo tiempo que murmuraba rabioso:

-¡Perra... judía! ¡Veremos quién se cansa antes!

Y salió del gabinete con el rostro amoratado por la ira, los ojos inyectados en sangre y estirándose los puños de la camisa, que se le habían arrugado en la lucha.

Desde la mitad del pasillo volvió, aterrado ante la idea de haberla herido gravemente; se arrodilló en el suelo junto a ella, se inclinó hacia su cuerpo, y notando que la lesión era pequeña, tornó a salir tan ale gre de haberle hecho daño como humillado de no haberla sometido.

Atraídos por sus últimos soeces gritos y por las acobardadas voces de ella, acudieron los criados a tiempo que él, sombrero en mano, se marchaba a la calle.

Plácida se levantó del suelo ayudada por la doncella, y pasándose la mano por la frente, que tenía bañada en sudor y algo manchada de sangre, se arrojó sobre una butaca.

Inmediatamente mandó llamar a don Manolito.

Fue el criado y contó al escribano cuanto acerca de lo sucedido sabía; es decir, lo más grave, narrando, con tan vivos colores la brutal agresión de su señorito y el abatimiento y terror de Plácida, que el pobre viejo se quedó estupefacto.

-Mira, mira, muchacho -le dijo; -la madre de la señorita se murió de un ataque a la cabeza: no vayamos a tener otra parecida. Anda, y avisa al señor de Mora. Yo voy en seguida. ¡Ah!, y para que el médico vaya pronto, cuéntale en dos palabras... En fin, como a mí.

Mientras tanto, Plácida, a quien mortificaba mucho el dolor que sentía en la cabeza y hombro derecho, determinó ponerse unos paños empapados en agua y árnica. Después de aplicado uno a la cabeza se quitó la bata, la chambra y el cubrecorsé, quedándole desnudos el nacimiento del pecho y los antes hermosos pero ya enflaquecidos brazos. Los abanicazos se delataban claramente: en unos sitios aparecía la epidermis fuertemente aporreada de plano; otras señales eran puntazos producidos por el clavillo.

-¡Pero qué animal! -dijo una de las dos doncellas. -¡Vaya un cabayero!

-¡Luego dicen de la gente baja...! -añadió la cocinera.

Plácida, como obedeciendo a una inspiración irresistible, se levantó, fue en derechura hacia un armario donde tenía ropas que usaba de tarde en tarde, y sacó y se puso un magnífico traje de baile que se hizo dos años atrás, antes de morir su padre, para asistir a una fiesta en una Embajada. Era escotado, todo blanco, de gasa recogida en menudísimos pliegues y adornado con prendidos de flores de acacia primorosamente contrahechas. Después se atusó el pelo, procurando que no se la cayera la compresa de árnica, y se miró al espejo. Merced al escote se veían perfectamente las señales de los golpes, algunas de las cuales comenzaban a acardenalarse, sombreando la blanca piel con manchas violáceas y oscuras.

-¡Así, así! -dijo ella balbuciente y colérica. -¡Que vea don Manolito cómo me ha puesto!

La habitación estaba en completo desorden. Había sillas tiradas por el suelo, un muñeco japonés caído y hecho añicos; una cortina a que la infeliz intentó asirse tenía el fleco descosido y colgando. La doncella andaba medio aturdida; y Plácida, corno saboreando la amarga voluptuosidad de la desgracia, permanecía ante el espejo con el pelo húmedo, pegado a la frente, vendada la cabeza, y engalanada a medias con aquel vaporoso traje de gasa, sobre cuya blanca falda iban cayendo gotas de árnica que producían manchas verdosas.

Llegó don Manolito, la vio, narrole ella con detalles todo lo ocurrido, y sin vacilar un punto, seguro de la bondad del remedio que proponía, exclamó:

-¡La separación!

Y aquella mujer que momentos antes había dicho a su marido «¡mátame!», que acababa de experimentar horrible sensación de miedo, que por un refinamiento puramente femenino se puso un traje de baile para que pudieran vérsele las huellas de los golpes, aquella misma mujer amilanada de pronto, como si la aceptación del consejo la infamase, se hizo superior al infortunio, se predispuso a aminorar la gravedad de lo ocurrido, y acallando las voces del rencor, movida sólo de su ingénita e invencible tendencia a la resignación, repuso con entereza de mártir:

-¡De ninguna manera!

-Entonces -contestó el viejo algo mohíno, -¿para qué me llamas? ¿Puedo yo meter en un cepo a tu marido? Aquí no hay más sino un escrito al Juzgado; testigos, los criados y yo... y Perico que va a venir.

-¿Quién le ha llamado? -preguntó ella sobresaltada.

-Yo le he llamado: me dijo el chico que ese animal (por Fernando) te había abierto la cabeza... Nada, nada; un escrito, y adelante con los faroles. Por mi gusto, lo que hacía era mandar venir una pareja de agentes de policía y avisar a la Casa de socorro, así, para que diesen parte al Juzgado y luego no hubiera modo de evitar nada.

Levantose Plácida del sofá, y mirando a don Manolito con fingida pero voluntaria tranquilidad, le habló así:

-Dígame usted que le he mandado a llamar acobardada, y que ahora me resigno con mi suerte; que soy irresoluta, mudable; que me falta fijeza de pensamiento; le sobrará a usted razón; pero yo no hago eso de la separación. Tengo valor para esperar la muerte si es necesario, a pie quieto; que venga cuando quiera, cuanto antes mejor.

-¿Y tu hijo?

-Cuando Fernando le vea solo, le querrá.

-O el dolor perturba tu entendimiento, o das en tonta por exceso de buena.

-No me importa que hable usted así: usted tiene derecho para decirme todo, todo lo que quiera... Lucharé, resistiré, pasará tiempo, y, ¡quién sabe!, puede que algún día me pida perdón.

-Lo que te pedirá, en cuanto te descuides, es dinero.

-¿Usted dice que no hay más remedio que la separación?

-Hija mía, hablemos francamente, como se debe hablar con una mujer tan lista como tú, porque las tontunas que se te ocurren son resultado de tu exaltación; vamos a ver, para que te convenzas: ¿qué caminos se pueden seguir, qué actitud te conviene adoptar? ¿Continuar como hasta aquí?

-Imposible.

-Sería tu martirio y tu ruina. ¿Procurar que le declaren pródigo? Éste es de los recursos, establecidos por la ley, que en la mayor parte de los casos resultan ilusorios. Cuando a uno le declaran pródigo, es cuando ya no tiene cosa que prodigar. Sobre todo, en conseguirlo gastarías tú tanto dinero como él pudiera perder al juego; el remedio es tan malo como la enfermedad; y antes de lograrlo pasaría tanto tiempo, que al chico le crecerían barbas. Pero hay más. Figúrate que estuvieras enamorada de otro... Se dan casos.

-Yo no puedo figurarme eso -dijo Plácida; pero al decirlo sintió que mentía; y, por vez primera en su vida, tuvo miedo de no ser creída y de que el rubor la delatase convirtiéndose en turbación y sonrojo.

-Bueno; son figuraciones mías -continuó el viejo; -pues tampoco habría solución al conflicto. ¿Te marchabas con un amante? Si tu marido lo aguantaba, tu hijo sufriría la vergüenza de ser toda su vida hijo de un..., ya me entiendes. Y si no lo toleraba, a ti te reclamaría judicialmente, como se reclama un mueble robado, y al otro, le formaría causa criminal. Apuremos todos los casos. ¿Se trataba de un hombre que tuviese mucho coraje y desafiaba a tu señor esposo? Salía herido cualquiera de ambos; se curaba quien fuese, y continuaba el problema en pie. ¿Moría tu amante? Quedabas sin honor y seguías siendo víctima. ¿Mataban a tu marido? Pues no podías casarte con el amante homicida, porque lo prohíbe la ley. La separación no es un remedio radical, porque no quedas ni soltera, ni viuda, ni casada; pero, al menos, no tendrás que sufrirle al lado día y noche. Ahora hay fundamento para pedir esa separación; no te ha traído a casa la querida, pero te ha pegado. La separación no es mas que un paliativo; solución completa no existe, ni que seas buena ni que seas mala. Así lo quieren la Iglesia, la ley y las costumbres.

-Tiene usted razón -repuso ella amargamente; -no hay salida honrada. En cambio, si yo quisiera, con doblez, traición y mentira todo se arreglaba. Me echaría un amante, aguantaría el martirio en la casa a trueque de lo que gozase en otra parte, me repartiría entre dos hombres..., esposa de uno, querida de otro, y ¡a vivir! Tenga usted por seguro que ningún caballero dejaría de dar la mano a mi marido, ninguna señora me cerraría las puertas de su casa. Pero si me separo así del modo que usted dice, legalmente, ¿piensa usted que al cabo de un, año habrá quien se acuerde de las causas de la separación? Los maliciosos sólo verán en mí una mujer que ha querido ser libre para poder ser mala; los indiferentes serán inducidos a pensar lo mismo, ¿y acaso hay en el mundo quien no sea indiferente o malicioso? Usted lo ha dicho antes: la mujer separada de su marido no es ni soltera, ni casada, ni viuda.

Viéndola don Manolito tan aferrada a una opinión que consideraba desastrosa para ella y su hijo, se decidió a emplear el postrero y más fuerte argumento que se le ocurría.

-Piénsalo despacio. Todo eso que dices es tan verdad cuanto tu situación insostenible. Podrás vivir así un mes, dos, seis, un año; pero tu marido salvará todos los obstáculos, unos por la fuerza, otros por la astucia, y el día menos pensado te encontrarás con que no tenéis qué comer tú, ni tu hijo: ¿qué harás entonces?

Plácida contestó con una sola palabra: -Trabajaré.

El viejo, desconcertado, se levantó diciendo:

-¿En qué vas a trabajar, si las señoritas no servís para nada? Vaya, tú eres toda sentimiento; es inútil hablarte el lenguaje de la razón... y de la necesidad. Esa es paciencia, de santa, no es energía de madre. (Y prosiguió con gran calor.) ¿Sabes lo que te digo? Que si tuvieses un amante, dadas las circunstancias, aunque no quisieras, por la fuerza brutal e incontrastable de las cosas, acabarías marchándote con él, pero franca, pública y escandalosamente.

-¡Hablarme así el amigo de mi padre! ¡Vamos, no disparate usted más!

Tal dijeron sus labios; pero aquellas palabras hallaron eco en su corazón. ¿Tendría razón don Manolito? ¿Sería posible semejante obstinación en la virtud? ¿Podía una flaca mujer vivir los mejores años de su vida fluctuando entre el llamamiento del amor y el sacrificio que el decoro le imponía? Acaso la mujer se venciese; pero ¿y la madre? ¿Debía sacrificar a su honor, a su amor propio, tal vez a su vanidad el porvenir de su hijo?

Don Manolito continuó:

-Llevo cuarenta años de intervenir en lances análogos... y ley constante. Se ven un hombre o una mujer honrados en un apuro de éstos: si hay solución decorosa la aceptan. ¿No existe...? Echan por la tremenda, y los mejores son los que lo arrostran todo con más brío. ¿Pretenderás hacerme creer que puedes aceptar el martirio como porvenir de tu vida? Y aunque lo aceptes, lo que tú hagas, por excepción, ¿podrá elevarse a precepto general? Nada, nada, sepárate; eso es lo primero; luego, sé buena, y nadie dejará de hacerte justicia.

-Para lo primero me falta valor, para lo segundo me sobra. Puedo ser buena sin separarme -dijo Plácida, llevándose la mano a la cabeza, que comenzaba a dolerle mucho.

Cuanto don Manolito hizo enderezado a persuadirla fue inútil; por fin se puso en pie, diciendo no de muy buen talante:

-Al tiempo, al tiempo; día llegará en que me lo vengas a pedir. Entretanto, lo que temo es que haya una catástrofe.

Salió dejándola llorosa y abatida. En la escalera se encontró a Perico, quien con grande ansiedad le preguntó:

-¿Qué ha ocurrido?

-Un horror; que ese animal de marido la ha puesto verde. Ya lo verá usted; está con la cabeza entrapajada y se ha puesto un traje escotado, para que yo pudiese ver las señales de los golpes.

A Perico se le demudó el semblante; y don Manolito acabó diciéndole:

-Yo... como me lo contó el criado que fue a buscarme, y además la madre murió del modo que usted sabe... me he permitido avisar a usted.

-Ha hecho usted perfectamente.

-Pues nada, ella firme en sus trece: no quiere separarse... y no hay otro camino. En fin, suba usted; suba usted a ver, si es más afortunado que yo, y la convence.

El pobre don Manolito ignoraba a quién se lo decía.

Perico casi le dejó con la palabra en la boca. Llamó, le abrieron, y se dirigió en derechura hacia el gabinete. Plácida, sintiéndole llegar, se tapó precipitadamente el escote con una toquilla de estambre; él, sin chistar, se aproximó al sofá donde estaba reclinada, y tomándole la cabeza entre las manos, que juntamente le temblaban de amor y de ira, examinó la herida, procediendo a humedecer de nuevo el paño empapado en árnica; después, paya poder mirarle bien los hombros golpeados, le quitó sin empacho alguno la toquilla, y por último, sentándose junto a ella, casi a sus pies, en una silla baja, con voz que a un tiempo denotaba dolor, alegría y resolución, le dijo:

-Por fortuna, no te ha lastimado gravemente; pero esto no debe volver a ocurrir. ¿Quién es capaz de calcular lo que puede venir de un golpe en ciertos sitios, en los pechos, por ejemplo? (Arrebatado ante la idea de ver maltratada a la que era ídolo de su pensamiento, añadió bruscamente:) -¿Qué ha pasado? ¡Cuéntamelo todo!

Plácida le miró altanera, y él entonces dulcificó la voz.

-¿Puedes suponer en mí intención de ofenderte?

-Nunca.

-¿Te he dicho alguna vez frase que revele cariño demasiado vehemente; más claro, amor?

-Ni tú eres capaz de hablarme de eso, ni yo de escucharte -repuso incorporándose.

-No te alarmes, no te escandalices -contestó Perico, suplicándole que tornase a sentarse. -Ni yo soy conquistador de comedia, ni tú mujer a quien se engaña y seduce. ¿Sabes que yo te quiero?

Ella no desplegó los labios.

-Sí -continuó él, -lo sabes, sin que yo jamás te lo haya dicho. Lo has adivinado tú, y lo has presentido porque también me quieres.

-¡Mentira!... Perdóname; quiero decir que te engañas.

-Di lo que quieras; ¡lo sé! Acuérdate de tu turbación la noche del Real, de las flores que me guardé sin que lo estorbases, mira esa pulsera que jamás te quitas, y sé franca: ¿la llevas únicamente por tener grabado el nombre de tu padre?... ¿No contribuye algo el habértela dado yo?... ¿Te acuerdas del día que comimos solos?... Cuando viste que hablamos de sentarnos solos a la mesa, sentiste haberme convidado, como yo sentí quedarme. ¿Qué mayores pruebas que tu zozobra y mi intranquilidad? Los dos nos estábamos adivinando el pensamiento... ¿A que no lo niegas?...

-Perico, por lo que más quieras en el mundo, calla o vete.

-Lo que amo más eres tú. Pero no soy ladrón de honras ajenas. Arrostro todo lo que pueda sobrevenir. Esta es la vez primera que te digo amores... Plácida, no me juzgues equivocadamente... No vengo a proponerte que te vengues engañando a ese hombre; no te pido unas cuantas horas robadas... Te pido toda tu vida... ¡para siempre! Coge al niño, y sin sacar de esta maldita casa ni un alfiler, vente conmigo.

-No digas locuras, y márchate.

-Veremos quién nos separa.

-¿Que quién nos separa? -repuso ella tristemente. -Primero mi voluntad y mi honra... en seguida cualquier juez y mi marido, que a ti te mete en la cárcel y a mí en Las Arrepentidas.- Limpiose el llanto que le anublaba los ojos, y añadió: -¿A qué cansarnos? Ha sido un momento de debilidad, de miedo, no sé de qué. He buscado a don Manolito, él te ha mandado a llamar, tú has venido... Todos hemos hecho mal. En vosotros había la piedad, la conmiseración, el cariño; ese amor que me ofreces es... lástima. Por eso te perdono... y no hablemos más, que vamos a reñir.

-Plácida, ese hombre es capaz de todo: hoy te ha pegado como un chulo; otro día te herirá como un asesino.

Ella, al parecer, serena y fría, siguió hablando. Sentada en el sofá, enrojecidos los párpados, con la cabeza vendada y mal ajustado el pomposo traje de baile, parecía personaje de novela.

-La separación que ese pobre viejo me propone, es la deshonra del padre de mi hijo; el amor de que tú me hablas es un sueño ¿entiendes? Para ti un imposible, para mí una vergüenza. Dejadme sola, y sea de mí lo que Dios quiera.

Perico le oprimió las manos y, mirándola con expresión de grandísimo cariño, contestó estas palabras que acabaron de conturbar el alma de aquella desgraciada:

-No cejo, ni creas que esto es un arrebato de amor. Tenía previsto el caso... Cuando tu madre se marchó a Orejuela me encargó que me enterase del estado de los negocios y de la fortuna de tu marido. ¿Y sabes lo que averigüé? Fortuna, ni un duro; negocios..., contratos con usureros de quienes ha tomado dinero en tales condiciones, que si sigue así llegará día en que no puedas dar sopas a tu hijo. En fin, mira...

Dicho lo cual se desabotonó la levita, y sacando del bolsillo del pecho un pliego grande de papel plegado en cuatro dobleces, continuó:

-Aquí está la prueba.

-¿Qué es eso?

-Entérate; una escritura de depósito a favor de un prestamista, firmada por tu marido y hecha como hacen esos tunantes estas cosas. Ahí lo tienes; lo redacta la codicia, lo suscriben la insensatez y la fiebre del juego; los que se dedican a dar dinero de este modo, o cobran o encarcelan y deshonran.

-¿Prisión por deudas? Tú me engañas.

-No, no hay tal cosa; es que tu marido no es deudor insolvente, es depositario infiel; abuso de confianza con ribetes de estafa.

-¡Qué vergüenza! -murmuró Plácida.

-Pues bien; antes, quien podía meter a Fernando en presidio era el usurero; ahora soy yo.

-¡Tú! No lo harás, ¿verdad, Perico? -Y juntando las manos quedó en actitud de súplica.

-¡Sí, yo! -repuso. -Que te vuelva a pegar, que te toque a un pelo de la ropa... y ¡pobre de él! Yo, yo compré esta escritura -decía agitando el papel- cuando supe por don Manolito que así podía tener a tu marido atado de pies y manos. Tomó el dinero comprometiéndose a pagarlo en estas fechas, ¿ves?, es decir, cuando él suponía que habría entrado ya en posesión de los bienes de tu madre. Míralo, aquí tienes, como quien dice, descontado el porvenir de tu hijo. ¿Ves? Aquí están las ropitas, los juguetes, los meses de escuela, los baños de mar si el chico los necesita. ¡Esta es la infancia que le prepara su padre! ¡Dios sabe si los años de carrera y las dichas de la juventud andarán por ahí comprometidos en otro papelucho como éste!

Todo esto dijo Perico imprimiendo gran vehemencia a sus frases, mientras Plácida le escuchaba con la cabeza caída sobre el pecho: antes parecía mujer culpable a quien se increpa, que madre a quien se avisa del peligro. Por fin, abrió los ojos y miró el papel que él mostraba sin soltarlo, temeroso de que lo rasgase. La lectura de dos o tres cláusulas del contrato bastó a convencerla de que Perico no mentía. Cubriose de nuevo el rostro con las manos, y por entre los dedos le rebosaron las lágrimas.

-Basta de llanto -prorrumpió él medio cariñoso, medio enérgico. -Tú y tu hijo os venís conmigo. Yo trabajaré sin descanso, y todos tus bienes, sin quitar un céntimo, se ponen en cabeza del niño. Con esto estamos tranquilos -añadía agitando el papel; -no puede tu marido separarnos. ¿Cuándo estará él en situación de cumplir este contrato y pagar los brutales intereses que se vayan acumulando? El día que tenga dinero se lo jugará o se lo llevará a la querida; pero, ¿pagar?... ¡A nadie!

-Y tú que no eres rico, ¡has invertido en eso tus ahorros o te has empeñado imprudentemente!... ¿Por qué has hecho ese sacrificio?

-Porque con esto te salvo, porque te quiero, porque esto es la impunidad.

-¡La impunidad! -repuso ella pronunciando irónicamente la palabra. -Eso es indigno de ti y de mí. Eso es bueno para que nos deje tranquilos; pero, ¿es mordaza para las gentes? ¿Y nuestra conciencia? ¿Con qué se acallará? ¿Dejaré de ser una casada que no ha sabido sufrir? ¿Por ventura, impunidad y reposo son lo mismo? ¿Robarías tú ni aun a ciencia cierta de que nadie lo supiera?

-¡Bueno! Resígnate y serás mártir.

-¿Y por qué he de ser infame?

-Mira, Plácida, no discutamos como en obra de teatro; ten el valor de lo que piensas; di francamente que antepones tu honra, tu dignidad de casada virtuosa, hasta el vano decoro, a tu amor de madre. Sigue siendo honrada: ¡Dios proteja a ese pobre niño!

-¡Calla, que me vas a volver loca! Si dices que me quieres, ¿por qué me atormentas?

-Tienes razón. Cada cual comprende el honor a su manera. A mis ojos, antes es la madre que la esposa; a los tuyos, no.

Callaron ambos. A Perico no se le ocurría nada con que extremar sus razones. Plácida en todas creía, pero las rechazaba por venir envueltas en el amor. Ella rompió el silencio diciendo:

-Y si yo me fuese contigo, ¡que no me iré!, ¿creería el mundo que salvaba el porvenir del niño, o que daba satisfacción a mi capricho? Desengáñate; nadie me juzgaría como a madre que huye de un mal esposo, sino como a mujer que se va con su querido.

Levantose Perico, cogió el sombrero y, a punto de irse, habló de este modo:

-Óyeme bien. Esta noche a las once en punto estaré con un coche en el paseo de enfrente. Coge en brazos a tu hijo y ven. Si veo luz en este mismo balcón, será señal de que bajas... Y si hoy no te atreves, si hoy no vienes, entiéndelo claro, yo esto tranquilo, tengo la seguridad íntima, completa, absoluta, de que te decidirás. No amándome tendrías que huirle: ¡figúrate queriéndome! Yo no te arrastro; él te empuja. Piensa, medita, reza, llora, resígnate hoy; ya te rebelarás otro día. Las brutalidades de ese hombre te arrojan a mis brazos. Y, lo dicho, yo estoy tranquilo, seguro de que eres mía... Ya lo sabes, Plácida de mi alma, por ti, por tu hijo. Si hoy quieres, hoy a las once.

Le oyó abatida y silenciosa, dejando caer la cabeza sobre el pecho, como flor enorme tronchada sobre el tallo; quiso mirarle enojada, y no pudo. Luego, haciendo traición a cuanto sentía y pensaba, dijo al verle marchar:

-No sueñes, no lo esperes, ¡no vengas!

Un instante después, al verse sola y escuchar el portazo que él dio al salir, hizo un gesto de indecible amargura, se pasó las manos por la frente, cuyo ardor, casi febril, había secado el paño húmedo que llevaba puesto, y murmuró suspirando:

-¡Gracias a Dios que se ha ido! ¡Por fin he podido yo más!

- XXVIII -

La noche de aquel mismo día fue apacible y serena. Acababan de dar las nueve. Por bajo de los balcones de la casa sonaban juntamente el crujir de la arena pisada en los paseos de la Castellana, el restallar de látigos, los pitos de los tranvías y el vocear de algún vendedor de periódicos.

El niño dormía tranquilo en una camita colocada junto a la grande de su madre, hasta que ella al acostarse le cogiese consigo.

Plácida estaba tumbada en una butaca, ladeado el cuerpo y puesta la cara sobre el respaldo humedecido con sus lágrimas. De cuando en cuando sollozaba y gemía, esforzándose en contener el aliento para no despertar al pequeñuelo.

Sobre el velador, que cubierto de un soberbio tapete ocupaba el centro del cuarto, ardía una gran lámpara, cuya bomba esmerilada tamizaba la luz dejando casi en sombra los rincones. Sólo brillaban los cristales de los cuadros, la luna del espejo, los relieves de las molduras y las irisadas flores de nácar del mueblecillo japonés. Hacia el fondo de la casa no se oía ningún ruido. Con frecuencia Plácida se movía desasosegada en la butaca para enjugarse el llanto que por momentos iba disminuyendo, haciéndosele más ardiente según era más raro. Las mejillas se le escaldaban con aquellas lágrimas premiosas y acres que parecían zumo de una fruta muy estrujada. A veces, de improviso, le lucían los ojos encendidos en ira, y luego se le anublaba el brillo de las pupilas veladas por una nueva gota de llanto tan tarda, lenta y menuda que, o quedaba absorbida por poros abiertos o evaporada al calor de la abrasada piel.

Había momentos en que le era imposible reflexionar ni contraer a un solo punto las ideas. Sufría y nada más. Juventud marchita, anhelos sofocados, marido infame, hijo desgraciado, amor imposible, todo se sumía y ahogaba en el dolor, como heterogéneo conjunto de alegrías y decepciones, escorias y riquezas que espantablemente se sorbe el mar en un naufragio. Su alma estaba sitiada de penas y la esperanza expatriada de su corazón.

Al cabo de un rato se levantó; y viéndose en el espejo, enflaquecida, pálida, ojerosa, huérfana de encantos, pensó: «¡No, no estoy para enamorar a nadie... y esto mismo demuestra que Perico me quiere!» Y a par de esta idea concebía otra íntimamente hermanada con ella que henchía de pavor su ánimo. Entonces, con la imaginación poetizaba aquello mismo que le era tan amargo. Su pasión sería planta ignorada que arraigase en lo más recóndito de su pensamiento: amaría de ojos y labios para adentro. Sus vidas serían como las orillas de un río, que aunque cercanas, cuanto más el raudal se engrosa y arrebata, más se apartan y viven eternamente separadas. «Sí -se decía Plácida;- en cambio para la traición y el engaño ¡cuánta facilidad! Repartirse entre el marido y el amante. Hoy de uno, mañana de otro, acaso un mismo día de ambos. Pretextos para salir nunca faltan; la misa, la parienta enferma, las compras. ¿Ocasiones?... La complacencia de la amiga, la escapada entre dos visitas cortas que justifican la tardanza. ¡Estar en brazos de un hombre y temblar y no saber si aquello es estremecimiento de miedo o palpitación de placer!... ¡No, yo no soy de ésas!... Si fuese capaz, me daría entera, alma y cuerpo, pensamiento y labios, de una vez, para siempre, con todo el impudor de la desesperación!»

Quiso andar, pero se apoderó de ella una laxitud dolorosa. Mudó varias veces de asiento, y no hallándose bien en ninguno volvió a la butaca; al revolverse en ella para cambiar de postura, vio un corsé encima de una silla y al pie de la cama unas botas. Después miró involuntariamente el reloj, cuyas manecillas automáticas e indiferentes, iguales al tiempo que simbolizan y miden, iban avanzando por la esfera. Volvió a mirar; faltaba más de una hora. ¡Aún era tiempo! ¡Calzarse, ponerse de cualquier modo un vestido, liar al niño en un mantón, y luego la libertad... el amor... y la deshonra! El corazón se le iba; la voluntad la sujetaba. No se movió.

Volviendo el rostro contra el respaldo del sillón, lo mordía saboreando el salado amargor de las lágrimas en que lo había humedecido... De pronto, comenzó a sonar pausado y lento el timbre del reloj. -«¡Una, dos..., ocho, nueve, diez!»

La bomba de la lámpara reflejada en el espejo parecía avivarse para esparcir más luz. Plácida creyó verla aumentar en intensidad y fulgor hasta convertirse en un foco poderoso, como si ella sola se esforzase en servirle de faro a su ventura.

Entonces, fuera de sí, alocada, hizo un esfuerzo, corrió al balcón y con violento empuje cerró vidrieras y maderos. En seguida, temerosa de que la claridad se escapase por entre resquicios y rendijas, se acercó al velador, alzó el brazo y dando rápidamente vuelta a la llave de la lámpara, la apagó. Quedó el cuarto en tinieblas; durole a ella un instante en la retina la impresión de la luz, y luego todo fue negrura en torno suyo. Cruzó el gabinete, llevando las manos por delante para no tropezar, apartó las cortinas de la alcoba, ¡aquellas mismas que traspuso la noche de su boda!, y buscando a tientas la camita del niño, sin miedo a despertarle, antes deseosa de oír su vocecilla, se dejó caer suavemente sobre su tierno corpezuelo, murmurando: «¡Nunca..., nunca!» Mas al mismo tiempo le pareció que en su oído resonaban y en su alma hallaban eco las últimas frases de Perico:... «Tengo la seguridad absoluta de que te decidirás... Llora, resígnate hoy... Ya te rebelarás otro día... Yo no te arrastro, él te empuja. ¡Estoy seguro de que eres mía!»

En lo más intimo de su ser iba lentamente surgiendo una idea, al par acariciada y temida, débil pero constante, que tendía a abrirse paso, como la yerbecilla que para brotar va poco a poco rompiendo el seno de la tierra. Su espíritu instintivamente comenzaba a encariñarse con aquellas palabras tentadoras y proféticas. Mas todavía ella, abrazando al niño, manojuelo de sus entrañas, seguía murmurando entre sollozos y besos:

-«¡Nunca..., nunca!»

Conclusión

Han pasado cinco años.

Al caer la tarde, tras un hermoso día de invierno, comienza a soplar el viento helado y sutil del Guadarrama; el aire de Madrid, que mata a un hombre y no apaga un candil. No se arremolinan los papeles esparcidos por el suelo, no se alza un átomo de polvo; pero las bestias que arrastran carros y carruajes lanzan por el hocico resoplidos tibios que empañan la diafanidad del ambiente con fugaces nubecillas de vaho. Las gentes andan tan presurosas que parecen perseguidas de cerca; los hombres, embozados en sus capas o cruzando los brazos para oprimir la chaqueta contra el cuerpo; las mujeres, según su clase y condición, envueltas en soberbios abrigos o arrebujadas en peludos mantones. Entre la incierta luz crepuscular, principian a lucir las temblorosas llamas del gas de los faroles. Las vidrieras de los cafés y los escaparates de las tiendas despiden a trechos grandes bocanadas de claridad que iluminan hasta el centro de la calle. Arrecia el frío, y algún mendigo sin techo a que acogerse se refugia en el hueco de una puerta, tendiendo la aterida mano a los que, más dichosos, alargan el paso estimulados con la esperanza de la comida y la familia que les aguarda en el hogar.

En un comedor, donde todo revela bien estar y buen gusto, una gran lámpara colgada del techo esparce alegre resplandor, que la pantalla de porcelana blanca recoge primero y desparrama luego sobre la mesa recién puesta y bien provista. El aparador está cargado de loza fina, cristalería primorosa y no poca plata labrada. Los demás muebles son cómodos y artísticos. En el adorno de los muros alternan los grabados antiguos con algunos ejemplares de costosa y rebuscada cerámica; platos, fuentes, cuencos y escudillas hispano-árabes, de Sajonia, de Persia, de Capo-di-Monte, Talavera, Alcora y el Retiro. Cuanto alcanza la vista, demuestra que la diosa Fortuna se ha detenido en aquella casa; y entre detalles de lujo y señales de holgura se adivina algo más valioso: las manos de una mujer amante y hacendosa.

En torno de la mesa, donde descuella un manojo de flores puesto en un jarroncillo, hay colocadas cuatro sillas. Dos para personas mayores, y dos que por su forma indican estar reservadas a niños; sobre una de éstas hay un almohadón; la otra es algo más alta, como escogida para una criatura mas pequeña.

A poco de dar las siete se abre una puerta y entra una señora sencilla y elegantemente vestida. Es Plácida, todavía joven, esbelta y airosa. El pelo se le ha oscurecido mucho, y entre los rizos cercanos a la frente le brillan algunas canas; el rostro no ha perdido encanto, antes parece acrecentada aquella dulce y apacible expresión de bondad que parecía reflejo de su alma; únicamente en el mirar se le nota cierta indefinible y triste vaguedad. Hacia la parte posterior del cuello tiene una cicatriz que llega hasta la oreja izquierda, la cual aparece partida por el lóbulo.

Asidos a su falda vienen dos niños vestidos con igual esmero y primor, uno de siete y otro de cuatro años. Ambos se acogen a ella como polluelos medrosos que no se apartan de la madre. Cada uno toma de sobre la mesa una servilleta presentándosela a Plácida, quien en tanto que se las anuda al cuello les dice:

-Paciencia, nenes; pronto vendrá.

Entonces uno de ellos se dirige a un rincón, y debajo de una mesa trinchera saca, a la rastra, una gran caja llena de soldados de todas las armas, de madera y de plomo, unos en servicio activo, otros inválidos, todos de colores brillantes y muy pocos enteros. El otro niño se dispone a formarlos en batalla, cuando de pronto suena un campanillazo. Plácida y los dos niños se dirigen hacia la puerta, y antes de que lleguen a trasponerla entra un hombre: Perico.

Viene cansado, algo ceñudo, harto de oír quejas y lamentos; pero al penetrar allí su frente se serena, los labios se le pliegan en sonrisa envidiable, e inclinándose hacia los pequeñuelos los coge y alza en brazos; el menorcillo le quita el sombrero, el mayor echa mano al bastón. Pedro les besa y acaricia, y lo mismo suena, igual dura el mimo y el beso con que a cada cual recibe. El mayor exclama cariñosamente: -«¡Hola, Pedro!»- El chiquitín dice: -«¡Papaíto!»

Terminada la comida, Perico se quedo en el gabinete fumando, mientras en una habitación cercana se oyeron al cabo de un rato rumor de palabras, besos apretados, y risas infantiles.

-¿Qué haces? -preguntó él desde el gabinete.

-Acostarles. ¿Sales esta noche?

-No.

-Me alegro; en cuanto se duerman éstos, iremos al otro cuarto y tocaré algo. Anda, enciende tú las velas y busca el tomo de las sonatas de Beethoven

Cuando los niños se quedaron dormidos, Plácida, con objeto de oírles si se despertaban, fue levantando los cortinajes de las puertas y luego pasó con Pedro a la habitación a que se había referido, que era espaciosa y estaba sencillamente alhajada; allí tenía ella el piano y él los muchos libros que no le cabían en el despacho.

Sobre una mesa había otro libro abierto, con los pliegos recién cortados, encima del cual se veía una canastilla por cuyo enrejado de dorados mimbres asomaba una labor de aguja, interpolándose sus revueltos hilos y sedas entre las páginas del volumen, de suerte que reunidos libro y cestillo parecían símbolo y cifra de dos vidas estrechamente unidas.

Una hora hacía que estaban allí distrayéndose a ratos, con la música, la conversación o la lectura, cuando él se levantó de pronto en busca de un periódico. Ella, que estaba al piano, cesó entonces de tocar, miró en torno, y cerciorada de su soledad, suspiró haciendo un gesto de tristeza. Perico, que volvía con el periódico en la mano, acertó a ver aquella señal de amargura, y aproximándose a Plácida, turbado como quien teme perder el mejor bien de la vida, le preguntó:

-¿Qué tienes? ¿No eres feliz conmigo?

-¡No he de serlo!

-¿Estás arrepentida?

-¡Eso no! ¡Cuánto te debo!... Pero ¡qué situación la nuestra!...

-Sí; han dejado de tratarte algunas personas; de fijo las mismas que te habrían disculpado si hubieses tenido relaciones conmigo, o con otro cualquiera, sin separarte de tu marido y tolerándolo él. ¡No te importe! ¿No eres tan honrada como antes?

-Sigo siéndolo -repuso Plácida; -pero el día en que me vine contigo empecé a no parecerlo.

-Acuérdate de lo que has sufrido; cuando pienses en él, mírate esa cicatriz al espejo.

-¡Creí que me mataba!

-Está tranquila. Nadie nos puede separar.

-¡Nadie! Y él, ¿dónde está?, ¿qué hace?, ¿cómo vive?, tú sabes algo. ¡Dímelo!

Perico la miró fijamente con doble expresión de amor y de desconfianza; ella, adivinándole el pensamiento, le contestó a la mirada como si respondiese a una frase:

-No temas nada. Soy tuya en cuerpo y alma. ¡Tuya y de los niños!

-Pues bien, ¿recuerdas que hace tres años te dije que después de estar enteramente arruinado le dieron un destino?

-Sí.

-¿Recuerdas que, hace año y medio, hubo un robo en no sé qué oficina de Hacienda, que acusaron a dos empleados, uno a quien prendieron y está todavía en la cárcel, y otro que se escapó? Pues el segundo era tu marido. Hoy vive en Francia, y la misma influencia por que logró el destino le sirve ahora para que no se pida su extradición.

-¡Qué vergüenza! ¿Y es justo que mi hijo lleve su nombre?

En esto se oyó la vocecita de uno de los niños que se había desvelado y llamaba:

-«¡Mamaínaaa...!»

Plácida se puso en pie rápidamente y dijo:

-Creo que se ha despertado uno... ¿Cuál será?

-No sé -repuso él, -porque para mi alma es uno solo el timbre de su voz.

Ella echó a correr hacia el dormitorio de los niños, pero en la puerta se detuvo un punto, y mirando a Pedro con inefable mezcla de amor y gratitud, exclamó:

-¡Qué bueno eres! ¡Bien hecho está lo hecho!

Cuando Perico se quedó solo, alzó los ojos, como si al través de muros y techumbres deseara contemplar el cielo, y no con frases rutinariamente aprendidas, sino con voces del alma, murmuró a modo de plegaria estas palabras:

«¡Señor! ¡Sólo Tú sabes quiénes son los limpios de corazón!»

Appendix A

Madrid, 1890.

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TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. La honrada. La honrada. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-000F-77E1-D