[Nota preliminar: Edición digital a partir de la edición de Madrid, Imprenta y Fundición de Manuel Tello, 1889 y cotejada con la edición crítica de Laureano Bonet (Madrid, Castalia, 1980)].

- I - : «Ré» en la Arcillosa

Quién de los dos empujó primero, yo no lo sé. Quizás fuera el mar, acaso fuera el río. Averígüelo el geólogo, si es que le importa. Lo indudable es que el empuje fue estupendo, diérale quien le diera; es decir, el río para salir al mar, o el mar para colarse en la tierra. Mientras el punto se aclara, supongamos que fue el mar, siquiera porque no se conciben tan descomunales fuerzas en un río de quinta clase, que no tiene doce leguas de curso.

¡Labor de titanes! Primero, el peñasco abrupto, recio y compacto de la costa. Allí, a golpe y más golpe, contando por cúmulos de siglos la faena, se abrió al fin ancho boquete, irregular y áspero, como franqueado a empellones y embestidas. Al desquiciarse los peñascos de la ingente muralla, algo cayó hacia afuera que resultó islote mondo y escueto, y más de otro tanto hacia dentro, en dos mitades casi iguales, que vinieron a ser a modo de contrafuertes o esconzados de la enorme brecha. La labor del intruso para continuar su avance, fue ya menos difícil: sólo se trataba de abrirse paso a través de una sierra agazapada detrás de la barrera de la costa; y forcejeando allí un siglo y otro siglo, buscando a tientas al obstáculo las más blandas coyunturas de su armazón de granito, quedó hecho el cauce, profundo y tortuoso, entre dos altos taludes que el tiempo fue tapizando de césped y bordando de malezas.

Atravesada la sierra, el cauce desembocó en un valle, verde y angosto, encajonado entre ondulantes cerros y colinas, que van escalonándose suavemente y creciendo a medida que se alejan hacia la erguida cordillera que recorta el horizonte con su perfil de jorobas y picachos, de Este a Oeste. Las aguas detenidas un instante al asomar al valle, como para formar allí un remedo de golfo, corrieron hacia la izquierda, lamiendo por aquel lado las faldas del montecillo que las separaba del mar; después retrocedieron súbitamente, describiendo rápida curva sobre la derecha; se deslizaron mansas, tranquilas y en línea recta, a lo largo del valle hasta dar con otro cerro de escarpada ladera; y arrimaditas a él, continuaron corriendo y abriendo cauce tierra adentro, hasta perderse en un laberinto inextricable, cuyos misterios no había penetrado todavía la luz del sol.

Es posible que en aquellas espesuras toparan con el ocioso río dormitando entre sus cañaverales y bajo su espeso dosel de alisos, madreselva y avellanos bravíos; pero lo que no tiene duda, porque bien a la vista está, es que desde entonces, por el mismo cauce que llenan y desocupan dos veces cada día las salobres aguas, salen al Atlántico mezcladas con ellas las insípidas del río, que ha bajado, creciendo poco a poco con ayuda de vecinos y despeñándose a menudo, desde sus pobres fuentes escondidas en un repliegue sombrío de las montañas del fondo.

Este cauce, en su parte recta y más larga, y en sentido opuesto a la línea de la costa, tiene dos grandes derivaciones o caños, que arrancan de él, casi verticalmente, como del tronco las ramas principales; y los caños, a su vez, otras ramificaciones que surcan en varios sentidos la ribera hasta el contorno mismo de la tierra firme; de modo que en las pleamares toda la planicie aparece tijereada y subdividida en islillas verdes, en las cuales pastan los ganados el sabroso liquen que crece entre apiñados haces de finísimos juncos.

De los dos grandes caños que tiene la ría, es el principal, por ancho, largo y practicable, el llamado la Arcillosa, no sé por qué, pues allí no hay señal de arcilla ni de cosa que se le parezca. El hecho es que se llama así, y que en el pueblo que se desparrama a corta distancia de él, le consideran como su puerto de mar los contados labradores que hacen a pluma y a pelo; quiero decir, que así manejan el dalle y tumban un prado en agosto, como cinglan en la chalana y calan la sereña o tienden las redes o arrastran el retuelle por la canal casi enjuta.

Pasan de diez los pueblos que, más de cerca o más de lejos, se miran en las aguas de la ría; y el más grande de todos está encaramado, y como a horcajadas, en el mismo perfil de la costa y sobre su curva más alta. Abajo, muy abajo, está la playa, espaciosa, limpia y abrigada, en la cual mueren blandas y rumorosas hasta las enfurecidas olas que momentos antes, y entre bramidos, se estrellaron en las dunas y en los peñascos de la barra, impelidas por el huracán. Este pueblo, sin dejar de ser terrestre, tiene más alientos y caracteres marítimos que los demás ribereños. Cuenta con un buen número de lanchas de altura, y sus pescadores pertenecen, por tanto, a la desdichada legión de «héroes anónimos», es decir, que son de los valientes que pagan, en la proporción debida, el negro tributo que tan a menudo cobran a los de su oficio las tempestades del Cantábrico. Tiene una delegación, aunque humilde, del ministerio de Marina; y la Hacienda pública, su poco de aduana, que, de vez en cuando, aplica sus ociosos aranceles a las heroicas naves que atraviesan la barra y surcan luego la ría del puerto aquél, al cual puerto, y solamente para los efectos... artísticos de este libro, llamaremos de San Martín, lo mismo que al pueblo a que corresponde; pueblo de notoria importancia en el litoral montañés, a la que no contribuye poco el bien adquirido renombre de su hermosa playa, en la que se zambulle cada verano un buen contingente de la sociedad adinerada, que despuebla, en los meses estivales, por costumbre o por necesidad, las mejores ciudades del interior de España. Casi, casi, es sitio de moda en el Almanaque del turista.

No lo son, ciertamente, las demás aldeas circunvecinas, ni, en rigor de verdad, echan ellas de menos ese timbre vanaglorioso, porque para nada le necesitan. Cuál por empingorotada y descubierta a todos los vientos de la rosa; tal por recogida y acurrucada al socaire de sus arboledas; ésta por agrupadita y cevil; aquélla por desperdigada y montuna; la de acá por «pudiente y hacendosa»; la de allá por todo lo contrario; la de enfrente por lindera del camino real, y la del otro lado por inaccesible y escondida; cada una de ellas, y según propio aserto, con las mozas más garridas, y las mieses más feraces, y las campanas más sonoras, y las fuentes más saludables, y el santo más glorioso, de todas las mozas, de todas las mieses, de todas las campanas, de todas las fuentes de siete leguas a la redonda, y de todos los santos de la cristiandad, se considera como lo mejorcito y más envidiable de España; y en unión de cuanto puede abarcar la vista desde el campanario de la iglesia, el pedazo de tierra más majo de todo el mundo conocido.

Y el caso es que yo mismo ando a dos jemes de creerlo también al pie de la letra, porque verdaderamente es de lo más hermoso que puede imaginarse aquel panorama inundado de luz y de alegría.

Viniendo a lo que importa, o sea a Robleces, la susodicha aldea que considera a la Arcillosa como su puerto natural y propio, y no sin razón puesto que le pertenece, como el del monte comunal, el usufructo de la mitad de la ribera enclavada en su término, conviene saber por ahora que, después de San Martín, es el pueblo de mayor vecindario entre todos los ribereños; que está dividido en tres barrios, separados entre sí por tres mieses, dos llosas, cuatro camberones hondos y una sierra calva; que del barrio más próximo a la ría y llamado de Las Pozas, seguramente por las que en él abundan en invierno, son los únicos anfibios que cuenta el vecindario de todo lugar, y que la casuca de Juan Pedro Menocales, más conocido por el Lebrato, el único matriculado en regla que hay entre los contados anfibios, está casi dando con los cimientos en el agua de un canalizo que serpentea hasta aquellos límites de la junquera y arranca del extremo terrestre de la Arcillosa. En ese canalizo, casi en las bardas mismas de su corral, fondea, o mejor dicho, amarra el Lebrato a un estacón bien clavado en el suelo, su chalana, poco mayor que una masera, y otra embarcación de más humos, que también posee y utiliza en las grandes ocasiones de su arrastrado oficio: una barquía, vieja sí y acribillada de remiendos y tapones, calafateada con trapajos caseros y embadurnada con algo que no tiene ni el negro brillante, ni la correa, ni la impermeabilidad del alquitrán de buena casta; pero, al cabo, una barquía, capaz... de lo que se irá sabiendo poco a poco. Porque en la persona del Lebrato hay algo más de lo que aparentan su pellejo arrugado, su delgadez sarmentosa, su carita risueña y aniñada, y especialmente aquel sobrar de calzones, de chaleco y de camisa por todas partes, como si estas prendas no llevaran dentro más que las ramas torcidas del tísico cerojal en que el viento las zarandea para secarlas cada vez que la cellisca de la ría las empapa sobre el cuerpo de su dueño. Por de pronto, hay, o más propiamente, había en éste, a la sazón de mi cuento, un hombre que, arrastrado por las exigencias de su deber de matriculado, había corrido mucho mundo y guerreado valerosamente... ¡asómbrese el orbe entero! en Cochinchina, a las órdenes del coronel Palanca. De allí vino a la hora menos pensada con su correspondiente lucro, bien cosido al ceñidor; unas botas de agua, que sólo se calzaba en los días de incienso o cuando iba a Santander, y un saco inagotable de cuentos y noticias sobre cosas y personas de por allá, que eran el regocijo y el pasmo de todos sus convecinos.

Este Juan Pedro, el Lebrato, tenía un hijo, llamado Pedro Juan, más conocido por el mote de el Josco, el cual hijo era en estampa y en carácter todo lo contrario de su padre, es decir, medradote, sombrío de faz, corto de genio y seco y áspero de frase. Vivían y trabajaban juntos, y andaban en todo tan unidos, aunque eran entre sí tan diferentes, como la mar y el cielo o la noche y el día. El padre era el espíritu, la inteligencia y la palabra, el hijo, la fuerza, la máquina dócil y segura que rechina a ratos por lo mismo que se mueve, pero que no se para mientras la voluntad inteligente no se lo ordena. En un solo trabajo fallaba esta máquina, que jamás se resistía a la voluntad y al ejemplo de Juan Pedro, ni aun cuando éste se jugaba la vida chungueándose con el riesgo mortal, como si se tratara de mojarse el vestido en la canal de la Arcillosa: el trabajo de casarse Pedro Juan con la mujer que le proponía Juan Pedro. ¡Entonces sí que rechinaba la máquina y hasta echaba chispas por todas sus coyunturas! Porque al mandato del padre se oponía tenazmente, no la voluntad ni la inclinación del hijo, pues inclinación a la moza y voluntad para casarse con ella le sobraban, sino la cortedad del genio, que le hacía imposible todo paso directo en aquel sentido. ¡Los había intentado en vano y de propio impulso tantas veces!

Y la mujer era de suma necesidad en aquella casa tan falta de gobierno y del aseo que no pueden tener dos hombres rudos, esclavos además de un incesante trabajo. Pedro Juan tenía una hermana; pero esta hermana estaba casada y llena de familia; y aunque vivía también en Las Pozas, harto tenía que hacer en su propia casa para pensar en el arreglo de la de su padre. Gracias que cada ocho días les lavaba la ropa blanca, y cada quince daba un recorrido a los pobres trastos del hogar, y remendaba lo más apremiante de lo roto, y en los grandes apuros les echaban, ella y «el su hombre», una mano a las faenas. Y para eso, ¡qué ponderar la ayuda y los ahogos, y qué zamparse la familia entera las hogazas y los torreznos de los pobres solitarios, en un par de comidas y otras tantas cenas!

Con ser tanto lo que ocupaban al padre y al hijo los trabajos de la ría, esto no era para ellos más que lo accesorio, o «ayuda de costas»; lo principal era la labranza de unas tierras y el cuidado de unos animales. Así andaba en aquella pobre casuca revuelto lo marino con lo campestre: la red con el arado, el remo con el horcón; y en la socarreña adjunta, el aparejo de la barquía sobre la pértiga del carro. Tiempos hubo en que las tierras y el ganado y la casa y cuanto en ella se contenía, fueron de la propiedad del Lebrato, parte de ello por herencia, y el resto adquirido con los doblones venidos de Cochinchina; pero a aquellos tiempos bonancibles y prósperos, sucedieren otros bien adversos; largas y crueles enfermedades que, tras dejar viudo al pobre hombre, le costaron buenos dineros; plagas que arruinaron las cosechas y diezmaron los ganados; el fisco, que no repara cosa mayor en tales desventuras para llevarse, por buenas o por malas, lo mejor de la hacienda del atribulado... y lo que de todo esto se sigue por ley fatal de las desdichas humanas; y Juan Pedro tuvo que acudir al anticipo, y después al préstamo con hipoteca; y como cayó en malas manos para todos estos delicados tejemanejes, de la noche a la mañana se vio convertido, de acomodado propietario, en simple y menesteroso rentero de su prestamista, que aún le ponderaba esta favor, pues derecho tenía para arrojarle de casa y buscar otro colono para sus tierras y ganados. Convenía el Lebrato en ello; y lejos de amilanarse por tan poca cosa, sin perder su buen humor ni verse un frunce de más ni de menos en sus ojillos risoteros, se lanzaba con doble ahínco a sus bregas de pescados, para sacar de ellas el dinero que le costaban la escasa borona que le nutría el demacrado cuerpo, y los míseros trapos en que le envolvía.

A Pedro Juan no le alcanzaron más que los tiempos malos; con lo cual y la singular contextura de su naturaleza, se acomodó sin esfuerzo a lo que ellos daban de sí buenamente, que era bien poco y bien arrastrado en su mayor parte.

Y así y con otros trabajillos que no andaban tan a la vista como ello, iban tirando de la vida el padre y el hijo al tener yo el gusto de presentárselos al lector bondadoso, metidos hasta las choquezuelas en la basa de la Arcillosa, cerquita de su empalme con la ría; clavando con picachos de madera la parte inferior de una red que alcanzaba de orilla a orilla; plegando luego el resto sobre lo clavado en el suelo; afirmándolo allí con cantos sobrepuestos para que no se recelaran los pescadores ni la levantara la marea según fuera ésta subiendo, y atando, por último, en lo alto de cada orilla del ancho cauce, las dos cuerdas que arrancaban de los dos extremos de la red oculta. La misma operación hicieron en seguida en los dos únicos portillos de la Arcillosa, que, aunque lejana, tenían comunicación con la gran arteria de la ría. Terminadas estas operaciones, que no duraron menos de dos horas, padre e hijo emprendieron la vuelta a casa, a ratos por el fango del estero, y a ratos por la junquera, según fueran o no accesibles sin esfuerzo los islotes del atajo.

Mediaba el mes de junio: las mareas eran vivas, el día espléndido, y aquella red, la primera que echaba el Lebrato en el vagar que le ofrecían sus trabajos campestres, entre el resallo y la siega.

Antes de comer lo poco y mal condimentado que les aguardaba arrimado en un pucherete a la lumbre mortecina, ya estaban el padre y el hijo Arcillosa arriba en su chalana, porque la pleamar exacta era a las doce, y había que levantar la red un buen rato antes de iniciarse el descenso de las aguas. Cuando llegó el momento esperado, cada cual haló desde la orilla en que estaba del correspondiente cabo, que volvió a ser amarrado bien tirante a la respectiva estaca, en cuanto la red quedó alzada más de tres palmos sobre la marea; precaución bien tomada, porque el muble no es pez que se deja arrinconar por barreras que puedan franquearse con un asalto de una tercia. Levantadas de igual modo las redes en los dos portillos, los rederos se volvieron a casa a zamparse la insípida puchera, en paz y en gracia de Dios, mientras la línea negra que trazaba la red sobre la tersa y brillante superficie de las aguas, advertía a los muchos aficionados del lugar que apercibieran sus morrales y retuelles.

Y no fue desairado el aviso, pues desde más de una hora antes de la bajamar, ya comenzaron a salir de los tres barrios, triscando como potros bravíos, con el morral al costado, el retuelle al hombro, las perneras remangadas hasta las ingles, los pies descalzos, y los brazos en cueros vivos y la cabeza hecha un bardal, cerca de dos docenas de mozuelos y más de seis mocetones, que no pararon de correr hasta la casa misma de los rederos, donde tomaban de memoria el número que había de corresponderles en la fila, según el orden en que iban llegando.

Cuando no quedó en la Arcillosa más agua que la contenida en su canal angosta, se formó dentro de ella, y en el orden indicado, la fila, de uno en uno, detrás de los rederos y su familia. Iban, pues, delante de todos, el Lebrato, su hijo y tres nietos. Tenían los rederos ese privilegio en compensación del derecho que asistía a sus convecinos, y no se sabe por qué, para tomar parte en toda pesca preparada de igual modo en la ribera del lugar.

La fila no bajaba de treinta cuando el Lebrato se agazapó y comenzó a andar Arcillosa arriba, a pasos muy cortos y muy lentos, arrastrando al mismo tiempo la mitad del aro de su retuelle por el suelo de la canal; y los que le seguían, imitando su ejemplo, se fueron humillando uno por uno, dando con sus oscilaciones y bamboleos tal aspecto a la procesión, que más parecía revolcarse que caminar. Como el diámetro de los retuelles no era menor que el ancho de la canal, evidente es que cada pescador no podía contar con otros peces que los que se escabulleran, casi de milagro, por los resquicios o las mallas del retuelle del que le precedía. De este modo, calcúlese lo que le alcanzaría al que formaba en la cola, por cada libra de pescado que embaulara el Lebrato en su morral. Ni los cámbaros llegaban esa vez al retuelle del muchacho que hacía en la procesión el número treinta.

Pues aún hubo aquella tarde quien hizo el de treinta y uno; porque a deshora y cuando ya iba la procesión bien apartada de la orilla, llegó Quilino, un mozo del barrio de la Iglesia que siempre iba el último a todas partes y donde quiera estaba de más; y hasta en negocios de amor (lo único en que acertaba a madrugar como nadie, porque era enamoradote y rijoso como él solo) le dejaban «a resultas» y en «veremos», como le estaba pasando entonces con Pilara, que no se resolvía a darle el sí en tanto no hablara el Josco que, a lo que parecía, «pensaba en hablar». Con estas cosas se ponía Quilino que ardía. Llegó a la red echando los hígados por la boca de tanto correr, y muy arremangado de camisa y perneras, pero sin retuelle ni morral: no llevaba más que una talega, como de medio celemín. Se lanzó a la basa, entró en la canal y comenzó a arrastrar la talega, cuya boca mantenía medio abierta con la ayuda de una velorta recién cortada en el camino. Rastreando así con gran dificultad, porque la talega era de lienzo bien tupido y oponía gran resistencia al agua que entraba en ella para no salir si no la echaban por donde había entrado, llegó a la cola de la fila con dos cámbaros chicos, tres esquilas y una zapatera, que resultaron en el fondo de la talega al derramar el agua que contenía.

Relinchaba y reía entonces la gente de la red a más y mejor, porque el Lebrato, contribuyendo sin duda a ello el buen acopio de lobinas, mubles y rodaballos que iban haciendo él y Pedro Juan en sus amplios morrales, estaba en vena, como nunca, de dicharachos, cuentos y chascarrillos graciosos. Y ésta era la salsa que llevaba tanta gente a las redes del Lebrato: la mitad más que a las que echaban en la Arcillosa misma y en el otro estero, llamada la Paserona, el Perrenques o cualquiera de los otros rederos, harto insípidos y desanimados, del propio barrio de Las Pozas. Ir a la ré del Lebrato, era punto menos que ir a una comedia.

-¿De qué vus riís tanto, chacho? -preguntó Quilino en cuanto se arrimó al colero, que en aquel instante estrenaba el morral con un rodaballo no más grande ni más grueso que un librillo de fumar.

-Del horror de cosas que nos dice tío Lebrato -respondió el del rodaballo chiquitín-. ¡Conchis, qué célebre que está hoy!

Y el caso es que la gente aquella se reía por reír, las más de las veces, porque del quinto de la fila para abajo, ninguno celebraba lo que verdaderamente salía de los labios de Juan Pedro. Como tenía éste poca voz, y en aquellas ocasiones hablaba casi con la boca entre las rodillas, y además sonaban mucho el chocleteo de piernas y retuelles en el agua y el pujar y toser de los que iban cansándose en aquella postura tan incómoda, las palabras del Lebrato, por mucho que éste las esforzara, no eran oídas en toda su claridad más abajo del tercero o cuarto de la fila; pero como allí se iba, tanto o más que por la pesca, por oír los relatos de Juan Pedro, era ya cosa convenida que cada frase del redero fuera repetida de trecho en trecho y pasada de boca en boca hasta las orejas del último de la fila; con lo que acontecía que, cuando ésta era larga, al llegar la frase a la mitad del camino, ya no tenía punto de semejanza con la que había salido de la cabecera...

Como sucedió un buen rato después de llegar Quilino a formar la cola. Comenzando a narrar otro suceso de allá, que eran los que más embobaban al auditorio, dijo así Juan Pedro, sin dejar de andar ni de atender a lo que traía entre manos, ni de recomendar a su hijo los pocos peces gordos que se le escapaban por entre los pies o saltando sobre el aro del retuelle:

-Amigos de Dios: una vez pillamos a un general muy runflante de las fuerzas de los chinos... porque un mandarín echó un bando con cuatro aleluyas... que, por equívoco, le sacaron de las trincheras.

Pues el período éste, emitido a trozos y dando tumbos fila abajo cada uno de ellos, de boca en boca y pescado al oído conforme a las respectivas entendederas, fue llegando a las de Quilino en la siguiente forma:

-«Se ha de ver que Pilarona le dará en resultante con la puerta en los bocicos... porque él no anda allí buscando más que las cuatro alubias y el poco lardo de la puchera.»

En opinión de Quilino, el él del cuento no podía ser otro que el mismo Quilino en cuerpo y alma. Pilara no tenía, que de público se supiera, otro pretendiente declarado que él, Quilino, y otro de intención, pero muy a la vista: el Josco. Tan a la vista, que la misma Pilara le había dicho a él, a Quilino, más de tres veces, que le abría la puerta de su casa «a resultas de lo que Pedro Juan hablara, cuando rompiera a hablar». De modo y manera que lo del portazo «en los bocicos» se había dicho allí por él, por Quilino, o por el Josco. Por el Josco no podía ser, porque el dicho venía del Lebrato, y el Lebrato no había de burlarse de su propio hijo delante de tanta gente. Luego era por él, por Quilino; y siendo por él, pasara lo de «la puerta en los bocicos» porque, al cabo, nadie es onza de oro que a todos guste; pero lo de las cuatro alubias de la puchera, ¿con qué derecho se suponía y se declaraba en público como cosa cierta, siendo en su parecer, en el de Quilino, tan calumniosa?

Todas estas cosas discurrió Quilino, a su manera y en un periquete, en cuanto llegó a su oído la última frase del período copiado, con lo que se puso hecho un veneno; y dando un talegazo furibundo en la basa, pidió cuentas del dicho al mozalbete que se le había endosado, el cual respondió que como se le entregaron le había hecho correr; reclamó entonces a la estafeta inmediata, saliéndose ya para esto de la canal; mas como por allá arriba no se había dicho ni oído cosa semejante a lo que producía la protesta de Quilino, que bailaba de coraje encima de la basa, los treinta de la red le armaron una de risotadas y chiflidos, que temblaba la junquera. Cegóse con ello Quilino, y fuese en derechura hacia el Josco, que era el que más le ofendía allí, no por lo que dijera ni silbara, pues ni desplegó los labios el infeliz, ni con una mala arruga en ello dio a entender que deseaba reírse de lo que estaba pasando; sino por ser quien era: el mozo de cuya lengua dependía que Pilarona le diera a él o no le diera «con la puerta en los bocicos». Pedro Juan podría ser corto para decir a una moza «por ahí te pudras»; pero a dar pronto, bien y a tiempo una castaña a un provocador, y provocador tan mal visto de él como Quilino, que podría o no podría salirse con la suya en el empeño en que estaba metido, no había maestro que le ganara. De modo que en cuanto vio la actitud de Quilino y sintió que le temblaba un poco la mejilla izquierda, único síntoma que anunciaba en él que se había colmado la medida de su aguante, largó el retuelle y dio el primer avance para salir de la canal; pero lo observó su padre, le cortó el paso con la ayuda de unos cuantos concurrentes, y entre todos ellos le volvieron a su sitio, mientras los restantes de la red daban otra grita al desconcertado retador y le echaban hacia abajo.

Y a esto debió Quilino la fortuna de conservar por entonces todos sus dientes en la boca, y de no haber dejado aquella tarde bien estampada su persona en la basa del estero.

Del cual salió sin detenerse más tiempo que el indispensable para apañar la talega, echando espumas de rabia por la boca, y sacudiendo tan fieros talegazos contra el suelo y hasta contra sus propias zancas cuando no estaban hundidas en él, que al intentar un recuento de sus cámbaros mientras gateaba la sierra, los halló en las honduras del saco hechos una pura papilla. Esto, y el antojársele que ciertos rumores con que de rato en rato le escarbaba los oídos el espirante nordestes (que, por ser de buena casta, había de morir antes que el sol acabara de caer) eran los de la rechifla con que le despedían a él, a Quilino, los de la red, encendió nuevas iras en su pecho; trocó en desatada carrera el paso acelerado que llevaba, y buscó por el callejo más hondo el camino más breve del barrio, decidido a verse con Pilarona y a decirla cuanto antes que, «saliérale pez u rana, aquello no podía seguir así».

Entre tanto, los de la Arcillosa, olvidados bien pronto de Quilino con los lances de la pesca y las cosas del Lebrato, continuaban detrás de éste y su familia arrastrando el retuelle, casi siempre vacío; pero con la esperanza de mejorar de suerte más allá. Y así fue, para algunos, al llegar al remate de la canal, punto menos que en seco ya, donde los cautivos peces se habían ido refugiando al buscar una salida que sólo hallaban los que tenían la suerte de caber por las estrechas mallas de la red. Para todos los pescadores hubo algo en aquel sitio; pero tan poca cosa para los más de ellos, que sin las cuchufletas del Lebrato, el lance de Quilino y otras «deversiones de palabra» que allí encontraron, no alcanzara a consolarlos del tiempo que habían perdido, ni del dolor de riñones que les hacía renquear, de vuelta a casa.

- II - : El conflicto de Pedro Juan

-Mejor aprovechá pudo haber sido la tarde -decía Juan Pedro a su hijo mientras los dos refrescaban el pescado de los respectivos morrales zambulléndole en el agua limpia de la caldera, que para eso habían colocado sobre el poyo del soportal de su casa-; pero otras redes han dado menos, y quizaes la de mañana no dé ni tanto. ¿Te paece que habrá aquí veinte libras?

Pedro Juan dijo con la cabeza que no.

-Ya estaba yo en eso, como lo estoy en que pasan de quince.

Pedro Juan hizo un signo afirmativo.

-Y de deciséis.

Otra afirmación muda del Josco.

-Y de decisiete.

Nueva afirmación muda del susodicho.

-Y de deciocho.

Pedro Juan hizo un gesto que quería decir: «por ahí le andará, sobre poco más o menos».

-Esa es la cosa; pero con la ventaja de que las piezas son, por el respetive, de locimiento pa la salida... y abunda más la llubina que el muble, con buen qué de rodaballos... Quiere decirse que, motivao a este particular, no hay que ablandarse en el precio tanto como solemos: bien se puede pedir, uno con otro, a tres reales la libra; y casa por casa y escogido, a treinta cuartos lo que menos.

Pedro Juan hizo otro gesto que significaba: «podrá que sí, u podrá que no».

-Hombre, si te encoges tanto, visto está que no; pero como yo creo que no hay razón pa encogerse cuando se hace la cosa en buena conciencia y en ley de Dios, como ésta... Más caro vende Perrenques pura metralla, y no falta quien se lo tome; y los demás rederos, allá se le van en humos cuando el caso les llega... y toos lo nesecitan menos que tú y que yo... ¡y con ser quien soy!: el único matriculao que anda en la ría, y más afuera tamién, y con derecho bien notorio de que no anduvieran otros por onde yo ando. Sólo que es uno de esa condición y no quiere guerra con sus convecinos, ni hacer mal a naide no más que por hacerlo... Dirás tú que éstas son coplas, y que más valiera, en ciertos casos, vista la mala ley de otras gentes, hacer con tales y con cuales lo que el de más allá hace con uno... Podrás estar en lo firme; pero yo estoy más a gusto con hacer lo que hago. Cierto que no se engorda con ello; pero se duerme tan guapamente, y no hay ujano que roa en los prefundos cuando más devertío está el hombre, ni pentasma que le espante ni le engurruñe los hígados cuando la triste nesecidá le pone en riesgo de jugarse la vida allá afuera, contra un zoquete de borona... Tú, Pedro Juan, hazte la cuenta de que no hay bien ni mal que cien años dure... y hala pa lante hasta caer de veras; que de caer hemos, igual tú y yo, que semos la miseria andando, que el que tenga los mesmos tesoros del Pirata... ¿Metistes la camá de juncos en el cesto?

Pedro Juan respondió que sí.

-Pos échale haza acá, y trae tamién la triguera pa desapartar lo de costumbre.

Pedro Juan hizo lo que le mandaba su padre; y fue de notarse que al paso que colocó el cesto muy sosegadamente arrimado al poyo, arrojó encima de él la triguera de muy mala gana.

-Convenido, hijo, convenido. Pecao mortal es que aquella boca se los zampe; pero a mal tiempo buena cara: a más de que a eso le tenemos avezao mucho hace, y sabe Dios lo que sería de otro modo.

Casi a tientas, porque era ya de noche y no había otra luz que la que reflejaba la tenue claridad del cielo, comenzó el Lebrato a sacar de la caldera los peces que contenía, para colocarlos uno a uno sobre la camada del cesto. De paso, y valiéndose para ello, más que de la blancura reluciente del pescado, de la experta sutileza de su tacto de pescador, separaba en la triguera los peces que habían de servir para los fines que se proponía. Cuando Pedro Juan volvió con dos mimbres, que fue a coger de un haz de ellos que guardaba encima de una barrotera de estragal, su padre había apartado las tres lobinas, los cuatro mubles y los dos rodaballos mayores y más lucidos que había en la caldera.

El Josco, sin decir una palabra, se quedó mirando, con muy duro ceño, las nueve hermosas piezas; después eligió las tres más grandes, y las fue ensartando por las agallas en uno de los mimbres, cuyos extremos sobrantes unió muy curiosamente en forma de estrovo. Dio otra zambullida en la caldera a los peces ensartados así, y los dejó blandamente sobre los que había en el cesto. También fue de notar que al ensartar los otros seis escogidos, parecía que los daba de puñaladas con el mimbre cuando le pasaba de las agallas a la boca; que se limitó a dar un nudo muy tosco a las puntas de la vara, y que arrojó la sarta en la triguera sin cansarse en meter antes los peces en el agua. Hecho esto, rascó con las uñas lo mayor del barro seco que aún conservaba pegado a las zancas; se bajó las perneras que tenía arremangadas; las dio unos manotazos hacia los pies; frotó luego ambas palmas contra las respectivas caderas; lió un pito, echó una yesca, y le encendió; y como quien se dispone a tomar una resolución heroica, restregóse las manos y cogió con cada una de ellas una sarta de pescado.

El Lebrato le miraba de hito en hito y le dejaba hacer sin decirle una palabra. Cuando notó que se iba a largar sin más explicaciones, le habló así:

-¿Por las trazas, lo vas a llevar esta noche? Pensé que lo dejarías pa mañana, de paso que corríamos lo demás, si antes no vienen por ello.

-Es mejor así, ya que hay tiempo y na que hacer en casa.

-Cierto: las vacas van ya camino del puerto, si es que no han llegado a él; el llar está en punto, y la torta la echaré yo pa cenar cuando güelvas... Pero...

Y como el Lebrato no apartara los ojos de las dos sartas de peces, adivinándole los deseos Pedro Juan, díjole alzando respectivamente la mano en que estaba la sarta grande y la en que estaba la sarta chica:

-Éstos son pa él, y éstos... pa ella.

-¡Pa ella!... ¡Ah, vamos!... Pero nunca otro tanto hiciste, Pedro Juan. ¿Cómo tan ocurrío por parte de noche?

-Porque los merece... Por eso.

-Bien está; pero la novedá es lo que me pasma. Con ello y con que se te atragante la voluntá...

-Es que he pensao que pué que me atriva mejor así.

-¡Hombre! pues si en unos cuantos peces está y no te fías bastante en esos pocos, llévate el canasto entero y verdadero. Con tal que ello sea...

El Josco, sin aguardar a que su padre acabara de hablar, cogió con una sola mano las dos sartas, salió del portal, y a buen paso tomó la misma senda que había llevado Quilino al caer de la tarde; y también, al llegar a lo alto de la sierra, buscó por el callejo más hondo el camino más breve para ir adonde iba.

Comenzaba a lucir la luna, en el cielo no había una sola nube, y la noche picaba un poco en calurosa; por todo lo cual la gente del barrio andaba a aquellas horas solazándose, tendida sobre las mullidas del corral, murmurando a la puerta de casa, o de tertulia en la solana, según los gustos o los medios de cada familia: en cualquiera parte menos en la cocina y en la cama.

Pedro Juan, que al asomar al barrio comenzaba a temer que le faltara resolución para entrar en casa de Pilara con el regalo, por lo mismo que jamás le había hecho otro, tuvo la fortuna de encontrarla junto al goterial, al pasar por allí como pudo pasar otro cualquiera, pues que era camino para ir adonde iba él. Las «buenas noches» se podían dar sin segunda intención al mayor enemigo, cuanto más a una buena moza; y él se las dio a Pilara, casi sin cortarse, y pensando al mismo tiempo que después de dar, por casualidad, las buenas noches a cualquiera, se le puede brindar con todo o con parte de lo que se lleve en la mano, sin que esto quiera decir más que «lo que de por sí dice ello mesmo».

Y eso iba a hacer Pedro Juan, cuando notó que en el fondo del soportal había gente; y, por de pronto, se le atascó el brindis en los gañotes. Y uno de los del soportal era «por casualidad» Quilino; Quilino, que no había hallado en casa a Pilara cuando, de vuelta de la ría, con tanto empeño fue buscándola, y acababa de llegar entonces, por tercera vez, y sólo esperaba a tomar resuello sentado sobre el cocino de picar escajos, para saldar sus cuentas con ella delante de toda la familia; porque él era mozo que no se paraba en barras de poco más o menos, y el saldar cuentas de aquella traza, la comezón que se lo echaba todo a perder. En cuanto vio que la moza daba cara, y cara de risa, a Pedro Juan, que se había plantado delante de ella como caído de las goteras, se levantó del cocino de repente, se dio sendos puñetazos en las nalgas, golpeó la pared con el pajero que se quitó de la cabeza; y después de mirar torcido a la pareja del goterial y de batir mucho las mandíbulas, salió disparado a la corralada, bufando más bien que diciendo, pero de modo que todos lo oyeran:

-¡Recongrio! ¡Esto no se puede aguantar, y aquí va a haber una barbaridá de espanto el día que menos!

El Josco no le hizo caso; pero los demás, incluso Pilara, le rieron de firme la corajina. Lo mismo que en la red; y con sólo caer en ello, iba Quilino que ahumaba por aquellos bardales afuera.

Pedro Juan, escondiéndose, digámoslo así, en aquel poco de algazara que se armó en el portal, atrevióse a decir a la moza, que no le quitaba ojo:

-Paece que se toma la luna, ¿eh?

-Ya se ve que sí -respondió Pilara-. De lo que no cuesta, llenemos la cesta. Y con eso y sin eso se sale una a cielo raso muchas veces, por no ver de cerca lo que hay a subio en el portal.

Que esta saeta iba a Quilino, puede afirmarse; mas que la pescara Pedro Juan, ya es más dudoso, porque lejos de darse por entendido, se quedó hecho un madero. Viéndole así, añadió Pilara partiendo con los dientes pedacitos de un junco de la mullida del corral:

-Muy tarde andas tú por estos barrios. ¿Qué tripa se te ha roto en ellos?

-Pos yo vengo -dijo Pedro Juan-, al auto de llevar esto a ese hombre.

Y señalaba con la mano libre a la mayor sarta de peces.

Pilara se agachó un poco para verlos mejor; y entonces, libre él de los ojos de ella, que tanto le avergonzaban, abreviase a echarla encima del cogote estas palabras:

-Si tú quisieras quedarte con esto otro... digo, no ofendiendo.

Y señalaba con el dedo a la sarta chica, mientras el corazón le daba en el pechazo cada golpe que le atolondraba.

Palpó la mocetona los peces, que le parecieron de perlas, y estimó la cortesía en mucho más. En prueba de ello, no aguardó a que él le diera la velorta, pues se la quitó de la mano.

-¡Vaya que son cosa gena! -exclamó Pilara levantando la sarta hasta los ojos.

-Lo mejor que hubo en la r -se atrevió a decir Pedro Juan, con un poco de entusiasmo.

Hasta aquí, iba saliéndole a éste tal cual el empeño, y aun entreveía la posibilidad de que, enredándose el tiroteo, llegara él a cantar de plano; pero acertó Pilara a llamar la atención de la gente de su casa, que estaba en el fondo del portal riendo todavía y comentando el berrinche de Quilino; y aquí fue el desmoronarse de golpe el valor de Pedro Juan, el ponerse colorado de vergüenza, el tronarle los oídos y hasta el temblarle las piernas.

-Vaya -dijo resuelto a salvarse en la huida-: a más ver.

Le llamaron desde adentro, le brindaron con un cigarro y un poco de conversación, en muestra siquiera de la estima del regalo, que le pusieron en las nubes... «pior que pior».

-¡Coles! -pensaba el Josco mientras se apartaba del goterial-. Si entrara, tendría que decir algo, y por ello me lo conocerían; y conociéndomelo entre tantos, me moriría allí mesmo de repente.

Y se alejó algunos pasos de aquella casa en dirección a la otra. Pero iba avergonzado de su propia cobardía y remordido por la pérdida de una ocasión como no volvería a cogerla; y tanto le abrumaron la vergüenza y los remordimientos, que retrocedió decidido a hacer una valentía, costárale lo que le costara.

De dos zancadas se plantó otra vez en el corral, que era abierto; y cubriéndose todo el cuerpo con la esquina de la casa, asomó un poco la cabeza dentro del portal y llamó con voz apagada y algo temblona:

-¡Pilara!

Conocible ésta y salió corriendo al goterial.

-¿Me llamabas, Pedro Juan? -le preguntó muy afable.

-Pienso que sí -respondió el Josco atarugado otra vez y empezando a arrepentirse de su valentía.

-Bueno... Pus aquí me tienes.

-Échate un poquitín más a esta banda del esquinazo... ¡Así!... Digo, si no emportuno...

-¿Qué has de emportunar, hombre? ¿Pus a qué estamos unos y otros?

-Eso me paece a mí.

Y como después de estas palabras no rompiera a hablar en un buen rato, le echó un remolque Pilara con estas otras:

-Ahora, tú dirás.

Pero ni por esas se dejaba llevar el mocetón hacia donde sus deseos le empujaban y la misma Pilara pretendía. Juzgaba perdida la ocasión en el último paréntesis de silencio, y sospechaba que había de tomarse a risa su retrasada declaración. Hay hombres así en aquel rústico lugar y en otros harto más cultos, porque en una y otra parte, con calzones de paño pardo o con levita de sedán, el puntillo exagerado toma a menudo trazas de cobardía; y luego sucede que al querer conducirse como prudente, es cuando resulta ridículo.

-Conque tú dirás -repitió Pilara observando que Pedro Juan continuaba callado, pero no en sosiego.

-Pos quería preguntarte -dijo al fin el Josco- si por casualidá sabes tú... si estará en casa ese hombre.

Sonrióse Pilara y respondió:

-Pienso que sí, porque en la solana le vi endenantes.

-Enestonces... voy pa-llá.

-¿Y eso era todo lo que tenías que decirme, hombre de Dios? -preguntóle la moza con cierto retintín que encendió algo la sangre del encogido redero.

-No, ¡recoles! -contestó éste en el calor del arrechucho, y azotando la esquina de la casa con la sarta de peces-. ¡Yo tenía que decirte mucho más!

-Y ¿por qué no lo dices? ¿pa cuándo lo dejas?

-Lo dejo, Pilara... pa cuando me atriva; pa cuando me atriva, ¡coles! ¡Y mira que a la mesma punta de la lengua lo tengo!

-Pos atrívete, hombre; atrívete ahora. ¿Qué mejor ocasión?

-¡Que me atriva! ¡Recoles! ¿En qué consiste esto? Yo he mirao treinta veces la muerte cara a cara sin que se me acelere tan siquiera el pulso, ni la color se me cambie, ¡y en esto me desmayo y acongojo! ¡Mal rayo me parta por encogío y por... coles!

Y por no atreverse y por conocerlo y por renegar de sí propio, salió ahumando de la corralada, igual que Quilino, sin despedirse siquiera.

Y era lo más negro para Pedro Juan, que, huyendo de lo que más le atraía, lo llevaba estampado en las mismas niñas de sus ojos. Allí estaba la moza en cuerpo y alma, y allí la veía él con su cara redonda, colorada y fresca; con su mirar parletero y su boca risueña; con sus caderas macizas que retemblaban al andar; con su seno profuso y sus hombros anchos y fornidos; limpia como los oros, y un brazo de mar para el trabajo. Por eso, y no más que por eso, la tenía él pintiparada en los ojos, y más adentro también, y no por el cuarto de casa y la media res y los seis carrucos de tierra que pudieran tocarla «en el día de mañana», porque su padre lo tenía y era hombre de arreglo que sabría mirar por ello, como había mirado hasta entonces; por eso, por limpia y maja y trabajadora la quería él. ¡No más que por eso! El no era cubicioso ni cosa alguna que lo pareciera; y por estar bien a la vista, y por no tener vicios y aborrecer el aguardiente y ser apegado al trabajo y fiel de palabra y obra, y algo por ser hijo de quien era, se le abrían las puertas de aquella casa, que estaban cerradas para otros; y el padre le miraba «de buen aquél»; y Pilara no digamos, que «hasta le jalaba de la lengua»; y la madre, poco menos, y los demás, «cuasi pa el cuasi».

Todos eran a estimarle allí, y hasta su padre le empujaba hacia ello; y él conocía estas cosas, porque ciego había de ser para no verlas, y lo deseaba más que nadie... ¡Coles, si lo deseaba! ¡Y «con todo y con eso», llegado el caso de hablar... «lo mesmo que un murio de paré»!; y para ayuda de males, mientras no hablara, aun con saber lo que sabía, hasta las botaratadas de Quilino le amargaban la borona y le quitaban el dormir. Su padre había querido sacarle del ahogo más de dos veces hablando por él, pero él no lo consintió, porque no era «de hombres como Dios manda, consentir que otros arreglen esas cosas». Y al ver cómo se iban poniendo las suyas y que la paciencia se le acababa, llegaría pronto la necesidad de decidirse a renunciar a ellas, o de ponerlas en manos de su padre. Y entonces... «¡coles, recoles! ¡otra que tal no se habría visto ni se veía en jamás de los jamases!».

Cavilando de esta suerte y andando a buen andar por los callejos del barrio, llegó a la portalada de «ese hombre».

- III - : Adónde fue a parar la segunda sarta de peces

Porque la casa de «ese hombre» tenía portalada, y de alto y bien volado tejadillo, y corral con cerca de cal y canto, casi tan alta como la portalada. No era nueva la casa ni tampoco muy vieja, ni tenía escudo de armas sobre el cuadrante incrustado en uno de los esquinales del mediodía, ni en parte alguna de sus fachadas; pero era grande, de dos solanas bien extensas, con buenas cuadras, pajares y graneros; pozo, pila y horno en el corral, y mucho rumor y tufo de ganado al pesebre, que se percibían en cuanto se penetraba en el hondo soportal.

Hasta él llegó el Josco sin detenerse, porque a aquellas horas la portalada no estaba aún cerrada más que con el pestillo, y en la solana que daba al corral no había nadie.

Acercóse a la puerta del estragal, que tenía cerrada la mitad de medio abajo; metió en el vano la cabeza y buena parte del busto, y gritó allí con toda su voz, que no pecaba de suave:

-¡Deo gracias!

-¿Quién llama? -le respondió al momento desde arriba otra voz, por cuyo timbre desagradable no hubiera conocido un extraño si era de hombre o de mujer.

-¡Gente de paz! -replicó el Josco maquinalmente, y no de muy buena gana, a juzgar por la cara que puso.

-¿Quién es? -volvió a decir la voz de arriba acercándose hasta lo alto de la escalera.

-Yo... Pedro Juan -respondió la de éste.

-¡Ah... eres tú! -exclamó entonces la otra voz-. Y ¿qué traes, qué traes a estas horas?

-Esto traigo -respondió ásperamente el Josco, como si desde allá dentro pudiera verse lo que él zarandeaba en la mano.

-Pues ¿qué haces ahí parado? Desdá la estorneja si está echada, y ¡sube, hombre, sube!

-Es que -replicó Pedro Juan- si me lo tomaran aquí, sería mejor, porque vengo deprisuca y se va hiciendo tarde.

-¡Te digo que subas, y no seas meleno!

Acogió el mozo con un reniego el mandato; y después de golpear la media puerta con los peces, metió el brazo derecho por encima de ella, volvió a la estorneja (tarabilla) que la mantenía cerrada, y entró. No se veía chispa en el estragal ni en la escalera: subióla a tientas, porque ya la conocía, y en lo alto de ella le esperaba un bulto negro, más negro que la oscuridad, con una mancha blanca a cada lado; el cual bulto le dijo, con la voz de antes:

-Sube, sube... y vente a la cocina a dejar eso... que ya presumo lo que será.

Al llegar Pedro Juan arriba, el bulto negro con las dos manchas blancas se internó en un carrejo oscuro, a cuyo extremo y a la mano derecha se veía un rayo de luz que salía por una puerta. El Josco siguió al bulto, con los brazos extendidos y pisando a plomo por precaución muy cuerda, y así llegaron los dos a la cocina, cuya era la puerta por donde salía el rayo de luz, y en ella entraron.

El bulto negro con manchas blancas resultó ser (no para Pedro Juan, que bien conocido le tenía desde que le oyó hablar, sino para el lector, que se halla en muy distinto caso que el hijo de Juan Pedro); resultó ser, repito, «ese hombre», el cual estaba en mangas de camisa, como siempre que apretaban un poco los calores; y eso que no era robusto ni joven, sino todo lo contrario, amojamado y sesentón, de poca talla además y algo encorvado; pero como decía Juan Pedro hablando de la madera de este sujeto: «es de la veta del tejo, que una vez que medró, ya no la parte un rayo». Tenía la boca grande y los ojos chicos, los labios delgados y la mirada sutil y algo truhanesca, lo cual daba al conjunto de su fisonomía una expresión que no resultaba antipática. Entonces llevaba una badila en la mano.

-Recoge esto que trae Pedro Juan -dijo a una mujer, ya bien madura y poco aseada que trajinaba allí, después de mirar bien de cerca y hasta de oler y palpar lo que Pedro Juan traía en una de las manos-. Pero, hombre -añadió en seguida, disponiéndose a recoger él mismo la sarta de pescado-, yo no sé a qué os cansáis en ser tan cumplidos conmigo tú y tu padre. Si ya os he dicho...

-Pues si usté no lo quiere, me lo volveré a llevar -respondió secamente el mozo, atenazando de nuevo la velorta, que casi estaba ya en manos del sujeto vestido de negro y en mangas de camisa.

-Hombre, no lo digo por tanto -repuso éste, tirando de la velorta y quedándose al fin con ella-. Toma, toma, Romana, hazte cargo de esto; y si puede ser, echa a la sartén el rodaballo para cenar esta misma noche. Cabalmente me alampo yo por los rodaballos... ¡Pues no te digo nada Inés!... Como que voy a llamarla para que lo vea.

Y salió a la puerta de la cocina, gritando allí muy recio, mientras Romana tiraba los peces encima de una mesa:

-¡Inés! ¡Inés!

Luego, volviendo hacia Pedro Juan, que ya quería largarse de allí, le dijo:

-Aguárdate un poco, hombre; no seas tan súpito. Tú querrás tomar algo.

-No, señor.

-Medio vaso de vino...

-No lo uso: ya lo sabe usté.

-Es verdad... Pues una copa de aguardiente.

-Mucho menos...

-Cierto es también: ya no me acordaba... Pues no sé qué darte, mira.

-Y ¿por qué ha de darme cosa alguna, ni qué cosa he pedido yo? -respondió seca y bruscamente Pedro Juan-. Lo que quiero es volverme a mi casa, si no hago falta aquí, porque ya es tarde.

En esto entró Inés en la cocina. Aunque iba en chancletas y despeinada y con un vestidillo de percal, bastante lacio, y una pañoleta de seda descolorida, echada sobre los hombros de cualquier modo, trascendía desde luego a buena moza, y lo era de verdad; y observándola mejor, bajo aquel desaliño que acusaba en ella cierta dejadez poco simpática, había algo más que una zafia labradora, aunque no llegara, ni con mucho, a una dama de buena educación. Su cuerpo era esbelto, gallarda y ricamente conformado; sus manos, de la más fina traza, y su cara morena, de menuda y fresca boca, nariz algo aguileña y ojos negros y de mirar perezoso, si no reflejaba en su expresión todo el encanto que suelen dar de sí estas prendas esculturales en otras mujeres, más que en ausencia de vida y de sentimientos, parecía consistir en la falta de asunto en que emplearlos, o de un hábil artífice que hubiera sabido dar luces a las facetas opacas de aquella piedra tan ricamente formada por la naturaleza.

Pedro Juan la dio las buenas noches con toda la cortesía y la mayor dulzura que cupieron en su rudeza natural, y ella contestó con las mismas palabras y media sonrisa que las sazonó muy sabrosamente.

-¡Mira, mira qué hermosos peces! -le dijo su padre, pues lo era, aunque parezca mentira, el sujeto vestido de negro, en mangas de camisa y con una badila en la mano.

Inés los miró y hasta los fue levantando por la cola uno por uno, muy perezosamente y con cara de disgusto, y repitió los elogios de su padre; y por último (el arrastrado oficio obliga a decirlo todo, aunque mucho de ello se diga de mala gana), se limpió los dedos resobándolos contra su vestido a la altura de las caderas.

Mientras esto acontecía, «ese hombre» preguntaba a Pedro Juan:

-¿Y serán, naturalmente, de la r de esta tarde?

-De la mesma -respondió el otro.

-Y ¿qué tal, qué tal ha estado la r?

-Pos así... tal cual.

-Vamos, una arroba en limpio, como quien dice.

-¡Si ello pasara de media dempués de rebajar eso que está ahí!...

-Echémosle quince libras... A peseta una con otra, tres duros mal contados... No es cosa mayor; pero tampoco tan mala que digamos para jornal de una tarde. ¿Qué tal andáis ahora de apuros?

-Como siempre... Semos dos a ganar poco, y son los mil y quinientos a jalar de ello... De modo y manera, que con una mano se coge y con otra se da... Conque, a más ver, que es tarde y mi padre me espera.

Y con esta despedida y una cara muy fosca, salió Pedro Juan de la cocina. El padre de Inés le siguió; y al llegar el primero a la puerta de la escalera, le dijo el segundo:

-Lo de los apuros, no lo he dicho por los que pueda tener tu padre conmigo; pero ya que salieron a relucir, bueno sería que le recordaras el olvido en que me tiene tiempo hace sobre ese particular. Los atrasos son como las enfermedades, que si dan en caer unas sobre otras, acaban por matar al enfermo. No te diré que me llame a la parte en esos tres duros de la r de hoy, aunque bien pudiera; pero si dan en pintar bien las siguientes... en vosotros está el corresponder como es debido, sin que yo lo pida.

No vio el sujeto que así hablaba la impresión que iban haciendo sus palabras en el temperamento bravío del hijo del Lebrato, porque el carrejo continuaba a oscuras; pero, en cambio, sintió retemblar aquella parte de la casa tras una recia patada en el suelo, y oyó que la voz enronquecida e iracunda de Pedro Juan le dijo:

-¡Sin que usté lo pida!... ¿Y qué ha de pedirnos? ¿Qué le queda ya por pedir, ni a nusotros que darle, si no es la pura entraña, coles? ¿Quiérela tamién? Pos pidala por la Josticia, siquiera por ser lo único que tenemos que no sea ya de usté... ¡recoles!

Y se largó escalera abajo, echando por la boca rayos y centellas, a media voz. Al llegar al corral, oyó que le decía el otro desde la solana:

-No seas bruto, Pedro Juan: toma las cosas como es debido, siquiera por la cuenta que os tiene... y dile a tu padre que cuando pueda se dé una vuelta por acá, que tengo que hablarle... ¡No es de eso, hombre, no es de eso! ¡No te encalabrines otra vez! Es cosa muy diferente... Pero que no es de urgencia, que no es de urgencia: cuando buenamente pueda, que lo primero es lo primero... Ahora, a las redes mientras hay mareas al caso y den el jornal, como la de hoy.

Pedro Juan, que se había detenido unos momentos para oír el recado de «ese hombre», pero sin volver la cara hacia él, por toda respuesta a sus amonestaciones echó a andar hacia la calle, levantó el pestillo, salió; y cerró la portalada con tal ímpetu y estruendo, que tembló el tejadillo y ladraron todos los perros de la vecindad.

Al tomar la calleja de la izquierda, por la cual había venido de casa de Pilara, se encontró tope a tope con el médico don Elías, a quien él estimaba mucho por su «buen genial» y otras prendas que se irán viendo en el curso de este libro. Don Elías, que se perecía por echar un párrafo a cualquier hora y aunque fuera con los jarales del monte en defecto de cosa mejor, y también porque presumió de dónde salía Pedro Juan, le detuvo plantándosele delante con las manos cruzadas sobre los riñones y diciéndole:

-Apuesto una oreja a que sé de dónde vienes... hasta por la cara que traes.

-No está malo de acertar -respondió el Josco, que nunca como en aquella ocasión mereció el mote-. Yo no piso en jamás esta calleja, si no es pa eso... pa quemame la sangre, y pa condename, vamos.

-Te digo, Pedro Juan, que de esa cueva no saca nadie cosa mejor. Yo tenía que verle para un asunto que puede interesarle mucho; y con todo y con ello, hace ya días que lo voy dejando por no tratar con él.

-Pos si se viera usté en nuestro caso, que por buenas o por malas tuviera que apechar... ¡coles!

-¿Quiere decir que hoy te ha recibido mal?

-Talmente mal, no, señor; pero es lo mesmo en finiquito.

-Entendido; es su modo de ser: ni palabra mala ni obra buena.

-¡Eso... eso mesmo!

-¡Si conoceré yo al Berrugo! -exclamó aquí con fruición el bueno de don Elías, que tenía el prurito de cazar muy largo y aun de entender de todo y de dar siempre en el hito, y especialmente de murmurar hasta de las estrellitas del cielo-. Pero, hombre, lo que parece increíble es que un sujeto de la calidad de ese, consienta lo que consiente en su propia casa y se exponga a lo que se expone...

Y como Pedro Juan no mostrara señales de apurarse por conocer lo que dejaba apuntado don Elías, éste, tras un breve rato de silencio, continuó así:

-Pero, por otra parte, considera uno que esas cosas suceden por permisión de Dios para castigo de ciertos pecados gordos, y ya no hay razón para extrañarse de nada.

Pedro Juan continuaba oyendo y sin decir una palabra.

-Pinto el caso -añadió don Elías, satisfecho con la atención que le consagraba su oyente-: la Galusa, esa mujerona que tiene en casa tantos años hace, desde dos o tres antes que él enviudara de aquella infeliz que valía más que pesaba; y lenguas hay que afirman si ciertos disgustos, emparentados con la sirvienta, tuvieron o no parte en la viudez. Pero eso, a Dios que lo sabe: el caso es que desde entonces y a creer a las gentes... y lo que a la vista está, esa mujer es la que raja y corta y manda ahí, por encima de la pobre Inés y del mismo Berrugo, que no se deja mandar de Poncio Pilatos. ¿Es esto algo, Pedro Juan? Pues con ser tanto, no vale dos cominos en comparación de lo que ha de verse luego; porque ya anda, como quien dice, llamando a la portalada, si es que no está mucho más adentro. ¡Eso ha de ser de órdago! ¡El castigo de los castigos!... De manera, hijo, que si la venganza puede consolarte de los agravios o de los perjuicios que en esa casa se te hayan hecho, vete consolándote ya, porque venganza has de tener, y pronta y bien cumplida.

Ni por esas se pintaba el menor signo de curiosidad en la cara del oyente, ni pronunciaba su boca una palabra. Don Elías no se creyó desairado por tan poca cosa; y después de una pausa no muy larga, comenzó a echar el resto de este modo:

-Ya que tanto te pica la curiosidad, y es muy natural que te pique, voy a contarte lo que hay sobre el particular que te anuncio... a reserva, por supuesto, de que han de caer mis palabras como en un pozo: ya sabes que no me gusta murmurar de nadie, y no quiero que mañana se diga, sin fundamento ni razón, que me meto en vidas ajenas... Y sábete ahora que de donde le ha de venir al Berrugo el golpe en la misma nuca, es de Marcones... ¿No conoces tú a Marcones el de Lumiacos, de donde es también la Galusa? Bueno: pues Marcones es sobrino carnal de ella, hijo de una hermana casada allí, y bien cargada de familia, por más señas. Este Marcos, o Marcones, como le llaman las gentes de acá y de allá, por lo grandote que es, desde muchacho tomó en aborrecimiento las labranzas de su casa, propias y en renta, que de todo había allí... cuando había algo, porque a la fecha de hoy, hijo del alma, si no es a préstamo o en aparcería... requiescat in pace. Volviendo a Marcos, has de saberte que buscando un modo de ganarse la puchera sin quebrantarse los lomos, discurrió estudiar para cura, después de darle el de su lugar medio curso de latín, y de levantarle el falso testimonio de que entraba por él como dedo por la sortija. ¡Bueno estaba el cura para enseñar a nadie lo que no sabía él! A todo esto, el Marcones era díscolo, rebeldote y soez, como un demonio; y armaba en casa cada catacumba porque tardaban en cumplirle el gusto de irse al seminario, que tiritaba San Pedro... Y aquí es donde se cree que empezó la Galusa a poner en contribución a su amo para suplir lo que no podía dar el pobre padre, ni aun deshaciéndose de lo mejor que tenía y con perjuicio de sus demás hijos. El asunto es que Marcones fue al seminario bien provisto de todo, y que se estuvo por allá dos años. Al cabo de ellos volvió a Lumiacos a pasar unas vacaciones, gordote como un tocino, casi cerrado de barba y empleando más los ojos en mirar a las buenas mozas que en leer los libros sagrados; porque, amigo, el corpazo aquél no se domaba sólo con latines, y Marcones no se apuraba mucho por contrariarle. En esto se le antojó una muchacha de buen ver y mejor hacienda, que conoció en Piñales yendo a la romería de San Pablo; y tira de acá, tira de allá, golpe por aquí y golpe por el otro lado, ella se fue reblandeciendo, porque al fin era hembra; él no se acordaba de los libros de la carrera más que de las nubes de antaño, y la cosa hubiera ido adelante si no la huele a tiempo el padre de la muchacha y la casa con otro más de su gusto, que se presentó de la noche a la mañana. Este golpe descompuso a Marcos, que era y es un saco de iras y rencores; pero como el perdido no era negocio que podía enderezarse con palabrotas fuertes y espumarajos de rabia, mientras le salía otro acomodo con puchera segura, vistióse otra vez el balandrán y se volvió al seminario. Cerca de otros dos años se aguantó en él, sabe Dios cómo, y a expensas de su tía, o lo que es lo mismo, del Berrugo, que ponía el grito en el cielo a cada sangría que le arrimaba la mujerona esa, pero que al fin pagaba. Lo que tenía que suceder, sucedió. Marcones no podía con la media sotana, porque las carnazas le pedían cosa muy diferente; y un día, bien fuera porque se hartó de aquella cárcel, bien porque le echaran de ella, o por los dos motivos juntos, pero nunca por las falsedades que él refirió, tomó el trote para Lumiacos, y desde Lumiacos se plantó aquí y tuvo una encerrona larga con su tía. De aquella encerrona salió amasado lo que después sucedió y lo que está sucediendo a la hora presente, y lo que sucederá en el día de mañana, o séase que, con el pretexto de ser amoroso sobrino de su tía y muy agradecido a los favores de su amo, dio en entrar en esta casa a menudo, pero con intención bien hecha de ir acercándose a Inés y obligándola poco a poco con la ayuda de la culebrona. Podría el Berrugo conocerlo o podría no. De cualquier modo, allí estaba la que mandaba en todos para obligarle a que anduvieran las cosas al gusto de ella. Si el Berrugo ha caído en la cuenta de lo que pasa, o si cayendo entra con todas, no se sabe a punto fijo, como no se sabe tampoco si la pobre Inés ha mirado con buenos ojos a Marcones; pero lo cierto de toda verdad es que no pudiendo Marcones, por el bien parecer, entrar en esa casa tan a menudo como a él le conviene, tomándose por disculpa lo poco diestra que está Inés en primeras letras, ha comenzado él, o comenzará de un momento a otro, a darle una lección cada día, a propuesta de la culebrona y con consentimiento de todos los demás. La cosa es hecha, como se ve, porque lo que no alcance Marcones de por sí solo, lo alcanzará su tía, que es más sierpe que la del Paraíso terrenal. En casándose Marcones con Inés, que es a lo que se tira, Marcones le buscará el gato al Berrugo, que le tiene bien gordo, ¡pero gordísimo! y dará con él, por escondido que se halle... ¡y figúrate tú, Pedro Juan; figúratelo, si puedes, qué es lo que sucederá con ese gato en tales uñas!... Te lo digo, Pedro Juan, que aquel día arde esa casa con el Berrugo adentro... si es que no arde también el lugar de punta a punta, con un vecino de las entrañas de Marcones ahíto de posibles... Conque ¿te vas enterando? ¿Te parece flojo el lío? ¿Piensas que es cosa de cuidado lo que tiene ya encima de su alma ese sujeto, para martirio propio y consuelo de desplumados por él?

Pedro Juan se encogió de hombros por toda respuesta a estas preguntas y por único comentario a la historia precedente, que de seguro le había parecido demasiado larga y poco interesante, porque su círculo de ideas y de relaciones era limitadísimo.

Sospechándolo por las señales, don Elías quiso rematar su obra con los siguientes pespuntes:

-Por supuesto que yo te entero de esas cosas, tan sabidas de memoria aquí hasta por los chicos de la escuela, porque a ti, metido en tu ría y en las mieses de Las Pozas, maldito si, fuera de Pilara, te importa lo de este barrio dos cominos. Y es bueno saber de todo.

-¡Pilara!... ¡Coles! -exclamó Pedro Juan desperezándose, como si saliera de pronto de una modorra-. ¿Y usté qué sabe de eso, don Elías?

-¡Pues no se te conoce que digamos!... ¡y como también tiene la moza pelo en la lengua, gracias a Dios!...

-Pos qué, ¿lo corre ella mesma, don Elías?

-Vaya, vaya: lo que tú buscas es que yo te regale las orejas; pero no estoy de humor de ello. Anda con Dios, que ya es tarde... y punto en boca sobre lo que has oído de la mía.

Y con esto y un golpecito sobre el hombro de Pedro Juan, se despidió de él don Elías y enderezó los pasos hacia su casa.

El Josco, olvidado ya de su escena con el Berrugo y saboreando a su modo el dicho de don Elías sobre los dichos de Pilara, continuó su camino hacia abajo; y en cuanto columbró la casa de la mocetona, echó una relinchada de las más resonantes; y eso que era muy poco dado a estruendos de ninguna especie... Pero como nadie le veía, y además no dejaba de estar contento...

Muy cerca ya del corral, echó otra tan repicoteada como la anterior. Anduvo un poco más y miró hacia el portal. No había nadie allí, y la casa estaba cerrada y en silencio, como todas las del barrio. De pronto oyó un ligero ruido y notó que se abría la ventana de la cocina que caía al soportal.

-¡Coles... si creo que es Pilara que se asoma! -exclamó espantado como si le hubiera salido el lobo en mitad de la calleja-. ¿Y qué la digo yo a estas horas y pico a pico los dos solos, si me arrimo allá?... ¡Sí, espérate un poco!...

Y apretó a correr hacia abajo, tapándose las orejas para no oír los carraspeos de la persona que estaba asomada a la ventana. Después le sucedió lo de siempre: que se lamentó de la ocasión desaprovechada, y se avergonzó de su encogimiento, y se denostó a sí mismo con las mayores injurias y los más duros improperios.

- IV - : «Ese hombre»

«Ese hombre», llamado así por Pedro Juan; el Berrugo por don Elías... y por todo el pueblo de Robleces cuando él no estaba delante; «don Baltasar» por cualquiera que se le acercaba, y «don Baltasar Gómez de la Tejera» en los sobres de las cartas y en los registros municipales, fue en su niñez Tasarín el de Megañas, quinto o sexto hijo de un pobre hombre conocido por este mote a causa de ser muy tierno de ojos. El cual Megañas era de lo más menesteroso que había en el lugar. Tasarín, así nombrado por lo menudito y sutil que era de cuerpo, pasaba por muy despabilado y hábil para cuanto no tuviera que ver con el oficio de su padre. Confirmando su buena fama, aprendió pronto y bien cuanto le enseñaron en la escuela, donde ya se manifestó recelosillo y con trastienda; y en cuanto tuvo trece años y hubo reducido a su padre a que, vendiendo el de la vista baja que aún estaba a medio hacer, y buscando de cualquier modo lo restante, le pagara el viaje, montó en el mulo que le correspondía en la recua que a eso se dedicaba entonces, y se largó a Sevilla, sin otro amparo que sus buenos propósitos de hacerse rico de cualquier modo, y la esperanza levísima de que un jándalo pudiente que estaba a la sazón por allá y era natural del mismo Robleces, le buscara una taberna en que acomodarse por de pronto.

Cómo se las compuso Tasarín entonces, cuando aún aquéllos eran tiempos en que la carrera de jándalo tenía aquí muchos golosos, porque daba buenos dineros, nadie lo supo jamás; ni tampoco se supo a ciencia cierta en qué ganó más adelante lo muchísimo que tenía, en opinión de las gentes, o los «cuatro cuartos para asegurar la puchera», que, según la afirmación del propio hijo de Megañas, era lo único que había logrado ahorrar, cuando, al cabo de veinte años de ausencia, durante los cuales feneció Megañas tras de su mujer y se fue dispersando o acabando también el resto de la familia, se presentó en Robleces modestamente vestido y sin pizca de aquella bambolla relumbrante con que solían llegar al pueblo nativo los jándalos montañeses, aunque no trajeran más que lo puesto y lo que decían haber derramado por el camino en onzas de oro y en pañuelos de seda. Lo único que trajo capaz de producir alguna sorpresa en sus contemporáneos, o (si se me permite la finura) coevos, de su propio lugar, fue una sobrecarga de más de diez años, encima de los que verdaderamente tenía: treinta y cuatro aún no cumplidos, y representaba cuarenta y cinco largos. Fueron también motivo de sorpresa los propósitos que apuntó de enredarse en labranzas y ganaderías, con el fin de sacar el mejor fruto posible a las tierras que desde Sevilla había ido comprando en el lugar. Aquello era «su pobreza; el sudor de tantos años de trabajo, y necesitaba mirar por ello para vivir de ello». Porque hay que advertir que Baltasar compró muchas tierras en su pueblo: todas cuantas se ponían en venta; y compró también la casa en que había nacido.

Estas compras las hacía, en su nombre, su padre, a quien él enviaba el dinero justo para eso, y un piquillo más como de propina «por la molestia»; pico tan alambicado, que nunca alcanzó a sacar de apuros al pobre hombre, ni mucho menos a curarle del ansia con que al fin se largó a la sepultura: el ansia de verse, siquiera una vez, con un equipo nuevo, «de arriba abajo», porque siempre quiso la mala suerte de Megañas que cuando tuvo para echarse unos calzones, le faltara la chaqueta, y cuando estrenó zapatos, careciera de sombrero. Aunque no lo lloraban tanto como él, lo mismo les sucedía a todos y a cada uno de los de su casa. La cual casa se reparó, en lo más apremiante, con algo que también vino de Sevilla con ese objeto; de modo que cuando llegó el jándalo a su pueblo, no le faltó donde albergarse por de pronto, aunque estaba ocupada la casa por un aparcero; pues contando con esa venida, se tenía de reserva el cuarto del portal, que nadie había habitado desde que le se tilló el suelo, que antes era de arcilla, y se blanquearon las paredes. Conviene advertir, por si no lo he dicho todavía, que esta casa pertenecía al barrio de Los Castrucos, al oeste del de la Iglesia, que está entre los dos, quiero decir, entre Los Castrucos y Las Pozas, pero mucho más apartado de éste que de aquél, que allá se le va en altura y en secano. Ahora, no se olvide tampoco que estos tres barrios solos forman la municipalidad de Robleces, como creo que ya se ha declarado.

Pues bueno: por llegar el jándalo éste a su pueblo con mucha fama de rico y negando él que lo fuese ni a cien leguas, cayó en la cuenta de que necesitaba construir una casuca si había de vivir allí medio regularmente, dedicándose a la labranza de las tierras que había comprado, para comer con el jugo que de ella sacara, a fuerza de pulso y de prudente economía, porque la vivienda en que había nacido, bastante milagro hacía con tenerse derecha en virtud de los puntales y reparos con que se la amparó años atrás; y andando en estos propósitos, o aparentando que los tenía, fue cuando se le llegó el Mayorazgo del barrio de la Iglesia con la pretensión de que le hiciera un anticipo, «con su cuenta y razón». Entraron ambos en explicaciones; entendiéronse, y ¡adiós proyectos de casa de nueva planta!; porque según se dejaba decir el hijo del difunto Megañas, toda «la miseriuca en efectivo» que tenía disponible, la necesitaba para sacar de ahogos a un amigo. El tal amigo, o sea el Mayorazgo mencionado, hombre que había poseído las mejores fincas rústicas del pueblo, y aún era dueño de la casa más grande y más ostentosa de todo el barrio de la Iglesia, estaba a la sazón acribillado de deudas y de pleitos; por añadidura, hecho un pellejo ya con madre, y además, amagado de un paralís, y medio idiota. Vivía solo, con un ama de gobierno más embrutecida que él, y acababa de embarcar para América al único pariente cercano que le quedaba en el mundo: un sobrinito de trece años, hijo de una hermana viuda que había muerto seis antes en Nubloso, donde estuvo casada con un tabernero que salió un perdido. Al decir del mayorazgo, este sacrificio por su sobrino fue «el trago de gracia que le tumbó en el suelo»; y por eso acudía al sevillano, «que debía tener las onzas a montones», para que, «por lo que fuera», le ayudara a ponerse a flote. Y a flote le puso el prestamista; y de tal modo, que a los dieciocho meses era suya la casa del Mayorazgo, libre y desempeñada. Fortuna para éste que, como si los días de su vida hubieran estado ligados a la suerte de su caudal, con el último vaso de aguardiente adquirido con los últimos ochavos que quedaban en el arca, caía redondo el infeliz, lo mismo que si le hubiera partido un rayo.

Ya tenía el hijo de Megañas ancho y bien oreado albergue. Gastó algunos cuartos más de su ahorrada «miseriuca» en repararle, en afirmar paredes de huertas y corraladas y en mejorar las cuadras y las accesorias que andaban casi por los suelos; y cuando lo tuvo todo a su gusto, comenzó a ocuparse, con empeño inteligente, en realizar los cálculos que tanto habían sorprendido a sus convecinos de Los Castrucos.

Antes de trasladarse el jándalo, llamado ya por algunos don Baltasar, al barrio de la Iglesia, no era sola aquella sorpresa la que el hijo de Megañas les había dado: fue bien pronto público y notorio su menosprecio por las cosas de tejas arriba, con excepción de unas pocas y muy secundarias; y no porque el jándalo alardeara de ello, sino porque no sabía disimularlo ni lo intentaba siquiera. Esta fue la segunda sorpresa; la cual subió de punto cuando le vieron fanáticamente devoto de Santa Bárbara, de San Antonio y de otros santos; fanatismo que no se concebía en un hombre tan descreído en otros puntos mucho más altos. Para entendernos mejor y más pronto: el jándalo Baltasar era un badulaque sin pizca de cultura moral ni intelectual; sin más necesidades en la cabeza ni en el corazón que el sacar todo el partido posible y en beneficio de sus nativas inclinaciones, del mísero pedazo de costra del mundo en que había ejercitado sus artes de explotador insaciable. Era irreligioso, porque la ley de Dios le ataba las manos rapaces y le imponía deberes penosos; pero rezaba a Santa Bárbara porque le librara del rayo que le espantaba; y a San Antonio, para que le hiciera encontrar cuanto se le perdía; y a Santa Rita para que no se le escapara una deuda que le parecía de cobro imposible. Naturaleza inculta y vulgar, era irreconciliable con el buen sentido y esclavo de todas las supersticiones. Se burlaba del médico, y admiraba al curandero; rechazaba con asco los jarabes de la botica, y se envasaba en el estómago, lleno de fe, las azumbres de inmundicias que le preparara un mendigo piojoso en un caldero indecente. Creía en brujas a puño cerrado, y en la virtud contra ellas del azabache, de los dientes de ajo y de las matas de ruda, y lo llevaba al cuello cosido en un trapajo. Creía también que la villería (comadreja) mataba el ganado de las personas que al topar con ella en un desván no la dijeran: «villería, Dios te bendiga de noche y de día», y él nunca dejaba de decírselo como la encontrara; consultaba a las adivinas y creía en el zahorí que descubría tesoros, siempre que no se interpusiera paño azul... ¡Oh, el tesoro oculto! Esta era su manía. Estaba al tanto de todos los más famosos en la larga lista de los que no parecen nunca, porque no hay quien dé con ellos o quien pueda acercarse adonde se ocultan; y entre tanto, él, que antes se dejaba sacar un diente que un ochavo, se dejaba robar por todos los presidiarios que le escribían pidiéndole dinero para los gastos de una empresa de aquella catadura, que había de valerle el oro y el moro. No hay que añadir lo de los días y números aciagos, y las crecientes y menguantes de la luna como factores importantísimos en ciertas ocasiones solemnes de la vida y hasta en el corte de las uñas. Todo esto era la normal en su temperamento de supersticioso. Por lo demás, era suave y hasta persuasivo de palabra; no se encolerizaba nunca, ni reñía con nadie, ni fiscalizaba las casas ajenas, ni siquiera mostraba interés por los asuntos del municipio, aunque hay quien afirma que de todo ello estaba muy bien enterado. Iba a misa cada día de fiesta, y se llevaba bastante bien con el párroco, no obstante las frescas que éste le cantaba por su modo de hablar de ciertas cosas sacratísimas. Vestía muy modestamente y no asomaba a la taberna. De vez en cuando echaba un partido a los bolos, y más a menudo jugaba a la flor de cuarenta con los viejos del barrio, los domingos por la tarde; y esto, mientras vivió como de prestado en su casa de Los Castrucos; porque en cuanto se trasladó a la del difunto Mayorazgo, tal laberinto revolvió en ella de ganado, de sirvientes y hasta de cubas y cuarterolas de vino que trajo de la Nava del Rey y de la Rioja, para vender a los taberneros de las inmediaciones, que no le quedaba un rato libre ni para ir a misa la mayor parte de los días de fiesta.

Y tan retirado andaba del trato con sus convecinos, que muy pocos echaron de ver las largas ausencias que durante dos meses hizo del pueblo; ni estos pocos supieron qué asunto las motivaba, hasta que un domingo, en misa, oyeron leer al párroco la «primera y última» de las proclamas de su proyectado casamiento con una tal Cruz Hormigueros y la Llosa, hija de Juan y de Petra, naturales y vecinos de San Martín de la Barra. Las bodas se celebraron allá, a los pocos días de la proclama; y media semana después llegó el nuevo matrimonio a Robleces y se estableció en la restaurada casona del barrio de la Iglesia, como era de esperar.

Cruz era guapa, muy guapa, y andaría rayando en los veinticinco años. Se fue viendo que además de guapa era dulce de genio, como una cordera, y blanda y compasiva de corazón. Súpose también que si no era de cepa de señores, contaba con un buen qué «para mañana o el otro» porque sus padres lo tenían, por lo cual no trabajaban, aunque vigilaban mucho el trabajo que otros hacían para ellos; y habían dado a Cruz una educación a la sombra, si no muy literaria, bastante por lo menos para formar en ella «una hija como es debido» y «una mujer como Dios manda».

Cómo se fue conduciendo en la vida íntima el hijo del difunto Megañas con una mujer tan excelente; cómo estimó el grosero jándalo las prendas de un carácter como el de Cruz, lo publicaron muy luego la expresión de pena mezclada de espanto que se pintó en su ojos, de mirar tan dulce y tan tranquilo antes; el sello angustioso de su boca, tan fresca y tan risueña siempre; la palidez que iba difundiéndose de día en día sobre el arrebol de aquella cara que fue tan saludable; la cabeza inclinada; el paso descuidado y perezoso... Y lo que no publicaron estos síntomas harto significativos, lo declaró la disculpable infidelidad de los sirvientes de la casa. Por ellos se supo que el jándalo se complacía en contrariar todas las inclinaciones y todos los gustos y deseos más nobles de su mujer; la empleaba en los oficios más duros y más viles, y no la permitía dar una limosna a un pobre ni disponer de un maravedí, aun para aquellos menesteres que estaban a cargo de la desdichada. Bien que ella vigilara la cocina y hasta cocinara, y remendara y cosiera y dispusiera el ollón extraordinario para los obreros, cuando los había; pero pagar con su propia mano, ajustar, siquiera, lo que no había en la huerta, en el corral o en el granero de la casa... ¡de ningún modo!: para eso estaba él allí; él solo, porque lo entendía, y para eso lo había ganado sudando a chorros... Los pobres que llamaran a la puerta, que acudieran a Dios, «si es que le había», o que se murieran de hambre... o que sudaran hieles, como él había sudado para adquirir el mendrugo con que se alimentaba y tenía que llenar la peste de bocas que estaban a su cargo. Esa era la ley, y por eso, y mientras él fuera quien era, no se sentaría nadie a su mesa sin haber ganado antes con su trabajo lo que en ella había de comer.

Y era lo más duro y desconsolador para la pobre Cruz, tan horriblemente sorprendida con aquellos sucesos de que no creyó capaz al zalamero pretendiente, que todas estas y otras mil cosas las decía y las hacía el marido entre cuchufletas y regorjeos, y hasta pasándole a ella muchas veces la mano por la cara, o haciendo una zapateta en el aire, o chasqueando los dedos, como los mozos cuando bailan al uso de la tierra.

Algo de ello trascendió hasta San Martín; y es cosa averiguada que los padres de Cruz vinieron en dos ocasiones a Robleces y trataron de indagar lo que podría haber de cierto en los indicios; pero como Cruz, temiéndose venganzas muy posibles si decía la verdad, alardeaba con sus padres de todo lo contrario, y su marido estaba hecho unas castañuelas, aunque la infeliz lloraba hilo a hilo cuando más ponderaba su ventura, y estaba ojerosa y descolorida y desencajada, como también andaba ya en «meses mayores», tomábanse aquellas incongruencias por fenómenos de este estado, y se volvieron los padres a San Martín, si no convencidos ni contentos, tampoco muy apesadumbrados.

En estas condiciones halló Inés el cuadro de su familia al venir al mundo. Cayó en brazos de su abuela, que estaba allí por previsión muy atinada de su madre no muchas horas antes de serlo; la cual abuela hizo en aquellos días una verdadera razzia en el bien provisto gallinero, sin importarla un ardite la cara que ponía su yerno cada vez que aleteaba una gallina entre las ansias de la muerte. El bautizo no fue muy ostentoso, pero tampoco miserable, gracias a los abuelos que apadrinaron a la recién nacida y argumentaron a su gusto la solemnidad.

Cruz recibió a la hija de sus entrañas como un don que el cielo la enviaba para consuelo de sus tristezas; los dulces deberes de la madre la harían olvidar los martirios de la esposa; las primeras sonrisas, las primeras miradas, hasta los vagidos de aquel ángel de Dios, serían para la mártir luces y melodías celestes que inundarían los ámbitos de la negra cárcel en que su existencia se consumía entre lentos dolores, sin el alivio que presta al ser más infeliz de la tierra, la libertad para quejarse de ellos. Y se entregó en cuerpo y alma a aquella santa misión, que rayó en locura de amor materno. Todos los jugos de su vida le parecieron poco para nutrir a la tierna criatura, y nunca veía llegada la hora de darle por última vez el néctar de su seno. ¡Se regalaba tanto la hermosa niña saboreándole codiciosa, mientras clavaba en los de su madre sus ojos negros y risotones! ¡Hacía unas monadas con aquella boquita, sonriendo y chupando al mismo tiempo! ¡Y cuántas veces la pobre madre, que se extasiaba contemplándola así, regó la carita de ángel con sus lágrimas! ¡Y cómo lo reía la inocente, recibiendo, como tibio rocío que la consolaba, aquellas gotas de hiel destiladas por un corazón que no latía ya sino para ella!

La naturaleza de Cruz, tan combatida por los dolores morales, no pudo triunfar de este gran esfuerzo físico sin padecer un profundo quebranto. Inés era «un rollo de manteca» al terminar su lactancia; pero a expensas de su madre, que quedó herida de muerte desde entonces. Con otro género de vida, con más sosiego y amor en el hogar, con otro marido más racional y menos inhumano, acaso se hubiera repuesto, porque el ambiente puro y santo de la familia obra milagros en las naturalezas, particularmente si son tan agradecidas como lo era la de Cruz; pero en aquella casa, con aquel hombre que si se había modificado algo en las manifestaciones externas de sus resabios ingénitos, porque hasta las bestias se ablandan un poco en presencia de sus hijuelos, era el mismo en lo esencial de su barbarie, todo intento en aquel sentido fue ocioso. Su inapetencia era calificada de melindre, y su debilidad, de holgazanería. ¡Fuera usted a hacer ganas con tales aperitivos, y a adquirir fuerzas con semejantes alientos!

Por fortuna, o mejor dicho, para menos desgracia de la pobre madre, Inés iba creciendo y esponjándose de día en día; llegó muy pronto a hablar esa media lengua que es el encanto de los niños y la delicia de los padres, y Cruz distraía sus pesadumbres y sus dolores enseñándola a rezar y conversando con ella. Más tarde vino la ardua tarea de educarla. Allí no había modo de hacerlo fuera de casa. Tanto mejor para su madre: ella la enseñaría cuanto sabía. Era poco, pero al fin algo que, cuando menos, serviría como base de lo que pudiera enseñársela después, «si se quería». Así aprendió Inés a escribir muy mal, a leer medianamente, a sumar y restar a tropezones, el catecismo de punta a cabo, y cuantos rezos y prácticas piadosas saben enseñar como el mejor maestro las madres cristianas.

Entre tanto, los males físicos de Cruz fueron agravándose; su marido despidió al médico que de tarde en tarde la visitaba, y la sometió al tratamiento de un curandero, rozador de oficio, que gozaba gran fama en aquellas aldeas. El rozador se enteró de la enfermedad, no por las explicaciones de la enferma, que no quiso darlas, sino por las de su marido, y dispuso en el acto un cocimiento de rabos de lagarteza (lagartija), moscas de caballo fritas en aceite, y otras cuantas indecencias más, en agua de ruda. Se colaría el cocimiento por una baeta usada (bayeta) y cuanto más usada mejor, y «el resultante se pondría a serenar dos noches a la temperie». De este resultante tomaría la enferma cosa de cuartillo y medio en ayunas, y como media azumbre entre comida y cena. Y no había que apurarse; porque si el remedio fallaba, tenía él otros de mucha más sustancia, que habían hecho milagros y volverían a hacerlos.

Por uno bien manifiesto no reventó la pobre enferma, que tomó la primera dosis de aquella barbaridad por no atreverse a resistir los mandatos de su marido; pero la entraron tales bascas, trasudores y desmayos, que se puso a morir.

Ni el supersticioso jándalo se atrevió a insistir en nuevas tentativas, pero trajo un saludador a casa. El saludador, después de reconocer a la enferma, dijo que su virtud sólo alcanzaba a las «llagas corrutas» y a las mordeduras de perro rabioso; pero que probaría con el anseo (vaho de la boca) solamente. Y el pedazo de bruto se hartó de vahar a las narices y boca de la desdichada, vapores de cebolla y aguardiente, que eran el lastre de la cloaca de su estómago; con lo que la enferma pensó fenecer allí mismo de indignación y de asco.

No dando fruto el saludador, vino una curandera. Reconoció a la doliente estirándola los brazos hacia adelante y juntando las manos palma con palma. Vio que los dedos de la una sobresalían algo de los de la otra, y declaró al punto que la señora estaba lijá (lisiada); lo cual consiste, según estas doctoras, en tener desencajados los huesos de la espalda. Había, pues, que encajarlos, y a eso se procedió inmediatamente. Se colocó detrás de Cruz la curandera, después de haberla mandado sentar a la altura conveniente; la agarró por los brazos y cerca de los hombros; tiró hacia sí con toda su fuerza, mientras con una rodilla apretaba en sentido inverso por el espinazo; y de esta suerte estuvo brega que brega hasta que se oyeron crujidos en la armazón de la paciente, más un grito dilacerante que exhaló la infeliz. En aquel crujido «estaba la cencia»: ya estaban «en caja» los huesos. Si para conseguirlo no hubieran bastado las fuerzas de la curandera, se hubiera amarrado a la paciente a los pies de la cama o a un poste; y tirando unos de los brazos y apretando otros por la espalda, se hubiera logrado también el mismo fin. Eso hay que hacer muy a menudo con los hombres y demás personas «algo duras de gonces». Hecho el encaje, había que cuidar de que no se deshiciera «de por sí»; y con ese objeto se bizmó a la víctima por el pecho y por la espalda; en seguida, a la cama, y quince días en ella boca arriba y bien alimentada.

Por todo este calvario pasó la mártir sin proferir una palabra en son de resistencia; pero toda su abnegación no alcanzó a evitar que cuando el bárbaro marido la mandó levantar, porque «ya estaba curada», se encontrara sin fuerzas y sin movimiento, y tan dolorida como si tuviera hechos alheña todos los huesos de su tronco.

Sin embargo, no murió de este mal. El negro destino de la infeliz la reservaba para concluir de un golpe mucho más rudo y de una herida mucho más dolorosa. Y ese golpe vino de donde menos podía esperarse. Llegó a servir a la casa una mujer de Lumiacos, joven todavía y no fea, pero dura de genio y de mirar imperioso. Cualquiera hubiera pensado que no paraba tres días una sirvienta así en una casa donde las más humildes y placenteras no podían resistir dos meses la singular tiranía de aquel amo. Pues sucedió todo lo contrario. Sería por artes diabólicas que Romana trajera ocultas y supiera manejar en hora y lugar o convenientes; sería porque no hay hombre tan duro y compacto de madera que, bien estudiado, no tenga su veta débil en alguna parte; sería porque hasta las voluntades más enteras se encogen cuando chocan de improviso con otras que no lo son menos; sería por cualquiera de esos misterios o aberraciones, que no dejan de abundar en la naturaleza humana; sería, en fin por lo que se quiera o por lo que se le antoje al escrupuloso lector; pero ello fue que antes de dos meses desde su llegada de Lumiacos, la voz de Romana era la que más recio hablaba en la casona del barrio de la Iglesia del pueblo de Robleces; Romana quien corría con todo «por aliviar a la señora de una carga con que ya no podía»; Romana, en fin, el único ser de cuantos comían el pan amargo de don Baltasar, para quien las leyes de este tirano fueran letra muerta, y las punzantes y crueles chanzas, dulzuras, y hasta prodigalidades la ruindad.

Poco a poco la idea de este predominio en un carácter tan grosero como el de Romana, fue dando sus naturales frutos. Maltrataba a la niña Inés por los motivos más leves, se atrevía con su ama porque defendía a su hija o no comía de lo que todos, y la daba demasiado que hacer «con sus golosinas de embuste.» Este y otros descomedimientos aún más ofensivos, llegaron a indignar a Cruz, y un día se quejó de ello a su marido delante de la misma criada; pero el marido se puso de parte de la mozona de Lumiacos, sin una mala atenuación, sin la más insignificante salvedad.

¡Este sí que fue golpe de muerte! La justicia, el decoro, la caridad, la conciencia, el pudor... ¡todo lo había pisoteado y escupido aquel bárbaro, y todo lo había arrojado a los pies de la zafia fregona que se regocijaba en ello!

Por este lado vino la muerte, que se llevó a la infeliz madre en breve tiempo a mejor vida, entre el dolor de sus martirios y el espanto de dejar al pedazo de su corazón bajo la tiranía de aquellos desalmados.

- V - : Continuación del anterior

Hubo terribles peloteras entre los suegros y el yerno: los suegros, porque pedían cuentas de lo que bien a la vista estaba, y el yerno, porque no las quería dar y negaba que hubiera razones para pedírselas; los unos, porque además temblaban por la suerte de la huérfana, y mandaban elegir al otro entre su hija y su criada; el otro, porque le asistía el derecho de quedarse con las dos, y no le reconocía en nadie para inmiscuirse en los negocios de su casa; los de San Martín, hechos un veneno amenazando, y el de Robleces, hiriendo con sus cuchufletas emponzoñadas; al fin, o porque en el corazón del jándalo, aunque poco y muy escondido, había algo de lo que tanto abunda en el corazón de otros padres, o porque el miedo al escándalo le intimidara, o porque en el estado civil en que le había colocado la muerte de su mujer le pareciera más peligrosa que antes su condescendencia absoluta a las imposiciones de su criada, sin declarar que transigía con sus suegros, hizo entender a Romana, en un tono de autoridad que jamás había usado con ella, que la niña Inés era su hija, y que se guardara nadie de negarla el lugar que la correspondía en aquella casa. Protestó la de Lumiacos contra el atrevimiento de su reprensor; pero observándole bien y conociendo que aquella vez daba en duro, abstúvose de golpearle más, para no comprometer lo principal en una brega inútil por lo accesorio.

Después de afirmar así sus derechos, envió a su hija, por una temporada, a San Martín, lo que no dejó de halagar a sus suegros. Estas temporadas se repitieron con frecuencia; y a ello debió la niña la ocasión, si no de mejorar gran cosa, de conservar, por lo menos, lo que la había enseñado su madre, y cultivar un poco su carácter y su inteligencia en el trato y la comunicación con algunas gentes algo más cepilladas que las de su casa de Robleces.

A todo esto Inés crecía, y sus contornos de niña iban adquiriendo la redondez y la turgencia de las mujeres físicamente precoces. En lo moral adelantaba menos. Era inteligente y hábil, pero se necesitaba ponerla en ocasión de serlo. Dejada a su libre arbitrio, se hallaba más a gusto con las ideas en reposo y la curiosidad adormecida. Como si su espíritu se hubiera empapado en las lobregueces del hogar paterno y en las tristezas y en los desalientos de su madre, en sus ojos negros y bien rasgados rara vez se pintaba la codicia por lo externo, ni en toda ella ese rebosamiento de vida, eso que tiene a todos los niños en constante inquietud por superabundancia de impresiones y de espolazos del deseo: era, pues, una niña perezosa, así de cuerpo como de espíritu, más que por naturaleza, por hábito, capaz de sentir mucho y de pensar risueño, pero con la sensibilidad y el pensamiento impresionados todavía por las arideces y tristezas de otros tiempos. En camino estaba de refrescar sus ideas y de reconstituir su espíritu con las nuevas auras que respiraba tan a menudo en el cariñoso albergue de sus abuelos; pero este camino se le fue cerrando la muerte, que en el transcurso de dos años y antes que ella cumpliera los diecisiete, se llevó a los pobres viejos.

Viviendo ya en Robleces sin la golosina de las escapadas a San Martín, aquélla su malograda reconstitución de espíritu, que parecía una desgracia, fue para Inés un verdadero beneficio del cielo; pues la misma indiferencia que la apartaba de todo interés y cuidado por los negocios domésticos, la salvó de los odios de la criada, que no se avendría jamás, sin algaradas y escándalos, a que nadie la sustituyera en el mangoneo libérrimo que allí ejercía por derecho de conquista. Participando probablemente de estos temores, no mostró el menor empeño su amo por despertar en Inés los deseos de ocupar en la casa el puesto que la correspondía. Antes, y en bien de la paz, halagó su indolente dejadez para que se mantuviera en ella. Después de todo, ¿qué más daba Inés diligente que Inés perezosa, si al cabo no habían de llevársela de casa más que por «afamada» de rica?

Y así pensando el padre, y la criada como se ha visto, y de acuerdo los dos, sin darse mutua cuenta de ello, en halagar las indolencias de Inés para mantenerla en su modorra, de tal arte se arreglaron, que cuando llegó a ser moza, y moza muy garrida de veinte años, tomaba por trabajo molestísimo hasta el de lavarse la cara. Las agujas y la escoba se le caían de las manos, las letras de molde la hacían chiribitas en los ojos, y el tufo de la cocina la mareaba. Salía a la calle lo menos que podía, y no hubiera salido jamás sin el deber de ir a misa cada día de fiesta y la costumbre de confesarse cada seis meses. Se pasaba las horas muertas meciéndose maquinalmente en una silla en la solana y dejando vagar el perezoso espíritu por los tranquilos espacios de su imaginación, olvidada de que vivía en Robleces y de que en Robleces había hombres que parecían bestias, como se lo habían hecho creer los pocos ejemplares en que había fijado, por curiosidad, la vista; persuadida de que, puesta de pie sobre la cúspide de la montaña que tenía enfrente, tocaría el cielo con la cabeza; sin noción alguna de lo grande que era el mundo, ni del imperio que ejercían las mujeres en él; sin la noticia más vaga de lo que eran pasiones, ni el más leve barrunto de las tempestades que cabían en la pequeñez del corazón humano.

Algo se agitaba en el suyo, de vez en cuando, que le hacía latir más de continuo que lo usual; algo bullía en su mente adormecida que le alborotaba las ideas, cuyos choques producían relámpagos que ensanchaban los horizontes limitadísimos de su imaginación; algo que, relacionado vagamente con estos fenómenos, la impresionaba el organismo de modo que sentía en sus ojos hambre de luz, y en toda su alma sed de contemplación y de análisis; impulsos de combatir la lobreguez de su cárcel con el calor de otro fuego que presentía. Entonces pensaba en ser diligente y esmerada y útil, y se avergonzaba de su dejadez nada pulcra. Pero estos arrechuchos pasaban, como sueños de fiebre. Despertaba Inés y volvía con su memoria fría a lo soñado; mas ¿qué eran en sustancia todos aquellos algos, ni qué se le daba a ella porque fueran o dejaran de ser sensaciones casuales y pasajeras, o señales de movimientos más hondos? La realidad de su vida era aquel caserón en que ella se había ido formando entre los martirios de su madre, el inclemente, descariñado y repulsivo fisgoneo de su padre, y la tiranía abominable de Romana. A eso la había amoldado la fuerza irresistible de las cosas. Pudo ser su vida un interminable calvario; por un milagro de Dios iba llevándola adelante sin cruz y sin espinas. ¿A qué pedir más, ni con qué derecho, ni para qué lo necesitaba? Y aunque lo necesitara y tratara de pedirlo, ¿en dónde... a quién? Y si no lo pedía, ¿de dónde había de venir por obra de caridad lo que no había en todo el espacio que abarcaban sus ojos, ni quién podría sospechar más allá de aquellos reducidos horizontes, que en el caserón de Robleces existía un ser que, de vez en cuando, distraía los ocios de su cerebro cavilando en semejantes locuras?

Con este modo de pensar y de ser, entró en los veintiún años, lo más florido de la vida, aquella mujer de cuya hermosura plástica se han dado señas dos capítulos más atrás; y por entonces fueron los conciliábulos de Marcones y su tía la Galusa para la conquista del gato de que nos informó don Elías hablando con Pedro Juan, al mismo tiempo que de otros sucesos, de cuya veracidad en todos sus pormenores certifico yo aquí...

Pero, a todo esto, ¿tenía gato aquel hombre, fuera del «pasar» que había heredado de los suegros, y no era suyo, sino de su hija? ¿Quién estaba en lo cierto? ¿Él, que afirmaba cien veces cada día que sólo poseía «cuatro tierrucas y poco más de nada» o «todo el mundo», que le consideraba «podrido de onzas de oro»?

La verdad es que el tal sujeto hacía todo lo posible por justificar con sus actos sus afirmaciones. Vivía hecho un esclavo de sus haciendas, de sus ganados y hasta de sus sirvientes. Comía poco y de prisa, se levantaba con el sol y se acostaba tarde. Cuando no tenía criados a quienes arrear, cuarterolas de vino que vender, faenas que presidir, cuentas que tomar, trabajos, en suma, que reclamaran toda su atención y aun su personal esfuerzo, no sosegaba un instante: en el corral amontonaba la leña esparcida por el suelo, o apañaba orcinas (astillas muy menudas) que iba echando en una triguera; en las cuadras, atropaba con una rastrilla los pelos de yerba caídos delante de las pesebreras; en el cercado contiguo a la casa, recogía los cantos arrojados por los chicos, y los volvía a la calleja; esparcía las toperas, espantaba las gallinas, franqueaba las sangrías o canalitos de riego que estuviesen obstruidos; en el huerto de atrás, sorrapeaba los caminos, inventariaba los pies de berza y perseguía los caracoles; en la cocina, olía lo que se guisaba, daba un vistazo al hornillo de la leña, despertaba el ollón de los criados y sacudía la alcuza junto al oído; en la despensa, revisaba el tocino y los garbanzos, recontaba los huevos y las longanizas, y veía si se conservaban bien tapados los agujeros de los ratones; en el estragal, en la bodega, en el corralón trasero, reconocía los aperos, colgaba los que debieran estar colgados y arrimaba a la pared los que anduvieran por el suelo; echaba pinos en los ojos de las azadas para acuñar los mangos; rascaba el barro seco a los rodales... en fin, no paraba; y tan pronto se le veía en la sala con una rastrilla en la mano, como en la cuadra con el chaleco entre las dos, sin sosiego para vestírsele; y siempre murmurando censuras entre dientes y chanzonetas mordaces, largando tal cual piña por la espalda a este sirviente distraído, o soltando una desvergüenza a la otra obrera; ponderando el caudal que se despilfarraba en desperdicios, por incuria, y evocando tiempos en los cuales costaban las labores mucho menos y lucían doble más.

Por supuesto que no se trabajaban en su casa todas las tierras que don Baltasar había ido comprando. ¿Ni cómo hubiera sido eso posible, si era suya la tercera parte de las mieses del pueblo? Y sin poderlo remediar el infeliz, porque él no buscaba jamás a los vendedores: al contrario, eran los vendedores los que acudían a él; y no así como quiera, sino metiéndole las tierras por los ojos y rogándole mucho en fuerza de la necesidad. Porque, como él decía, en casos tales: «¿Qué demonios he de comprar yo, benditos de pelar, si no tengo un ochavo sobrante después de llenar la tripa a los lobos de mi casa?... ¡Si siempre estoy a la cuarta pregunta; y tan corta es la manta, que si me tapo la cabeza se me descubren los pies!» Y al fin, arañando dos de aquí y cuatro de allá, y haciendo un sacrificio por el gusto de hacer un favor, y perdiendo un poco cada uno, se quedaba con la finca, que no necesitaba.

Lo propio sucedía con los préstamos. Nunca tenía disponible más que lo justo para el último que le pedían; y eso registrando mucho los cajones y hasta la pelusa del bolsillo. De manera que solamente amarrando y amarrando esta condición y la otra garantía, y previéndolo y justipreciándolo todo, podía resolverse a hacer el favor que se solicitaba de él. «¿No veis» -decía con todo el acento y todas las señales de tener razón -, «que en la estrechez en que vivo y con los ahogos que hay en mi casa, uno solo de vosotros que me falte me echa a pique, me hunde para in soecula soeculorum? Y bueno que el favor se haga; pero no de modo que se salve el favorecido y se pierda el favoreciente».

De este mal fenecieron para sus propietarios menesterosos, una buena porción de fincas del pueblo de Robleces, entre ellas las del pobre Lebrato. Primero cayeron las tierrucas; después el ganado, que no era mucho, cabeza a cabeza; tras el ganado se fue la casa; y como al ocurrir cada una de estas caídas, ya quedaba preparado el tropiezo para otra, por aquello de que «quien se ahoga no mira el agua que bebe», después de la casa fue la barquía, y tras de la barquía la chalana... en fin, hasta las redes. Cierto que todo ello quedó en poder de su primitivo dueño, pero todo y cada cosa pagaba su canon al nuevo posidente; y como los tiempos no iban bien y los cálculos mejor hechos fallan de continuo, el mísero Lebrato, tras de verse desposeído de todo cuanto fue suyo, tenía una deuda constante que nunca lograba saldar, por más esfuerzos que hacían él y su hijo en la tierra y el mar, allí sudando las hieles a chorros, y acá arriesgando la vida muchas veces... porque no había que olvidar que el día en que al «amo», usando de su derecho, más o menos puesto en justicia, se le antojara echarlos de casa y reclamar cuanto en ella y fuera de ella era suyo, no les quedaba otro remedio que coger un cesto y echarse a pedir limosna de puerta en puerta. Ahora se traslucirá la razón del regalo de los peces, y lo de las brusquedades de Pedro Juan, que no entendía de contemplaciones ni de perfiles, con su amo.

Decíase que la mano de éste alcanzaba, por idénticos motivos, muy afuera de Robleces; y se citaba el caso, entre otros, de un pobre hidalgo de Campizas, cogido entre las uñas del Berrugo y a punto ya de espirar en ellas.

El cual Berrugo, en el vagar que le dejaban los entretenimientos que se han citado, y cada vez que lo juzgaba de necesidad, se encerraba en el cuarto del portal, que le servía de despacho, y hasta de bodega cuando le convenía; y por lo que allí papeleaba y descubría, sé yo que tenía muchísimo dinero, bien colocado y mejor garantido en Andalucía; dinero que iba aumentando considerablemente de año en año, porque sus productos eran muchos, y poco más de nada lo que de ellos consumía su dueño. Con estas pequeñeces y otros negocios muy emparentados con ellas, tenían que ver las escapadas que de tarde en tarde hacía Berrugo a la ciudad, por caminos excusados para acreditar su afirmación de que iba a tal o cual aldea a pedir un favor a un amigo.

Conque ¡vaya si tenía gato, y gato gordo, aquel hombre! ¡y vaya si tenía razón «todo el mundo» para afirmarlo, como lo afirmaba, sin saberlo a ciencia cierta!

Quien lo sabía así, como lo sé yo, era la Galusa; pero, por su desgracia, el tal gato no estaba en onzas de oro y en ochentines, encerrado en botes de hierro, sepultados bajo esta losa, u ocultos en tal lima del tejado, donde con buena nariz o con buen arte, se da con ellos desde luego, o se desentierran «el día de mañana». El gato de su amo estaba en especie; y lo que de ello andaba al alcance de su mano, no era de lo que se queda fácilmente entre las uñas, por diestras y afiladas que sean. La Galusa lo conoció muy pronto, y pensó en clavarlas más adentro, para llevarse, no una tira de la piel, sino el animal casi entero. Este propósito, que ya le tuvo desde el punto y hora de enviudar su amo, se enseñoreó de ella con doblado imperio tan pronto como acabó de convencerse de que no eran bastante las migajas de aquella mesa para saciar unos apetitos como los suyos. Pero le salieron erradas estas cuentas, que le parecían tan galanas y hasta muy puestas en razón. Su predominio con el viudo no alcanzaba a tanto como eso. El Berrugo podía tener una debilidad de cierta clase; pero dejarse atar de pies y manos, como su criada pretendía para desplumarle a mansalva... ¡a buena puerta llamaba con su tapujo la culebrona!

Resignóse la Galusa, por no perderlo todo, a quedarse, por entonces, sin lo soñado, y dejó al tiempo que resolviera en definitiva; pero sin soltar la veta por donde tenía cogido a su amo.

Considérese ahora si le parecerían de perlas los proyectos de su sobrino: proyectos que jamás se le habían ocurrido a ella, porque habiendo negado Marcones «por aquéllas que eran cruces» lo de su fracaso con la moza de Piñales, y vuéltose en seguida al seminario, tan fresco, al parecer, como si fuera verdad lo que juraba, creyó su vocación muy decidida; y en este caso, ¿a qué ni para qué echar con las ideas por aquéllos ni por otros derroteros semejantes?

Dueño Marcones de Inés -¡y vaya si la conquistaría por malas o por buenas en cuanto se le franquearan las puertas de la casa!- lo sería también del gato; y siendo dueño del gato el sobrino, en cambio de la ayuda que la tía le prestara, sacaría ésta una tajada en un dos por tres, como no podía esperarla nunca de su amo, por esclavizado que le tuviera a su yugo.

La dificultad única y por de pronto, consistía en que el Berrugo, que tan a regañadientes había dado dinero, aunque bien poco, para ayudar a Marcones en su carrera, consintiese en verle holgando en su casa después de haber ahorcado los libros. La Galusa se encargó de vencer esta dificultad como mejor supiera y pudiera; y pudo y supo lo bastante para conjurar las iras y resistencias de su amo con un buen trasteo de embustes: al cabo, no se trataba de pedirle dinero ni cosa que lo pareciera, sino de enterarle de que Marcos, por motivos bien o mal forjados en la inventiva de éste, se había visto obligado a hacer un alto en su carrera; alto que podría durar dos o tres meses... lo mismo que dos o tres años.

Ello fue que Marcones, después de hecho este desbroce en el camino de sus intentos, dio en visitar a menudo a su tía; que se pasaba las tardes enteras en la casona de Robleces, «porque» -como decía a su amo la Galusa- «el pobre muchacho era tan cariñoso y agradecido, y tan apenado se vela por el percance, que en ningún rincón hallaba sosiego sino al lado de su tía y de su generoso protector»; que Marcones trataba de interesar a Inés en sus conversaciones, siempre que podía; que la Galusa sabía dejarse caer a tiempo sobre las indiferencias geniales de Inés, con discretos panegíricos de las prendas del mozón, cuando éste no estaba presente; y por último, que, a pesar de que Inés y Marcones se habían tratado muy poco hasta entonces (porque no fueron muchos los viajes que el segundo hizo a Robleces después de atrapado el auxilio que la Galusa logró arrancar a su amo) y de no haberla caído nunca muy en gracia, no vio con disgusto aquellas largas visitas del de Lumiacos, con las cuales distraía un poco la insulsez enervante de su método de vida. Y es de advertir aquí que Marcones, cuando se empeñaba en ello y no se lo estorbaba la iracundia feroz que le poseía, era dulce de palabra y bondadoso de mirar, y daba a las conversaciones, ya que no gran interés, porque le faltaba ingenio, cierta unción que seducía fácilmente a personas tan desprevenidas e inexpertas como la hija de don Baltasar.

Por el médico don Elías se conocen los principales rasgos del carácter y de la naturaleza física de este mozo. Poco queda que añadir aquí para terminar su retrato de cuerpo y de alma. Aquél era grandote, más por lo macizo y relleno que por lo alto, aunque lo era bastante; relleno y macizo de tal suerte, que en cualquiera porción de él en que se fijara la vista predominaba la curva cerrada, casi hasta la circunferencia; los pies, las manos, los hombros, el pescuezo, la cara: otros tantos círculos mal hechos; bollos híspidos, más chicos o más grandes; aquí uno por uno, allá sobrepuestos o acoplados; pero siempre el bollo, particularmente en la cara, que se componía exactamente de dos, uno más pequeño que otro, unidos de golpe, quedando hacia abajo el más grande y correspondiendo las sienes y parte de las orejas a la mayor depresión de los perfiles laterales. Sin embargo, la cara no resultaba fea, porque los ojos eran grandes, negros y expresivos, y la boca y la nariz muy regulares. El color, ordinariamente moreno limpio, de nariz y mejillas arriba; y de allí para abajo, incluyendo la papada y cuanto se veía del pescuezo, el negro agrisado del cisco, resultante de la gran espesura y fortaleza de su barba rapada. Digo que ordinariamente era moreno limpio su color, porque cada movimiento del ánimo le transformaba en verde bilioso, así como a la habitual dulzura de su mirada, en celaje fulmíneo.

Con ser tan de bulto esta figura, lo primero que un buen observador veía en ella era lo de adentro; y no le ocurría pensar lo que al vulgo de los que miran: «este hombre sería hasta buen mozo si estuviera vestido de claro y no tan relleno», sino «eso es un odre de iras y concupiscencias». Era demasiado transparente el cendal para que, sabiendo mirar, no se viera debajo el hervidero de lavas dispuestas a saltar en chorros al primer alfilerazo que se diera allí.

Inés, que era vulgo para mirar como para tantas otras cosas, pensó también de Marcones, oyéndole y observándole despacio y muy de cerca, que con menos carne y con ropa más alegre, podía ser «hasta buen mozo». Y eso que Marcones se había presentado en Robleces con la menor cantidad posible de seminarista, en lo externo; pero tras de que hay oficios y carreras que imprimen sello indeleble en quien los ejerza o siga, la secularización del de Lumiacos no podía pasar de ciertos límites si no había de fracasar en la introducción de la comedia que se disponía a representar.

A pesar de esta precaución indispensable, como la paciencia no era la virtud del seminarista, procuraba éste aprovechar bien el tiempo para abreviar los trámites de su proyectada empresa; y sin descubrir todavía la punta de sus intenciones, preparaba el terreno desplegando ante Inés todo lo que él creía pompa de sus recursos; y ahora con un latín del Doctor angélico, después con la explanación de un punto de moral práctica, luego con una descarga de apóstrofes contra las malas costumbres del día, otra vez con un himno dulzón a la doncella fuerte, y un catálogo muy encarecido de las prendas que debían de poseer los hombres para ser dignos de la amorosa elección de «ciertas mujeres», lograba producir en el ánimo de la indocta hija de don Baltasar algo de la fascinación que en el del tosco lugareño ejerce el charlatán que traga estopas ardiendo y escupe luego cintas de colores. Por de pronto le admiraba Inés por lo mucho que sabía y hasta por lo bien que lo charlaba. Después, hay que tener presente que Marcones era la única persona, relativamente culta, que había tratado íntima y familiarmente; que ciertos puntos que Marcones había tocado en sus fogosas homilías sobre determinados movimientos del corazón humano, eran casi los mismos que tantas veces había querido explicarse ella durante los pasajeros arrechuchos de su alma; que el preopinante era vehemente y que se poseía hasta echar lumbre por los ojos cuando, hablando de estas cosas, los clavaba en los serenos y dulces de Inés; que Inés era toda sinceridad y buena fe, al paso que en el otro no había pizca de semejantes ingredientes; y teniendo presentes estas y otras que fácilmente se presumen, no es de extrañar que si la admiración de Inés no pasaba de la sapiencia de Marcones, su curiosidad hallara en la persona del sabio un cebo que no ofrece el hombre que come estopas encendidas, al palurdo que le admira por eso sólo.

Desde luego, en el mucho saber del seminarista halló Inés la medida de su propia ignorancia, y hasta tuvo sus conatos de avergonzarse de ella; no porque sintiera la necesidad de conocer los Lugares teológicos ni la gramática latina, que a desconocer esto no lo llamaba ella ignorancia, sino porque, fuera del catecismo y de escribir desastradamente, no sabía pizca de nada; y esto era demasiado poco saber para la hija de don Baltasar Gómez de la Tejera... ¿Dejó traslucir Inés este pensamiento? ¿Se le adivinó Marcones? ¿Entraba en los planes de éste el acuerdo a que el caso dio lugar? ¿Anduvo en el ajo la Galusa? No se sabe; pero es lo cierto que un día quedó convenido entre Inés y él, con pleno y gustosísimo consentimiento de don Baltasar, que Marcones, tan suelto de pluma y entendido en cuentas, en gramática y en otros ramos de la primera enseñanza, comenzarla a dar lecciones a Inés, tan asidua y provechosamente como el mejor maestro de escuela.

Y henos aquí, aunque no tan pronto como yo había pensado, empalmando el remate de esta digresión indispensable, con los corrientes sucesos de este libro, en el punto en que quedaron al despedirse don Elías de Pedro Juan, después de haber salido éste de casa del Berrugo.

- VI - : Varga abajo y varga arriba

Pero ¡qué naturaleza más singular la de Quilino! Él bailaba como una peonza; él relinchaba mejor que nadie en todas las rondas de mozos; él se enternecía hasta el lloro a moco tendido, en un entierro; él cantaba la misa, que se las pelaba; él revolvía el corro de bolos... en fin, donde se moviera algo, donde pasara algo que no se moviera ni pasara a todas horas y en todas partes, triste o alegre, allí estaba él sin ser llamado por nadie, sin hacer falta ninguna y sin servir para maldita de Dios la cosa, sino para enmarañar dificultades, agriar lo dulce o entorpecer lo hacedero. Sólo en muy determinados casos era Quilino el primero de todos los concurrentes, quiero decir, el que se llevaba la mejor parte: verbigracia, en los casos de zambra y alboroto entre los mozos del pueblo, por rivalidades de barrio o cuestiones de galanteo. Con ser él incapaz de herir a una mosca, ya se sabía: la primera bofetada o el primer garrotazo, para Quilino; y Quilino al suelo.

Pasaba de los veinticinco años, y, por lo menudo y lampiño, apenas representaba veinte; queriendo aparentar una corpulencia que no tenía, se mandaba hacer la ropa con muchos sobrantes; y de este modo resultaba lo contrario de lo que se proponía: que destacaba más su pequeñez, amén de parecer vestido de prestado. Los domingos se llenaba las orejas de claveles, la cinta del sombrero de siemprevivas y plumas de pavo real, y las alpargatas de dibujos de hiladillo verde y encarnado. ¡Todo por las buenas mozas! Y precisamente era de ellas, de las buenas mozas, de donde salían las zumbas más crueles y los motes más depresivos para él. No tenían número las calabazas que llevaba recibidas en el pueblo y fuera del pueblo; y esto era lo que le perdía ya en todos sus empeños amorosos: la fama, que le seguía como su sombra, de «barrido de todas las cocinas...» Porque, aparte de ello, Quilino, en buena ley, no merecía tan mal trato: era trabajador, no bebía, era hijo de buenos padres, y no pobre de solemnidad; y estampas más ruines que la suya habían hallado buenas colocaciones en el lugar. En honor suyo hay que decir también que, gracias a sus buenas prendas, nunca llevó las calabazas en crudo. Se le dejaba rondar, se le abrían las puertas de la casa los sábados por la noche, se le daba ingreso en la cocina; y cuando era llegado el momento de «hablar», se le respondía indefectiblemente que la moza estaba comprometida o esperando a que «hablara» el mozo que se le había anticipado... ¡«Recongrio...» y cómo se ponía entonces contra «la perra desgracia» que siempre le llevaba tarde a esas cosas! ¡Y con qué altanería alegaba en público aquellas despedidas corteses, contra los murmuradores que le contaban los antojos y galanteos por descalabros en seco!

A un propósito no menos caritativo obedecían las largas que Pilara le iba dando en sus asedios pertinaces. Le dolía mucho a la noble mocetona despabilar secamente al pobre muchacho que con tanta obstinación y con tan honrados fines la perseguía, si no hemos de creer a los que afirman que Pilara conservaba a Quilino por obligar más a Pedro Juan, que era celoso. Y es de advertir que jamás estuvo Quilino tan obcecado por moza alguna, como por Pilara. Achacábase esto en público a que Pilara era el mejor acomodo de cuantos Quilino había tanteado, con haber sido buenos todos los demás; pero yo me inclino a creer que entraban por mucho en los entusiasmos de Quilino, que era una pólvora, las prendas personales de Pilara; prendas que Quilino no había visto reunidas hasta entonces en una sola moza de su «comenencia».

El caso es que él insistía en sus trece, y que estaba resuelto a insistir mientras no se le plantara en seco en mitad de la calleja. El suceso de la Arcillosa, con el subsiguiente de la llegada del Josco, al mismo goterial de Pilara cuando él se disponía a tener con ella y con toda su casta una explicación que dejara bien deslindados los campos, le acabó de encalabrinar, y aquella noche no pegó los ojos. Pensando y pensando, creyó que, para acabar de una vez, le tenía más cuenta ajustar la que le desvelaba con el mismo Pedro Juan, por la buena y en paz y en gracia de Dios; y como era mozo que no dejaba que se le encanecieran en el cuerpo las resoluciones que tomaba, en cuanto apuntó el día se tiró de la cama y echó a andar hacia Las Pozas, haciéndose el sordo a los mugidos con que desde la cuadra le pedían las bestias de pesebre el acostumbrado desayuno.

-¡Recongrio! -pensaba Quilino mientras iba varga abajo, unas veces callandito, y muy a menudo hablándolo bien recio y con la mímica que cada pensamiento reclamaba-. Esto tiene que acabar hoy, o va a haber una gorda en Robleces... Lo que se está hiciendo conmigo no tiene igual... ¡vamos, no tiene igual!... Bueno que al hombre se le estime en más o en menos de esto u de lo otro, porque pa eso están los ojos en la cara y el sentío en los aentros; pero ¡congrio! que se le diga... ¡que se le diga, congrio! y hablando se entiende la gente. Eso de callarse, como se hace conmigo un mes y otro mes, y hoy no te respondo y güélvete mañana... ¡hombre, esto ya es ultraje pa uno y puro menosprecio!... Pero ¡recongrio! ¿por qué me habrá pasao lo mesmo en toas partes? Si dijéramos que yo me descuido... ¡Pero si moza vista por mí, que me convenga, ya tiene el envite encima! ¡Y con too y con ello, siempre envido tarde!... ¡Ahora, dígaseme si esto no es la pura desgracia en carnes vivas!... Corren malas lenguas que too ello es castigo de Dios porque me dejo llevar de la cubicia en esas cosas... ¡Mentira, congrio! Si pongo los ojos en moza que tenga los fisanes, yo tengo la sal pa la puchera... y esto no es ser cubicioso... Quisiera yo ahora mesmo de repente que Pilara no tuviera pan que llevar a la boca... ¡Se vería, congrio, se vería si Quilino la golvía la espalda como se la golverían otros que hoy se beben los aires por ella!... ¡Recongrio, qué personal de moza el suyo!... ¡Y decirme a mí que tengo en más los cuatro intereses que puedan tocarle en el día de mañana, que aquella rebustez de carnes y aquel mirar de ojos... y aquellos!... ¡Recongrio, cómo me gustan a mí las mozas grandes y de güena color! ¡Me alampo, congrio, me alampo por ellas! Y cuanto más grandes, mejor que mejor... ¡Si, pensándolo bien, no sé como pude pedir a Quica y a Nestasia, que no me allegan a mi a salva la parte! Y luego ¡tan esmirriás y bajucas de color!... Pos güeno: yo voy ahora a Las Pozas; voy a verme con Pedro Juan, porque quiero que se me estipule claro eso... Pero ¡recongrio!... ¿qué puede haber visto Pilara en el Josco que no haiga en mí? El Josco, fuera del alma, no tiene sentío corporal: es una pura bestia; y hoy por hoy, está, en punto a intereses, más a esquina viva que yo. Y si levanta media cuarta por encima de mí, y es más doblote y más... ¿qué vale eso, recongrio? ¿Sabe de letra lo que yo sé? Pos no conoce la O... ¿Sabe echar un Kyrie ni entonar solo en una ronda... ni rondar tan siquiera?... ¿Baila él, por si acaso? ¿Se arriesgó en jamás a decir a una moza «güenos ojos tienes?»... ¡Que anda en la mar como por su casa, y que es forzudón en tierra y hace su labor de labranza como la hacen pocos y sin decir jus ni muste, y siempre a su cuento!... ¿Y qué vale eso, recongrio? Yo tamién cumplo con mi deber y llevo mi labor palante sin que me pise naide los pies; y respetive a la mar, nunca en ella anduve; pero si me avezara, nos veríamos ¡congrio! nos veríamos... Y a más a más, yo canto igual de Iglesia que de too lo que salga; yo sé de pluma como pocos del lugar; yo echo un armón a una pértiga si se me da la herramienta al caso; yo hablo en concejo tomando la vez de mi padre, que no se atrive y no basta el vecindario entero a tapame la boca cuando se empeña en que yo no soy quién, por hijo de familia, pa decir palabra allí... ¡Recongrio! ¡yo me meto en toas partes en que se meta alma nacía pa hacer lo que haga el más guapo!... ¿Y vale él pa eso, congrio? ¿Se atrive tan siquiera a probar si vale u no vale? ¡Y con too y con ello, Pilara esperando y esperando a que hable el Josco, y tú, Quilino, a resultas, y güélvete mañana y güélvete otro día!... ¡Recongrio, yo digo otra vez que esto no se puede aguantar en pacencia!

Aquí tiró Quilino el hongo roñoso y descolorido al suelo, con gran furia, y pateó tres veces alrededor de él. Había llegado al portillo que separa las praderas de la sierra calva, y desde allí se columbraba ya el tejado de la casuca del Lebrato. Quilino, después de desahogar con interjecciones y pataleos lo más agrio del repentino berrinchín, pensó que sería muy conveniente, antes de encararse con el Josco, disponer con sosiego el plan, o siquiera los puntos principales de su embajada; y con esta idea tan cuerda, se sentó en el mismo portillo, que era de vallado, a la sombra proyectada sobre él por el alto y espeso bardal en que estaba embutido.

Sentado Quilino tan guapamente, volvió a funcionar su discurso del siguiente modo:

-Yo voy ahora mesmo a Las Pozas, porque nesecito verme con Pedro Juan. Bien cercuca está ya la su casa: en dos saltucos estoy allá. Curriente... Yo llego a verme con el Josco y le digo: «Pedro Juan, no vengo al auto de lo de ayer tarde en la ré... Tuve un pronto allí, tuvistes tú otro, mos desapartaron... y sacabó esa historia... Yo no te quiero mal, aunque otra cosa te digan malos quereres y piores lenguas; pero bien sabes que me pasa... esto y lo otro y lo de más allá...» ¡Recongrio! que me pasa esto no lo puede negar él; y no pudiendo negarlo, en josticia estoy al hablarle de lo que le hablo. ¡Pos, hombre, podía no conocerlo así!... Curriente. Que lo conoce y me contesta: -«Quilino, ¿qué es lo que quieres de mí?» -«Pos, hombre», le digo yo, «que anoche estuviste en cá-Pilara; que no sé, a la hora presente, si hablaste u no hablaste en finiquito; y que si hablastes u no, y si te arrespondió que tales o que cuales, lo quiero saber de tu boca y no de la suya, pa acabar así primero con esta consumición que me está acabando a mí...» ¡Recongrio! me paece que tamién esto es de lo menos que puede decir un mozo que se ve como yo me veo... Si el Josco fuera un sujeto del aquél de los demás sujetos, no habría qué sobre el caso; pero tras de que nunca es él muy parcial ni explicativo, es hombre de lunas; y cuando la tiene, como paece que la tenía ayer en la Arcillosa, larga la guantá antes que la palabra... Esto hay que conocelo y estimalo en el caso presente; porque ¡recongrio! yo tamién soy hombre de güétagos; y en cuanto doy con otro que tal, me enrito en un periquete y me... Vamos ¡congrio! que me pierdo... ¡me pierdo!... Pos pinto el caso que le da por la güena, y me dice: -«Quilino, de eso que deseas saber, no hay ná hasta la presente, porque no solté anoche palabra anguna sobre el particular...» Pos, ¡congrio! a un hombre que arresponde esto, bien se le puede decir, sin agraviale: -«Pedro Juan, o al río u a la puente: si te paece poco un día, toma dos... u cuatro o cinco; pero, pasaos que sean, si no has roto a hablar en ellos, déjame el campo a mí: ya sabes que estoy a resultas...» Pero ¡congrio! (Quilino se levantó de repente, y se arrancó el sombrero de la cabeza.) ¡Si el pior mal consiste en que Pilara está jalando de la lengua a ese animal; y anque él se empeñe en callarse la boca, le ha de hacer ella que cante! (Al suelo el hongo.) Y como él no desea otra cosa... (patadas al sombrero) agarraráse al supuesto pa lograr lo que no puede de por sí solo... (Más patadas.) ¡Collonazo! ¡Cobardón!... (Amenazas a la casa del Josco, con los puños cerrados.) De modo y manera que el verme yo con el Josco, séase en güena paz, o séase en guerra que nos destrompe a los dos, es lo mesmo que empiorar la cosa pa insécula sinfinito... (Recoge el sombrero.) Onde yo tengo que dir ¡recongrio! y va a ser ahora mesmo, es a verme con Pilara. Ella es quien debe decirme lo que pasó anoche allí; y por poco que me quede en limpio, quedaráme el consuelo (puñetazos al hongo) de desfogar la corajina cantándola a la oreja avangelios que la saquen las colores a la cara... ¡Ya verá si no hay más que dar a un hombre como yo con la puerta en los bocicos, como se corrió en la Arcillosa!... Y respetive al Josco... ¡nos veremos tamién en su hora y punto! (Se encasqueta el sombrero.) ¡Ay, recongrio!... ¡qué negro va a ser ese día en Robleces!

Y con esta amenaza entre dientes, tomó Quilino a medio galope, varga arriba, el mismo sendero que acababa de recorrer varga abajo.

- VII - : Cuentas de familia

Quilino obró como un sabio cuando retrocedió desde el portillo de la sierra. Si llega a bajar a Las Pozas, no vuelve a su casa tan entero como de ella había salido. Estaba el Josco aquella madrugada, que metía miedo.

-Cuenta, Pedro Juan -le había dicho la noche antes su padre (que ya le esperaba con la torta cocida y la cena dispuesta) en cuanto le vio entrar, de vuelta de su viaje al barrio de la Iglesia.

Pero el Josco, aunque se había sentado a la cabecera del banco que servía a los dos de mesa y de asiento a la vez, ni decía palabra ni probaba bocado. Le daba ira y vergüenza lo encogido y desatento que había estado con Pilara. Al cabo, y en fuerza de apretar el Lebrato, se habían enredado el hijo y el padre en la siguiente conversación, entre mojada de tortuca en la sartén, y pellizcos a la hebra de los mubles recién fritos en ella:

-En primeramente la dí los peces.

-¿A quién?

-A ella.

-¿A Pilara?

-A Pilara.

-¿Y qué?

-Y que... ná.

-¿Cómo que ná, hombre?

-¡Coles!... que no me atreví tampoco. ¿Lo quiere más claro?

-Pos ¿sabes lo que te digo yo a eso, Pedro Juan? Pos te digo que ¡lástima de peces! Y te digo más: te digo que ¡lástima de calzones que llevas puestos! Faldas de baeta te sentarían mejor. Las cosas claras.

-Respetive a este punto, padre, lo mesmo digo yo de mí mesmo. Vergüenza me da ser tan hombre como soy, y portame como me porto con Pilara... ¡Y si dijiéramos que ella!... Pero ¡coles! ¡si es una dulzura conmigo! ¡Si ella mesma me abre la boca y me pone la palabra en los labios! No me queda ya más trabajo que echarla haza juera... ¡Pos ni eso, coles! ¡ni eso poquitín puedo hacer de por mí solo!... Allí estaba Quilino cuando llegué yo al goterial. Apartóse ella de él, y vínose conmigo hecha unas pascuas en cuanto me vio. ¡Gloria me daba el mirarla, tan arrogantona y tan!... Quilino escapó enestonces ajumando de iras... «Pos voy a dála los peces ahora, díjeme pa mí solo, y pué que así me atriva mejor...» Y la dí los peces; pero por más que los emponderó ella, yo ná, padre, ¡lo mesmo que si me hubiera metío otros tantos en el guandate!... Pude haber roto a hablar si aquello dura, porque era mucho lo que yo me empeñaba en ello; pero antojósele a Pilara enseñar los peces a la gente del portal, llamáronme aentro, diome vergüenza entrar... y escapéme. Avergonzóme esto más entoavía, y golví... Llamé a Pilara, salió de contao, díjome que me atriviera a decirlo cuanti más luego... y ¡coles! ¡ni por esas me atreví!... y escapéme otra vez, sin parar hasta la casa de ese hombre. Al golver de ella, Pilara esperándome a la ventana de la cocina; y yo ¡recoles! tapándome las orejas por no oírla tusir de mentirucas, y apretando a correr calleja abajo, como si los demonios me llevaran... y creo que es la pura verdá... Y no hay más que esto, padre... Ahora, déme cuatro mascás, que, por cobardón y baldragas, bien merecías las tengo, ¡recoles!

-No es de ese modo, Pedro Juan, como hay que curarte esa cobardía que paece cuento en un mozo de tantas agallas como tú pa otros particulares de mayor compromiso. La cura esa, bien dicho te tengo cómo se ha de hacer, y así hay que hacerla; y así se hará sin tardar mucho, porque pué llegar el caso, Pedro Juan, y te hablo con la experencia de los años, de que pierdas la güena estima en que la moza te tiene, por esa falta que nunca pega bien en los mozos casaderos. Mal paece un hombre que en tales casos peca de atrevido, y mucho le agobia esa mala fama; pero que te libre Dios de dar en tierra por menosprecio de mujer por lo contrario: no te güelves a levantar en toa tu vida.

-Pos esa es la que me quema a mí tamién, padre, que por demás la conozco.

-Si la conocieras bien y te quemara mucho, otros jueran tus arranques por no caer como lo temo.

-¡Le digo, padre, que me abrasa!... Porque, a más a más de cabeme esos recelos, cá vez estoy más alampao por ella.

-Vamos a cuentas claras, Pedro Juan; y que sean éstas las últimas que echemos sobre el caso. A la vista está, y bien de veces hemos convenío en ello, que aquí hace falta una mujer, porque el desgubierno en la casa nos come la metá de lo que agenciamos fuera de ella: esa es la ley y lo será siempre en la hacienda de los pobres. Pilara es hacendosa; Pilara es honrá; Pilara es la rebustez y la limpieza andando; Pilara te tiene a ti hasta en más de lo que por mi cuenta mereces, con merecer no poco; Pilara, con su por qué pa el día de mañana, supiendo la probeza y los ahogos de tu padre, güelve las espaldas a más de tres mozos bien pudientes pa darte la cara a ti; en su casa no hay quien no la alabe el gusto; saben que si tú llegas a entrar allí como marido de ella, ha de ser pa traétela a Las Pozas, y con too y con ello te abren las puertas de par en par y te hacen, como el otro que dice, la puente de plata.

No quiero meter en la cuenta, pa el respetive, la güena ley que dende mozos nos tuvimos su padre y yo, por lo que siempre fueron esta casa y la suya como la uña y la carne; pero séase lo que se juere, por unas o por otras, por lo de acá o por lo de allá, o mírese por arriba o por abajo, Pilara caería aquí como de los mismos cielos de Dios... Y ahora te digo que ha de caer; y pa que caiga, ya que tú no sabes amañarte, me amañaré yo hablando por ti...

-¡Coles, que me da mucha vergüenza eso!

-Más vergüenza debía darte lo otro... Hablará don Alejo si no...

-Tampoco ¡recoles! Pior que pior.

-Pos no hay otro remedio pa curar los tus males, y con él he de curátelos, Pedro Juan, por éstas que son cruces, si no los curas tú bien aína por ti mesmo. Y dejemos esto aquí, como el acero en su vaina y vamos al otro particular. ¿Qué te dijo... ese hombre?

-¡Mal rayo le parta!

-¿Eso te dijo?

-Lo digo yo, padre, porque así mesmo lo deseo.

-Mal deseao, Pedro Juan.

-¡Es un retuno desalmao!

-Anque lo sea: no se puede desear mal a naide, por mucho que lo merezca... como ese.

-Pos le daremos confites si no, ¡recoles! ¿Le paece?

-Tampoco, Pedro Juan; que es tan malo no llegar como pasarse... y vamos al punto. ¿Qué te dijo... ese hombre?

-Pos ese hombre me pagó el regalo, ajustándome la cuenta de lo pescao esta tarde en la ré, a peseta la libra.

-Media hora hace, Pedro Juan, que vino a comprarlo en junto la Bisoja, y a tres reales se lo dí, grande con chico. ¿Y qué montante sacaba él?

-Tres duros justos, a ojo de quince libras que él amontonó porque le dio la gana.

-A tener que pagarlo de su bolsa, ya hobiera corrío menos el peso. Trece libras y media resultaron, que valieron cuarenta reales y medio. Y ¿pa qué te ajustaba esa cuenta, Pedro Juan?

-Pos ¿pa qué había de ser, coles? Pa llamase a la parte.

-¡Alma de Satanincas! Por mucho ruego, pude sacar a la Bisoja tres pesetas de presente. Dios sabe cuándo veremos lo restante, aunque quedó en traelo mañana antes de la otra ré. Y tú ¿qué le dijistes?

-Se las canté claras. Sólo que hubiera querío yo cantáselas a guantás, mejor que con la lengua.

-No te diré que no lo mereciera bien; pero, por sí o por no, Pedro Juan, nunca te dejes llevar de súpitos cuando con él te veas.

-¡Esta es más gorda, coles!

-Será lo que te paezca; pero así están las cosas, y así hay que tomarlas: a contrapelo. Ya lo sabes tú tan bien como yo. Lo que importa es no olvidarlo, porque en manos de ese hombre está el poco pan que tú y yo comemos. Por güenas o malas artes, suyo es hasta el aire que alendamos aquí... y un pico más que mediano, que es la espina, Pedro Juan, la espina que nos ajuega. A lo otro, ya estaba uno avezao; y con darle media cogecha al cabo de cada año, pagos y finiquitos juéramos, y en paz con el dimoño. ¡Pero esa espina!... Verás tú la cuenta: cuarenta duros jueron los emprestaos por él cuatro años hace; no ha pasao dende estonces una mala peseta de su mano a la mía; nusotros le damos cada año un güen qué de la ganancia de la pesca, y con too y con ello sube la trampa a más de sesenta duros a la hora presente, dispués de pagao por parte el total de rentas y aparcerías, por tierras, casa, embarcaciones y ganao. ¿Cómo puede ser esto, hombre de Dios? Loco me güelvo pa aclararlo; y él, con decirme que es motivao al réito y enseñame un papelón escripío de números y encareceme mucho esos favores, firmo el recibo que me pone por delante, ¡y arriba siempre la marea! y conoce, Juan Pedro, que te roban, ¡y aguántate sin resollar palabra, por temor de que no te dejen de la noche a la mañana a las temperies de Dios, sin otro amparo que lo puesto!... ¿Te paece, Pedro Juan, que con estos caudales se puede echar roncas a... bribones como ese?... Hoy salió tal cual ayuda de la ré; en la mañana y en la otra, sabe Dios lo que saldrá. Si el tiempo sigue al nordeste, iremos a la mar con la barquía, a la mojarra y a los durdos, de día u de noche, según tercien otros trabajos; algo dará en su tiempo la ostra; y en las noches que se pueda salir de la barra en la otoñá, el anguilo otra vez ¡y quiera Dios que con mejor suerte que en esta última primavera!... Pos iremos comiendo de ello, hasta la cogecha del maíz, sin que se nos vaya la mano; y el sobrante, al pozo de ese hombre sin calo, pa que suba otro poco la marea de la trampa... Esto bien lo sabe él. Pos ¿a qué te va con esas cuentas, como si aquí las tuviéramos olvidás o nos diéramos a la bribia, y no hubiera caído en sus manos lo que jué mío, por desgracias que Dios dispuso y trampas que me jué armando Satanás?

-¡Hay que matar eso, padre!

-¿Cuál, hijo?

-Esa trampa.

-¿Con qué?

-Con el ganao que sea nuestro: ya se lo he dicho más veces.

-¡Si no alcanza, bobo! Tamién te tengo ajustá esta cuenta. Las dos vacas son suyas; y en las dos novillas, no tenemos más que la metá: una novilla, vamos.

-Pos con esa novilla y lo que se le pueda arrimar de la pesca de too el año...

-La metá de la trampa; y ten por cierto, Pedro Juan, que si no la matas de un golpe, tanto le entregues a cuenta de ella, tanto pierdes.

-¿Por qué ha de ser eso, coles?

-¿No te lo tengo bien dicho? Motivao al réito de lo que queda en pie. Así lo arrojan los números que él hace.

-Es que ese día ¡coles! iría yo a hacer la entrega; y mano a mano con él, onde no me oyera naide...

-Pior que pior, Pedro Juan. La mocedá es mala consejera: créeme a mí que soy viejo y tengo bien conocío a ese hombre. Pa cada gustazo que tú quisieras darte como ese que dices, tiene él veinte modos de echarnos a perder. Bien que pensemos en arrancar la espina antes con antes, y claro está que ha de ser con la ayuda de la novilla y lo que vaya viniendo por onde Dios disponga; pero hoy por hoy, que no tenemos el completo, el temporal en los prefundos y en la cara el güen celaje. Eso vengo hiciendo yo, Pedro Juan, un año y otro. ¡Qué poco pensarán los que me ven hecho unas tarrañuelas en la ría y en la mies, que tu padre tiene pesaumbres que le roban el dormir más de cuatro veces!... Y ¿qué quieres que te diga, hombre? Sobre que al cabo y al fin no ha de sacar uno mejor zoquete llorando que riéndose, lo que uno se ría, aunque sea de mala gana, eso saldrá ganando.

-Va en genios.

-Verdá es en parte; pero entra por mucho en ello la experencia de los años. Y quédese esto así, por ahora; piensa en lo tratao endenantes sobre el particular de Pilara, que es de más urgencia de lo que tú te feguras; tapa esos tizones... y vámonos a la cama.

Mucho atormentó al formalote y honrado Pedro Juan, en los primeros ratos de insomnio, el recuerdo de las maldades del Berrugo con su padre; pero aún le desveló mucho más el examen de su conflicto con Pilara: entraba tanto en la pelea lo amargo como lo dulce; y así sucedió que, lo mismo soñando que despierto, el Josco fue toda la noche un huracán, tan pronto desatado en suspiros clamorosos y temblones, como en bramidos desaforados que despertaban a su padre. A la madrugada siguiente, aún sentía la resaca de tan fiero temporal en los profundos de su pecho.

¡Y esa fue la ocasión elegida por Quilino para bajar a Las Pozas a hombrearse con Pedro Juan! ¡De buena se libró el cascarrabias con volverse desde el portillo de la sierra!

- VIII - : El médico don Elías

La casa de don Elías era la anteúltima del barrio de la Iglesia por aquel lado en cuya dirección iba él, y se llamaba la casa de los Médicos, por ser la que habitaban todos los titulares del lugar. No servía para otra cosa en un pueblo de labradores, por su relativa pequeñez y aseñorada disposición, ni en el pueblo la había semejante para cumplir los destinos que le habían valido el mote. Cuatro paredes lisas, dos de ellas ciegas, con balcón y dos ventanas en la del Sur, y otras dos ventanas en la del saliente; un tejado de dos aguas con buhardilla y chimenea; la puerta de ingreso debajo del balcón, y un huertuco arrimado a la pared del Este. Tal era por fuera. Por dentro: la planta baja con el arranque de la escalera en el fondo; a la izquierda un pesebre que en tiempos de don Elías sólo sirvió de albergadero de gallinas, y lo restante para vestíbulo y leñera, sin solución de continuidad. En el piso, una salita, que también servía de comedor y, cuando caía una consulta, de despacho del médico; tres alcobas y la cocina. En lo alto, un desván en el que no se podía andar de pie; y paren ustedes de contar.

Allí moraba don Elías con su mujer, tullida por el reuma y encamada seis años hacía, y cuatro hijas mozas, con unos genios y unas inquietudes que no cabrían en la sierra del lugar. No podía calcularse, a ojo, la edad de ninguna de las cuatro: cada una de ellas parecía más vieja que las otras tres; y todas juntas daban, de pronto, la idea de un montón de orujo, resultante de una cosecha exprimida fuera de sazón. No se me ocurre comparación más adecuada al aspecto y atavío de aquellas cuatro mozas. Su padre andaría rayando con los sesenta años, y llevaba trece de médico de Robleces. A Robleces fue a parar desde Tierra de Campos, de donde era nativo; y se había casado en un pueblo de la Rioja, cuyo partido sirvió apenas licenciado en su carrera. Allí pasó dos años, y tuvo la primera hija; a los otros dos, la segunda en la provincia de Burgos; y con los mismos intervalos, mes abajo, mes arriba, la tercera en la provincia de Valladolid, y la cuarta en la de Palencia; con lo que se deja comprender que no calentaba gran cosa los partidos, en los primeros diez años de profesión, el médico don Elías. Tampoco los calentó mucho más en lo sucesivo; pues si de los primeros le arrojaban, ya su mala estrella, ya la ilusión de conjurarla cambiando de postura, de los siguientes le fueron echando las hijas a medida que crecían, y la madre de las hijas según iba viéndolas casaderas, movidas una y otras del mismo impulso y de las propias intenciones, siempre y en todas partes malogradas. De estos fracasos era producto la costumbre de echar pestes aquellas mujeres contra el lugarejo en que residían, al paso que suspiraban por los que iban dejando atrás. Pero de ninguno renegaron y maldijeron tanto como de Robleces, con sus heredades de borona, sus prados rozagantes, sus cajigales frondosos, sus callejones embovedados de bardales, sus brisas húmedas, su cielo nebuloso y sus aldeanos cantadores y en pernetas, que les producían la nostalgia de las llanuras sin fin, del suelo con rastrojos amarillos, del sol de la chicharra en un cielo que se perdía de vista, y de las gentes que le resistían impasibles y taciturnas, envueltas en paño negro, de los pies a la cabeza. Esto era la hermosura, la abundancia y la vida; Robleces la tristeza, la escasez y la muerte. ¡Ah! si su madre no estuviera como estaba tantos años hacía, y por culpa de la indecente charca en que habían caído, ¡qué pronto la hubieran perdido de vista! ¡Allí se habían arruinado ellas; allí habían consumido el caudal que trajeron de reserva, por ahorros en otros partidos y restos de la millonada que fue «de la familia», y desleales depositarios se comieron de la noche a la mañana! En tal parte ganaba don Elías dos mil duros en metálico y trescientas fanegas de trigo, sin contar el filón de las consultas que acudían de seis leguas a la redonda; en tal otra aún ganaba mucho más, y en cual otra, mucho más todavía; y en cualquiera de esas partes vestían ellas de seda, y andaba la plata maciza tirada por los suelos de la casa. Y todo, todo y otro tanto más, se había confundido en Robleces, donde su madre estaba agonizando y ellas vestían percal, y de los ocho prometidos a su padre por el ayuntamiento y los vecinos, no recaudaban a veces la mitad.

Y por esto, maldición va, improperio viene; y una pelotera con cada vecina que entraba por aquellas puertas, lo mismo que si fuera verdad lo de las grandezas pasadas y la millonada «de la familia», y como si los de Robleces se lo hubieran comido, y no hubieran gastado las maldicientes el mismo pelaje que en Robleces en cada lugar de la tierra que habían habitado.

Pero lo verdaderamente curioso de esta manía, era que don Elías estaba contaminado de ella, y que en fuerza de oírlo y de soñarlo, había concluido por creer a puño cerrado que antes de venir a Robleces vestían de seda su mujer y sus hijas, andaba la plata tirada por los suelos de la casa, y hubo «en la familia» una herencia de treinta millones de un indiano de Méjico, primo hermano de su padre, la cual herencia, apenas empezada a repartir entre los parientes del difunto, desapareció en la ruina fraudulenta de un banquero de Madrid, que la tenía en depósito.

Pero don Elías no injuriaba a nadie más que al banquero, ni pedía cuentas a los vecinos de Robleces de los millones estafados ni de las grandezas fenecidas; antes al contrario, hablaba de todo ello siempre que podía traerlo a colación, y lo traía a cada instante, en tono triste y lamentoso (en ocasiones lloraba); y con tal lujo de pormenores lo refería, que el oyente más incrédulo vacilaba ya. ¿Y cómo tomar por embustero a aquel hombre tan optimista en todo, tan placentero y campechano, con aquella cara bonachona y aquel aire de señor de aldea, pero de los limpios y bien hablados? Era preciso estar más avezado a estudiar caracteres de lo que estaban los rústicos vecinos de Robleces, para conocer de pronto todo lo que había de candor pueril, de histerismo, de inexperiencia y de ignorancia, en el fondo de aquel sujeto, cuya palabra era abundante y jamás mentirosa, si no hemos de entender por mentira todo lo que se dice ajustado a lo que se cree y se siente, aunque sea lo contrario de la verdad.

En los momentos de sus grandes alucinaciones, hasta se olvidaba el infeliz de que su vida profesional fuera de Robleces había sido también una lucha incesante contra la mala suerte que le arrojaba en los partidos más pobres; de las torturas en que ponía el ingenio para inventar específicos o acometer especulaciones con que suplir lo que no daba el partido para matar el hambre, nunca satisfecha, de su familia; y de que había sido tan poco afortunado en sus invenciones científicas y en sus empresas industriales, como en la lotería de los partidos médicos.

Pero pasaba la fiebre; y allí estaba don Elías tan campante, husmeándolo todo y sabiéndose de memoria el lugar, de punta a cabo, por dentro y por fuera, pescando al aire un indicio y trepando por él hasta dar con lo cierto o con lo que por tal se le antojaba; previéndolo todo... después de haber sucedido, y no asombrándose de nada; haciendo misterio de las cosas más triviales; tragándose los mayores absurdos si traían consigo conflictos y perturbaciones; creyendo en aparecidos; conversando de estas cosas con sus enfermos más que de la enfermedad, y devanándose los sesos para discurrir una industria que le proporcionara un mediano sobresueldo. ¡Una industria! A montones las había capaces de producirle regatos de oro. Pero ¿cuál de ellas no pedía otro de plata para romper a andar? Y ¿dónde tenía él esa plata?

Sin ir más lejos, allí mismo, en Robleces, había una mina sabiéndola explotar bien. ¡Cuántas indagaciones, cuántas horas de velar, cuántos cálculos de pluma le había costado el convencerse de ello! Pero ¿qué adelantaba con estar convencido, si le faltaba lo de siempre, el vil puñado de monedas? Cierto que lo que no hay en casa, puede buscarse en la ajena; pero esas pescas de dinero hay que hacerlas con cebo de cosa que lo valga; y él, en realidad de verdad, ni lo tenía ni lo había tenido en los días de su vida, y por eso ni en Robleces ni fuera de Robleces había logrado plantear negocio que valiera dos cuartos. También sobre esto había cavilado mucho en Robleces, y cavilando y cavilando a medida que crecían las angustias de su hogar con la eterna agonía de la médica, y llegando, por funesta casualidad, a faltarle más de un tercio de la asignación anual por ahogos del municipio y escaseces de los asalariados, tales fueron las de su casa, que se resolvió a llamar a las puertas de la única en que había lo que él necesitaba, casi seguro de que no habían de dárselo. Pero como él decía: «el no, conmigo le llevo; y menos que esto no he de sacar»; y, por último, «yo me ahogo, él es un clavo, y al clavo me agarro, aunque me abrase».

Con estos alientos en el ánimo, recién hechos, como quien dice, caminaba don Elías aquella noche en que le conoció el lector, hacia su casa, después de terminada su visita, temiendo hallar a la puerta alguna nueva llamada, y con dudas muy fundadas de no tener qué cenar.

No hubo llamada esperándole a la puerta; pero sí grandes señales de haber arriba tiberio gordo. Esto no le apuró maldita la cosa, por ser lo diario y corriente en su casa. Empujó la puerta que estaba arrimada, encendió una cerilla y subió al piso. En el cual se halló a la vallisoletana tirando de la greña a la burgalesa, y a la riojana enredada a denuestos con la palentina, mientras de la alcoba inmediata (porque esto ocurría en la salita) salían, como del fondo de un sepulcro, los ayes angustiosos de la médica. Por el suelo había chancletas esparcidas, y se mascaba el polvo del ambiente.

No se cansó don Elías en preguntar el porqué de aquella pelamesa, ni tampoco en el intento de conjurarla. Dejó que se acabara ella sola, y entró en la alcoba de su mujer para hacerla maquinalmente las preguntas de costumbre y oír los quejidos y lamentaciones de todos los días.

Cuando notó que había cesado lo de afuera, volvió a la salita, que no tenía más luz que la que le tocaba de un cabo de vela que ardía muy escondido a la puerta de la alcoba. Preguntó si había qué cenar; y como quisieran las mujeres hacerle juez en la querella mal apaciguada, ocultóse otra vez junto a la enferma sin responder a su pregunta ni desplegar sus labios. Al fin, sobre una mesita de pino que había en la sala, fueron poniendo sus hijas, con airados ademanes y mucho golpeteo, un perol de sopas de ajo, media torta de pan, un huevo pasado por agua, un pedazo de queso duro y un cortadillo de vino tinto. Salió don Elías; cenaron todos de aquello, menos del huevo, que, como el vino, se le sorbió el médico solo; y después de dar el último caldo a la enferma, fueron los sanos a recogerse, no sé cómo ni dónde, porque eran otros tantos misterios impenetrables las alcobas de aquella casa, en cuyas «buenas camas» había que creer por lo que las ponderaba don Elías en todas partes.

Y vamos al caso, que ya es hora.

Don Elías se esmeró en su equipaje al día siguiente más que lo usual; es decir, se puso camisa limpia, la corbata de lunares y el sombrero bueno; porque en cuanto a vestido, jamás tuvo otro que el puesto, intachable, eso sí, de limpieza y buen caer, pues el hombre era como los mismos oros y sabía llevar la ropa, que es un don como otro cualquiera; se echó en el bolsillo más hondo de su gabán unos papelotes; hizo apresuradamente la visita a los dos enfermos que tenía en el barrio, dejando las restantes para la tarde; y a punto de las diez de la mañana, estaba ya en el estragal de don Baltasar Gómez de la Tejera llamando con el puño de su bastón en la media puerta cerrada. Mandáronle desde arriba que subiera, y subió golpeando mucho los peldaños y tosiendo recio, como quien pisa terreno conocido sin miedo alguno y sin maldita la necesidad.

Recibióle don Baltasar en mangas de camisa y con un horcón en la mano, porque acababa de amparar con una laña bien clavada la punta que se le resentía; y le dijo plantándosele delante y cortándole el saludo comenzado:

-Pues ¿quién desea morirse aquí sin que yo lo sepa?

Don Elías sintió entonces que se le enfriaban mucho los ánimos; no porque hubiera pescado la malicia del apóstrofe, que para esto no era tan hábil como para armar torres y montañas sobre el dicho o el hecho más trivial que corriera por el pueblo, sino porque él llevaba imaginado el argumento de la visita, y en ese argumento no entraban ni las palabras, ni el tono, ni el aire con que don Baltasar acababa de saludarle... A esto achacaba el buen don Elías su repentino encogimiento, pero el verdadero motivo consistía en que el pobre médico se pasaba de sencillo y tenía más valor para resistir su pobreza que para pedir a un rico la limosna de su amparo; y a los temperamentos así, todo ruido les suena a desaire y menosprecio. Fuera lo que fuese, sucedió que don Elías, sombrero en mano y con el escaso valor que le quedaba, respondió así a la pregunta del Berrugo:

-Ni Dios lo permita, señor don Baltasar... Lo que hay es que me caminaba de la visita ¿está usted? y pasando por delante de la portalada, me dije: «¡vaya una temporada que hace que no he estado yo en esta casa! Pues vamos adentro a saludar a esos señores... y quizás del tiro hable yo al señor don Baltasar de un asunto que puede importarle».

Don Baltasar se hizo el admirado de lo del asunto que podía importarle; y mientras se resobaba la barbilla con la mano libre, exclamó:

-¡Hola, hola! ¿Conque nada menos que eso? ¡Vea usted cómo, por donde menos se piensa, suele venir la fortuna!

-No lo dije por tanto, señor don Baltasar; pero ya que estamos en ello... valga poco o valga mucho, hablándolo puede verse.

-¿Y usted desea que hablemos de ese asunto?

-Si usted me concede ese favor...

-Yo, señor don Elías -dijo entonces el Berrugo andando hacia la sala, después de haber echado por delante con un ademán expresivo al médico-, siempre estoy dispuesto a conceder cuanto se me pida, no siendo dinero; porque ese, para mí le quisiera yo.

Esta advertencia fue otro jarro de agua para don Elías; el cual, sin darse por entendido, dijo según iba andando y sin volver la cara:

-¿Supongo que doña Inesita y doña Romana seguirán tan buenas como siempre?

-¿Doña Inesita y doña... quién? -preguntó don Baltasar con una fuerza de acento en el quién, que la sintió don Elías en los riñones, lo mismo que si por allí le hubiera atravesado el Berrugo con las puntas del horcón.

-La señora Romana, quise decir -replicó en seguida el médico, subiéndole fuego hasta las orejas-; sólo que como ella es tan... vamos, tan digna... por su...

En esto dio un horconazo en el suelo don Baltasar, y dijo a don Elías, hallándose ya ambos en la sala y junto a las primeras sillas:

-Aquí.

El médico se dejó caer en una, como herido del rayo, y el Berrugo cogió otra y se sentó enfrente de él sin soltar de las manos el horcón, puntas arriba. Parecióle increíble; pero hubiera jurado don Elías que lo que le iba poniendo nervioso era la visión incesante del trasto aquel.

Sentados ya los dos personajes, el de fuera se encontró sin ánimos bastantes para exponer su demanda con el método y el arte que él había ideado en sus repetidos ensayos, a fin de que el negocio resultara a la luz y a la altura que pedía para que se viera como debía de ser visto; y comprendiendo que entrar con falta de alientos y sin pizca de serenidad en una batalla, es lo mismo que perderla, acudió al recurso que nunca le faltaba para enardecerse un poco: a traer a la memoria aquellos treinta millones heredados por «la familia», y aquellos tiempos en que las mujeres de la suya vestían seda, y andaba la plata maciza tirada por los suelos de la casa. Y, efectivamente, lanzar sus recuerdos a orearse en el florido campo de aquellas magnificencias, y comenzar el hombre a trasudar, a revolverse en la silla, a echar lumbre por los ojos y a redoblar en el suelo con la contera del bastón, fue todo uno. Ya estaba en lo firme; ya no se le daba una higa por la cara mordaz del Berrugo ni por el horcón que tenía entre manos. Expondría su pretensión; se reiría de ella el avaro o no se reiría: lo mismo le daba: él habría desarrollado en toda su pompa el cuadro de sus pasadas grandezas; el grosero jándalo le habría visto, deslumbrándose; y, cuando menos, siempre quedaría patente el derecho que tenía un hombre que fue tan poderoso, a pedir en días de decadencia el auxilio de un patán afortunado. Atrincherado de tal suerte, don Elías rompió el fuego en estos términos, después de pasarse el pañuelo por la frente enardecida y sudorosa:

-Cuando se perdieron en la quiebra del marqués aquellos treinta millones de la familia...

-¿Cuántos millones? -preguntó socarronamente don Baltasar, bamboleando un poco el cuerpo medio colgado con las manos del mango del horcón.

-Treinta, más que menos -respondió hasta con altivez don Elías, después de carraspear y de estremecerse un poco.

-Preguntábalo porque me pareció haberle oído a usted en otra ocasión que los millones esos no eran tantos.

-Treinta han sido siempre: créalo usted -repuso don Elías con el más admirable de los aplomos-. Los estoy viendo a cada hora, lo mismo que si los tuviera en la mano, en onzas de oro... Porque así vinieron de América, señor don Baltasar, ¡en onzas de oro!... y en onzas de oro los apandó aquella garduña de Madrid; y en onzas de oro comenzó a hacer el reparto del caudal, recreándose ya en la zancadilla que nos tenía armada. Toma tú tres, toma tú dos y medio, porque los negocios así y los cambios de otra manera, a mi padre le engatusó por el pronto con la miseria de veinticinco mil duros, a cuenta de los catorce millones que le correspondían a él solo como principal heredero, por pariente más cercano de mi difunto tío... Semanas van, meses vienen: el marqués no volvía a resollar, mi padre le escribía carta sobre carta; el hombre no las contestaba.. hasta que, amigo de Dios, un día... ¡zas! (aquí la voz del médico comenzó a ser cavernosa, la mirada de loco y el ademán melodramático), de golpe y porrazo, la noticia de que el banquero se había presentado en quiebra con un pasivo de doscientos cincuenta millones... de pesos fuertes... ¡Toda nuestra fortuna al suelo, de la noche a la mañana!... ¡Aquel capitalazo, hecho polvo de repente, y la familia rodando desde las mayores alturas del esplendor, hasta la pura miseria!

En aquellos momentos don Elías tenía los ojos arrasados en lágrimas. Don Baltasar, que no podía oír hablar de millones sin sentir la nostalgia de ellos, olvidado por un instante de que trataba con un iluso, o no queriendo, ni en broma, transigir con la impunidad de tamaños delitos, preguntó con una seriedad y un interés dignos de su interlocutor:

-Pero, hombre, y esos tribunales de justicia ¿no valen para nada?

En seguida conoció don Elías que el sujeto aquél estaba agarrado por el interés conmovedor de la historia. Enternecióle esto mucho más, lanzó dos sollozos y respondió, corriéndole las lágrimas por la faz abajo:

-¿Y qué tribunal se atreve, señor don Baltasar, con un hombre que quiebra de ese modo? ¿Qué juez ni qué emperador le mete mano?... Mi padre pensaba como usted... ¡Ojalá no hubiera pensado tal! pues por sostener sus derechos, dejó en manos de la justicia los veinticinco mil duros que había recibido a cuenta y cerca de otros tantos que eran de su patrimonio. (Aquí una pausa con puchero.) Por lo demás, bien se sabe quién le hizo la puerta de escape al ladrón, y cuánto costó hacerla; qué personaje tomó cinco, y qué otro recibió diez; y se pasmaría usted si yo le dijera hasta qué alturas llegaron esos caudales, y qué manos se ensuciaron en ellos. (Otra pausa sin sollozo, pero con suspiro hondo.) En fin, mejor es no hablar de estas cosas. (Exaltándose un poco.) Pero le aseguro a usted que si a contar me pusiera, tendríamos tela para lo que falta de año, y sin cerrar boca... El único consuelo que nos ha quedado, si consuelo puede llamarse, es que el facineroso no gozó mucho tiempo el fruto de su rapiña. Pasó a París de Francia, donde estaba ya a buen recaudo lo nuestro y lo de otros infelices; diose allí a la orgía y al vicio sin freno, y acabó malamente, comido de enfermedades viles y asquerosas...

Fuera por haber caído ya de su burro, o porque considerara bastante castigado al ladrón con aquella clase de muerte, don Baltasar cortó aquí el relato de don Elías con un horconazo en el suelo y estas palabras imperiosas:

-Al caso.

-Vuelvo a él -respondió don Elías dócilmente, y aun muy satisfecho del éxito de la primera parte de su empresa-. Cuando se perdieron en la quiebra dicha aquellos treinta millones de la familia...

-¿Otra vez?

-Es para mejor empalme del relato, señor don Baltasar... Digo que cuando se perdieron aquellos treinta millones de la familia, me hallaba yo a pique de finar la carrera, carrera que yo estudiaba de puro lujo desde que se supo en España la muerte de mi tío en Méjico y la atrocidad de caudal que nos dejaba. Fortuna que no me cegó la pompa, y que, contra lo que mi padre quería, seguí dándole firme a los libros.... por un por si acaso. ¡Bien pronto llegó, señor don Baltasar! Recibí el título amargado con las pesadumbres propias de nuestra desgracia; salióme un partido en la Rioja... y a la Rioja me fui de médico, también contra el consejo de mi padre, que quería dejarme en Madrid a la sombra de los grandes y poderosos amigos que tenía por allá, y bien seguro de hacerme facultativo de viso y nota en poco tiempo... Caí en gracia en el partido y gané un dineral en él. Caséme allí y puse a la médica en el rango que la correspondía. Tuve una hija que se envolvió en bien finos pañales; solicitáronme luego con gran empeño desde Zamarrillas, uno de los mejores partidos de la provincia de Valladolid, y fuime allá. Me pagaban de lo bien, y yo sacaba más de otro tanto por fuera de mi obligación. También dejé esta mina por otra, y la otra por la de más allá; y así, señor don Baltasar, aumentándoseme las hijas y los haberes según cambiaba de lugares, mi casa parecía un platal, y la familia relumbraba de nutrida y bien puesta. ¡Tonto de mí que tanto trabajé para que no se colocaran las cuatro chicas con las brillantes proporciones que las perseguían por donde quiera que andaban!... ¡Ya se ve: todo me parecía poco para ellas! Otro gallo las cantara... y también a su padre, desde que vino la negra para todos. Y la negra fue que la suerte se cansó de ampararme en cuanto bajé de Castilla y entré en este pueblo con mis cinco carros de equipaje; porque no traje menos, como fue público y notorio... Se acabó el sobresueldo, porque chismes y malos quereres lo prepararon así; y hubo que comer de lo ahorrado; y ¡allá van las onzas de reserva! ¡y allá los cubiertos de plata por docenas!... ¡y allá las sobrecamas de seda fina!...

-Pero, señor don Elías -dijo aquí don Baltasar que, colgado como siempre del horcón, no apartaba los ojos de los del médico-: paso lo de los cinco carros de equipaje, porque no los vi, y paso lo de las minas que iba dejando usted atrás, porque me basta que usted lo afirme, pero tantas onzas de oro y tantas colchas de seda y tantos cubiertos de plata echados a la calle para jamar de ello desde que vino usted a Robleces, antójaseme demasiado apetito o muy mala administración.

-Le canto a usted el Evangelio, señor don Baltasar -respondió el médico sin detenerse delante del reparo-. Esto se prueba al aire y cuando se quiera, porque es de las cuentas que se sacan por los dedos... ¿Usted sabe lo que ha consumido solamente la médica en los años que se lleva metida en la cama, y antes de meterse en ella, de estos baños a los otros y de estas aguas a las de más allá?

Don Baltasar, que después de hechas las observaciones que le valieron esta réplica, había reclinado la frente sobre las manos con que empuñaba el horcón, la alzó de pronto, y dando otro horconazo en el suelo, volvió a decir a don Elías, en el mismo tono imperioso de la otra vez:

-¡Al caso!

-Iba a tratar de él en este instante, señor don Baltasar -replicó don Elías acudiendo presuroso a la advertencia-. El caso es -continuó- que desde que estoy en Robleces, me despistojo y me aso, y atormento el magín para buscar una industria que me ayude a salir avante con la carga que tengo sobre mí; que todo cuanto he discurrido me ha fallado; que las cosas se van poniendo en mi casa de modo que ya no dan espera, y que estoy resuelto a probar el último recurso, para llevar a cabo mi idea, que no puede mentir, según yo la tengo pesada y medida.

El Berrugo había vuelto a reclinar la cabeza sobre las manos; y don Elías, muy satisfecho de ello, hizo un alto en su discurso, como para adquirir nuevos alientos. Después continuó así, para aplazar otro poco la verdadera entrada en el asunto:

-Lo cierto es, señor don Baltasar, que mi situación tiene bien poco de envidiable. Cuento ya sesenta años, y llevo treinta y cinco de médico de partido, sin un solo día de descanso, sin una sola noche de dormir con tranquilidad... No tengo un vicio de que arrepentirme... ¡ni siquiera fumo!... Como lo que me dan; a veces... nada, porque no lo hay... Gano una miseria, y ésa mal cobrada; me debe este vecindario más del tercio de mis sueldos desde que vine... ¡Lo juro por Dios que me oye! Reclamo las deudas, y casi se ríen de mí los deudores; porque lo que se niega al médico no se toma a pecado. Ya se ve, ¡gasta levita! ¡Si ellos supieran que no hay maldición que pese tanto como la levita de los pobres!... Pero si no me paga el concejo, tengo consultas, apelaciones... Es verdad: de higos a brevas llega a mi casa un enfermo de algún lugarejo de los más cercanos (cuando no le vuelven desde el camino con calumniosos informes los que aquí no me quieren bien); me entretiene hora y media para explicarme mal lo que le duele; gasto yo cerca de otro tanto en decirle lo que es y cómo debe curarse; le pido al fin tres pesetas por mi trabajo; parécele mucho, y empieza a llorarme desventuras; y por no perderlo todo, tengo que conformarme con la mitad... cuando no me la queda a deber para no pagármela nunca. Alguna que otra visita cae fuera de Robleces... Pues ande usted legua y media a pata, porque nunca me dio el oficio para el lujo de una caballería de las peores... ande usted legua y media así por montes y barrancos, y otra legua y media de vuelta; sude usted los hígados y eche la entraña por la boca, o métase usted en el barro hasta los corvejones y cálese de agua hasta los huesos y tómese para regalo del estómago y compostura de los zapatos que ha roto, ese medio duro o esas cuatro pesetas que le valió la salida... Esta es la verdad... ¡la triste verdad!... Y viva usted así, señor don Baltasar, con cinco mujeres en casa, una de ellas tullida, y las otras... medio desnudas, desesperadas y hambrientas, porque son las hijas del médico y no pueden ir a ganar la comida sallando los maizales del vecino... No tengo deudas, es cierto; pero falta saber si podría tenerlas aunque quisiera. Al labriego más pobre no le niega nadie una peseta; porque, cuando menos, tiene un azadón que lo vale; el médico no tiene nada, nada con que responder, si no es la negra cruz de su levita... De esta manera ¡bueno está de considerar! la vida no es vida, la salud se quebranta... el humor se ennegrece... falta muy a menudo la paz en la familia; y a fuerza de ver uno pura tiniebla donde quiera que pone los ojos... créame usted, señor don Baltasar, casi tengo por afortunados a los pobres enfermos que acaban entre mis manos...

También era triste, bien triste, la voz de don Elías cuando hablaba así, y también acabó de hablar brotándole gruesas lágrimas de los ojos; pero éstos no chispeaban ni aquélla era forzada y teatral como la otra vez, por obra de un sacudimiento del organismo impresionado por una visión histérica. El último relato era la realidad, un pedazo de la vida del relatante; y las lágrimas que lloraban sus ojos, venían derecha y sosegadamente del fondo del corazón. Pero como esta vez no se trataba de millones estafados, don Baltasar no se interesó poco ni mucho en aquel triste capítulo de la historia del médico; lejos de interesarse, y mucho más de conmoverse, alzó la cabeza que había tenido apoyada sobre las manos, y manifestó sus impaciencias inclementes con un nuevo horconazo en el suelo y estas palabras, bien duras de acento:

-¡Al caso, don Elías, que me voy aburriendo y tengo que hacer!

Y a echarse iba en él de golpe y porrazo don Elías, después de suspirar muy hondo, cuando entró Inés en la sala para advertir a su padre que le llamaban abajo, no sé para qué menesteres.

-Pues ya hablaremos en mejor ocasión -dijo don Elías dispuesto a marcharse, después de haber saludado a Inés y al ver que don Baltasar se levantaba de la silla.

-De ninguna manera -respondió el Berrugo, obligando al médico a que volviera a sentarse-. Tengo ya empeño en conocer esa mina que trae usted entre cejas, y hoy mismo ha de ser, porque no respondo de hallarme con tanta paciencia otro día. Acompáñale tú, Inés, que vuelvo pronto.

Salió don Baltasar, quedóse el médico, y se sentó a su lado Inés con la misma indolencia, el mismo ropaje y la propia traza con la que vimos la noche antes entrar en la cocina y coger los peces por el rabo.

- IX - : Las cosas de don Elías el médico

Desde aquel instante, ya fue don Elías otro hombre; porque el médico de Robleces tenía esa gran fortuna en medio de tantas desgracias: un simple cambio de escena bastaba para dar nuevo colorido a sus pensamientos. A solas con Inés, ya no se acordaba de su padre ni de los asuntos que con él acababa de tratar: otros cuidados muy distintos comenzaron a devorarle y a consumirle. Hubiera dado una oreja por saber de la boca misma de Inés si estaba ya bien enterada de los intentos con que entraba en su casa Marcones el de Lumiacos, y si, caso de estarlo, le habían parecido mal, como era de suponer. Había averiguado él estos intentos con un lujo increíble de pesquisas, y hablando mucho de ellos entre sus hijas, que se perecían por esas cosas, y en varias cocinas del lugar y hasta en medio de la calle, de lo que fue testigo el lector, y era muy natural que ardiera en deseos de inquirir lo que le faltaba, y de beberlo en buena fuente, por el gustazo de correrlo en seguida por el pueblo, sin olvidarse de bajar a Las Pozas en busca de Pedro Juan, que era el último con quien había tratado del negocio de Marcones. para decirle, como a todo el mundo: «Lo sé de su misma boca: Inés no le traga por buenas; y antes será muerta que convencida.»

Porque para el médico no tenía duda que Inés aborrecía a Marcones, si Marcones la había descubierto tanto así de sus ambiciosos planes; y menos lo dudaba cuanto más paraba los ojos en la hija de don Baltasar, con su mirar tan dulce, con su estampa de princesa... y con un caudal «tan atroz»; porque, a juicio de don Elías, «debía de ser atroz el caudal de aquella chica, después de la barbaridad que había heredado de sus abuelos de San Martín de la Barra».

Pero ¿por dónde le hincaba el diente al asunto? Cabalmente era hombre que no servía para tanteos insidiosos: lo reconocía él mismo, le acosaban demasiado las impaciencias, y en seguida se le iba la burra.

Enfrascado en estos cálculos que le ponían nervioso, don Elías dejaba pasar el tiempo sin dirigir una sola palabra a Inés, la cual se extrañaba de aquella mudez en un hombre tan comunicativo y locuaz de ordinario. Reparaba también la hija de don Baltasar en la avidez cariñosa con que la contemplaba el médico, y en el desasosiego con que se revolvía en la silla; y haciéndole suma gracia todas aquellas cosas de don Elías, acabó por sonreírse sin apartar de él la mirada medio escondida entre los párpados, contraídos por unos frunces muy monos.

No sé si creía el médico de Robleces en el fluido magnético y en las corrientes simpáticas, ni si había oído hablar de ello siquiera en todos los días de su vida; pero lo que no tiene duda es que andando él en lo más empeñado de sus hipótesis y escarbando con la imaginación en los profundos de la mente de Inés, fue cuando ésta le sonrió; y tan preocupado estaba el hombre y tan aferrado a su idea, que en aquella sonrisa vio y oyó clara, clarísimamente, que le preguntaba Inés, así, en estas terminantes palabras:

-¿No es verdad, don Elías, que he hecho bien en negarme a eso?

Con lo que el iluso acabó de dispararse, y respondió en voz firme, acompañándose de un bastonazo en el suelo:

-¡Sí, señora!... ¡admirablemente! ¡perfectísimamente! ¡Y le está muy bien empleado al sinvergüenza!... ¡Y que vuelva por otra!...

-¡Pero, don Elías!... -exclamó Inés sobresaltada con aquel estallido del médico.

Despertó éste de su pesadilla con la exclamación de Inés, y se deshizo en excusas; pero sin arrepentirse de la «providencial» alucinación.

-Perdone usted, Inesita -la dijo-. Tengo la desgracia de interesarme demasiado por los negocios ajenos... pero también el don de leer claro donde el más lince no ve jota... Es el temperamento, créalo usted. ¡A veces me arden allá dentro unas luces!... Y como sucede además que tengo la costumbre de soñar recio...

Y al mismo tiempo pensaba:

-Ha sido una entrada como otra cualquiera; y me alegro, porque el golpe dado está, y ya sabes a qué atenerte... como lo sé yo también por lo que se te ha escapado... Al buen entendedor...

En esto llegó a la sala don Baltasar con una rastrilla en la mano. Levantóse Inés, salió, y ocupó su padre la silla que ella dejaba.

-Vamos -dijo el Berrugo a don Elías-, a rematar en pocas palabras... en pocas palabras he dicho, eso que dejamos pendiente.

¡Ya estaba otra vez el médico boca abajo! ¡Ya era el hombre agobiado por las desdichas, que iba a «echar un memorial» al poderoso para pedirle un mendrugo de pan! ¡Ya le habían caído de repente encima del alma toda la negrura y todo el peso de la realidad de su miseria! Entristecióse de nuevo y volvió a encogerse. La fe que tenía en la importancia de su proyecto no alcanzaba a darle la más leve esperanza de que el hebreo aquél aflojara la bolsa para ayudarle; el ficticio valor que le prestaba el recuerdo candente de aquellos días esplendorosos acababa de gastarle, y no era cosa de volver a empezar por allí, ni el Berrugo se lo hubiera consentido; y tan desalentado se vio, que estuvo tentado a despedirse dejando las cosas como estaban. Pero le arreó don Baltasar con una mirada de las suyas, y el hombre se arrojó al asunto como pudo haberse tirado por el balcón de enfrente.

-Pues, señor -dijo pasándose el pañuelo de yerbas por toda la cara y luego por el cogote y dándole después dos paseítos por encima de los sesos-, el caso es el siguiente: un molino maquilero, de cuatro ruedas, puede moler con desahogo seis fanegas al día, pico más o menos... Me parece que no peca de alegre la suposición. Estas seis fanegas cada día me dan al año, un número en números redondos, dos mil doscientas, o séanse ocho mil ochocientos celemines. Estos ocho mil ochocientos celemines, me dan a mí de maquila ocho mil ochocientos maquileros; los cuales ocho mil ochocientos maquileros, son lo mismo que quinientos cincuenta celemines, o doscientas veinticinco medias fanegas; doscientas veinticinco medias fanegas, a duro cada media fanega, son lo mismo que doscientos veinticinco duros, o sean cuatro mil y quinientos reales... Me parece que esto es pura matemática.

Decíalo don Elías porque le estaba poniendo en graves dudas el intraducible gesto con que le miraba su interlocutor. Para asegurarse más de que iba por lo firme, sacó los papelotes del bolsillo, escogió uno de ellos, diole un vistazo y añadió a lo dicho poco antes:

-Justo y cabal: cuatro mil y quinientos reales. Esto, por un lado... Por otro: cuatro cerdos a cuarenta y cinco duros uno, grande con mediano, son lo mismo que ciento ochenta duros, o sea tres mil y seiscientos reales; que añadidos a los cuatro mil y quinientos de arriba, suman la cantidad redonda de ocho mil y cien reales... Pura matemática también.

Y se quedó mirando a don Baltasar, que no le dijo palabra ni dejó tampoco de mirarle. Creyóle convencido el médico, le alentó mucho esto porque aquel hombre era así, y exclamó, irguiéndose hasta con cierta arrogancia:

-Señor don Baltasar: con ocho mil reales (quito los ciento) y la pobreza que me vale el partido, era yo el hombre más rico de la cristiandad.

-No lo dudo -dijo al fin don Baltasar con una parsimonia inconcebible en él, aun suponiéndole capaz de divertirse con las cosas de don Elías-. Pero siga usted con la cuenta galana. Ya tenemos lo que da el molino: falta ver lo que toma.

-Nada, señor don Baltasar, nada como quien dice: un molinero, que con las propinas y su buen arte y un piquillo de surplús, que sale de aquí y de allá, estará hecho un canónigo. Este retejo y aquella reparación... ¡nada, señor don Baltasar, nada! eso y mucho más sale del excedente de molienda que no consta en el presupuesto, y de ciertos recursos que se irán desenvolviendo según el negocio vaya marchando. Los cuatro cerdos, menos que nada: los compro lechazos, engordan con las barrreduras, se ponen en ocho meses que no caben por la puerta, y los vendo a puja mayor, porque han de sacarme los ojos por ellos. Ya sabe usted que no hay cerdo más solicitado que el cerdo de molino...

-Corriente, señor don Elías, corriente... y siga usted con la cuenta galana... Ya no nos falta más que tener molino.

Desplegó el médico el papelón más grande de los que tenía entre manos, lleno de dibujos toscos y de garabatos incomprensibles, y dijo contoneándose en la silla:

-El molino: aquí está el plano, con su escala y todo. No está puesto en limpio, que eso ya lo haría, si fuese necesario, pincel más diestro que el mío; pero está bien clara cada cosa... Llave en mano, no debe de costar un maravedí más de sesenta y dos mil reales... Aquí constan las razones.

-Que estarán muy en su punto: corriente también. ¿Qué nos falta ahora, señor don Elías?

-Pues... buscar esos sesenta y dos mil reales.

-Y ¿dónde están ellos?

-¡Esa es la negra, señor don Baltasar!

-Pues suponga usted que no es tan negra como parece, y que hay un desesperado que los da...

-Negocio concluido entonces.

-Corriente: ¿y qué rebajamos de los ocho mil reales de producto, por réditos de ese capital?

-Ni un ochavo, señor don Baltasar... Esa miseria saldría del mismo fondo que las otras: de acá y de allá, y del auge que fuera tomando el negocio.

-Corriente también. Y ¿con qué respondemos a su dueño de esa miseria que nos presta para hacer el molino?

-Con el molino mismo.

-Es de razón. Pero un día se levanta ese hombre de mal temple y se llama a lo que es suyo.

-Nos veríamos en ese caso, señor don Baltasar; nos veríamos. ¿No hay más que llamarse a lo suyo así, de golpe y porrazo? Está previsto todo en mis cálculos. Ese hombre me firmaría, ante todo, una cláusula de no reclamar cosa alguna, fuera de los intereses, en un mínimo de treinta años. En ese tiempo, con un poco de economía y el natural desahogo que me fuera dando el incremento de la finca, iría yo matando la deuda sin sentirlo.

-Pues no he dicho nada, señor don Elías. Es usted más pájaro de lo que yo pensaba en punto a estos particulares. ¿Y dónde plantamos el molino, para ponernos al cabo de todo... si es que se puede saber?

-El molino, señor don Baltasar (y en esto estriba la firmeza de mis cálculos), se plantará donde no tengamos que temer ni las sequías del verano, ni los aguaduchos del invierno: en el último canalizo de acá, de la Arcillosa, según se la mira, a la mano izquierda: hay allí anchura y fondo para un navío de tres puentes, con una angostura que se salta de un brinco desde la sierra, y que está como puesta allí para dar ingreso al molino. Lo demás ya lo sabe usted: viene la marea, abre usted los saetines; ya está el agua en casa, cierra usted los saetines; baja la marea, abre usted los saetines y empiezan los rodetes a danzar, a razón de quince horas diarias; y así todo el año, como un reló, con el agua represada en el canalizo, que me ahorra el mejor de los camarados y la mejor de las presas, que son la ruina de los molinos; porque amén de lo que cuestan de nueva planta, de aquí las refuerza usted hoy, y de allá se quebrantan mañana, y es el no acabar en todo el año de Dios; cosa que no ocurrirá en el mío, y por eso dije antes que no hay para qué mentar como gasto las reparaciones que ocurran. ¿No es una hermosura todo esto, don Baltasar, y no parece mentira que no haya dado nadie hasta ahora en escarbar esa mina de oro?

-En verdad que mentira parece, señor don Elías. Pero dígame y perdone: ¿qué es lo que tengo yo que hacer en esa mina, y por qué lado puede interesarme a mí, como me dijo al principio?

El médico estaba maravillado de la paciencia y la afabilidad con que le atendía aquel hombre, cuyas despabiladeras eran proverbiales en el lugar; y creyéndole en buen cuarto de hora, se aventuró a decirle derechamente:

-Con usted contaba yo para darle la preferencia en el anticipo de los sesenta y dos mil reales, si el negocio no le desagrada, tal como se le he expuesto.

-Hombre -respondió el Berrugo apoyándose en la rastrilla como antes se había apoyado en el horcón-, el negocio, para usted, me parece morrocotudo, por mal que le salga, si llega a andar el molino. Pero me dijo usted al principio que podía interesarme a mí tanto como a usted; y hasta ahora, fuera de la cláusula de los treinta años como mínimo del plazo para el préstamo, no veo cosa que me tiente mucho...

-Ha de tener usted presente -repuso don Elías algo apurado por la observación de don Baltasar-, que el cálculo está hecho a menores; que se cuenta con la prosperidad del negocio, y que con ella y sin ella, a ese capital nunca le faltaría una ganancia harto mejor que la que dan aquí las tierrucas de la mies; ganancia que si pasa del uno y medio, me dejo yo segar el gaznate.

-También es verdad eso -dijo don Baltasar oscilando sobre la rastrilla-. En fin, que es usted, señor don Elías, el mismo Satanás para oliscar tesoros... Hombre -añadió levantando de pronto la cabeza y mirando de hito en hito al médico-, y ya que salió la palabra: ¿qué opina usted de los tesoros enterrados? ¿Cree usted que los hay y que hay tantos como se dice?

Lo mismo que si le hubieran restregado la piel con un manojo de ortigas, se estremeció don Elías de repente al oír las preguntas del Berrugo; y con los ojos encandilados y acentuando las palabras en el suelo con la contera de su bastón, estalló así:

-¡Yo creo, señor don Baltasar, en los tesoros ocultos, y creo que el mundo está lleno de ellos, y creo que en España abundan más que en ninguna parte! Yo no los he visto, soy franco; pero conozco muchas gentes enriquecidas con ellos; y se me han referido y demostrado cosas a ese respecto... y me han sucedido otras tan extraordinarias, que dejarían turulato al hombre de menos tragaderas. Afirmo, pues, que hay tesoros, ¡muchos tesoros ocultos!; que está sembrado de ellos el suelo español... y que quizás el más rico de todos esos tesoros le tenemos usted y yo a las mismas puertas de nuestra casa.

-Supongo -dijo don Baltasar, tan colgado de la rastrilla y tan atento a las declamaciones ardorosas del médico, que parecía estar empeñado en partirse en dos con el astil, de arriba abajo- que no se referirá usted ahora al molino de antes.

-¡Qué molino ni qué cazuelas! -respondió don Elías con el más despreciativo de los desdenes-. ¡Para hacerle de diamantes habría con el tesoro que yo digo!

Y como don Elías levantara la voz a medida que se iba entusiasmando, tapóle la boca con una manaza don Baltasar, y díjole recatándose, y muy por lo bajo:

-Hombre, si a usted le fuera lo mismo, podríamos continuar hablando de eso en otra parte... ahí, en esa pieza que es mi cuarto. No es porque yo dé importancia al asunto, sino porque no hay necesidad de que nadie se entere y nos tome por locos.

-Más loco será quien por locos nos tenga, señor don Baltasar -respondió don Elías, con grandes trazas de estarlo ya de remate, levantándose de la silla, embolsándose los papelotes y disponiéndose a seguir a su interlocutor, que, puesto de pie y con la rastrilla en la mano izquierda, le señalaba con la derecha el cuarto que tenía la entrada por una de las cabeceras del salón.

Coláronse ambos allí, donde no había más que una cama, dos sillas, un palanganero con sus avíos maltratados, una percha con poca ropa, y esa vieja, y bastante roña por los suelos.

Sentados nuevamente los dos personajes, era de ver lo que se había crecido don Elías, de cuyos labios y actitudes atrevidas parecía estar pendiente su interlocutor, como el zorro consabido de lo que soltara de su pico el cuervo de la fábula.

-¿Apostamos dos cuartos... o lo que usted quiera -comenzó don Baltasar, guiñando los ojuelos, con la barbilla en la palma de la mano izquierda, el codo sobre el muslo y en la diestra la rastrilla, pinos arriba-, a que sé yo qué tesoro es ese que usted supone tan cerquita de nuestra casa?

-¿Apostamos -respondió don Elías, imitando cuanto pudo la postura, el gesto y hasta la voz de don Baltasar, y añadiendo por su cuenta una sonrisilla entre nerviosa y truhanesca-, apostamos los sesenta y dos mil reales del molino a que, aun suponiendo que sepa usted de qué tesoro se trata, porque apenas hay quien no le conozca de nombre, ni usted ni mortal viviente del globo terráqueo tiene las noticias que yo tengo de él?

-Pues si tantas noticias tiene usted de ese tesoro -dijo don Baltasar ganando un punto a don Elías-, ¿en qué consiste que no le ha echado ya la zarpa?

-No quiere decir tanto como eso lo que yo le he dicho a usted, señor don Baltasar -replicó don Elías, tan valentón como antes-. Yo le he dicho, y lo repito, que no hay ser viviente en el universo mundo que tenga mejores noticias que las que yo tengo sobre el particular de que tratamos. Podrán no ser estas noticias, sin dejar de valer lo que valen, lo suficiente para poner la mano encima de la cosa oculta; podrán ser más que sobradas para otra persona más firme que yo de voluntad, más codiciosa o de mayores recursos, o menos dispuesta a tumbarse con la carga al primer tropiezo del camino; pero valgan o no valgan de la manera que digo, esas noticias que yo tengo, señor don Baltasar, son de tal arte y adquiridas de tal modo, que al hombre de más agallas le harían tiritar de asombro y le pondrían los pelos de punta, como me los pusieron a mí... y se me ponen ahora con sólo recordarlo...

Y no exageraba don Elías: mientras hablaba así, le echaban lumbre los ojos, y parecía que se le erizaban las barbas y los mechones grises de la cabeza.

-¡Pataratas! -exclamó entonces don Baltasar cambiando su postura por otra muy desdeñosa; pero con intención visible de herir el flaco de don Elías para que soltara el queso.

-¿Pataratas? -repitió el desapercibido médico, no cabiéndole ya en la silla y dispuesto a confundir al Berrugo con la prueba espeluznante de lo que afirmaba.

-Pataratas no más -insistió el de la rastrilla, volviendo a colgarse de ella con las dos manos y haciendo como que no daba un alfiler por cuanto pudiera referirle el otro.

-Pues vamos a verlo ahora mismo -concluyó don Elías, que casi se desnudaba de pura desazón que le producía la desdeñosa incredulidad del Berrugo-. Y entienda usted, señor don Baltasar, que esto que le voy a referir lo sabremos en el mundo usted y yo solos... ¡Y ojalá sea más activo, más perseverante y más afortunado que yo!

-Amén -dijo el Berrugo-. Y ahora, vengan esos espantos; pero por lo más derecho que usted pueda, porque se me van acabando los aguantes.

Don Elías no esperó la segunda provocación del Berrugo. Le brotaban las impaciencias por todas partes: por los ojos, en llamas; por los poros, en sudor. Como que el bendito estaba en sus glorias entonces. ¿Qué molino maquilero ya ni qué calabazas, ni qué se le daba a él por tener la casa llena de desventuras y de miserias, ni porque el seminarista de Lumiacos entrara en la casona de Robleces con estos propósitos o con las otras miras? Confundir a aquel hombre tan duro de pelar, y además de confundirle, maravillarle: eso es lo que había que hacer en el mundo, y eso podía hacerlo él, y lo iba a hacer en el acto. Tirando a dar de ese modo, dijo así, saboreando las palabras y encareciéndolas mucho:

-Hará cosa de ocho meses, bajé a Las Pozas a visitar al Lebrato, que se hallaba en cama desde la víspera. Tenía calentura y se quejaba de un dolor al costado. Le dispuse lo que me pareció conveniente, y al otro día ya le encontré sin novedad. Es duro el hombre ese y animoso como él solo. Con todo y con ello, no le dejé que se levantara por entonces, por temor de una recaída. Tomando pie de esto, y sobre si el que come de su trabajo no puede ni debe cuidar de la salud como los que tienen el riñón bien cubierto, hubimos de hablar largamente los dos; porque el Lebrato, como usted sabe, es hombre verboso y muy entretenido, y a mí me gusta oírle: tenía en aquella ocasión poco o nada que hacer, y le fui dando cuerda. Puede que usted sepa también que ese sujeto tiene la costumbre, cuando de riquezas se habla con él, de comparar las más grandes con los tesoros del Pirata: el caso es que aquel día volvió a sacar esos tesoros a cuento, como los ha sacado mil veces, y los sacan a cada paso muchas gentes de este lugar y de otros de la Ribera. Yo, que siempre lo he oído como quien oye llover y lo he tomado en el son que me lo cantaban, aquel día, séase por buscar un motivo más de conversación, o porque las cosas vinieron dispuestas así por decreto misterioso, tuve la ocurrencia de preguntar al Lebrato qué tesoros eran esos que tan a menudo oía nombrar desde que me hallaba en Robleces. Entonces el preguntado me refirió lo que, por lo visto, es aquí versión corriente... y será eso que usted dice saber, con mucha ponderación, lo mismo que si supiera algo de fuste.

-Ya se irá viendo, señor don fanfarrias, lo que usted sabe, y ello nos dará el valor de lo que yo sé. Diga, diga por de pronto lo que le refirió el Lebrato.

-Nada en sustancia, señor don Baltasar: que se sabe que en tiempos que casi se pierden de vista, había un pirata por estos mares que robaba hasta la saliva al sursuncorda; que como no tenía suelo en que poner el pie sin la seguridad de que no le colgaran, mientras se iba redondeando a su gusto para campar por sus caudales donde quiera que se presentara -porque en esto de respetarse al ladrón de tesoros, los tiempos no han cambiado hasta la fecha cosa mayor-, escondía en un sitio de esta costa lo que pirateaba más lejos o más cerca de ella; que esto acontecía en aquellas épocas en que venían de las Américas los barcos abarrotados de onzas de oro y de perlas preciosas, y que a la caza de estos barcos andaba el pirata día y noche, con buena fortuna; que fuérase porque la mar se le tragara de por sí, o porque se encontró con lo que merecía donde menos se lo esperaba, desapareció de repente y para in soecula de esta costa, dejando ocultos en ella los tesoros que había robado; que si estos tesoros están en cueva más o menos escondida o sepultados en tierra firme, no se sabe; pero que no hay quien dude que están en esta costa y que darían, por su gran valor, para comprar media España; y finalmente, que de esto no se duda, porque viene y ha venido la historia de boca en boca y de padres a hijos hasta la presente generación... Esto es, señor don Baltasar, lo que se sabe de público... y lo mismo que sabe usted; porque usted no sabe de ello una jota ni una tilde más.

-Ni usted tampoco -respondió resueltamente don Baltasar dando un rastrillazo en las tablas.

Sonrióse convulso don Elías, y dijo:

-Ahora lo vamos a ver.

Se enjugó el sudor de la cara nuevamente con su pañuelo de yerbas, y continuó así, arrimando un poco más su silla a la del Berrugo:

-Esta conversación la tuve yo al anochecer con el Lebrato; y cuando me caminaba hacia mi casa por el recuesto arriba, apenas distinguía la senda más que por su blancura. Aquel día, señor don Baltasar, había sido uno de los más negros para mí, por el estado de la médica agravado por un encono repentino de sus humores, y el extremo en que nos tenían acorralados a todos las escaseces del hogar, por dificultades en la cobranza del tercio. Mala había sido la semana; pero aquel día fue, como le he dicho, de lo peor. Declárolo así, porque bien pudiera haber tenido ello parte en que yo diera tanta importancia como la que dí a la historia del Lebrato. Ello fue que subí al barrio pensando mucho en los tesoros enterrados ahí enfrente: que llegué a casa; que la casa me pareció un camposanto con los muertos sin enterrar; que comparé aquellas tristes miserias con las pompas del tesoro que yo llevaba en la cabeza; que la comparanza me echó el alma por los suelos, y que sin poderla levantar de allí corriendo las horas entre los ayes de la enferma y el vocingleo de las hijas, me fui a la cama... sin cenar bocado, porque no le había en casa, señor don Baltasar, ¿a qué negarlo? Tampoco niego que me acosté con hambre: nunca había andado más ni comido menos que aquel día. El hambre no es el mejor llamativo del sueño, y con este gusanillo en el estómago y la cabeza abarrotada de onzas de oro y de diamantes, de piratas ahorcados y de cuevas y peñascos de la costa, el corazón me golpeaba allá dentro como un desesperado, y la piel me escocía como si me la ortigaran. Tumba de aquí y vira de allá, buscando posturas que siempre resultaban peores, el tiempo pasaba y yo no me dormía; la médica dejó de quejarse, como si se hubiera muerto; las hijas ya no chistaban, en el aire no se oía un mosquito; el silencio era el de las sepulturas, y la oscuridad negra, negrísima, como yo no he visto otra en noche cerrada. Echéme, al fin, boca arriba, y púseme a hacer castillos con el tesoro. Ya era yo príncipe con carrozas, y andaban en mis palacios los jamones por los suelos y los chorizos a patadas... cuando, amigo, se abre la puerta de la alcoba... y entra por la abertura un rayo de luz que me envuelve toda la cabeza... y detrás del rayo de luz... la mano seca; y detrás de la mano seca... el cuerpo arrebujado en la sábana de siempre y con la cara al descubierto.

-¿El cuerpo de quién, hombre de Dios? -preguntó don Baltasar, que se iba poniendo algo nervioso, quizá más que por oír a don Elías, por verle.

-¡El de mi hermana Dorotea! -respondió el médico, entre crispaturas de sus nervios.

-¿Y qué hermana es ésa, que yo no conozco?

-Una hermana, señor don Baltasar, que iba para santa, si es que no lo era ya; que adoraba en mí, y se nos murió de la noche a la mañana, en la flor de su hermosura, durante aquellos disgustos con motivo de la pérdida de los treinta millones de la familia...

-Enterado, enterado y siga usted adelante -dijo aquí el Berrugo cortando la palabra al médico, con lengua, con manos y con ojos, y hasta con la rastrilla, temeroso de que volviera a echarse con la historia por aquellos derroteros.

-Una hermana que se me aparece muy a menudo, no solamente en la oscuridad de la noche, sino a la misma luz del día y cuando menos lo pienso, como vaya solo por el monte o por alguno de estos callejos hondos. Siempre se me aparece envuelta en la misma sábana, y de noche nunca le falta la linterna. Las más de las veces se contenta con mirarme; y cuando me dice algo, nunca es cosa mayor. Yo tampoco la digo nada, porque no lo creo puesto en razón, vista su conducta conmigo. Señas son las que me hace ¡mucha seña! hasta que se va disolviendo poco a poco, como el humo con el viento.

Mucho era ya lo que sudaba don Elías, y muy estrecha le venía la ropa, a juzgar por los esfuerzos espasmódicos que hacía debajo de ella. Se detuvo unos instantes en su relato; volvió a limpiarse la cara con el pañuelo; y con los alientos cobrados, continuó hablando así:

-En la noche que yo digo, se me acercó mandándome por señas que me tragara hasta los suspiros. Se aproximó hasta el borde de la cama. Yo nunca la había tenido tan cerca, y empecé a dar diente con diente; porque con la luz de aquella linterna, tras de cegarme los ojos, parecía caldearme la sesera. «¡Levántate!», me dijo; y yo, como si la voz fuera cordel que tirara de mí, levantéme y traté de vestirme. «¡Vente como estás!» me ordenó. Preguntéla entonces con los ojos, porque con la palabra no podía, que adónde y para qué. Me comprendió y me dijo: «Adonde yo te lleve.» Púsose en marcha, y yo la seguí, tal como estaba: descalzo y en ropas menores. La noche era de las frías de noviembre; pero yo no reparé en tan poca cosa. Las puertas se iban abriendo sin ruido delante de la fantasma, y yo la seguía paso por paso; y así salimos de la alcoba... y atravesamos la sala... y pasamos el carrejo... y bajamos la escalera... y nos encontramos en la calle. Entonces tomó la visión, por arrimadito a la setura de mi huerto, el camino de la llosa Grande, y yo me fui detrás, sin mojarme los pies en las pozas de la calleja, que era lo que más me asombraba. Llegamos a la llosa; se puso la fantasma al asomo mismo de la ladera de hacia la ría... y me llamó... Acerquéme y me dijo: «Vas a ver ahora el camino por donde se va a eso que te estaba quitando el sueño.» Lo decía por el tesoro: no podía ser por otra cosa.

Al llegar a este punto el relato, el Berrugo tenía los ojos clavados en los fulgurantes de don Elías, la boca entreabierta y el cuerpo muy arrimado al mango de la rastrilla.

-Y ¿qué sucedió entonces? -preguntó al médico, pareciéndole muy larga la pausa que había hecho el narrador para enjugarse otra vez la cara y dominar un poco las emociones que le tenían trémulo y erizado.

-Sucedió -dijo en seguida- que la fantasma extendió el brazo hacia adelante, con la linterna en la mano; que el chorro de luz que salía derecho... derecho, de ella, se fue alargando... alargando... alargando, y atravesó las praderas de abajo... después los camberones... después la sierra calva; y entró en la Ribera, y la atravesó también a lo ancho... y llegó a los coteros de la otra banda por donde se mete la ría para salir a la mar... y avanzó por encima del más chico... y trepó por el que le sigue... hasta encaramarse en el mismo lomo de la costa... Si avanzó más allá, yo no lo pude saber, porque la tierra se acaba allí, y el rayo de luz se estrellaba en el cielo que en aquel punto se junta con la tierra... ¡Y era lo más asombroso de todo esto, que cuanto el chorro de luz iba tocando, se veía tan claramente como puedo ver yo ahora las rayas de la palma de la mano! ¡Así vi yo hasta los mismos peces de la ría!

-¿De modo que vería usted lo que tanto deseaba? -dijo el Berrugo, no sé si burlándose de don Elías o queriendo aparentarlo.

-De eso no vi pizca, señor don Baltasar, ni verlo debía; porque lo que mi hermana me enseñaba no era el tesoro, sino el camino por donde se llega hasta él.

-¡Valiente puñado son tres moscas! ¡Valiente real con ocho cuartos y medio! -exclamó entonces el Berrugo, visiblemente desencantado-. ¿Y esos eran los tantos y los cuántos que usted sabía? Pero, hombre, ¿no se le ocurrió a usted siquiera averiguar un poco más?...

-¡Vaya si se me ocurrió! -dijo el otro visionario-. ¡Y bien de preguntas y de ruegos hice a la fantasma! Pero ¡que si quieres! Se calló como una muerta; diose la vuelta hacia acá; mandóme que la siguiera; y siguiéndola me llevó hasta mi casa por el mismo camino y del propio modo que me había sacado de ella; me acompañó hasta la alcoba, y en cuanto me vio metido en la cama, apagó de un soplo la linterna... y hasta hoy.

-¡Pataratas, repito! -vociferó el Berrugo, dando otro rastrillazo en el suelo-. Todo eso, con ser tan poco, es pura visión de un sueño con hambre, que es la casta de sueños más visionarios que hay.

-¡Le juro a usted que estaba tan despierto entonces como lo estamos ahora los dos, y que alboreaba ya el día cuando logré trasponerme un poco!

-Y estando usted en la cuenta de que eso que le pasó aquella noche no fue soñado, ¿cómo se explica que desde entonces acá no haya usted dado paso alguno por ese camino que vio?

-¿Y qué sabe usted si los he dado?

-¡Qué ha de dar usted, san simplaina! ¡qué ha de dar usted!

-¡Pues sí, señor, que los he dado! Sépase usted que aquel mismo día por la tarde, con la disculpa de que iba a tomar la barca para pasar a San Martín a visitar a un enfermo, seguí por toda la orilla de la Ribera hasta llegar al punto en que empezó la luz a dar en los coteros de allá; que seguí el camino que tenía yo bien marcado en la memoria, aunque con los rodeos obligados por las curvas que hace allí la ría, y que echando los pulmones por la boca, porque el viaje ese resulta mucho más largo de lo que parece a la vista desde la llosa, me planté en el mismo sitio en que se detuvo la luz. Allí me harté de registrar con los ojos cuanto había al alcance de ellos... ¡y nada! Debajo y a todo lo largo, a derecha e izquierda, un puro peñascal, casi a pico, y un machaqueo de oleajes contra él, que metía miedo; cosa de un cuarto de legua mar adentro, un islote muy grande y muy descarado... y después las aguas sin fin. Rastreando bien el camino a la vuelta, no vi más que sierra pelada... Días después, y viendo que mi hermana no volvía a aparecérseme, consulté el caso con una adivina que llegó a la puerta de mi casa pidiendo una limosna. Confirmó lo que me había dicho la fantasma, pero no me añadió nada nuevo; antes al contrario, me dio a entender que ese tesoro «no sería desenterrado por mí». Esto me desalentó mucho; y con ello y lo propenso que yo soy a echarme con la cruz de mis pobrezas al primer tropezón, volvíme a mi molino, que es bien hacedero si hallo ayuda, y hasta me olvidé del tesoro; pero sin dejar de creer, como hoy creo con fe ciega, que el tesoro existe de toda verdad, y que está escondido en el islote, o en la costa, o en la sierra calva, dentro de la línea que marcó el chorro de luz; línea que, si usted quiere, le señalaré yo desde la llosa y en el punto mismo en que estuve con la fantasma. El que yo no me le lleve no es razón para que quiera privar de él a otro más afortunado... Esta es la historia -añadió don Elías después de una corta pausa-. Y ahora, con franqueza, señor don Baltasar: usted no sabía, sobre ese tesoro, ni la mitad de lo que yo le he relatado.

-¡Bah! -exclamó el Berrugo en ademán y tono despreciativos, levantándose de la silla al mismo tiempo-. Como la ayuda que usted halle para labrar su molino sea de tanta sustancia como las noticias que usted da para descubrir ese tesoro, ¡vaya unas maquiladas de hambre que va usted a cosechar!

-Y a propósito -dijo don Elías, levantándose también, y mientras arrimaba a la pared su correspondiente silla-, ¿en qué quedamos de eso?

-¿De qué?

-De los sesenta y dos mil reales.

-¿Los que había de anticiparle yo aceptando la preferencia que usted me daba y las condiciones que me expuso?

-Justo y cabal.

Don Baltasar cogió a don Elías por un brazo, muy suavemente; y encaminándose con él hacia la puerta, le dijo:

-Le prometo a usted que han de ser para construir ese molino los primeros tres mil duros que yo desentierre con las noticias que usted acaba de darme.

-Estimando, señor don Baltasar -contestó el bueno de don Elías, muy resentido y no poco cortado con la cínica burla del sujeto aquél, que le llevó casi en vilo hasta la puerta de la escalera, donde le despidió con una palmadita en la espalda.

En el estragal se detuvo el médico un instante para limpiarse el sudor de la cara y del pescuezo, operación para la cual no le había dado arriba don Baltasar el tiempo necesario; y es cosa averiguada que mientras recorría con el pañuelo todos aquellos espacios ardorosos, formulaba el resumen de las impresiones que había sacado de la visita, en los siguientes términos:

-Verdaderamente es un lechón ese hombre.

Como es averiguado también que, al salir a la calleja, vio que por ella iba alejándose cierta mujeruca muy chismosa con la que echaba él a menudo largos párrafos; que se empeñó en alcanzarla, que hasta corrió para conseguirlo, y que, después de detenerla y de ponerse cara a cara los dos, la dijo con mucho misterio y jadeando:

-¡Sépase usted que resultó lo que yo me pensaba!... ¡Inés no traga a Marcones ni con jarabe!... ¡Lo sé de su misma boca!... ¡Me lo ha confesado ella misma!

- X - : Por dónde flaqueaba el Berrugo

Con pensar como pensaba y creer lo que creía el Berrugo sobre el dogma de las minas de oro puro y de los tesoros enterrados, había llegado a viejo sin dar a la versión vaga y confusa acerca de los del Pirata mayor importancia que la que pudiera darle el aldeano menos iluso de los contornos de la Ribera. Consideróla siempre como «dichos de las gentes, a tontas y a locas»; y ocurriendo además que estos dichos sonaban muy poco y muy de tarde en tarde, hasta llegó a olvidarse de ellos. Las noticias sobre tesoros ocultos habían de ser de otra casta muy diferente para que don Baltasar las diera crédito, y de llegar a él muy de otro modo: con los mayores visos de formalidad y con los requisitos que pedían «esas cosas tan serias»; en fin, por el estilo de las dos que él llevaba recibidas hasta entonces: una de Ceuta y otra de Santoña. ¡Aquéllas sí que eran noticias! En un enorme cartapacio, la historia minuciosa del tesoro, acompañada del plano del terreno. Buenos cuartos le habían costado, y aún estaba el fruto sin recoger; pero el tiempo no envejece, y ya se vería el resultado a la hora menos pensada. En último caso, y dando por supuesto que los denunciantes hubieran fenecido en la empresa del desentierro, allí estaban aquellos papeles que no podían mentir, con sus planos en toda regla para guiarle a él, si quería desenterrarlos por sí mismo; y un viaje al campo de Algeciras y otro a cierta cañada de los puertos del Asón, no eran, en los actuales tiempos, hazañas del otro jueves. Por de pronto, dos adivinas de la ciudad, con quienes había consultado sus dudas en otras tantas ocasiones, le habían dicho que aguardara con fe lo prometido por aquellos honrados sujetos de Ceuta y de Santoña, y con la fe de un hebreo seguía aguardando, porque nunca fallaba la palabra de una adivina, cuanto más la de dos.

Un día, no mucho antes de conocerle el lector, fue a consultar a una muy afamada de la villa próxima, sobre el paradero de un novillo que se le había extraviado y no aparecía por ninguna parte. La adivina le dijo qué dirección había tomado el animal y en qué sitios debía de buscarle; y ya se disponía el crédulo a pagar a la prodigiosa mujer la media peseta convenida por la consulta, cuando la tal, clavándole los ojos muy encandilados y mostrándole la baraja con una carta medio desprendida de ella, le dijo en voz de espectro embriagado:

-¡Por su propia virtud se sale! ¡Señal es de que grandes cosas barrunta, que le interesan a usté!... ¿Quiere conocerlas por otra media peseta?

-¡Vengan esas cosas! -respondió el Berrugo conmovido y temblando, no sé si de miedo supersticioso o de ansiedades avarientas.

Con este permiso, la adivina volvió a tender las cartas; y combinando aquí y sumando allí, y murmurando ensalmos y conjuros; y ahora porque sota, y luego porque caballo; y volviendo a barajar, y tornando a sus combinaciones; y porque si los oros abajo y si los bastos arriba, y las espadas antes y las copas después, y espanto viene y espeluzno va, llegó a decir al consultante estupefacto que había un tesoro más rico que todos los tesoros juntos de la tierra, y muy cerquita de su casa (de la casa del Berrugo), que le estaba destinado a él solo desde tiempos de muy atrás, y que con la vista de sus ojos y desde su propio tejado podría alcanzar a ver el punto en que se escondía, si no se lo ocultaran «aguas al frente, tierras acá, peñas arriba y cantos debajo».

El hombre se crispó al oír estas revelaciones, y pidió con ansia otras algo más precisas; pero la adivina le declaró que no podía darlas, porque no era ella quien hablaba en su boca; ni decía palabra de más ni de menos que lo que la mandaba quien sabía todas las cosas y la había dado esa virtud, en cambio de la desgracia de no poder salir de pobre con lo mismo que hacía ricos y poderosos a los demás.

El Berrugo se resignó; y después de pagar a la adivina, en monedas de cobre, la peseta convenida por las dos consultas, y de mandarla repetir las señas del sitio en que se ocultaba el tesoro, para grabarlas bien en la memoria, volvióse a Robleces con el convencimiento de que ni el tesoro prometido podía ser otro que el famoso del Pirata ni el lugar de su escondite estar en otra parte que en la costa, por el lado del mar.

Y sucedió luego que pasaron unos cuantos días, y que apareció el novillo en el sitio indicado por la adivina. ¡Otro palito a la hoguera en que se abrasaba la credulidad ambiciosa del Berrugo! Acertando en lo uno aquella mujer, ¿por qué había de equivocarse en lo otro, aun suponiendo que fuera posible alguna vez que se equivocara una adivina? De razonamientos como éste fue obra el recado que dio el Berrugo al Josco para su padre, la noche en que conoció el lector a aquel personaje. Al día siguiente, la visita del médico que no pisaba los suelos de aquella casa años hacía; y en esa visita, la historia horripilante de la aparecida que enseña a su hermano, con la luz maravillosa de su linterna, el camino por donde debía de buscarse el tesoro; y las señas de este camino resultan idénticas a las que se le habían dado a él sin haberlas pedido; y a mayor abundamiento, una adivina pordiosera que llama a las puertas de don Elías, le dice que el tesoro existe, pero que no será para él; y el médico, con lo necesitado que está, se conforma, olvida lo del tesoro, y consagra sus afanes a la locura de su molino maquilero. En resumen, se comprueba la existencia del tesoro en sitio bien determinado, por dos adivinadoras y una aparecida. Una de las adivinadoras, sin que nadie se lo mande, advierte al Berrugo que el tesoro de que se trata está destinado para él; y la otra cae, como de milagro, en casa de don Elías, y le declara que ese tesoro no llegará jamás a sus manos, porque no le pertenece. ¿Qué quería significar todo esto? ¿No eran bien elocuentes tantas y tan extrañas coincidencias acumuladas en tan breve tiempo? ¿Cabía mayor claridad en una revelación de aquella especie? ¡Ni las mismas de Santoña y de Ceuta eran merecedoras de tanta fe!

Aquella noche se hartó de rezar a Santa Rita, y al otro día encargó a Inés que pusiera dos velas de a cuarterón en el altar de San Antonio. En seguida mandó a buscar al Lebrato.

Acudió Juan Pedro sin tardanza, y el Berrugo se encerró con él en su cuarto.

-No voy a pedirte dinero... por ahora -le dijo, disimulando sus impaciencias con aquel arte diabólico que él tenía para esas cosas.

-Lo mesmo fuera -respondió el Lebrato tranquilizándose mucho con la advertencia-; porque no hay en casa otros cuartos que los que se hicieran de mí, si se empeñaba usté en ello.

-No es para tanto, hombre; no es para tanto... todavía, aunque, en uso de mi derecho, quisiera apretarte un poco para sacarte una hebra de la tajada que me debes. Ahora, quiero decir, por el momento, se trata de cosa muy distinta.

-Pues usté dirá, señor don Baltasar.

Y don Baltasar, después de rascarse el cogote y de soplarse las uñas apiñadas, y de atrapar en el aire con la mano un mosquito que pasaba, dijo:

-Pues te digo, Juan Pedro, y no lo vas a creer, que toda mi vida he tenido un hipo, y que no quisiera morirme sin el gusto de haberme curado de él.

-¿Y qué hipo es ese? -preguntó el Lebrato sin barruntar por dónde iban las intenciones de aquel sujeto de los demonios.

-¡Pásmate, hombre! -exclamó el Berrugo enseñando toda su negra y desportillada dentadura, y cargándose del lado izquierdo sobre el rozón cuya asta empuñaba con aquella mano-: el hipo de salir una vez siquiera a la mar alta, y recrear un poco la vista desde allí.

-¡Vaya con el hipo ese! -exclamó a su vez el Lebrato, muy satisfecho de que el hipo de don Baltasar no hubiera resultado pulmonía para él.

-¿Te parece raro, verdad?

-Maldita la cosa, señor: nada más en su punto que ese deseo.

-Pues verás -añadió el Berrugo manoseándose la barbilla mal afeitada-: yo me dije en cuanto apuntó el verano: «Pues en éste ha de ser... y antes con antes, para que no me suceda lo que en otros muchos, que por irlo dejando para la semana que viene, nunca lo hice...» Y luego pensé: «Juan Pedro tiene barquía, y anda con ella por aquellas honduras como yo por el corral de mi casa; el tiempo está seguro, la mar estará como un plato... pues ahora o nunca. Voy a decirle a Juan Pedro que aborrezca medio día...» Y en eso estaba; y por eso fue el recado que te mandé por Pedro Juan antes de anoche.

-Puedo jurarle a usted que no me dio ninguno.

-Es que le dije yo que no corría prisa, como era la verdad; pero, amigo, hoy me he levantado de otro temple muy distinto... Conque ¿tienes la barquía bien dispuesta?

-De la campaña del anguilo está, que acabo de dar por finiquita; conque hágase el cargo.

-Me alegro. ¿Y la mar?

-Como usté dijo: lo mesmo que un plato.

-Pues entonces, Juan Pedro, cuanto más antes: mañana mismo... por la mañana... ¿Te parece?

-En hubiendo marea para subir la barquía por la Arcillosa, para mí toas las horas son buenas, inclusen las de la noche... Conque... Aguárdese y perdone: hoy pleamar de una; bajamar de siete... a las once, media marea... A esa hora, a las once, ya puede salir la barquía de onde está.

-Pues a las once. Y ¿cuánto se tarda en llegar?

-Contra corriente y dos remos solos... echemos hora y media.

-A las doce y media; y luego allá otra hora... ¡Bah! todo será llevar la pitanza y matar la gazuza en la barquía.

-Si es que no echa usté antes el estógamo por la boca.

-¿Suele suceder eso muy a menudo?

-A los que no están avezaos, siempre que se embarcan.

-Allá veremos: en último resultado, saldré ganando la comida que ahorre.

-Si no nos la partimos entre el hijo y yo.

-¿Pues no pensáis llevar vosotros la vuestra? -preguntó aquí el Berrugo con aire de asombro mezclado de disgusto.

-Pensaba -respondió el Lebrato sin andarse en remilgos- que, por esa vez, comeríamos los tres de una misma puchera; pero si a usté le paece mucho ese despilfarre...

-¡Vaya que sois pegajosos como el mismo demonio! En fin, irá para los tres, ya que te empeñas; y no hay más que hablar. A las once menos cuarto estaré mañana en tu casa. ¡Y silencio sobre estos particulares!

El Lebrato se despidió y llegó a ella sin poder sospechar qué fines podrían guiar al Berrugo en aquel paseo que intentaba, tan extraño a sus conocidos gustos.

Pedro Juan, cuando se enteró del caso, tampoco dio en el quid... ni lo intentó siquiera; pero en cambio, dijo a su padre, y fue todo lo que habló:

-¡Qué ocasión más güena, coles!

-¿Pa qué, Pedro Juan? -le preguntó el Lebrato.

-Pa echale a fondo con un canto al pescuezo.

Al otro día y a la hora calculada por el Lebrato, estaba la barquía fuera de la barra, con don Baltasar a bordo. Todo ello junto no abultaba tanto allí como un perdigón sobre una sábana extendida.

-¡Cóspitis, qué grandísimo es esto mirado desde aquí! -exclamó el Berrugo agarrado con las manos a ambos careles para aguantar los balanceos del barquichuelo columpiado por las lentas ondulaciones de la mar, aunque se perdía de vista reluciente y llana como un espejo-. Cien veces lo vi desde arriba, y nunca lo creí tan ancho ni tan hondo... Allí está la isla. ¡Parece una seta grande! Y ¿qué hay en ella, Juan Pedro?

-Un puro peñasco, como usté ve -respondió el Lebrato.

-¿Y por la parte de allá?

-Lo mesmo que por la de acá: peñasco limpio.

-¿Sin una mala gatera, hombre?

-Le digo a usté que como por la banda de acá.

-¿Y encima?... Parece que verdeguea algo.

-Peñasco puro tamién: cuatro matucas de herbachos, y algún conejo que otro.

-¡Hola! ¡Conque conejos! ¿De modo que estará eso lleno de cuevas?

¡De qué manera tan extraña y original pronunciaba el Berrugo la palabra cuevas! Parecía que se le llenaba la boca de monedas de oro y de sartas de diamantes.

-Alguna que otra minuca, a modo de madrigueras -respondió el Lebrato-. Poco más de ná.

-¿Tú has estado allí?

-¡Horror de veces!... ¿Quiere usté que subamos ahora?

-Si no hay más que eso que ver, no vale la pena.

-No hay otra cosa... ¿Aónde quiere usté ir si no?

-Por derecho hacia afuera, hasta que yo os mande parar.

Bogaron los dos remeros en aquel sentido; y cuando llegó la barquía a un punto desde el cual, mirando hacia atrás, podía verse una extensa línea de costa a uno y a otro lado de la boca del puerto, el Berrugo mandó parar la rema y se sentó de cara a la barra.

-¡Mucho me gusta a mí contemplar esos peñascos! -dijo, devorando con los ojos todo lo que veía de la costa-. Y paréceme que este lado de acá de la entrada es más bajo que el otro. ¿No te parece a ti lo mismo, Juan Pedro?

-Eso bien a la vista está -respondió el Lebrato.

-¿Y cuál de estos dos lados os parece a vosotros más... más... vamos, más desconcertadote y descuajaringado?

-Allá se andan entrambos en ese particular -respondió el Lebrato- y en cá uno de ellos arman las rompientes buenos cañoneos cuando el caso llega. Pero ¿a usté qué más le da que sean esas peñas más recias o más finas de barba, si usté no las ha de afeitar?

-Pues ahí verás tú, hombre, cómo hay gustos para todo. Aquí me tienes a mí que me alampo por recrear la vista en un peñascal hecho una triguera... Y el caso es que no descubro yo cosa mayor de esa traza.

-¿Cómo es eso de una triguera, don Baltasar?

-Quiero yo decir... con muchos agujeros, hondos, ¡bien hondos! Así...

Y barrenaba en el aire con las dos manos y con la cabeza, como si fuera abriendo una mina con todo el cuerpo.

-¿Cuevas querrá usté decir? -preguntóle el Lebrato.

-Hombre, tanto como cuevas... -respondió el Berrugo, acentuando a su modo esta palabra-, no diré... Pero, en fin, sean cuevas. Tampoco las veo.

-Pues crea usté que no faltan; sólo que hay que atracarse mucho para verlas... Dende aquí puedo yo señalar una que paece la madre de toas.

-¿Por qué?

-Por lo grande.

-¿Y hacia dónde está?

-Cara a cara con la isla.

-¡Con la isla! ¿Y es tan grande como tú dices?

-Dicen que coge allá medio barrio de Las Pozas.

A todo esto, el Josco bostezaba de aburrimiento y de hambre, y el condenado Berrugo ni se mareaba ni se acordaba de comer. El Lebrato se pasaba muy a menudo la lengua por los labios y miraba al cesto en que iban las provisiones. Y como el tiempo corría sin que allí se hiciera cosa de provecho, atrevióse a decir a don Baltasar después de responder a su última pregunta:

-Paéceme que podíamos aprovechar esta parada pa... tomar ese bocao.

-¿Tanta gazuza tenéis, hambrones? -dijo el Berrugo muy contrariado con la observación-. Yo dejaba la comida para cuando estuviéramos adentro de la barra, y así ha de ser... pero antes quisiera dar un vistazo, desde abajo, a esa cuevona que tanto me has ponderado...

-¡Coles! -dijo aquí el Josco con una sacudida sobre el banco, que hizo tumbar de una banda a la barquía-. ¡Si hay más de media hora de rema!

-¿Y qué vale eso para vosotros? -repuso don Baltasar en son de chunga-. ¡Hala para allá; y con eso comeremos luego con mejor apetito!

Viró la barquía y se puso en el rumbo indicado por el Berrugo, entre las maldiciones que le iban echando, mentalmente el Lebrato y a media voz Pedro Juan.

-Pues, hombre -decía el condenado hijo del difunto Megañas, siempre agarrado a los careles del barquichuelo, que en ocasiones se hundía dulcemente, como si le chuparan desde el fondo de la mar-, si no es para recrearse uno en estas cosas, ¿a qué se viene aquí una sola vez en toda la vida?

-Es una fantesía, vamos -dijo el Lebrato haciendo de tripas corazón-, y por otra pior le pudo dar.

-Justo, una fantasía... Tú lo has dicho, Juan Pedro: una fantasía como otra cualquiera. ¿No la tiene el cura en venirse con vosotros cada lunes y cada martes, unas veces de día y otras de noche cerrada, por el gustazo de dar un tiento a las mojarras o al anguilo?

-¡Y que la tiene bien puesta el señor don Alejo, y que lo entiende de verdá, y que paece mentira lo gran mareante que es hoy, con los años que lleva a cuestas!... Pos golviendo a la fantesía de usté, ha de saberse que otras cosas se pueden ver en el mundo de menos fama que esa cueva.

-¡Fama! -repitió el Berrugo mirando con avidez al Lebrato-. ¿Qué fama puede tener ese covachón de mala muerte, hombre de Dios?

-Fama, fama... tanto como fama, puá que no; pero lo que es nombrá, bien nombrá fue en un tiempo entre unos cuantos de mi oficio. Mire usté: el difunto Lomias, el hermano menor de Perrenques, que conocía estos sitios tan bien como yo, no había quien le quitara de la cabeza que en esa cueva estaban escondidos los tesoros del Pirata.

El Berrugo creyó sentir de pronto el tintineo de un manojo de campanillas en los oídos, y que se le alargaba el cuerpo más de un cuarto de legua. Buscando una disculpa para taparse con las manos la cara, que podía delatar sus emociones, exclamó:

-¡Qué barbaridad!

Y añadió sin descubrirse todavía:

-¡Parece mentira que haya un hombre capaz de creer en esos tesoros, y menos en que puedan estar enterrados aquí o allá!

-Pues ya sabe usté de uno que lo creía.

-Y ¿por qué lo creía ese bobalicón?

-Porque se lo había dicho una adivina.

-¡Una adivina! ¡Qué te parece!

Tuvo que hacer aquí una larga pausa don Baltasar, porque este nuevo dato le hizo perder la serenidad que iba recobrando, y dijo después, con la cara entre las manos aún:

-Pero, hombre, si tanta fe tenía en la palabra de una embusterona de esas, ¿por qué no entró en la cueva a probar fortuna?

-Primeramente, porque el sujeto era algo receloso de suyo al auto de cuevas prefundas; dimpués, porque la puerta de esa no está tan en llano como la de mi casa; y en final, porque la mesma adivina le alvirtió que no se cansara en buscar ese tesoro, que no estaba destinao pa él.

-¡También eso! -gritó aquí el Berrugo entre temblores y hormigueos de todas sus carnes-. ¡Si te digo -añadió después de reponerse un poco- que hay bestias con los sentidos más cabales que algunos hombres!... Y ¿qué has hecho tú, Juan Pedro, que no has metido mano a ese platal?... porque tú creerás también en esas paparruchonas.

-Yo, señor don Baltasar -respondió el Lebrato, no sé si con segunda intención-, estoy bien curao de sustos de esa clase, y sólo creo en que soy de los que nacieron pa jalar de la vida en beneficio de otros que la tienen bien regalona...

Y así se fueron acercando con la barquía al punto deseado por el Berrugo.

-Allí está la cueva -dijo el Lebrato apuntando con el índice a un boquerón que se columbraba sobre lo que podía llamarse imposta de la fachada de aquella conglomeración ciclópea, y a una muy respetable distancia de lo que también se podría llamar cornisa de la misma fachada.

Lo primero que observó el Berrugo fue que la cueva, por la distancia a que se hallaba de la boca del puerto, y por tener enfrente la isla, debía caer en el eje mismo del rayo de luz lanzado por la linterna maravillosa de la hermana de don Elías. Después notó que la mar jugueteaba al pie del peñasco entre un enorme rimero de piedras que parecían desgajadas de arriba, y se estremeció de pies a cabeza al recordar la seña más importante de las que le había dado la adivina para orientación del tesoro.

-¡Cantos abajo! -exclamó en sus adentros; y para cerciorarse mejor, preguntó al Lebrato señalando al montón:

-¿Qué es eso, Juan Pedro?

-Pos bien a la vista está -respondió el preguntado-: peñas.

-Peñas... sueltas, querrás decir.

-Peñas serán siempre, sueltas o amarrás.

-Pues mira, así, de pronto, me parecían otra cosa: ¡como tiran a redondas y están tan amontonadas!... Vamos, que las tomé por... por cantos.

-¿Cantos gordos?

-Eso es: cantos gordos.

-Pos cantos gordos son en finiquito.

-Eso creo yo... Y ¿sabes que hubiera necesitado buenas agallas el difunto Lomias para subir a la cueva, si llega a intentarlo? Mira que, a ojo, no hay menos de cincuenta pies desde los cantos a ella... y sin un saliente a que agarrarse. ¡Debió de verse en buenos apuros el Pirata para subir y bajar tan a menudo! ¡Qué melenos, hombre, los que se lo tragaron!

-La entrada a la cueva no hay que buscarla por ese lao, señor don Baltasar.

-¿Por dónde sino, Juan Pedro?

-Por arriba.

-¡Por arriba!... ¡Si hay casi otro tanto como desde abajo para llegar a ella!

-Corriente; pero arrepare usté por la rinconá de ese lao de la derecha... porque too ello en junto paece a modo de torre grandona, con un murio por cada costao. Por esa rinconá se hace pie onde se quiere, y como no está el peñasco a plomo enteramente, se abaja sin novedá hasta el balconuco; luego es cosa de dos zancás a la izquierda, con el cuerpo bien arrimao al peñasco y las manos agarrás a los salientes... ¡Si no me diera Dios trabajos mayores que el de entrar ahí! Si hubo Pirata, así entraría él, desembarcándose primero en aquella playuca de allá abajo, y guiándose luego, pa conocer la cueva dende tierra, por la monteruca que tiene encima, como pa eso solo.

El Berrugo miraba y remiraba el peñasco mientras el Lebrato iba diciendo esto. Acabó el uno de hablar, y aún siguió mirando y remirando el otro.

De pronto se estremeció don Baltasar, apartó los ojos de la cueva y sus alrededores, y dijo a los remeros:

-Todo esto que estamos hablando es pura música sin sustancia... Basta de cuevas y de mar, y vámonos para dentro cuanto antes, que también yo voy sintiendo ganas de comer.

Remaron firme el Lebrato y el Josco, y media hora después estaba la barquía dentro de la barra.

- XI - : Las lunas del Josco

Al día siguiente de estos sucesos, domingo por la tarde, y a punto de anochecer, iba Quilino a todo andar hacia casa de don Elías. Llevaba la cara medio tapada con el moquero, sujeto allí con las dos manos; el hongo con siemprevivas y plumas de pavo real, muy tirado sobre los ojos; la blusa azul con trencillas encarnadas, y los pantalones amarillos con cuadros verdes, muy manchados de polvo de por el lado derecho, de arriba abajo. Al desembocar en la brañuca que viene a formar una plazoleta delante de la casa de los Médicos, se halló casi frente a frente con don Elías, que asomaba por otra de las callejas que convergen allí. Indicóle por señas que tenía que hablarle, y el médico se detuvo, con el bastón entre las manos cruzadas atrás, la cabeza algo gacha y los ojos, llenos de curiosidad, clavados en Quilino, a quien no conoció hasta que le hubo mirado y remirado muy de cerca; porque es de advertir que Quilino ni apartaba el moquero de la cara ni levantaba las alas del sombrero: no hacía más que indicar con la mano izquierda y una mirada tristona y suplicante, que deseaba tratar de su negocio arriba, en casa del médico.

-Pero ¿qué mil demonios te pasa, hombre? -le preguntó por de pronto don Elías, cuya curiosidad necesitaba de ordinario mucho menos que aquel aparato misterioso, para desbordarse y no dejarle instante de sosiego.

-¡Arriba, arriba! -continuaba diciéndole Quilino con la mano y con los ojos.

-Pues vamos arriba -concluyó el médico entendiéndole.

Entraron los dos en la casa; subieron a la salita; desalojáronla de mala gana las cuatro hijas del médico, que estaban riñendo en ella; cerró don Elías todas las puertas; y como ya no se veía allí cosa mayor, encendió con una cerilla el cabo de vela que sacó del cuarto de la médica y se fue derecho a Quilino que aguardaba de pie en medio del despacho y en la misma postura de manos, de moquero y de hongo que había tenido abajo.

-A ver qué es lo que te ocurre -le dijo al acercarse a él.

Y Quilino quieto y mudo, y cada vez más encogido y tembloroso. Chocándole ya esto a don Elías, le arrimó la luz a la cara con una mano, y con la otra le apartó un poco el pañuelo que le tapaba la boca. Quilino lanzó entonces un quejido, y el médico vio que tenía los carrillos muy inflados y que había sangre entre los labios comprimidos. Se alarmó don Elías y corrió a buscar una palangana y agua fresca. Volvió al minuto con una de zinc roñoso y un jarro, y halló a Quilino descuajaringado en una silla.

-¡Echa aquí lo que sea! -le dijo con imperio, poniéndole la palangana debajo de la barbilla.

Pero Quilino miraba al médico con ojos de espanto, y no le obedecía.

-¡Échalo te digo! -insistió don Elías.

Y Quilino cada vez más angustiado y más rebelde.

Entonces el médico posó el jarro en el suelo, y con la mano libre empujó por el cogote a Quilino, que aún se resistía, diciéndole al mismo tiempo:

-¡Te digo que lo eches... aunque resulte la asadura!

Con este zarandeo le vino un golpe de tos al paciente... ¡y allá va eso! Un tercio de la palangana llenó. El infeliz Quilino cerró los ojos por no verlo, y comenzó a palidecer. Don Elías no estaba mucho más sereno.

-¿Es del arca, por si acaso? -le preguntó alarmado.

Quilino dijo que no con la cabeza, y al mismo tiempo señalaba con la mano el carrillo derecho.

El médico entonces le dio el jarro con agua y le dijo que se enjuagara bien. Hízolo Quilino a duras penas, porque estaba pálido y temblón como hoja de otoño que se cae del árbol; y en seguida, dejando don Elías la palangana y tomando la palmatoria, arrimó la luz a la boca de Quilino y díjole:

-Ábrela bien... ¡Más, si puedes!... Baja un poco la lengua. ¡Ajajá!... Ya veo el manantial... ¿Tenías cabales las muelas de esta quijada?

Quilino contestó que sí con los ojos.

-Pues no te faltan más que dos a la hora presente.

-¿No hay dá que hueso cascao tamién? -preguntó Quilino con voz enfermiza, después que el médico sacó los dedos de la boca.

-Abre otra vez, y lo veremos.

Palpó y miró el médico bien despacio, y no halló señales de lo que temía Quilino; pero sí dos hondas heridas en el carrillo.

-Pero ¿cómo fue eso, hombre? -le preguntó, mientras se limpiaba los dedos con el pañuelo.

-Pos de una sola guantá -respondió Quilino, más tranquilizado y después de escupir el último buche de agua sanguinolenta.

-¿A mano limpia?

-A mano limpia.

-¡Vaya una mano de órdago!... Y ¿de quién es ella, si puede saberse?

-Del Josco.

-Claro: de uno así tenía que ser... Y ¿cuándo, dónde y por qué fue ello, hombre de Dios?

-Es largo de contar eso, señor don Elías.

-Entonces, cállalo, y perdona la curiosidad.

-No hay que perdonar ni pa qué callarlo, porque las maldaes ¡recongrio! deben de conocerse por los hombres de bien.

-Corriente. Pero antes de empezar, toma otro par de buches de agua, mientras yo te traigo un vasito de vino para que te confortes por adentro... ¡Ah! y por si me olvido de decírtelo después: cuando vayas a casa, te enjuagas unas cuantas veces del mismo modo, y mejor si mezclas el agua con un poco de vinagre... y cosa concluida.

Salió don Elías muy diligente en busca del vino, porque eternidades le parecían ya los minutos que tardara en oír el relato prometido; enjuagóse el contundido mozo; y para salir de una duda que le estaba preocupando mucho metió los dedos en la palangana y los paseó vuelta y media por el fondo. En seguida dio con lo que buscaba. Las dos muelas estaban allí.

-¡Las dos, recongrio! ¡Enteras y verdaeras!... ¡Lo mesmo te he de sacar yo a ti los hígados el día que te coja a mi gusto! ¡Lo mesmo, recongrio!

Con esta jaculatoria entre dientes y las dos muelas en la mano, le halló don Elías al volver a la sala con un cortadillo de vino tinto sobre un plato de loza muy cuarteada...

-Échate esto al coleto, poco a poco - le dijo-. Pero, calla... ¡esas son tus muelas! ¿Dónde las tenías, hombre?

-Estaban aquí -respondió Quilino señalando a la palangana.

-Con sus raíces enteras, limpias y campantes; ¡como no las arranco yo mismo con la llave inglesa!... ¡Y cuidado que la una es de las de tres patas!... ¡de las más negras de arrancar!... ¡Vaya un empuje de brazo!

Después de hablar así, y viendo que Quilino se guardaba los huesos en el bolsillo repicoteado de la blusa, arrojó el contenido de la jofaina por el balcón.

-Estas se las ha de tragar él angún día, ¡recongrio! -decía Quilino mientras guardaba las muelas y de modo que le oyera don Elías.

Oyólo, en efecto; y al mismo tiempo que vertía agua limpia en la jofaina para esclarecerla, lavándose de paso los dedos en ella, anotó lo dicho por Quilino de este modo:

-Bien está ese propósito en un hombre de tan buenas agallas como tú; pero, por de pronto, ten mucho cuidado con no darle antes motivos a él para que vuelva por las que te dejó en la boca esta tarde.

-¿A mí? -respondió Quilino contoneándose en la silla, después de beberse lo poco que quedaba en el vaso-. ¿A mí arrancarme él otra muela más, ni medio diente tan siquiera?... ¡No me conoce usté, don Elías!...

El cual acabó su tarea en dos voleos; sentóse junto a Quilino en seguida, y le dijo:

-Cuenta ahora todo lo que tienes que contarme.

Quilino comenzó por echarse el hongo hacia atrás; luego encendió un cigarro; después se palpó el carrillo derecho, que se le iba hinchando bastante, y por último habló así:

-Yo tenía cuentas pendientes con el Josco... porque quizaes sepa usté que Pilara me tiene, de meses acá, a resultas de lo que él hable, y nunca acaba de hablar.

-Estoy enterado, ¡perfectamente enterado de eso! -dijo el médico con el mismo aplomo que si fuera cierto lo que afirmaba-. Adelante.

-Pos güeno -prosiguió Quilino palpándose la hinchazón, que no le dejaba pronunciar las palabras con la soltura de costumbre-: hubiendo esas cuentas entre los dos, yo he tratao de ajustalas muchas veces. ¡Recongrio! ¿quién se atreve a sosteneme a mí que no está muy puesto en razón esto que yo quiero?... Y queriéndolo así, yo he tratao del caso las miles de veces con Pilara, y Pilara en sus trece: que vente mañana y que güélvete otro día... Yo tengo mi porqué, anque no sea mucho; el Josco, ni tanto siquiera... ¡Recongrio! con esto sólo estoy en derecho de llamame a la parte en casos como ese... ¿Qué hay que decir en contra?... Quisiera yo oírlo... ¡Quisiera yo oírlo, recongrio!

-No hay que acalorarse, Quilino, no hay que acalorarse -interrumpió el médico con gran formalidad-. La razón es tuya, no se puede negar. ¿Y la familia? ¿Sabe algo de ello? ¿Te recibe bien?...

-¡Recongrio! ¡Pos podía no!... Vamos al punto. Estando así las cosas, la otra tarde, en la ré, tuvimos unas palabras yo y el Josco; y no hubo allí una trigedia porque mos desapartaron... Esto me enconó la sangre; y por la noche juime en cá Pilara pa dejar de una vez pa siempre aclarao el sí u el no; y ¡recongrio! malas penas entro en el portal onde estaba toa la gente de la casa, cuando cata al Josco como llovío de las nubes y sin querer pasar más aentro de las goteras, y cata a Pilara, que andaba roncerona conmigo, arrimándose a él hecha unas mieles... ¡Recongrio! ¡esto era una somostá pa mí! Por tal la consideré, y juime pa casa por no ver aquello. Pero yo estaba en razón quisiendo saber si el Josco había hablao u no había hablao aquella noche. ¿No es esto la pura verdá, recongrio?

Don Elías respondió afirmativamente con un gesto.

-Pos pa sabelo -continuó Quilino- me abajé al otro día, muy de mañanuca, a Las Pozas. No pasé del Portillo, porque allí consideré, pensándolo mejor, que quien tenía la obligación de aclarame el caso era Pilara... Güelta pa el barrio de la Iglesia. Me planto en la juenti aonde ella suele dir a aquellas horas; y espera que espera, Pilara no venía. Aborrecíme; y pensando que ya me echarían de menos en casa, a casa me golví. Dende aquel punto y hora, el diablo paece que me la enculta, porque no he podío dar con ella... hasta esta tarde en el corro, y no era cosa de ajustar esa clase de cuentas allí. Pero la bailé tres veces, y ¡recongrio!, pior que pior; porque si dende lejos me alampaba por ella, acercuca, acercuca y viendo retemblale las gorduras, es cosa de... ¡Recongrio, qué.grandona es y qué maja!

-¡Buena mozona está de veras! -dijo aquí el médico, y no por complacer a Quilino solamente.

-Le digo a usté, don Elías, que es pa perdese un hombre, ¡pa perdese, congrio! -exclamó hecho una pólvora Quilino-; y eso es lo que me ha pasao a mí... ¡Y luego le dicen a uno que si va por esto u por lo otro, y no por el puro personal de ella! ¿De qué será la sangre de esas gentes, recongrio? ¿De qué pensarán que es la mía?... Pos a lo que voy: estando en esto, ahí viene el Josco, que de pascuas en San Juan se le ve una vez en el corro de este barrio; y viniendo el Josco, bien portao de ropa, porque la tiene pa esos casos; pero más jarisco y resecón que lo jué nunca, ¡sacabó el mundo pa Pilara, que ya no tuvo ojos pa mirar si no era al jabalín de Las Pozas! ¡Y Quilino, señor don Elías; Quilino, ¡recongrio! rumiando venenos y amargores, y amarrando las iras pa no abrir en canal a aquel hombre y perdese con él pa sinfinito! ¡Recongrio, qué ratos pasé! Dempués bailó el Josco con ella... cosa que en los jamases había hecho... ¡en los jamases, congrio! Esto acabó de cegame. Quise echale ajuera en una güelta a lo alto, cosa curriente en toas partes... ¡y no se salió, recongrio! ¡no se salió ni por esas! Híceme el tonto al agravio, por no perdeme allí a medio pueblo conmigo... y hartéme de bailar con las otras mozas.

-Bien hecho, Quilino, bien hecho. ¡Eso es ser prudente de veras!

-¡Si yo soy así, don Elías!... ¡Le digo a usté que soy así, anque paezca mentira con estas agallas que tengo, recongrio! Pos, señor, que sacabó el corro; y acabándose el corro y viendo yo que Pedro Juan iba a tomar ruta a Las Pozas, atajéle el camino por un arrodeo; y en el callejo del Hisuco, híceme el alcontraizo con él. «¿Se va pa casa, eh?», díjele yo.»¿Y cai con eso?» me arrespondió parándose de plonto. «Pos ná, hombre», díjele yo otra vez, «hablar por hablar como entre güenos amigos». Así escomencemos, don Elías; y hablando, hablando, el hombre jué templándose; y al ver yo que la cosa estaba en punto, díjele: «Pos yo tenía que decite dos palabras respetive a esto y a lo otro». Y se lo estipulé finamente; sin faltale, vamos... ¡sin faltale ni en tanto así, recongrio! El hombre se quedó algo cortao en primeramente; dempués golvió a decime: «¿Y cai con eso?». Y yo arrespondí: «Pos tal y cual», ¡siempre finamente, recongrio, y sin faltale en cosa anguna! Al último me dijo: «Que la haiga hablao u que no, no es cuenta tuya». «¡Hombre!» le dije yo otra vez; «que mira esto, que considera lo otro... que por aquí, que por allá», y él que: «Déjame en paz», y «que arriba y que abajo». Y por este orden jué tomando auge la cosa. «Te digo por tu bien», me dijo en remate, «que sigas tu camino en paz». «Pos ahora es cuando hay que apretar», díjeme yo, pensando que el hombre se encogía... Sí que arreparé que se le abajaba la color y le temblaba mucho un carrillo por arrimao a la ojalera; pero tomé el caso a favor mío; arrastróme esta fortaleza y esta entraña que tengo, y pensando aturdile, le llamé cobardón y sinvergüenza, echando al mesmo tiempo centellas por los ojos... ¡Recongrio!...

-¡Valentía fue de veras la tuya, Quilino! -exclamó el médico.

-¿Valentía?... -respondió Quilino creciéndose medio palmo-. Le digo a usté que a mí no se me conoce hasta la presente, ¡recongrio!

-¿Y qué respondió él a esa provocación tuya?

-Lo que no hubiera respondío a estar yo más sobre mí de lo que estaba. Porque yo, señor don Elías, no me alcordé en aquellos momentos de que el Josco es hombre de lunas, y que en aquel estonces podía muy bien estar con ella; y a los valientes así, el valiente que se les cuadre debe cogerlos siempre la delantera... Si yo doy en el ite, don Elías; si yo doy en el ite, ¡recongrio! detrás de las palabras va la mano, y tiene que dir la josticia a levantale esta noche en el callejo. Pero no jue así por un olvido mío, y se me adelantó él a mí, como era de esperar.

-Bien; pero ¿de qué modo se adelantó?

-Pos... con la guantá de que hablé endenantes.

-¿Sin prevenirte con una mala palabra?

-¡Ni una, recongrio! Y esa es la traición que ha de pagame sin tardar mucho.

-Y tú ¿qué hicieste?

-¿Qué había de hacer, recongrio? ¿Diome él tiempo pa ná? ¡Si aquello jué un rayo que vino sobre mí! Sentí el golpe; resonóme aentro como si me hubieran espatarrao la cabeza con un mazo de encambar; dí cosa de tres güeltas alreguedor; y cuando vine en conocimiento, me vi solo en el callejo y sangrando por la boca. Como no sabía de qué era ni lo que podía salir por allí, apretando mucho las quijás y cerrando bien los labios, víneme de una correndera a que me reconociera usté... Pero ¡recongrio! si cuando golví en mis cabales me alcuentro cara a cara con el traidor, me pierdo, señor don Elías, ¡me pierdo, recongrio, por éstas que son cruces!...

-Pues mira, Quilino -díjole el médico, y creo que sin poner en duda las valentonadas del mozalbete-, más vale que no te encontraras con él. Es hombre el Josco de mucho puño y malas moscas; y una buena dentadura, como la que a ti te queda, no tiene precio.

-¿Y cree usté -le preguntó Quilino señalando al carrillo, que seguía hinchándose- que esto no pasará a cosas mayores?

-Lo creo, como creo también que Pilara está muy enamorada de Pedro Juan; y lo creo porque lo sé, ¿entiendes? porque lo sé; y habiendo esto por medio, no debes tú empeñarte más en ese imposible en que estás enredado.

-¡No empeñame más!... ¡Recongrio! Primero que yo eche pie atrás sin que esto sea con su cuenta y razón, acaba medio Robleces entre mis manos... ¡Si le güelvo a decir a usté que a Quilino no se le conoce aquí entoavía, recongrio!

-¡Bah!... todo eso es pólvora de los pocos años -dijo don Elías levantándose y llevando en seguida a Quilino hacia la puerta de la sala, donde le añadió al oído y con mucho misterio estas palabras-: Mira, hombre: si quieres consolarte del fracaso de tu negocio con Pilara, yo te citaré otro de mucho más bulto. ¿Conoces a Marcones el de Lumiacos?

-¿El estudiante que ha dao en venir a Robleces toas las tardes?

-Ese mismo.

-Sí que le conozco.

-Pues ese pedantón sin vergüenza ha ahorcado los libros que estudiaba, y anda ahora a caza del gato del Berrugo, casándose con su hija. Pero ¡morruda castaña le van a dar!... Porque Inés no le traga ni a palos. Me lo ha contado ella misma. ¡Eso es lo que se llama una calabacera de órdago! Puedes correrlo por ahí si te da la gana.

Con esto despidió a Quilino, enterándole antes de lo que debía de hacer en el caso de que se le enconaran las heridas del carrillo; y en seguida llamó a sus hijas a la sala para contarlas, a su modo, quiero decir, aumentándole en más de la mitad, el suceso de Quilino con todos sus precedentes y consecuencias. Estas comidillas suplían en aquella casa por la mejor de las cenas; y cabalmente la de aquella noche fue de las más frugales de todo el año.

- XII - : En qué manos andaba Inés

Jamás se supo qué hizo don Baltasar en lo del asunto que motivó el paseo marítimo recién historiado, en los días siguientes a él, ni si hizo algo siquiera; pues si lo hizo, fue por sí solo y sin que nadie se enterara de ello. Lo que no puede negarse es que faltó de casa en la primera semana más veces que las de costumbre, y que a la preocupación que le distraía, siempre que no necesitaba los cinco sentidos para consagrarlos a sus habituales tareas, se debió el que no reparara lo que sin aquel motivo hubiera reparado, en lo pegajoso que se iba haciendo allí Marcones, y en el calor con que se tomaba entre el sobrino y la tía la educación primaria de Inés.

Sólo cuando los días corrieron y tras de la sorpresa de ver a su hija muy peripuesta y repeinada, fue recibiendo otras no menos chocantes, como las de hallar su cama muy curiosa y bien mullida, sin mugre y con toalla limpia el palanganero, su ropa de uso con los botones completos y sin manchas ni descosidos, el techo sin una sola telaraña, y muy fregoteado el suelo, la mesa puesta con orden y limpieza a las horas de comer, y cada mueble de la casa en su sitio; sólo, repito, cuando todo esto y algo más a su semejanza aconteció, por la fuerza misma de las cosas volvió la atención hacia ello. Examinólo más despacio entonces y cuando su curiosidad andaba rayando con el asombro, llamó aparte a la Galusa, que seguía con el gobierno de la casa, y la preguntó:

-¿Qué mil demonios pasa aquí? ¿Con qué se ha curado Inés tan de repente de aquella galbana que la tenía siempre como perro a la sombra? ¿Por qué se peripone y se lavotea? ¿Por qué está mi cuarto hecho unos soles, y no se ve en toda la casa un lamparón, ni una silla con polvo ni fuera de su lugar?

Toda esta descarga de preguntas recibió la pelindrusca aquélla sonriéndose con toda su bocaza, rascándose los brazos desnudos y mirando a su amo con una pascua en cada ojo; y después de hacerle desear un poco la respuesta, se la dio en estos términos, encareciéndolos mucho con el tono y los ademanes:

-Todo eso que se ve y más de otro tanto como ello, que no está tan a la vista, es obra de ese dimoño de muchacho.

-¿De tu sobrino?

-Del mesmo... ¡Le digo que paece mentira! Si tuviera los mengues en el cuerpo, no hiciera más milagros de los que ha hecho en tan pocos días... Está Inés que no se la conoce... ¿Ve usté cómo limpia? Pos lo mesmo escribe ya y saca cuentas y va aprendiendo las miles cosas que Marcos la enseña en libros. ¡Lo que sabe el mal demónchicos de él! ¡Y cómo lo cierne y lo habla y sabe ponerlo en la palma de la mano para que se vea como es debido! No, y ella no es de las que tienen por fantesía los ojos en la cara: la verdá hay que decirla siempre; y le aseguro, porque lo he visto, que en el aire pesca la endina las enseñanzas... ¡en el aire, vamos! Como que no paece sino que son nacíos pa entenderse los dos en esos particulares... y en otros muchos.

-Que tu sobrino -replicó el Berrugo en el tono de burla fría que le era propio- la enseñe a escribir y contar y algunas cosas más de las que él sabe... a costa de quien yo me sé, no me pasma; ¿pero a ser limpia?...

-¡Pos hasta eso!... Y ¿por qué no ha de enseñárselo igualmente?

-Porque nadie puede dar lo que no tiene; y o yo no le he mirado bien, o tu sobrino Marcos puede llevar un plantío de berzas en cada mano.

-¡Qué cosas que tiene este hombre! -dijo aquí la Galusa algo picada-. El mi sobrino Marcos tiene más limpieza que todo eso... Y aunque no la tuviera, si sabe enseñar el modo de que otro la tenga, ¿qué más da?... ¡Vaya que se le paga al enfeliz con buen rumbo el trabajo que se toma por puro antusiasmo y pujos naturales de hacer el bien!

-Poco a poco sobre eso -dijo el Berrugo amoscándose-. En decir que tu sobrino es puerco, no falto a la justicia, porque a la vista lo lleva, pero el meterme tú por los ojos las enseñanzas que da a Inés como un favor del otro jueves, ya va por caminos muy diferentes. En primer lugar, yo no le llamé para que se tomara ese trabajo: él y tú lo barajasteis con Inés, sabe Dios cómo; en segundo lugar, si tu sobrino tiene vergüenza, a más que a eso le obliga el dineral que aflojé yo para ayudar a que aprendiera lo que sabe, por ceguedades con que le atolondran a uno los demonios, y por arrastrados miramientos que nunca lloraré bastante... ¿Lo entiendes?... Pues ahora le puedes ir con el cuento si te acomoda; y si le parecen mucho las Indias que me da con sus enseñanzas a Inés, que la deje sin ellas: al fin y al cabo, para hembra, le sobraba la mitad de lo poco que sabía, y yo bien hecho estoy a vivir entre roñas... como tú; y si me apuras un poco, hasta me engordan; pero si quiere seguir, y no haría nada de más, ni tú tampoco en aconsejárselo, que no espere que yo se lo agradezca tanto así (y marcó lo negro de la uña del dedo meñique); porque, como ya te he dicho, bien pagado se lo tengo... ¿Te vas enterando? Pues contigo va también la solfa, por si acaso quieres entonar con ella la letanía de alabanzas a tu sobrino... Y en seguida, vuelve por otra: ya ves que aquí se sabe corresponder como es debido... Y mírame los colmillos. ¿Ves qué retorcidos están?... Por si habías soñado con jincarme los tuyos en parte blanda con el memorial de sabidurías del zanguango...

Aunque la Galusa estaba bien acostumbrada a las genialidades de su amo, y solía reírse de muchas de ellas porque eran chisporroteos que no podían quemarla ni el pelo de su ropón de ama y señora inamovible de la casa, las de esta vez ya le penetraron más hondo, no solamente por las especies apuntadas en ellas, el tonillo chocarrero de que iban acompañadas y lo grave del asunto con que podían ligarse en definitiva, sino porque esa vez no era la primera, ni siquiera la cuarta, que, en poco tiempo, la domada bestia se atrevía a enseñar los dientes y las garras a la domadora.

-¿Qué es lo que se quiere decir con eso? -preguntó de repente la ofendida, poniéndose en jarras, un poco doblada por los riñones, con el pescuezo rígido y los ojos clavados en los del Berrugo.

Sabía éste, por una larga experiencia, que las grandes cóleras de su criada comenzaban a estallar suprimiéndole a él la personalidad en sus invectivas, para eludir todo tratamiento; pero más valiente en esta ocasión que en otras semejantes, cuadróse a su vez delante de la retadora, y la contestó remedándola el estilo:

-Se quiere decir con eso, lo que nos da la real gana. ¿Quedamos enterados?

-¡No... mal hombre! -repuso la cotorrona hecha un basilisco-: ¡no quedo enterada!... ¡Porque yo no hice qué pa merecer eso! ¡Y aquí pasa algo de un tiempo acá, que quiero saber!... ¡Yo no soy ya lo que era!

-Eso bien salta a los ojos -dijo el Berrugo con una calma incisiva que acabó de exasperar a la Galusa-. No hay más que vernos la estampa.

-¡Miren por ónde se descuelga el grandísimo... pendejo, que tamién tiene que ver! La culpa tuvo quien no se dio a valer más cuando lo valía, y puso manjar de reyes en boca que merecía carrancas... Ahora viene el pago en la moneda de todos los desalmaos: dispués de comernos la hebra...

-Justo -interrumpió don Baltasar-, arrojamos los huesos. Nada más puesto en razón... Pero entiéndase que no se va por ese camino ahora, ni hay para qué llorar golpes que no se han recibido... Y ya se ha dicho lo bastante y hasta de sobra, para que se nos entienda... y lo dicho se repite... y de lo dicho se responde... y si se quiere más claro, se pone al sol... y si pica, rascarse... y si duele, que duela... ¿Lo vamos entendiendo mejor?... Pues nos alegramos... y hasta otra.

Con esto, chasqueó los dedos don Baltasar; hizo una zapateta delante de la criada, trémula de ira, y se largó de allí arrastrando la escoba que llevaba en la mano.

No le contó la Galusa todo esto a su sobrino; pero le dijo sobre ello algo que debía de saber, para tenerlo muy en cuenta.

-Yo no sé -le dijo entre otras cosas- qué es lo que le pasa a ese pícaro de hombre de un tiempo acá. Antes era un borrego para mí; y sin dejarse llevar en todo por onde yo quesiera llevarle, tampoco se empeñaba en arrastrarme consigo contra mi gusto... Pero ahora, hijo del alma, ¡ya te quiero un cuento! Se da a la burla y al chungue cuando le hablo de lo que no quiere oír... y gracias que se conforma con eso... ¡Ay, Marcos, qué otra era yo en esta casa en aquellos días de la difunta, y hasta en algunos más cercanos! ¡Cómo me contemplaba el endino y me buscaba el buen gesto, y qué recio tosía yo delante de él!... Pero, hombre, ¡si fue ayer, como quien dice, cuando entoavía supe arrancarle esos cuartos pa la tu carrera, que era punto más que tocar el cielo con las uñas! Cierto que ya por entonces me costaba un trunfo lo que antes conseguía yo con solo un mirar de los ojos; pero ¡tanto como esto de ahora!... Porque la cosa va empiorando de día en día... ¡Y tengo que andar con un tiento!... A veces pruebo a enfadarme: pior que pior... ¡Cristo del alma! no digo yo que enfadarme, con solo ponerme josca en tiempos de la difunta... y algunos de más acá, ¡cómo le abajaba los humos al arrastrao, y qué blando me miraba... y qué!... Pero, hombre, ¿en qué consisten estas cosas?

Marcones, que escuchaba a su tía con mal ceño y mucha atención, la respondió al punto:

-En que desde esa difunta acá, han pasado muchos años, tía; y con los años, que todo lo consumen, van cambiando las personas hasta en estampa, y con las personas y las estampas, los pareceres y los gustos y los deseos; y lo que ayer se apetecía por sabroso, hoy se aborrece por insípido; y el que antaño era mozo de correa, ogaño es un vejancón que no puede con las bragas...

-Y mira que bien puedes estar en lo cierto, Marcos; que ya me iba yo barruntando algo de ello por más de cuatro señales... Pero a lo que te voy: por éstas y otras, no hay que fiar cosa alguna de ese hombre pa el asunto que traes entre manos.

-Que traemos.

-Sea como mejor te paezca. Y dígote, Marcos, que te andes con mucho tiento en el particular; que no rastree ese... mal alma, ni una pizca de cubicia en ti... Tú no eres pa él más que un mozo agradecío que paga parte de lo que debe al padre, con el beneficio que hace a la hija. ¿Te vas enterando?... ¡Y golpe a la hija... que quiera que no! Porque si de ella no sale, no hay otra puerta a que llamar.

-¿Responde usted de que no se me cierren las de esta casa?

-De eso creo que sí, si tú te mantienes en el ten con ten que te he dicho; porque él es gustoso de que sigas desasnando a Inés.

-Pues todo lo demás corre de mi cuenta.

-¿Y qué tal marcha la cosa, qué tal?

-Como una seda, tía... ¡como una seda!... ¡le digo a usted que como una seda! Inés ve por mis ojos, discurre con mi entendimiento, y no pisa otro camino que aquél por donde yo quiero llevarla.

-¿Y la has dicho ya algo por onde pueda leerte la voluntá?

-Me voy dejando caer siempre que lo pide el caso.

-Y ¿qué tal, qué tal lo recibe?

-Como una seda, tía... ¡lo mismo que una seda!

-Pos eso es lo prencipal... Yo, bien lo irás notando, poco vos estorbo con la presencia...

-Sí; pero eso no basta: hay que seguir avivando el fuego que queda encendido en ella cuando yo me marcho.

-En eso estoy, Marcos; y bien sabes que lo hago los más de los días, y que si no lo hago en todos, es porque no la suspenda el machaqueo. Ayer, sin ir más a allá, ¡qué cosas la dije en un ratuco que se me vino a las manos! «¡Vaya, que buena estrella te alumbró», la dije yo así, «el día en que el mi sobrino se nos coló por esas puertas! Estabas hecha una venturá y como un palomino a oscuras, y en un quítame esas pajas te güelve ese Merlín de Satanás lo de arriba abajo, como el otro que dice, y te hace otra mujer de la que eras, y toda una señora como lo debías de ser... ¿No paece que hablan ángeles por su boca cuando te pedrica lo que quiere enseñarte, y que lleva un hechizo en la mano cuando pinta aquellas escrituras que imitas tú tan guapamente? Pos esto, hijuca, se puede estimar en lo que vale, porque a la vista está; pero ¿qué te diré yo de lo que anda enculto y en los adrentos de la persona? ¿Cómo te emponderaré lo que no has podío ver entoavía? ¿Qué alabanzas serían bastantes pa poner onde se debe aquel sentir cariñoso; aquel corazón de perlas, que de tan grande como es no le cabe entre pecho y espalda, y aquella santidá de prencipios que le consume y desmejora apurándose lo que no debe por el bien de los demás?... ¡Si te digo, Inés, que en ocasiones miles me entran como pesaumbres de verle tan tirao por la Iglesia, al hacerme el cargo de lo mucho que escasean en estos tiempos los buenos maridos y los padres de familia como debieran de ser! ¡Dios sabe lo que se hace; pero a mí no hay quien me saque de la cabeza que no tendría que envidiar cosa anguna a la princesa más relumbrante, la mujer que alcanzara la suerte de un hombre como el mi sobrino!...» Y así, por este arte, fui pedricando y pedricando...

-Y ¿qué respondía ella? -preguntó aquí Marcones, en cuya caraza estaba pintada la convicción de que él valía todo aquello y mucho más.

-Aticuenta que ná, y aticuenta que mucho -dijo la Galusa-. Ná, porque fueron pocas sus palabras; y mucho, porque toas ellas fueron un puro amén; y más entoavía que por esto, por aquel mirar de ojos dulces, y aquel reír de boca placentera... y hasta aquel sospiro temblón con que escuchaba sin perder tilde todo lo que yo la iba pedricando.

-¿Sabe usted una cosa, tía? -volvió a preguntarla Marcones, después de permanecer un rato en silencio con la cabeza medio inclinada, una mano en la sobarba y los ojos muy abiertos.

-Tú dirás, Marcos -respondió la Galusa arrimándose más a él.

-Pues digo que, a veces, tengo algo de miedo a mi propia obra.

-¿Por qué, hijo?

-Porque usted no sabe los peligros que se corren en meter de repente en una cabeza tantas luces como he metido yo en la de Inés, cuando se quiere que esa cabeza no suelte el freno que uno le pone para gobernarla.

-No te entiendo.

-Quiero decir que cuando más se espabila un entendimiento, más se aficiona a discurrir por su cuenta propia; y discurriendo mucho de este modo, más deseos hay; y habiendo más deseos, más se comparan las cosas; y comparándolas, no se toma lo que se nos da, sino lo que escogemos nosotros... En fin, yo me entiendo. Pero no quiere esto decir que hasta la fecha tenga yo el menor motivo para temer que se me quede la obra entre las manos, hecha trizas; ya le he dicho a usted que no puede ir el asunto mejor de lo que va. Lo que temo es por el día de mañana, si no conjuro los peligros hoy.

-¡Pues conjúralos, hombre!

-¡Qué más quisiera yo, rayos y centellas!... Pero ¿cómo? ¿No sabe usted que yo no soy un mozo soltero como todos los demás? ¿que entro en esta casa como un seminarista en vacantes, a enseñar a la hija de su padre lo mucho que ignoraba?... ¿que con este ropaje que visto no puedo llamar a las cosas por sus nombres, y necesito una eternidad de tiempo para no echar a perder lo que, en otras condiciones, daría yo por acabado en pocos días? ¡Ah, si yo pudiera vestirme de colores y echar a la lumbre el medio balandrán que tanto me pesa!

-¡Pues échale, alma de Dios!

-Tras de ello ando; pero muy poco a poco, para no dar el golpe en falso. A veces creo que ya es hora, por ciertas señales; pero luego pienso de otro modo; y para asegurarme más, lo aplazo para otro día. Y así estoy consumiéndome la sangre, asándomela, mejor dicho; porque ha de saber usted también, que desde que veo a esa muchacha tan limpia, tan peripuesta, tan alegre... tan realísima moza, me llevan los demonios hasta con el aire que se le enreda en el pelo y las moscas que se la ponen encima... ¿Me va usted entendiendo ahora mejor?

-¡Vaya si te voy entendiendo!... Sólo que no tengo los recelos que tú, porque la cosa marcha en el aire. Pero, por si acaso, no eches en olvido lo que te dije. Espéralo todo de ella... ¡y aprieta de firme ahí! Por lo demás, y si a recelos fuéramos, uno bien gordo podía yo tener...

-¿Cuál?

-Pos el de que tú no pescaras la breva que buscas, y perdiera yo la que tengo bien ganá.

-¿Cómo, cómo?

-¿Cómo? Llegando Inés a crecerse tanto, que tú le paecieras poco, y quisiera ser ama de su casa. ¡Y mira que ya no puedo contar con aquel arrimo que en otros tiempos me puso aquí por encima de la madre que la parió! Tú lo has dicho, Marcos: dende estonces acá, han corrío muchos años, y con los años cambian las gentes y se mudan los gustos... ¡Pos mira que tendría que ver!

-¡Bah, bah, bah!... No hay que hablar de eso -concluyó Marcones bamboleando el corpazo y revolviendo el aire con las manos abiertas-. Las cosas van como una seda, y ésa es la que vale... Hoy por hoy, Inés es prenda mía... ¡mía!... ¿lo entiende usted bien? y en buenas manos está.

-¡Dios te oiga, hijo; Dios te oiga, porque güena falta nos hace!

Y con esto se fue la Galusa hacia la cocina, mientras su sobrino enderezaba los pasos a la escalera.

- XIII - : La obra de Marcones

En la misma sencillez del plan de enseñanza establecido por Marcones y aceptado por Inés estaba la condición que más honraba al ingenio del seminarista, tan interesado en que fueran entrando en la desprevenida inteligencia de la discípula mayores cantidades del maestro que de las materias que éste le explicara. Ya se ha dicho que la hija de don Baltasar Gómez de la Tejera escribía desastrosamente, y bien puede afirmarse en esta otra página, sin faltar a la verdad, que aún lo hacía mucho peor que eso. La pluma era una estaca entre sus dedos encogidos; y mientras la estaca subía o bajaba a empujones, de la línea trazada en el papel, la pendolista hacía embudos con los labios y entornaba y revolvía la cabeza. De esta labor penosa resultaban letras mal avenidas y deformes, una vez apiñadas y medio embebidas las chicas en las grandes, porque había de todo en cada palabra, y otra vez danzando por los aires sin cuenta ni razón; y a cada palitroque hacia arriba o hacia abajo, allá va un borrón como una oblea, y allá va en seguida Inés a limpiarle con el dedo mojado en la lengua. Daba compasión una plana de aquel arte.

Cabalmente era Marcones un gran pendolista, y rasgueaba con el desembarazo de un adornista de planas de Navidad; y poseyendo este talento, fuera por lucirlo o por probar el temple de su arma, al modo que lo hace el espadachín de academia con el acero que recibe para entrar en un duelo... de salón, antes de dar comienzo al primer ejercicio trazó con la pluma, sin levantarla del papel y con el brazo al aire, el nombre de Inés envuelto en un laberinto de espirales y emparrillados que arrancaban de la misma letra inicial. Inés se quedó maravillada. Pues bien: lo notó el pendolista; y en lugar de volverla a palotes para comenzar por el principio, trámite en que él no podría lucirse gran cosa, la dedicó al rasgueo continuo para vencer sus resabios de escuela y dar la necesaria soltura a su mano. La discípula lo celebró en el alma y puso los cinco sentidos en ello. Pero no daba golpe.

-¡No es así! ¡no es así! -la decía Marcones al ver cómo ensuciaba carillas de papel con unas cosas que parecían madejas enmarañadas de sogas viejas de esparto-. Lo primero, aprender a agarrar la pluma... ¡Nada de encoger los dedos ni de emplear los cinco a la vez! Con tres hay bastante si se colocan como se debe. Los otros dos, para apoyo de la mano. Vamos a ver si se me ha entendido... ¡Tampoco es así!

-Y Marcones se veía entonces precisado a colocar, con sus propios dedos, todos los de la mano de Inés, uno por uno, como debían de colocarse. Pero esto no bastaba, porque la discípula, acostumbrada a otra postura muy diferente, con la nueva no acertaba a mover la mano.

-¡Adelante con ella sin miedo! -decía el maestro moviendo la suya en el aire, como si rasgueara allí.

Y nada: o no se movía la mano de Inés, o si se movía, era para clavar los puntos en el papel y largar una hisopada de tinta hasta la pared frontera.

Con lo cual, hete aquí a Marcones obligado a agarrar y conducir, con su manaza velluda, la suave y torneadita de la torpe muchacha.

-¡Bien suelta la muñeca ahora!... ¡En el aire todo el brazo desde el codo!... ¡Que vaya la mano por donde quiera llevarla la mía!... ¡Ajajá!... ¡Eso es!

Y mientras así exclamaba Marcones, arrastraba aquel pedazo de hermosura, tibia y sedosa, por la blanca superficie del papel, en la cual iba quedando estampada una curva de rumbos infinitos, tan pronto panzuda y rebosando de tinta como extenuada y sutil hasta tocar en lo invisible; no de tan firme trazo ni tan limpia de rebarba como las que rasgueaba el pendolista solo y sin que le temblara la mano; pero lo bastante pintoresca para que Inés, al considerarla maravilla de su pluma, se riera como una boba. Con aquella risa de la educanda se animó el profesor, y la curva continuó serpeando y enroscándose por todos los espacios limpios de la plana, arriba y abajo, adelante y atrás.

-¡Que se me duermen los dedos! -dijo al fin Inés, conteniendo la risa.

-No importa -respondió Marcones sin cejar en su empeño.

-¡Es que me aprieta usted mucho! -añadió la discípula menos risueña ya.

-¡Hay que hacerse a todo! -insistió el inexorable maestro.

Y la curva, después de culebrear por los espacios del centro, se coló por un ángulo, y acometió a los márgenes, y los fue recorriendo uno por uno hasta llenarlos de lazos y caracoleos; y sólo cuando la superficie entera del papel fue una mar de tinta, soltó Marcones la presa. Entonces aparecieron cárdenos y como adheridos al mango de la pluma los primorosos dedos de la discípula, y los ojos de su maestro echando llamas.

Tal fue la primera lección. Las ocho o diez siguientes fueron por el estilo; porque Inés no acababa de soltarse a rasguear por sí sola con la valentía y la firmeza necesarias, y su maestro no quería pasar a un nuevo trámite sin dejar bien asegurado el anterior.

La escuela se estableció en un cuarto, que en la ciudad se llamaría gabinete, con entrada por la sala y frontero a la pieza en que conversaron sobre el tesoro oculto don Baltasar y el médico.

La Galusa, desde que comenzaba cada lección, se plantaba delante de la mesa con el sucio mandil recogido en la cintura; los brazos, resecos y chamuscados, al descubierto; la mano derecha sosteniendo la quijada del lado correspondiente, y la izquierda el codo de aquel brazo. Con los ojuelos, algo pitarrosos, seguía los movimientos de la mano de Inés, y con una madeja de arrugas pardas, que es lo que venía a parecer una sonrisa de su ancha boca desdentada, y media frase mal hecha, pronunciada con su voz ronquilla, celebraba las habilidades de su sobrino o los progresos de la discípula; pero en cuanto la torpeza de ésta exigía la intervención material de la mano del maestro, ya se sabía: a la Galusa siempre le caía algo que hacer fuera del cuarto.

-¡Vaya que es ocurrío el dimoño de muchacho!... ¡Te digo, hija, que si no aprendes con él lo mucho que no sabes!...

Y se largaba de allí sorbiendo la moquita y arrastrando las chancletas.

A don Baltasar, después del comienzo de la primera lección a que asistió por curiosidad y de mala gana, no volvió a vérsele por la escuela. Alguna vez pasaba por enfrente, atravesando la sala y golpeando sus tablones con el trasto que llevara en la mano; pero sin fijar la atención en lo que hubiera en el gabinete, cuya puerta ¡eso sí! estaba siempre abierta de par en par.

Llegado el caso de acompañar a las lecciones de escribir, otras de un poco de gramática, Marcones, con las propias miras, quiero decir, con las de que se grabaran en la mente virgen de la educanda más imágenes del profesor que textos descarnados del libro, comenzó por echar pestes contra todas las gramáticas publicadas y sin publicar. En ninguna de ellas había cosa con arte ni sentido común.

Por ejemplo:

-«Verbo» -leía Marcones en el librejo que tenía entre manos y que era de su propiedad- «es aquella parte de la oración que sirve para significar la afirmación o juicio que hacemos de las cosas y las cualidades que se les atribuyen».

Y luego añadía muy indignado:

-¿Es usted capaz de conocer un verbo por estas señas que convienen a tantas cosas que no son verbos?

Inés contestaba honradamente que no.

-¡Claro! -exclamaba el otro, haciendo temblar las paredes con el estruendo de su voz-. ¿Cómo ha de conocerse nada de este mundo con esa manera... estúpida de definir?... ¡El verbo no es eso! ¡El verbo, verbum de los latinos, es otra cosa muy diferente de lo que se dice aquí sin saberse lo que se dice! ¡El verbo no es lo que se declara en esta definición... estúpida! ¡El verbo es lo que yo me sé y lo que irá usted aprendiendo por las señales que yo le vaya dando! ¿Me ha entendido usted bien?

-Muy bien -respondía la muchacha, sin dudar que aquel mozo sabía más que todos los libros de que le hablaba.

-Pues, verá usted ahora lo que es un verbo -añadía Marcones arrimándose al costado de Inés todo lo necesario para que ésta distinguiera bien la palabra que él apuntaba con el dedo en el libro que la ponía sobre la mesa, debajo de su ojos-, y va a servirnos para el caso un trozo de la misma definición... estúpida que acabo de leer... Este: «la afirmación o juicio que hacemos de las cosas...» ¿Cuál de estas palabras es el verbo?

Inés, que no entendía de fingimientos, respondía sin titubear que no lo sabía.

-¡Pues es claro que no lo sabe usted! ¿Cómo había de saberlo si aún no se lo he enseñado yo? Pues el verbo es esta palabra: «hacemos».

Y la ponía el dedazo encima, mientras con el brazo izquierdo resobaba el derecho de Inés.

-Y ¿en qué se conoce? -preguntó ésta, apartándose un poco hacia el lado opuesto.

-Se conoce -respondió Marcones-, se conoce... en todo: por de pronto, en que, si la suprimimos, todas las que la acompañan ya no quieren decir nada; después, en lo mucho que puede variar... hago, harás, haríamos, hicimos... De modo que el verbo es la palabra que más varía.

-Entonces -se atrevió a observar Inés-, también es verbo esta otra.

-¿Cuál?

-Esta: «la».

-¡La verbo!...

-¡Como también varía!... -dijo la pobre muchacha para disculpar su atrevimiento.

-¿A ver?

-Creía yo que de su casta eran los, las, lo, les, y que esto era variar...

-¡Y sí que son de su casta, y que eso es variar! -replicó Marcones después de rumiar bastante el reparo-. Sí que es variar eso; pero de muy distinta manera que el verbo: eso solamente varía en género y número, al paso que el verbo varía en tiempo... y ¡en qué sé yo cuántas cosas más! En fin, ya irá usted enterándose poco a poco de estas diferencias. Por ahora, puede usted creer, bajo mi palabra, que en este trozo de esta definición... estúpida, el verbo es hacemos, y que no hay otro verbo más que él ahí.

Este era el procedimiento de Marcones en sus enseñanzas teóricas; y uno muy semejante también el que usaba en aquellas homilías de que ya se habló y continuaba predicando siempre que podía interpolarlas con sus lecciones prácticas y teóricas. Según estas peroraciones, todo el mundo era una sentina de maldades, y todos los hombres, particularmente los solteros, unos pillos. Felizmente había un puñado de excepciones honradas y con bastante luz en la inteligencia, no sólo para distinguir la cizaña en medio del trigo, sino para enseñar a distinguirla y a separarla a las vírgenes inexpertas, dotadas, por la naturaleza y la fortuna, de todas las prendas que más excitan «los apetitos infames de esos gusanos viles». Pero las excepciones honradas, con ser muy pocas, estaban diseminadas por toda la tierra; y resultaban tan invisibles que él, con todo el afán que sentía por descubrirlas y lo diestro y sutil que era de mirar en el fondo de los hombres, no había podido dar todavía más que con uno. La modestia no le permitía decir a Inés quién era ese hombre único «de sano corazón y de inteligencia luminosa». Pero la consolaba con la promesa de que no la escasearía sus beneficios desinteresados, fuera él quien fuese; y la seguridad que podía dormir tranquila, sin el recelo de que la faltara defensa contra el «diente ponzoñoso de los viles gusanos».

Era muy dado Marcones a esta palabrería gerundiana, y se le escapaba de los labios en cuanto quería afinar un poco el estilo, elevándose hasta el púlpito con que había soñado. Lo advierto porque no se me pidan cuentas de pecados que no son míos. Y ahora añado que tras estas generalidades... híspidas, salía a relucir lo particular, la punta de la oreja, el caso práctico de la vida, el ejemplo, algo forzado, de los riesgos de una elección desacertada; el paralelo entre la existencia de dos esposos nacidos para serlo, y la de otros dos, «vil gusano» él, y mártir de sus equivocaciones ella; disertaciones, en fin, sobre temas esbozados en conversaciones de los primeros días entre Inés y el preopinante.

Para estos puntos concretos Marcones usaba los registros más dulces de su temperamento: atenuaba la voz, desplegaba la sonrisa, armonizaba con la suavidad de la frase el mirar de los ojos y hasta los dobleces del cuerpo entre la silla y la mesa. Inés le atendía en estos casos muy complacida; y si él, por saborear el triunfo o por tantear el terreno, se callaba, ella se atrevía a excitarle para que siguiera hablando. Y esto, que tanto halagaba al mocetón de Lumiacos era precisamente lo que le perdía. Creyéndose a dos pasos de la cumbre de su montaña, daba ya por logrado aquel premio de su valentía; y no sólo le aquilataba en las mientes, sino que sentía todos los espantos de perderle y todos los odios contra el azar que se le entregara a otro ser más afortunado. Y como esto le embravecía de repente, volvía a esgrimir el chafarote contra fantasmas y vestiglos, y salían de nuevo a danzar los gusanos viles, el diente ponzoñoso y el hombre único «de corazón honrado y de inteligencia luminosa».

Y este registro ya no deleitaba tanto a Inés, que no por eso dejaba de admirar el mucho saber de aquel mozo.

Pero el hecho era, y hecho evidentísimo, que Inés, desde que estaba sujeta a aquellos deberes de educanda, iba trasformándose a ojos vistas. Tres semanas después de haber comenzado sus lecciones, no la conocería el lector que la vio en la antevíspera de esos comienzos, entrar en la cocina de su casa, levantar los peces por la cola y limpiarse los dedos en el vestido. Ya no tenía las uñas negras, ni el pelo mal recogido, ni la ropa desceñida, ni los pies mal calzados; andaba con soltura, pisaba firme, miraba con valentía, se peinaba con esmero; se ajustaba la cintura, con lo que destacaban en toda su belleza las redondeces del busto; se calzaba bien, y tenían su cara, sus manos y su cuello esa suavidad y pureza de tonos que da en unas carnes túrgidas y juveniles el vicio del aseo, el cual se revelaba, como un toque muy expresivo del cuadro general, en la fresca blancura de los asomos de su ropa interior, por las bocamangas y el escote de su vestido de indiana.

Esta transformación que asombraba a la Galusa y sorprendía a su amo y enorgullecía a Marcones era, sin embargo, la cosa más natural en una mujer de las condiciones fisiológicas de Inés, aunque de otro modo lo entendiera el seminarista, por un error que no carecía de disculpa racional. Era innegable que el sobrino de la Galusa tenía gran parte en aquel principio de resurrección física y moral de la guapa muchacha de Robleces; pero la tenía como la tiene el golpe casual que quiebra el pomo, en la fragancia que esparce el líquido derramado. En no estimar esta diferencia consistía el disculpable error de Marcones.

En una mente en que hay luz, como la había en la de Inés, aunque mortecina por abandono, una idea nueva es aire oxigenado que aviva la llamas e imán poderoso que va atrayendo otras muchas, enlazadas entre sí como eslabones de una cadena. La conversación del seminarista recién llegado a Robleces con la carga de sus malas intenciones bastó para producir en la descuidada muchacha la tentación de comparar su absoluta ignorancia con lo que ella tenía por sapiencia del pedantón de Lumiacos; el deseo de saber algo, y la noción, a veces, de su inútil y abominable dejadez. Pero las conversaciones que producían estos efectos no eran muy frecuentes; y no siendo continuas las impresiones, triunfaban de ellas todavía los resabios inveterados, dueños y señores de aquella naturaleza inculta. Las lecciones diarias la fueron cautivando la atención y moviendo la curiosidad; y si no aprendía grandes cosas, averiguaba al menos que podían aprenderse. Iba sabiendo, por algo que se la decía y por lo que ella preguntaba con su buen sentido natural, que sin salir de Robleces se podía tener una idea de lo que eran el mundo y el sol y las estrellas, y por qué leyes se regían, y de lo que había acontecido en la Tierra desde su creación acá; porque había libros que trataban de eso, y eran conocidos hasta de los muchachos de la escuela, como los conocería ella si su profesor le cumplía la palabra que la había empeñado «para más adelante». Por de pronto, se consagraba con gran empeño a mejorar la letra y aprender bien la tabla de multiplicar y las cuatro reglas de la aritmética, lo cual iba consiguiendo poco a poco, y a ejercitar la memoria, por exigencia propia, con aquellas definiciones de la gramática, calificadas de estúpidas por su profesor, cuyo sistema de enseñanza, en este punto concreto, no la satisfacía enteramente, porque no la fijaba reglas para resolver ella las dudas por sí sola.

Jamás la dieron en cara sus uñas negras ni sus dedos manchados de tinta, hasta que tuvo que poner su mano, en la primera lección, tan a la vista y tan cerca de un extraño y por tan largo tiempo; y eso que las uñas y las manos de Marcones no estaban más limpias que las de ella; pero era mujer al cabo; y en la mujer, por indolente que sea, siempre hay una presumida, más o menos a las claras. Con el vestido lacio y el pelo mal recogido, le sucedió lo propio que con las uñas negras y las manos sucias. Un día se peinó con esmero, se lavó despacio y se ciñó bien las ropas de cuerpo. Encontrándose así más a gusto y viéndose más guapa en el espejo, al día siguiente se lavoteó mucho más, se peinó todavía mejor, y sustituyó el vestido viejo y resobado, por otro más limpio y fresco. Y como cuanto más se lavaba y se componía más guapa se veía y más ágil se encontraba, el vicio de la compostura y de la limpieza la iba dominando; y llegaron a darla en cara los suelos mal barridos y nunca fregados, las mesas empolvadas y las sillas fuera de su lugar. Ordenó, pues, las sillas, barrió los suelos, despolvoreó las mesas, y hasta juzgó de suma necesidad dar un fregoteo bien apretado a todos los suelos de la casa. Por este mismo sentimiento de la limpieza o de otro más hondo muy emparentado con él, no volvió a consentir que Marcones agarrara su mano para enseñarla a correr la pluma sobre el papel, ni que se pusiera tan vecino a su costado para apuntarle las palabras con el dedo. Verdad que a Marcones le sudaba la mano y le olía muy mal la ropa; pero mucho influía en las nuevas repugnancias de Inés algo que no se olía ni se palpaba, aunque la inexperta muchacha no se diera cuenta de ello. Disculpaba su resistencia a aquella costumbre con el deseo de adelantar más, venciendo la torpeza por sí sola; y de este modo no tenía por qué ofenderse Marcones, siempre atendido y mimado, en todo lo restante, por su candorosa discípula.

Ya no creía que puesta de pie sobre la cumbre más alta de la cordillera de enfrente, tocaría las nubes con la cabeza; ni que las estrellas eran luces que se encendían por la noche y se colgaban de la bóveda celeste: Marcones la había apuntado algunas ideas sobre estos y otros particulares de tejas arriba; ni tampoco le bastaba para campo de sus imaginaciones el que abarcaban sus ojos desde la solana: por el contrario, se entretenía mucho trasponiendo en espíritu las cumbres y forjándose castillos con lo que imaginaba más allá; y sin querer decir esto que lo echara muy de menos, ya no le parecía imposible que en aquellas lejanías hubiera alguien que pudiera sospechar que en el caserón de Robleces existía un ser que se entretenía pensando de aquella manera. En fin, que la máquina de sus ideas había roto a andar, y que andaba, si no a gran velocidad, a paso firme y seguro. Y andando la máquina de las ideas, el cuerpo no puede resistir la quietud infecunda; y por esta ley, el de Inés no se satisfacía ya con los bamboleos maquinales en la silla de la solana: comenzaba a parecerle poco el caserón con sus techos llenos de telarañas, sus enseres de cocina mal bruñidos, sus camas embarulladas, sus rincones con basura, sus muebles envejecidos y bisuntos, y la ropa blanca con hilachas y agujeros, para emplear los bríos con que se sentía para moverse, y las inclinaciones que la empujaban a limpiar lo sucio, a coser lo roto y a ordenar lo desordenado; y sin el miedo a despertar los dormidos odios del ama de gobierno, ¡sabe Dios hasta dónde se hubieran extendido las fronteras de su imperio en aquella casa!

¡Y todo esto en poco más de tres semanas, y fruto de la labor revolucionaria de cuatro ideas incompletas, metidas de golpe en una cabeza medio a oscuras!

Estando así las cosas, fue cuando Marcones tuvo con su tía la entrevista de que se ha dado cuenta minuciosa en el capítulo precedente. Creciéronle las fogosas impaciencias con el estímulo de la conversación, y en la lección inmediata se propuso meterse un poco más en la suerte, para ver si era llegada la hora de echar a la lumbre el medio balandrán que ya se le caía de los hombros.

¡El destino de las criaturas! Por estas oscuridades se coló en el asunto, agarrándose a no sé qué asidero que te proporcionó la casualidad, o que él inventó allí; porque no tiene duda que la monserga venía muy estudiada de Lumiacos. ¡El destino de las criaturas en el mundo! ¿De dónde venía? ¿En qué estribaba? ¿A qué leyes estaba subordinado? ¿Quién era capaz de penetrar estos misterios? Y por aquí siguió largando preguntas que se quedaban sin respuesta. Acabando con lo vago y declamatorio, bajó a lo llano y concreto. -Él mismo, «con ser quien era», no estaba bien seguro de no tropezar a la hora menos pensada con un obstáculo que le apartara de la senda que seguía. Era hombre, era barro, era frágil, era débil, y había estados tan perfectos, si no tan santos, como el del sacerdocio; él se hallaba a punto de recibir las primeras órdenes, es decir, de dar el paso para entrar en un terreno del cual no se puede salir ya tan libre e independiente como se entra en él... ¡Momento solemne y crítico! Esto le daba mucho que pensar. Cierto que, por entonces, en aquel paréntesis de su carrera (dispuesto quizá por la providencia de Dios) aún era libre, aún estaba en el mundo, aún era un hombre como todos los demás, aún era dueño de elegir, si el obstáculo se atravesaba, entre la Iglesia... y el matrimonio, por ejemplo, sin escándalo de las gentes ni menoscabo de la sana moral, puesto que ambos estados eran caminos abiertos por la misma ley de Dios para servirle y acatarle, según sus santos designios; pero ¿aparecería el obstáculo imaginado? ¿existiría alguno de esa especie, destinado para él? ¡Ah!...

Era dulce entonces el registro usado por el declamante, y, además, hacía éste largas pausas a menudo, y subrayaba ciertas frases con expresivos gestos. Inés le escuchaba sin pestañear y con las manos cruzadas sobre la mesa.

De pronto calló Marcones y se quedó mirando a Inés, con los ojazos muy lánguidos. Pero Inés no dijo una palabra, ni cambió de postura, ni dejó de mirar a Marcones, como si aguardara la continuación de la parrafada aquella. Mas lo esperado no vino, y el silencio continuó un buen rato; hasta que le rompió Inés con esta pregunta en crudo:

-¿Qué viene a ser un obispo?

No esperaba el sobrino de la Galusa la salida de Inés por aquella puerta tan extraña: empañóle una oleada de bilis el blanco de los ojos y el rojo sucio que le matizaba entonces los mofletes, frunció el ceño peludo, y respondió con voz áspera y una sonrisa que temblaba de falsa:

-Pues un obispo, viene a ser... un cura que llega a general.

-No iba yo por ahí -replicó Inés riendo el chiste con la mejor buena fe-. Quería yo saber qué hace; si manda más o menos que el rey; qué honores tiene... vamos, no sé explicarme.

Marcones satisfizo como mejor pudo los deseos de Inés. Enterada ésta, dijo a Marcones, con un acento y una expresión de mirada que eran un reguero de candor:

-¡Qué suerte para usted si llega a ser obispo! ¡Cuánto me alegraría!

Estas palabras dejaron atolondrado a Marcones. Hacerle capaz de tal ascenso, y deseársele, valía tanto como desestimar su intencionada peroración sobre «el destino de las criaturas en el mundo», y aún algo peor que todo esto: la ocurrencia franca, sincera, evidentemente inocentona de Inés, daba la medida de lo que había adelantado el galán de Lumiacos en la conquista de la dama de Robleces, con todo el lujo de seducciones que había despilfarrado durante un mes de incesante batalla. ¡Ni un solo paso!... ¡Y él, que se había creído encaramado en la muralla, y hasta con una patona dentro de la fortaleza!

Estaba visto: Inés adoraba en el santo, no a la persona, sino a los milagros que hacía.

- XIV - : El cura de Robleces

Salió de la casona de Robleces el mocetón de Lumiacos con la oscuridad de una noche inverniza en la mollera, y el peso de una montaña sobre el corazón. La soberbia le impidió decir a su tía una sola palabra de lo que estaba pasando. Llevaba la cerviz muy humillada, tropezaba a menudo en los cantos de la calleja, brotaban sangre sus ojos, y era verde podrido el color de su cara donde no la cubría el negro sucio de su barba cerdosa.

Caminando de este modo se encontró con el cura de Robleces, que venía de Los Castrucos. El cura de Robleces era uno de los pocos ejemplares que quedaban de aquellos presbíteros de misa y olla, como se dice por acá, o de morral y gancho, como se los llama en Castilla. Con esto se entiende que el cura ya era viejo; porque han pasado muchos años desde que no se permite a un hombre «meter barba en cáliz» con solo el estudio de un poco de latín; algo de Teología moral, según el padre Lárraga; un brevísimo examen de unas cuantas materias de clavo pasado, como de sacramentis in genere o de sacramentis in specie, y traducir mocosuena un parrafejo del Breviario.

Ahora se hila de otro modo en la carrera; y por eso Marcones, que la seguía, miraba con alto menosprecio al párroco de Robleces. El cual párroco, lejos de ofenderse con las altanerías de Marcones, le buscaba la lengua muy a menudo para divertirse un rato con él, cantándole de paso grandes verdades. Porque es de advertir que el buen clérigo, cuanto más a viejo iba, más regocijado era de humor. Llevaba cuarenta años sirviendo aquella parroquia, y continuaba gastando, contra la nueva costumbre, zapato bajo con hebilla, medias negras, levita de largos faldones y sombrero de copa alta; por lo que también solía dispararse contra él el pedantón de Lumiacos. Ello era que, por fas o por nefas, nunca se hallaban juntos el clérigo y el seminarista sin que armaran tiroteo entre los dos; y aunque casi siempre tenían la culpa de ello las intemperancias geniales de Marcones, en el encuentro mencionado hubiera fallado la costumbre precisamente por la banda del mocetón. ¡Tan cabizbajo iba, tan absorto en sus preocupaciones y tan inclinado a no distraerse con nada ni por nadie!

Pero, en cambio, no le cabía a don Alejo la locuacidad en el cuerpo aquella tarde; y aunque no buscaba camorra ni cosa que se le pareciera, porque el tal clérigo era un bendito de Dios en toda la extensión de la palabra, le sobraban algunas en la boca, y de algún modo había de emplearlas.

Viendo, pues, venir al seminarista tan cabizbajo y tropezón, esperóle a pie firme.

-¿Vas enfermo o qué te pasa? -le dijo en cuanto se le acercó.

-Y ¿por qué he de ir yo enfermo -respondió ásperamente el seminarista, alzando la cabeza y mirando con ferocidad al cura-, ni por qué ha de pasarme ninguna cosa?

-Hombre -replicó don Alejo-, mortales somos, y los sucesos de la vida no paran un punto ni siempre son de la misma traza. De todas maneras, no te enfades, que nunca se ofende al prójimo con un buen fin, como el que yo llevaba en lo que te dije... Te vi cabizbajo, te vi que tropezabas; y como tú sueles andar más derecho y pisar más firme por lo regular...

-Pues no me pasa nada ni estoy enfermo -dijo Marcones con señales de querer cortar con ello la conversación-, y se agradece el buen fin... Conque ¿manda usted otra cosa?

-¿Tan de prisa vas, Marcos, que te estorba un ratuco de plática?

-No siempre está el horno para rosquillas, señor don Alejo.

-¿No, eh? Pues cata ahí cómo no iba fuera de camino la pregunta que te enderecé... Tu dixisti, Marcos... «no siempre está el horno para rosquillas»: ergo algo le pasa al tuyo, cosa que me negastes de mal temple, como si te hubiera ofendido el supuesto.

-A mí no puede ofenderme nada de lo que usted me diga, señor don Alejo -repuso Marcones esforzándose por despejar el nublado de su cara-: la corona y las canas le hacen merecedor de mi respeto...

-Sobre todo cuando tengo razón en lo que te digo, ¿eh? -contestó don Alejo alegremente.

-Con razón o sin ella -replicó el seminarista volviendo a fruncir el entrecejo-, no recuerdo haberle faltado a usted jamás a la consideración que le debo.

-¡Claro que no, hombre! -se apresuró a decir el cura-. Si todo esto es una pura broma. ¡Bueno eres tú para faltar a nadie, con canas y sin ellas!...

-¡Repito que no le he faltado a usted nunca! -insistió Marcones picado con la ironía de don Alejo-, y mucho menos en esta ocasión en que seguía pacíficamente mi camino.

-Vamos, tú quieres decirme que he sido yo quien te ha puesto en trance de pecar, tirándote de la lengua. Pues dilo, hombre, dilo claro; con eso podré yo decirte a ti que te equivocas de medio a medio, y que el diablo me lleve si tuve otro intento, al detenerte, que el de echar un párrafo contigo y hacerte una pregunta que se me puso entre los labios en cuanto te columbré desde aquí.

-Y ¿qué pregunta era ella, si se puede saber? -interrogó el seminarista, poniéndose en guardia, como se pone un jabalí en cuanto oye el menor ladrido.

-¡Vaya si se puede saber! -respondió el cura con la mayor inocencia-. Lo malo es que, como no está el horno tuyo para rosquillas, según tú has confesado, sabe Dios cómo me la tomarás...

-Pues supóngase usted -dijo Marcones apresurada y fogosamente- que no hay tales rosquillas ni tal horno, y que ahora tengo yo grandísimo empeño en que se me haga esa pregunta.

-¿Sí? -saltó el cura muy ufano-. Pues por el antojo no habías de malparir si fueras embarazada antojadiza. Allá va la pregunta... Pero mira que no lleva otra malicia que la que tú quieras darla. Es cosa corriente en el lugar, que andas en la casona empeñado en una gran obra de misericordia...

-¡Falso! -bramó Marcones, lívido de ira y mirando al cura con unos ojos que parecían puñales.

-¿Veslo? -dijo el párroco dando un paso atrás-. Ya se te fue la burra, y todavía no te he hecho la pregunta, en rigor de verdad.

-¡Repito que es falso el supuesto!

-Corriente, hombre, corriente; pero conste que me das la respuesta antes que yo te haga la pregunta. Y ahora te digo que tienes bien poca correa, cuando te sulfuras por una cosa de que debías envanecerte si fuera verdad.

-¿Y cuál es esa cosa, señor cura? -preguntó Marcones con sorna.

-¡Ahora escampa! -exclamó don Alejo fingiéndose muy asombrado-. Pues si no la conoces todavía, ¿por qué la has dado por falsa y te ha ofendido hasta el supuesto de que sea la pura verdad?

Conoció entonces el arisco estudiantón que se le había desbordado la bilis algo más de lo que el caso pedía, y trató de encauzarla, no tanto por el bien parecer, cuanto por poner a don Alejo en ocasión de aclararle lo que se decía por el pueblo, que bien pudiera no ser lo que él se había figurado. Con este propósito le replicó, dulcificándose cuanto pudo:

-Dejémonos de bromas, señor don Alejo, y dígame claro qué obra de misericordia es esa que se me atribuye.

-Sea todo por el amor de Dios -dijo a esto mansamente el cura después de carraspear-. Pues se dice, Marcos, que andas enseñando la doctrina a cierto feligrés mío que siempre fue muy duro de pelar.

-¿A qué feligrés? -preguntó el seminarista, más tranquilo viendo por dónde iban las suposiciones del cura.

-A don Baltasar -respondió éste-. Pues mira -añadió-, ya me diera yo con un canto en el pecho porque lo consiguieras. Por lo que a mí toca, muchas veces he intentado echarle hacia el buen camino, y nunca pude hincarle el diente. Con que ¿es verdad o no?

-No es verdad -respondió Marcones después de pensarlo un poco.

-Parece que te cuesta decirlo, como si la afirmativa te pesara. ¡Tendría que ver, Marcos!

-¿Cuál? -preguntó éste volviendo a palidecer.

-Que fuera verdad lo que se dice, y te doliera el confesarlo... por humanos respetos... No seas bobo: «hágase el milagro, aunque le haga el diablo».

-Eso es tanto como decirme que me falta competencia para meterme en tal cosa, si se me hubiera antojado.

-No es verdad.

-O derecho...

-¡Tampoco!

-Pues algo por ese arte ha querido usted dar a entender con el refrán del milagro... Y en este punto, señor don Alejo, y con el respeto debido a su corona y a sus canas, ya sabe usted que no me coge los dedos entre la puerta. Hay aquí (y se golpeaba la cabeza) metralla de sobra para vencer en batallas como esa y otras mucho más gordas... ¿usted me entiende?

-¡Anda, morena!

-Aunque no he metido barba en cáliz, me sobran tres cuartos de lo que sé para saber el doble de lo que bastó a otros para meterla...

-¡Miren el sabijondo que respeta la corona del insipiens, si tira bien a dar en medio de ella!... No, y en parte no te falta razón para echar tanto humo por la chimenea; bien dicho te lo tengo en otras ocasiones: desde que vosotros andáis en el mundo, arrastrando por los callejones los manteos y con la cabeza muy alta, cada aldehuela es un criadero de santos para la corte celestial. ¡Y todo por obra de ese puñado de teologías que habéis adquirido arañando por encima un compendio del padre Perrone, que nunca saludamos nosotros los ignorantes morralistas del padre Paco... ¿No es así como nos llamáis los doctores de similor a los pobres curas de misa y olla?... Vaya, y que no es poca ganga la que tiene un feligrés destripaterrones, con un párroco que, para entretenerle el hambre y las pesadumbres, le suelta un zoquete en latín, para convencerle de que sabe mucho de communi Theologorum consensu, de potestate clavium y de otras graves materias de Locis theologicis, o se dispara con un pedrique muy superferolítico, estudiado de memoria en el sermonario de Juan o de Pedro, como le pudiera estudiar yo, que no entiendo una palabra de esas retóricas de púlpito. Con esto, y con pensar que le hace un gran favor hasta en cada misa que celebra, y que el curato es un patrimonio fundado para él, y que a nada le obliga la investidura por ley de mansedumbre y caridad, ya puede afirmar, con la cabeza muy alta, que si no está coronada con una mitra, es porque no hay justicia en la Tierra... ¿Te escuece lo que te digo, eh? Pues mira, lo siento, porque no va con esa intención, aunque bien pudiera ir si fuera yo algo vengativo... En prueba de que no lo soy, te añado ahora que admito excepciones, y muchas, en lo que quizá has tomado por regla general, y que conozco algunas ejemplarísimas que lo son por haber sabido suplir con modestia, humildad y desinterés, la ciencia, la educación y el conocimiento del mundo que les faltan; excepciones que tú, con la leche entre los labios todavía y los cuatro libracos del seminario a medio digerir, no has hecho nunca al hablar de nosotros, ni siquiera por la consideración, de cortesía, de que tengo setenta años y llevo cuarenta en esta parroquia, donde si no he formado grandes santos para Dios tampoco enemigos para el cura que, aunque pecador, no tiene otro vicio que el de echar una calada mar afuera cuando el tiempo y las ocupaciones se lo permiten, y le da el Lebrato un rinconuco en la barquía... Y déjame que me dé a mí mismo este poco de incienso, aquí donde nadie nos oye, si no es Dios, que sabe por qué lo hago...

Marcones, que estaba hinchado como una vejiga de hieles, había amagado al cura, durante su reprimenda, con más de dos estampidos; pero la serenidad y la mímica de don Alejo habían logrado contenerle. Así es que cuando éste acabó de hablar, el mismo estrago de la interna lucha tenía rendido al iracundo seminarista. Con ello y algo que, al fin, le imponían los años y la investidura del párroco, limitóse a decirle ¡eso sí! con el ceño hecho una tempestad y después de tragarse un bramido de la que le andaba por dentro:

-No es ocasión ésta de que se ventile como se debe el punto que acaba de tocar usted; por lo que renuncio a decirle algo siquiera de lo mucho que se me ocurre en nuestra defensa. Otra vez será...

-¡Lo ha sido ya tantas otras! -exclamó don Alejo-. Sólo que hoy me ha dado a mí por hablar un poco más de lo que suelo cuando te oigo predicar desde tan alto.

-¡Es que el punto merece ventilarse!

-¡Quia, hombre, quia! Si a mí me tienen sin cuidado esas cosas. Una vez, y acabóse. Pues dígote ¡y a mis años! Cayó la pesa ahora... y por eso... Y entiende que lo que me has oído no te lo dije para convencerte, sino en respuesta a otros dichos tuyos que no te he oído hoy por primera vez... ¿Me entiendes? Bueno. Pues hazte la cuenta de que no te he dicho nada, y volvamos al principio: te aseguro que pondrías una pica en Flandes catequizando al Berrugo, y que lo celebraría yo lo mismo que si la hazaña fuera mía. Palabra de honor.

-Y yo le repito a usted -respondió Marcones entrando en la materia de muy mala gana- que es falso ese decir de las gentes.

-Vaya -replicó don Alejo como si le contrariara un buen deseo de afirmación-; pues, en ese caso... será más cierto lo otro.

-¿Cuál? -preguntó el seminarista alarmándose de nuevo.

-Nada -respondió el cura-, si el decírtelo ha de ser motivo para que te amontones.

-No me amontonaré... ni me he amontonado jamás... ¡Venga eso que se dice y necesito saber yo!

-Pues si como relampaguea ahora truena luego, ¿quién diablos va a parar aquí en cuanto yo empiece a hablar?

-Señal de que no me honra mucho la noticia.

-Bien te honraba la de antes, y mira cómo te pusiste: no hago ahora más que anunciarte la otra, y ya me la quieres sacar del cuerpo con las uñas.

-No hay que exagerar, don Alejo: no llevo las cosas hasta ese punto... Tengo muchos enemigos en este pueblo...

-¿Tú?

-Yo, sí, señor; y por donde quiera que ando, porque la malquerencia, la ignorancia y la envidia, son de todas partes: tengo también, por desgracia o por fortuna, mi genio y mis prontos correspondientes; y cuando las cosas y los dichos se combinan de cierta manera, no es de extrañar que uno salte de improviso aparentando lo que no es en realidad... Conque hable usted con franqueza, y vaya perdiendo sus temores a lo que pueda tronar...

-Hombre, tanto como temor a eso, nunca le he sentido, Marcos: la verdad por delante. Una cosa es que me duela verte hecho un jabalí por puntos de poco momento, y otra muy distinta el que me tengan sin pizca de cuidado esas corajinas que te ponen verde y con los ojos en llamas... En fin, que se me da por tus fierezas lo propio que por tus latines, y que no quiero aspavientos ni vocerío sin necesidad y en medio de la calle. De esta casta son los temores que yo tenía.

-Pues de esos mismos temores hablaba yo, señor don Alejo -contestó Marcones con una sonrisa forzada y los carrillos temblando-; y no podía hablar de otros, refiriéndome a un sacerdote a quien por su corona y por sus canas debo respeto, sin contar con que yo no me como a nadie con canas o sin ellas.

-¡Toma! Eso por entendido se calla, Marcos. Bien lo sabes: perro ladrador... amén de que no hay una cuesta abajo sin una cuesta arriba... Y no te ofenda tanto como parece por las señales, esta idea que tengo de tus agallas; porque, después de todo, con el ropaje que vistes, mejor te sienta el aire de cordero que el de tigre... Y ahora, para fin y remate de la porfía, te pregunto en santa paz: ¿te lo cuento o no te lo cuento?

-¡Repito que sí! -respondió Marcones devorando oleajes de ira.

-Pues allá va con tu venia y la salvedad consabida. Han notado las gentes que, de mes y medio acá, no sales de la casona. Esto es visto y no hay que negarlo. Con este motivo, que es muy de notarse por lo nuevo, ya que no por otras razones, han afirmado unos que se trataba de lo que antes te dije: de convertir a Dios al amo de la casa, y que ya llevabas la obra de misericordia en buen camino. De esto no hay nada, desgraciadamente, según tú mismo me has asegurado. Pero dicen otros, porque ven a Inés muy peripuesta y hacendosa, como también la he visto yo, y porque creen saber que tú la das lecciones de escritura y no sé si también, de Teología, y porque sacan la cuenta de que te saliste del seminario antes de que se cerrara, que si has ahorcado los libros en definitiva, y trocado la vocación de sacerdote por la de yerno de don Baltasar Gómez de la Tejera; por mal nombre el Berrugo.

-¡Falso, falso!... ¡Un millón de veces mentira! -bramó aquí el mozón de Lumiacos, salpicando el chaleco del pobre cura con las espumas de su rabia. No le cabía en la calleja.

El cura, con las dos manos sobre el puño de plata de su bastón, le miraba con los ojos muy fruncidos y la boca entreabierta. En seguida le dijo con mucha calma y sin dejar de mirarle:

-¡Lo propio que la otra vez, y dos cuartos de lo mismo! ¡Y mira que si el primer supuesto te honraba, éste te pone en las nubes!... ¿De qué color han de ser las cosas que se te cuenten para que no te saquen de quicios, hombre? Te aseguro que si mordieras como ladras, el demonio que se te pusiera delante...

El de Lumiacos, habiendo llegado el paroxismo de sus furores mudos, entró en el período de jadeo fatigoso, que era lo que en tales casos le acontecía siempre, y dijo al cura, entre silbidos del resuello:

-Le repito a usted que aquí hay gentes que se gozan en calumniarme... ¡por envidia!

-¡Por envidia!... ¿por envidia de qué? -le preguntó el cura tan fresco y sosegado.

-De... de muchas cosas -respondió Marcones.

-Corriente... Supongamos que tienes muchas cosas envidiables, contándote el genio entre ellas; pero lo de la calumnia... ¿Es calumniarte el decir que estás ocupado en enseñar la doctrina cristiana a un hombre que no la sabe? ¿Es calumniarte el creer que te tira más la vocación de marido que la de cura, y que por eso, y no por asegurar mejor la puchera, has ahorcado los libros del seminario? Mozo eres, intonso y libre hasta la hora presente; Inés... ¡no te digo nada!: no hay mejor acomodo que ella en veinte leguas a la redonda; y en cuanto al hecho en sí, el apóstol lo dijo: melius est nubere quam uri... ¿por qué, con todo esto por delante, te emberrenchinas, Marcos? Y si un poco me apuras, ¿qué más quisieras tú?

Marcones, mientras el cura le cantaba estas verdades, pensaba que aquel día había sido de los más aciagos para él. Acababa de averiguar en la casona que, en su juego con Inés, no había ganado una sola baza; y por don Alejo, no solamente que se le había descubierto el juego, sino que se le veían las cartas. Además, el cura se atrevía a reírse de sus latines y de sus espeluznos. Esto, con su poca serenidad, le produjo un grandísimo embarazo. No sabiendo cómo salir de él airoso y de frente, echó por la puerta falsa, contentándose con replicar a don Alejo estas palabras solas:

-Y ¿adónde quiere usted ir a parar con todo eso?

-A ninguna parte, hijo del alma -le contestó en seguida el cura-. A lo sumo, a lo sumo, a decirte que no veo de malo para ti en el negocio de tu nueva vocación más que una cosa.

-¿Cuál?

-El que está muy duro de pelar, y que no vas a salirte con la tuya.

Si Marcones pensó corresponder, a su manera, a esta frescura de don Alejo, no es cosa averiguada; pero lo que no tiene duda es que viendo venir de hacia Los Castrucos a don Elías, tomó pretexto de ello para suspender la conversación y apartarse de allí más que de paso.

Apretó el suyo el médico; y en cuanto alcanzó al cura, se le puso al costado y le sopló al oído estas palabras:

-¡Floja es la castaña que le van a dar en casa del Berrugo a ese gandulote! Ya sabe usted que anda buscándole el gato casándose con Inés, con la ayuda de la culebrona que manda allí. Pues bueno: ¡Inés no le traga ni en píldoras! Ella misma me lo ha confesado.

- XV - : El pleito del profesor

No sé si lo he dicho; y en la duda, lo digo ahora: Inés no se conformaba con lo poco que directamente aprendía de su maestro, sino que trabajaba después a solas y por su cuenta, gozándose en ver cómo recogía de este modo una espiga bien compacta, por cada grano mal sembrado en su cabeza durante la lección. Estos eran los verdaderos frutos de lo que reputaba Marcones por obra suya, y obra, además, maravillosa. Quiero decir (y no sé si diciéndolo me repetiré también) que los adelantos de Inés no consistían en lo que llevaba aprendido y que, en absoluto, no valía dos cuartos, sino en los hermosos estímulos que se habían despertado en ella, lo cual no tenía precio.

En cada lección sorprendía a su maestro con una pregunta discreta acerca de lo tratado en la anterior, o con el testimonio de un resabio vencido en la escritura, en una plana más correcta que la última escrita delante de él. Pues bueno: sucedió que después de aquella lección en que salió a relucir el caso del obispo, Inés escribía planas y más planas, y se ejercitaba en las cuentas, y se aprendía de memoria páginas y más páginas de la gramática, de la geografía y de la historia, y el de Lumiacos no venía a infundirla con su aplauso nuevos alientos para seguir avanzando por aquel camino. Llegaron los días a cinco y ya no sabía Inés qué pensar de tan extraño suceso. Tampoco lo sabía la Galusa. ¿Estaría enfermo?

Con esta duda, y de acuerdo con Inés, se mandó un recado a Lumiacos. La respuesta fue que, aunque no se encontraba tan bueno como deseaba, iría a Robleces al otro día.

Y fue ¡eso sí! muy tristón y con la cabezona algo gacha. La Galusa le recibió con una granizada de preguntas; pero él sólo contestó que le dejara en paz, porque no tenía por entonces ganas de conversación. Andando hacia la sala, mandó a su tía que avisara a Inés, y la encargó mucho que por aquel día los dejara solos durante la lección.

Una vez en el cuarto, se sentó, estiró las piernas que parecían dos postes, metió las manazas en los bolsillos, dejó caer toda la papada sobre el pescuezo y así le halló Inés pasados pocos instantes.

-¡Ojos que le ven a usted! -díjole cariñosamente la garrida muchacha al entrar-. ¿Qué ha sido eso? ¿Por qué ha estado usted tantos días sin venir?

Incorporóse poco a poco el de Lumiacos, sin sacar las manos de los bolsillos ni levantar mucho la cabeza, pero asestando a Inés por debajo de las cejas cada mirada que parecían otros tantos mordiscos de los que no arrancan la tajada; y con voz algo temblona respondió:

-He estado un poco enfermo: ya lo mandé a decir...

-Es verdad -replicó Inés muy afectuosa-, ¡y bien que lo hemos sentido! Pero como al mismo tiempo nos decía usted que no había sido cosa mayor... Vamos, que con un poco de voluntad... ¡perezoso... más que perezoso!

El reprendido tragó de una sola aspiración, que le refrigeró el pechazo, todas aquellas tentaciones que esparcía su rozagante discípula al echarle esta reprimenda de mentirucas; y arrimándose a la mesa, enfrente de la silla en que acababa de sentarse Inés, dijo, amortiguando la mirada y compungiendo la voz:

-Como yo no podía... ni debía sospechar que se me echara aquí de menos por nadie...

-Pues se le echaba a usted -insistió Inés en el mismo tono regocijado y sinceramente cariñoso, mientras sacaba de su cartapacio unos papeles-. Y si se me hubiera cumplido la palabra que se me tiene dada, yo no sé cuántos días hace -añadió sonriendo y mirando al de Lumiacos con un poco de malicia-, de prestarme ciertos libros de historias muy divertidas, mejor hubiera entretenido el tiempo de la espera.

-No he olvidado lo que prometí -respondió Marcones a la indirecta-; y esos libros estarían aquí hace días, si yo hubiera creído que era ya hora de leerlos... Yo no me olvido de nada, Inés, ¡de nada!... Y crea usted que, a veces, me valdría más tener menos memoria de la que tengo.

Esto lo soltó Marcones en un rasgo declamatorio con dejos de amargura; pero como Inés no estaba todavía en aptitud de estimar por toques y matices de artificio las segundas intenciones, respetando a la buena de Dios el gusto que se encerraba en aquellas palabras, las dejó pasar sin meterse para nada con ellas.

-Pero aunque no he tenido historias divertidas que leer -dijo en cambio y siguiendo puntualmente, eslabón por eslabón, el encadenamiento de sus ideas-, y me han faltado las lecciones de usted, no por eso he dejado de aprovechar el tiempo. ¡Vea usted, vea usted si he trabajado!

Y alegre como unas pascuas, comenzó a tender, una a una, sobre la mesa, todas las planas que había escrito; después abrió el cuaderno de cuentas por las hojas en que estaban las que no conocía su profesor, y, por último, le señaló en los respectivos libros lo que de gramática, de historia y de geografía se había aprendido de memoria.

Marcones sacó perezosamente las manos de los bolsillos, cogió unas cuantas planas, las miró un instante con ojos desanimados y las arrojó en seguida sobre la mesa.

-¿Y para qué? -murmuró al mismo tiempo en tono lúgubre y como si hablara para que nadie le oyera-. ¡Si esto, que era antes mi orgullo, ha venido a ser mi martirio!...

Y se puso a dar vueltas por el cuarto, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos.

Como estos matices eran bastante más expresivos que los de antes, pescólos Inés; asombróse, y se quedó muy suspensa, mirando sin pestañear al mocetón.

El cual, sorprendiendo en una mirada torcida el efecto causado en la hija de don Baltasar por sus dichos y por sus hechos, se detuvo de pronto delante de ella y la dijo, tétrico y medio espeluznado:

-Inés... yo necesito hablar con usted cuatro palabras... ¿Me las quiere usted oír?

Inés, con aquella salida del seminarista, cuyo rostro estaba cárdeno, sintió una impresión, como de frío, que la invadía de pies a cabeza; y sin saber por qué, tuvo miedo. Instintivamente miró hacia la puerta; y el ver que no estaba cerrada, la tranquilizó mucho. Entretanto, como no contestaba a la pregunta de Marcones, éste se la repitió:

-¿Me quiere usted oír esas cuatro palabras?

-Dígalas usted -contestó al fin la pobre chica, con un nudo en la garganta.

Marcones arrimó una silla y se sentó enfrente de Inés. Puso los codos sobre la mesa, se pasó por la cabeza medio rapada ambas manos, entrelazólas después; y acabando por resobarlas una con otra, rompió a hablar de esta manera, con largas pausas y muy cavernosa la voz:

-¡Yo no he estado enfermo!... ¡No ha habido tal enfermedad!...

Inés, pensando que se la reñía por haberlo creído, se apresuró a responder:

-Me alegro; pero usted fue quien nos lo dijo.

-Sí que lo dije... y, sin embargo, no mentí.

La pobre muchacha pintó en un gesto y en un ademán la nueva confusión en que se la ponía con aquellas afirmaciones que la parecían contradictorias.

-Aquí se ha comprendido -prosiguió Marcones- que mi enfermedad era del cuerpo; y en esta inteligencia digo yo que no ha habido tal enfermedad... Pero estuve enfermo, lo estoy todavía, y, sin la ayuda de Dios, continuaré estándolo... del espíritu, que es la enfermedad más cruel que puede afligir a un hombre de sano corazón y mente luminosa... ¿Se acuerda usted de lo que le tengo explicado acerca del particular de los hombres de mente luminosa y sano corazón? Vea usted, pues, cómo es posible eso que a usted le ha parecido tan contradictorio. Sí, Inés, mi enfermedad está en el alma... ¡en el alma! ¡Estoy enfermo del alma!

Y al decir esto Marcones dio un puñetazo brutal sobre la mesa, y una expresión de amargo desconsuelo a su caraza biliosa.

Inés se estremeció con aquel golpe que no esperaba, tomó en serio lo del dolor que tanto afligía al seminarista, y hasta se compadeció de él; pero no supo qué decirle. Después del puñetazo y la mirada triste y casi llorosa, Marcones dio otras dos vueltas por el cuarto. De pronto se detuvo, sacó el moquero, le arrimó con las dos manos a sus narices, lanzó con ellas una trompetada vibrante y clamorosa, mientras sacudía la cabeza a uno y a otro lado; y cuando concluyó la sonata con tres notas secas, embolsó el pañuelo y volvió a sentarse enfrente de Inés.

-En la última lección -comenzó a decirla- hablé a usted algo sobre el destino de las criaturas en el mundo. ¿Se acuerda usted?

Inés dijo que sí.

-Con ese motivo -continuó Marcones- expuse los recelos que yo tenía de que a la hora menos pensada se me apareciera en el camino que llevo, marchando en busca de lo que creo mi destino, un estorbo que no me dejara pasar, si es que no me extraviaba; estorbo que lo mismo podía proceder de la voluntad de Dios que de las malas artes del demonio... pero estorbo al fin. ¿Lo recuerda usted?

-Lo recuerdo -respondió Inés fascinada por la novedad de aquella escena.

-Pues bien -continuó el seminarista, revolviéndose en la silla y sin apartar de los de Inés sus voraces ojos-. Mis recelos se han confirmado... o mejor dicho, había graves causas para que yo los tuviera; causas que yo llevaba dentro de mí sin conocerlo, pero que se dejaban sentir haciéndome pensar como pensaba. Por una inspiración de Dios, o por un artificio del demonio, que quiere perderme encendiéndome la codicia de cosas imposibles, aquella misma noche vi en mis adentros, tan claro como la luz del día, que mi vocación de sacerdote no era tan firme como yo había creído, que había otra que me tiraba mucho más; que he sido un temerario en brindarle a usted con lo que no puedo llevar a buen remate, y, por último, que en conciencia de hombre honrado, no debo continuar dándola a usted las lecciones que le daba... ¡Todo esto llegué a leer y a sentir dentro de mí mismo! ¡Todo esto Inés! ¿Comprende usted mejor ahora cómo se puede enfermar hasta la agonía sin que en el cuerpo se sienta el más pequeño dolor?

Inés, que cada vez entendía menos lo que la quería decir Marcones, y se sentía más deseosa de entenderlo, se atrevió a preguntarle en cuanto él cesó de hablar:

-Pero ¿por qué vio usted todas esas cosas tan de repente, y qué tienen que ver con ellas las lecciones que usted me da?

Demasiado sabía el de Lumiacos, desde el caso del obispo, que no estaba Inés en disposición de comprenderle con metáforas de enamorado llorón, y por eso no le exacerbó la bilis esta nueva candidez de la desapercibida muchacha; pero no queriendo exponer el éxito de su negocio al azar de una embestida en crudo, la iba preparando con toda la exornación atenuante que llevaba bien estudiada.

-Pues si usted comprendiera todas esas cosas de repente, con lo poco que la he dicho -exclamó-, ya estaba resuelta para mí la dificultad... Si usted me hubiera comprendido -insistió, compungiéndose-, no necesitaba yo decir en este momento, ni nunca, por qué me retiraba de esta casa... ¡para siempre! como necesito decirlo para que no se me tenga por un hombre informal y desagradecido... Y esta explicación ¡ésta! es la que me duele tanto como la misma enfermedad.

El pasmo de Inés iba creciendo a medida que se acentuaba el aspecto patético de Marcones; el cual estudiaba con ojo sutil el cuadro de síntomas que ofrecían los movimientos del ánimo de la inexperta moza.

-Sepa usted -prosiguió el seminarista dando nuevos tintes sombríos a su mirada y a su voz- que el tropiezo que yo temía, o hablando más propiamente, que el imán poderoso, la fuerza sobrenatural que me detiene... ¡tampoco es esto lo exacto!... que me arrastra fuera de mi camino, está aquí, ¡aquí! en esta misma casa... ¿Me va comprendiendo usted?

Tampoco le comprendía Inés por estas señas; y así se lo dio a entender en su expresivo ademán, y sin apartar sus compasivos ojos de los sanguinolentos de Marcones.

Este hizo otro envite en el juego en que estaba tan empeñado de la siguiente manera:

-¡Estará decretado también que yo apure gota a gota las hieles de mi amargura! ¡Cúmplase la dura ley! En castellano corriente, Inés: desde que ando en esta casa se han despertado en mí sentimientos y fervores que son incompatibles con la serenidad de espíritu y con la castidad de pensamientos que se requieren para el estado eclesiástico. En una palabra: yo no sirvo ya para sacerdote; repito que la causa de ello reside aquí, y añado que la conozco y que mi voluntad no ha tenido la menor parte en la caída... ¡Puedo jurarlo, Inés, puedo jurarlo si a jurarlo se me llamara! Sin embargo, a nadie culpo, nada pido, de nadie me quejo. Barro frágil era: tropecé a oscuras en mi camino, y barro despedazado soy en este momento. Nada más natural en los azares de la miseria humana. ¿Acabó usted de comprenderme?

-No, señor -respondió Inés muy resuelta, después de unos momentos de indecisión.

Esta entereza por remate de lo que él había ido leyendo de nuevo en la cara de su discípula mientras la enderezaba las últimas indirectas no le dejó la menor duda de que Inés deseaba y quería entenderle cuanto más pronto. El por qué del deseo, ya no estaba tan claro para Marcones.

Arriesgóse éste, y jugó su última carta de la siguiente manera:

-Puesto que es preciso, lo diré más claro todavía. El tropiezo que he hallado en mi camino; el imán, la fuerza que me ha sacado de él; el hechizo que ha despertado en mí sentimientos incompatibles con el estado eclesiástico, y la luz que me ha hecho ver a las claras que mi primera vocación no era perfecta... todo esto junto, Inés, todo esto junto... es usted. ¿Me he explicado bastante ahora?

Inés se estremeció al oírlo, aunque quizá lo esperaba desde muy poco antes. Púsose pálida; en seguida roja; se le acobardó la mirada; cerró los ojos, y concluyó por esconderlos detrás de las manos, sobre las cuales apoyó la frente.

Marcones, en tanto, estaba lívido, le temblaban los párpados y la barbilla, y se le podían contar los latidos del corazón en el paño de su chaleco. Aun sin estimar lo que hubiera de carnal en su intentona, se jugaba en ella la puchera. Era, pues, muy natural aquel desconcierto del seminarista; desconcierto que, con ser tan grande, no le impidió ver que urgía aprovechar la situación moral de Inés para rematar la obra, y, si no vencer, salir de la batalla con el intento bien justificado. Con este propósito añadió a lo dicho, después de un rato de silencio y mientras Inés continuaba con la frente sobre las manos:

-Esto que he tenido que declarar a usted, obligado por las razones que la dí, ha de quedar entre nosotros como en el fondo de una sepultura. Así lo pido, porque tengo derecho a ello; y le tengo, porque, como ya lo declaré, a nadie culpo de lo que me pasa, nada reclamo; y por lo que a mí solo importa, tengo tomada una resolución bien firme. Usted está muy alta; yo estoy muy bajo; usted es hermosa: yo soy una persona insignificante y mísera en quien, por el ropaje que viste y las ciencias que ha cursado, hasta parecen crímenes estos sentimientos; no tengo un solo título para merecerla a usted, al paso que no me parece bastante todo el corazón para adorarla. En este conflicto, ¿qué le toca hacer a un hombre honrado como yo? Alejarse de aquí, y alejarse para siempre. Pero tengo en esta casa deberes que cumplir, y no puedo salir de ella sin dejar bien demostrado que, si no los cumplo, es porque me lo impiden motivos muy poderosos. Ya conoce usted estos motivos, porque solamente para que los conozca usted me he atrevido a arrancar del fondo de mi corazón este secreto. Ahora, olvídele usted, discúlpeme como mejor pueda con su señor padre, concédame el perdón que la pido de rodillas, y déme su permiso para retirarme.

Inés estaba en este momento lo mismo que si de pronto hubiera oído crujir los techos y removerse las paredes de la casa: tiritaba de pies a cabeza, y no sabía qué hacer ni qué decir, ni adónde mirar en busca de un resquicio para huir de aquella situación que la amedrentaba.

Marcones, entre tanto, convulso y anhelante, la devoraba con los ojos; y como pasaba el tiempo sin que ella descubriera los suyos ni dijera una palabra, el fogoso mocetón se levantó de la silla, avanzó el busto sobre la mesa, y, casi a la oreja, la disparó estas palabras:

-¡Dígame usted siquiera que me ha oído, ya que no sea bastante compasiva para perdonarme!

Al mismo tiempo le tocó un brazo con su manaza, quizá para descubrirle la cara tirando de él; pero no sé cuál fue primero, si el llegar la mano al brazo, o el incorporarse de un brinco Inés y dar un paso hacia atrás. Marcones retrocedió a su vez otro paso.

-No he querido ofenderla a usted -la dijo entonces, viéndola con la faz angustiada y los ojos empañados-; y en cuanto al favor que acabo de pedirla...

-Todo lo he oído -respondió al fin Inés trémula y desconcertada-; de todo me he hecho cargo... pero yo no sé... yo no entiendo... yo no esperaba eso... Se quiere usted marchar y no darme más lecciones... puede que tenga razón... y puede que no la tenga: ¿qué sé yo? Para hablar de estas cosas, hay que estar muy serena... Puede que lo esté yo mañana... En fin, si quiere usted que le diga lo que siento sobre todo lo que me ha contado, déjeme que sea capaz de saberlo, porque ahora no lo sé... Conque hasta mañana, ¿verdad?

Y como quien sale de un atolladero abriéndose camino a ciegas con las manos, salió Inés de su apuro entre el laberinto de estas frases descosidas, y en seguida del cuarto, en el cual quedó un instante Marcones bañándose el alma en un golfo de dulzuras, por traducir a su gusto aquellos desordenados aleteos de un corazón que jamás se había visto en apreturas semejantes.

- XVI - : El fallo de la educanda

La pobre Inés se pasó aquella noche en claro, y aún no la alcanzó para desembrollar el lío de pensamientos que la llenaban la cabeza. ¿Cómo pudo ella imaginarse que la exquisita diligencia de aquel mozo para acudir a su casa y enseñarla lo que no sabía pudiera terminar en lo que había terminado? Cierto que se la venían a la memoria casos y pequeñeces que, examinados desde allí, parecían señales de lo que luego se descubrió; pero para haberlos dado entonces la importancia que aparentaban desde lejos, se necesitaban una malicia y una experiencia que ella no tenía. De todas suertes, ya no era ocasión de ventilar ese punto. Había que tomar las cosas en el estado en que fatalmente acababan de ponerse; y tomándolas así, ¿qué hacer? Esta era la cuestión: sobre esto había que meditar, y nada más que sobre esto.

Ordenando lo mejor que pudo sus alborotados pensamientos, se halló con que no sabía a punto fijo si la explosión amorosa de su maestro, después de pasada la primera impresión, que fue de asombro, la mortificaba o la complacía. De lo que estaba bien segura era de no haber contribuido, a sabiendas, ni con el más ligero soplo, a encender la hoguera en que Marcos parecía consumirse. ¡Y qué hoguera, a juzgar por el fuego de las palabras con que el desdichado se la pintaba! Y con abrasarse tanto, el pobre mozo se resignaba heroicamente a su martirio, sin culpar a nadie, y hasta creyéndose indigno del menor consuelo que pudiera darle quien, en rigor, era la causa de sus dolores. Por este lado no hallaba Inés motivos para sentirse mortificada con aquellas fogosidades tan honradamente declaradas; al contrario: hasta en conciencia se creía obligada a compadecerse de Marcos.

Pero descartadas de la cuestión estas consideraciones que tan directamente se rozaban con su amor propio halagado y con la natural blandura de su corazón; consideradas las cosas en su valor absoluto y con entera independencia de todo sentimiento vanidoso y caritativo, ¿de qué casta era la huella que en los profundos de Inés habían dejado las apasionadas confesiones del estudiante? Aquí estaba el lado más oscuro de la cuestión, y éste era el que reclamaba toda la fuerza de su discurso. Nada la había dicho Marcos que la sorprendiera por nuevo, aunque la asombrara por inesperado; porque el adormecimiento de sus deseos y de sus pasiones nunca fue tan grande que la impidiera sentir, a su modo, esas hermosas revelaciones que suele hacer el corazón humano en la primavera de la vida. El caso, pues, del estudiante, era, en lo esencial, la realidad de muchos sueños que ella había tenido, particularmente desde que la dominaba la afición al aseo y al trabajo. Pero estos sueños y aquella realidad, que tanto se parecían en el fondo, en todo lo demás eran muy distintos. La propensión de Inés a trasponer en sus meditaciones las montañas fronteras con la imaginación cuando se la ocupaban ideas de este linaje, no nacía de un temperamento caprichoso y visionario, sino de una convicción racional y práctica de que no había al alcance de sus ojos realidades de carne y hueso capaces de satisfacer las nativas delicadezas de sus dormidos afectos. No por esto salían sus exigencias de los límites racionales: no soñaba con un príncipe vagabundo de los que andan de puerta en puerta en busca de ignoradas hermosuras para llevarlas a ser reinas en palacios de plata y oro, como los príncipes de los cuentos con que la entretenía muchas veces su pobre madre. Se conformaba con muchísimo menos; pero con ser ello tan poco, ¡era tan distinto de Marcos! Podía ser el galán confuso de sus imaginaciones más bajo o más alto, más rubio o más moreno, más triste o más alegre, dentro del tipo común de los galanes apasionados y corteses: pero gordo, grasiento, mofletudo, con la cabeza rapada, vestido de negro sucio, teólogo de balandrán y casi cura como Marcos, jamás le había soñado. A Marcos le consagraba ella un afecto de otra especie: le admiraba por sabio, le profesaba un cariño respetuoso por la paciencia y la perseverancia con que la instruía y la aconsejaba, le besaría con gusto la mano y hasta se confesaría con él en cuanto cantara misa... De pronto este hombre, este teólogo y casi cura, con la cabeza rapada, el vestido negro y el cerviguillo poroso, la descubre que arde en amor por ella, y se lo dice en un lenguaje como nunca le igualaron, por fogoso, los galanes de sus sueños, más elocuentes, a su parecer, por lo mucho que se callaban, que por lo poco que la decían... ¡Oh! ¿por qué era tan gordo Marcos? ¿por qué había estudiado para cura? ¿por qué se afeitaba tanto y no gastaba el pelo con raya y vestido de color? ¿por qué era sobrino de Romana, y por qué, en fin, era de Lumiacos?... Pero ¿sería posible que estas cualidades accesorias bastaran a desprestigiar, en el concepto de Inés, el altísimo valor de aquel profundo y ardoroso sentimiento que el estudiante la había confesado de tan hidalga manera?

Y esto era lo que la inexperta muchacha no acertaba a poner en claro. A veces consideraba, «por un momento», que se le acercaba Marcos, que la pedía la respuesta prometida, y que ella se disponía a dársela enteramente ajustada a los deseos del enamorado mozo. Y entonces sudaba Inés de congoja, porque no hallaba modo de que las palabras salieran de sus labios; y no por cortedad de mujer ruborosa, sino por algo como repugnancia instintiva: le parecía estar hablando con su padre o con el cura de Robleces. Y por este camino lo ponía peor y se sumía en más hondas confusiones, supuesto que Marcos sería todo lo gordo, todo lo negro y todo lo teólogo que se quisiera; pero, en rigor de verdad, era un hombre en la fuerza de la mocedad, sin votos y sin trabas de ninguna especie, libre y casadero como otro cualquiera, y en nada se parecía, para el caso que se ventilaba, ni a don Baltasar Gómez ni al cura de Robleces. Podían ser, por consiguiente, impresiones pasajeras estas repugnancias del ejemplo. Había que averiguarlo.

Y vuelta al torno, y más tumbos en la cama. Y así toda la noche, sin sacar otra cosa en limpio que un medio convencimiento de que por el solo delito confesado por el estudiante, no merecía éste la pena que voluntariamente se había impuesto; que era de necesidad, y hasta de conciencia, disuadirle de su empeño y reducirle a que continuara las interrumpidas tareas, como si nada hubiera pasado entre el maestro y la discípula, y dejar al tiempo la obra de poner en claro aquellas nebulosidades que no podía despejar ella por sí sola.

Entre tanto, no pedía Marcones mucho más que esto en las cuentas que se echaba revolcándose a oscuras en su camaranchón de Lumiacos. Estaba muy satisfecho del resultado de su embestida. Había visto en el azoramiento de Inés revelaciones terminantes de impresiones hondas y de batallas rudas, y a eso sólo tiraba él. Lo demás sería obra de la prudencia y del tiempo. Contaba con que Inés, en la situación de ánimo en que había quedado, le instaría, aunque fuera de cumplido, para que renunciara a su propósito de no volver a Robleces; y él entonces pondría el colmo a su abnegación heroica, aceptando el nuevo suplicio, mil veces más cruel que el de Tántalo... así, con Tántalo y todo: conocía un poco la Mitología, y pensaba que no caería mal en aquel trance este arranque erudito que él tenía en mucho, ignorando lo corrido que andaba por la Tierra. Si, como también era posible, Inés no le hacía el ruego «que era de esperar», él sabría trocar la concesión en oferta, resultando siempre el sacrificio heroico, y hasta con la exornación, por remate, del supradicho símil mitológico. Todo menos cumplir neciamente su amenaza de no volver a Robleces. ¡Tendría que ver la simpleza! Inés era de las tajadas que no se abandonan sin dejar los dientes en ellas. Esto, extremando las suposiciones; porque bien saltaba a la vista, por lo sucedido aquella tarde, que Inés era cera dócil a la mano que se empeñara en reblandecerla. Y ¿en qué otra mano que la suya había caído la cera? Tiempo, tiempo, astucia y perseverancia, era lo único que él necesitaba para salir triunfante de su empeño; y triunfaría... ¡por buenas o por malas!

Con estas inofensivas intenciones, algo lacio de cuerpo, tristón de mirada y cetrino de color, entró la tarde siguiente en la casa de Inés.

Aguardábale ésta en el cuarto de las lecciones, garrapateando maquinalmente números en un papel, pero sin plana nueva. También estaba algo lacia y muy ojerosa. Al llegar Marcones se aturdió mucho y se puso colorada. Tomólo a buen agüero el mozón, y se quedó plantado delante de la mesa sin decir más palabras que las precisas, para dar, a media voz, las buenas tardes a Inés; en la cual se reavivaron sus caritativos sentimientos, al tomar la palidez y la tristeza de Marcones por señales de sus rudas batallas interiores.

-He venido -dijo el de Lumiacos, viendo que Inés nada le decía a él- porque, o la ilusión me engañó, o usted me dijo ayer tarde que volviera.

-Es cierto -tartamudeó la pobre muchacha.

Marcones continuó, después de una pausa de silencio, durante la cual no supo Inés qué hacer de las manos ni de los ojos:

-Y... ¿recuerda usted por qué y para qué me mandó que volviera?

-Creo... que sí -respondió Inés a trompicones.

-Pues aquí estoy para recibir las órdenes que tenga usted la bondad de darme -añadió el estudiantón sin moverse de su sitio y con el hongo mugriento entre las manos.

Pero Inés, que todavía continuaba tomando, muy a menudo, ciertos dichos hueros al pie de la letra, contestó con la mayor sinceridad, después de repasar un poco su memoria:

-Yo no recuerdo que tenga que darle a usted ninguna orden.

-Si no es orden -repuso el de Lumiacos fingiéndose más apurado de lo que estaba- será otra cosa: verbigracia, una respuesta que quedara pendiente ayer, por ciertos motivos de... de cortedad, supongamos.

-Eso ya es distinto -dijo Inés entonces, cobrando alientos en las aperturas mismas del trance en que se la ponía.

-Pues usted me dirá -concluyó Marcones, cambiando de pie para descansar y humillando más la cabeza.

Y con esto llegó el apuro gordo para Inés; apuro que consistía en decir de memoria el párrafo que para eso había discurrido por la noche, después de meditar tantísimo como había meditado.

Por no cansar al lector con la copia fiel de aquellas descosidas frases que al fin tuvo que decir la hija de don Baltasar, parrafada la más larga de cuantas había echado de una sentada en todos los días de su vida, le diré yo que sudando a ratos, animándose en otros, cayendo aquí y levantándose allá, vino a declarar a Marcones, en sustancia y en castellano corriente: que recordaba muy bien cuanto él la había confesado el día antes; que se lo agradecía mucho por la parte que la tocaba; que no veía en todo ello el menor motivo para huir de Robleces, como si hubiera hecho allí algo que mereciera persecución de la Justicia; que le parecía mejor y hasta de necesidad, por no dar en qué entender a las gentes de casa y de fuera de ella, que las lecciones siguieran como hasta allí, él de maestro y ella de discípula, guardando cada cual su alma en su almario; y que se dejara el tiempo correr hasta que Dios, que estaba en los cielos, dispusiera las cosas... como más conviniera.

Marcones quedó muy satisfecho de este dictamen, y más que del dictamen de la emoción interna revelada en el extraño modo de exponerle; pero no lo dio a entender así: al contrario, bajó más la cabezona y respondió tristemente:

-Lo que usted me propone, sería para mí un suplicio superior a mis fuerzas. En la situación en que se han puesto las cosas me sería imposible la vida sujetándola a esa violencia continuada.

Inés se atrevió a replicar muy entera:

-¿Y qué sabe usted de lo que se violentarían los demás? ¡Si sólo se hiciera en la vida lo que le conviene a cada uno!...

Marcones miró fijamente a su discípula, asombrado de su arranque, que lo mismo podía significar mucha frescura de espíritu que un alarde de obligada fortaleza. De cualquier modo, era ya temerario insistir en el empeño y parecía llegada la hora de soltar el símil mitológico.

Dispuesto a ello, Marcones, después de fingir con ademanes y contorsiones una encarnizada lucha en sus adentros, habló así:

-Pues la voy a dar a usted la mayor prueba que puede pedírseme de la honradez y grandeza de la pasión que me devora... Estoy dispuesto a padecer ese horroroso suplicio de Tántalo, sólo porque usted lo desea.

Como debía esperarse, Inés, que no conocía, ni de nombre, a aquel sujeto, preguntó con los ojos a Marcos quién era y qué suplicio había padecido.

Marcos se apresuró a responderla:

-Tántalo era un rey, hijo de dioses, que por sus maldades fue condenado al tormento de la sed, teniendo el agua junto a los labios. ¿Se entera usted? Pues yo voy a padecer como Tántalo... ¡más que Tántalo! Porque mi sed será mayor que la suya, y más fresca y más sabrosa el agua que junto a mí tenga... Y yo no he pecado nunca contra usted de propio intento; y además, me presto voluntario a padecer el martirio... Voy, pues, a ser Tántalo... ¡más grande que Tántalo!... porque usted me lo manda y así lo quiere.

Y como si intentara poner ya de manifiesto su grandura, al exclamar así alzaba los dos brazos con el hongo en una mano. De suerte que, en la relativa pequeñez de aquella habitación, parecía un espantajo colosal teñido con hollín de la chimenea.

A Inés le pareció tal cual el símil, pero no tanto el dibujo con que Marcos le exornó. Díjole lo que mejor pudo y supo para dar por terminado aquel gravísimo incidente, en los términos convenidos poco antes, es decir, guardando cada cual su alma en su almario y encomendando a la providencia de Dios la marcha y el término y remate del amoroso pleito; y volvieron el maestro y la discípula a sus habituales tareas, tomándolas en el punto en que tan bruscamente las había dejado Marcones el día anterior.

Al despedirse aquella tarde el mocetón de Lumiacos entregó a Inés unos librejos.

-Los traía -la dijo- para dejárselos a usted como recuerdo de un desventurado, en la cuenta de que fuera ésta mi última visita. De todas maneras, ya está usted en disposición de sacar la debida sustancia de esta clase de lecturas. Son las novelas ejemplares que la había prometido. Léalas usted despacio; y ¡ojalá la entretengan y la enseñen todo cuanto yo deseo!

Inés y Marcones se separaron con los suyos respectivos enteramente satisfechos: ella, porque, visto de cerca el peligro, le había parecido menos imponente que de lejos; él, porque sus fogosas declaraciones habían sido aceptadas en principio, y se le dejaban las puertas de aquella casa abiertas de par en par, lo cual era un paso de gigante en la marcha de su pleito.

A Inés la había parecido el peligro menos imponente de cerca que de lejos, no sólo por haber hallado a Marcos dócil a sus dictámenes y deseos, sino porque, mirado éste con el interés con que acababa de mirarle y no le había mirado jamás, aún le halló mucho más gordo, más oscuro, más poroso... y más cura que hasta allí; con lo cual se aclaraba bastante aquel lado de la cuestión, que tan negro la había parecido a ella la noche antes.

Entre tanto, la Galusa se bebía los vientos para averiguar con certeza lo que ocurría. Con certeza digo, porque barruntos de algo serio y no desagradable, los tenía por lo que había escuchado desde la sala y por lo que había leído en las caras y en los continentes de los dos interesados principales. Su sobrino, como si se gozara en atormentarla la curiosidad, nada había querido contarla al despedirse la víspera; y eso que le retozaba la alegría en los ojos, mientras Inés no sabía adónde mirar con los suyos, ni poner la mano en cosa que no se le cayera de ella. Sólo la había dicho al pasar: «mañana hablaremos».

Pero, felizmente para la fisgona, Marcones, después de la lección de aquella tarde, se encerró con ella, que ya le esperaba, y comenzó a cumplirle su promesa, diciéndole al mismo tiempo que se frotaba las manos:

-¡Como una seda, tía!... ¡como una seda! ¡Le repito a usted que como una seda!

-Bien está -respondió la Galusa hecha toda ojos y oídos-; pero eso ya lo teníamos días atrás, hijo del alma.

-Cierto -repuso Marcones-, pero lo teníamos en hipótesis, quiero decir, lo dábamos por seguro; al paso que hoy es ya un hecho notorio y comprobado.

-¡Benditas sean las horas del Señor! -exclamó la pelindrusca levantando hasta la boca las manos entrelazadas-. ¿Y cómo te arreglaste para saberlo? ¿Qué la dijistes, hijo del mismo dimoño?

-¡Todo, todo, tía! Todo se lo dije, como si me abrasara en fuego de amor por ella... ¡y creo que es la pura verdad!; y cada dicho salió a su tiempo y cayó como y cuando debía de caer... ¡Oh, estaba el plan bien arreglado, aquí, aquí, en esta cabeza atestada de filosofías!...

-Y ella ¿qué te dijo? -preguntó trémula de curiosidad la Galusa.

-¡Ella! -respondió Marcones con aire de triunfador-. Con la boca, muy poco, por de pronto; pero ¡con los ojos!... ¡pero con el estremecerse de todo su cuerpo!... ¡pero con ponerse descolorida ahora y muy encarnada después!... ¡Todo, todo me lo dijo, tía; todo cuanto yo necesitaba saber!... ¡Qué al alma fue el golpe, y qué bien meditado estaba! Haciéndome el chiquito, conseguí parecerla grande; y despidiéndome de ella para siempre, logré que me detuviera a su lado. ¡Esto es saber entenderlo y poner los recursos a la altura de las ocasiones!

-¿Y todo ello -insistió la Galusa, que era desconfiada de suyo- lo leíste por esas señales que dices de la color baja y del temblor del cuerpo, sin palabra anguna que lo aclarara más?

-Aunque las señales eran de sobra -respondió desdeñosamente Marcones- para un entendedor como yo, esas señales fueron ayer como primer fruto de mis ternezas amorosas y de mis razonamientos de hombre honrado. Después acá, ha pasado una noche: la meditación y el sosiego han hecho su oficio; y esta misma tarde se ha atrevido Inés a confirmarme de palabra lo que yo había leído en las señales que a usted le han parecido tan poca cosa. En conclusión, tía: Inés, sabiendo que la adoro (así se lo dije), quiere que yo continúe dándola lecciones como hasta aquí, con la sola condición de que cada uno de los dos guarde en sus adentros lo que sienta sobre ese particular, hasta que Dios disponga lo que crea más conveniente para nosotros. ¿Le parecen a usted pocas también estas señales? ¿Cree usted que en un asunto como el mío se puede dar un paso más grande, ni en un terreno más firme?... Ahora, mucha prudencia hasta dar el segundo, y, por lo tanto, no se dé usted por entendida con Inés de esto que la he contado. Usted no sabe nada, ¡ni una palabra de ello! ¿Estamos?

-Por la cuenta que me tiene -respondió la Galusa muy satisfecha; y en seguida añadió-: ¡Vaya, que sospensa me dejas y cuento me paece, por lo pronto y lo bien que la cosa te ha salido! ¡Te digo que si no se tuerce!...

-Por el lado de Inés, respondo de que no -dijo Marcones-. Algo más me apura ahora el caso por el otro lado: el lado de ese hombre, que tiene los demonios en el cuerpo.

-Y ¿qué te espanta de nuevo en él -objetó la Galusa- que no te haya espantado antes de ahora?

-Tanto como espantarme -replicó el sobrino-, ni ahora me espanta ni antes me espantó cosa mayor. En teniendo asegurada la hija, en un extremo apurado nada viene a valer la voluntad del padre. Pero por lo mismo que estoy a punto de lo primero, me entran temores de que pueda hacer don Baltasar una de las suyas a la hora menos pensada y cogiéndome desprevenido... Y dígame usted, ya que de esto se trata: ¿no es bien raro que ese hombre no haya maliciado algo hasta la fecha?

-Ese hombre -dijo la Galusa-, bien repetido te lo tengo: mientras no le pidan dinero o cosa que lo valga, tanto se le da que la hija se pase las horas en conversación contigo, como con uno de la Guardia cevil. Además, está en la cuenta de que a ti lo que te tira es la Iglesia, y no más que la Iglesia; y con sólo pensar que te cobra en enseñanzas algo de lo que te ha prestao para tus estudios, se goza en que se las des a su hija. Esto me lo ha dicho a mí ¡pa que lo entiendas!... que por lo restante, poco le importa que Inés no sepa deletrear. Lo que le gusta, y mucho, es verla como la ve, de un mes largo acá, tan frescachona y recompuesta; y no por lo que campa así, sino por lo que al mesmo tiempo tiene de trabajadora y de remango pa el avío del cuarto de él y limpieza de toa la casa. Por otra parte, de semanas a hoy, yo no sé qué mil demonios trae entre cejas, que anda a ratos muy caviloso, y se marcha por esos campos, tan aína por este lao como por el de acullá, muchas más veces que antes. ¡Como tiene tantas trapisondas de intereses con unos y con otros! Pos ajunta a todo esto que ya está pensando en la siega, que ha de acabarse, como siempre, antes del Santo, y el Santo es el deciséis. ¿Sabes tú lo que se arregüelve en esta casa cuando llega esa labor, con un agosto tan grande como el que aquí se hace pa tanto ganao como hay al pesebre? Miedo me da el pensarlo, hijo; que en esos días no bastamos la otra moza y yo pa dar abasto en la cocina al laberiento de la obrerá, que come... ¡Virgen María, lo que ella come! Eso sin contar la fatiga del empaye, y hasta de la mies, de que tampoco se libra la otra infeliz. Y dame segadores; y dame carros ajenos, porque no bastan los dos de casa; y dame la flor de la mocedá del barrio pa el timeneje restante, y fegúrate cómo andará ese hombre en esos días, con el hipo que tiene de que aquí no se dé golpe ni se coma bocao sin que la su mano y los sus ojos entiendan en ello. Así es, hijo del alma, que bien le puedes soltar un cañonazo a la oreja en los días que vienen por delante, sin recelo de que él se dé por alvertío; y como tamién el laberiento de la cocina me obligará a mí a ser ciega y sorda pa cuanto ocurra en esos mesmos días hacia la sala, aprovéchate bien y no seas tonto, que, en casos tales, pasar un punto es pasar un mundo... Quiero decirte, que no te andes con desimulos, receloso de que te pesquen en el aire este ademán o aquella palabra...

-Ya está esa siembra hecha, tía -dijo Marcones interrumpiendo a la Galusa-, y en buen terreno, como se lo tengo referido a usted, sin que ello impida que aproveche yo las buenas ocasiones que se me presenten para cosechar el fruto antes con antes. Por de pronto, unos librejos la he dado que la enseñarán a sentir como se debe y en beneficio mío, esas cosas que yo la he hecho almacenar de pronto en la cabeza y en el corazón. Leyéndolos bien, se empapará en la materia, me consultará su pensar, un caso sacará otro a relucir... y, en fin, yo sé lo que me hago.

-¿De modo que te saliste con la tuya; que ya quemaste el medio balandrán que tanto te pesaba?

-Para ella, sí; pero aún me queda, por respeto a su padre, la sotanilla entera... ¡Y si viera usted cómo me han crecido desde ayer acá los deseos de vestirme de color y dejarme los bigotes, para ser el mejor mozo de la Ribera! ¡Ay, tía! -añadió el estudiante con hondo desconsuelo-, ¡de qué otro modo tan distinto marcharan estas cosas si yo pudiera quitarme de encima hasta el último jirón de paño negro! ¡Mal rayo le parta!... Y con esto me voy, que se va haciendo tarde.

Y se fue, despedido por su tía con esta fervorosa imprecación:

-¡La Magalena te guíe, serafín de la cencia, y la fortuna ponga luego en tus manos lo que buscas... que güena falta nos hace!

- XVII - : El agosto del Berrugo

Tenía razón la Galusa: el agosto de aquella casa era un reventadero. Duraba cerca de dos semanas, porque no entraban, un año con otro, menos de sesenta carros de yerba curada en el pajar; y la tarea se llevaba en vilo, sin otra interrupción que la del día festivo intermedio. Cada tarde se empayaban seis o siete carros, y a esta norma se acomodaban las siegas de cada día. Toda la gente que andaba en la brega era de la casa: colonos y deudos de colonos, de los más trabajadores y entendidos entre todos los colonos y deudos de colonos del Berrugo, con las únicas excepciones, últimamente, de Pilara, por ser la mejor acaldadora de yerba que se conocía en Robleces, y de Quilino, a ratos, que se colaba en el bureo de aquellos agostos sin que nadie le llamara, como se colaba en todas partes. Desde que Pedro Juan fue mozo, él y su padre eran siempre los segadores de cabecera: aunque viejo el uno y muy hechos los dos a las fatigas del mar, tan diferentes de las de tierra firme, no había miedo que dalle alguno les picara los talones. Como rapado con navaja de afeitar quedaba el suelo en cada cambá de las que ellos tiraban, acompañándose con sendos crujidos del resuello. El Josco tenía además la gracia de conducir la enorme balumba de un carro de yerba por un despeñadero, sin que entornara, y la de cargarle y descargarle en la mitad de tiempo que el labrador más ágil y forzudo. Desde la primera vez que lo notó el Berrugo, le encomendó el mejor carro de los dos de su casa, y le puso a Pilara por acaldadora. Hay quien afirma que de este modo nació, dos agostos antes del que aquí se menciona, la buena ley que se tenían Pilara y el hijo del Lebrato. Y en verdad que nunca como en aquellas ocasiones eran tan de ver los dos, ni parecían mejor cortados el uno para el otro.

Tampoco mentía la Galusa al afirmar a su sobrino que en el agosto, como en todo lo de su casa, «ese hombre tenía el hipo de que no se diera golpe ni se comiera bocao sin que la su mano y los sus ojos entendieran en ello». Verdaderamente era en aquellos días un argadillo que mareaba. Comenzaba el ajetreo por el acopio del «boquible», como él decía, para la «obrerada»: bacalao de desecho, medio podrido, y una oveja sarnosa de su rebaño en aparcería; y si no había oveja de estas condiciones, una becerruca azurronada y a punto de morirse de ruinera, que nunca faltaba en casa de un aparcero o en la suya propia. El vino, de lo tinto picado de su bodega. Para matar el dejo de la carne enferma o del bacalao podrido, sabía él hacer unos adobos cáusticos que levantaban ampollas y escaldaban el paladar, de modo que el más sutil de suyo no advertía la acritud que pudiera quedarle al vino después del agua de fregar con que le había mejorado el inocente. Y nada de pan blanco para las comidas: boronas como ruedas de molino. De esto, hasta llenarles la andorga. Gracias a Dios, había maíz sobrante en el desván y aquello de menos le comerían los ratones. Para el ollón del mediodía, las berzas de posarmo, las alubias con gorgojo, el tocino averiado... ¡y agua que te crió! La parva, de una bebida alcohólica, cuyos componentes, tan baratos como corrosivos, fueron siempre un secreto suyo, y un zoquete de pan duro y mohoso por persona.

Pagando de este modo a los obreros, no le salían, uno con otro, amén de los carros, a tres reales y cuartillo de jornal. Costumbre era en otras casas pagar, por iguales trabajos, media peseta además de la comida; pero el Berrugo tenía leyes especiales y colonos que las sufrían y acataban, porque les salía peor la cuenta rebelándose.

Avisada y dispuesta la gente, don Baltasar llamaba al Lebrato: le decía qué prados se habían de tumbar los primeros; y antes de salir el sol, ya estaba él, con una rastrilla en la mano esperando en la mies a los segadores. Por sí mismo reconocía los hisos y los linderos; y al marcarlos hollando la yerba con los pies, siempre metía las marcas más de un palmo en los prados colindantes.

-¡Hala, por derecho -decía inmediatamente a los segadores-, y apretar de firme ahora que está la yerba en buen temple de rocío!

Consumiéndole la impaciencia y por ganar algo, aunque sólo fuera un poco tiempo, sin esperar a que se formara un lombío de dos varas de largo, ya estaba él esparciéndole con el mango de la rastrilla y hurgando casi los talones del último segador de la tanda.

Así, hasta que llegaba una criadona con la parva en una cesta. Quedábase la moza para esparcir los lombíos, y se volvía él a casa. A la despensa lo primero. El tocino, las alubias... Del tocino, lo que oliera peor entre lo apartado por rancio; de las alubias, las más vacías y agorgojadas.

-¡Hospa! -decía a la Galusa, que recibía de sus manos aquellas porquerías en el delantal-. Y para ellos, sobra.

En seguida abajo: a preparar el vino tinto. Después al estragal: los aperos; si están listos y corrientes. Al corral de atrás: los carros, las armaduras altas... Llamadas, advertencias y preguntas al criado. Al pajar, para ver si está bien barrido el suelo y bien apartada la yerba vieja, trepando a escape la escalera que arranca de allí, pegada a la pared. Antes, un alto en la payeta para sentar las tablas desclavadas que estén fuera de su sitio... Abajo otra vez: a la cuadra: las telarañas, los boquerones, la ceba sobrante. Arriba de nuevo: vistazo y olisqueo a la carne y el bacalao, que están empapándose en el adobo que él manipuló. A la cocina después: a destapar el ollón en que hierven ya las berzas, el tocino y las alubias. Le parece el condumio bajo: ¡más agua! Antes del mediodía, otro viaje a la mies, por si está o no está dada la vuelta a toda la yerba esparcida según la han ido segando... Y a casa con tiempo para ver cómo se prepara en la cesta grande la comida que ha de llevarse al prado a los segadores, y medir el vino correspondiente, que irá en una botija de barro empedernido, con tapón de garojo... Por la tarde, a la mies todos los criados y él con ellos: a virar toda la yerba segada, y hacinarla después, antes que caiga el relente. Por la noche, toda la obrerada en la cocina alrededor de la mesa grande; y en medio de la mesa, dos tarterones con la carne sarnosa o el bacalao manido, nadando en una charca de salsa fulminante; un botellón negro, cargado hasta el gollete de agua de fregar con el rioja avinagrado, y una borona partida en dos mitades. Mucho eructo, mucho carraspeo, mucho restregón de pies, mucho vocerío y grandes risotadas, y el Berrugo entrando y saliendo y llevando a cada comensal una cuenta exacta en la memoria, de lo que mojaba, de lo que mascaba y de lo que bebía; y dicharacho va y pulla viene contra el que se pasaba «de lo justo», ¡como si no fuera un acto meritísimo en los infelices no ya engullir, sino catar solamente aquellos fementidos brebajes con que se les estaba envenenando allí!

Al otro día se duplicaban las faenas: recoger por la tarde lo segado la víspera, y segar y curar otro tanto para recogerlo el día siguiente; y con este motivo, más obreros y más impedimenta y doblada actividad en el Berrugo, cuya correa daba para cuanto fuera menester. Con la comida en la boca y la rastrilla al hombro, tras una mañana sin sosiego, a la mies con el primer carro, que era uno de los suyos; y allí, mientras se cargaba este carro y llegaba el segundo y comenzaba a cargar, atropa y fisgonea y punza y acribilla al lucero del alba. Cargado el primer carro, a casa detrás de él aguantando sus bamboleos con la rastrilla y recogiendo las yerbas que se caen o quedan enredadas en los bardales. Ya en el corralón y descargándose el carro, a ratos atropaba también la yerba desparramada en el suelo; a ratos gateaba por la escalera del pajar para ayudar al de adentro a desatascar el boquerón que atascaba el descargador del carro; a reñir al «gandul» que se dejaba ahogar de aquel modo; y por último, y con un rodeo fatigoso por cuadras, escaleras y pasadizos, a atisbar por un ventanillo del granero, que comunicaba con el pajar, a la gente moza que acaldaba la gran pila, medio a oscuras, porque no había allí otra luz que la que se filtraba por las tejas y la lata podrida del tejado, y la intermitente y baja que se colaba por el boquerón de la payeta, casi siempre obstruido. Y si columbraba retozos, y si descubría zancadillas, ¡Cristo mío, qué cuchilladas de lengua tiraba desde aquel escondrijo, y cómo le temblaban de frío las carnes al mozo que más sudara en aquel oloroso y blando quemadero!

Y así toda la tarde. Por la noche, lo mismo que en la anterior, con la sola diferencia de haberse alargado la mesa, y añadido una tartera más de bacalao podrido o de carne corrompida, en virtud del aumento de comensales: igual entraba y salía y rondaba la mesa, y ponderaba los manjares y zahería al más voraz o al menos escrupuloso.

¡Y con llevarse semana y media de este modo, es decir, sin cerrar la boca ni parar un punto, comiendo mal y durmiendo peor, no se rendía aquel cuerpo que parecía nutrirse de la fatiga y del hambre y del cansancio de los demás! Y si por remate del ajetreo le resultaba un carro de yerba más de los calculados antes de la siega, hasta se remozaba el indino.

Pues a lo que íbamos rato hace: el «boquible» de aquel año se compuso del bacalao de siempre y de una cabra con úlceras y papera.

Pedro Juan había dicho a Pilara, dos días antes de empezarse la labor:

-Estoy avisao pa la siega de ese hombre.

Y ella le había respondido, con «un mirar de ojos» de mayor alcance que las palabras:

-Tamién yo, Pedro Juan.

-Estonces voy -había añadido él.

-¿No pensabas dir si no?

-¡Qué sé yo lo que pensaba, coles! De un tiempo acá, no pienso cosa con arte, y si no es una cosa mesma... y dale que dale, y arriba y abajo y de día y de noche.

Esto se había hablado en el corral de Pilara, pasando por allí el Josco «por casualidad» y muy de prisa; lo que demuestra, y es lo cierto, que el pleito de Pedro Juan no había adelantado un paso, con ser muchos los días corridos desde las últimas intimaciones del Lebrato y la subsiguiente guantá al temerario Quilino.

-¡Déjeme tan siquiera hasta el agosto... de ese hombre! -había suplicado Pedro Juan a su padre ante las nuevas amenazas de éste-: Si allí no lo arreglo de por mí mesmo, hágalo usté como quiere... u haga de mí carná de sereña, que sería lo mejor, ¡coles!

El Lebrato había accedido a la súplica: y por eso Pedro Juan esperaba la siega del Berrugo, con tales ansias, que las piernas solas, y contra el mandato de él, le habían arrastrado a pasar casualmente y muy de prisa por el corral de Pilara, para preguntarla aquello poquitín que la había preguntado.

Y llegaron los días esperados, y llegó la hora de entrar el Josco con el primer carro vacío en la pradera. El corazón le dio media docena de golpes en el pecho. Allí estaba Pilara hecha un brazo de mar, atropando con la rastrilla el heno fragante que cascabeleaba de puro seco. ¡Qué bien le «agolía» a él entonces todo aquello, y qué grandona le parecía la mies, y qué alegre el sol que le tostaba, y qué bien entonados los cantares que echaban las obreras, y qué poca cosa todas ellas, desmedradas y sin arte, al lado de Pilara, que sacaba a la más jampuda medio palmo en altura y en redondez!

Pedro Juan enrabó y echó al suelo las cuerdas y el horcón que estaban en la pértiga. Iba a comenzar la carga. ¿Subiría Pilara al carro? ¿Subiría otra obrera? Esta duda molestó al Josco unos momentos, por más que la costumbre de otros años debiera tranquilizarle. ¡Pero estaba el mozo tan querenciosote y amarteladón de un tiempo a aquella fecha!...

Poco le duró la duda; porque Pilara, leyéndosela en la cara, o sin leérsela, en cuanto vio el carro dispuesto, soltó la rastrilla y se encaramó en él por la rabera, después de haber mirado a Pedro Juan de un modo que parecía decirle: «¿Cómo pudiste tú pensar cosa diferente, inocentón?» Y empezó la carga.

Es cosa de repetir aquí lo que ya se ha dicho; nunca como en aquellas ocasiones eran tan de ver Pedro Juan y Pilara: ella arriba, con su refajo corto de bayeta encarnada; el talle mal encerrado en un justillo de rayas azules; sobre los anchos hombros, un pañuelo de mil colores, cuyos picos, cruzados bajo el robusto seno, recogía la jareta del delantal; y a la sombra de un pajero con cintas coloradas, la cara frescachona, espejo fidelísimo del espíritu más satisfecho del envase que le cupo en suerte, entre todos los espíritus que andan por el mundo encarnados en criaturas humanas. Abajo él, Pedro Juan, con la tabla del abovedado pecho y la cerviz hercúlea, tan blanca como el pecho, al sol, lo mismo que la cabeza y los brazos hasta el codo, porque de cintura arriba no llevaba otro atavío que la camisa con las mangas recogidas y la pechera abierta de par en par; de cintura abajo, unos pantalones de mahón y una faja negra para sujetarlos sobre las caderas. Ella recibía arriba las horconadas que él la enviaba desde abajo; y al ver cómo Pilara las cogía casi al vuelo y las iba acaldando en dos meneos, picábase Pedro Juan y doblaba la carga del horcón; pero ella la recibía lo mismo que las otras, sin que volara un pelo de yerba por los aires; y por mucha prisa que se diera el cargador, siempre hallaba a la acaldadora esperándole con los brazos abiertos y retozándole la risa placentera en los alegres ojos y entre los menudos dientes blanquísimos. Pedro Juan se iba animando más y más... por dentro se entiende, pues ni a su cara seriona ni a sus labios entreabiertos asomaba la menor señal de sonrisa ni de palabra; y allá va media hacina de un golpe sobre la regocijada moza, que aparecía al momento sobre la nube, escupiendo yerbas, sacándose otras del seno y riendo a carcajadas. Otras veces Pedro Juan la aliviaba el trabajo poniéndole la horconada donde más falta la hacía; y también entonces se le pagaba la fineza en aquella moneda de miradas alegres y de sonrisas dulces que tanto apetecía él, porque verdaderamente le caían como un cielo estrellado, en las oscuridades de sus adentros.

A todo esto, la carga subía y subía, y la balumba se desbordaba de la armadura de la pértiga por todos sus cuatro costados; y cuando ya no cabía una horconada más sin riesgo de que se desmoronara todo ello, Pedro Juan echaba las cordadas de un lado a otro y de atrás a delante, por encima de la balumba; y él solo, sufriendo con una mano y atesando con la otra con tal firmeza que hacía oscilar la mole y hasta cabecear a los bueyes medio ocultos debajo de ella, dejábala hecha una pieza, en la mitad de tiempo que emplean dos hombres forzudos para la misma labor. Después peinaba lo más saliente de la carga con la rastrilla; y, por último, sin bajarse Pilara del carro, conducíale con gran tiento a casa, entre los chirridos del eje y los cánticos de los obreros que le seguían y, en caso de necesidad, le apuntalaban con horcones y rastrillas. Como si la carga fuera de onzas de oro, atendía Pedro Juan al menor vaivén de su balumba, que podía dar en el suelo no con la yerba, sino con lo que iba sobre ella y valía, en opinión del Josco, más que toda la yerba de la mies y que todas las mieses del lugar, aunque estuvieran sembradas de ochentines.

Así, hasta que llegaba el carro a la portalada del corral trasero de la casona. Entonces se corría Pilara hacia la rabera, se recogía con ambas manos las faldas alrededor de los tobillos, y se dejaba desborregar por allí abajo hasta el suelo, donde caía blandamente y medio acurrucada. Pedro Juan arreaba en seguida; pasaba el carro, a duras penas, por debajo del tosco dintel de roble que le prensaba la carga y se la mordía con sus asperezas, y le dejaba arrimado a la payeta y enfrente del boquerón. Y allí se separaban Pedro Juan y Pilara. Él saltaba desde la payeta al carro para descargarle, y ella entraba en el pajar y subía a la pila para acaldar la yerba que el otro fuera descargando.

A lo mejor de éstas y de las otras faenas, solía aparecer Quilino: en el prado, para hacer que hacemos atropando un poco y revolviendo mucho; en los empayes, para ir derecho a la pila con los que acaldaban, sobre todo si el carro era el de Pedro Juan, señal de que Pilara estaría adentro.

En opinión del Josco, Quilino no tenía pizca de vergüenza. Otro que él, con lo que se le había dicho, y mayormente con la guantá que había llevado aquel domingo, no se le hubiera vuelto a poner delante sino para tomar venganza o para despedirse para siempre... Pues donde estaba Pilara allí estaba Quilino luciendo la persona, sin importarle un comino la cara que pusiera Pedro Juan si se hallaba presente también. La guantada aquella no le había servido de escarmiento.»¿Y qué hacer con un chafandín así, coles?» ¿Había de arrancarle Pedro Juan un par de muelas cada día? ¿No era esto aventurarse a que una vez se le corriera la mano un poco más arriba y le dejara seco?... Y ¿por qué Pilara no le curaba el hipo, de un escobazo? ¡Coles, esto es lo que debía de hacerse... y de haberse hecho ya! ¿Y por qué no se había hecho?... Porque no había él, Pedro Juan «hablao» lo que le correspondía. Por eso. Si hubiera hablado, todo se habría dicho; y entre ello, que le quitaran estorbos de la vista... No tenía derecho a quejarse... Corriente. Pero con esto no se curaba él del resquemor que ciertas cosas le producían: bueno que en la mies, bueno que en el corro, bueno que aquí o allá y a cielo abierto; pero ¡coles! ¿a qué iba Quilino al pajar en cuanto Pilara estaba adentro? Allí se andaba a tientas y nunca se hacía buen pie... Y Quilino podría ser poca persona; ¡pero lo que es pegajoso y atrevido!... Verdad que Pilara era moza que no dejaba pasar las cosas de cierto punto: pero ¿por qué las cosas habían de llegar allí, ni siquiera a que el sinvergüenza, con la disculpa del barullo de los demás, le pusiera la pata delante, por el gusto de verla caer muerta de risa?... Hacía bien, muy bien, el amo en vigilar a menudo a la tropa de la pila; pero haría mucho mejor en no apartarse un momento de la ventanuca del desván. ¡Por allí, por allí, coles, había que estar alerta con el ojo y con el oído!

Y por estas y otras reflexiones tales, Pedro Juan no sosegaba un punto, mientras descargaba el carro, si Quilino estaba en el pajar. Atascaba el boquerón lanzando contra él horconadas enormes para acabar primero; pero así lo ponía peor, pues con el boquerón tapado no oía pizca a las gentes de la pila, y él necesitaba estar oyendo sin cesar a Pilara... porque él se entendía. Una tarde le encalabrinaron de tal modo estas aprensiones que se atrevió a gritar desde el carro:

-¡Pilara!

-¡Quéeee! -le respondió en seguida la voz de ésta, allá dentro de todo, en lo más hondo del pajar.

-¡Ná! -tuvo que decir, medio cortado, Pedro Juan-. Que pensé que llamabas... Pero ya que estamos en esto, ¡habla, habla! ¡no pares de hablar!... ¡que te sienta yo a toa hora!... ¡coles, que me gusta mucho oírvos!...

Y pareciéndole que había dicho demasiado, se comía la figura de vergüenza y atacaba furioso el heno con el horcón, ya que no podía largar otra castaña a Quilino; de modo que en un periquete dejó el carro vacío, con aplauso expreso del Berrugo, que andaba por los alrededores haciendo de las suyas.

-Primero se acabara y de mejor arte -le dijo Pedro Juan, limpiándose con su pañuelo de percal los regatos de sudor con yerbas que le corrían por pescuezo y pecho abajo- si ese chafandín no estorbara a la gente de la pila.

-¿Quién es el chafandín? -preguntó el Berrugo parándose en firme.

-Quilino.

El hombre dejó de hacer lo que hacía, y tomó a escape la escalera del pajar; pero ya salían los empayadores, empapados en sudor, rojos como tomates y sacudiéndose las yerbas agarradas al pescuezo. Pilara ardía, de puro sofocadona y saludable. El único que no coloreaba y que hasta parecía venir en remojo, con los pelos pegados a la cara imberbe y descolorida, era Quilino. Retrocedió el Berrugo; y en cuanto bajó el mozuelo, le agarró por un brazo y le dijo:

-Oye, tú, Milhombres: ya que vengas sin que nadie te llame, que sea para servir de algo, y no de estorbo. ¡Cuidado con que te me vuelvas a subir a la pila!... ¿Lo entiendes?

Quilino se quedó de pronto suspenso; pero en seguida se encrespó, y revirando un poco los ojuelos y la boca lacia, contestó al Berrugo:

-¡Recongrio!... Por si eso lo ha dicho usté por mí, sépase usté que Quilino no estorba en nenguna parte... ¡en nenguna, recongrio! Y sépase usté tamién, que en venir a servile a usté de balde, le hago más honra de la que... angunos merecen, ¡recongrio!

Y se fue, zarandeando la calzonada, para no volver más a aquel agosto.

¡Cómo le saboreaba Pedro Juan día por día y hora por hora, en la mies, en el empaye y hasta en aquellos festines infernales con que el Berrugo envenenaba el hambre de los que reventaban el cuerpo por servirle! No cataba gran cosa, es la verdad, de todo ello, y mucho menos aún cataba Pilara, que sólo por cortesía se sentaba a la mesa por las noches; pero estaba allí frente a frente con él, y teniéndola allí y atreviéndose a mirarla de reojo algunas veces, y oyéndola sus incesantes risotadas, con eso sólo restauraba las fuerzas de su cuerpo... y hasta le parecía menos abominable el Berrugo, que tan grande beneficio le proporcionaba.

Lo peor era que aquello se iba acabando poco a poco, y las cosas no habían adelantado un paso; y al día siguiente del agosto del Berrugo, tan abundante y alegre, empezaría el agosto de ellos en Las Pozas. Él y su padre, solos, enteramente solos, a segar; y a ratos perdidos, y como por obra de misericordia, su hermana y la familia de su hermana y el carro de su hermana, ayudándolos a meter en el pajar la pobreza segada. ¡Y todo este cariz tan triste, por no haber orillado él las arrastradas dificultades! Porque sin ellas delante de los ojos, seguro estaba de que no había de parecerle el agosto de su casa menos risueño que el agosto de «ese hombre». Pilara ausente o Pilara presente, ¿qué le importaría a Pedro Juan, si la llevaría ya «apalabrada» y como cosa de su pertenencia, en las honduras del pechazo?

Y así llegó el último día, y el Josco a sospechar que muy bien pudiera acabar la temporada sin haber salido él de su apuro; y este temor ¡coles! le desconcertaba. Pilara no faltó tampoco aquella tarde: llegó cantando, con la rastrilla al hombro y mordiscando el último zoquete de la comida de su casa; porque no iba a las labores de la mañana... Y se cargó el primer carro del Josco; y el Josco hizo desde abajo prodigios de soltura y de fortaleza, y Pilara maravillas de habilidad arriba; y él la persiguió a horconadas con mayor empeño que nunca, y ella le celebró las gracias, risotera y cariñosa, como jamás le había celebrado otras tales... y anduvo el carro cargado, y llegó a la portalada, y Pedro Juan le paró allí, y Pilara se desborregó, como siempre, por la rabera... y el carro anduvo de nuevo, y se arrimó a la payeta, y le descargó Pedro Juan; y bajó Pilara del pajar, coloradona y reluciente, que daba gloria; y se sentó con otras obreras en el carro vacío; y el Josco las condujo a la mies, como tantas veces las había conducido: ellas cantando y riendo, y él delante de los bueyes, taciturno y con la ahijada al hombro... «y de aquello, ná...». Y se cargó de nuevo el carro, lo mismo que siempre; y de igual modo salió de la mies y llegó a la portalada, y se desborregó por la rabera la mocetona, y se empayó después aquella balumba de yerba... «y de lo otro, ná...». En fin, que llegó la hora de cargar Pedro Juan el último carro que le correspondía en aquel agosto de «ese hombre»; y le cargó, y le sacó de la mies, y le condujo hasta la portalada, y los obreros y el Berrugo que le seguían entraron en el corralón, como de costumbre; y el carro parado y Pilara encima y Pedro Juan abajo, se quedaron solos en la calleja... «y de aquello otro, ná... ¡coles, lo que se llama ná!».

Reconcomiéndose el Josco al considerarlo, arreó un palo a cada buey sobre la espalda para que alzaran más la cabeza, y de ese modo hiciera Pilara con mayor facilidad su bajada de costumbre, cuando oyó que la moza le llamaba:

-¡Pedro Juan!

-¿Qué quieres? -respondió el mozo.

-Ponte por este lao -le dijo Pilara.

Pedro Juan se puso donde Pilara quería: junto a la rueda derecha del carro. Allá arriba, enfrente de él, estaba Pilara recogiéndose las faldas contra los tobillos y mirándole con los ojos llenos de travesuras inocentonas.

-¿Qué vas a hacer? -la preguntó Pedro Juan.

-Voy a bajar por aquí -respondió Pilara acurrucándose junto al borde de aquella montaña de yerba.

-¿Por qué no abajas por la rabera, como siempre?

-Porque me da la gana de abajar por aquí hoy...

-Güeno. ¿Y qué quieres que haga yo?

-Que me aguantes... si eres quién pa ello.

-¡Eso sí, coles! -exclamó Pedro Juan largando a escape la ahijada.

Temblaba por adentro de puro gusto y de sorpresa el hijo del Lebrato. Jamás habían tocado sus manos ni el pelo de la ropa de Pilara, y ahora se le iba a ir encima Pilara en carne y hueso, entera y verdadera. «¡Coles, que barbaridá de suerte!». No se paró a considerar si sería o no capaz de resistir en el aire aquella mole. Se creía con fuerzas para mucho más... Esparrancóse y se afirmó bien sobre los pies, escupióse las manos, levantó los brazos y los ojos hacia Pilara, y la dijo, pálido de entusiasmo:

-¡Échate sin miedo, recoles!

Pilara se reía como una boba, y no sabía de qué modo lanzarse por aquel precipicio abajo.

-¡Mira que peso mucho, Pedro Juan! -le decía.

-¡Anque pesaras más de otro tanto, Pilara!... Con tal de ser tú lo que me caiga encima, aquí hay aguante pa ello... Échate de cualisquier modo, ¡pero échate, recoles!

-¡Pos allá voy!

Y Pilara se lanzó... no sé cómo; pero sé que cayó en brazos de Pedro Juan, sin que los brazos se doblaran, ni los pies se movieran del sitio en que parecían clavados; que un moflete de Pilara resbaló por un carrillo del atleta; que éste cerró los ojos como si en aquel instante relampagueara; que el roce y el calorcillo y el olor de la moza le emborracharon, y que en medio de aquella borrachera fulminante, en los breves momentos en que estuvo su boca tan cerca del oído de Pilara, introdujo en él estas palabras, encanecidas ya en la punta de su lengua:

-¡Pilara!... ¡Dende aquí a la iglesia a que mos case el señor cura!... ¿Consentirás en ello?

Y Pilara, que se vino al suelo, pero a pie firme, en el instante de recibir este disparo a la oreja, contestó a Pedro Juan, mientras con un dedo meñique mataba las cosquillas que le habían hecho las palabras en el oído:

-¡Cuánto hace ya, hijo de mi alma, que podíamos estar de güelta, a no ser tú tan como eres!

-¿Eso es decirme que sí, Pilara? -se atrevió a preguntar Pedro Juan, temblando de gusto.

-¡Y con alma y vida, bobón! -le respondió ella mirándole mimosona.

Todo esto ocurrió en brevísimo tiempo, y en muy poco más descargó el carro Pedro Juan. ¡En un tris estuvo que no ahogara a su padre que estaba al boquerón, bajo las tremendas horconadas de yerba que le mandaba sin cesar!

Por la noche no probó bocado en la cocina; y cada vez que sus ojos se encontraban con los de Pilara, se estremecía de arriba abajo, y a veces se reía solo. Ponderó mucho el Berrugo delante de la obrerada sus valentías de descargador, y estuvo a pique de abrazar a «ese hombre», no por el elogio, sino porque ya nadie ni nada le parecía allí malo ni feo. Entró Inés a dar un vistazo a la mesa, como solía, la halló el Josco pintiparada para madrina, y tuvo tentaciones de proponérselo a voces allí mismo.

Afortunadamente para Pedro Juan, todo era bulla y algazara en la cocina, y nadie reparaba en sus vehementes obsesiones. Hasta el Berrugo estaba menos incisivo y cruel que de costumbre: le habían salido dos carros más de yerba que otros años, y se había recogido el agosto en un día menos.

Por todo lo cual había en la mesa una tartera de plus con el sobrante de la cabra laceriosa, y se remató el festín con una rueda extraordinaria de un blanquillo averiado que el anfitrión pensaba arrojar a la pila del estiércol.

- XVIII - : Vuelta al pleito de Marcones

Y aconteció que Inés, apenas hecho aquel tratado de paz con su maestro, se vio obligada a poner a prueba el buen andar de aquella máquina de su cerebro, que poco antes había comenzado a moverse segura, pero lentamente; porque llegó a encontrarse muy mal a gusto en la escuela, desempeñando el papel de simple receptáculo pasivo de las enseñanzas de Marcones, y quiso tener allí su iniciativa propia, de modo que, sin dejar de ser discípula, pudiera dirigir a su profesor.

Parecerá esto algo contradictorio, y aun muestra de inverosímiles atrevimientos en la dócil y modestísima educanda. Pues no hay semejante cosa. Inés seguía admirando el saber y hasta el método de enseñanza de su maestro, y ni remotamente creía que el que ella trataba en imponer allí valiera ni siquiera tanto como el otro; pero ocurría que entre las aprensiones de Inés se había enmarañado de pronto el concepto personal, la idea cristalizada de Marcos vivo y efectivo, de tal suerte que ya no puede explicar sino con el ejemplo de lo que pasa a ciertas personas aprensivas, con la forzosa y continua presencia de un arma de fuego, cargada: temiendo hasta que se dispare sola, la ponen a cubierto de cualquier imprudencia temeraria y de todo golpe casual. Pues bueno: Marcones, desde el estallido de marras, era para Inés un escopetón cargado de metralla hasta la boca, que podía volver a dispararse solo a la hora menos pensada; y para aislarle, para mantenerle en la posición menos peligrosa, para evitar y aun para conjurar los golpes casuales, o, viniendo a lo concreto, para prevenirse contra sus ímpetus fogosos, para conjurarlos y para dirigirlos, no había encontrado otro medio que llevar la voz cantante en la escuela. Esto no había de conseguirse ventilando allí asuntos de cocina ni chismecillos de vecindad, sino temas de mayor fuste; puntos pertinentes a las materias de su enseñanza y atrincherarse con ellos; atiborrarse el magín de teorías, de dudas y de reparos, y acosar al profesor incesantemente con estas armas, obligarle a estar atento siempre y amarrado a esas escaramuzas de la discípula; y en cada intento de escapada por el portillo abierto o por la brecha desatendida, acudir allá con nuevos pertrechos que le distrajeran y hasta le abrumaran.

Todo esto había intentado Inés, y lo que es más de admirar, todo esto había conseguido en pocos días, sometiendo con heroica voluntad su buena inteligencia a una gimnasia desesperada. No eran ciertamente campo adecuado al ejercicio de tan hermosos elementos de investigación y de análisis los cuatro libracos de texto que Marcones la había prestado, y algunos más, por el estilo, que conservaba de su madre; pero lo que a la labor le faltara de ancho, lo tendría de hondo; y si no hallaba al cabo grandes cosas, aprendía la manera de buscarlas, lo cual, apurando bien su tesis, era lo que más falta la hacía por de pronto.

Procediendo de este modo, buscando el por qué de aquellas materias mal esbozadas, y supliendo con el buen sentido lo que en ellas no se columbraba, se halló de manos a boca con que en lo que iba dejando atrás, después de sometido a nuevo análisis, veía ella mucho más de lo que la había enseñado su maestro; y con esto, y con lo que no traslucía bastante claro, y con lo que de intento enturbiaba para dar que hacer con la supuesta duda a Marcos, no solamente le tuvo durante una semana pendiente de su capricho, sino vencido casi siempre, y muy a menudo estupefacto.

Pero ¿qué mosca había picado a Inés para lanzarla tan de repente por aquellos trigos de Dios?

La mosca esa daría motivo para que se luciera aquí de firme una pluma diestra en anatomías psicológicas y en disquisiciones fantasmagóricas, por los profundos de las más recónditas oscuridades del espíritu humano, cuando encarna en naturalezas tan sensibles, dóciles y bien equilibradas como la de Inés; pero la mía, quiero decir mi pluma, torpe y desmazalada de por sí, que a la luz del mediodía y por caminos muy trillados se ve y se desea para no andar a tropezones, renunciando hasta al intento de echar una suerte entre los, para ella, inextricables laberintos de esos perifollos de arte, dirá a la buena de Dios que el miedo a los tiros escapados del escopetón de mi ejemplo, se le habían infundido a Inés, primeramente su buen instinto y excelente gusto natural, que de hora en hora la iban aclarando aquel lado oscuro que tanto la preocupó durante la noche que siguió al estampido del seminarista; y en segundo lugar, la lectura de aquellos librejos recreativos que la había prestado Marcones «para educarla el sentimiento».

Los tales librejos eran novelas de las llamadas ejemplares, obras de propaganda, pensadas y escritas con las intenciones más honradas del mundo, pero que, con excepciones contadísimas, hacen bostezar a los niños que sólo apetecen lo maravilloso, y se les caen de las manos a las mozas casaderas que ya no se deleitan con austeridades candorosas ni con inocentadas insípidas. Y conste ante todo que no me burlo de esta clase de lecturas, aunque me lamente de que no sean más entretenidas y pegajosas, como lo son las muy contadas, que, precisamente por ser así y hasta magistrales, no pasan por el tamiz de las almas pías, que tampoco apechugan con aquéllas... ni con las otras. Va todo ello a cuento y en demostración de las buenas tragaderas de Inés, que se envasó tres obras ejemplares en día y medio, hazaña que casi iguala, si no oscurece, a la que yo rematé, siendo niño, leyéndome en igual tiempo a Misseno, o El hombre feliz, la obra más de bien que se ha escrito en el mundo, indudablemente, pero cuya lectura han terminado muy pocos cristianos y no ha repetido ninguno, yo inclusive.

No tenían los alcances filosóficos de esta novela patriarcal las devoradas por Inés; pero, en cambio, eran los primeros libros de imaginación que ella leía; y por esto, y por tratarse allí de cosas muy hacederas en la práctica de la vida entre personajes de carne y hueso, no tomó los asuntos de los libros como ficciones de una fantasía más o menos gallarda, sino como relatos fieles de aventuras reales y verdaderas. Por feliz casualidad, uno de los tres libros leídos era el mejor de la colección, el menos ñoño, el de más arte y de mayores atrevimientos de pasión y de colorido. Esta novela la cautivó verdaderamente. Reducíase en sustancia el asunto de ella a lo siguiente, según resultaba de la lectura, entiéndase bien, no de lo que se proponía el fervoroso novelista:

Cierto don Zacarías Hernández, hombre muy acaudalado, honradote a su modo, receloso y muy escogido en el trato de las gentes, reglamentado en su vida, devoto hasta cierto punto, menguado de mollera, y, por abominación instintiva, al rape en letras de molde, tenía una hija, llamada Amparo, educada con grandes precauciones, recién salida del colegio, hermosa como unas perlas, muy humildita por régimen, y con unos ojos gachos que, cuando los levantaba, eran dos soles que derretían las piedras. El tal don Zacarías era íntimo amigo de don Justiniano Costales, letrado severo y docto, nacido para la profesión como la hiedra para el muro: a ella se agarraba, de ella se nutría, con ella se deleitaba, y de ella tomaba con los jugos y el arrimo, las líneas del cuerpo, la expresión de la cara, el corte de su ropaje y hasta los contados chistes con que se permitía, muy de tarde en tarde, despejar un poco los celajes sombríos de su frontispicio austero. Estos chistes, aunque eran de los que dan ganas de llorar, se los celebraban mucho los canónigos, tres, con quienes se acompañaba en sus metódicos paseos, amén, entre otros tales, de don Zacarías, que los reía a carcajadas sin entenderlos, porque estaban, los más de ellos, en latín de las Pandectas.

Este don Justiniano, letrado viejo, era padre venturoso de Justino, que ya oficiaba en estrados, mozo de mirar severo, de patillas lacias y de rostro pálido, de luengos faldones, sombrero de copa y botas relucientes, bastón de ballena y guantes de medio color. Según el novelista, que parecía estimarle mucho, así se presentaba siempre en público este joven, que «era solemne sin arrogancia, digno con los altaneros, y dócil y sumiso siempre a la autoridad de sus señores padres». Además, hacía versos en latín y cerraba los ojos cuando se encontraba con una chica guapa en sus cotidianos paseos en la amena compañía de ciertos señores graves, que sólo hablaban de derecho político, de filosofía tomística o de la corrupción de los tiempos. Su mejor entretenimiento era el estudio continuo de la ciencia que profesaba, y no leía libro de imaginación sin someterle previamente «a la censura de su padre espiritual». Este gran muchacho andaba ya rayando con los treinta, y no fumaba todavía delante de las personas mayores, ni había entrado jamás en un café. Abominaba del teatro, sin conocerle, y no reía otros chistes que los de su padre y las agudezas de los tres canónigos, en latín también, aunque no forense: más bien era de refectorio.

El cuarto personaje de los principales de la novela era Isidoro, galancete listo y guapo; jurisperito ya igualmente; pero calabaceado varias veces en la Universidad, por andar más atento a las seducciones del mundo que a los libros de la carrera.

Y sucedió que mientras el don Zacarías Hernández pedía al cielo un marido como Justino para su hija, el don Justiniano Costales suspiraba por una mujer como Amparo Hernández para su Justino, que, a su vez, se regocijaba en la contemplación mental de las dotes, y aun de la dote, de que estaba adornada la hija de don Zacarías. De esta mancomunidad de lícitos y honrados deseos nació, por decreto de la divina Providencia, según el novelista, el declarado propósito entre los dos padres, de que los respectivos hijos se fueran aproximando honestamente, y tratándose y conociéndose poco a poco, de manera que sin esfuerzo se manifestara el afectuoso vínculo que, por necesidad, había de manifestarse entre dos criaturas tan semejantes en la honestidad de sus inclinaciones y en la santidad de sus miras. Y así se hizo. Don Justiniano y Justino dieron en menudear las visitas a don Zacarías; y en cada una de ellas, mientras los dos señores padres departían en un extremo de la estancia, cerca del opuesto, Justino, con las piernas formando dos escuadras rigurosamente paralelas entre sí, dándose golpecitos en la barbilla con el puño de su bastón, cogido por medio con su diestra enguantada, y la siniestra sobre el muslo correspondiente; Justino, digo, en esta postura, muy recomendada por el autor de la novela, y colgándole los faldones de su ceñido levitón hasta cerca del suelo, recitaba a la hermosa Amparo versos en latín, o disertaba sobre una ley de Partida, o acerca de la política dominante «en sus relaciones con los sagrados intereses de la familia y de la sociedad».

Yendo encarriladas las cosas de esta manera, aparece en escena Isidoro, recién hecho abogado, y conoce a Amparo en casa de una amigas, cuyo trato frecuentaba bastante la hija de don Zacarías. Isidoro, como se ha dicho, era guapo y despierto; y hay que añadir que era además apasionado, fogoso, algo poeta, ingenuo, franco y alegre como un cascabel. Le parece monísima la hija del ricacho Hernández, y como lo siente se lo espeta. Era la primera declaración terminante y apasionada que Amparo había oído, porque hasta aquella fecha el otro no se había apeado de sus infolios jurídicos: súpola bien, gustóle el mozo, y continuó la intringuilla; hasta que se olió desde la otra casa, y se ató corto en ella a Amparo, sin decirla por qué, lo cual no era de necesidad para la recluida, porque bien a la vista lo tenía. Isidoro no pecaba de encogido; ella se dejaba caer muy guapamente hacia el lado de su gusto, y continuó el galán pintándola su pasión fogosa en cartitas que la entregaba la sobornada doncella, o en versos alegóricos que le publicaba un semanario de la localidad. A todo esto, continuaba Justino con sus luengos faldones y su aire de magistrado precoz, haciéndola disertaciones sobre derecho político, después de haber agotado la materia del romano; y en vista de que aún tenía tela cortada para buen rato, y de que al otro se le había descubierto también el juego de las cartitas y de los versos alegóricos, pusiéronse de acuerdo los señores padres; habló don Zacarías a su hija terminantemente de lo que no le había dicho Justino una palabra todavía, ponderó los merecimientos y las altas prendas personales del hijo de don Justiniano; excomulgó a Isidoro por calavera y mundano corrompido; aseguróla que no consentiría la menor duda en la elección; atrevióse la pobre Amparo a establecer algunas diferencias, muy salientes entre los dos aspirantes; tomó don Zacarías a descarada rebelión estos reparos; creyó ver ya al demonio metido en su casa y sugiriendo aquellas perversas inclinaciones a su hija; entregó el conflicto al docto discernimiento de los tres canónigos; tomáronle éstos bajo su celosa protección, y con tan buen tino se condujeron, que a los pocos días, según afirmaba en conclusión el novelista, la divina Providencia recompensaba las virtudes ejemplares de Justino casándole con Amparo, desengañada de su error, y castigaba al pícaro Isidoro con la pérdida de aquel tesoro, tan indebida y ansiosamente codiciado por él.

Tal era, a grandes rasgos, lo principal del asunto de aquella novela.

En opinión de Inés, bien estaría este desenlace cuando por bueno le daba el novelista; pero, salvo el respeto debido a un hombre que tan bien plumeaba, y a los tres sabios varones que habían convencido a Amparo, si ella, Inés, hubiera sido llamada a entender en aquel pleito y a sentenciarle en conciencia, condena a Justino y casa a Isidoro con Amparo. ¡Lo que es la inexperiencia en las cosas del mundo y en los achaques de la vida humana! A ella le parecía que Justino el estudioso, con aquella levita tan larga, y aquella cara tan seria, y aquellos versos en latín por todo recreo, y aquellos discursos tan sabios, que la recordaban las homilías de Marcones, no resultaba de lo más al caso para marido de una muchacha tan alegre y tan linda como Amparo; mientras que Isidoro... ¿Y por qué se llamaba malo y corrompido a Isidoro, que, como estampa, valía cien veces más que Justino, o mentían las señas que daba de él el novelista? ¿Qué maldades suyas se referían en el libro? Que era aficionado a danzas y espectáculos, que con una mano cogía el dinero que le enviaban de su casa y con la otra lo gastaba en divertirse y en engalanarse; que se perecía por las chicas guapas; que las requebraba siempre que podía; que leía muchas novelas y demasiados periódicos; que conocía a muchos periodistas y copleros, y se tuteaba con un cómico; que en una ocasión había empeñado la capa para prestar a un amigo menesteroso siete duros, y que era muy alegre y muy chancero... Corriente. ¿Y qué edad tenía Isidoro? Veinticuatro años, y además era fuerte, ágil, no de mucha altura, pero muy gallardo, morenito, de ojos y bigote negros... en fin, que era una golosina para muchos paladares de buen gusto, y él no hacía por su parte todo lo que debía para no dejarse tentar del demonio, que, en forma de chica guapa, le tentaba de continuo.

-Pues, señor -concluía Inés-, con el respeto debido al saber de los tres señores canónigos, paréceme a mí que con estas prendas y a los veinticuatro años de edad, lo menos malo que puede hacer un hombre es lo que hacía el pobre Isidoro. Si robara o matara o escandalizara con sus vicios... Pero ser un poco alegre de genio, bastante desaplicado en el estudio, algo coplero y muy aficionado al trato de las muchachas bonitas... Más raro me parece a mí lo del otro: a su edad y con su carrera, no fumar todavía delante de las personas mayores, y entretener a su novia con aquellos sermones tan enrevesados y con aquellas coplas en latín. Además, cuando a Amparo la aconsejaban que se decidiera por Justino, ya Isidoro había concluido su carrera y tenía juicio y era hombre tan capaz como el que más... Vamos, que si yo soy Amparo y no se mete la Providencia por medio, me quedo con Isidoro, como tres y dos son cinco. ¡Lo que es no entenderlo! ¡Qué cosas diría a las chicas el diablo de él, con aquella viveza de sangre y aquellos ojos negros y aquella gracia para las coplas! Debe de dar mucho gusto eso... Aquí la máquina consabida hizo por sí misma un cambio de engranajes, y llevó los recuerdos de Inés a aquellas largas temporadas que, de niña, pasaba en San Martín de la Barra. Allí había visto ella, entre las diversas y extrañas gentes que veraneaban, hombres que se daban un aire a ciertos personajes de las novelas que acababa de leer; pero ninguno de ellos era tan guapo como Isidoro, aunque se le pareciera un poquito.

Juraría que aquélla era la primera vez que los veía en el espejo de su memoria, y tal como los había visto entonces sin fijarse en ellos. Se atrevería a contarlos uno a uno. Y ¿por qué le asaltaban ahora estos recuerdos y antes no? ¡Cosa más rara!... Y ¿de dónde serían aquellos forasteros? ¿Vendrían todos los años a San Martín? ¿Tendría cada uno de ellos una historia parecida a las que ella acababa de leer? ¿Harían versos? ¿Hablarían como Isidoro? De todas maneras, los hombres de aquella traza no eran tan raros ni tan escasos, cuando en un lugar tan pequeño como San Martín se reunían tantos, tan distintos y en tan poco tiempo. Desde entonces no había salido ella de Robleces (donde las únicas levitas eran la del cura y la del médico) en media docena de ocasiones, a otras tantas romerías cercanas; y esas veces, a la fuerza y con los ojos velados por la negrura de su tedio, la había llevado Romana por hacer público alarde de su imperio en la casa, o de un celo cariñoso de madre postiza, en que nadie creía. No recordaba haber visto en esas salidas horribles de la traza de los bañistas de San Martín, o de los personajes de las novelas. Solamente Marcos... ¡Marcos!... Otro cambio repentino de la máquina. No ya Isidoro, tan guapo y tan elegante y tan donoso de palabra; Justino el de los latines, cualquiera de los bañistas de San Martín que hubiera visto y oído a Marcos, gordinflón, negrote, puerco de uñas y de ropa, poroso y medio eclesiástico, decirle a ella las cosas que la había dicho, ¿qué hubiera pensado del suceso? ¿Qué rechifla no hubiera hecho de los dos?

Y aquí se tapaba Inés la cara con las manos, y se asombraba de no haber caído mucho antes en la cuenta de aquellas enormidades. En fin, que las cosas no podían seguir de ese modo, y había que cortar por lo sano. No le plantaría en la calle sin más ni más, porque, al cabo, a tuertas o a derechas, le debía un gran beneficio; pero iría desprendiéndose de él poco a poco, y, entre tanto, le mantendría a raya.

Tal fue el camino por donde llegó Inés, en pocas horas, a encontrar abominable aquel escopetón que en otras pocas más se le había hecho temible.

Marcones, a todo esto, no sabía qué pensar de aquella táctica sutil, de aquellas estratagemas diabólicas con que la discípula le perseguía y le acorralaba y le tapaba los resquicios por donde se le escapaban a él los humos y las chispas del volcán que estaba devorándole por dentro, particularmente desde que había comenzado el agosto del Berrugo y no se oía una mosca ni se veía alma viviente hacia aquella parte de la casa donde estaba el cuarto de la escuela. Andaba el mozón desasosegado y mohíno; y con cada varapalo que recibía de Inés, se ponía más bravo y sospechoso. ¿De dónde habría sacado aquella trasta tantos recursos y tan de repente? ¿Por qué andaba tan sobre sí y le tenía en perpetua batalla y le ponía en tan graves aprietos? ¿Qué diablejo la había infundido tanto valor, tanta travesura y tanto saber?... De las novelas, nada le decía por más que la preguntaba.

-No he empezado a leerlas -le contestaba siempre que el otro le hacía la pregunta, para buscar una callejuela por donde sacarla al terreno en que la esperaba él.

Al fin, una tarde se le anticipó ella diciéndole:

-Ya he leído tres.

-¡Hola, hola! -exclamó Marcones sobándose las manos-. Y ¿qué tal, qué tal? ¿Cosa buena, eh?

Inés le ponderó mucho la de Amparo y Justino. Estaba entusiasmada con ella.

-Naturalmente -dijo el seminarista entusiasmado también-. Aquello es la verdad pura: un ejemplo de la más alta y cristiana moralidad. ¡Y cómo está escrito! ¡Con qué arte y con qué!... ¡Cómo viene por sus pasos contados, y qué a tiempo, la Justicia de Dios para dar a cada cual su merecido!

Sobre este punto se permitió Inés algunos reparos, ya conocidos del lector.

-¡Cómo! -saltó Marcones muy contrariado al oírla-. ¿Es posible que no encuentre usted muy arreglada a justicia aquella conclusión?

-Ya le he dicho a usted -repuso Inés- que lo estará, cuando aquellos señores, que tanto sabían, lo arreglaron así; pero...

-Pero -añadió Marcones interrumpiéndola- usted lo hubiera arreglado de otro modo, si lo ponen en sus manos. ¿No es eso?

-Justamente -respondió Inés-. ¡Vea usted lo que es la ignorancia y la!...

-¡Un joven -prosiguió el de Lumiacos, casi indignado con la ocurrencia de Inés-, un joven como Justino, con el discurso y la formalidad de un hombre maduro! ¡Un muchacho que habla y hace versos en latín, como agua, y maneja los clásicos por debajo de la pata, y sabe de memoria el Fuero Juzgo y las Partidas y todo el Derecho romano, y es humilde y temeroso de Dios, y dócil y sumiso a la autoridad de sus señores padres, y ni siquiera fuma delante de las personas mayores!...

-Pues por todo eso -dijo Inés.

-Por todo eso ¿qué? -preguntó Marcones mirándola fieramente.

-Por todo eso -insistió ella- no le hubiera yo casado con Amparo, que era tan guapa y tan joven, y tan alegre y tan rica. Me parecía Isidoro más a propósito para ella.

-¡Isidoro! -exclamó escandalizado Marcones-. ¡Un danzarín desjuiciado! ¡Un títere que no sabe hacer una oración primera de activa; que recibe el título de abogado por misericordia; que corteja a las chicas casquivanas y publica versos profanos en los periódicos, y empeña la capa y se tutea con un comediante! ¡Casar una peste así con una criatura como Amparo! ¿En qué cabeza cabe? ¿Con qué lógica, Inés; con qué moral? ¡El saber, las virtudes, a los pies de la corrupción mundana! ¡El juicio y el entendimiento, pisoteados por la locura impía! ¿Qué sería de nosotros, los buenos, con unas leyes de moral así? Usted no ha reflexionado bastante, Inés; usted está alucinada... Usted no puede pensar de ese modo... o está contaminada también del virus ponzoñoso.

Mucho, muchísimo se alegraba Inés de ver a Marcones tan irracional y tan bruto en aquella cuestión. Así le resultaba más antipático, y con ello la costaría menos trabajo llegar hasta donde se proponía aquella tarde. Diole cuerda de intento para que despotricara más; y cuando ya el pedazo de bárbaro no tuvo dicterios que proferir ni excomuniones que lanzar contra los mozos mundanos, y las mozuelas extraviadas, y las ideas disolventes, y «los gusanos viles» y «el liberalismo diabólico», y «la masonería de Satanás» porque todo esto atropó allí abogando por la causa de Justino el estudioso, contra el infeliz Isidoro y «los corazoncitos piadosos» que se compadecieran de él; cuando a tales extremos, repito, hubo llegado el energúmeno, y rendido y fatigoso, viendo que daban en duro sus desatinados machaqueos, dijo a Inés que era ya hora de dar principio a las ordinarias tareas, Inés, que no se había sentado todavía ni en sentarse pensaba, acabó de atolondrarle con estas sencillísimas palabras, dichas con la mayor serenidad:

-He resuelto suspender las lecciones.

-¡Cómo! -exclamó Marcones estupefacto-. ¡Suspender las lecciones ahora!... Y ¿hasta cuándo? ¿Por qué?

-Porque -dijo Inés respondiendo a la segunda pregunta, sin querer hacerse cargo de la primera-, porque está la casa muy revuelta con el trajín de estos días; y además, he comenzado hoy la novena de San Roque.

-¡Vaya una oportunidad! -replicó Marcones después de permanecer unos instantes muy pensativo y contrariado; y en seguida añadió, descubriendo, sin poderlo remediar, la grosera hilaza de sus malos pensamientos-: ¡Suspender las lecciones!... ¡y ahora, cuando en esta parte de la casa se vive como en un desierto, y no se siente una mosca, que nos pueda interrumpir!

-Pues también por eso -dijo al punto Inés, muy intranquila al ver lo que se leía en los ojos chispeantes de aquel zángano.

Y con muy poco más que esto, se despidió.

-Pero ¿hasta cuándo? -la preguntó él desde la escuela, donde se había quedado a pie firme, azorradón y mascando hieles corrompidas.

-Ya veremos -respondió Inés desde allá afuera, sin volver la cara atrás y andando a buen paso hacia el otro extremo de la casa, donde resonaba la bulla del trajín de aquellos días.

- XIX - : El caballero del altar mayor

La fiesta religiosa fue tan solemne como todas las que disponía don Alejo en honor del santo patrono de Robleces. No la describo, porque me asusta el riesgo de cansar al lector copiándome a mí propio. ¡He hablado de tantas otras semejantes a ella!

Predicó el cura de Pandos la mejor palabra que se conocía en los pueblos de tres leguas en contorno, salvo la opinión de don Alejo, que le tenía, quizás por un resabio de casta, por orador más atento a pasmar con sus sabidurías que a conmover hiriendo a puño cerrado las flaquezas vulgares del rústico auditorio; pero era hombre de fama y el predicador más caro de todos los conocidos por allí, y como famoso y caro le eligió para mayor lustre de la fiesta; lustre que no se empañó porque tres o cuatro docenas de ignorantes mujerucas se durmieran aquel día mientras el de Pandos, después de ensalzar las virtudes y méritos del santo «abogado de la peste», tronaba contra las pestes actuales, y se enredó a brazo partido con la peste del espiritismo, la peste del liberalismo y la peste de la masonería. ¿Qué culpa tenían, ni el santo ni su panegirista, de que ni las durmientes ni los hombrones que bostezaban desperezándose, hubieran oído hablar de aquellas cosas en todos los días de su vida, ni de los libros y papeles en los cuales había bebido la materia el orador? Algo así dijo el cura de Piñales, revestido de diácono, gran admirador del perorante, cuando oyó a don Alejo que, con la cabeza inclinada y las manos debajo de la casulla, pero con el ojo y el oído muy atentos a lo que pasaba entre sus feligreses y se predicaba en el púlpito, decía, dando con el codo al subdiácono, gran apologista del Eusebio: «Ahí lo tienes: ¿ves lo que es echar margaritas, y margaritas de pega, a animalucos como éstos? ¡Y tómate seis duros! De a cuatro los conozco yo que a estas horas tendrían al auditorio llorando a moco tendido... Pero así lo quieren, buen provecho les haga». Hablara o no con razones el apasionado don Alejo, el hecho es que el sermón fue del cura de Pandos, lo que equivale a decir que fue «de primera».

Quilino se desgañitó en dos solos muy regorjeados, uno en los Kyries y otro en el Sanctus, habilidad que no lucía él más que en las grandes ocasiones. Pelusa y Gómitos, los dos acólitos de don Alejo, vestidos de roquete blanco con ancho cuello azul, y sotana encarnada, bajo la cual asomaban las perneras de mahón remendado y las alpargatas sucias, zarandearon a más y mejor el incensario, aunque así y todo predominaba en la iglesia el olor a pólvora quemada; porque no tenían número los cohetes que reventaban a la puerta misma del templo, para que de este modo las salvas fueran más sonadas y bien vistas. De la procesión, no digamos: tardó media hora en dar la vuelta alrededor de la iglesia; porque hubo cantadoras y danzantes que precedían al santo: aquéllas, con sendas panderetas muy emperifolladas, y éstos, tres solamente, con tarrañuelas y vestidos de blanco, con muchos pañuelos de seda y sartas de cascabeles hasta en las alpargatas. Parecían enormes sonajeros de goma elástica cuando, al lento compás de las panderetas, piafaban, se erguían, doblábanse, saltaban, iban y venían, y marcaban las mudanzas y corcovos y las cadencias de los cantares de las mozas, con golpes de las tarrañuelas. Por lo que hace al santo, nunca más adornado de relicarios y pañuelos se le vio sobre las andas. Hasta el perruco tuvo su collar de cintas coloradas, honor jamás tributado hasta entonces al caritativo animal. Dicen que fue ocurrencia de Marta, la hija del mayordomo de San Roque, y ocurrencia consultada con Quilino, que había ayudado la víspera a bajar de la urna al santo.

De concurso, el pueblo entero con los trapillos de cristianar. Ni el Berrugo faltó, con su aparejo fino de hombre acomodado, pero no rico. El Lebrato lucía las famosas botas de agua, conservadas como una reliquia a través de los años, a fuerza de no ponerlas y de fricciones de grasa; y el Josco su «vestido bueno», con el cual no estaba tan airoso como con el trabajado y simplicísimo de todos los días, que le dejaba al descubierto una buena parte de su rica escultura. Pilara no cabía en la iglesia, de maja, de contenta y de grandona. Don Elías, que no llegó a entrar en ella por estar ya de bote en bote, con camisa limpia y el sombrero bueno; y sus dos hijas, con los únicos arreos, marchitos y anticuados, que había en la casa para la pareja que estuviera de turno en tan señaladas ocasiones. Quilino, cantando en el coro, parecía un muestrario de galones y trencillas: los llevaba hasta en las costuras laterales del pantalón. También anduvo en la fiesta Marcones, convidado a comer aquel día en casa del Berrugo por condescendencias de éste a las instancias de la Galusa, apoyadas de mala gana por Inés. Iba vestido de negro limpio; y, como medio pieza eclesiástica, se situó a la puerta de la sacristía, en línea diagonal con su discípula, casualmente, por supuesto; la cual ocupaba su sitio acostumbrado cerca del coro, muy arrimada a la pared y enfrente de la puerta principal. ¡Y qué guapísima estaba! con su vestidillo flamante de muselina color de barquillo, liso y modesto como el de una colegiala, y su mantilla negra, entre cuyos pliegues, como si fueran molduras de un marco de ébano, asomaba el óvalo gracioso de su cara, de la que hubiera podido decirse, hablando en culto, que parecía una leyenda en que se confundían, con arte maravilloso, lo dulce y lo picante; cara, en suma, para todos gustos y temperamentos, y muy particularmente desde que se asomaban a sus negros ojos las revoltosas ideas que se le habían despertado detrás de ellos.

Pues sépase ahora que con estar tan lucida la fiesta, no fue ninguna de sus particularidades, predicador inclusive, lo que más llamó la atención de los concurrentes, sino otra cosa harto más profana, y, sobre todo, bien inesperada: un caballero que estuvo en el presbiterio durante la función entera y verdadera, junto a las mismas andas del santo. Era hombre joven, de los de treinta bien corridos; de buena estatura, gran aire y elegante atavío; llevaba los bigotes engomados, y el pelo cortado a media tijera; el pelo y los bigotes eran castaños, la cara de buen color, y las facciones muy regulares. En conjunto, podía llamarse un buen mozo bastante guapo. Cuando los demás se sentaban, él se ponía de pie y algo más vuelto hacia el público que al altar mayor, y entonces se le podían contar hasta los botones de su blanca pechera y los gruesos eslabones de su leontina de oro; y cuando, bastante a menudo, sacaba su reloj y le hacía saltar la cincelada tapa, relampagueaban en ella, lo mismo que en la piedra del anillo que ostentaba en su diestra, la luz que penetraba por las vidrieras de enfrente y hasta la de las velas que alumbraban al santo desde la meseta que sostenía las andas.

Mientras el orador de Pandos permaneció en el púlpito, el caballero, plantificado junto a la barandilla y de cara al público, le recorría minuciosamente con la mirada. Inés hubiera jurado que esta mirada del caballero elegante se detenía algunas veces en ella. Marcones hubiera jurado lo mismo. Por sí o por no, la hija de don Baltasar no miraba al caballero sino cuando estaba segura de que el caballero no la miraba a ella. Marcones, en tanto, soltaba cada carraspeo que hacía retemblar las bóvedas. Pero ¿quién era «el caballero del altar mayor»?. ¿Por qué se había plantificado allí, en día tan solemne, a la par del mismo San Roque y haciendo juego con los tres señores curas cuando éstos se sentaban en el banco de la Epístola? ¿Por qué miraba con aquel descaro a la gente, y no se sentaba jamás? Cierto que se arrodillaba a tiempo y no escandalizaba a nadie con actos de irreverencia; pero ¿por qué sacaba tan a menudo el reloj, y le relucían tanto la cadena y las sortijas? y sobre todo, ¿por qué estaba allí y no en otro sitio más retirado de la iglesia, y tenía aquellos pinchos en los bigotes?

Estas y otras preguntas semejantes se leían en las caras de los feligreses de don Alejo durante la función, y se oyeron en multitud de bocas después en el portal de la iglesia; y en la carnicería inmediata, donde se despedazaban los restos de la vaca sacrificada la víspera por la tarde; y en la taberna contigua, en la que mataban el sefoco de la iglesia muchos que de ella salían ardorosos y sedientos; y en el corro de bolos, y en cualquiera parte donde hubiera dos personas procedentes de la función.

Pero el que estaba sobreexcitado y nervioso era el médico don Elías, que había atisbado al forastero desde la puerta trasera de la iglesia, por encima de la masa de cabezas, al ponerse de puntillas para ver un poco al predicador. Don Elías no sabía más sobre el caso, que los restantes vecinos de Robleces; pero como a él iba una gran parte de las preguntas, por razón de su porte de caballero, y tenía el prurito de no ignorar en absoluto nada de cuanto le fuese preguntado, y por añadidura le roía como a nadie la curiosidad, el hombre se volvía tarumba para responder a tantos sin decir que no sabía una palabra.

-Yo he visto esa cara -respondía, sobre poco más o menos, para salir del paso, dándose aires de saberlo casi todo-; más: sé quien es ese caballero; sólo que en este momento no me acuerdo bien. Tengo como una idea de que me ha consultado alguna vez cierta enfermedad, y hasta sospecho -aquí bajaba la voz y la daba una entonación misteriosa, acompañándose con los correspondientes ademanes y miradas-, y hasta sospecho que ha de ser uno de esos personajes de la masonería, de quienes hablaba el predicador... Aquellas ojeadas acá y allá; aquel tecleo de manos en la cadena del reloj... masonismo puro... Así se entienden desde lejos, unos con otros, esos pajarracos... Y como donde menos se piensa... En fin, no quiero hablar, por si me equivoco; y lo mejor será que no me tiréis de la lengua... De seguro le han conocido mis chicas, y ellas me sacarán de la duda...

Entre tanto, Inés llegaba a su casa preocupada con las mismas de todo el vecindario y otra más; pero sin afanarse tanto como don Elías por resolverlas. A lo sumo, se decía mientras andaba, como se había dicho en la iglesia mientras miraba al forastero, y aun después de mirarle:

-No es enteramente como Isidoro; pero es del corte de algunos que yo conocía de vista en San Martín. ¿Y por qué se habrá fijado tanto en mí?

Esta era la duda que Inés sacaba de ventaja a todos los concurrentes a la función, exceptuando a Marcones, que estaba más picado de ella que la misma Inés.

Cuando llegó a casa, andaba la Galusa, que no había ido a la fiesta religiosa por cuidar de la cocina, vertiendo en una media fuente y tres platos hondos el arroz con leche que había preparado en un calderillo. Era el postre de la comida de aquella solemnidad clásica. El Berrugo se permitía, en honor de ella, ese lujo, más el de un gallo en pepitoria y dos libras de peces que había comprado al Lebrato, amén de la puchera bien pertrechada de embutidos y carne fresca, y vino abundante de lo poco puro que había en su bodega.

Aún aguardaba a su hija otra sorpresa tan grande como la que tuvo al ver al caballero de marras en el altar mayor; la cual sorpresa se la dio su padre recién llegada a casa, preguntándola:

-¿Qué cara pondría el médico si yo le convidara a comer hoy?

¡En la vida se le había ocurrido otro tanto! Por de pronto, Inés aplaudió la ocurrencia de todo corazón, y su padre mandó a escape con el recado a casa de don Elías.

-Me ha dado esa corazonada -la dijo en seguida- al verle en el portal de la iglesia con cara de hambre y hablando por los codos.

-Ha hecho usted muy bien -dijo la bondadosa muchacha-, porque es un bendito de Dios...

-El otro convidado -añadió el Berrugo mientras Inés se ponía de codos sobre la baranda del balcón, porque este diálogo ocurría entre puertas-, el gandulote de Lumiacos, en el pasadizo queda cuchicheando con su tía... Pero, mujer, ahora que me acuerdo, ¿quién sería aquel caballerete fachendoso que estaba oyendo misa encaramado junto al altar mayor?

-¡Ahí le tiene usted! -respondió Inés al punto, enderezándose repentinamente.

-¿En dónde?

-Por la calleja de la iglesia viene hacia acá.

-Efectivamente -dijo el Berrugo acercándose a la baranda.

La pared del corral, que era alta, ocultó en aquel instante al forastero.

-¿Adónde demonios irá por ahí? -preguntó don Baltasar.

Iba a responder Inés que no lo sabía, cuando oyó un carraspeo muy cerca de la portalada, y por debajo de ella vio asomar unos pies muy bien calzados, mientras el pestillo se movía, levantado desde afuera.

-¡A nuestra casa viene! -exclamó entonces en el colmo de la sorpresa.

-¡Toma, y es verdad! -dijo el Berrugo, viendo asomar medio cuerpo del personaje dentro de la corralada.

El padre y la hija se retiraron muy aprisa del balcón, precisamente en el instante en que entraba en la sala, por la puerta del carrejo, haciendo una pesada reverencia, Marcones, con la boca muy risueña y los ojos muy fruncidos.

Inés estuvo a pique de descubrir el detestable efecto que la produjo la repentina aparición de aquella nube tan negra.

- XX - : ¡Quién era él!

El caballero, después de llamar abajo y de recibir del mismo don Baltasar, desde lo alto de la escalera, el permiso para subir, subió.

-¿El señor don Baltasar Gómez de la Tejera? -preguntó muy cortés, apenas hubo llegado al descanso.

-Servidor de usted -respondió don Baltasar descubriéndose la cabeza, porque descubierta la tenía ya el otro.

El cual le tendió en seguida la mano y le dijo, a vueltas de las palabras usuales del saludo corriente entre personas bien educadas:

-Mil perdones, ante todo, por lo intempestivo de la hora, señor don Baltasar.

-Pase usted más adentro, y cúbrase -dijo el Berrugo interrumpiendo al visitante y cubriéndose él-. Se entiende -añadió deteniéndose y deteniendo al otro, que le seguía-, si lo que tiene que decirme no es asunto reservado; porque, en este caso, hablaríamos en otra parte.

-¡Nada de eso, mi señor don Baltasar! -respondió el personaje- ¡nada de eso! Todo cuanto aquí me trae es claro, natural y sencillo, y puede publicarse a voces a la puerta de la iglesia.

-Pues pasemos adelante entonces... y usted dirá -repuso don Baltasar andando hacia la sala, en la cual se hallaban Inés y Marcones en silencio y de bien distinta manera impresionados con lo que estaba sucediendo a pocos pasos de allí.

Al ver entrar al elegante caballero del altar mayor haciendo reverencias y derramando fragancias de perfumería, Inés, después de responderle con medias palabras, muy mal articuladas, y entre corrientes de fuego que la pusieron rojas las mejillas, manifestó intenciones de retirarse, conducta a que la tenía acostumbrada su padre en parecidas ocasiones.

-¡Oh, de ninguna manera, señorita! -se apresuró a decir el visitante, conociendo las intenciones de Inés-. De ninguna manera consentiré que usted se retire porque yo entre. ¡Pues no faltaría más! Supongo -añadió dirigiéndose a don Baltasar- que esta hermosa señorita es hija de usted.

El Berrugo respondió que sí lo era.

-Pues le felicito a usted de todo corazón, señor don Baltasar, por ser padre venturoso de tan bella criatura... Lo digo sin el menor asomo de lisonja -añadió el expansivo y galante caballero, al ver que la pobre Inés no sabía dónde esconder la cara hecha una lumbre-. ¿Y se llama?

-Inés -respondió el Berrugo, no sé si complacido o molesto con aquellas cortesías a que él no estaba avezado.

-¡Inés! -repitió el otro-. ¡Bonito nombre!

Y como después de esto, y aun algo antes de ello, echara ciertas ojeadas a Marcones, adivinándole la curiosidad le dijo el Berrugo:

-Este sujeto es Marcos, el sobrino de mi criada Romana. Es de Lumiacos, y va para cura. Ahora está de vacaciones, y hoy viene a comer con nosotros.

No ya verde, amarillo y azul se puso Marcones al oír estas señas que de él daba, en el tono más fríamente burlón que pudiera imaginarse, el padre de su discípula, que quizás estuviera en aquel instante comparando su corte, medio eclesiástico, con la vistosa y elegante traza del impertinente caballero del altar mayor. Así fue que, temiendo dar un estallido más gordo, que se lo echara todo a perder, pagó con una cabezada y un gruñido el amago de reverencia que le hizo el forastero, y salió de la sala sin que tratara nadie de detenerle, con lo cual acabó de enfurruñarse.

Solos los tres, y como en familia, sentóse en medio el visitante, por invitación de don Baltasar, y dijo así, con el pulgar de la izquierda en el bolsillo correspondiente de su chaleco, y la diestra en el ala de su sombrero de cazo, puesto de canto sobre el muslo derecho:

-Le considero a usted, señor don Baltasar, y a usted, señorita Inés, y hasta al pueblo entero de Robleces, en la mayor curiosidad por saber de qué nube se ha caído este personaje extraño que se plantifica durante la fiesta de San Roque en mitad del presbiterio, y se cuela ahora por las puertas de esta casa. Lo que menos se han figurado las honradas y sencillas gentes que me han visto allí es que yo había elegido lugar tan alto y ocasión tan solemne para lucir mi cadena de oro y mi pechera con brillantes... ¿Presumo mal, señorita Inés? Vamos, dígamelo usted francamente. ¿No le pasó a usted por la cabeza la aprensión de que yo era un farsante presuntuoso, que elegía aquel sitio para lucir la persona, como los jándalos de otros tiempos?

-No se me ocurrió semejante cosa -respondió Inés muy acobardada, pero con toda sinceridad.

-Ño es extraño, si bien se mira -dijo el apuesto galán con el acento meloso que suavizaba todas sus palabras-, porque a la edad de usted y con su honrado candor, no caben ciertas malicias... Pero ¿a que se le ocurrió al señor don Baltasar, que ha vivido más años y corrido más mundo y experimentado más gentes?

-Efectivamente -respondió el aludido, sin pararse en barras-: eso fue lo primero que se me ocurrió al verle a usted tan empingorotado allá arriba, y tan peripuesto: que era usted un farsante. Las cosas claras.

-Ya comprenderá usted que no he de ofenderme con esa claridad, cuando me ha visto anticiparme con el supuesto, dándole por bien fundando. Y hablando ahora en pura verdad, ¡si supieran ustedes lo lejos que iban de ella los que me juzgaban de ese modo! ¡Si supieran todos cuán diferentes de esa disculpable flaqueza eran las causas porque he venido hoy a Robleces, y me he puesto a oír misa en el altar mayor, y estoy ahora bajo los techos de esta casa! ¡Si pudieran imaginarse lo que pasaba por mí cuando oía la voz cascada del buenísimo don Alejo, y lo que hubiera dado yo por sustituir, siquiera con la campanilla en la mano, a cualquiera de los muchachuelos que tenían la fortuna de ayudarle! ¡Si supieran lo que yo sentía cuando paseaba los ojos por cada rincón de la iglesia, y por la barandilla del coro, y por la escalera del campanario! ¡Si supieran que no hay un retablo, una imagen, una piedra, un adorno en ese templo, que me sea desconocido! Y sobre todo, señor don Baltasar y señorita Inés, si supieran ustedes lo que pasa por mí al hallarme donde me hallo en este instante, no me tendrían por descortés al declararles, como les declaro, que, al venir a esta casa, dudo si me arrastra más el amor que la tengo que la estima que me merecen las personas que la habitan.

El extraño personaje parecía muy conmovido al terminar esta parrafada, que escucharon el Berrugo y su hija con profundísima atención; y viendo don Baltasar que el visitante se detenía después de las últimas palabras, precisamente las que más le habían avivado la curiosidad, preguntóle con la llaneza que él usaba con todo el mundo:

-Pero ¿quién demonios es usted?

Sonrióse afablemente el interpelado; miró de pasada a Inés, cuya fuerza de atención rayaba en el pasmo, y respondió a don Baltasar de este modo:

-Es posible que no tenga usted noticias de un sobrinillo que embarcó para La Habana el famoso Mayorazgo de Robleces, muy poco antes de venderle a usted esta casa.

-Tengo -dijo el Berrugo- así como un recuerdo confuso de haber oído hablar...

-Pues ese sobrino, señor don Baltasar, soy yo. Tomás Quicanes, natural de Nubloso, pero criado y educado en Robleces al lado de mi tío.

-¿Qué me cuenta usted? -exclamó aquí el Berrugo muy asombrado, o aparentando que lo estaba de firme-. ¡Conque sobrino del Mayorazgo! Pero, hombre, ¡si parece mentira!

-Pues es la pura verdad, señor don Baltasar -repuso el elegante mozo-, y un desengaño bien triste para los que me hayan tomado por un Archipámpano del otro mundo, al verme hoy tan soplado junto a las andas mismas de San Roque. ¿No lo cree usted lo mismo, Inés? -añadió mirando a la guapa chica con la mayor naturalidad.

Pero Inés sólo respondió sonriéndose y volviendo a ponerse colorada, bajando los ojos al mismo tiempo y pellizcándose con una mano la falda de su vestido por cerca de las rodillas.

-Porque las gentes son así -continuó el de Nubloso-, o, mejor dicho, somos así todos, grandes y chicos, cultos e ignorantes. Vivimos de impresiones, y nos merece mayor devoción el santo de más lejos... El caso es, para acabar pronto, que soy Tomás Quicanes, el sobrino del Mayorazgo de Robleces. Fui a La Habana; trabajé veinte años allí, procurando repartir bien lo que ganaba entre el regalo del cuerpo y el del espíritu, a lo cual debo esta poca luz que traigo en la cabeza; es decir, porque no se tome a tonta vanidad, el no volver tan a oscuras y tan romo como salí de aquí. Agenciéme honradamente un capitalito; un pasar: vamos, para la puchera, como se dice por acá, y víneme resuelto a comerla sosegadamente en la tierruca, después de haber corrido una buena porción del mundo que no conocía. Un mes hace que llegué a la Montaña, y dos días que vine a Nubloso, donde no me queda otra familia que un primo lejano, más rico que yo, puesto que es enteramente feliz con los cuatro terrones que labra y la fecunda mujer que le da un hijo cada año. Con esa familia vivo mientras otra cosa resuelvo: tirábame mucho Robleces, por ser mi pueblo adoptivo; era hoy la fiesta de su patrono, a cuya imagen tantas veces quité el polvo y canté coplas de su novena ayudando a don Alejo, como ahora le ayudan los dos acólitos, y, por cierto, con atalajes que no me pusieron a mí nunca, porque entonces no se usaban esos lujos en iglesias como las de este lugar; vine a la fiesta, ocurrió lo que ustedes saben; y dejando para otra ocasión el regalo de darme a conocer a don Alejo, lleguéme a esta casa, donde he tenido el honor de referir lo que en el pueblo no sabe a estas horas nadie más que ustedes.

-Pues vea usted, señor mío -dijo el Berrugo después de unos instantes de silencio-: no me pesa que el caballerete del altar mayor haya resultado sobrino de mi amigo el Mayorazgo, ni que haya sido afortunado en sus negocios en la otra banda; porque de ser cierto que hay dinero por el mundo, cosa que nos parece cuento aquí por la miseria en que vivimos, más vale que caiga algo de ello en manos conocidas. Así lo siento y así lo digo.

-Y yo acepto ese sentir con todo el aprecio que se merece, señor don Baltasar.

-Eso me es enteramente igual, amiguito, con franqueza; quiero decir, el que me aprecie o no me aprecie lo que le he dicho. A mí me basta para galardón de mis sentimientos, el gusto de no atragantarme con ellos. Y dejando estas coplas a un lado, ¿qué otra cosa se le ofrece a usted por aquí, en que podamos servirle?

A esta pregunta se sonrió el indiano; bajó un poquito la cabeza y se golpeó varias veces el muslo con el sombrero. Después le cogió con ambas manos, cruzó los pies; y volviendo a mirar, siempre muy risueño y oloroso, a don Baltasar, le dijo:

-Si le contestara a usted que nada se me ocurre, señor don Baltasar, más que satisfacer el gusto, medio satisfecho ya, de respirar el aire de esta casa, tan llena de recuerdos para mí, y de ponerme a las órdenes de sus afortunados dueños, no contestaría toda la verdad.

-Pues, por si acaso era así -repuso el Berrugo-, le he preguntado a usted que en qué otra cosa podíamos servirle.

-Hay otra cosa, en efecto -replicó el indiano, tomando nueva postura en la silla, no menos airosa que las anteriores-, en que usted podría hacerme un servicio superior a todo encarecimiento; pero de esa cosa no venía enteramente resuelto a tratar hoy, porque ni es de urgencia inmediata ni el momento que he aprovechado para saludar a ustedes da para ello.

-Pues yo le voy a dar a usted -dijo el Berrugo- otra prueba de lo netas que las gasto, declarándole que con eso que acaba de decirme me ha metido en grandes ganas de conocer esa cosa que usted desea.

Rióse aquí de todas veras el indiano, volviendo un instante los ojos hacia Inés, que no estaba menos picada de curiosidad que su padre, y respondió:

-Ese declarado deseo de usted, señor don Baltasar, me obliga a romper las consideraciones que me detenían, y voy a satisfacérsele inmediatamente; pero a condición de que, por anticipado, me perdone usted, si tengo la desgracia de mortificarle algo el puntillo que tan sensible es en todas partes, y singularmente en esta tierra; yo, por de pronto, le aseguro que si creyera que en lo que voy a proponerle había motivos racionales de mortificación para usted, no se lo propondría...

-¿Quiere usted -saltó el Berrugo muy impacientado ya- dejarse de jarabes de confitería, y decirme en las menos palabras que pueda, y a la pata-la-llana, lo que pretende de mí?

-Pues pretendo -respondió el sobrino del Mayorazgo, sorteando con soltura y gracia aquellas impetuosidades de su interlocutor-, y por supuesto, señor don Baltasar, pura y simplemente como por ansias del corazón, como por antojo de enamorado sensible...

-¿Otra vez a la confitería? -exclamó el Berrugo, casi levantándose de la media silla que ocupaba.

-Ayúdeme usted, Inesita, por caridad -dijo el indiano entonces, envolviendo a la suspensa joven en una mirada muy risueña y en una nueva onda de fragancias-; ayúdeme usted a contener la noble sinceridad de su señor padre, que no me deja ser tan cortés y respetuoso como yo quisiera y él se merece...

Pero como Inés no le respondía más que con sonrisas, muy dulces, eso sí, y con pellizcos a la falda del vestido, y las impaciencias de su padre crecían por momentos, el indiano añadió en seguida volviéndose hacia don Baltasar:

-Puesto que usted lo pide neto y sin repulgos, allá va tan neto y claro como la luz del sol: deseo comprar esta casa. ¿Me la quiere usted vender?

-¡Demonio! -exclamó el Berrugo alzándose media cuarta sobre el asiento, mientras Inés le miraba con el asombro pintado en los ojos-. ¡Venderle yo esta casa!

-Es una proposición como otra cualquiera, señor don Baltasar -dijo el indiano, dominando perfectamente la escena con sus aires de gran personaje-. La quería usted clara, y clara se la he expuesto... Los motivos ya le he indicado a usted cuáles son... motivos que llama usted, con suma gracia, de confitería; pero que en un hombre de mis ideas y de mis sentimientos, pueden mil veces más que todas las pompas de la tierra... En cuanto al precio, el que usted fijara. No creo que fuera tan alto que pasara de ciertos límites, ni yo me considero tan pobre que no pudiera pagarle a usted, hasta con réditos, las ganas, como sería justo. ¿Es esto hablar claro también, señor don Baltasar? Creo que sí. Pues ahora, si en ello hay algo que pueda mortificarle a usted, bórrese, olvídese... y como si no hubiera dicho nada.

-¡Qué demonio he de ofenderme yo por esas cosas! -respondió el Berrugo, que estaba entonces en sus glorias-. ¡A buena parte viene usted, hombre! ¡Ni que se tratara de una puñalada por la espalda!... Sépase usted, para en adelante, que yo soy de los que creen que hay derecho para proponer la compra de cuanto se le ponga a uno por delante; más creo: creo que el comprar o no comprar lo que se desea sólo es cuestión de precio. Y esto no lo digo por empezar a subirle el de mi casa, sino como regla que profeso en la materia, por razón de lo que llevo visto y observado.

-Sin decirle ahora, señor don Baltasar -replicó el indiano, que andaba tan atento a las impresiones reveladas en Inés como a las palabras de su padre-, hasta qué punto estoy de acuerdo con esa regla de usted, yo me felicito, por lo pronto, de que la proposición que he tenido el honor de hacerle no le haya mortificado lo más mínimo. Y esto declarado, me atrevo a pedirle a usted permiso para dirigirle otra pregunta.

-Ya está usted haciéndomela -contestó el Berrugo.

-Lo que usted me ha dicho respondiendo a mi proposición, ¿significa que queda aceptada en principio?

-¡En principio! ¡en principio! -recalcó el Berrugo en tono desdeñoso-. En principio están en venta, bien dicho se lo tengo, todas las cosas de este mundo, hasta la honra de las gentes; ¿y no había de estarlo esta humilde casa, aun sin los deseos que usted tiene de ella? ¡Pues, hombre!...

-Entendido, y muchas gracias, señor don Baltasar. Y ahora, siquiera por lo que el asunto parece disgustar a esta señorita, le pido a usted el favor de que no se hable más de él hasta que las circunstancias lo reclamen; pero con la advertencia, entiéndalo usted bien, Inesita, de que ni ese gusto ni otro alguno mío, daré yo por satisfecho a costa de la menor pesadumbre para usted.

-Mi hija -replicó el Berrugo mirando brutalmente a Inés- no suele permitirse los lujos de apesadumbrarse por cosas que son del gusto de su padre. ¿No es cierto, Inés?...

Y la pobre, perdiendo de repente todos los colores de su cara, respondió tímidamente que sí.

A este incidente siguieron frases muy superfinas y corteses del indiano, enderezadas, tanto como a templar las crudezas del padre, a quedar él bien acreditado en el concepto de la hija; hasta que al cabo de otra buena ración de palabras sin sustancia, cambiadas con el Berrugo, sacó el deslumbrante reloj, miróle, púsose de pie y dijo:

-Estoy abusando de la bondad de ustedes hace rato: es más tarde de lo que yo creía... quizás iban ustedes ya a comer...

-Pues a propósito -interrumpióle el Berrugo, que aquel día estaba en vena de despilfarros-, ¿por qué no come usted con nosotros? Es ya tarde: desde aquí a Nubloso hay una buena tirada; y además, o somos o no somos de la casa, como quien dice...

-¡Oh, señor don Baltasar! -respondió el sobrino del Mayorazgo, haciéndose una pura miel-. ¡Tanto favor para mí!... ¡Tanta molestia para ustedes!... Yo no sé si debo...

Y en esto miraba a Inés, la cual parecía decirle con la expresión de sus ojos dulces: «quédese usted, sin cumplidos». Al mismo tiempo le soltaba el Berrugo estas claridades:

-Ya sabe usted que yo no entiendo de dulzainas. De verdad ofrezco. Diga claro y pronto lo que más desee. Comida hay abundante, porque es día de repique gordo, y ningún perjuicio nos causa con quedarse. Si nos le causara, me hubiera librado muy bien de convidarle, por si me cogía por la palabra... En resumen, ¿acepta o no?

El indiano, que parecía gustar mucho de las genialidades de don Baltasar, se reía mientras le escuchaba; y en cuanto éste acabó de hablar, le respondió:

-Pues acepto... y con muchísimo gusto.

No bien lo dijo, salió Inés de la sala apresuradamente, al tiempo mismo que entraba en ella, muy sofocado, don Elías.

-Aquí tiene usted otro convidado -dijo el Berrugo al indiano, señalando al médico.

El cual se quedó estupefacto al hallarse, cara a cara, con el caballero del altar mayor. ¡Venturoso y bien singular para él aquel día de San Roque! ¡Convidado a comer por el Berrugo, quizás para ofrecerle los sesenta y dos mil reales del molino, y verse allí mismo en ocasión de averiguar lo que a la sazón ignoraba todo el pueblo!

-Sentiría -dijo después de hacer una reverencia al forastero- haber hecho esperar a ustedes. Camino de mi casa me alcanzó el recado que usted, señor don Baltasar, se sirvió mandarme; desde la puerta de la calle, por tardar menos, dije a la familia que no me aguardara hoy a comer, y a escape retrocedí para acá... Pero ¡qué calor el de hoy y qué sudar en aquella iglesia!

Y sudaba todavía, aunque no había entrado en ella, el santo varón; pero sudaba de emociones súbitas, inesperadas... de puro gusto, en fin.

-El señor -dijo el Berrugo al indiano- es don Elías, el médico de Robleces.

-Para servir a usted, caballero -díjole a su vez don Elías-, aunque no tengo el gusto de...

-Tomás Quicanes -respondió muy cortésmente el forastero, tendiéndole la mano-, y muy servidor de usted.

Estrechósela con ansia el médico; y mientras le miraba anheloso y hasta conmovido, le decía:

-Tomás Quicanes... Tomás Quicanes... Creo recordar... Sí: esa cara... y ese porte... Sólo que no caigo...

-¡Qué ha de caer usted, hombre, qué ha de caer usted! -saltó don Baltasar, que observaba muy atentamente la escena-; ¡si en la vida de Dios ha visto a este caballero hasta que le vio esta mañana en el altar mayor! ¡Cuidado que es gana... de confitear!

-¿Quién sabe? -terció Quicanes, apiadado de don Elías-. Aunque es poco el tiempo que llevo en España, puede el señor haberme visto...

-¡Qué ha de ver, hombre, qué ha de ver este infeliz, que no ha salido de Robleces hace trece o catorce años! Y si no, a la prueba. El señor es -añadió mirando a don Elías y apuntando al indiano- natural de Nubloso, sobrino del Mayorazgo a quien yo compré esta casa. Hace veinte años que se fue a América, y dos días que llegó a su pueblo. Vamos a ver, ¿sabía usted algo de esto? ¿Dónde le ha conocido usted, visto siquiera, hasta hoy?

Bendijo don Elías la desvergüenza del Berrugo, gracias a la cual averiguaba él de un golpe todo lo que necesitaba saber; pero humilló la cabeza y respondió mansamente:

-En efecto: estaba yo equivocado. Sin duda le he confundido con otra persona... Y ¿viene usted -añadió irguiéndose de pronto, quizás por atajar con la pregunta alguna otra salida genial del Berrugo- para volver a marcharse como hacen tantos, o para dejar los huesos en la tierruca?

-Ese es mi propósito, señor don Elías -respondió afablemente el indiano-: dejar aquí los huesos...

Pero el Berrugo no estaba ya para meter la cuchara en las cosas de don Elías: le preocupaba más lo que pasaría en la cocina en aquellos momentos críticos, y dejando solos a los dos convidados, salió de la sala, advirtiéndoles, y era la verdad, que iba a ver a cuántos se estaba de comida.

Y hablando, hablando, el indiano y don Elías, acertó el primero a preguntar al segundo cuántos años llevaba de médico en Robleces, de dónde era nativo y qué familia tenía.

¡Tú que tal dijiste! Si con pretextos mucho más remotos largaba don Elías la historia de sus soñadas grandezas, tan pronto nacidas como acabadas, ¿cómo no soltarla en aquella gran ocasión, a solas con un personaje que no le conocía más que por los informes cáusticos de don Baltasar, y quizás era otro millonario, pero millonario de verdad? ¡Oh, qué día, qué día aquél para el médico de Robleces! Todo, todo se lo dijo; todo se lo refirió al indiano. Lo de sus grandes partidos, lo de las sedas a montones, y la plata por los suelos... lo de la millonada, en fin. ¡Y con qué lujo de pormenores, y con qué emoción tan profunda y conmovedora! Como si lo contara por primera vez. El de Nubloso le escuchó estupefacto.

Cuando, recién acabada la historia, entró don Baltasar avisando que iba ya la sopa a la mesa, aún tenía el médico las mejillas ardiendo, los pelos de punta y los ojos arrasados en lágrimas, las cuales enjugaba con el pañuelo.

-Vamos -dijo el Berrugo al notarlo y dirigiéndose al otro-, ya le echó a usted la millonada encima.

-¿Por qué lo dice usted? -preguntó el indiano, que indudablemente estaba un poco conmovido.

-Por las señales -respondió el Berrugo apuntando a la cara de don Elías- y porque ya contaba yo con ello.

-¡Ay, señor don Baltasar! -exclamó don Elías, plegando en tres dobleces el pañuelo-: cada cual se queja de lo que le duele...

-Verdaderamente -añadió el indiano- es historia interesante la del señor.

-¿Interesante, eh? -dijo en el tono burlón de costumbre don Baltasar-: no lo sabe usted bien todavía; pero ya lo irá sabiendo poco a poco... Ahora, señor don Elías, vamos a matar las pesadumbres en la mesa, que ya nos esperan allá; y con buen apetito, si hemos de juzgar por la cara de tigre enciscado que tiene el seminarista.

-¡Hombre! -exclamó don Elías, muy aliviado ya de sus tristezas con aquella noticia-. ¡Conque Marcones!... digo, ¿conque Marcos también está hoy por acá? ¡Cuánto me alegro!... Pase usted, señor de Quicanes.

-¡Oh, eso no, señor don Elías!... Primero usted...

-¡De ningún modo!

-¡De ninguna manera!

-¡Canario! -dijo entonces el Berrugo, que lo presenciaba-. ¿Esas tenemos también y a tales horas? ¡A ver si pasan de una vez juntos o separados, o los paso yo de parte a parte!

Echólos por delante, y se fueron los tres al comedor.

- XXI - : Arroz y gallo muerto

En opinión de Inés, desde el momento en que se que daba a comer el peripuesto indiano de Nubloso, el asunto de la comida aquella adquiría una gravedad excepcional. Con Marcos y con el médico, todo podía pasar, porque eran personas de confianza y no estaban hechos ni a tanto siquiera; pero ¡con aquel caballero tan planchado y oloroso, que había corrido tanto mundo!...

Y por eso salió de la sala del modo que se dijo. Del tirón, fue a la cocina a advertir lo que ocurría, y sin reparar en la caraza fosca que tenía Marcones, a quien halló paseándose en el carrejo, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. Examinando los manjares, catando las salsas y reparando en la vasija, ¡qué poco, qué malo, qué sucio y qué viejo le pareció todo! Limpió cuidadosamente los careles de los platos y de la media fuente en que se había cuajado el arroz con leche, que ya tenía su buena costra de canela en polvo; bajó la poca y mala loza que había en el vasar, y escogió los platos menos deslucidos por el uso, para reemplazar con ellos los que aún fueran peores de los que estaban ya en la mesa; encargó mucho que se barciaran con gran curiosidad en las fuentes los cocidos y el gallo en pepitoria, y hasta se atrevió a lamentarse de que estuviera un poco salada la sopa de fideos. La Galusa la veía hacer y mangonear, con un despecho muy mal disimulado, y la oía sin responderla más que con un borboteo de colmena, que no cesaba un punto, y algún cacharetazo que otro, bien sonado, o tal cual rabonada en corto; pero cuando oyó lo de la sopa salada, se picó de veras y cantó claro.

-¡Ni anque viniera el obispo a comerla! -comenzó a decir, andando de acá para allá y subiendo el tono a medida que trasteaba y removía mesas y cachivaches-. ¡Ni anque por ello juéramos a perder casorio con el marqués de la fanfarria!... ¡Bah, que te quiero un cuento con el fachendas, que está bien hecho a comer borona fría!...

-Y tú ¿qué sabes de eso... ni qué te importa? -dijo Inés, a quien indignó la grosera reticencia de la criada.

-¡En gracia de Dios -continuó ésta- habla bajo el piojo resucitao, pa que no le oyeran los que no son sordos y andaban por los carrejos, por haber sido echaos de las salas! ¡Vaya con el sobrino del borrachón de Robleces, que ahora no coge en ellas de puro inflante, y antayer salió de aquí muerto de hambre y en carnitas...! ¡Y too nos paece poco pa regalale el gusto al gran señor de morondanga!... Pos un rato hace, ni la sopa estaba salá ni los platos negreaban... ni por aquí asomó naide pa alvertir que si esto arriba y que si lo otro abajo... Y me paece a mí que con lo que era mucho y güeno pa unos, bien puede regalase, sin que se le caiga la venera, el hijo de su madre, que no es de mejor casta que el nieto de la mía. ¡Ya lo quisiera el grandísimo... que con ser tanto y un poco menos, se vería muy honrao! ¡A qué vienen las cosas a parar, María Madre de Dios, y de tan de súpito y contino! Y gracias que paran en esto sólo; que al paso que vamos, día vendrá de echanos a comer al estragal, y en una escudilluca, como a los probes de la puerta... ¡Bah, que eso y más merecemos!... Y vete y vente, tonto de ti, y rompe zapatos y enseña lo que no se sabe; y acábate tú, desventurá del jinojo, y gasta los años olvidá de tu hacienda por mejorar la del vecino...

Marcones, que lo oía desde el carrejo, apareció de pronto a la puerta de la cocina, mustio de continente; y con voz enronquecida y lenta, dijo a la Galusa, mirando de reojo a Inés:

-Hace usted muy mal, tía, en tomar tan a pechos cosas que no lo merecen... o que deben perdonarse, como las perdono yo en la parte que me alcanzan. Obrar bien es lo que me importa; que Dios está en los cielos, y en la tierra no se mueve la hoja de un árbol sin su santa voluntad.

Sin darse Inés por más entendida de las palabras del sobrino que de las últimas de la tía, aunque todas ellas la habían mortificado mucho, salió de la cocina sin desplegar los labios ni mirar a nadie, y se fue en derechura al comedor, pieza triste y destartalada. Allí estaba la mesa puesta para cuatro comensales: faltaba el cubierto del indiano... ¡y qué basto era el mantel y qué mal lavado estaba! Afortunadamente había otro más fino en la alacena... Pero aquellos vasos de vidrio, viejos y con roña indeleble en el fondo... Y de eso sí que no había cosa mejor de reserva... ¡Qué mal, qué mal provista estaba la casa para un lance inesperado como el de aquel día! Y lo peor era que el forastero, al notarlo, pensaría que la culpa de todo la tenía ella, por descuidada e indolente, y no su padre, por ahorrativo y hasta roñoso. Después, Romana, a cuyo cargo andaban todavía allí todas esas cosas, estaba tan encariñada como su amo con la suciedad y la miseria... ¡Oh, era preciso que aquello cambiara ya!... y cambiaría, pronto, ¡muy pronto! De nada la servía a ella ser limpia y esmerada y rumbosa si la otra no la dejaba terreno en que emplearse, ni medios para lucirse, ni ocasión siquiera de pelear contra ciertos resabios de su padre. Pero ¡qué indirectas brutales la acababa de echar! ¡Bien las había entendido ella! Lo del casorio, ¡qué barbaridad!... Lo de enseñar lo que no se sabía... lo dijo por el otro, que estaría resentido con las bromas de su padre... Pues también el tal, con aquel aire gazmoño con que habló a su tía desde la puerta, tapándola toda... ¡Qué grande y qué negro le pareció allí! ¡Qué diferencia con el de la sala! ¡Y se extrañaba Romana de que ella se tomara por él cuidados que no se había tomado por los demás! ¡Qué falta de sentido común, y qué sobras de malas intenciones!... Bueno. Ya estaba cambiado el mantel, y Luca, la otra criada, había puesto encima de la mesa el montón de platos escogidos. Bien poco más lucían que los retirados. Él se colocaría allí, su padre aquí, ella acá y los otros enfrente... No, porque, de este modo, estaría cara a cara con Marcos... Mejor sería poner a Marcos acá y ponerse ella a esta otra parte... Pero entonces tendría de frente al otro... En fin, ya se arreglaría ese punto cuando llegara el caso.

Vino en esto su padre; encargóse de activar las faenas de la cocina, y se fue ella a su cuarto. Allí se lavó las manos, se limpió escrupulosamente las uñas; se refrescó un poquito la cara, que tenía algo ardorosa; se arregló el pelo y los pliegues de la falda; se encajó bien el talle, y pasó repetidas veces las manos abiertas por todas las graciosas hondonadas y gallardas altitudes de su cuerpo, para estirar las arrugas del vestido. Después se miró al espejo, que era bien mezquino ciertamente; y no sé qué juicio formaría de su propia estampa reflejada a pedazos en él; pero aseguro, de mi cuenta y riesgo, que estaba guapísima entonces y hecha una real moza, de los pies a la cabeza, la hija de don Baltasar Gómez de la Tejera.

Oyó, en esto, que la gente se rebullía hacia el comedor; fuese hacia allá, y encontróla arrastrando las sillas para sentarse a la mesa, por mandato imperioso y terminante del amo de la casa. El sitio que la habían dejado a ella libre estaba enfrente del que ocupaba el forastero... La casualidad, o quien allí mandaba, lo había dispuesto así... ¿Qué remedio tenía?

Sentáronse todos, y llegó la Galusa con una enorme sopera entre manos. Dejóla sobre la mesa, y se largó en seguida dando rabonadas; y con tales humos en la jeta, que parecía ir diciendo: «¡así reventéis con ello!» Don Baltasar encomendó a su hija la delicada tarea de hacer plato a los comensales, porque a él «no se le amañaba cosa mayor»; y con este motivo, Inés se puso de pie para dominar mejor las alturas de la sopera, y tuvo ocasión el indiano de Nubloso, que indudablemente era mozo de gusto, de admirar un buen rato la corrección de líneas y la escultural riqueza del cuerpo de la joven, destacado sobre la mesa como torso griego sobre su pedestal. Ocurriósele a Inés, muy atinadamente, que el primer plato debía de ser para el indiano, por forastero y más extraño a la casa que los otros convidados; y así lo hizo, con aprobación de su padre, para quien fue el segundo; el tercero se le llevó don Elías, por razón de edad, y aun por ser la primera vez que comía allí; después, ya no había que dudar: el cuarto, es decir, el último, para Marcones. ¡Con qué tripas le dio las gracias por la atención el seminarista de Lumiacos!

Servida Inés y vuelta a sentar, comenzó la comida, y con ella el obligado tiroteo de palabras entre los comensales. El de Nubloso la tenía fácil y amena: don Baltasar le tentó sin ambages; y el mozo, nada pesaroso de ello, rompió a hablar (muy al caso siempre y trayéndolo todo bien traído, con agudas salidas del carril, de vez en cuando, hacia éste y hacia el otro comensal, y particularmente hacia Inés, que le oía embelesada) de sus cosas y de sus peregrinaciones. Las había hecho repetidas veces por los Estados Unidos; conocía a Inglaterra y a Francia, y singularmente a sus capitales. Y no siempre fue el vicio de ver y de admirar la fuerza que le arrastró a los viajes. A la mayor parte de ellos fue impulsado por sus negocios. Desenvolviendo este tema, dejó traslucir, bien a las claras, que tenía caudales depositados en los Bancos de Londres, de París y de Nueva York. Él era español en cuerpo y alma, por lo que toca a su amor a la patria como suelo y como madre; pero como nación, como estado político, ya no tanto. En este concepto, España le parecía una matrona, muy hermosa sí, pero a la que no se le podía fiar media peseta. Por eso había tenido él buen cuidado de dejar el puñado de ellas que le habían producido veinte años de desvelos, a buen recaudo, antes de entrarse por las puertas de aquella gran señora, tan ligera de cascos.

Puestas aquí las cosas, hizo animadas pinturas, verdaderas o fantásticas, de las gentes y costumbres de por allá, tan distintas de las españolas; pero las que le merecieron grandes preferencias fueron las norteamericanas. Sobre estas gentes y costumbres habló largo y tendido, y sacó a relucir todo el catálogo convencional que existe ya consagrado por el uso, de las enormidades, en lo malo y en lo bueno, de los supuestos «bárbaros de la civilización»: lo de los ferrocarriles tendidos sobre cuatro estacas podridas encima de un abismo horroroso; lo de las casas con ruedas; lo de las cuadrillas de forajidos europeos convertidos allí, en un par de meses, en hombres honrados y poderosos; lo de las ciudades de cien mil almas con monumentos grandiosos, creadas en año y medio donde antes no había más que un bosque virgen plagado de Pieles rojas; lo de las señoritas que viajan sin otra compañía que el revólver, a quienes todo el mundo respeta mientras ellas se mantengan dentro de las leyes de esa nueva orden de caballería de doncellas andantes, etc., etc., etc., para venir a parar a que el pueblo yankee, dijérase lo que de él se dijera, y casi siempre por censores que no le conocían, era un gran pueblo...

-¡Niégolo en redondo! -dijo de repente la voz iracunda y retumbante de Marcones, que ya estaba hasta la coronilla de la charla del de Nubloso, de sus miradas a Inés, de la fascinación con que ésta le atendía y de la importancia que daban al charlatán los otros dos papanatas que le tiraban de la lengua.

El indiano se quedó suspenso ante la embestida feroz del seminarista; don Baltasar estuvo a pique de tirarle con un vaso; don Elías se hacía cruces mentalmente, y a Inés se le bajaron los colores de la cara.

Más sereno que todos ellos el indiano, preguntó muy fino, y hasta risueño, al de Lumiacos:

-Y ¿por qué lo niega usted?

-Lo niego -respondió Marcones, verde y convulso, a causa de no haber en derredor suyo dos ojos que le miraran bien- porque tengo razones para negarlo.

-Y ¿cuáles son esas razones? -volvió a preguntar el otro.

-La primera y la principal... la única, si usted quiere, es que no merece el nombre de grande, por rico y poderoso que sea, un pueblo de masones sin religión.

-Y ¿quién le ha dicho a usted que ese pueblo es así?

-Todo el mundo lo sabe.

-No basta esa razón, porque con la misma puedo replicarle yo a usted que todo el mundo se equivoca. En los Estados Unidos hay religión, y muy bien observada, aunque no sea la nuestra, que también abunda; y en cuanto a lo de la masonería, podrá haberla allí como en cualquiera otra parte; pero eso ¿qué? También por acá abunda, a juzgar por lo que nos dijo hoy el predicador; y, sin embargo, bien cacareó la grandeza de España, sin que protestara usted.

-¡Es muy distinto el caso, señor mío! España siempre será España, ¡la patria de Pelayo y de Recaredo!, y si nos aflige también esa peste, cuénteselo usted a los escocidos con el sermón de nuestro gran orador, que tanto la defienden, porque... ellos se entenderán.

-No conozco a esos escocidos ni a esos defensores de esa peste, ni aunque los conociera les iría con el cuento: no por ser de usted, sino porque no vendría muy al caso; pero ciñéndonos al que usted ha sacado a relucir, ¿por qué ha de poder llamarse grande a España con masones, y no a los Estados Unidos con masones también?

-Porque esos Estados Unidos son unos herejes dejados de la mano de Dios.

-¡Dejados de la mano de Dios!... Y ¿cómo se explica entonces su gran riqueza y su gran prosperidad?

Aquí se infló Marcones y se bañó toda la cara en una sonrisa triunfal: le había venido a la memoria un latinajo contundente, y le iba a lanzar sobre el indiano, como pudo lanzarle el plato recién desocupado de garbanzos con verdura, que tenía entre las manos:

-Porque -gritó desaforadamente- Oportet heresses esse.

-¿Lo cual quiere decir?... -preguntó el de Nubloso muy tranquilamente-. Porque le confieso a usted, sin rubor, que no entiendo jota de latín.

-Ya, ya me he ido haciendo cargo -replicó en tono burlesco Marcones-. ¡Así va ello!

-¿Quiere usted decirme -preguntó el indiano, con cierta sorna- que sin saber latín no se puede hablar de lo que se ha visto en el mundo?

-Lo que yo digo y repito -añadió Marcones con voz retumbante y ademán airado- es que los Estados Unidos son un pueblo de herejes y de masones, y que, en buena conciencia católica, no puede tomarse la defensa de él sin incurrir en gravísimo pecado.

El de Nubloso soltó la carcajada, y don Elías poco menos; Inés estaba disgustadísima, mirando tan pronto al uno como al otro contrincante. Afortunadamente enfrió don Baltasar en aquel momento los ímpetus del pedantón, con una entrada de las suyas.

-El pecado gordo, zanguangón de los demonios, será el del obispo que te ordene a ti, si piensas oficiar de predicador de esa me manera. ¡Pues dígote que habrá que oírte con paraguas!...

-Yo acepto la reprensión, señor don Baltasar -respondió Marcones, lívido de ira reconcentrada, de rencor y de despecho comprimidos-, por ser de usted; pero no porque sea justa ni haya venido por los trámites exigidos en buenas reglas de moral. Y ahora, conste que quedo maniatado, pero no vencido.

-Y ¿no te queda en el morral -preguntóle el Berrugo con una voz y un gesto que eran dos cuchillos- algún latinajo sobrante para acabar de tendernos boca arriba?... ¡Vaya con los sacristanes de Lumiacos, que van a matar moros a hisopadas!

-Yo reconozco, don Baltasar -dijo el indiano interviniendo de muy buen humor en esta pelea a sartenazos- que el señor estuvo en su derecho al ponérseme de frente del modo que lo hizo. Túvome, quizás, por uno de los apestados a que se refería el sermón de esta mañana, y ha cumplido con su deber saliéndome al encuentro con los puños cerrados. Porque, si yo no era el masón y el espiritista, ¿quién había de serlo en aquel montón de fervorosos aldeanos, hartos de majar terrones? Y si no lo dijo para que se le entendiera, ¿para qué lo dijo? ¿No es así, señor seminarista? Pues pelillos a la mar de todas suertes; y vamos a firmar las paces ahora mismo bebiendo los dos a la salud de esta hermosa señorita, a quien hemos respetado bien poco haciéndola testigo de una porfía sobre puntos que no valen junto a ella dos cominos... Conque arriba el vaso, señor teólogo...

-¡Y el mío también, aunque por él no se pregunte! -exclamó entonces don Elías entusiasmado y nervioso, alzando el suyo, que le temblaba en la mano.

Con esto, el de Lumiacos, no pudiendo ya alegar decorosamente la sutileza con que pensaba eludir el compromiso en que le ponía el indiano, a quien detestaba y maldecía en sus adentros, levantó también, aunque algo a rastras, su correspondiente vaso. Bebieron los tres comensales: Marcones, como si bebiera solimán. Y ¡cómo no, si conocía la treta del pícaro indianete para hacer por recodo aquella fineza a Inés, y estaba viendo que, aunque entre congojas y trasudores, la aceptaba la pícara y le acusaba el recibo con los ojos! Y su padre, ¿por qué se había quedado hecho un papanatas y como quien ve visiones? ¿Cómo toleraba aquel escándalo? ¿Para cuándo guardaba sus despachaderas? ¿Por qué tan groserote y desengañado con él, y tan complaciente y baldragas con el bribón de Nubloso?

Como si el indiano hubiera leído al seminarista estos endiablados pensamientos, le saludó muy risueño con el vaso después de apurarle; y en seguida, lo mismo que si nada hubiera ocurrido, se volvió hacia el médico para preguntarle por las condiciones higiénicas de Robleces, y qué dolencias eran las que se padecían de ordinario en el partido.

A lo que proveyó don Elías cumplidamente, después de carraspear un poco y contonearse en la silla, buscando la requerida actitud. Sobre lo primero, afirmó que no había en la tierra punto más sano que Robleces; y a lo segundo, respondió que las enfermedades más comunes allí eran la lijadura, el padrejón, el paralís y las del arca.

-Veo con placer -dijo el indiano, sin intención aparente de burlarse de don Elías- que la ciencia ha adoptado al fin la nomenclatura vulgar de estas buenas y sencillas gentes.

-No, señor -respondió el candoroso médico-: somos nosotros los que nos hemos acomodado a ella, en la necesidad de tratar a estos enfermos a su gusto.

En esto llegó a la mesa el gallo en pepitoria; y mientras Inés le repartía entre los comensales, don Baltasar cantó la vida y altos merecimientos de aquel animalejo, que dejaba en el corral cinco generaciones de su ilustre casta. ¡Así estaban de negros y correosos sus venerables pedazos!

Después comenzó el indiano, que tenía buena memoria, a preguntar por ciertos sujetos que él había conocido allí siendo niño, y también fue don Elías el que llevó el peso de las respuestas, porque, con ser forastero, sabía de las cosas y personas de Robleces, presentes y pasadas, mucho más que todos los que le acompañaban a la mesa. Por ejemplo:

-Y ¿qué fue de aquel tío Carrancas, muy devoto, que rezaba por delante el Calvario alrededor de la iglesia?

-A ese tío Carrancas no le alcancé yo, ni a su mujer, que le pegaba a menudo; pero sí a su hijo Manuelón, que casó con la Silguera... Tuvieron tres o cuatro de familia, y por ahí andan padres e hijos matando el hambre como Dios les da a entender.

-¿Y en qué vino a parar la famosa Murciégala, que era tenida aquí por bruja? ¡Qué miedo me hizo pasar a mí, la condenada de ella, con aquel refajo negro sobre la cabeza y aquellos ojos chiquitines y relucientes, hundidos allá dentro!

-Esa pagó lo que debía, aunque un poco tarde -dijo don Baltasar, quitando la vez a don Elías, porque en materia de brujas era creyente a puño cerrado-. La muy arrastrada, ¡cuántos daños hizo en el lugar!...

-¿La Murciégala, eh? -añadió el médico inmediatamente a lo dicho por el Berrugo-. ¡Buena alhaja! ¡buena de veras! Estas manos la extendieron el pasaporte.

-Pero, hombre -exclamó el indiano-, ¿cómo puede ser eso, si la dejé yo hecha un carcamal cuando me fui de Robleces?

-Pues ese carcamal fue tirando hasta los noventa y tantos años, y hubiera tirado hasta los noventa mil, por no haber enfermedad conocida capaz de acabar con él.

-¿Cómo acabó entonces?

-De una tunda de órdago que la dieron una noche.

-¿Quién?

-Jamás se puso en claro que fueran manos mortales, por lo que se cree que el negocio fuera cosa de entre ellas.

-¿Entre quiénes?

-Entre las del unto y la escoba, por piques del oficio, ¡o vaya usted a saber! Lo cierto es que mano de hombre no es capaz de poner un cuerpo en el estado de molienda en que yo vi el de aquel demonio cuando fui llamado a eso por la autoridad. Debajo de la cama estaba, como una pila de basura.

-¡Qué barbaridad!

-No habiendo amaño posible para aquel saco de huesos en polvo, se le dio la Extrema, y laus Deo. Le aseguro a usted, señor de Quicanes, que si no acaba de aquel modo o de otro parecido, hoy se encuentra usted a la Murciégala en Robleces, tan campante y tan bruja como en sus mejores tiempos. ¡Qué pelleja de los demonios la suya! ¡Y el benditón de don Alejo que todavía se sulfura cuando se le menciona el caso, y trueca contra la Justicia, porque dice que no cumplió entonces con su deber... ni yo tampoco, por no haber dado cuenta del estropicio al juzgado correspondiente! ¡Me asan, señor de Quicanes; me asan vivo estos inocentes de Dios, si me propaso a semejante cosa!

-Pues vaya, señor don Elías -dijo alzando el vaso el indiano, quizá por no exponerse a que le asaran a él allí si predicaba cuanto se le estaba ocurriendo sobre el particular-, un trago al descanso y sosiego perdurables de esa infeliz pecadora, que tan molida acabó.

-¡Eso sí, voto al chápiro! -respondió el médico, a quien ya le chispeaban los ojos-, que yo no soy hombre de llevar los rencores más allá de la sepultura.

Bebieron los dos mirándose cara a cara y dijo en seguida el de Nubloso:

-Y ahora, para concluir de molestarle con preguntas, respóndame a la que se me pone entre los labios. Cuando me marché de aquí, comenzaba a cobrar el barato en el pueblo y a bullir mucho en el ayuntamiento un tal Planchetas. ¿Qué ha sido de él?

-Pues el Planchetas -respondió don Elías muy hueco, porque cuanto más le preguntaba el otro, más le regalaba el gusto- acabó como debía: en punta. ¿No es así, señor don Baltasar? El Planchetas, realmente era hombre bien acomodado, para lo que aquí se usa. Tenía sus tierras, su casa, sus ganados... todo propio. Era fachendoso de suyo; pensó que aquel pasar daba para los imposibles, y ahí le tenía usted luciendo la persona en todas partes... Feria va, mercado viene, petulancia por aquí, mangoneo por allá; y lo que era peor: comiendo a menudo fuera de casa, ¡y qué comer! A lo príncipe: en las mejores tabernas, y échese y no se derrame; ¡y vengan chorizos a todas horas, y demonios colorados! En fin, hasta que se arruinó. Si no mienten mis informes, el señor don Baltasar le sacó de los últimos apuros... ¿Me equivoco, señor don Baltasar?

El cual no respondió a la pregunta del médico, porque llegaron en aquel instante, conducidos por la Galusa y la otra criada, la media fuente y los tres platos hondos repletos de arroz con leche; y en cuanto los vio en la mesa el indiano, exclamó, sin poderse contener:

-¡Dichosa edad y tiempos dichosos aquellos en que este dulce manjar era mi mayor deleite!... Y perdone el señor estudiante de Lumiacos que yo me permita aplicar aquí este mal zurcido remiendo de mi erudición profana. He gastado muchísimo dinero en libros españoles de ameno y provechoso entretenimiento, y me sé el Quijote de memoria. Usted, que le conocerá tan bien como yo, sabrá con qué frecuencia ve uno reflejados sus propios actos y sentimientos en aquel fiel espejo de la vida humana.

-Yo no gasto el tiempo en leer paparruchas -respondió el seminarista, que verdeaba-. Le necesito para estudios de más fuste y de mayor alcance moral...

-Pues hace usted bien -respondió muy fresco el indiano.

-Sobre todo, por lo que le engorda -añadió el Berrugo, que indudablemente tenía algo de tirria al sobrino de su criada...

Inés se condolía mucho del mal trato que se daba allí a su profesor, cuyas amarguras adivinaba; pero don Elías se frotaba las manos debajo de la mesa a cada apabullo que sufría el pedantón.

Mientras el arroz se repartía, dijo el Berrugo:

-Aplíquense a esto todos los convidados, porque es lo último; y Dios sabe cuándo volverán a verse en otra: a lo menos en mi casa.

-Pues por lo que a mí toca -dijo el perfumado Quicanes, que dominaba ya, a su discreción, el concurso con Berrugo y todo, dirigiéndose a Inés, que le servía-, cargue usted sin duelo... y sin perjuicio de los demás, se entiende; pero a condición de que de lo que me sirva, ha de aceptar después la primera cucharada, que yo le ofreceré como tributo de mi reconocimiento y de mi admiración.

Inés, que le servía del arroz de la media fuente, en cuanto oyó las primeras palabras del apóstrofe, dejó a medio llenar el plato, que tenía en la mano izquierda, y tomó uno de los hondos que vinieron llenos de la cocina. A entregársele iba al afable convidado, cuando éste la espetó la condición de la cucharada como tributo. ¡Y allí fue el apuro de la infeliz! Vaciló unos momentos, roja de vergüenza y temblándole la mano; pero al fin, echando también a broma el lance, alargó muy risueña el plato al otro, que le esperaba afilándose las guías del bigote y con los ojos muy parleteros, y le salió al encuentro alzándose de la silla. La de Marcones crujió en el mismo instante, como si la estuvieran haciendo polvo. Don Elías aplaudió a grito pelado, y el Berrugo ya no sabía qué pensar de aquellas cosas.

Concluido el reparto del arroz con leche, Inés y el indiano cumplieron honradamente sus mutuos compromisos: ella entre congojas de cortedad, pero sin repugnancia maldita, y él... ¡figúrenselo ustedes!

Por remate de todo ello, sacó el tal una vistosa petaca de piel de Rusia con grandes cifras de plata, llena de puros de gran vitola, con los cuales brindó a cada uno de los tres comensales; pero ni don Baltasar ni el médico fumaban; y en cuanto a Marcones, rechazando con irónica modestia la petaca del indiano, sacó él otra de suela, muy resobada y con mugre, y le dijo, eructando, y mientras la abría y asomaban dentro de ella unos papelillos arrugados:

-Gracias, yo no lo gasto tan fino.

Y se puso a liar un cigarro, con el relativo consuelo de pensar que con aquel último trámite de la comida acabarían las estomagadas de bilis que estaban martirizándole. Pero tampoco le salió la cuenta por allí; porque el diablejo del indiano, ayudado de don Elías, consiguió que Inés los aceptara por acompañantes para asistir a la procesión de la tarde y después a la romería. ¡Y el Berrugo que lo toleraba en paz y hasta se había brindado a ir con ellos!

Acordado así, don Baltasar, para hacer tiempo, se fue a sus rondas de costumbre por cuadras y corrales; Inés a sus quehaceres, y Marcones, por de pronto, a desfogar con su tía, ¡que también tenía que oír! las bilis acumuladas.

El indiano y el médico permanecieron solos unos instantes en la mesa, apurando los restos del blanquillo que quedaba en el fondo del botellón.

-Y ¿qué nos hacemos nosotros dos ahora, señor don Elías? -le preguntó el indiano mientras se lavaba las puntas de los dedos en el agua de su vaso, y después de limpiarse esmeradamente los labios con la servilleta-. ¿Adónde iremos, sin estorbar a nadie?

-Sospecho -respondió don Elías- que en la solana del saliente debe de correr ahora un vientecillo muy agradable y hasta digestivo... Podemos ir allá si le parece.

-¡Gran idea, señor don Elías!

Andando los dos hacia la solana y guiando el médico, que conocía bien el camino, dijo al otro, arrimando mucho la boca a su oreja:

-¡Menudos revolcones ha llevado hoy, señor de Quicanes, el pedantón ese! ¡Buenos fueron los que le dio en seco don Baltasar; pero los de usted por lo fino!... La Inés se bañaba en agua de rosas... Es natural...

-¿Por qué?

-Porque no le puede ver... casi me lo ha dicho a mí ella misma... ¡Pues podía no ser así! ¡Una moza de órdago como la Inés!... ¡Para el zoquete de Lumiacos estaba!

-¿Cómo es eso, cómo es eso? -preguntó aquí con viveza y gran interés el indiano.

-Verdad que usted no está en autos -dijo el médico, muy satisfecho y orondo-. Pero esto no es para hablado aquí.

Apretaron el paso; llegaron a la solana, donde, en efecto, corría un nordeste muy delicioso; sentáronse, y continuó de esta suerte el médico, mientras el indiano, sin apartar la atención de las palabras de don Elías, recorría con los ojos el hermoso panorama que se descubría desde allí:

-Pues el pedantón ese anda tras el gato del Berrugo.

-¿Y quién es el Berrugo? -preguntó el de Nubloso, después de arrojar de su boca una espesa nube del humo de su aromático cigarro.

-El Berrugo es don Baltasar -respondió muy bajito el médico-. Le dan ese mote por lo hebra que es y lo... Pues bueno: el Berrugo es riquísimo, señor de Quicanes.

-¿Lo cree usted así?

-Le digo a usted que poderoso.

-Y ¿de qué modo trata de heredarle el seminarista?

-Casándose con Inés.

-¡Casándose con Inés! ¿Pues no estudia para cura?

-Estudiaba, señor de Quicanes, estudiaba, pero hace meses lo dejó... o le dejaron. Con la disculpa de dar lecciones de primera enseñanza a Inés, viene aquí todos los días, para ver si se va colando poco a poco... Amaños del zanguango con la pícara de su tía, la Galusa... El Berrugo no sabe jota de ello; y por el trato que le da hoy, puede usted calcular lo que ocurriría si el gandulote se llegara a explicar más claro... ¡Y el pedantón no cae en la cuenta ni en la mala voluntad que le tiene la Inés, y sigue erre que erre!... Pues, ¿por qué se le figura a usted que fue el estampido suyo cuando aquello de los Estados Unidos? ¡Bastante se le da al hijo de su padre porque haya herejes allá o deje de haberlos!... Con el zancarrón de la Meca apechugaría él si, haciéndose moro, aseguraba la puchera.

-Pues ¿qué mosca le picó entonces?

-El estar usted llevándose las preferencias de todos, y en particular las de Inés. Las cosas claras, señor de Quicanes.

-¡Bah! -respondió éste aparentando dar poca importancia a las noticias y pareceres de don Elías-. Cosucas de aldea.

-Hombre -dijo el médico, cambiando súbitamente de actitud, de tono y de temperatura-, y a propósito de esos Estados Unidos y de esas otras tierras lejanas de que nos hablaba usted: ¿conque tan bonitas son esas mujeres de por allá?

-De primera, señor don Elías, ¡de primera! -respondió el interpelado, después de mirar al médico con cierta extrañeza maliciosa.

-Pues vamos a echar un párrafo sobre ese particular, señor de Quicanes para hacer tiempo.

-¡Hola, hola! -exclamó Quicanes, mirando con socarronería al médico-. ¿Esas tenemos también?

-¡Juego limpio, señor de Quicanes, gracias a Dios! -dijo don Elías humildemente-. Pero, créame usted: aquí vivimos en pura tiniebla sobre las cosas del mundo, y no disgusta un recreíllo de palabra de vez en cuando. Por lo demás, ¡a buena parte viene usted, señor de Quicanes!

-Pues vaya el párrafo -dijo éste, acomodándose mejor en la silla en que estaba meciéndose.

Y hablando él y mintiendo a más y mejor, hecho ojos y oídos don Elías y sonando sin cesar el repiqueteo de las campanas de la iglesia, fue pasando el tiempo, y llegó el Berrugo a advertirle que Inés estaba pronta y esperando para ir a la procesión.

En lo más oscuro del pasadizo tocó don Baltasar al médico en el hombro; detúvose allí unos instantes con él, y le preguntó en son de chunga:

-¿Y cómo va el negocio de los molinos?

-¡Ya pareció el dinero! -pensó don Elías, vuelto de pronto a la realidad de sus estrecheces-. Para eso me convidó a comer. No es tan malo este hombre como se le cree. Pues el negocio de los molinos -respondió en voz alta- en el estado en que le dejamos aquel día, señor don Baltasar. Ya usted ve: falta la guita...

-Pues yo -le añadió el Berrugo- sigo en mis trece: en cuanto descubra el tesoro, con las señas que usted me dio, le pongo en la mano los cuatro mil duros... ¿No son cuatro mil?...

-Sesenta y dos mil reales solamente, según mis cálculos -respondió el médico, de mala gana ya.

-En fin, lo que sea -añadió el Berrugo-. Hombre, y a propósito: ¿ha vuelto usted a ver a la fantasma de la linterna?

-He visto la fantasma -respondió el médico algo crispado-; pero sin linterna y a media tarde, en el callejo de los Mulos; y nada me dijo sobre ese particular ni sobre ningún otro.

Soltóle el Berrugo una risotada que era para el pobre médico una zambullida en agua de diciembre, y se largó detrás del indiano, que aguardaba en el crucero de los dos pasadizos. Don Elías le siguió algo cabizbajo y diciendo para sí:

-Verdaderamente es incurable la indecencia de este hombre.

- XXII - : Examen de conciencia

Corta de genio Inés y modestísima como era, no estaba pesarosa de que la gente la viera en público acompañada del caballero del altar mayor, norte de todas las miradas y tema de todas las conversaciones de aquel día en Robleces, por la mañana y por la tarde; particularmente por la tarde, cuando se vio al caballero que tanto había llamado la atención en el presbiterio, cosido a las faldas de la hija de don Baltasar, y a don Baltasar detrás de los dos, y con don Baltasar, el médico. ¡Cosas más raras!

Así fueron a visitar al santo, que estaba en el cuerpo de la iglesia con todos los perifollos de por la mañana, y a echar unas monedas de cobre en el platillo que había sobre las andas, y después a la procesión, mucho más larga que la otra, pero con las mismas cantadoras y los propios danzantes, hechos ya una porquería de polvo y de sudor, mas no rendidos; y el campaneo y los cohetes y la muchedumbre fervorosa de por la mañana, y otro tercio más de la gente forastera que había venido a la romería. Los curas de Piñales y de Campizas, que habían comido con don Alejo, le acompañaban en la procesión, y Quilino, con un librón abierto entre manos, le hacía el tiple en sus cánticos, a los que contestaba el público a cada instante con un clamoroso «ora pro nobis». Al predicador de Pandos, después de comer también con don Alejo, se le había visto salir de Robleces, a medio galope del tordillo que montaba, en dirección a su pueblo.

Si a don Elías se le hubiera permitido satisfacer su gusto en toda regla, mientras la procesión iba por lo más hondo de la carrera que seguía, se hubiera encaramado él en el tejadillo del porche de la iglesia; y después de mandar que cesara el ruido de las campanas y el de los cantores y el de los cohetes y hasta el de las hojas que removía el nordeste en bardales y cajigas, habría referido a voces, a la muchedumbre detenida allá abajo, la historia del caballero del altar mayor, teniendo buen cuidado de añadir que aquella historia no la había sabido hasta entonces más que él y la familia de don Baltasar.

Pero nada de esto le era permitido al oficioso médico; y, bien a su pesar, se conformaba con decir, a hurtadillas del Berrugo, que iba a su derecha, a cada conocido que pasaba por su izquierda, y aludiendo al indiano que le precedía departiendo con Inés:

-Es natural de Nubloso, y está riquísimo. He comido hoy con él.

La romería se celebraba cerca de la iglesia en una gran pradera, lindante por un lado con un espeso cajigal. En este cajigal humeaban los merenderos y resonaban los cantares, las panderetas y las tarrañuelas de dos o tres corros de baile; y bailes, hasta de tambor, había también en la pradera, con sus respectivos cercos de espectadores; y por entre estos corros de baile y los del cajigal, el «agua de limón fría como la nieve», las banastucas clásicas con perojos roderos, rosquillas duras y avellanas tostás; las bandadas de muchachos oliéndolo y curioseándolo todo, pero sin catar gran cosa de ello, por la pícara contra de lo caro que andaba; el mozón pretendiente colmando de perdones el moquero de la moza... y en fin, lo que de costumbre, por no apestar al lector con pinturas de que ya le tengo harto.

Por allí andaban, alegres y peripuestos y en amoroso grupo, la repolluda Pilara con toda su familia, y Pedro Juan y su padre; éste con las botas de agua, la medalla de Conchinchina y una corbata de seda, lacia y descolorida, anudada a la marinera. En cuanto Pilara vio a Inés y el Lebrato a su padre, se arrimó toda la comparsa a saludarlos... Ya estaba arreglado aquello. Pedro Juan y su padre, habían comido aquel día en casa de Pilara, como si todos fueran ya unos. «La cosa sería allá pa la cogedera de los fisanes, al apuntar la toñá». Comenencias de cada cual lo pedían así. Todos estaban muy contentos; y ya contaba Juan Pedro con darse una vuelta «por ca su amo, pa ponerle en los autos al respetive, como era debido». También Pilara tenía pensamiento de avistarse con Inés para pedirla cierto favor que estimaría Pedro Juan en tanto o más que ella. Era «cosa de los dos en concierto». Inés, que quería mucho a la noble Pilarona, dio el favor por otorgado, si cabía en sus posibles. El Berrugo se hizo de nuevas, y preguntó a Juan Pedro si su hijo era para en casa de la novia, o la novia para en casa de él.

-Es ella pa en mi casa -respondió el Lebrato.

-Más vale así para nosotros -dijo entonces el Berrugo, que, por apego a sus haciendas, parecía muy dispuesto a no haber consentido lo contrario.

Poco después se separaron los dos grupos; y me consta que de la historia de los amores de Pedro Juan y de Pilara, que a instancias del indiano le refirió Inés, tomó pie el placentero acompañante para improvisar una plática que no tenía comparación con aquellas homilías que espetaba Marcones a la hija del Berrugo en los comienzos de su trato con ella. Marcones hablaba y hablaba, tomando los puntos al estilo de predicador, llenando de latines las parrafadas y vomitando tempestades contra gentes que ningún daño le habían hecho. Oyendo a Marcos se podía bostezar y hasta dormirse, y entraban como deseos de santiguarse cuando acababa, y de decir «amén» por remate.

El «predique» del otro fue más dulce, más insinuante y persuasivo: nada de latines ni de Santos Padres; las palabras eran de las más usuales y corrientes y sin adobo de rencores contra nadie; el tema, claro y sencillísimo: parecía que hablaba por boca del oyente; y por eso, con lo que decía a Inés no la daba ganas de bostezar, sino que la llevaba prendida la voluntad; y como si ello fuera gancho con que la sacara de allá dentro lo que más quisiera ocultar ella, la obligó más de dos veces a decir su parecer, sofocada de calor y temblando como una hoja. No había modo de permanecer serena ni enteramente callada, oyendo peroraciones como aquello en boca de un hombre tan elegante, tan cortés, tan afectuoso y perfumado como el caballero del altar mayor. Después de la predicación para ella sola, se volvió hacia don Baltasar y el médico que los seguían, con trazas de ir algo aburridos, y también tuvo ingeniosas ocurrencias con que entretenerlos un buen rato. Luego sacó un pañuelo blanco, de finísima batista, limpio y sin estrenar, y le llenó de cuanto se vendía en los puestos inmediatos; pagó rumbosamente, y ofreció aquellos perdones a Inés, que no se atrevió a rehusarlos, después de haber tomado el médico, por cortesía, un puñadito de avellanas y dos perojos; don Baltasar no tomó cosa alguna, porque «no lo usaba jamás... ni de balde». Pero verdaderamente estaba como algo fascinado con el rumbo y la charla y el atalaje y la conducta de aquel mozo.

El cual, después de bien corrida la media tarde, con el pretexto de que había una hora de camino hasta Nubloso, se despidió afabilísimo de don Baltasar, prometiéndole, y bien recio, no sé si para que Inés lo oyera, volver muy pronto a tratar «del consabido asunto pendiente»; de Inés, con intachable cortesía, y del médico, con la más campechana franqueza. Fuese... y desde aquel momento ya no supieron qué hacerse en la romería don Baltasar ni su hija, ni el médico que los acompañaba bostezando.

Dijo Inés, a poco rato, que se encontraba rendida, y con ganas de volver a casa; aplaudióla el gusto su padre, y se alegró de ello don Elías que ya estaba impaciente por quedarse solo y en completa libertad de echarse por aquellas espesuras de curiosos, para referir a sus anchas la historia, bien comentada, del caballero del altar mayor.

Atravesando el cajigal para abreviar más el camino, vieron muy alborotada y en desorden a la gente de un corro de baile. Detuviéronse a observar desde lejos; y por una abertura que se hizo en la masa circundante, distinguieron allá dentro un bulto pintarrajeado, que volteaba, hecho un ovillo, entre aullidos de espanto y risotadas de burla.

Acercóse don Elías, por encargo del Berrugo, para averiguar lo que era y, por de pronto, había puesto a Inés tiritando de susto; y al cabo de un rato volvió muy diligente, con las manos atrás, el puño del bastón entre ellas, bamboleando el cuerpo a diestro y siniestro y queriendo anunciar con la cara lo que comenzó a decir con la lengua mucho antes de llegar adonde le esperaban:

-Lo tengo pronosticado... Ese muchacho no puede acabar en bien.

-¿Qué muchacho? -le preguntó el Berrugo.

-Quilino -respondió don Elías-. Ese berraquillo de los demonios.

-Pues ¿qué le ha pasado?

-Que le han dado otra castaña; pero de órdago.

-Y ¿por qué? -preguntó Inés.

-Según se cuenta -respondió muy espetado don Elías- parece ser que Quilino, después que le despachó Pilara pocos días hace, en cuanto habló claro Pedro Juan, se encalabrinó por la Marta, la hija del mayordomo de San Roque, buena moza y bien metida en carnes y con su porqué de legítima, por parte de madre, aunque no mucho. Parece ser también que Marta da cara tiempo hace al Pinto de Los Castrucos, mozón con cada puño como una mandarria, que la corteja de firme, aunque sin haber hablado por derecho todavía; y que habiendo todo esto por delante, le dijo la Marta a Quilino, no sé si de buena voluntad o queriendo entretenerse con él, como tantas otras se han entretenido, que le abriría la puerta, pero dejándole a resultas de lo que determinara el otro. Conformóse Quilino, porque no tenía otro remedio; pero es el condenado de él tan rijoso y emperrado, que quería llevar las cosas al galope; y hurga hoy, hurga mañana, tan pronto a Marta como al Pinto, atrevióse con él hace un momento en el mismo corro del baile: atufóse el mozón, que es una encina brava; y allá va el castañetazo sin más explicaciones, y Quilino al suelo.

-Y ¿no ha habido quien los separe? -preguntó Inés estremecida.

-¿Qué más separados los quiere usted? -dijo el médico-. Al Pinto le bastó un golpe para deshacerse de la mosca, y el otro birriagas no es hombre de volver por el segundo. Nada: les digo a ustedes que, salvo el arranque de muelas que ahora no ha habido, lo mismo que la otra vez.

-¿Qué fue lo de esa otra vez? -preguntó el Berrugo.

-Pues otro castañetazo que, por un motivo exactamente igual, le alumbró el Josco en el callejo del Hisuco. Tres vueltas le hizo dar en redondo, y dos muelas le arrancó de cuajo. Yo las tuve en la mano y curé al provocativo. Les digo a ustedes que en poco tiempo se ha metido bajo un par de mazas de las del órdago; vamos, como no las hay en Robleces ni en diez leguas a la redonda.

No se habló más del suceso; y andando, andando los tres personajes, llegaron a dar vista a la portalada de don Baltasar. Despidióse allí don Elías, sin que le respondiera el Berrugo, y éste y su hija siguieron andando y se metieron en casa.

Inés ponderaba mucho su cansancio y en cuanto su padre se apartó de ella, sin detenerse a desocupar el pañuelo cargado de perdones, con él entre las manos se fue a la solana y se sentó en una silla. Quiso probar el regalo de su cortés acompañante, y no pudo. Sentía como un nudo en la garganta que la impedía deglutir lo que molía y trituraba su fina y esmaltada dentadura. Tendióse hacia atrás hasta tocar en la pared con el respaldo de la silla; apoyó las puntas de los pies en la balaustrada del balcón; dejó sobre el regazo el pañuelo de perdones atado por las cuatro puntas, cruzó los brazos bajo el pecho, y comenzó a mecerse como en aquellos días en que tenía apagadas todas las luces de la imaginación. La tarde caía; y el cielo rojeaba sobre la línea del horizonte por donde el sol iba a esconderse pronto; la brisa había cesado; el ambiente era dulce y oloroso; a lo lejos se oían los cantares, intermitentes y como a la sordina, de los romeros que volvían a sus hogares atravesando mieses y collados; y, de tarde en cuando, algún rumor de conversaciones y estallidos de carcajadas, en las callejas contiguas; y con ser los ruidos tan apagados y la luz tan templada, aún le parecían a Inés diablejos que se le metían por los oídos y por los ojos para revolverla y enmarañarla los pensamientos que ella quería ordenar a su gusto para examinarlos mejor... Porque su cabeza estaba llena, rebosando de pensamientos, y en aquel instante quería el silencio absoluto y la oscuridad de las noches sin luna, para entenderse con ellos. El silencio no podía crearle ella por su sola voluntad; pero la noche sí. Cerró los ojos y continuó meciéndose. Los grillos no la distraían ya tanto. Podía hacer aquel examen que la estaba tentando desde que se había apartado de ella el inesperado e interesante personaje. El examen debía hacerse punto por punto y según el orden riguroso en que los sucesos habían ocurrido.

Ella había ido a misa por la mañana, y podía jurar que sin otro pensamiento extraño a los de todos los días, que el bien insignificante y disculpable de que el vestido que estrenaba no la sentaba mal del todo, y hasta la hacía buen cuerpo. De pronto, y ya dispuesta a rezar un Padrenuestro a San Roque después de la procesión, al dirigir los ojos al santo vio al lado mismo de las andas a un caballero a quien jamás había visto. La pareció desde luego muy aseñorado, muy rica y aseadamente vestido; airoso de cuerpo, y guapo, muy guapo de cara. Le favorecían mucho aquellos bigotes con puntas. Con más o menos curiosidad de saber, después de salir de la fiesta, quién sería él, así hubiera quedado el asunto. Pero ocurrió a lo mejor que el forastero fijó la vista en ella. Pudo ser esto casualidad una vez, dos veces, si se quiere, ¿pero tres, cuatro, y diez, y ciento y a cada instante mientras el sermón, como realmente sucedió, bien visto por ella con el rabillo del ojo, y por Marcos, que pasaba con los suyos, llenos de ira, desde la puerta de la sacristía, al caballero del altar mayor? ¡Cuidado que para notarlo Marcos, debió ser mucha la tenacidad del otro en mirarla! Pues así y todo, podía explicarse el suceso por no haber en la iglesia otra mujer del porte de ella, ni tan... guapa precisamente, no, pero tan bien conservadita a la sombra; y con la idea de pasar mejor el rato, dando un poco de entretenimiento a los ojos... Sin embargo, ella no pudo menos entonces de acordarse de Isidoro, y de comparar al otro con él. Allá se iban en estampa, aunque Isidoro tenía la ventaja de algunos años de menos, no muchos. En lo demás, no podía decirse nada: no conocía por dentro al del altar mayor; aunque, a juzgar por lo que se le traslucía en los ojos y en el aire, no era el sujeto para que, sin más ni más, le hiciera ascos una mujer como la rica Amparo de la novela. Una duda la había asaltado de pronto: ¿sería casado o soltero? Y otra duda en seguida: si era casado, ¿cómo se atrevía a mirarla a ella de aquel modo? Y como reflexión final sobre estas dudas y sus causas, ¿qué la importaba a ella que el caballero del altar mayor fuera soltero o casado, o valiera más o menos que Isidoro, si, una vez terminada la misa, cada cual se iría por su camino, y si te he visto no me acuerdo?

En este temple de ánimo, por lo tocante al forastero, había salido de la iglesia.

Apenas llega a casa y se asoma al balcón, el caballero en la calleja; y pocos momentos después, el caballero en la sala, a su lado. Tuvo ocasión entonces de examinarle bien escrupulosamente. Su cutis era sano y terso, aunque estaba un poco tomado del aire y del sol; sus labios, húmedos y de color de rosa; sus dientes, blanquísimos, no grandes y muy apretados; sus ojos, vivarachos y muy reparones; las manos, regulares y bien cuidadas; la voz, de buen sonido y con unas caídas muy dulces y algo extrañas para ella; la ropa, finísima; el calzado, primoroso; los puños, el cuello y la pechera de la camisa, como los ampos de la nieve... y un olor cada vez que se movía o sacaba el pañuelo del bolsillo, ¡un olor!... como el de la yerba segada, y el de la madreselva de los callejos, y el de la mejorana, todo junto. Pues de buenas a primeras, aquel caballero la llama «hermosa señorita». ¡Qué exageración! ¡Así se puso ella de aturdida, y, a juzgar por el calorazo que sintió de pronto, de encarnada! Pero ¿quién sería él y a qué iba allí? ¡Qué ansiedad la suya por averiguarlo! Al fin lo dijo todo, ¡y con qué soltura y gracia! Y no parecía sino que cuanto iba diciendo lo decía para ella más que para su padre. Otra cosa rara: no se desencantó cuando supo que el elegante caballero se llamaba Tomás Quicanes, y era de Nubloso y sobrino del Mayorazgo de Robleces, y que antes de ser lo que era había sido un muchachuelo pobre, embarcado de limosna, por su tío, para La Habana. Y eso ¿qué? Bien mirado, más valía así; porque en el fondo, todos resultaban unos. Lo de la compra de la casa, de pronto la sobrecogió, porque conocía a su padre y le creía muy capaz de vendérsela si el otro se la pagaba bien; pero después, ya fue cosa muy distinta. ¡Que luego la leyó en la cara el disgusto, y con qué finura la curó de él al instante! Al ser invitado a comer, la miró a ella, como si la pidiera la respuesta que debía dar; y ella entonces, sin poder remediarlo, le animó con los ojos a que se quedara. ¿Lo comprendería él así? El hecho fue que se quedó, sin necesidad de nuevas instancias.

Ya en la mesa, ¡qué desembarazo el suyo y qué soltura tan agradables para todo! ¡Qué bien refirió su vida y sus viajes, y qué curioso y entretenido era todo aquello que contaba de las gentes de por allá fuera! ¡Cuánto había visto, cuánto sabía, y cómo le agradecía ella las atenciones que la dedicaba durante el relato, que también parecía hecho para ella sola! De pronto se enreda Marcos con él... ¡Qué bruto, qué bruto estuvo Marcos entonces! ¡Qué modo tan soez de acometerle sin qué ni para qué! Porque ¿qué sabía el estudiantón de Lumiacos de aquellas cosas tan lejanas? ¿Quién le metía a él en camisa de once varas? Pero no iban por ahí los pensamientos ni las intenciones de Marcos al hacer lo que hizo. Marcos estaba despechado, herido, celosote... ¡Qué horror! ¿Dónde tuvo ella los ojos y el sentido común para no ver ni apreciar lo que debió haber visto y apreciado desde el primer día? ¿Cómo pudo estimar por sabio a aquel mastuerzo, ni tolerarle en calma la confesión que la hizo, ni firmar paces con él en seguida, cuando debió de haberle plantado en el corral? Con todo, no la pareció bien la crueldad con que le había tratado su padre. La lección del indiano, ¡esa sí que había sido fina y al alma! Y ¡qué contraste formaban los dos, Virgen María, a pesar de estar Marcos de ropa nueva y camisa limpia!... Porque si llega a sentarse a la mesa con el vestido sucio de todos los días, con las manos roñosas y las uñas negras, hubiera tenido que ver... como cuando la guiaba a ella la pluma... y la declaraba su amor... ¡qué barbaridad! ¡qué abominación y qué vergüenza!...

Fue donosa la manera de cortar el agudo convidado la porfía; brindando y obligando a Marcos a brindar por ella. ¡Qué porrazos la dio entonces el corazón en el pecho, y qué llamaradas de fuego la subieron al rostro! No se atrevía a mirar al indiano, que parecía tener saetas en los ojos, fijos en ella... Pero el apuro gordo fue cuando lo del arroz con leche: ¡salirle con lo que le salió, cuando ya tenía el plato en la mano para dársele!... No porque a ella no la gustara, y mucho, la condición que él la imponía, sino porque hay que estar muy hecha a esas cosas para que... sobre todo delante de gente. Tras este apuro, el de la cucharada, ¡que fue de prueba también!... Se acercaba el instante de levantarse todos de la mesa. Y después ¿qué sucedería? Cada cual se iría por su lado; ¡y fuera usted a saber cuándo se vería ella en otra semejante! Esta consideración la apenaba: no lo podía remediar. De pronto se le ocurre a él lo de ir todos juntos a la procesión y a la romería. ¿La adivinaba los pensamientos a ella; se los leía en la cara, o era todo una casual y simple coincidencia de deseos?... ¡Con qué gusto, después de dar unas vueltas por la cocina (donde ya estaban comiendo los criados bajo la presidencia de Romana, que echaba lumbre por los ojos, mientras su sobrino la aguardaba dando vueltas por el carrejo, hecho una turbonada de estío), y después de recoger los cubiertos de plata, se encerró en su cuarto para acicalarse de nuevo y aguardar la hora convenida con él!... Durante este tiempo, que le pareció interminable, examinando bien despacio todo lo ocurrido, concluyó por convencerse de que todo lo que la pasaba podía pasar sin otras consecuencias que aquellas sensaciones y aquellas inquietudes que la estaban desconcertando y jamás había conocido. Esto, por lo tocante a ella. Por lo tocante a él, quizá estuviera entonces tan fresco como una lechuga. ¿Hacía bien o mal en dejarse llevar de aquellas impresiones, como una boba?

Precisamente estaba haciéndose esta pregunta cuando la avisó su padre que era ya hora de ir a la iglesia. Dejó la respuesta para otra ocasión, y salió.

Aunque algo cortada, se complacía mucho en que las gentes la vieran acompañada de aquel caballero que tanto llamaba la atención; y se conmovió hondamente, hasta ponerse colorada, cuando oyó decir a una mujeruca que pasó a su lado: «¡Vaya que aparean de veras los dos, y campan a cual que más!». Después no había vuelto a ocurrir cosa de particular, hasta que, a instancias de su acompañante, le contó los amores de Pilara y Pedro Juan... y la dijo él lo que la dijo, tomando pie de la simple y breve historia, y hasta del dicho de la mujeruca cuando pasaba junto a los dos... Y aquí, aquí estaba lo nuevo, lo singular, lo hondo, la miga, la enjundia del caso del caballero del altar mayor en sus tratos y comunicaciones con ella, o no había enjundia, ni miga, ni hondura, ni nada en el caso ni en el mundo entero.

-En primer lugar, me habló... Pero ¿cómo he de recordar yo todas aquellas palabras tan dulces y tan bien hilvanadas que me dijo?... En fin, a la sustancia, que es igual. Comenzó ponderando mucho el poder de eso que llaman amor, que doma y enternece hasta los brutos... Y no lo dijo por Pilara y Pedro Juan precisamente, sino que fue a parar a ellos tomando el punto de más atrás: de las mismas bestias. Pintando ese amor como una necesidad en nosotros, llegó con la pintura a poner bien a las claras lo triste que era rodar por el mundo, a lo mejor de la vida, sin patria, sin familia y sin tener a quien amar, como le había sucedido a él. Atrevíme yo entonces, con miedo, ¡con mucho miedo! a decirle que cómo podía ser eso, habiendo por allá mujeres tan guapas, según él mismo nos lo había asegurado en la mesa... A esto me respondió... ¡Vamos, es una lástima que no pueda yo acordarme de ello palabra por palabra!, porque en las palabras juntas estriba toda la hermosura de aquella comparación que me hizo entre las flores de trapo y las rosas de mayo, tan coloraditas y olorosas, que nacían y se criaban, por la mano de Dios, en los huertucos pobres de su tierra. En una de estas rosas, sin saber cuál, pensaba él siempre, y por ella suspiraba mientras andaba solo y descarriado entre las flores de trapo que tanto abundaban por esos mundos. Para recreo de los ojos y pasar el tiempo, aquellas mujeres, hermosas a fuerza de compostura y adorno; pero para lo otro, para lo que él llamaba necesidades de un corazón puro y honrado, la rosa colorada del huertuco de su tierra, que nace entre matas de alhelíes y de tomillo, y muy arrimadita a las hiedras de la pared... En fin, una mujer, por las trazas... como yo. Viendo que se callaba, atrevíme otra vez; y bajo ¡muy bajo! porque la voz me temblaba y se me enronquecía, preguntéle que si, desde que estaba en la tierra, había encontrado... el huertuco (no tuve ánimos para decirle que la rosa) que tan de menos echaba andando por esos mundos de Dios. ¡Virgen María, lo que yo sudé entonces de vergüenza, temiendo haberle preguntado lo que no debía, en buena educación! Pero ¿cómo no preguntarle sobre ello o sobre cualquiera otro punto que viniera al caso, si me estaba él sacando de la boca las palabras con los ojos? ¡Si yo no he visto un mirar como aquél, en los días de mi vida, ni un metal de voz semejante! ¡Podría jurar que aquellas palabras no me sonaban en los oídos, sino aquí, en lo hondo, en lo más hondo del pecho! Además, o callarme, y eso no sería cortés, o decirle la verdad de lo que estaba pensando. Y se la dije. Luego, ya que lo de la pregunta no tenía remedio, me quedó el temor a la respuesta. ¿Cómo sería? No tardó medio minuto en dármela, y me pareció ese tiempo una eternidad. ¡De las palabras de la respuesta sí que me acuerdo bien!; y no porque fueron las últimas, sino porque... ¿qué sé yo? «No sólo he encontrado el huerto -me dijo-, sino la rosa; y no porque haya salido a buscarla, sino porque Dios me la acaba de poner en el camino». Al oír esto, sentí como un temblor de los pies a la cabeza; no veía a la gente que tenía delante de los ojos, y el corazón me golpeaba sin cesar allá dentro, como ahora que revuelvo el caso en la memoria. Se calló un poco, mirándome mucho, y volvió a decirme: «Falta saber si Dios me ha puesto delante lo que tanto codiciaba yo, para mi fortuna o para mi martirio, porque estoy casi seguro de no merecerlo...» ¿No era esto ponerme bien a prueba de tentaciones de declararle lo que no debía? Pues todavía me dijo más; me dijo: «¿Quiere usted saber en qué punto de la tierra he hecho ese hallazgo, cuando menos le esperaba?» Le respondí con los ojos, porque en mi boca ya no había voz, que sí quería; y entonces volvió a decirme: «Pues en Robleces». ¡Dios mío! ya no fue temblor en todo el cuerpo lo que yo sentí, ni turbación de la vista: fue como un golpe en la cabeza, después de una gran sacudida en el corazón, que me robó hasta el conocimiento. Me aguanté a pie firme por un milagro de Dios. Por fortuna no dijo una palabra más: si la dice, creo que me muero. Al contrario, como tiene recursos para todo, porque ¡ahora sí que me atrevo a asegurar que no sólo puede compararse con Isidoro, sino que vale hasta más que él! dejándome en aquel estado, se volvió hacia mi padre y don Elías, y nos enredó a todos en una nueva conversación... Pero ¿soy yo la de Robleces? Y si no lo soy, ¿por qué me habló de ella del modo que me habló?

Este es el caso; y ahora ¡Virgen María! ¿qué pensar yo de él? ¿qué pensar de lo que siento en mí, y que, por sentirlo, mirando hacia dentro con los ojos cerrados, parece que tengo acá un mundo para mí sola... y para él; pero un mundo mil veces más grande y más hermoso que el que vería si abriera los ojos y mirara hacia afuera? ¡Santa Patrona de mi alma, cómo dolerá perder esto después de haberlo visto, aunque sea soñando, como puedo soñar yo ahora!

Le faltaba el golpe de gracia a la pobre Inés, y se le dio su padre entrando a despertarla en la solana, cuando ya anochecía, con la siguiente extraña comisión:

-Inés -la dijo en cuanto ésta se incorporó, hablándola muy bajo y muy arrimado a ella-: soy ya perro viejo, y huelo a largas distancias las perrerías de los demás. Tú eres pobre ¡muy pobre! para mantenerte de señora, porque tu padre no tiene más que un pasar para vivir como vivimos. Si el indianete ese resulta ser lo que aparenta, y, andando los días, te apunta deseos de casarse contigo, por mí no lo dejes. Pero entre tanto, ojo alerta, y no te fíes.

¡Hasta su padre le había conocido las intenciones! ¿Qué mucho que dudara ella?

- XXIII - : Corrida en pelo

Con el silencio, la soledad y las tinieblas de la noche, los pensamientos de Inés parecían una gusanera que le había invadido el cerebro. No la dejaron sosegar un punto. Levantóse con el sol, y para todo se halló distraída y perezosa, menos para acicalarse. El espejo la seducía; y mirándose y remirándose en él, maravillábase de que en tan breves horas hubieran empalidecido tanto los colores de su cara, y se hubieran convertido en acentuadas ojeras las dos levísimas nubes que antes parecían, más bien que manchas, sombra de sus pestañas espesas.

No había desaparecido aquel extraño y casi imperceptible temblor; sentía las mismas ansias de dilatar el pecho suspirando, de admirar la naturaleza en la luz del sol, en los pájaros del aire, en la hermosura del cielo, en las flores del campo y en el rumor de las arboledas; y de querer bien a todos, de perdonar agravios y de imaginarse el mundo entero como un eterno paraíso en que no se conocieran los dolores ni las lágrimas.

Llegó el mediodía, sentóse a la mesa con su padre, probó de todo y no comió nada. Retiróse otra vez a su cuarto; volvió a sus meditaciones, cerrando los ojos y mirando hacia dentro para recrearse en la contemplación de lo que de este modo veía desde el día anterior; y estando tan bien entretenida, llegó la Galusa, raboneando, para decirla, con voz de serrucho, que su sobrino Marcos la esperaba. ¡Adiós sueños regalados!

-Y ¿qué me quiere? -preguntó Inés ásperamente, como quien se despierta con la sacudida brusca de un importuno.

-¡Esta si que! -dijo con desgarro la Galusa-. ¿A que resulta ahora mesmo que hasta mos cojea la memoria? Pos el mi sobrino vendrá a lo que ha venío tantas veces a esta casa, y con buen aprecio de los que ahora parece que lo miran de otro modo... y ellos sabrán por qué... ¡María Madre, con los dengues de empalago que se usan tan de súpito y contino!... Conque ¡ea! -añadió de pronto, silbándolo mejor que diciéndolo, y empinándose sobre los soletos, como una culebra sobre su rosca-, ¡a ver qué se le dice!

Alzóse también Inés indignada con el atrevimiento de la fregona, y la respondió, con una entereza nueva en la hija pacentísima de la pobre mártir:

-De lo que hay que decir y de lo que haya que hacer, no necesito yo dar cuenta a nadie. ¿Lo entiendes?

Entendiólo, y de firme, la Galusa; y hecha un fardo de veneno, se largó de allí dando un portazo furibundo.

A poco rato salió también Inés, y se fue en derechura y, al parecer, muy animosa, al cuarto de las lecciones, donde suponía que estaría aguardándola el sobrino de su criada. Y allí estaba, en efecto, el seminarista con sus arreos de diario, arranciados y sebosos; el cervigón encorvado y la caraza medio iracunda y tristona.

Saludó a Inés entre dientes, y casi del mismo modo le respondió ella sin sentarse en la silla de costumbre ni decirle una palabra más. Quedáronse, pues, uno y otro frente a frente y en silencio. Viendo que ella no le rompía, rompióle él de este modo, con la voz muy temblona y el color verdinegro, señal de las cóleras que le rebatían interiormente:

-Pues yo he venido, como de costumbre, a tener el gusto de que... continúen las lecciones.

-Estaba en cuenta -respondió Inés, con voz no muy firme tampoco- de haberle dicho a usted, días hace, que deseaba suspenderlas.

-Hasta que pasara San Roque, si yo no entendí mal -replicó el de Lumiacos-; y como ya pasó ayer...

-Pues yo quise decir -repuso Inés- que también después que pasara.

-Juraría -insistió Marcones algo amoscado- que no había trazas de pensar eso en el modo de decir lo que usted me dijo.

Cargóse un poco Inés con la frescura del mozallón, y le respondió:

-De todas maneras, lo digo ahora, y es igual.

-Eso ya es distinto -concluyó Marcones temblándole los labios; y añadió en seguida, dando vueltas al sombrero entre las manos-: Lo que yo necesito es conocer la voluntad de usted, y nada más. Ahora ya la conozco... Pero conste que yo no creo haber dado motivos para que se me reciba hoy aquí tan secamente como se me recibe.

-Ni yo lo creo tampoco -dijo Inés, arrepentida de no haber sido algo más afable con su profesor.

-Pues lo parece por las señas -respondió el de Lumiacos creciéndose con el encogimiento de la otra.

-No siempre está una de igual humor -apuntó Inés, manoseando las orillas del delantal.

-Es que -arremetió nuevamente Marcones alzando la voz a medida que le bajaba el color de los labios temblorosos- yo siempre he venido aquí para prestarla a usted los servicios... insignificantes, que la he prestado, con la mejor voluntad y con el mayor... desinterés.

-¿Y le he dicho yo a usted algo en contrario? -replicó Inés atreviéndose a mirarle a la cara-. Una cosa es que no quiera dar ya más lecciones, porque... yo me entiendo, y otra muy distinta que no le agradezca a usted, como le agradezco, y mucho ¡muchísimo! esos buenos servicios que me ha prestado.

Contemplóla unos instantes el mozón, con una cara en que se apedreaban las sonrisas contrahechas y el coraje comprimido; y dijo en seguida, sin cesar de sonreírse en falso:

-Ya me voy haciendo cargo de cómo anda el agradecimiento por acá... particularmente desde ayer.

Púsose algo colorada Inés, no solamente porque entendió la alusión, sino porque la irritó bastante la grosería, y contestó, con la voz alterada y los ojos humedecidos:

-Yo no le he dado a usted motivo para que me diga esas cosas.

Y con esto quiso retirarse; pero el otro la detuvo con un ademán y diciéndola al mismo tiempo:

-Ni una palabra ha salido de mis labios, Inés, con ánimo de mortificarla a usted... Lo digo yo, y basta. Y quede con esto saldada la cuenta que estábamos ajustando... Pero -continuó tomando una actitud que quería ser humilde y hasta sentimental- ¿cree usted, en buena conciencia, que, arreglada esa cuenta, no queda ninguna otra por liquidar entre los dos?

Conoció Inés por dónde iban los humos de aquel calero, y respondió valientemente y sin vacilar:

-Ninguna.

-¡Ninguna! -repitió el otro, dominando el despecho para fingir mal una pesadumbre-. Pues yo pensaba -añadió encrespándose de repente- que había, por lo menos una... ¡una, Inés, una!; y cuenta de vida o muerte para mí... Haga usted memoria.

Inés se impacientaba, porque estaba sintiendo ya el estallido del escopetón de marras; y probó otra vez a marcharse, volviendo a negar que hubiera cuenta alguna que saldar entre ambos. Entonces la cortó el paso Marcones y la dijo, como a la desesperada ya:

-Hay una cuenta, ¡bien memorable para nosotros!... ¡que no debe usted olvidar!... ¡que no puede usted haber olvidado! Es la cuenta de mis desventuras aquí, de mis debilidades, de mis tropiezos; la cuenta de mi tesoro perdido, de mi vocación malograda por atender más a los intereses ajenos que a los míos propios; porque yo soy de esa contextura... Un día, dos días, le hablé a usted de estas cosas, de estas desventuras, de ese tesoro perdido... de esa vocación malograda. ¡Es imposible, Inés, imposible que lo haya usted olvidado!... Yo quería irme, desaparecer de aquí para siempre; volver al consuelo de mis libros, al refugio de mis piadosas meditaciones... ¿Lo recuerda usted?

-Eso sí lo recuerdo -contestó con bastante serenidad la pobre muchacha-. Y también recuerdo que yo tuve la culpa, y Dios me la perdone, de que se quedara usted.

-Ergo... -exclamó entonces exaltándose el fogosón de Lumiacos-, la cuenta está sin liquidar. Quod erat demonstrandum. ¿Nos vamos entendiendo ahora mejor, señorita Inés y aprovechada discípula mía?

-No, señor -respondió ésta con valeroso arranque-. ¡Y a ver si acabamos de una vez! Yo le rogué a usted que se quedara; no para... eso que trae usted ahora a colación, sino para seguir dándome lecciones... en lugar de ayudarle a que se marchara cuanto antes, después de haberle oído lo que le oí sobre... eso.

-Se estima la franqueza -dijo aquí, verde de rabia, el despechado pedantón-; pero conste que, mientras usted me mandaba, me pedía... me rogaba que no me fuera, y yo consentía en ello, ipso facto quedaba... eso sin ventilar.

-Está usted muy equivocado -insistió Inés sin perder el valor con que había empezado a guerrear contra aquel zoquete-. Eso se ventiló también entonces.

-¡Cómo!

-Conviniéndonos en no volver a hablar de ello, y en dejarlo a lo que Dios dispusiera.

-Corriente...

-Y Dios ha dispuesto que se acabe así, como yo quiero que se acabe.

-¡Dios! -gruñó Marcones al oír esto, como hablaría un mastín irritado, si supiera hablar-. ¿Dios... o el diablo en figura de algún indianete impío?

A esta embestida brutal ya no quiso contestar Inés, y salió del cuarto, aunque muy indignada, mucho más afligida. El lance daba para todo en una naturaleza tan noble y delicada como la suya.

Poco después de esta escena, Marcones se encerró con su tía para darle cuenta de lo sucedido.

-¡Esto se acabó! -la dijo por entrar, golpeándose la cabeza con los puños, después de haber arrojado el hongo roñoso contra la pared-. ¡Esto se acabó, tía!... ¡y sin compostura!... ¡y para siempre! ¡Mal rayo me parta!... ¡y a usted primero!... ¡y a la desagradecida de ella!... ¡y al pillo de su padre!... ¡y al sinvergüenza fachendoso que se me metió por en medio de repente!... ¡y al lucero del alba!... ¡y al universo mundo!

Y después de este estampido, el pedazo de bárbaro se tumbó sobre la cama de su tía, y comenzó a revolcarse allí y a morder las almohadas de coraje...

Dejábale hacer la Galusa, sin hablar más palabra que para recomendarle que gritara menos y no la rompiera «dá que cosa», alejándose al propio tiempo de él todo cuanto permitía la estrechez del cuarto, por si la alcanzaba «dá que golpe»; y cuando le vio rendido y jadeante, como cerdo después de una trotada, acercósele poco a poco, sorbiendo la moquita y en la postura que le era habitual en casos tales, y le habló así:

-¡Bien calá me la tenía yo, hijo del alma!... ¡Y po-la-mor de Dios, no te güelvas a amontonar, que si mos oyen esas gentes, será entoavía pior! ¡Bien calá me la tenía acá dentro, hasta en los istantes en que tú me lo pintabas tan fino y pasadero como una seda! Mucho bocao era pa molío tan pronto; ¡y veía yo cosas y remilgos en ella!... Pero lo que toca dende ayer acá; dende que se entró ese hombre por estas puertas, y te echaron a ti de la sala, y vino ella a la cocina, y pasó lo que pasó en la mesa, ciego de remate había que ser pa no verlo tan claro como la mesma luz del sol. Ayer tarde te lo dije: «esto voló pa sinfinito». Pos ¿y dispués? ¿Cómo golvió de la romería la gatuca mansa? Como sal en el agua: derretía de too. Pos ¿habló palabra ella? ¿Cató bocao? ¿Pegó los ojos en la santa noche de Dios? ¿Amorzó esta mañana? ¿Comió al meodía?... ¿Tocaron sus manos silla ni escoba? ¿Sabe ella lo que hace ni por ónde anda ni pa qué quiere los cinco sentíos, si no es pa?... ¡Güen hechizo la dieron de súpito y contino! ¡El demonio de la pícara bribona! ¡Pos dígote con él! ¡El baldragucas pordiosero, embarcao de limosna ayer por el borrachón de su tío, y hoy no le cabe en el pueblo y se va al altar mayor a locir los perendengues de la otra banda, que Dios sabe de qué serán y quién se habrá quedao sin ellos! ¡María Madre!...

-¿Me quiere usted dejar en paz, grandísima bruja de los demonios? -rugió en esto Marcones-. ¿Me quiere usted dejar en paz; usted que tiene la culpa de todo lo que a mí me pasa hoy?

-¡Yo la culpa, arrastraón de Satanás! -contestó la Galusa, puesta en jarras de repente y largando en lluvia la saliva por los portillos de la boca-. ¿Yo la culpa?

-¡Usted, sí! -añadió el sobrinazo, sentándose al borde de la cama, que crujió como si fuera a hacerse trizas-. Usted fue quien me puso en el camino ese; usted quien me empujó para que anduviera; usted quien me prometió limpiármele de estorbos... y usted quien no ha sabido cumplir ni pizca de lo que me prometió, ayudándome como debió de ayudarme.

-¡Grandísimo hijo de una perra ladrona, desalmaote y gandul! -replicó la Galusa, que bailaba de coraje escuchando a su sobrino-. ¿A qué me comprometí yo que no te haiga cumplío con sobras pa otro tanto? ¿Quién más que tu tía ha mirao por ti? ¿Quién hizo las miles bajezas y se arrastró por los suelos pa sacar a esta garduña la ayuda de costas pa los tus estudios, cuando yo pensé que la Iglesia te jalaba? ¿Quién malgastó esos dineros y se me metió un día por estas puertas con el moco lacio, pensando en buscarse la puchera de otro modo? ¿Quién de los dos puso más partías en la cuenta que ajustemos sobre el caso? ¿Quién era el que había de llevarse los mundos por delante con la cencia que no le cabía en el pellejo? Pensando que eras auto pa lo que prometías, siquiera por lo caro que me ibas saliendo y lo mucho que te emponderabas, bien de solfas tuyas la canté pa allanarte el camino; bien te guardé la puerta cada tarde, y bien libre te dejé de estorbos el terreno pa que mejor te despacharas a tu gusto. Si no tuvistes alma, cobardón, pa agarrar las ocasiones por la greña, y si con ese geniazo de perro de cabaña y ese corpanchón de fardo mal atao, te has hecho aborrecible al padre y a la hija, ¿qué culpa tiene tu tía de ello?

Hay que tener presente, para formarse una idea aproximada de aquel cuadro, que la Galusa, por temor a que la oyeran, no gritaba: expelía las iras por la boca, entre hervores y silbidos de las fauces, retorciéndose el cuerpo sarmentoso y con los ojos flameando, casi fuera de sus órbitas ensangrentadas. Estaba espantosa; y su sobrino, por no verla ni oírla, cerró los suyos, se tapó los oídos con las manazas, y volvió a tumbarse boca abajo en la cama, donde lloró de rabia y de despecho.

La furia, anhelante, con los labios amarillos y entreabiertos, temblorosa y desencajada, volviendo a poner los puños sobre las caderas, inclinóse hacia su sobrino; le estuvo contemplando unos instantes como si se gozara en sus tormentos, y luego comenzó a hurgarle, entre sollozo y bufido, con piropos como éstos:

-¡Echa, gandulón, echa! ¡echa la mala casta con los hígados por los gañotes! ¡echa por esos ojazos el solimán corrompío que te sobra en la entraña, a ver si, limpio de tanta maldá, acabas de estimar a tu tía en lo que debes!... ¡Desalmaón! ¡mondregote!... ¡cochinazo!

Marcones estaba entregado, o no oía los vituperios con que le acribillaba la Galusa implacable; porque no respondió una mala palabra, ni levantó la cabeza, ni separó las manos de sus oídos. Al fin, dejó también de gemir y de lanzar rugidos sordos entre las almohadas, y sin duda por creerle bastante domado ya, cesó también la furia de mortificarle. De pronto se incorporó el hombrazo; y clavando los ojos, hinchados y sanguinolentos, en su tía, la dijo, conteniendo a duras penas y en fuerza de contorsiones el torrente de su voz que quería escapársele de la garganta:

-¡Si, bien considerada mi desgracia, yo no sé por dónde me duele más! ¡Si voy creyendo ahora que, por encima de lo que tiene en dinero esa mujer, la estimo a ella en lo que vale por sí sola! ¡Si de un tiempo acá, por donde quiera que voy, en donde quiera que me hallo, me persigue su estampa como una tentación de los demonios! La tengo metida aquí, ¡aquí! (y se golpeaba la cabeza); y desde que sospeché lo que había de sucederme y, sobre todo, desde que sucedió lo que me está sucediendo, más que estampa de mujer, es fuego, es lumbre que me devora y me enloquece, y me pone como usted me ha visto, y me obliga a decir lo que no siento.

-Eso ya es otra cosa -dijo entonces la Galusa, como si nada hubiera pasado entre los dos-, y güeno es saberlo pa tenerlo en consideración al respetive de ca uno. En este mundo, bien lo sabes tú: al son que se toca, bailan las gentes; y según que con razón o sin ella se la agravia a una, al mesmo consonante se responde, aunque no se sienta la metá de lo que se diga. Conque, hazte tú el cargo por lo que te toca en la engarra pasá... y vamos a lo que no da espera. ¿Qué tienes cavilao pa enseguida, dispués de lo que te está pasando?

-Nada -respondió Marcones en el mayor abatimiento.

-Poco es ello -dijo la Galusa- pa lo que el caso pide. Pos yo, días hace que estoy pensando en lo que debes hacer.

-¿Y qué es lo que usted ha pensado?

-Que parando el negocio éste en lo que paró, y dándole por finiquito pa en jamás... porque hay que conocelo, Marcos: a las cosas que caen de este modo, no hay juerza humana que las levante...

-Pero ¿qué es lo que usted ha pensado? -insistió el otro, impaciente, y más que impaciente, atormentado por aquel parecer de su tía, precisamente porque era el suyo también.

-Yo he pensao -continuó la Galusa encareciendo mucho el dictamen con gestos y contorsiones- que si no tienes agallas pa apechugar con el oficio de tu padre, debes de tratar de golverte a tus estudios... porque, hijo del alma, no hay en ca güerto una breva como la que se ha perdío aquí, ni es cosa de echarse por el mundo a buscar las pocas que hay en él, ni, la verdá sea dicha, eres tú de los más amañaos pa salirte con la tuya en casos tales... Y no te me güelvas a soliviantar, como paece por las trazas, porque ya sabes cómo las gasto... cuanti más que, estando en lo que estamos y viendo lo que pasa, hay que hablar en pura verdá, anque ella mos descuaje... Más he perdío yo, si bien se mira, y me aguanto. Tú, mozo eres y en tiempo estás de hacer por la vida. Yo he gastao la mía en servir a un bribonazo; y a la hora presente, si me echara de su casa, tendría que irme a pedir limosna con un cestuco. Día es éste en que no he podío ajustar mis cuentas con él. ¿Qué tal estarán, dejás a una concencia como la suya? ¿Te vas hiciendo el cargo de lo que yo salí perdiendo con no ganar tú lo que querías? Pos ahora, tú dirás.

-Digo -respondió Marcones domando mal las tempestades que le combatían- que mientras esto no termine de un modo imposible, enteramente imposible ¿lo entiende usted? absolutamente imposible de remediar, yo no puedo, ni debo, ni quiero pensar en buscarme otros caminos para vivir sin trabajar la miserable tierra en Lumiacos; porque lo que es en esto, no hay que soñar siquiera. Primero que rascaboñigas pobre, sería ladrón de caminos, o me tiraría de cabeza desde la cruz del campanario.

-Curriente -dijo la Galusa cruzándose de brazos-. Y ¿a qué llamas tú ser imposible de arreglar... eso que se mos desarregló?

-A que esté casada ella -respondió Marcones.

-¡Pero si es ella, simplón, la que pior cara te pone!... ¡Ah, pos si no!...

-Por lo mismo. Seré el perro del hortelano.

-¡Si tuvieras, tan siquiera, los güesos que él roía, pa ir viviendo hasta allá!... Porque la cosa pué ser de dura larga, anque te paezca destinto por lo del fachendoso de ayer... Apariencias de fanfarria... si es que no viene el tuno a buscar aquí lo que no has podío hallar tú... ¡Y a la tontona de ella que se feura otra cosa!

-Sea lo que fuere, tía, yo no la perderé de vista, por lo menos, mientras ese nuevo fregado no se aclare de un modo o de otro. Me da el corazón que yo he de tener algo que hacer aquí todavía.

-¿Corazoná dijistes... y tuya? ¡Madre de Dios! Mira, testarudón del diaño, y háte cargo, pa que me creas, de que, si no soy bruja, voy ya picando en vieja, que pa el caso es lo mesmo: cuanto más pernees y te corcomas delante de ella, más los regalarás el gusto a los dos. ¿Qué más querrían los pícaros?... ¡No seas bobo!... echa cruz y raya a lo pasao; no pongas más los pies en Robleces, y menos en esta casa, y güélvete a tus libros. No llegarás a santo por ahí, porque, a la verdá, no eres de la madera de ellos con esa carnaza tan mordía del ujano, que Satanás te dio; pero tendrás la puchera que buscas, sin machacar los terrones de Lumiacos.

El sobrinote oía, se golpeaba la cabeza y no contestaba; y la Galusa, insistiendo en su tema, permanecía delante de él mirándole fijamente y con los brazos cruzados. Al fin, y después de un bufido descomunal, púsose Marcones de pie y dijo a su tía, alzando los dos brazos a un tiempo:

-Pero, consejera de los demonios, ¿cómo he de volver yo al seminario, aunque fuera capaz de pretenderlo? ¿Por qué puerta quiere usted que entre, si todas se me cerraron cuando de él salí la última vez? Y aunque alguna de ellas se me abriera, como por milagro de Dios, ¿de dónde me saca usted los recursos con que antes me ayudaba? ¿O piensa usted que a una cabra tan villana como ese hombre, se la puede ordeñar dos veces?

-Eso, ni soñalo, Marcos, ni soñalo... ni yo ¡Virgen Madre! me pondría en asomo de pretendelo -respondió la Galusa; y luego, bajando más la voz y acercándose más a él, que apartaba la cara por no recibir en ella el rocío en que salían envueltas las palabras, añadió éstas-: Contaba yo con ese reparo que me pones de la ayuda de costas, porque del otro no hay mucho caso que hacer: no jue la tuya falta que merezca cárcel, y otras más gordas se habrán perdonao allí. Pos contando con lo que te digo, sépaste ahora que, por güenas o por malas, mano a mano o por la de la Josticia, ese hombre ha de arreglar las cuentas conmigo, y pienso que sea bien aína. Le he servío más de venticinco años, y de su bolsa a la mía ha pasao muy poco más que el coste de los cuatro pispajos con que me visto. Por mal que se me pague mi trabajo en ese tiempo, siempre saldrá un resultante de más que lo que a ti te hace falta pa acabar los estudios. Vistas las cosas como se debe, si no me muero yo antes, muerto este hombre, cuéntame a mí de patas en la calleja. Pa vivir con ello solo, ese resultante no será cosa mayor... ¿estás tú?

-Estoy; ¿y qué?

-Que si quieres ser cura y te comprometes en regla a llevame a mí a tu lao cuando lo seas, yo te daré el sustipendio pa que acabes los estudios.

-¿De lo que le saque usted a la cabra esa? -preguntó Marcones a su tía, después de una mirada de burla-. ¡Como no se lo robe!

-¡Ojalá pudiera, Marcos! ¡ojalá pudiera!... Y bien sabe Dios, y no me remuerde la concencia por ello, que tengo hechos los imposibles por meter los brazos hasta el codo; pero el arrastrao, tan... cabra es, que no lo tiene en cosa en que se puedan jincar las uñas de repente; y primero se le descubrirán las costillas que un ochavo en sonante.

-¡Como que se va usted a confesar conmigo ahora!... ¡Vaya con la inocente que se pasa de maliciosa!

-¿Pos qué te piensas, alma de Dios? ¿Piensas que yo tamién tengo gato, y quiero escondele de ti con esto que te digo?

-¿Y se le busco yo a usted por si acaso? Buen provecho le haga. Yo también, en lugar de usted, le tendría, como usted le tiene.

-¡Como le tengo yo!

-¡Pues claro! ¡Buena es usted para estar veinticinco años en una casa como ésta, donde lo hay, aunque sea en telarañas!... Al fin, del duro se ha de sacar, y no del desnudo; y a poco que se vaya quedando entre las manos cada vez, a fuerza de pasar y pasar...

-Justas y cabales: una corteza de roña, como que roña es lo único que ha pasao por ellas...

-En fin, dejemos esto, que no viene muy a pelo en la ocasión presente.

-Pero ¿en qué quedamos de lo otro?

Aquí se remontó de nuevo Marcones, que, por más que él quisiera aparentar cosa muy diferente, no había echado por mera chanza aquella zarpada hacia el supuesto gato de su tía, y respondió a la pregunta de ésta:

-En que no estoy en este instante para pensar en lo que no sea lo que tan loco me trae; que me voy, por de pronto, de esta maldecida casa, que así la abrase un rayo en cuanto yo salga de ella; que no quiero volver a Robleces mientras no pueda traer conmigo las plagas que le pido al demonio para castigo de ingratas y desalmados; que aborrezco en esta hora a toda la raza de Adán, y que he sido un bestia en andarme con finezas de caballero delante de la puerta cerrada, cuando pude haberme colado dentro, saltando como un ladrón por la ventana. ¡Y déjeme ahora que me largue por esos campos de Dios a desfogarme a mi gusto, y a tragar a borbotones el aire que necesito para no ahogarme de ira!

Y con esto, se caló el sombrero y echó a andar hacia la puerta, desde la cual se volvió de repente para decir a su tía, que continuaba mirándole y con los brazos cruzados:

-Ahí quedan seis plumas de acero, dos mangos de palo, una gramática, una aritmética, una geografía, una historia de España, dos catecismos, una historia sagrada... y cuatro novelas que, en mal hora, puse en manos de la muy desagradecida. Son objetos de mi propiedad y los reclamo.

Y se fue dando un portazo feroz, que hizo estremecerse a la Galusa.

Esta permaneció todavía unos momentos en la misma postura en que estaba antes de marcharse su sobrino; y dijo después entre dientes, clavando los ojos de rámila sarnosa en la puerta por donde Marcones había salido:

-Pos es la primera vez que saca a relocir, el gandulote, esa sonata... ¿Conque el gato mío, eh? No sé qué vientos le soplarán en mi muerte; pero lo que es en vida, no te has de relamber los morrazos ¡sin vergüenzón! con la puchera que pongas con él.

Sorbió la moquita, se pasó una mano por las narices, y salió también del cuarto.

- XXIV - : Leña al fuego

Muy poco dio que pensar a Inés el lance de la despedida de Marcones. Algo la pesaba haber sido tan lacónica y desabrida con él durante la entrevista; pero los descomedimientos y groserías del estudiantón, y, sobre todo, la aversión que le tenía por motivos bien justificados, disculpaban aquella falta, y aun otras mayores que hubiera podido cometer entonces. No pensó más en ello, y volvió a su tema... ¿Cuándo vendría el otro? Porque él tenía que venir, una vez por lo menos: se lo había prometido a su padre al despedirse en la romería, para tratar del asunto pendiente entre ellos dos; y este asunto pendiente era la compra de la casa... ¡La compra de la casa!... Y ¿para qué quería la casa él?... Capricho de hombre rico. Pero, sabiendo que le desagradaba a ella ese negocio y habiéndola prometido lo que la prometió cuando la conoció el desagrado en la cara, ¿cómo se explicaba aquel su manifiesto propósito, delante de ella misma, de volver luego para tratar del asunto pendiente? ¿Si sería todo una disculpa para volver a verla y continuar la interrumpida conversación?

Y como le esperaba a cada instante, era un asombro lo que se componía, y las combinaciones que hacía con los cuatro vestidillos, tres pañoletas de seda cruda y dos juegos de puños y cuellos, que eran todo su equipaje. Pero pasaron dos días, y el de Nubloso no vino; pasaron tres, y tampoco, y al cuarto... vino Pilara, frescona y grande como ella misma. Temblaba el suelo donde pisaba; y al entrar en la pieza en que la recibió Inés, retumbaba la voz en techos y paredes. Todo en aquella mujer era sano, recio y de temple: encina pura, mármol sin veta y acero toledano, salvo el corazón, que era blandísima cera neta, de panales.

Pues iba, risoterona y ufana, a pedir a Inés aquel favor de que le habló en la romería, y era «cosa de ella y de Pedro Juan, en concierto». Inés la repitió que contara con él, si podía hacérsele.

-¡Vaya si puedes! -dijo Pilara, con las manos sobre las caderas y revolviendo el cuerpo a uno y otro lado sobre los pies, inmóviles como dos lingotes de hierro, atornillados en las tablas. (Se tuteaban las dos desde niñas, aunque Pilara tenía tres años más que Inés.) En seguida añadió sin pararse en barras-: Pos yo y Pedro Juan, en concierto, queremos que seas tú la madrina del casorio... Ya ves, a ná compromete ello, si no es a un poco de molestia...

A lo que respondió Inés que, por su parte, no había inconveniente alguno.

-¿Temes, quizaes, que le haiga por la de tu padre? -la preguntó entonces Pilara.

-Por si acaso le hubiera -respondió Inés- tengo que consultar con él antes de comprometerme. Ya te avisaré lo que resulte, después de hablarle hoy mismo.

Quedaron conformes; y Pilara, que no era más ligera de visitas que de mole, charló con Inés largamente de sus cosas y proyectos. Estaba «prendá, prendaona de tóo, del venturao de Pedro Juan». Pedro Juan era pobre, tan pobre como las ánimas benditas que estaban en cueros vivos; pero en Pedro Juan, desnudo y sin una mozá de tierra propia, había un caudal de nobleza, de trabajo y de rebustez. Era una peña con alma de oro, y «auta pa los imposibles». Bien lo sabían en casa de ella, cuando tanto la alababan el gusto de estimarle y «la lealtá y la pacencia con que había esperao tanto tiempo a que él rompiera la cortedá». Otros podían tener cuatro carrucos de tierra que manipular, y una choza propia en que meterse; ¿pero de qué valía todo ello, si llevaban contra sí, «al mesmo tiempo, la consomición de este vicio o de la otra deficultá»?. En casa de Pedro Juan no había más que lo justo para el avío de dos hombres, «poco arreparones y mal amañaos», pero ella no saldría de la suya «con los brazos colgando y a la ventura de Dios. Llevaría una buena cama, con su mullida y buenas ropas; tres sillas de torno; una caldera de cobre; un arca de pino atestá de equipaje; uno de la vista baja, a medio criar, y una novilla de quince meses, sin contar los trampantojos que se la jueran arrimando de acá y de allá». Era la única hija de su padre; su padre lo tenía, y le daban eso por ahora, porque así lo querían también los demás. Si mañana faltara Juan Pedro, «que sería el hombre más honrao de toa la cristiandá si no viviera Pedro Juan, que lo era tanto como él», se vería lo más conveniente: si seguir los dos en Las Pozas o subirse a la casa de la Iglesia, en que tenía ella una cuarta parte. No la gustaba «el un oficio de Pedro Juan, por lo arriesgao que era»; y por eso sólo se alegraría de subirle al barrio para quitarle la tentación del agua salada, y hacerle que se conformara con ser solamente labrador, aunque de este modo sacara menos provecho que de los dos oficios juntos; además, que había que mirar también por el cuerpo, que no era de hierro «pa traele, como le traía el enfeliz, hecho una estomeja, hoy en el regadío de la mar y mañana en el secano de la tierra...».

De pronto dejó Pilara sus asuntos propios, y saltó a los de la escuchante.

-¿Y qué me cuentas del caballero del día de San Roque? -la dijo cruzando los brazos, que casi se perdían de vista, con lo rollizos que eran, debajo del pecho, y mirándola con la cabeza algo entornada.

Lo mismo que la grana se le puso la cara a Inés al verse acometida de improviso con esta pregunta.

-Pues ¿qué he de contarte? -respondió, no muy a punto ni con gran firmeza-. Nada que no sepas tú.

-¡Vaya -continuó Pilara sin hacer más caso de los colores de Inés que de su respuesta-, que campaba de firme, empingorotao allá arriba, adjunto al altar mayor! ¡De firme que campaba con su cadena relumbrante, su pechera blanca, su etelaje de gran señor... y hasta con aquellos pinchos debajo de las narices, mujer! ¡Andando que le caían guapamente estos amenículos allí! Pos dígote que se despepitaban las gentes por saber quién era, y naide lo sabía, hasta que por la tarde se plantifica en la romería contigo... Me gustó aquello, ¿qué quieres que te diga?... Me gustó de veras; y tamién te digo que en jamás de los tiempos vi pareja mejor apareá... Y no creas que jue ocurrencia mía solamente; que el que más y el que menos de los que vos vieron, pensaron lo mesmo que yo. A muchos oí decir, como me decía yo a mí mesma: «Nacíos paecen el uno pa el otro». Y era la verdá pura, ¡ja, ja, ja, ja!

Retembló el cuarto con la risotada de la mocetona; la cual, sin fijarse más que la otra vez en que Inés volvía a ponerse muy colorada, continuó diciendo:

-¡Mujer! y luego salimos, a las tantas de la tarde que golvió don Elías por allí y lo cernió, en un dos por tres, a too bicho viviente, con que el caballero relumbrante jue primero un muchachuco de Nubloso... ¡Alabao sea el Señor por siempre! ¡Quién había de imagináselo! Pos mira, nos alegramos de sabelo; que si es tan poderoso como cuentan, más vale que lo deje por acá, que angunos se locirán con ello; porque la moneda, polvo viene a ser que se esparce, y quien se alcuentra con algo de él encima de la ropa, eso sale ganando... Y ¿sabes qué te digo tamién al respetive, y a más de cuatro se lo oí lo mesmo en la romería aquella tarde? Pos dígote que, por muchas inflas que tenga el piripuesto ese, y por muchas que sean las tierras y las gentes que haiga visto y pueda ver, no alcontrará pa mujer propia un acomodo que tan pintámente le caiga, como tú... Andando, Inés; y no te sefoque el dicho, que es el avangelio; y güeno es ser homilde, pero no tanto como tú, que ya te pasas, con ser quien eres y valer lo que vales... Y con esto me voy, que bastante poste te he dao esta tarde. Ya me avisarás de eso otro, ¿verdá?... Curriente. De padrino no hay ná hasta la presente: es cosa de ellos. Conque me marcho; y si no lo tomas a mal, te daré un beso por despedía... Me sale el antojo de acá: créemelo.

Puso de muy buena gana Inés la mejilla izquierda tan alta como pudo; bajó Pilara más de medio palmo la cabeza, y ¡chaas! ¡chaas! Igual estrépito que si se hubiera rasgado en tres tiras media sábana casera.

Fuese Pilara al cabo; habló Inés a su padre sobre lo que aquélla deseaba; accedió a ello el Berrugo, a condición de que no le costara dinero el favor; llegó la noche, y amaneció el nuevo día, y fueron corriendo las horas de él; y por aquella portalada no entró más persona extraña a la casa que el Lebrato.

La comisión que éste llevaba era para don Baltasar. Comenzó por referirle «el particular» del casamiento de su hijo, casi en los mismos términos que Pilara a Inés, con idénticas reflexiones y con las propias noticias sobre lo que llevaba la novia al domicilio conyugal, y lo que esperaba para el día de mañana. El Berrugo no halló pero que poner ni al relato ni a las reflexiones, ni a las noticias. Nada le pedían; nada le costaba: al contrario, salía ganando en el bodorrio aquél un elemento que daría gran prosperidad a su casería de Las Pozas. No se lo dijo así al Lebrato; pero le alabó el gusto de su hijo y le ponderó el acierto de todos en arreglar las bodas cuanto antes. ¡Como que había dado permiso a Inés, que se le había pedido, para ser madrina de ellas!

Estimó Juan Pedro el favor en todo lo que valía, y animóse a exponer la pretensión que él llevaba por su parte. Por demás sabía «el señor don Baltasar» que una casa como la de Las Pozas no estaba en disposición de recibir de golpe y porrazo a la mujer que había de establecerse allí como reina y señora de ella. Cierto que Pilara traería lo más preciso para el avío y comodidad del matrimonio; pero esto mismo le obligaba a él, al Lebrato, a hacer mayor esfuerzo para arrimar algo de su parte. Pedro Juan no tenía más que lo puesto y la muda para los domingos: había que echarle, por lo corto, un vestido flamante y su calzado correspondiente; y después ¿qué menos que un par de camisas nuevas?... Pues «el timineje del negocio», aunque la boda fuera en la casa de arriba, sus gastos traía también a la de abajo; que no había de salir todo el desgaste de una sola piedra, «ni sería bien vista la gorroná, dao que la hobiese, ni la consentiría él, que conocía lo que obliga al hombre de bien el agasajo de otro». La casa misma pedía su gasto correspondiente: un poco de blanqueo; «dos escobás siquiera» había que dar al cuarto de ellos; y el llar de la cocina no podía dejarse como estaba, sin una baldosa entera... En fin, que había gastos, y no pocos, que hacer por parte de Juan Pedro con motivo de la boda de su hijo. Él no quería ni necesitaba ponerse colorado delante de nadie para pedirle a préstamo un puñado de pesetas, porque sabía dónde y cómo ganarlas honradamente. Dentro de pocos días, en cuanto apuntara setiembre, empezarían su hijo y él la campaña de la ostra. Sacándoselo al cuerpo sin caridad, bien podía atenderse a este recurso de día, y por la noche al de la pesca del durdo y del anguilo, mar afuera. La brega sería ruda; pero cuando el caso lo reclama, «mentira paece la correa que da un hombre avezao a la probeza». En suma, el favor que le pedía «al señor don Baltasar» era que, por aquella vez sola, le dejara libres los productos de la campaña, sin que le reclamara «en el San Martín» la parte acostumbrada de ellos para aminorar la deuda pendiente. Las rentas por todo lo demás, no le faltarían a su hora y punto debidos.

El Berrugo, después de oír al Lebrato en silencio, pero no sosegado, porque tan pronto se rascaba la barbilla o se pasaba la mano abierta por la cara o pescaba mosquitos en el aire, como golpeaba el suelo con el mango del rozón que tenía en la otra mano, consideró, ante todo, que el favor solicitado no era de los que costaban dinero, es decir, dinero sacado de su bolsa. Tratábase sólo de no cobrar, por entonces, un piquillo que cuanto más se retrasara en poder del deudor, tanto más iría engordando en provecho de un acreedor tan diestro saca-cuentas como él... Por otra parte, no estaba muy seguro de no necesitar el día menos pensado a Juan Pedro para cierto negocio que le traía a mal traer. Podía, pues, y debía echárselas de rumboso impunemente en aquel trance, y se las echó.

Aunque no duraron mucho estas meditaciones, al Lebrato le parecieron muy largas, y temía lo peor al ver el afán con que el Berrugo se rascaba la barbilla con una mano y golpeaba el suelo con el rozón que agarraba la otra.

De pronto le dio don Baltasar en las espinillas con el mango del instrumento aquél; le encaró, de un empellón hacia la calle, y le dijo:

-Al último, harás de mí hasta ochavos morunos, si te empeñas en ello. Ya estás servido... y andando; y cuéntale el cuento al sin vergüenza que te diga que no soy blando de corazón.

Y no ocurrió más de extraordinario en la casona de Robleces, hasta el otro día en que, al fin, se metió por la portalada el indiano de Nubloso.

El Berrugo andaba trasteando en el estragal, y allí le recibió, con muy buena cara por cierto.

-¡Hola, hola! -le dijo en cuanto le vio, pero sin dejar de hacer lo que hacía-. ¿Se viene a cumplir la palabra, eh?

-Hay de todo, señor don Baltasar -respondió el indiano muy afable-, porque vengo a verlos a ustedes y a ofrecerles de nuevo mis respetos; pero no a tratar del punto consabido que tenemos pendiente usted y yo. En esto falto a la palabra que le empeñé al despedirme el día de San Roque; y falto con toda intención, porque quiero invertir el poco tiempo que traigo disponible, en lo primero, que es cosa mucho más agradable para mí.

-Ciertamente que no corre prisa, por mi parte, ese asunto, y no seré yo quien se le meta a usted por los ojos... Y con franqueza, si lo que quiere a la presente es conversación, yo no puedo dársela en un buen rato, porque tengo mucho que hacer por aquí; pero no faltará quien se la dé, si le es igual una que otra. Arriba está Inés, que debe de tener el tiempo muy de sobra y le recibirá, si quiere usted subir y descansar un poco.

-¡Oh, señor don Baltasar! -repuso el indiano muy risueño-, siempre me da usted en su casa muchísimo más de lo que vengo buscando...

-Yo soy así, hombre -dijo al punto don Baltasar mientras colgaba un dalle de la viga del techo, y en seguida, arrimándose al hueco de la escalera y haciendo embudo sobre la boca con las manos, gritó-: ¡Inés!... ¡Inés!... ¡Allá va este... sujeto del otro día...! Suba usted, suba usted, sin ceremonia -añadió volviéndose hacia el indiano-, suba usted, que ella le enseñará el camino. Yo subiré en cuanto despache aquí abajo.

Tomás Quicanes no iba tan majo como el día de San Roque. Nada de levita negra, ni de pechera con brillantes, ni de botines de charol: un terno gris, de americana; calzado amarillo de suela recia; hongo oscuro, corbata clara y cuello bajo y blanquísimo, como los puños; pero con este traje sencillo, holgado, de buen corte y de esmerada hechura, valía doble que con el otro el buen sobrino del difunto Mayorazgo de Robleces. Lo mismo opinó Inés en cuanto le atisbó desde la sala al asomar él por la portalada; y eso que la inexperta hija de don Baltasar no pudo estimar el día de San Roque lo que había de cursi en el aparatoso atalaje, cargado de relumbrones, del caballero del altar mayor. Y no sólo le encontró mejor mozo así, sino más «tratable», más... de carne y hueso; en fin, menos terrible para un apuro como «el del otro día», si llegaba el caso.

Es de advertirse, por si fue malicia de la neófita en intrigas de aquella especie, que al entrar el indiano en la corralada, Inés cosía a la parte de adentro del balcón, y que al llegar a la sala acompañándole desde el carrejo, la sillita y los avíos de costura estaban a la parte de afuera, es decir, en la misma solana y delante de la puerta. Ello fue que el indiano, al verlos donde los veía, no quiso aceptar la silla que, muy de cumplido le ofreció Inés en la sala.

-¡De ningún modo! -la dijo-. Por las señales, estaba usted trabajando allí; y como yo no soy de cumplido ni quiero que mi visita la sirva a usted de molestia, se la haré a usted en la solana, si me lo permite.

-Como a usted le guste más -respondió Inés dirigiéndose al balcón.

Otras dos observaciones por lo que valgan: Inés apartó la silla y los cachivaches, como si les estorbaran el paso, y los colocó a un lado y a muy buena distancia de la puerta; y el visitante había visto, al asomar al carrejo, entre la penumbra de las inmediaciones, vagar una silueta antipática, que era la de la Galusa.

¿Huían los dos, visitante y visitada, de una misma contingencia desagradable, al resistirse el uno a hacer la visita en la sala, y al estar tan bien dispuesta la otra para recibirla en lo más escondido del balcón? Lo que no tiene duda es que en aquel sitio, deparado por la casualidad o elegido por la malicia, se podía echar un párrafo, no alzando mucho la voz, sin que nadie se enterara de él, ni tampoco de la mímica que le acompañara; como no fueran los pajaritos del aire; porque por el pedazo de calleja que desde allí se descubría, no pasaban cuatro transeúntes, y esos muy distraídos y torpotes, en toda una tarde de Dios.

Yo me inclino a lo de la malicia, y de parte de entrambos; porque también es indudable que, al comenzar la visita, ya se apuntó en cada uno de ellos el mismo afán de llegar cuanto antes con la conversación a un paradero indudablemente preconcebido.

Duraron poco, muy poco, en boca del visitante, y eso que no dejaba de ser socorrido de conversación, esos preliminares de rúbrica en tales casos, emparentados siempre, más de cerca o más de lejos, con las evoluciones meteorológicas, con el sistema de vida diaria y con otras materias así; en seguida se plantó, retrocediendo de un salto, en el día de San Roque, «de feliz y perdurable memoria para él».

Con esto solo, ya comenzó a aletear y revolverse algo en los adentros de Inés, y se le pusieron a la pobre los carrillitos como la misma grana; y porque hizo un alto en la conversación el otro, y por creer y temer ella quizás que de un nuevo salto de ideas se le largara Dios sabía adónde, corta y novicia como era, se atrevió a tenerle a raya preguntándole, sin dejar de coser, pero sin saber lo que cosía:

-¿Ha comenzado usted a tratar abajo con mi padre de ese asunto?

Por los hondos, aunque, en apariencia, lejanos enlaces que tenía esta cuestión con la que a ella la interesaba tanto, la había sugerido su buen instinto la idea de sacarla a relucir para los fines que se proponía; pero fue inútil la precaución, porque no pensaba el indiano en huir del terreno en que se había metido de un salto y de muy buena gana.

-¿Y qué asunto es ese? -preguntó él a su vez, haciéndose el ignorante, para tomar aquel nuevo camino que también guiaba al paradero deseado.

-El que prometió usted tratar con mi padre al despedirse en la romería, en la primera visita que le hiciera. Creo yo que será el de la compra de esta casa.

Y se sonreía la picaruela, como si no le creyera ya capaz de ello.

Sonrióse también el otro, y la dijo en seguida, tejiendo y destejiendo entre los dedos de ambas manos la cadena de su reloj:

-Ese asunto se quedará sin ventilar por ahora, porque se me ha puesto por medio otro que me interesa bastante más: el de cierto huertuco... ¿Se acuerda usted?

¡Vaya si se acordaba! Pero lo negó sin maldita la conciencia; por lo cual tuvo el otro que volver sobre lo tratado en la romería de San Roque, sabiendo que se le engañaba descaradamente en aquella negativa, pero aceptando con gusto el engaño para desenvolver más a sus anchas la metáfora, algo cursi, como todas las metáforas de todos los enamorados de este mundo, del huertuco montañés y de la rosa colorada.

Ya estaba, pues, la gran cuestión en pie, y ya dudaba Inés si seguir cosiendo o si dejarlo: si no cosía, no sabía qué hacer de las manos ni de los ojos; y si cosía, se pinchaba; y cosiendo o no cosiendo, le andaban unas cosas por todo el cuerpo y delante de la vista, y le subían unos calores y sentía tales ruidos en las sienes que no podía parar ni sosegar un punto. ¡Y se estaba todavía al principio de una historia de la que conocía ella hasta la penúltima página! ¿Qué sería cuando llegara el momento de aclararse el único punto que quedó sin aclarar en la romería? ¿Cuando se la dijera terminantemente quién era «la de Robleces»?. Pero ¿llegaría a decirlo él? Y si no lo decía, ¿por qué la atormentaba sacando a relucir de nuevo la misma historia?

¡Aprensiones disculpables en un espíritu abierto noble y generosamente a las primeras llamadas del corazón, como las rosas de la metáfora al calor de los rayos solares! Puede que resulte también algo cursi esta otra metáfora que tomo del montón de las corrientes; pero no hallo otra de mejor arte ni más al caso, y por eso me valgo de ella para venir a parar a que, con todo el miedo que tenía Inés al final de la historia, se la hacía mucho lo que tardaba en llegar a él el relatante, y hasta temía que no llegara nunca.

En lo cual se equivocaba grandemente; porque el indiano, aunque contando los pasos y gozándose en la contemplación del terreno que exploraba al mismo tiempo, llegó y llegó bien; y llegando, resultó, y así se lo dijo a Inés, claro, muy claro, aunque le temblaba un poco la voz al decírselo, que «la de Robleces» era ella; ella, que en pocas horas se había hecho dueña y señora de su corazón y de su vida, y más que por la hermosura de su cuerpo, que era singular, por la nobleza y sublime candidez de su alma, que no tenía precio.

Todo esto oyó Inés, sin morirse, como lo temía desde lejos. Algo la pasó, es verdad, que le pareció el fin de la vida; pero no por las ansias ni los dolores ni el desconsuelo, sino por lo dulce, por lo agradable, y, sobre todo, por lo extraño; de manera que, más que muerte, era aquello la terminación de una existencia insulsa, y el comienzo de otra mucho más placentera y amable.

Y todo esto leyó y fue saboreando codicioso, detalle por detalle, el afortunado galán, en el mirar turbado, en el respirar anhelante y en el casto y dulcísimo abandono de todo su ser, con que la pobre novicia, sin voz ni energía en su garganta para responder con palabras, reveló claramente las tempestades de su pecho.

Sucedió después una cosa bien extraña. A fuerza de contemplar embebecido a Inés, acabó el singular enamorado por mirarla, más que como triunfador satisfecho de su hazaña, como temerario que lamenta, con honrado corazón, el estrago irremediable de una ligereza. En seguida, como para intentar una prueba en que deseara ser vencido, tomó, suave y cariñosamente, una mano de Inés entre las suyas, y la preguntó sin dejar de contemplarla:

-¿Sería usted capaz de hacer un sacrificio por mí?

-Hasta el de la vida -respondió temblando Inés, no con palabras, sino en una mirada que se fue alzando poco a poco hasta difundirse en la amorosa y a la vez compasiva del otro.

El cual, entendiendo bien la respuesta añadió:

-Pues voy a pedir el único con que no contaría usted entre todos los que puede haberse imaginado: que guarde, como en el secreto de la confesión, lo que acaba de pasar entre nosotros... hasta que yo la diga cuándo es la hora de publicarlo a voces. Le pido a usted esto, que sólo por pedirlo yo en tal ocasión ha de parecerle sacrificio, y bien extraño, por el amor que siento por usted, y delante de Dios la juro que es verdadero y grande. Hemos de hablar a menudo de estas cosas, y todo se aclarará cuando se deba.

Se levantó momentos después; se despidió «hasta luego» con todos los miramientos, entusiasmos y delicadezas que el caso requería; y sin que el Berrugo pareciera por allí ni por las inmediaciones, fuese.

Inés recibió su última despedida desde la portalada, y cayó en seguida, transfigurada y absorta, en las honduras de su pensamiento, que era un volcán; y todo, todo lo creyó posible, menos que aquel hombre fuera capaz de engañarla.

- XXV - : Anales de tres semanas

No siempre halló el indiano de Nubloso igual comodidad que aquella tarde para hablar con Inés a sus anchas, ni, en rigor de verdad, me atrevo a afirmar que estos inconvenientes le contrariaran poco ni mucho; porque es de saberse que «la cosa bien extraña» que sucedió al acabarse la visita historiada más atrás, continuaba siendo misterio, y misterio bien mortificante, para Inés, por culpa de aquel hombre empecatado que huía de toda ocasión en que pudiera verse obligado a levantar siquiera la punta del velo misterioso. Pero no por eso faltaban el tiempo necesario ni lugar a propósito para decir él lo que quería y necesitaba decir, aunque no fuera, ni con mucho, cuanto deseaba saber ella, ni dejó de seguir su marcha devoradora el fuego amoroso en que parecían estar ardiendo los dos.

A la tercera visita, ya se tuteaban; y deshechos con esta llaneza en el trato los estorbos que el ceremonioso «usted» opone a la franqueza de la expresión aun en caracteres más resueltos y adestrados que el de Inés, la máquina de las ideas de ésta, aquella máquina que para ponerse en franco y seguro movimiento tuvo bastante con el impulso casual y rudimentario de una mano tan torpe como la del grosero seminarista, al calor de los afectos nuevamente adquiridos y con el estímulo de su comunicación frecuente con los del hombre que se los había infundido, tomó de repente unos vuelos maravillosos. ¡Entonces sí que estaba desconocida! Como en idénticos casos la había sucedido ya, no pudiendo, por su ignorancia e inexperiencia, extender a lo ancho la labor de sus investigaciones, las hizo a lo hondo, con la fuerza y la luz de su inteligencia clarísima; y la cuenta le salió aún mejor así, porque ahondar se necesitaba, y no otra cosa, para dar con el filón que ella iba buscando. Y ahondando, ahondando con el análisis de sí propia y el de la conexión íntima que «debía de haber» entre su modo de sentir y el modo de sentir del otro, aunque llamando las cosas a su manera, llegó con los razonamientos a un punto de cordura y de fortaleza tales, que pusieron en graves apuros al receloso y asombrado galán. Para ser un poco atrevida, además de esto, le sobró con el ansia, que la devoraba, de aclarar el enigma que la servía de tormento a todas horas, y la amargaba las dulzuras de aquella pasión que ella consideraba como un don inmerecido de Dios.

Pero ¿por qué había de haber esa nube negra en un cielo tan limpio, tan puro, tan lleno de luz, como el de sus recién forjadas ilusiones? Y si bastaba un soplo de él para deshacerla, ¿por qué no soplaba? Y entre tanto, aquella nube podía ir extendiéndose y espesando y cubriéndolo todo, hasta el mismo sol; y entonces ¡Virgen María! no quería pensar en ello. Era imposible que las cosas llegaran a un extremo tan espantoso. «¡La nube! ¡el misterio!» ¿De qué se trataba, al fin y al cabo? De que ella no revelara a nadie lo que estaba pasando entre los dos. Sin necesidad del encargo, hubiera quedado el secreto guardado en lo más hondo de su corazón, mientras lo guardado «no diera más de sí». Pero ¿por qué se le hacía el encargo? Aquí estaba la malicia. ¿Era un pecado lo sucedido? ¡Imposible! Y si no lo era, ¿por qué tenía él tanto empeño en que no se descubriera? Podía haber en este empeño un fin de casta más noble que la del misterio que a ella la alarmaba; por ejemplo: el de probar su fe o su discreción, atormentando un poco su curiosidad; pero en este caso, ¿por qué andaba él tan preocupado, tan receloso, tan vacilante? Esto, esto sólo era lo grave, lo extraño. A veces la asaltaban recelos espantosos. ¿Habría otra mujer en alguna parte del mundo que pudiera pedirle cuentas de «lo que estaba pasando entre los dos»?... ¿Estaría...? ¡Qué enormidad! Eso, honradamente, no podía imaginarse: no cabía en lo posible. De todas suertes, la tentación de sospecharlo solamente, la arrastraba a considerar si no habría pecado ella de ligereza al entregarse tan pronto, tan irreflexivamente y tan confiada, a una pasión así, inspirada por un hombre de cuya lealtad no tenía otras pruebas que las de su palabra, que podía muy bien no ser honrada... Tampoco era posible esto; también caía fuera de los límites que la perversidad humana tenía, en el concepto inexperimentado y naturalmente bondadoso de Inés... De cualquier modo, ella no comprendía aquella reserva sospechosa que tan malos ratos la daba y no podían pasar inadvertidos para él. ¡De qué distinto modo se conduciría ella en el caso contrario! Sin haber ocurrido, y sólo por el placer desinteresado de confiarle hasta el último secreto de su conciencia de mujer y de enamorada, le había referido la historia de la resurrección de su espíritu, con todos sus pormenores; y lejos de intimidarse al sacar a relucir los graves episodios de la explosión amorosa de su profesor, los relató con especial parsimonia, porque hasta se recreaba en traer con ellos a la memoria lo abominables que le parecieron en cuanto pudo considerarlos con serenidad; amén de que, cotejando y comparando tiempos con tiempos, hombre con hombre y sentimientos con sentimientos, los que le había infundido el absorto escuchante adquirían doblada consistencia y mayor intensidad. ¡Y él, que, con trabajo menos escrupuloso, podía proporcionarla a ella un placer más regalado, la dejaba penar y consumirse entre dudas y confusiones! ¡Qué mal hecho estaba eso! ¡Ah! si ella fuera un poco más atrevida o un poco menos compasiva y tolerante, ¡cuántas veces le hubiera puesto, con una pregunta, en la necesidad de descubrirla el misterio!... ¿Qué harían las demás mujeres en casos parecidos al suyo? Porque ella no sabía nada, nada absolutamente, en materia de amores, sino lo que había leído en las novelejas prestadas por Marcos, y lo que estaba observando en sí misma, lo cual no se parecía en lo más mínimo a lo que ocurría en las novelas.

Entre tanto, la situación de las cosas, en general, no podía ser más embarazosa para todos allí. Su padre, aunque parecía andar siempre a su cuento y no reparar en nada, veía con el rabillo del ojo cuanto pasaba a su alrededor, por lo menos desde que entraba tan de continuo en la casa el indiano de Nubloso. Un día la dijo deteniéndola en lo más oscuro del carrejo, como por casualidad:

-Mujer, ¿sabes tú lo que anda buscando por aquí ese sujeto?

Inés comprendió desde luego a qué sujeto se refería su padre, y se puso roja y sofocada; pero, por fortuna, no se veía la mano delante en aquel esófago tenebroso, ni se vio, por consiguiente, la turbación con que respondió para salir del paso:

-A mí nada me ha dicho.

Tosió el hombre y se marchó golpeando el suelo con algo que llevaba en la mano.

Otro día se encaró con ella a la puerta de la sala; y como si replicara a la respuesta que se le había dado en lo más oscuro del carrejo días atrás, dijo esto solo y sin mirar a su hija de frente:

-Pues a mí tampoco me ha dicho una mala palabra hasta la hora en que estamos, sobre lo que desea y busca por aquí... Y no quisiera tomarle yo la delantera para preguntárselo... ¡Y, cuidado, que motivos no faltan ya!...

Y se fue.

Esta nueva embestida puso a Inés en el colmo de la angustia; porque lo que su boca no decía sobre lo que estaba pasando, lo publicaban a gritos su raro y nuevo modo de ser, y las idas y venidas del otro, desconcertado y receloso, y sus apartes con él. ¡Y era tonto y ciego don Baltasar para no caer en la cuenta de lo que tan a la vista estaba! ¡Y era mudo, gracias a Dios, para no explicarse a las claras con el otro, si llegaba a «tomarle la delantera»!.

Pues ¿y la Galusa? ¡Válgame Dios, cómo rastreaba por escondrijos y rincones la pista del «fregado indecente», en cuanto asomaba el tunante por las puertas de la casa! ¡Qué zumbar el suyo mientras iba y venía, como moscardón aprisionado, y qué zaherir con indirectas envenenadas a la pobre Inés, cada vez que se topaba con ella, o la veía, medio alelada, torpe y desmañada, acercarse a todo para no hacer luego cosa con cosa! ¡Qué aborrecimiento la tenía y qué poco le disimulaba! ¡Y ella conociéndolo todo, y hasta que había razones aparentes para mucho de ello, y no pudiendo desplegar los labios para defenderse en lo defendible, ni siquiera para decirle a él: «habla tú, que con una palabra puedes hacer que se concluya pronto todo esto».

Y aún fueron más allá los conflictos de la pobre muchacha. Días andando, y en uno de labor, al ir ella a misa, porque las oía muy a menudo, especialmente desde el de San Roque, la esperaba don Alejo paseándose en el portal de la iglesia, de levita y con bonete.

-Vaya, Inesuca -la dijo-, aquí te cojo y aquí te mato; y te cojo, porque te esperaba; y te esperaba, porque, si no te cojo aquí y antes de misa, no te cojo en ninguna parte. ¿Estás? Bueno; pues ahora te advierto que no se trata de robarte la mantilla, ni de sacarte ninguna tira del pellejo. Esto te lo digo para que te cures del susto que te ha hecho perder de repente los colores de la cara. ¡Valiente forajido soy yo para dar disgustos a nadie, y menos a ti, corderuca de Dios!... En fin, que se trata de que me consume una curiosidad, y de que quiero que tú me saques de ella. ¿Querrás?

De algunos días a aquella parte, todos los ruidos le sonaban a Inés de un mismo modo, y todos los golpes iban a parar a su dedo malo. Por esta triste experiencia, barruntó que lo que pensaba preguntarla don Alejo tenía que ver, por más acá o por más allá, con lo que «a ella la estaba pasando». Y dicho y hecho.

Apenas prometió al cura complacerle, si la era posible, en lo que la pedía, cátale metido de hoz y de coz en el asunto, de la siguiente manera:

-Pues has de saberte que el día de San Roque, al anochecer, supe que aquel caballero tan majo que oyó la misa en el altar mayor y tanto me había llamado la atención, resultó ser Tomasín; Tomás Quicanes, el sobrinuco huérfano del Mayorazgo, que vivía con él y me ayudaba las misas con una inteligencia, una gracia y una compostura, que me daban gloria. Te aseguro que no lo quise creer cuando don Elías fue a mi casa a contármelo y a hacerse lenguas de lo campechano que era y de lo mucho que sabía; y no lo quise creer, porque tras de no haberle yo sacado en la iglesia por la pinta, cosa que, bien mirada, no tenía nada de particular, me parecía mentira que hallándose en Robleces y tan cerca de mí ese caballerete tan espetado, no hubiera corrido a darme un abrazo y a decirme: «aquí tiene usted, con barbas ya y cargado de perendengues, a Tomasín Quicanes, el sacristanuco tan querido de usted». Algo me explicó don Elías de las intenciones del tal sobre el caso, y de las buenas ausencias que había hecho de mí entre él y vosotros aquella tarde; pero, vamos, no me conformaba con eso. A los pocos días ya vino él en persona a verme a mi casa... por supuesto, después de haber estado en la tuya... ¡Bah!... ¡y se me pone coloradita, lo mismo que si ello fuera un pecado!... A ver si se te bajan esos colores y me escuchas como es debido... Pues, señor, que vino; que se me dio a conocer, y que le conocí hasta en el modo de mirar y en cada una de las facciones de su cara; y que pasé con él, hasta que empezaba a cerrar la noche, el rato más agradable que creo haber pasado en todos los días de mi vida. ¡Qué guapo está, qué bien habla, qué cariñoso es y qué finamente siente y observa y compara lo que aquí dejó, lo que halla al volver... y qué sé yo qué otro tanto más! El arrastrado de él, de recién llegado a La Habana me escribió algunas veces; pero después lo fue dejando, dejando... ¡Y si vieras, Inesuca, qué majamente me pintó él este modo de ir olvidándose no de mí, sino de escribirme de vez en cuando! ¡Qué fantasía de chico! Daban ganas de decirle que se volviera a marchar para dejar de escribirme, por sólo el gusto de oírle disculparse a la vuelta. Extrañándome yo de estas cosas, le pregunté sobre el particular; y supe, con el contento que puedes suponerte, que había gastado más de la mitad de lo que había ido ganando en sus negocios, en instruirse y en despabilarse, aunque despabilado lo fue él siempre de suyo... y esta opinión es cosa mía; que había cultivado más el trato de las personas letradas que el de las adineradas; que tenía hasta pasión por los buenos libros; que había viajado mucho... en fin, que no acabaría yo, Inesuca, si te fuera relatando lo que entonces le oí, lo que le he podido sacar después acá; porque te advierto que rara es la visita que te hace a ti... digo, que os hace a vosotros, sin que antes o después no me haga a mí otra; y lo que de todo ello he ido coligiendo yo a mi manera, aunque lego... ¿Te vas enterando, Inesuca?

¡Si se iba enterando Inés! Sin perder punto ni coma, y con una codicia de ello, que bien se pintaba en sus ojos radiantes de luz y de regocijo.

-Me entero -respondió, sonriéndose, a la pregunta del cura.

-¡Pues podías no! -replicó éste; y añadió en seguida: Y ahora va lo bueno, quiero decir, el golpe con que te amenacé al cogerte aquí. Córrese entre las gentes, que Tomasuco el de Nubloso, con haber rodado tanto mundo, no ha podido hallar en todo él lo que, cuando menos se esperaba, tuvo la suerte de encontrar en Robleces; o séase, hablando claro, una mujer que le llene por entero para casarse con ella y acabar la vida, en santa paz los dos, en la tierruca. Gran pensamiento... y gran ojo, sobre todo; porque resulta, también según los dichos de las gentes, que esta mujer, Inesuca, eres tú... ¿Es verdad eso? Pues cata el golpe que te prometí, y venga la respuesta; pero tal como yo la deseo... Te advierto de antemano que el sujeto ese no me ha dicho nada de por sí, aunque no tiene boca bastante para ponderarte cuando de ti me habla; y cuenta también que esto ocurre en cada visita que me hace.

Inés recibió «el golpe» de don Alejo con mayor serenidad de lo que esperaba, y pudo responder a él con gran firmeza; porque la última noticia, y la única desagradable de cuantas le había dado de carretilla el buen señor, le ofrecía una salida de soslayo, que era al mismo tiempo la verdad fiel de lo que estaba sintiendo; y la salida fue la siguiente:

-Pues si él no le ha dicho a usted una palabra de eso, ¿qué quiere usted que le diga yo?

-Eso no es responderme a derechas, Inesuca -añadió don Alejo algo contrariado.

-Pues le juro a usted -repuso ella muy serenamente, como que juraba verdad- que no le puedo decir otra cosa.

Se quedó con esto algo suspenso el cura, y la dijo en seguida:

-Te creo, porque basta que así me lo afirmes aunque no me lo juraras; pero te aseguro que lo siento como si hubiera perdido algo de a cuanto... Pues, mira, Inesuca -añadió de pronto con gran encarecimiento-, si no hay nada de lo dicho, debiera de haberlo. Las gentes tienen razón. Voz del pueblo, voz de Dios. Marcones te lo hubiera entonado en latín, por pintar la cigüeña; yo te lo digo en castellano neto para que me entiendas mejor. Y ahora, hija mía, dame palabra de que, si llega a suceder algo de lo supuesto, no se lo dirás a nadie fuera de tu casa antes que a mí; perdona el plante que te he dado, y quédate bendita de Dios, como yo te bendigo, por lo buena que eres, que me voy a decirte la misa.

¡Oh, qué tentaciones tan fuertes tuvo Inés entonces de detener a don Alejo para decirle que quería confesarse con él! ¿Qué mejor confidente, qué mejor consejero, que aquel santo varón, para confiarle, en el secreto del confesonario, una tribulación como la suya? Y en ello no faltaría a su compromiso empeñado. Como en el secreto de la confesión estaba obligada a guardar «lo que había pasado entre los dos», y así quedaría guardado, confiándoselo, como penitente, a su confesor.

Pero mientras dudaba, se perdió la oportunidad, y con ello se calmaron las tentaciones. Entró en la iglesia, y a poco empezó la misa. ¡Con qué fervor la oyó, y con qué fe le pidió a la Virgen que la amparara en el trance en que se veía!

Después se encontró más fortalecida; y al volver a casa pensando en todo lo que don Alejo la había dicho, sólo quería acordarse de lo mucho bueno que le había contado de él. Así le veía ella más engrandecido a sus ojos; y así quería verle, «porque él no podía ser de otra manera».

Y, entre tanto, y como si tratara de desmentirla con su comportamiento, ni en todo aquel día ni en los dos que le siguieron, apareció por Robleces el indiano de Nubloso.

- XXVI - : La puchera del Lebrato

El «negocio de la ostra» le tenía el Lebrato a la puerta de casa, como quien dice; y por «llanuco y hacedero de por sí» no era cosa para quebrantar huesos tan duros como los suyos y los de Pedro Juan. Plantarse con la chalana en la primera revuelta y la más grande de las dos de la ría, a la bajamar; fondearse allí, o no fondearse, sobre la misma canal; una especie de rastrillo de hierro, de púas fuertes, largas y algo encorvadas, con mango de palo: un instrumento así para cada uno, y a sacar con él cantos sueltos del fondo; cantos que, según la suerte soplara, unas veces salían en blanco, y otras veces más o menos sarpullidos de ostras de todos tamaños; arrancar las grandes, dejar las de cría, y volver el canto al agua. Y al sol. No tenía ni tiene más intríngulis la explotación de aquel rico ostrero natural. La venta era siempre segura y pronta, porque andaban los especuladores disputándose la mercancía para revenderla a escape en los quintos infiernos. El oficio, pues, no tenía otras quiebras que los fríos y las celliscas de los meses invernales. Había en ellos horas de chuparse un hombre las uñas amoratadas, y de quedársele el cuerpo entumecido, y helada la saliva en la boca. Pero de estos días no abundaban; y en la ocasión de que se trata, mucho menos. Comenzaba septiembre, primer mes de erre después de la veda del verano; el tiempo al nordeste, claro, suave y noble como él solo, y «pa largo» por las trazas, y el trabajo se hacía en mangas de camisa; de modo que más que fatiga, resultaba entretenimiento agradable. Porque no era sola la chalana del Lebrato la que andaba a la ostra allí, aunque podía, y en buena ley debiera serlo, por no haber en el pueblo otro matriculado que él; pero ya se ha dicho que Juan Pedro no era hombre de usar de sus privilegios en perjuicio de nadie, y toleraba la media docena larga de chalanas que acompañaban en el ostrero a la suya; y hasta se alegraba de ello, porque, de ese modo, el campechano pescador no cerraba boca, y era la escuadrilla un hervidero de conversaciones, que tenían que oír.

Como el tiempo estaba tan hermoso, no se conformó con aquel solo recurso, que no dejaba de rendirle su buen por qué; y según se lo había anunciado «al señor don Baltasar», teniendo la barquía bien recorrida y preparada, probó de noche «a lo de afuera»; ¡y esto sí que ya era harina de otro costal! Solamente el viaje hasta la barra, era trabajo de hora y media de rema incesante. Por el primer tramo, es decir, por lo que se podía llamar valle de la ría, menos mal; era ir como a cielo abierto, con anchos horizontes de Sur a Oeste, y en toda aquella línea, a no ser la noche brumosa y cerrada, siempre había celajes luminosos que alegraban la vista y entonaban un poco el ánimo; pero por el segundo tramo, desenvuelto en curvas desorientadas y caprichosas, con sus taludes altísimos y casi a plomo, como una hoz abierta entre montañas, ya era más triste la boga. No había otra luz que la que sacaban las palas de los remos, en gotas fosforescentes, al remover el agua, ni más cielo que el que se veía por entre los dos bordes de la rendija aquella. El chapoteo que de esta faena resultaba, muy a menudo repercutía y se multiplicaba en las cuencas de los peñascos coronados por una greña de carrascas y zarzales, cuya espesura hacía la oscuridad mucho más negra de lo que era. Algunas veces se oía un ligero chasquido no lejos de la barquía, como el que produciría una pedrezuela arrojada en el agua: era el salto de un muble de un rebaño de los que volvían a la mar con la vaciante; y hasta este leve sonido hallaba eco que le repitiera y le propagara. Ni el Lebrato ni su hijo hablaban en todo aquel trayecto otras palabras que las puramente precisas: la solemnidad pavorosa de la naturaleza se impone a los espíritus más valientes y despreocupados; donde quiera que el hombre se ve gusano por la fuerza del contraste, allí se esconde o se arrastra tímido y silencioso, como si realmente lo fuera. Es muy común la observación, y muy exacta, de que cesan de repente las conversaciones de todos los viajeros de un tren cuando éste atraviesa un túnel. Se ve gusano mísero allí. Y es de advertir también, que los miedos de esta clase son de los que no se vencen con la costumbre de sentirlos. Pedro Juan y su padre conocían aquel trayecto, que habían recorrido cien veces, lo mismo a pleno sol que entre tinieblas, como los caminos de su barrio; y, sin embargo, nunca lo pasaban de noche, hacia la mar, sin verse dominados por aquel sentimiento que no tenían ellos por medroso, y que en el fondo lo era. Distingo el viaje «hacia la mar» porque cuando, de vuelta de ella, recorrían el mismo esófago negro, sin ser mucho más locuaces se sentían más animosos; lo cual prueba que si el paso es triste e imponente de noche por sí mismo, lo es todavía en más alto grado como camino de una región mucho más pavorosa y de mayores riesgos de muerte.

Volviendo al asunto y dejando a un lado enojosas filosofías, digo que remando sin cesar los dos hombres y adelantando la barquía entre espesas tinieblas y fantásticos ruidos, llegaba a percibirse el de la mar, que, por dormida que esté, siempre suena lo bastante recio sobre los duros cabezales de la costa para que la sientan los más torpes de oído, durante el silencio y la quietud de la noche. El espacio se iba también ensanchando, aunque no aclarándose, delante de la pobre embarcación; comenzaba ésta, que hasta entonces se había deslizado como por encima de un cristal, a cabecear lentamente; avanzaba otro buen tramo; se acentuaban más los ruidos de la mar y también los cabeceos; aparecía por la proa, a la vista de los remeros, la masa de espesas sombras interrumpida en un espacio que para un ojo inexperto se abarcaba con los brazos extendidos... y aquel espacio era la barra, la boca del puerto; se bogaba un poco más; descubríanse la cabeza y rezaban fervorosamente un credo el Lebrato y su hijo; y como conocían aquella puerta tenebrosa lo mismo que la puerta de su casa, la enfilaban diestramente... y ya estaban en la mar: una línea negra, negrísima hacia tierra: la costa; y otra enfrente, pero lejos, muy lejos, un poco más fina y algo más clara: el horizonte. En derredor de la barquía, un breve espacio ondulante y con intermitencias fosforescentes.

En medio de esta oscuridad, había que buscar en las peñas de la costa ciertas cuevas que deja al descubierto la marea cuando baja; y no habían de ser las primeras que se descubrieran a la casualidad acercándose a los peñascos, sino las cuevas tales y cuales; porque el pescado en cuya busca iban el Lebrato y su hijo a aquellas horas, tiene sus preferencias de refugio, muy marcadas, y sólo en esos refugios, y no en otros muy parecidos, hay que buscarle.

Los pescadores los conocían perfectamente, y los tenían bien registrados uno por uno en la memoria; y aunque a oscuras, o casi casi, sin titubear un instante, iban explorándolos todos, atacando la barquía hasta la misma boca de la sima, o, cuando menos, a la peña en que estuviere. Una vez allí, se hundía en el pozo, que había dejado lleno la marea, un palo, de largura necesaria para alcanzar hasta el fondo con un anzuelo que llevaba a la punta, fijo en un reñal muy corto; y si había anguilo adentro, es decir, congrio pequeño, iba al cebo traidor, le mordía, y fuera con él. Y para todo esto, mucho silencio y ni chispa de claridad. Si el estado de la mar no permitía acercar la embarcación a la costa, se apartaba de ella cosa de una milla, y se probaba fortuna calando allí un aparejo de cordel, de muchas brazas. Pero siempre a oscuras. Si no se trataba congrio, se trataba un durdo regular, o una mojarra de buen tamaño; y allá salía la cuenta, cuando mordían; porque si daban en no morder, ni mojarra, ni durdo, ni anguilo, ni nada; y noche y trabajo perdidos.

Y esto al comenzar la temporada de otoño, que, si venía noble, era un verano que daba gusto, pero en la de primavera (la mejor de las dos para el anguilo, por la abundancia y por la clase), con sus destemplanzas repentinas, con la crudeza de sus borrascas... ¡ya te quiero un cuento! ¡Qué noches había pasado el Lebrato en esas rudas campañas! ¡Qué riesgos había corrido, y de qué apuros le había sacado la divina Providencia!

Porque es de saberse que antes de tener un hijo, primero muchacho animoso y decidido, y después mozo robusto y fuerte, hacía él solo la tarea de los dos; solo se iba en su barquía, y solo se pasaba en la mar la mayor parte de la noche, registrando cuevas con el palo, o calando el aparejo a larga distancia de la costa; solo iba también de día a la dorada, al barbo, o a la lobina grande; y lo mismo le daba quedarse de la barra para dentro, si mordía algo de a cuanto, que salir de la barra para fuera en caso contrario. No tenían cuenta sus zambullidas en la mar, por desborregarse a oscuras entre las rocas; pasaban de seis sus embestidas a la barra, a media vela y a la desesperada, por haberle sorprendido otros tantos temporales afuera; y en ninguno de éstos ni de otros lances parecidos llegó a faltarle la serenidad, ni se marcó en su frente una arruga más de las que de ordinario tenía. Por dentro le andaría la procesión; pero sutil había de ser de ojo el que se la descubriera mirándole de arriba abajo.

Sólo una vez en su vida, confesado por él, llegó no a perder la serenidad, sino a tener miedo y a sentir que le temblaban las carnes, y no de frío. Fue aquél un lance espantoso, y aconteció tres años antes de la ocasión en que el lector tuvo el gusto de conocerle. Le acompañaba Pedro Juan aquella noche terrible; y a la pena que le daba el considerar el peligro que estaba corriendo su hijo, atribuía él mucha parte de la angustia que le andaba por adentro. Las cuevas estaban dando «su buen por qué» en aquella campaña de primavera, y la tentación de la ganancia segura cegaba demasiado el buen ojo del Lebrato para distinguir tiempos de tiempos. Los que entonces reinaban, pecaban más de crudos que de bonancibles, y lo que era peor, pecaban de locos. Tan pronto dormían como danzaban. Ello fue que aquella noche habló Pedro Juan cerca de la barra, para decirle que sería mejor volverse desde allí, porque no le gustaba el rute de la mar, y la noche era negra como boca de lobo; pero el Lebrato, echando a broma el asunto con su jovialidad de carácter, «Jala pa lante -le contestó-, que piores las hemos corrío». Y el barquichuelo salió a la mar, que aunque no rompía en la costa, tenía «los demonios adentro», en concepto de Pedro Juan. En el de su padre, la barquía podía atracarse a las cuevas, sin pizca de riesgo; y se atracó a la primera. Era la bajamar muy honda, porque las mareas eran vivas, y la cueva había quedado, aunque no muy alta, lo suficiente para que no se pudiera maniobrar en el pozo desde la barquía. Saltaron los dos al peñasco, en una de cuyas grietas atascó el Josco el rizón del barquichuelo para dejarle amarrado. Se registró bien la cueva con los palos, y prendieron dos congrios; y como la mina no daba más, pasaron a la inmediata: cosa de diez o doce brazas más al Este, y cuestión de pisar firme y con los pies descalzos en las puntas salientes de abajo, y de ayudarse, cuando se podía, en las de arriba con las manos. El escabroso camino era curvo además, en sentido horizontal, y la cueva se hallaba en un esconce del gran peñasco, y, como si dijéramos, a espaldas de la otra. Bregando allí largo rato, porque la cueva, como aseguraba Juan Pedro, «lo tenía, pero no quería darlo», Pedro Juan notó que el rute de la mar iba creciendo a lo lejos; que la resaca batía más que antes debajo de sus pies, y pensó, muy cuerdamente, que cuando tal ocurría en aquel rincón al socaire, peor debía de andar la cosa hacia la otra cueva, que tenía la cara al vendaval. Debió caer el Lebrato en las mismas aprensiones que su hijo, y al mismo tiempo; porque suspendió de pronto los tanteos que hacía en el pozo, y dijo a Pedro Juan: «Vámonos pa la barquía, y a escape». Se vieron mal, muy mal, para llegar hasta allá, porque rompía ya la mar en los desquiciados peñascones que les servían de camino; el aire, cargado de lluvia, arreciaba por instantes; la oscuridad, aunque pareciera imposible, se había ennegrecido más todavía, y a aquel sendero le faltaba bastante para ser un camino real. El primero que llegó fue el Lebrato; pero el anuncio de su llegada a Pedro Juan fue una exclamación, de tal sonido, que heló la sangre en las venas del valiente mozo. La mar había hecho astillas o se había llevado la barquía, porque allí no quedaba más señal de ella que el rizón atascado en la grieta del peñasco. No podía darse situación más desamparada y pavorosa que aquélla, para dos hombres, por valientes que fueran, como lo eran ellos. La marea comenzando a subir; la mar embraveciéndose por momentos; el viento y la lluvia arreciando; las asperezas de dos rocas puntiagudas, para apoyar los pies desnudos; el brocal, digámoslo así, del pozo aquél, o para mayor exactitud de la comparación, la mandíbula inferior de aquella boca abierta, para sentarse y economizar algo las fuerzas y aguantar mejor las salpicaduras de la rompiente y los embates del viento... y eso, solamente hasta que la mar, que subía, los echara de allí, o se los tragara, que era lo más probable, lo casi seguro. Porque ¿en dónde hallaban otro refugio, si detrás de ellos no había más que un peñasco altísimo, y aunque no enteramente a plomo ni limpio de hendiduras y asperezas, bien marcadas en la memoria del Lebrato, se necesitaban la agilidad y la ligereza del mono y toda la luz y la calma de un mediodía de julio, para intentar, con un poco de fe en el buen éxito, una escapada por allí? ¿Cómo intentar ellos ese milagro, entre tinieblas espesas, azotados por la lluvia y el viento, viejo y débil ya el uno, y mal conocedor del horrible camino el otro?

Pues le intentaron, por no tener más remedio.

-Tú eres hombre de fe, Pedro Juan, hijo mío -comenzó por decirle su padre, después de meditar un poco sobre la situación en que los dos se hallaban, con aquella serenidad de espíritu jamás turbada-. Pues porque lo eres, quiero que te agarres a ella, como yo me agarro a la mía, pa sacar fuerzas de onde no tenemos las bastantes pa salir de este apuro por el único camino que hay. Podremos llegar u no llegar a puerto. Si me hallara solo, puede que pensara que no; pero la pena que me da verte tan mozo y tan noble... y por sola la culpa mía, en este riesgo tan grande, me deja muchas esperanzas de que hemos de llegar. De toas suertes, hay que escoger entre tomar ese camino o dejarse tragar aquí por la marea brava, como montón de zaramá... y no es de duda el caso, a mi modo de ver.

Explicóle en seguida su proyecto, con cuantas señas pudo darle del camino; oyóle Pedro Juan, que no chistaba ni se movía, como si fuera un pedazo más de aquella roca; aprobó la idea con una sacudida del cuerpo, que quería significar «ya estamos andando»; y volvió a decirle su padre:

-Así me gustan los hombres, Pedro Juan: en los apuros gordos, poca palabra y mucho corazón... Vamos parriba, hijo mío, cuanto primero... Yo voy delante de ti, porque conozco mejor la escalera: onde yo pise y me agarre, pisa y agárrate tú, si es que lo ves en noche tan oscura. Por si acaso no, vente bien cercuca de mí... Y oye tamién: pa que el camino te resulte más entretenío, y hasta más llano, vete rezando de corazón y ajustando de memoria las cuentas pendientes que puedas tener allá arriba, que no serán grandes, a mi ver; y por sí o por no, y por si nos quedamos a medio camino, pídele a Dios que te eche este trabajo en el platillo de los méritos; y puede que con ello sólo te resulte lo bastante pa saldar en ganancias al finiquito... Pero, al mesmo tiempo, no dejes de agarrarte bien a la peña. Así lo pienso yo hacer, y démonos un abrazo por lo que pueda ocurrir...

Abrazáronse, y concluyó el animoso Lebrato:

-Ahora ¡a ello, y que el Señor nos ampare!

Y empezó aquella ascensión tremenda, inverosímil, en que cada paso de avance, a tientas, bajo la fría cellisca que a la vez que entumecía los miembros de los dos infelices hacía más resbaladizo el peñasco, les costaba minutos de reflexión y nuevos pasos de retroceso, o hacia los lados para tomar nuevo rumbo, urgiendo el abismo a sus pies y no viendo por delante otra cosa que la negrura de la mole que iban escalando y parecía no tener fin. La gran esperanza del Lebrato estaba en llegar a una ancha grieta que debía de haber en el último tercio del peñasco, más tendida que las que iban siguiendo a gatas. Allí se podría tomar un respiro, y acaso esperar a que amaneciera el nuevo día; pero las fuerzas iban faltándole, le sangraban las manos y los pies despellejados por los dientes de la peña, y temía a cada instante desalentar a su hijo con el ejemplo de sus desfallecimientos. Con las fuerzas de su abnegación de padre, más que con las de su cuerpo desmayado, avanzó otro poco; pero con tan mala suerte que se le resbalaron los pies; y a no encontrar inmediatamente apoyo en la cabeza de Pedro Juan, que le seguía muy de cerca, tras de los pies hubiera ido el Lebrato entero y verdadero sin parar hasta el abismo, que seguía bramando a más y mejor.

Conoció el Josco de dónde venía el golpe, y dijo al sentirle, con igual frescura que si hablara en la socarreña de su casa, bien descansado y a subio:

-¡Ya podía avisar, coles!

-¡No te amilanes por eso, hijo del alma! -le gritó el padre-. Fue que se me desborregaron los pies. Tú tente firme, que a mí, ánimos y fuerzas me sobran, gracias a Dios.

-Pos mire -replicó Pedro Juan, agarrado como una lapa y haciendo equilibrios con las piernas de su padre sobre la cabeza-; por si güelve a suceder, mejor será una cosa: si usté se compromete a guiar, yo me comprometo a subile de este modo, y mejor si me pone una pata en cá hombral.

-¡Eso es! -dijo el de arriba como espantado de la ocurrencia del de abajo-. Pa que te despeñes primero, y sólo por sacarme avante a mí.

-Y no se haría más que lo debido... Pero no hay miedo de ello, padre. Yo estoy lo mesmo que cuando escomencé a subir, y usté no pesa más que una pluma. ¡Arriba, padre!

Y así hubo que hacerlo; y así llegaron los dos, en una pieza, hasta donde quería llegar el Lebrato por de pronto. Incómodo, terrible era aquello también; pero aunque mal, se pudo tomar allí un respiro. Según la cuenta del Lebrato, faltarían sobre cinco o seis varas para llegar a los matos de arriba.

-Eso no es ná -dijo entonces el Josco-, si hay onde jincar las uñas y afirmar un poco los pies.

-No falta de ello -respondió su padre-. Pero ¿no sería mejor aguantarse aquí, como pudiéramos, hasta que amanezca Dios? Esto de ver por onde se anda...

-Dios -dijo el Josco- no puede habernos dejao llegar hasta aquí, por sólo el gusto de que nos despeñemos de tan alto. Pudo haber acabao con nusotros mucho antes, y no acabó. A más a más, yo no sé si, viéndolo de día, me aguantará la cabeza lo que debe de verse dende aquí hasta abajo... ¡Arriba, padre!

Cómo, yo no lo sé ni ellos lo supieron bien jamás; pero ello fue que subieron: rotos, desollados, empapados en agua y ateridos de frío, eso sí; pero subieron. Y para que su buena fortuna fuera completa, al otro día apareció la barquía entre dos aguas y metida por la marea, en la playa de San Martín. Rota y bien machacada estaba del costado de estribor; pero todo ello fue cuestión de cuatro tablucas más sobre los muchos remiendos que ya tenía; y a la mar otra vez con sus dueños, como si nada hubiera pasado aquella noche.

Así, y por el estilo, se ganaba ordinariamente la puchera el bueno de Juan Pedro, el Lebrato; y tan alegre y campante como si no hubiere vidas más regalonas en el mundo.

Por eso dije, y repito ahora, que la campaña que emprendió en septiembre con los fines que conocemos, fue toda ella coser y cantar; y tan placentera llegó a ser en la parte dedicada a la pesca de día, por lo bonancible del tiempo y lo socorrido del trabajo, que Juan Pedro se lo advirtió al señor cura, sabiendo lo mucho que a este santo varón le gustaban aquellos recreos de vez en cuando. Y don Alejo, que no deseaba otra cosa, echó cuatro o cinco canas a la mar, que le rejuvenecieron otros tantos años.

Se divertían mucho con él el Lebrato y Pedro Juan; porque, tras de ser sumamente entendido en el oficio, y de haber hecho grandes valentías ejerciéndole por entretenimiento en su mocedad, era hombre de buenas ocurrencias, y sabía enjaretarles los consejos y los «pedriques» de tal modo, y tan a la llana y entendibles, que «se les metían ellos solos hasta adentro».

¡Bueno se le echó a Pedro Juan, entre calada y calada a las porredanas y al durdo, a media milla de la costa, la antevíspera de leerle la última proclama de su casamiento! ¡Y bien que le supo al mocetón, no sólo por el valor del «pedrique en sí», sino por las alabanzas a Pilara en que se le dieron envuelto!

Al desembarcar aquel día junto al corral mismo del Lebrato, porque la marea lo consintió, despidióse don Alejo en estos términos:

-Si el tiempo lo permite, todavía he de echar otra canita a la mar en la primera salida que hagáis después que Pedro Juan se case.

Y luego, volviéndose hacia su padre, añadió:

-Te digo que no puedo echar de la memoria lo que me has contado de aquel viaje del Berrugo. Pero ¿qué demonio iría buscando ese hombre por allí? ¿Será capaz de haber tomado en serio lo de?... ¡Ave María Purísima!

A todo esto, el Josco tenía ya su vestido de arriba abajo, sus borceguíes con clavillos, su sombrero hongo y sus dos camisas de repuesto: todo ello nuevo, flamante; y además tenía la promesa de su cuñado de prestarle la capa para la ceremonia. Se había invertido un celemín de cal viva en blanquear lo que debía de blanquearse de la casa, y el Lebrato tenía preparados el mortero y las baldosas para sentarlas en el llar de la cocina y dejarle como nuevo. Y con esto, y con estar apalabrado para padrino el médico don Elías, invitado a ello por el Lebrato, que quería dar digna pareja a la madrina escogida por la novia; y por haber ésta mandado ya abajo la cama con sus ropas correspondientes, y la caldera y las sillas; y estando corridas las tres proclamas... y en fin, todo listo y corriente, pusiéronse de acuerdo con el cura los de arriba y los de abajo; y un sábado de septiembre, con un sol esplendoroso en las alturas y mucho rocío en el suelo; las panojas curándose en las mieses; el pelo de la toñá apuntando en las praderas; los graneros muy vacíos y los pajares abarrotados; las vacas para llegar del puerto y las gentes muy desocupadas; Inés triste todavía; el de Nubloso en enigma; el Berrugo muy inquieto; Marcones desesperado en Lumiacos; la Galusa hecha una serpiente; don Elías conmovido y vidrioso con el gran suceso de su padrinazgo y la boda subsiguiente; don Alejo cavilando todavía en el caso del Berrugo, y no poco en su conversación con Inés, unos días antes, en el portal de la iglesia; Quilino carcomiéndose vivo, y el mundo entero, impasible y descuidado, dando volteretas por los aires; un sábado, repito, de esta traza, y el último de septiembre, casáronse Pedro Juan y Pilarona, sin que en la ceremonia ocurriera cosa que el lector no presuma, con excepción de una sola; y fue que al preguntar don Alejo al novio si quería por esposa a Pilara, respondió mirándole con gran extrañeza:

-¿Pos no he de quererla, coles? Eso bien lo sabe ella. Y usté tamién.

La boda se celebró en casa de Pilara; y allá asistió todo el cortejo de la iglesia, menos Inés, que se excusó por no sentirse bien de salud, y creo que era cierta la excusa.

Don Elías fue, durante el festín, un cepillo de nervios electrizados. Repitió la historia de sus quebrantos de fortuna; sostuvo la realidad de las apariciones y la existencia corporal de las brujas; y ya iba a referir el lance de la linterna, cuando entró don Alejo, que había prometido darse por allí una vuelta a última hora, y esto le contuvo. Pero, en cambio, habló el cura con él, cuando se marcharon los dos solos, del viaje del Berrugo a la mar, con sus investigaciones acerca de la cueva del Pirata; y no sé quién se quedó más asombrado, si don Elías cuando oyó esto, enlazándolo en seguida, por detalles y por fecha, con lo ocurrido en su visita a don Baltasar, o don Alejo cuando el médico, espeluznado, le contó lo que en ella había pasado entre los dos.

-¡Locos, locos de atar entrambos! -exclamaba para sí don Alejo en cuanto se separó de don Elías.

Y casi al mismo tiempo iba pensando éste:

-No hay duda: el indecente ese cogió la pista que yo le dí, y anda detrás del tesoro. ¡Tendría que ver que yo se le pusiera en la mano!

De estos pensamientos le apartó Quilino, que se cruzaba con él en la calleja. Dejó en seguida el médico lo uno por lo otro, como lo tenía de costumbre; y parándose con él, le dijo con apariencias de broma, pero yo creo que con toda seriedad, aludiendo al casamiento de Pilara, después de darle la noticia de que él había sido padrino:

-Un cuidado menos para ti, hombre.

-¿Un cuidado pa mí eso? -respondió Quilino despreciativamente-; ¿cuándo lo fue ello, recongrio?

-Pues bien te consumías y despatarrabas por ella poco hace -replicó don Elías.

-¿Por ella yo, congrio; por ella? -insistió Quilino con la risa del conejo-. Era to ello pura pamema, señor don Elías: pura pamema. ¿Pa qué quería yo ese telarón, recongrio?... Sólo que yo tenía con el Josco ciertos piques, y le tomaba por ese lao... Por eso me alegro de lo que acaba de ocorrir esta mañana... ¡me alegro, congrio!; porque acabá de una vez la desculpa que yo tenía pa lo otro, sacabó lo demás... Créame usté, don Elías, ¡créame usté, recongrio! ¡ese hombre y yo, tal y como estaban las cosas antes, no cogíamos vivos en el mundo! ¡no cogíamos, recongrio!

Y se fue sin decir más, y en el momento en que don Elías iba a preguntarle por el estado de sus relaciones con el Pinto de Los Castrucos, después de la castaña del día de San Roque por la tarde.

- XXVII - : Luz y tinieblas

Lo que tenía que suceder, sucedió. Tomás Quicanes llegó un día, el cuarto después de la boda de Pilara, a la casona de Robleces. Aquella visita era la segunda que hacía a Inés desde que ésta había hablado con don Alejo en el portal de la iglesia: salía la pobre enamorada a visita por semana. ¡Bien se las iba escatimando el muy desagradecido! Desagradecido precisamente, no; porque si en lo del misterio seguía tan reservado como la primera vez, en lo demás bien dulce, bien expresivo y bien amoroso se mostraba con ella; pero por aquellas inquietudes, por aquel disgusto continuo tan mal disimulado, por aquellas extrañas comezones, y últimamente por aquellas largas ausencias, testimonios visibles de una conciencia intranquila y recelosa, que no eran cosa buena, algún nombre malo merecía.

De esta traza fueron los pensamientos de Inés, cuando aquel día vio entrar en la corralada al hombre que tan buenos y tan malos ratos la hacía pasar. Le pareció más desmejorado que la última vez que le había visto; pero, en cambio, notó que venía con aire más resuelto.

Por si esto era señal de traer algo nuevo que decirla, le esperó en la solana. Y a la solana se encaminó él derechamente, como si fuera cosa convenida entre los dos.

Realmente estaba algo desencajado de semblante, y parecía muy animoso y decidido; mas no para cosa buena, porque su mirar, aunque valiente, era triste; y en su voz, de ordinario tan sonora y agradable, había notas ásperas y desacordes.

Sentáronse los dos, y él habló poco, lo menos que pudo, de cosas sin importancia para ninguno de ellos. En seguida dijo a Inés, abordando, como de un salto a ojos cerrados, la conversación que iba dispuesto a entablar con ella:

-No necesito preguntarte, porque demasiado a la vista está, lo que te dará que pensar y que sufrir la extraña conducta que observo contigo, desde que en este mismo sitio que ocupamos ahora, al confiarte los sentimientos que, como por encanto, me habías infundido, me descubriste el fondo de tu alma candorosa y noble, donde me vi ocupando un lugar que yo no merecía. Sobre esto quiero y necesito hablarte, y a eso vengo hoy.

Sintió Inés un hormigueo, frío y cosquilloso al mismo tiempo, que de pronto la invadió de pies a cabeza. Aquello que se la decía era lo mismo que coger la punta del velo para levantarle en seguida y descubrir el misterio mortificador. El temor a la verdad, tras de aquellos preliminares tan sospechosos, comenzaba a espantarla.

Conocióselo el indiano, que no apartaba sus ojos de los de ella; y por martirizarla menos con preparativos ociosos y con atenuaciones inútiles, de otro salto, más a ciegas aún que el anterior, se coló dentro del asunto.

-Escúchame, Inés -la dijo-; y después que me hayas oído, escúpeme, apedréame, arrójame de tu casa, maldíceme... Todo menos esta violencia bochornosa en que vivo, y las angustias que te hago pasar a ti... He estado engañándote inicuamente.

-¡Virgen María! -exclamó al oírlo la candorosa Inés, pálida como la cera, sin voz apenas y temblando como una hoja.

-Te juro -continuó el otro, resuelto a todo ya- que si hubiera robado o matado, me costaría menos violencia, en este mismo caso, confesarte esos crímenes, que decirte lo que soy en verdad y lo que he hecho.

Inés, en un impulso instintivo de repugnancia, apartó su silla un buen trecho de la que ocupaba el indiano, y al mismo tiempo le preguntó, mirándole con el asombro y el miedo pintados en sus ojos:

-Pero ¿quién eres entonces?... ¿De dónde has venido?

-Es cierto -la respondió el interpelado, sin quejarse de aquellas manifestaciones de Inés- que soy Tomás Quicanes, el pobre muchacho de Nubloso embarcado de limosna para América, por su tío el Mayorazgo de Robleces, con el cual viví mucho tiempo en esta misma casa; cierto lo que os conté de mis afanes de veinte años para adquirir dos caudales, el uno de dinero y el otro de instrucción y de cultura; cierto lo de mis viajes, unas veces por la pasión de viajar, y otras por parecerme que la conveniencia de mis negocios me lo pedía; cierto, certísimo, Inés, que lo mismo en la quietud de mi casa que viajando, no se apartaba de mi memoria el dulce recuerdo de la patria querida, con sus campos fragantes y sus montañas altivas, sus risueñas aldeas y sus huertucos floridos; ciertas las impresiones conmovedoras que os dije haber sentido al despertárseme los recuerdos de mi niñez en la iglesia de Robleces y bajo los techos de esta casa; ciertas también las ansias que te pinté, de mi corazón, libre hasta entonces, como el aire y la luz que nos envuelven ahora, por llenar en esta suspirada tierra el vacío que no llenó en otras muy lejanas; y cierto, en fin, el juramento que te hice aquí mismo, y ahora quiero repetirte, poniendo otra vez por testigo a Dios, de haber llenado tú sola ese vacío... Todo esto es cierto, Inés.

-Pues si todo eso es cierto -exclamó Inés, que escuchaba anhelante y parecía ir reviviendo a medida que el otro hablaba-, ¿cuál es el pecado por que mereces que yo te apedree?

-Pero yo vine a este pueblo... -añadió Tomás Quicanes. pidiendo a Inés con un ademán y una mirada suplicante, que le permitiera continuar-; yo vine a este pueblo y me presenté en esta casa haciendo una ostentación ridícula... infame, de una riqueza que no tenía, que no tengo... Y en esto engañé al pueblo entero, lo que es una bambollada jandalesca e imperdonable; a tu padre, y esto ya es una maldad; y a ti, sobre todo, Inés; a ti, que si eres incapaz de haberme querido pensando en los caudales con que me suponías, en cambio es imposible que puedas mirar con buenos ojos al hombre que se mete en el pueblo y en tu casa por la puerta de un embuste semejante.

Se engañaba grandemente el indiano engañador en el supuesto; porque Inés, apenas cesó él de hablar, arrastrando un poco la silla hacia la otra, y revelando en lo animoso de su mirada el peso que se le iba quitando del corazón, le dijo:

-¿Y ése es el pecado por que merecías ser escupido y apedreado por mí?

-Déjame llegar más adelante con la cruz -respondió el otro sonriendo muy forzadamente-. Si sólo se tratara aquí de un juego más o menos lícito y corriente, con decirte eso solo, o con no decirte palabra, y no volver a poner los pies en esta casa, hubiera yo salido del apuro; pero yo tengo puesto en este lance algo más que el empeño vanidoso, ya logrado, de llegar a oír de una boca como la tuya que soy amado de mujer que tanto vale; y no pudiendo callar, ni huir, ni continuar adelante en esta actitud insostenible, al confesarte el delito necesito exponerte también sus circunstancias, para que no caigas en la sospecha de que trato de engañarte con otra farsa mayor y más abominable.

Se nubló un poquito con esto la naciente alegría de Inés, pero no decayeron sus buenos ánimos. El otro continuó de esta manera:

-Me vi en América, a la edad que tengo, es decir, en el descenso ya de la juventud, desalentado para los negocios y sin esperanzas de hacerme rico por aquel camino. Con haber ganado mucho y bien honradamente, y sin un solo vicio dispendioso de que tenga que arrepentirme, cuando más aborrecibles se me hicieron aquel trabajo y aquel clima y aquellas costumbres, y con mayores fuerzas me tiraba la pasión de la patria nativa, me hallé con un puñado de oro por todo caudal ahorrado: lo preciso para vivir aquí cuatro o seis años de caballero pudiente, después de hacer una excursión de despedida por determinados países de Europa. No sé si pasó por mi imaginación la posibilidad, bien acariciada y entrevista, de un casamiento ventajoso por acá, o si fue sólo una idea volandera que cayó en el platillo de los cálculos risueños que yo me hacía, como contrapeso para inclinar la balanza del lado de mis preferencias. El hecho es que liquidé mis negocios; que tomé el puñado de oro de mis únicas ganancias positivas; que vine a España con los rodeos proyectados allá, y que llegué a Nubloso en la ocasión que os referí. Apenas hube llegado, oí hablar de los caudales de tu padre, de ciertas cosas suyas, y de tus hermosas prendas personales... Y aquí entra lo negro y lo hediondo del asunto: oyendo estos relatos, tentóme el demonio; un demonio especial que debe de haber, tentador de la canalla y de los hombres que se hallan muy propensos a encanallarse; tentóme, digo, un demonio así; y pensada y deliberadamente, a ciencia y conciencia de lo que hacía, me vestí de indiano de pacotilla, rico y estrepitoso; me llené de batista almidonada, de colgajos y relumbrones, de paños finos y relucientes y de perfumes de mucho alcance; y eligiendo, premeditadamente también, el día del santo patrono de este pueblo y el presbiterio de la iglesia, para que siendo el concurso más abundante resultara la exhibición más señalada, vine y plantéme donde me viste, en la persuasión bien fundada de que, entre estas gentes sencillas, cuanto mayor fuera mi estruendo, mayor sería su admiración... y la tuya por consiguiente. Y perdóname el agravio que entonces te inferí con el supuesto, por no tener cabal idea de lo que eres. Que no faltarías a la misa en fiesta tan solemne, no podía dudarlo yo, ni tampoco que me sería fácil hallarte con los ojos entre un concurso de toscos labradores, para ayudar con la mirada a la obra que yo me prometía de mi equipaje ostentoso. De manera, Inés, que persiguiendo estos fines innobles, me planté aquel día en el altar mayor, y sacaba el reloj tan a menudo, y me movía de manera que brillaran en todo su esplendor las tapas y la cadena de oro, y las piedras de mis anillos y botones, y te miraba a cada instante después que te descubrí entre la muchedumbre; farsa fue igualmente mi inmediata visita a vosotros, en la que, de propio intento también, estuve estrepitosamente locuaz y charramente cortés; farsa, y farsa innoble y grosera, la del pretexto que alegué de la compra de la casa, para tener por mucho tiempo abiertas las puertas de ella; farsa ciertas exageraciones de efecto en la relación que hice en la mesa, de mis viajes; farsa, y farsa no ya grosera, sino infame, las insinuaciones pérfidas sobre capitales míos depositados en los más famosos bancos del mundo; y farsa sostenida ya a aquellas horas, no sólo por el propósito concebido en Nubloso, sino por el estímulo de tu belleza, que me estaba llamando grandemente la atención.

Hablando contigo en la romería por la tarde, este interés fue creciendo extraordinariamente; y cuando tratamos del caso del huertuco sobre la rosa colorada, y, sobre todo, cuando vine a continuarle aquí, ya no podía decidir yo si me empujaba el empeño de triunfar en la innoble empresa acometida o la curiosidad desinteresada de ver lo que se descubría escarbando en tus pensamientos. Pero aún no me remordía la conciencia; aún me tenía cegado el demonio para que no viera lo bajo y lo abominable del empeño en que estaba metido. Esto me lo reservaba Dios para que lo sintiera de un golpe súbito y tremendo, en el instante en que, después de aclararte yo aquí, en este mismo sitio, a tu lado, contemplándote y sintiéndote y observándote a mi gusto, sensación por sensación, y latido por latido, lo que te faltaba conocer del cuento comenzado en la romería, vi tu alma, cándida y pura como los ampos de la nieve. Ese fue el espejo, Inés, que Dios me puso delante de los ojos para que se reflejara en él cuanto había de miserable en mi proceder de canalla. Y tanto me avergonzó el espectáculo, que, te lo juro, en aquel instante deseaba haberme equivocado en lo que había leído en el elocuente silencio con que me respondiste. Me hubiera dolido el desengaño; pero era mucho más doloroso lo que temía y ha sucedido ya: que a medida que fuera conociéndote, había de ir avivándose mi llama y cerrándose la salida del conflicto en que me veo. Vil y atormentado, callando, aunque posible me fuera callar, y despreciable a tus ojos refiriéndote abochornado lo que me acabas de oír... Porque, por más vueltas que a mi pecado se dé, no hay modo de tapar lo que tiene de canallesco, de ridículo, de chocarrero y de mal gusto... En fin, que me parece menos aborrecible que yo, el hombre que da a otro una puñalada para robarle una onza. Aquí, cuando menos, hay el mérito de arriesgar la vida.

Otra equivocación de juicio de Tomás Quicanes: Inés, en lugar de apedrearle y de escupirle después de escucharle el relato, se rió de él con las mejores ganas.

-¡Y por esa bobería -exclamó al mismo tiempo, llena su hermosa faz de regocijo- me has hecho pasar lo que yo he estado pasando!

-¿Bobería? -repitió el otro, asombrado.

-Bobería, sí -insistió Inés-. ¿Qué quieres? Cada uno tiene su modo de ver las cosas: yo veo esas tuyas así.

-No es posible, Inés -replicó el otro, no muy satisfecho con aquellas anchuras de manga en puntos tan delicados, a su entender-. No es posible que con tu buen entendimiento desconozcas...

-Yo no sé -le interrumpió Inés muy decidida- si mi entendimiento es bueno o es malo: lo que sé es que, arreglando acá dentro, a mi modo, todas esas cosas que me has contado, no solamente te las perdono, sino que hasta me alegro de que hayan sucedido.

-¿De que hayan sucedido?

-Sí. ¿Pues no es el apuro en que te has visto la mejor señal del chasco que te llevaste en la burla que querías hacer de mí? ¿No fue chasco el parecerte, cuando menos lo esperabas, que valía yo, por mí sola, mucho más que el dinero que tenía? ¿No te remordió entonces la conciencia por haber querido engañarme? Pues ¿qué más puedo pedir yo para probar la buena ley de ese cariño que me tienes, ni cómo, después de haberte escuchado, puedo dejar de quererte... mucho más de lo que te quería?

Quicanes recibía aquellas generosas declaraciones, como suave rocío que le refrigeraba la vida; pero esos refrigerantes tan gustosos no alcanzaban con su benéfico influjo a la seca e inaccesible región de sus pensamientos, donde mandaba la lógica inexorable, con una altivez de gran señora. Se empeñó en demostrar a Inés, con nuevas razones, el sólido fundamento que tenían sus escrúpulos, ya incurables.

-Si a escrúpulos fuéramos -llegó a decirle Inés de muy buen humor- empezaría yo por pintarte los míos, y no acabaríamos nunca.

-¡Escrúpulos tú!

-Y allá va uno de muestra, y de la misma casta que otro tuyo -repuso Inés con gran donaire-. Me has creído rica, y tampoco lo soy. A cada instante me lo está diciendo mi padre, que debe saberlo bien.

-¡Ojalá fuera verdad eso, Inés! -exclamó arrebatado el de Nubloso-. Con lo que tengo, que es poco para vivir de caballero, habría lo suficiente para adquirir aquí la hacienda de un labrador acomodado... Esto lo resolvería todo, y me abriría una brecha en el encierro sin salida que...

Y no dijo más; porque le cortó la palabra, y hasta la respiración, un tremendo golpetazo en el suelo, que hizo salir nubes de polvo por las rendijas de las tablas.

Le había dado don Baltasar, que se apareció en la solana de repente, con el cabo de un rastrillón que llevaba en la mano derecha. Mientras con la izquierda hacía una señal de llamada a Tomás Quicanes, le dijo:

-Una palabra, caballerito.

Levantóse Quicanes al punto, y se acercó a don Baltasar que le introdujo en la sala. Inés, helada de susto y latiéndole el corazón aceleradamente, también se levantó, pero sin saber para qué.

-He resuelto -dijo el Berrugo arrimándose mucho a Quicanes, pero de costado y sin mirarle a la cara- no venderle a usted la casa; entre otras razones, por no ponerle en el negro apuro de no podérmela pagar. Y como este asunto era el único que había pendiente entre los dos, y aquí no puede haber otros asuntos que los míos, nada tiene usted ya que hacer aquí desde este instante y por todos los días de su vida... ¿Queda usted enterado?

El pobre Tomás Quicanes se ahogaba bajo el peso de aquel cinismo con que se le despedía, y sin atreverse a responder una palabra; porque, en el fondo, aquel hombre grosero tenía mucha razón para tratarle como le trataba. Intentó, no obstante, alegar algunas excusas.

-Aquí no hay disculpas ni reflexiones que valgan -le interrumpió el Berrugo, dando un rastrillazo en el suelo-. A todo tirar, una sola: el comprobante, bien claro, de que tiene usted todos esos caudalazos que aparenta. ¿Le tiene usted?... Esa agachada de cabeza es la mejor confirmación de lo que yo me sabía... Pues lo dicho, y a la calle, y agradézcame que me conforme con esto poco y no le diga todo lo que siento, por considerar que no ha sido la culpa de usted solo.

Y hablando y empujándole y sin querer oírle una palabra, le llevó hasta la escalera, desde donde volvió a la sala a todo andar. Inés, que lo había oído todo, se hallaba, temblando y descolorida, a la puerta del balcón.

-Óyeme tú ahora, gatuca mansa -la dijo su padre llevándola de un brazo hasta el medio de la sala-: ¿sabías tú que ese granuja no tiene sobre qué caerse muerto?

-Cuando usted entró en el balcón -respondió tiritando Inés- estábamos hablando de eso.

-¿De que no tenía un cuarto?

-De los pocos que tiene, y de los bochornos que ha pasado por querer aparentar otra cosa.

-¿Y tenía desvergüenza para irte a ti con esas coplas? ¡Ah, tunante! ¿De modo que tú le llenarías los oídos de insolencias?

-No, señor -respondió Inés bajando la cabeza, pero con acento firme.

-Y puede que hayas sido capaz hasta de perdonarle la gracia... si es que no se la has ponderado también.

-Sí, señor -volvió a responder Inés, con igual firmeza y la misma actitud que antes.

-¡Alma de los demonios! -exclamó entonces su padre, punzándola con su mirada de saeta-. Pero ¿qué sangre es la tuya? ¿A quién sales? ¡Digo!... a los blandengues de San Martín de la Barra... ¡Mal rayo para la casta esa!... Pues vas a ver ahora quién te perdona a ti, corazón de palomita blanca... Porque yo soy ya perro viejo, y con los ojos cerrados sé por dónde va el aire de ciertos fregados de mala jeta, entre lobos corridos y corderillas sin hiel...

Se acercó a la puerta del carrejo, y llamó desde allí a Romana. Y vino la Galusa, que, por lo pronto que llegó, debía estar bien cerca. ¡Y qué resplandeciente de iras satisfechas traía la cara de merluza podrida! En cuanto su amo la vio entrar, la dijo:

-Ese pillete de Nubloso, a quien acabo de plantar en la calleja, se ha dejado aquí algo que puede ser cebo que le tiente a volver... sobre todo, si hay quien se le meta a menudo por los ojos. De tu cuenta corre, desde ahora mismo, que eso no suceda; y para que no te excuses, en una falta, con no tener atribuciones bastantes, da por recibidas todas las que necesites... Y no hay que hablar más, porque de antiguo nos conocemos. Y ahora, escucha tú -añadió dirigiéndose a su hija-: hazte la cuenta, y no te equivocarás, de que estás encarcelada, y que ésta -señalando a la Galusa- ha de ser tu carcelera... ¡Ni a misa los domingos! ¡Ni a que te dé siquiera el aire de la solana!

La infeliz creyó morirse de espanto y de indignación; y a tal punto llegó ésta, que la dio fuerzas y valor bastantes para responder a su padre:

-Pues si esa mujer ha de ser mi carcelera, busque usted otra que me guarde de su sobrino... y de ella misma, que le ayuda.

-¡Falso; embusterona! -chilló iracunda la criada.

El Berrugo pareció sorprenderse con la advertencia de su hija; pero en seguida se encogió de hombros y respondió cínica y fríamente:

-¡Bah! De las uñas de esos dos enemigos, ya te guardará el aborrecimiento que los tienes.

Y se largó de allí chasqueando los dedos de la mano izquierda y arrastrando el cabo del rastrillo con la derecha. La Galusa, después de echar a Inés una mirada que era un látigo empapado en vinagre, se largó también.

La desdichada Inés fue la única que se quedó allí: fría, espantada, sin alientos para moverse, ni lágrimas en sus ojos para desahogar las angustias que no la cabían en el pecho.

- XXVIII - : En el fondo del abismo

Ocurrió del modo siguiente: llegó a Lumiacos un indiano de aquel pueblo. Era joven todavía, no muy hablador, y poco apegado a la tierra, porque la tachaba de miserable. A los ocho días de haber venido, ya estaba deseando marcharse. Quejábase de que le saqueaban vivo aquellas gentes «hambronas», empezando por las de su casa. Fuera de este achaque, no parecía mala persona. Hablando de estas cosas una vez con Marcones, que era el único ocioso del lugar, le preguntó el seminarista si conocía «por casualidad» a Tomás Quicanes, el de Nubloso. A lo que respondió en seguida el de Lumiacos:

-¿Pues no he de conocerle, camará?... Y remuchísimo que le conozco.

-¡Hola, hola! -exclamó al oírlo Marcones, ávido de noticias del hombre a quien más detestaba en el mundo-. Y ¿qué tal, qué tal sujeto es?

-De primera -respondió el otro-. Es mozo de que sabe de todo; que habla como un libro, y además, tres lenguas; que plumea como nadie; que en Cuba se codeaba con lo más curro y más letrado... y que ha visto mucho mundo. Es sujeto de cuenta, créame, camará. Y todo se lo debe a sí propio. No le conozco más que un pero.

-¿Cuál es, cuál es? -saltó Marcones como si quisiera quitar al preopinante aquel pero de la boca para saborearle pronto.

-Pues, camará -respondió el indiano-, el pero de que no tiene un cuarto, que no es chico pero.

-¿Qué me cuenta usted? -exclamó Marcones, no sabiendo contener su alegría-. ¡Conque sin un cuarto!... A esquina, que decimos acá; pauperrimus, que diríamos en la gran lengua madre. Pues, hombre, bien se pavonea por ahí, cargado de perendengues, y bien de millonadas echa por la boca cuando llega el caso.

-Tiene buenos equipajes; no es tan pobre como para morirse de hambre en cuatro días, y puede que alguna vez le haya dado por esas bromas, aunque nunca oí que por ahí le diera.

Y no pasó más. Con ello en el buche, picó Marcones para Robleces; entró en la casona por la portalada del corralón de atrás, cerca de la que arrancaba una escalera que iba a descargar enfrente de la cocina; atisbó desde la puerta, oyó a su tía, tosió de cierto modo, oyóle ella, salió, entendióle que no quería ser visto, bajaron los dos la escalera, salieron del corralón; y arrimaditos a la portalada, ella hecha toda oídos y moquita, y él todo mugre y veneno, dijo el sobrinazo gandul a la bribona de su tía:

-Ha llegado a Lumiacos un indiano que conoce mucho al de Nubloso; y resulta de sus informes que el caballero relumbrante del altar mayor es un tuno como una loma, sin un cuarto y muy desacreditado en Cuba... ¡Si me la daba a mí el corazón el otro día! Conque ya lo sabe usted; y ahora, en seguida, el golpe bien aplomado y donde deba darse. Después, ya me dirá lo que vaya resultando, porque yo me vuelvo sin parar por donde he venido.

Y no pasó más que esto entre el sobrino y la tía. Subió ésta a escape la escalera, sabiendo que estaba en casa en aquel momento «el fachendoso», porque le había sentido entrar media hora antes de que llegara su sobrino; husmeó el aire como perra golosa, averiguó dónde trajinaba su amo, corrió allá, apartóse con él a un lado, y le embutió en los oídos las noticias recibidas de Marcones, con toda esta fidelidad:

-Acabo de saber por boca que nunca miente y lo tomó de otra que tal, que el caballerazo ése que tanto se despepita por Inés y le hace a usté la rosca en toas partes, es un pillo de primera; que no tiene un ochavo, ni crédito ni vergüenza; que ha estado en la cárcel por tramposo, y viene ajuyendo de allá, por temor de que le manden a presidio. Tiene a Inés por rica, y eso anda buscando él con el deslumbre de unos ropajes que debe al que se los vendió.

-¿Quién ha dicho eso? -la preguntó el Berrugo en seguida, pero sin mirarla a la cara, por no vérsela.

-Otro indiano más honrao que él, que acaba de llegar de la otra banda, y le conoce mucho. Yo ni entro ni salgo en cosas que no son mías; pero tengo ley al pan que como; soy mujer de concencia, y, por lo que valga, ahí le queda a usté eso que le he dicho.

Y se fue, sorbiendo la moquita y arrastrando las chancletas.

Al Berrugo le sobraba todo lo de la cárcel y lo del presidio. Con saber que no tenía un cuarto y era muy listo y algo despilfarrado el caballerete del altar mayor, le bastaba. Este era su gran delito: hasta qué punto serían ciertas las noticias de ello, lo averiguaría él del mismo interesado, porque sabría ponerle en ocasión bien apretada. Con noticias y sin noticias, estaba ya resuelto a echarle el «alto» de un momento a otro.

Conque dejó lo que estaba haciendo, que era poco más de nada, y se fue en derechura a la solana, donde sabía él que estaban «de palique» los dos, y ocurrió lo que el lector ha visto al final del capítulo antecedente.

Ni en aquel día ni en aquella noche consiguió Inés darse cuenta bien arreglada de lo que la estaba pasando. Eran sus pensamientos como un oleaje de mar brava que hubiera invadido de repente su cerebro. No podía traducir en ideas coordinadas los sucesos. Teníala del estruendo, del desastre, de los celajes pavorosos, del huracán desatado, del desconsuelo, del abandono, de los grandes dolores, de la soledad del alma, de las angustias de la agonía; porque de todo esto había algo dentro de su corazón y de su cabeza, pero revuelto y agitado. Sabía que todo aquel conjunto era un martirio; pero no atinaba a distinguir cuál de ello la mortificaba más, ni en dónde ni por qué. Su discurso estaba a oscuras y perturbado, por exceso de ideas tristes y de impresiones dolorosas.

A la madrugada la rindió el sueño, que fue bien poco benéfico con ella, como todos los sueños que caen en cerebros tempestuosos; porque al despertar de él fue cuando empezó su verdadero martirio. Con aquel reposo no había logrado más que la triste ganancia de que cada elemento de la tempestad se disgregara por su lado, pero la tempestad allá le quedaba, en pedazos, si pudiera decirse así, que la batían con diabólica estrategia y a cielo sereno, para que mejor se viera y se estimara su destructora labor. ¡Tantos y tan largos días de recelos mortificantes; desaparecer éstos de pronto; disiparse aquella nube negra, que era la única mancha del cielo de sus ilusiones; volver a ver la luz risueña y el alma en reposo; y en otro instante caer en las tinieblas de un abismo, y verse prisionera allí! ¡y con qué carcelera, Virgen de la Soledad!

A las brusquedades de su padre, a la sequedad de su alma, ya estaba bien acostumbrada; a la excomunión lanzada por él sobre sus amores, era posible acostumbrarse a fuerza de meditar en ella buscando el modo de conjurarla y con la esperanza de encontrarle; pero ¡a aquel nuevo género de tiranía!...

Se podía haber arrojado de casa al otro, como se le arrojó, por tenerle en poco: esto hasta era de esperarse después de visto que el caballero ostentoso del día de San Roque, era pobre; se podía haberla reprendido por pensar como pensaba en este delicado punto; haberla amenazado... hasta castigado a golpes, porque todo ello cabía en la especial naturaleza de su padre, y, aunque injusto y cruel, no la afrentaba; pero ¡entregarla de una manera tan humillante, bárbara e injuriosa, al arbitrio de aquella mujer desalmada y grosera, que la detestaba y tenía rencores que desahogar sobre ella!...

Jamás hubiera creído a un padre capaz de tan despiadados rigores con un hijo... y por primera vez; porque aquel disgusto era el primero que ella daba a su padre, y aquel castigo el primero que de él recibía, y por una falta bien disculpable... ¿No la había animado él mismo a que pusiera buena cara al otro, cuando le consideraba rico? ¿Y así, con esa facilidad, dejaban de ser buenos los hombres que lo habían sido?... ¿Y era todo ello un juego de chanza, para tomarle y dejársele con la frescura que su padre quería? ¡Imposible que no llegara a tener estas cosas en consideración! La misma enormidad del castigo la hacía creer que era obra de un arrebato que pasaría, más o menos pronto; pero que pasaría... Al fin, era su padre el juez.

Entre tanto, de tal modo la espantaba la condición singular de su cautiverio, que por huir del bochorno que la abominable carcelera extremara en daño suyo las amplias atribuciones que la habían dado, huía hasta de los resquicios de las puertas por donde se filtraran el aire y la luz, y deseaba la noche, martirio de los atribulados que no duermen; porque, siquiera, aunque velando y padeciendo, encerrada en su cuarto durante aquellas negras horas, estaba libre de los asedios y de la presencia de la aborrecible mujer.

El primer día, menos mal, porque la Galusa se satisfizo con pasar y repasar a su lado para gozarse en la contemplación de su angustia, y en lanzarla miradas torcidas como para darla a entender: «por aquí ando, y ya sabes para qué». Al segundo día, ya comenzó la mortificación directa: si estaba sentada Inés, porque no se movía ni trabajaba como era debido; si, por distraerse, trabajaba, porque aquello no era trabajar, ni arte, ni remango, ni cosa que se le pareciera; porque la vio despeinada una hora después de levantarse, que «dejadona» y que «puerca» y que «a aviarse pronto, porque en la casa está todo por hacer»; porque salió muy peinada más tarde y bien ceñida de ropa, que «la marimoños, y la relambida, y la piripuesta, y la señoría de cuerno», y que en «esas morondangas mos pasamos las horas», y que «así sale ello dispués y vienen las desazones a los padres de bien que no merecen hijas tan deshacendás y correntonas», y que «ya te lo dirán de misas y las irás pagando poco a poco, que güena falta mos hace». Y así todo el día. A su padre solamente le veía en la mesa; pero, como lo tuvo siempre por costumbre, devoraba en tres o cuatro embestidas la bazofia que le ponían delante, y se largaba de allí sin hablar palabra, tan fresco y despreocupado como si nada hubiera ocurrido que mereciera la pena de hacerle cavilar un poco.

Al tercer día dieron los atrevimientos de la Galusa un avance de mucha importancia. Al volver Inés a su cuarto para peinarse, notó la falta del espejo, que media hora antes estaba colgado en su sitio. Sin sospechar lo que ocurría y como la cosa más natural del mundo, fue a preguntar a la Galusa por él.

-Ese trampantojo, tentación de las holganzas de tontas y presomías -respondió la fregona con desgarro-, le ha sacao de allí quien tiene poderes pa ello: le he sacao yo, yo. ¿Lo quieres más claro?

-No se trata -dijo Inés con repugnancia- de saber quién le ha sacado, sino de saber en dónde está, porque le necesito yo ahora.

-Ese espejo -insistió la Galusa con chocarrero retintín- se ha sacao de onde estaba, porque no hacía falta allí; y como se ha sacao por eso no tienes pa qué preguntar por él. ¿Lo entiendes? A tientas me peino yo, que soy tan güena como la que más... Conque aplícate el cuento; y si te paece poco ese espejo pa verte los moños de cuchiflito, mírate en la sartén de la cocina; que, al último, pa los galanes que han de arreparar en ti... ¡A la escoba, a la escoba y al remiendo, que eso hace más falta en la casa que rizos y perendengues!

Pensó Inés que tanta desvergüenza no podía caer dentro de las facultades que la carcelera había recibido para atormentarla, y corrió despavorida a referir el suceso a su padre.

El cual, como en un caso idéntico había hecho con su pobre mujer, después de oír la queja con una indiferencia glacial y hasta burlona, respondió encogiéndose de hombros y volviendo la espalda a su hija:

-Pues cuando ella lo ha hecho, bien hecho estará.

Y se marchó tan fresco.

Desde aquel instante tomaron los sufrimientos de Inés un nuevo carácter, y sus ideas otros rumbos. Hasta allí, se veía, aunque bajo una ley inicua, al amparo de la misma ley, que tendría sus límites determinados y sus cláusulas protectoras y relativamente benéficas; pero la aprobación de su padre al hecho incalificable de la Galusa; la insolencia de la una y el cinismo cruel del otro, le daban la norma de lo que podía llegar a ser su vida en una cárcel como aquella. Considerábase abandonada de todo el mundo, y sola, maniatada e indefensa, entre dos fieras; algo así como una loba y un tigre. Se horrorizó; y por no enloquecer de espanto, salió de su habitación donde se había encerrado después de la respuesta de su padre.

En aquel instante cayó en su cerebro el germen de una idea bien extraña a la condición de su naturaleza, que, sin embargo, le acogió sin repugnancia. La fuerza del mismo huracán que se le había traído, le borró la impresión de la caída. Vino a ser ésta como una ráfaga primaveral y de relativo consuelo, en medio de tantas otras invernizas, desencadenadas y tempestuosas.

Aquella misma mañana había hecho el impaciente Marcones una escapada a Robleces, para preguntar a su tía «si había dado el golpe» y con qué resultados. Entró en la casa lo mismo que la vez anterior, como un gatazo negro, golosón y ratero, por la escalera de atrás; salió de la cocina la Galusa, como lo que era; y aconsejándole que se largara de allí cuanto antes, porque convenía que no se le viera en Robleces hasta que ella le avisara, le dijo de prisa y al oído:

-Se dio el golpe, y como en la misma nuca: redondo quedó el otro. Ella está con el lazo al pescuezo, y yo tengo la punta del cordel en la mano, y jalo de él lo que jalarse debe hasta que me pida miselicordia. Cuando este caso llegue y se allane a entrar por el aro que yo la ponga delante, será la ocasión de venir tú, con el aviso que yo te dé, pa que resulte lo que se busca por ese camino, sin que lo sueñe el indecente de su padre, ni pueda estorbarlo con toa su maldá, que es mucha; porque el hombre ese es hechura del demonio, y el demonio le ciega...

Marcones se frotaba las manos, y al marcharse dijo a su tía:

-Pues tire usted firme del cordel, hasta que saque la lengua cuanto antes; y si no por esas se da partido, tire más, aunque la ahogue. O para nosotros, o para nadie.

No necesitaba la Galusa, para ser mala, los consejos de su sobrino, que aún era peor. Tiró del cordel a cada instante en toda aquella mañana, después de lo del espejo, porque lloraba, porque andaba mano sobre mano, porque lo poco que hacia lo hacía mal... ¡hasta porque no respondía una palabra a sus desvergonzadas agresiones, que llamaba la pícara «buenos consejos»! Al llevar los condumios a la mesa, porque estaba la infeliz triste y desganada, más tirones y más recios, a las barbas de su padre que no desplegaba los labios sino para engullir la ración de costumbre, como una bestia en su cubil. Por la tarde, nuevas provocaciones y nuevos martirios; hasta que al anochecer, rendida de sufrir y sin saber cómo conjurar las iras de aquel demonio que, por los fines que perseguía y la impunidad que gozaba, iba emborrachándose en su propia maldad nativa, trató de encerrarse en su cuarto. No se lo consintieron ni la criada ni el amo; el cual la exigió que le acompañara a la mesa, porque le gustaba verla obediente y curada cuanto antes de «las puntas de soberbia» que la traían a mal traer.

Y no fue esto lo peor. Después de cenar, digo, de asistir a la mesa, porque cenar no cenó, al ir a la cocina a recoger su palmatoria de hoja de lata, con su correspondiente cabito de sebo, la Galusa, delante de los otros dos criados que acababan de cenar y estaban ya dormilentos y sin cosa alguna que hacer, la mandó, con gran imperio, que antes de irse a la cama diera una barrida a aquel suelo, que buena falta le hacía. Resistióse Inés indignada, porque veía la intención de humillarla delante de aquellos testigos asombrados; y entonces la Galusa tuvo el atrevimiento de ponerle la escoba en la mano, diciéndola hecha un basilisco:

-¡A barrer, porque yo lo mando!

Inés pensó caerse muerta de angustia; pero tal fue el exceso de su indignación, que la dio fuerza bastante para arrojar la escoba a la insolente fregona, y decirla al mismo tiempo, resuelta a todo ya:

-¡No quiero!... ¡Barre tú, que ése es tu oficio!

Inmediatamente volvió a coger la palmatoria y salió de la cocina, entre los dicterios y las amenazas de la Galusa; llegó a su cuarto y se encerró en él. Dejó la luz encima de su cómoda, arrimó una silla a la cabecera de la cama, sentóse y cayó llorando sobre las almohadas.

- XXIX - : El poder de una idea

¡Era imposible que mujer alguna se hubiera visto jamás en una situación tan desesperada como la suya! Esto fue lo primero que se le ocurrió a Inés, abarcando con el pensamiento todo el cuadro de sus desdichas; y como por evocación milagrosa, surgió de pronto en su memoria el recuerdo venerado de su madre. Nunca supo ella de qué enfermedad había muerto, después de padecer tanto y tanto; pero desde niña, andaban siempre asociados en su memoria a los recuerdos de las grandes melancolías y desfallecimientos de la mártir, el de las durezas de su padre y el de los atrevimientos de la criada: la misma Romana, aunque no tan repulsivamente fea como la que a ella la estaba martirizando. Jamás podía pensar en lo uno sin que a ese pensamiento siguiera el pensamiento de lo otro. Eran ambos recuerdos necesariamente inseparables, como las figuras de un mismo cuadro. Y viendo por la propia experiencia lo que dolían las inclementes durezas de su padre y los inconcebibles atrevimientos de la criada, ¿no era bien llano y natural suponer que la enfermedad de esas mismas durezas y de esos mismos atrevimientos fuera la que había martirizado a su madre hasta quitarla la vida? ¡Y ese mismo martirio había comenzado ya para ella, sola, desamparada de todos, encerrada entre cuatro paredes, sin un alma que se apiadara de sus ignorados sufrimientos!... Una había, sí, una, capaz no sólo de compadecerla, sino de padecer por ella; pero ¿cómo enterarle de lo que sucedía en aquella cárcel? Y aunque se enterara, ¿de qué serviría, si aquellas puertas estaban cerradas para todos, y principalmente para él? ¡Y después de haberle conocido y de haber soñado un mundo tan hermoso para los dos, aquel negro cautiverio, aquel martirio incesante... y para siempre, para siempre, y ella al principio de la vida! ¡Imposible! No cabían en lo humano resignación ni fuerzas bastantes para arrastrar una cruz así. Morir de una puñalada o de un veneno de la infame carcelera, menos mal; pero pisoteada, escarnecida, vilipendiada por ella; morir de sus improperios, de sus insolencias, de sus asquerosas altiveces, y sabiendo la víctima que este género de muerte le autoriza y le aplaude su propio padre, ¡el que estaba obligado a defenderla y ampararla!...

Y aquí la idea que había sentido Inés en germen por la mañana, apareció desenvuelta y en completo desarrollo en su cerebro.

Se incorporó sobresaltada, febril; calculó que habría permanecido como dos horas en aquellas fatigosas meditaciones, y que podría infundir alguna sospecha en sus carceleros la luz que se escapara por las rendijas de la puerta, si se fijaban en ella, y se levantó; fue a su pobre ropero, tomó de él un mantón de abrigo, se le echó sobre los hombros, apagó la luz y volvió a sentarse en la silla.

Ya no pensó más en la barbarie de su padre ni en las indignidades de la criada. Se entregó resuelta, decidida, al imperio tentador de la otra idea; no para poner en tela de juicio al más o al menos de su cordura, pues sobre este punto ya no cabía dudar, sino para discurrir el modo de realizarla.

Esta labor duró más de una hora. Todo quedaba previsto y calculado; todo era posible y realizable ya y todos los riesgos y todos los escrúpulos y todos los obstáculos de la meditada empresa, le parecían cosa de juego comparados con la espantosa realidad de su cautiverio. Escuchó sin moverse de la silla, con gran atención, y no oyó el más leve ruido en toda la casa. Dejó que corriera más tiempo, pareciéndole siglos los minutos; y cuando calculó que sería la media noche, sin vacilar un instante, sin querer dar oídos a los reparos que algunas veces la hacían sus timideces y debilidades de sexo, trémula por la fuerza misma de su resolución, se quitó los zapatos, y, con ellos en la mano, se fue hasta la puerta. Escuchó allí de nuevo, y no oyó otros ruidos que los que hacía dentro de su pecho el acelerado latir de su corazón. Tranquilizábala mucho la bien fundada reflexión de que no había en la casa quien la creyera capaz de lo que ella estaba proyectando a aquellas horas de la noche. Era seguro que todos dormían profundamente, y la Galusa más descuidada que nadie. Además, creía con ciega fe que tenía a Dios de su parte y que no la abandonaría.

Levantó el pestillo y entreabrió la puerta, muy poco a poco. Todo era silencio y oscuridad en la casa. Salió al pasillo, cerró otra vez la puerta de su cuarto; y después de convencerse de que las tablas del suelo, no crujían bajo sus pies, siguió andando a tientas por el carrejo, hasta tropezar su mano derecha con la puerta de la cocina: enfrente estaba la que abría a la escalera de atrás, y cuya llave se dejaba siempre en la cerradura. Dirigióse a aquella puerta, y, en efecto, tenía puesta la llave. Pero ¿rechinaría la cerradura? Por si acaso, volvió la llave con sumo tiento. Ni las moscas, si las había por allí, debieron de oírla. Esto la animó, y sacó la llave de la cerradura; abrió lo menos que pudo la puerta, que tampoco rechinó; salió a la meseta, y volvió a trancar por fuera para que el viento, si salía, no golpeara la puerta y pusiera en alarma a los de casa antes de lo previsto. Hecho esto con toda felicidad, recogió la llave, que, dejada en la cerradura por aquel lado, podía servir de señal para conocer el camino de la fugitiva, y bajó la escalera. Estaba segura de que el postigo de la portalada del corralón se cerraba por dentro con un pasador de hierro, y así era. Descorrió el pasador sin la menor dificultad, salió a la calleja y dejó cerrada la puerta con el pestillo. Allí se calzó los zapatos. Tenía los pies helados y las medias húmedas, por la frialdad y el rocío de la escalera, que era de piedra.

Pero, aunque el cielo estaba estrellado, ¡qué oscura era la noche, y qué miedo la daba verse allí sola! No quiso pensar en eso, por no desfallecer cuando más necesarias le eran la serenidad y la energía; y encomendándose a Dios nuevamente, tomó la calleja que conducía a la llosa Grande. Por de pronto, salir de las inmediaciones de su casa. Si la debilidad de mujer, y de mujer nunca vista en tales apreturas, llegaba a vencerla, que fuera lejos de allí y donde no pudiera apiadarse nadie de ella y la volviera a su presidio, creyendo ejercer un acto de caridad. Ya en la llosa, y después de tropezar mucho en los cantos de la calleja, detúvose a respirar, considerando de paso lo que la restaba por hacer. Conocía el camino por donde se comunicaban la llosa y las praderas de abajo; pero ¿daría con él en una noche tan oscura y con la intranquilidad en que se hallaba? Y después de verse en las praderas, ¿sabría continuar hasta la sierra?... ¿tendría valor para tanto? ¡Es increíble la fuerza que infunde la desesperación! Aquella mujer tímida, humilde por naturaleza, retraída y recelosa por hábito, no vaciló un instante y se lanzó al abismo de sombras, huyendo de la tentación de arrepentirse de una empresa que la hubiera parecido espantable locura unos días antes.

Siguiendo el camino de la llosa sin extraviarse, bajó a las praderas y continuó andando de prisa, muy arrebujada en el chal, tiritando de zozobra y ensañándose en los recuerdos de su pasado martirio, para hacer más llevadero aquel que estaba sufriendo... Pero ¡qué oscuridad tan cerrada! ¡qué silencio tan temeroso! ¡qué soledad la suya, y qué inmensidad la de aquel negro espacio vacío!... ¿Avanzaría más, o retrocedería siquiera hasta el bardal de la llosa, para aguardar, acurrucada allí, más cerca del barrio, a que alboreara el día? Pero ¿no era ya tanta la distancia hasta la llosa como hasta donde ella iba?... Ciertamente. Luego se hallaba en un punto alejado por todas partes de todo humano auxilio. ¡Y entonces sí que se aterró de veras, y comenzó a oír ruidos de los más extraños, hasta voces que la amenazaban, y como lamentos de agonizantes; y a ver bultos más negros que la oscuridad, que venían de lejos hacia ella! Apretó el paso, que llegó a carrera, y cerró los ojos que para nada necesitaba allí, sino para levantarlos a menudo al cielo, del que los bajaba en seguida, porque hasta el titilar de las estrellas la daba miedo. Y corre y corre desalentada y anhelante, con el pecho oprimido y la boca entreabierta para respirar el aire que pasa por la estrechez de su garganta contraída, frío y cortante como la hoja de un puñal; y los ruidos no cesan; y uno de ellos le parece la voz infernal de la Galusa que la persigue arrastrando las chancletas y llenándola de improperios. Se le figura que oye sus pasos ya muy cerca, y corre más todavía para que la fiera no la alcance; pero sólo consigue aumentar la fatiga, porque la inmunda carcelera corre más que ella... y al fin la alcanza... y la pone la mano sobre el cuello... y la agarra por el chal... y entonces la infeliz prisionera lanza un grito de angustia, que repiten los ecos de aquella soledad, con lo que su espanto llega al paroxismo; vacilan sus piernas, falta el aire en su pecho, y cae desvanecida junto al vallado de la sierra.

Tardó largo rato en volver en sí, y otro mayor en darse clara cuenta de lo que la había pasado. Orientóse al fin; y reconociendo el vallado, recobró de nuevo los ánimos perdidos, porque sabía que desde allí ya se columbraba de día el refugio que ella iba buscando. Levantóse y tomó resueltamente el camino de la sierra; y siguiéndole con no poca dificultad, por ser algo más áspero que el de las praderas, llegó a casa del Lebrato. El humilde soportal le pareció un palacio, más grande y ostentoso que todos los palacios de verdad que ella tenía imaginados. Se acercó a la puerta, o mejor dicho, se pegó a ella; y golpeándola sin cesar con ambos puños muy cerrados, gritó, arrimando la enardecida boca a la cerradura:

-¡Pilara!... ¡Juan Pedro!... ¡Ábranme pronto, por el amor de Dios!

No tardó en oírla el Lebrato, que era ligero de dormir. Sintióle con delicia Inés andar detrás de la puerta. Antes de abrirla preguntó:

-Pero ¿quién llama a estas horas con tanta prisa?

-¡Soy yo, Juan Pedro! -respondió la de afuera anhelante-. Soy Inés.

-¡Santísimo nombre de Dios! -exclamó desde adentro el Lebrato, mientras abría la puerta aceleradamente-. ¿Qué peazo del cielo se habrá caído, pa que tal asombro suceda esta noche?

Abrió; entró Inés, o más bien, se lanzó dentro; y a la luz del candil que tenía el Lebrato en la mano, pudo verla, para colmo de su asombro, pálida como la muerte, desencajada, anhelosa, con el cabello desmelenado sobre los ojos, y todo su vestido en desorden. Sin preguntarla lo que sucedía ni esperar a que ella se lo dijera, comenzó a gritar, arrimándose a una puertuca del fondo, frontera a la cocina:

-¡Pilara!... ¡Pedro Juan!... ¡Arriba en el aire, que vais a tener aquí algo que hacer!

Después condujo a Inés a la cocina; la presentó una silla para que se sentara, pareciéndole poco el banco, colgó el candil, y se dispuso a hacer lumbre.

-Esto, lo primero -la decía en tanto el buen hombre-, y mientres usté nos dice en qué la podemos valer. ¡Viene aterecía de frío, ángel de Dios!

-¡No, no! -respondió Inés tiritando-: lo primero ha de ser esconderme donde yo esté segura de que no me encuentre nadie.

-Pos ¿qué más segura que aquí a la hora de la noche en que estamos, inocente? -dijo el Lebrato-. A menos que no la vengan persiguiendo cercuca. Pero aunque así fuera, mientres llaman y se abre, ya da tiempo pa lo que haiga que hacer a ese respetive.

-Es verdad -respondió Inés algo más confiada-. Pero, por si acaso, tranque usted bien la puerta, Juan Pedro.

-Eso sí que se hará -respondió éste saliendo a cumplirlo.

Volvió al punto, y continuó amontonando palucos en el llar para encenderlos en seguida; pero sin disimular enteramente la curiosidad que le estaba consumiendo. En esto ya apareció Pilara en escena, con los ojos como puños y muy ligera y desceñida de ropa, y detrás Pedro Juan, por el estilo de su mujer. Ambos se hicieron cruces de asombro al ver a Inés allí, sola, a aquellas horas y de aquella traza.

Reunida ya toda la familia, Inés, llorando desconsolada, contó en pocas palabras lo que la había sucedido. Pilarona lloró de toda verdad, y su marido se volvió indignado hacia su padre para decirle:

-¿Ve usté, recoles, si hay tela pa hacer con «ese hombre» lo que yo dije el día que jue con nusotros a la mar?

El Lebrato se desentendió de esta alusión, y dijo por comentario al relato de Inés:

-¡Lo propio que se hizo con la bendita de Dios que la echó a usté al mundo en mala hora! Y las mesmas cuatro manos en concierto acabaron con ella.

-¡Desde esta tarde -exclamó Inés horrorizada- tengo yo esa sospecha, Juan Pedro!

-Y bien tenida, doña Inés -añadió éste-, porque la cosa se vio, y naide la duda en Robleces... Pero vamos al caso que ahora importa: ¿Qué es lo que usté tiene pensao en el apuro que se ve, y en qué de ello podemos ayudarla nusotros?

-Yo, a punto fijo, no lo sé -respondió Inés enjugándose los ojos-. Sé que he salido esta noche de casa para no volver más a ella; que me pareció demasiado cerca la de don Alejo, para ir a buscar un amparo allí, y que he venido a pedírsele a ustedes, confiada en que me le darán, y porque Pilara es la única amiga que tengo en el mundo.

-¡Así se hace, canastos! -exclamó entonces Pilara conmovidona de veras, escondiendo la mitad de Inés en un abrazo y dándola un beso resonante en la cara-. ¡Eso es dar honra al corazón de una!

Inés continuó así, después de pagar con otro beso cariñoso el arranque de Pilara:

-Estando ya aquí bien segura, siquiera por un buen rato, se podía -es lo que yo pensaba- avisar a don Alejo, que sé que me quiere bien, y pedirle su parecer.

-¿Y a nengún otro sujeto más? -preguntó Pilara con una sonrisa muy maliciosa-. Vamos, con franqueza, que aquí no ha de hacerse más que el tu gusto.

Inés bajó un poco la cabeza, algo turbada, y no supo qué responder. Pilara la ayudó entonces de este modo:

-Anque lo has contao por encima, como si te atragantaras con ello, lo bastante se vio pa creer ahora que ha de gustarte el paecer del caballero ese en este particular.

-Pues que venga él también -dijo Inés echando de buena gana escrúpulos a un lado-. Yo les contaré lo que me pasa, y ellos me dirán lo que mejor les parezca. Iréme a servir a un amo, a pedir una limosna... tirarme a la ría... ¡Dios me lo perdone! Todo lo que me digan haré... ¡todo menos volver a la cárcel de donde me he escapado!

-Ya se arreglará la cosa -dijo el Lebrato hondamente compadecido de aquella pobre criatura- sin melecinas tan amargas como esas. Cabalmente había de venir hoy por aquí don Alejo a las seis de la mañana, porque tenía concertao salir pa la mar con nusotros a esa hora; pero como el caso es de apuro, lo que se va a hacer es lo siguiente. Tú, Pedro Juan, vas a picar ahora mesmo pa Nubloso, que no está más lejos de aquí que el barrio de la Iglesia de Robleces; yo pico a casa de don Alejo. Tú le cuentas el caso al sujeto, de modo que naide se entere más que él, y te le traes volando contigo. Yo hago otro tanto con don Alejo; y cátanos aquí a los cuatro juntos en una hora lo más. No son toavía, por mi cuenta, las dos de la mañana, y nos quedan tres horas de noche pa arreglar ese asunto sin que se enteren de él ni los pájaros del aire.

Se aprobó la idea; se aviaron en un periquete el padre y el hijo; salieron juntos de casa, y a poco rato echó por su lado cada cual de ellos. Al separarse, dijo el Lebrato a Pedro Juan:

-Asunto es éste que nos puede costar caro a ti y a mí, si ese hombre, que tan tigre es pa la hija, agüele que la hemos amparao en nuestra casa. Pero los hombres de bien son pa las ocasiones, y lo primero es lo primero; y Dios mos ve a toos y a cada uno.

Pilara, después de cerrar bien la puerta por dentro, se quedó animando a Inés; como ya la lumbre había tomado cuerpo, consiguió que se quitara los zapatos, que estaban empapados de rocío, para secarlos al fuego, así como los bajos de su ropa, y que se calentara los pies. Luego trajo un peine, y ella misma le arregló el pelo desmelenado, al paso que la iba diciendo:

-¡Pos dígote que estaría güeno que ese sujeto te viera de la trazuca que estás, como si te hubieran sacao con unas trentes del bardal de una calleja!... ¡Ni más ni menos te vio él, hija del alma, cuando se prendó de ti!...

Y no la pesaba ciertamente a Inés, que al fin era mujer y mujer enamorada, aunque atribulada y mísera, la ocurrencia de Pilara. Después que acabó ésta su tarea lo mejor que pudo, y la palpó los pies para ver si estaban secos, diciéndola, pasmada de su pequeñez, que «paecía mentira que con aquellos dos fisanucos se pudiera sostener derecha una presona» y dio vuelta a los zapatos para que acabaran de secarse, fue a la alacena y volvió con un jarro de leche y una cazuela muy limpia.

-Es -la dijo acurrucándose junto al llar- de la que traigo yo de arriba ca día; porque aquí no la tendremos hasta la primavera que viene. Te voy a calentar una racionuca de ello pa que, ahora que estás algo más sobre ti mesma, te confortes un poco por aentro... No hay a mano otra cosa que darte.

-¡Cómo me cuidas, Pilara! -díjola Inés conmovida-. ¡Si supieras lo que consuela eso después de pasar por lo que he pasado yo!...

Y rompió a llorar otra vez.

-¡Bah, bah! -la dijo Pilara-. A ver si no golvemos a mojar la pistaña. Eso ya se acabó, y pa siempre.

Para distraerla un poco mientras la leche se calentaba, y llegó a tomarla Inés y a calzarse, la noble mocetona la habló de muchas cosas: de lo contenta que estaba en compañía de aquellos dos hombres, que le parecían los mejores de todos los hombres del mundo; de la casuca, del partido que había ido sacando de ella y del que iría sacando poco a poco: aquí la mesa, allá las sillas; «esta paré que tanto blanquea, estaba antes negra como el jollín»; el llar, con sus baldosas tan majas, estaba nuevo, flamante, y «el poyo de la jornía, bien amañao»: cosas de su suegro. El cuarto de ellos, antes no era cuarto: era «un abertal». Se le había cerrado con un tabique y una puertuca: eso había sido cosa de los de arriba, «pa mejor paecer». El viejo dormía en otro cuartuco bien abrigado, donde siempre durmió, a la otra esquina de la casa, con una ventanuca al saliente. Cuando Inés estuviera en sus cabales, ya se enteraría de todo a la luz del día. Las dos vacas y las novillas «de ellos» habían venido del puerto gordas que partían: una, ya cargá de dos meses, y otra de tres; la su novilla estaba también en la corte, y con ella componían cinco cabezas. El de la vista baja tenía un diente que daba gusto. Al paso que iba, por Navidad sería una montaña de tocino bien hebroso. Y así.

Hasta que se oyeron pasos en el portal, y dio el corazón de Inés dos volteretas en el pecho. Abrió Pilara la puerta después de cerciorarse de que era «gente de paz» la que llamaba, y entraron juntos los cuatro que se esperaban; porque los que venían de Nubloso, llegaron al portal en el poco tiempo que tardó Pilara en abrir la puerta. Lo mismo Quicanes que don Alejo, venían bien enterados de lo que ocurría; y en cuanto Inés los tuvo delante, se echó a llorar desconsolada.

-Eso va contigo, Tomasuco -le dijo el cura al de Nubloso-; consuélala tú que sabes, pero sin abusar del chicoleo, porque no hay tiempo que perder, y yo traigo mi plan para acabar primero.

¡Bueno estaba Quicanes para consolar a nadie cuando se le estaba saliendo a él el alma por la boca, particularmente desde que tenía delante a Inés, de cuyos dolores era él la causa! Pero hizo lo que pudo, y no lo hizo mal, si ha de juzgarse la obra por los resultados. Inés siguió llorando un ratito más; pero bien claro se veía en sus ojos, en cuanto pudo mirar con ellos a su amante, que había vuelto la vida a su corazón. También don Alejo ayudó valientemente a aquel acto de caridad.

Se habló allí poco, muy poco, sobre el caso peliagudo. No había para qué hablar mucho. El de Nubloso manifestó solemnemente al cura que, por los motivos que él sabía desde que se lo había declarado todo en su casa al salir de la de Inés despedido por su padre, no podía ofrecer otro sacrificio que el de su vida para defenderla de toda agresión, viniera de donde viniese, y que a esa obra había jurado consagrarse desde que Pedro Juan le había enterado de lo que pasaba.

-Eso -respondió don Alejo sin perder su buen humor de siempre- es nada y es demasiado. Nada, porque contra los derechos de un padre, por duro de alma que sea, en ese particular no hay valentía que valga; y demasiado, porque sería la mayor tontada del mundo desperdiciar una vida que nos hace falta aquí para otra cosa. Y atiende bien a esto que te voy a decir; y tú, chiquilla, prepárate a ayudarme en todo, y guárdete Dios de poner un solo reparo a lo que declare y disponga, porque eso será lo que haya de hacerse. Y digo, Tomás, que todo cuanto me dijiste aquel día y anteayer cuando volviste a tratar conmigo del propio asunto y a adquirir noticias que no pude darte de esta infeliz, me pareció muy atendible; porque en esto de delicadezas, cada cual discurre y lo entiende a su modo, y hay que respetar los escrúpulos de cada quisque. Pero hoy han cambiado las circunstancias, y hay que mirar el asunto por otro lado diferente. Ya sabes lo que le pasa a Inés, ¿no es verdad?... Pues bueno: de esa misma enfermedad murió su madre: los mismos verdugos la mataron. Puedo jurarte que es cierto. Para librarse de una muerte así, no basta escaparse de la cárcel. Más tarde o más temprano, la fugitiva volverá a sus hierros; porque, ya te lo he dicho, la ley ampara en estos casos al carcelero, por bárbaro que sea. En una palabra, Inés no puede estar segura en ningún escondrijo, aunque se le guarden coraceros, mientras no la ampare otra ley. ¿Me entiendes?... ¡Otra vez los puntos y las comas de calabaza! Pues te lo pondré más claro todavía: tienes que elegir entre dos extremos: o dejar que Inés perezca a fuego lento entre dos demonios, como pereció su pobre madre, o ponerla sin tardanza al amparo de la ley, cosa que ya traigo estudiada y se hace en medio minuto delante del juez, después de tenerla en lugar seguro. Este es el caso. A ver ahora, entre estas dos delicadezas, cuál te parece más delicada.

Y claro es que, en el dilema, el de Nubloso se fue por donde don Alejo quería.

-Pues se acabó la historia -dijo el buen cura-. Antes que amanezca el día, estamos tú y yo, con Inés, en Ansares, en casa de mi sobrino Gaspar, hombre de bien y caballero, aunque no gasta más que media levita. Tiene una mujer que vale tanto como él, y dos hijas que, si no anduviera Inés de por medio, diría que eran las dos muchachas mejores y más majas que hay en todos los pueblos del contorno. Allí encontrará esta infeliz el sosiego y el amor que no la han dado en su casa; y la guardará la puerta de demonios que quieran asaltarla, una cuartilluca de papel con cuatro garabatos que nos extenderá quien deba, en este mismo día en que estamos, hasta que remate yo la obra a mi gusto en la iglesia de Robleces. Conque arriba, muchachos, que no hay tiempo que perder. Ya veis que yo ni siquiera me he sentado.

Y era la verdad, que de pie hablaba don Alejo y con la capa de larga esclavina sobre los hombros, por más señas.

De lo que allí pasó entonces, sólo quiero decir, porque lo demás se adivina, amén de resultar empalagoso si se cuenta, que Inés volvió a ver en su imaginación el cielo aquel de sus esperanzas, barrido de nubes, limpio y sereno; y que al hallarse en el portal entre sus dos protectores, ya no temió a las tinieblas de la noche, ni a las asperezas del camino, ni a los sabuesos de su cárcel, ni a la zarpa de la Galusa, ni a todos los verdugos de la tierra que se conjuraran para acabar con ella. Volvía a vivir, y se congratulaba de haber padecido aquel martirio cruel, porque la abría las puertas de su soñado paraíso.

Pisando ya la mullida del corral, se volvió don Alejo para decir al Lebrato que, acompañado de sus hijos, despedía desde el portal a los que se marchaban:

-Ya supondrás que la canita de hoy se me queda sin echar; pero mañana, si Dios quiere, será otra cosa. Aquí me tendréis a la hora convenida... digo, si pensáis volver también mañana a la mar.

-Anque sólo juera por dale a usté ese gusto, señor don Alejo -respondió el Lebrato-, aquí me tendrá esperándole a la hora que quiera venir.

-Pues hasta mañana.

Y se perdieron en las sombras de afuera los tres del corral que se iban, y se metieron en casa los otros tres que se quedaban.

- XXX - : Cosecha de tempestades

Era ya muy entrado el día cuando la gente de la casona de Robleces notó la falta de Inés. Primero se notó la de la llave de la puerta de atrás, y el que estuviera descorrido el pasador del postigo de la portalada; pero la una podía haberse caído de la cerradura, o ¡fuera usted a saber! y el otro haberse quedado sin correr por olvido casual, aunque aseguraba el Berrugo que le había corrido él mismo, como todas las noches; como aseguraba también que la llave había quedado en la cerradura, y bien atravesada, para que no pudiera meterse otra falsa desde afuera. De todos modos, cualquier recelo cabía menos el de que Inés hubiera andado en el ajo. Lo que le descubrió fue su cama sin deshacer, cuando la Galusa, viendo que «la zanganota» no salía tan temprano como de costumbre, entró en el cuarto resuelta a «enderezarla a escobazos, si juere menester». Se quedó helada al notar aquel indicio, y no quiso decir una palabra a su amo hasta cerciorarse de que Inés no estaba escondida en ningún rincón de la casa. No dando con ella, por más que preguntó a los otros criados y la llamó a voces desde muchas partes, ató aquel cabo suelto a los del pasador corrido y de la llave extraviada, y fuese, aleteando con los brazos y echando espuma venenosa por la boca, adonde trajinaba su amo. Refirióle el caso entre bascas y aspavientos, y se quedó el hombre hecho una pieza.

-Pues esa pícara -fue lo primero que habló el Berrugo al volver de su asombro- no ha ido lejos, si ha ido sola, aunque haya salido por la puerta de atrás; y si no ha ido sola, el granuja, el pillo que la acompañó, estaba en inteligencia con ella; y esto no puede haber sucedido sin tu consentimiento, o sin haber descuidado la vigilancia que corría de tu cuenta. De cualquier modo, tú eres la responsable; y si no me la entregas hoy, aquí mismo, en todo el día, soy capaz de sentarte en el llar de la cocina para freírte el pellejo, ¡bribonaza! ¡Ya estás andando!

Por primera vez en su vida, no tuvo la Galusa agallas para responder a su amo. Tan crespo y endemoniado le vio; y como a ella le interesaba tanto como a él el hallazgo de la fugitiva, dejando piques a un lado volvióse corriendo a la cocina para mandar al mocetón, que estaba almorzando con Luca, que fuera a escape a Lumiacos a decir a su sobrino que viniera sin perder minuto. Le parecía a la bruja, y con razón, que ningún mastín como aquél para dar con la oveja descarriada y sacarla de las fauces del lobo, si andaba lobo en el ajo, como se lo iba temiendo. Ella misma se echó a la calle a pedir noticias de casa en casa. A la del cura no se atrevió a ir, porque le temía de lumbre desde muchos años atrás. Estaba enterado de la historia de la mártir, y no perdonaba ocasión de flagelarla a ella con echedizas que sacaban sangre. De ese paso se encargaría su sobrino.

Cuando supuso que podía haber llegado ya éste, se volvió a casa, sin haber hallado el menor rastro de lo que buscaba y bien segura de que no había en el barrio alma nacida que no se complaciera en ocultársele si le hubiera conocido. El Berrugo, entre tanto, dio parte al alcalde, excitándole, con ruegos y con amenazas, a que «cumpliera con su deber». El alcalde, porque le temía, como todo el pueblo, prometió echar los bofes en el empeño; pero en seguida de dar las órdenes a las personas que habían de ejecutarlas, fue diciendo al oído de cada una, que si topaban con la pista, se hicieran los tontos y se echaran por otro lado; porque era «sacar ánima del purgatorio dejar a la enfeliz fuera del alcance de aquellos dos demonios».

Era ya más de media mañana cuando llegó Marcones, bien enterado de lo que pasaba, por el recadista. Venía verde, sudaba hollín con azufre. En cuanto le atisbó su tía, corrió a su encuentro y le dijo ahogándose de rabia:

-Si no se la ha llevao ese pícaro a Nubloso, y anque se la llevara, el cura debe de andar en el fregao. Ella no tiene en el pueblo otro conocimiento que él; y a más que más, hoy no ha tocao a misa... ¡Vete a ver al cura sin parar!

Y Marcones corrió a ver al cura, que había vuelto a casa media hora antes. Aún tenía los zapatos sucios, y bien se le conocía en la cara y en el desaliño de toda su persona, la brega en que había andado desde las dos de la mañana. Todo lo tuvo muy en cuenta Marcones tan pronto como lo advirtió; y como él también llevaba a la vista buenas señales de la trotada que acababa de darse desde Lumiacos, y de la procesión que le andaba por adentro, bastóle a don Alejo una mirada para colegir lo que iba buscando allí el sobrino de la Galusa.

El cual, sabiendo por experiencia cómo las gastaba de frescas el cura de Robleces, le expuso su embajada con todo el comedimiento que cabía en un descomedido de su tamaño.

Quedósele mirando el cura después de oírle, con una cara que era un mosaico de reflejos: reflejos de burla, de gozo, de indignación... y hasta de un poco de ira; y luego le preguntó:

-Y ¿quién eres tú, qué títulos, qué derechos tienes para venir a pedirme esos informes?

-Mandado soy, señor don Alejo -respondió tragando bilis el de Lumiacos-. Los favores recibidos obligan; el trato frecuente engendra interés y cariño, y las penas de los favorecedores se sienten y se lloran como las propias penas.

-¡Los favores recibidos! -repitió el cura mirando de alto a bajo a Marcones-. ¡Las penas de los favorecedores!... ¡El cariño que les tenemos!... Pedantón y gazmoñote, ¿cómo has podido soñar que si yo supiera algo de eso te lo había de contar a ti? ¿Piensas que no sé lo que pasa? ¿Piensas que no te conozco? ¡Y había de ser yo capaz de poner en vuestras manos lo que acaba de salvar de ellas la Providencia de Dios!

Marcones rugió como un oso acorralado, y saltó de un golpe al registro de lo patético con espeluzno:

-¡Usted me falta! ¡Usted me injuria! ¡Usted se prevale de sus canas!... ¡Yo no he venido aquí a eso!

-Yo no te falto -replicó don Alejo con firmeza-. Yo no te injurio. Lo que hago es decirte la verdad, porque ya es hora y te me pones a tiro. Y lo dicho se lo cuentas si quieres a la bribona de tu tía y al pícaro de su amo... Porque yo no le temo, ¿entiendes? A mí, si no es del pellejo, no tiene por dónde agarrarme, como tiene agarrados a tantos infelices. Yo todos mis bienes los llevo conmigo, en esta levita raída y en estos calzones con la culera remendada. ¡Mírala! Y a mucha honra; que ese es mi deber mientras haya en la parroquia otros más necesitados que yo. Y le añades que no ha de ser el cura de Robleces quien le dé noticias de la pobre oveja escapada de los dientes del lobo; pero que renuncie a esa carne para in soecula, porque el milagro fue obra de Dios, y las obras de Dios son de larga dura. ¿Te vas enterando?

-De lo que me voy enterando -respondió Marcones, lívido y temblón- es de que hay sobrado con lo que usted me dice, para ver que no fue todo obra de Dios, y que anduvieron también en ello manos carnales, bien conocidas de usted... y que por mucho menos se ha visto intervenir a la Justicia. ¿Me va usted entendiendo a mí?

-¿Pues no he de entenderte, imprudentón de Satanás? Y porque te entiendo, te declaro que tampoco me asusta la Justicia con que me amenazas. ¡Ojalá me pusierais hoy delante de ella! ¡Qué cosas habían de saberse! ¡Qué cosas, Marcos, qué cosas! Todo Robleces iría a declarar conmigo; y ¡pobres de ellos entonces... y pobre de ti también!

-¿De mí? -exclamó Marcones llamándose a lo terrible con el aparato; pero, en el fondo, bien encogido ante la firmeza imperturbable del cura-. ¡Usted me ofende otra vez; usted me calumnia de nuevo!

-Pataratas son esas -añadió don Alejo con aire despreciativo-. ¿No te he dicho que te conozco? ¿Crees que no se te ha visto el juego en esa casa? ¿Piensas que se ignora en el lugar la parte que tú tienes, más de cerca o más de lejos, en lo sucedido anoche en ella?... ¡Calla, calla, zagalón de los demonios, por la cuenta que te tiene, y no vuelvas a soñar con buscarte por ese lado la puchera! ¡Para ti estaba!

-¡Eso es otro insulto! -replicó, ronco de ira, Marcones-. ¡Yo no he entrado en esa casa jamás con semejantes intenciones, y usted lo sabe muy bien! ¡Yo no nací para eso; yo sigo muy distinta carrera; yo tengo otra vocación más alta! Ella me tira, ella me reclama; y con la ayuda de Dios, no pasarán muchos días sin que yo vuelva al seminario.

-¡Al seminario tú! -exclamó en tono incisivo el cura-. ¡Tú al seminario! ¡Imposible que se te vuelvan a abrir aquellas puertas! ¡Imposible que haya un obispo que te ordene; porque no puede concebirse que baje Dios a unas manos como las tuyas! Quédate, quédate en Lumiacos machacando terrones, que para eso naciste, y ayuda a tu padre, que mucho lo necesita y bien se lo debes. Arrímate al ariego y desmocha cajigas en el monte; desengrásate así, bárbaro, y castiga esas carnazas; y para ofender menos a Dios, busca una mozona capaz de sufrirte ese geniazo brutal, y cásate con ella. Así, cuando menos, sudarás lo que ganes, y podrás comer honradamente tu puchera. Con esto no tengo más que decirte; y como ya llevas más de lo que venías buscando, dame las gracias y lárgate cuanto antes, porque yo tengo otras cosas que hacer.

Y mientras Marcones daba patadas en el suelo y se golpeaba las nalgas con los puños cerrados, y castañeteaba los dientes y echaba espumarajos por la boca entre apóstrofes bravíos, don Alejo le volvía la espalda muy tranquilamente, y desaparecía de la saluca en que había recibido la embajada.

Cuando el de Lumiacos volvió a entrar en la casona era tal su talante que no parecía sino que acababa de recibir una paliza, después de un remojón en una charca. Así iba de lacio, de palidote, de sudoroso y de trémulo. Contó el caso a su tía; y la tía, después de convenir con el sobrino en que el cura, por las trazas, había tenido gran parte en el fregado, y en que había que andarse con mucho tiento para ajustar con él esa clase de cuentas que podían enredarse demasiado, si el cura se empeñaba en ello, opinó además que, siendo ya el negocio principal cosa perdida para ellos dos, convendría meditar mucho sobre el modo de tratar del caso con «ese hombre» para que no hiciera una de las suyas que los comprometiera a todos, o sobre si sería preferible no decirle una palabra y dejar que el demonio fuera haciendo su oficio y disponiendo de lo suyo libremente. Tuvo el sobrino por atinados los pareceres de su tía, y se pusieron a ventilar las dudas apuntadas.

Ventilándolas estaban cuando se apeó de un rocín de mal pelaje y de peores aparejos, barrigón y desherrado, junto al mismo poste del soportal, Leto González, el de Los Castrucos, Juez municipal del distrito de Robleces. El cual Juez (que debía de traer larga jornada, por los jadeos del penco y lo que él mismo renqueaba al moverse, con las perneras encaramadas hasta cerca de las ligas y arrastrando por el suelo la única espuela que calzaba), baldragas y apocadote como era, atrevióse a llamar, sin duda por lo que tenía de justicia respetable en aquella ocasión, con dos varazos tremendos a la puerta del estragal de la casona; y pareciéndole que tardaban mucho en responderle, a echar escalera arriba y anunciarse allí con otro par de varazos, bien sacudidos y resonantes sobre la puerta del carrejo.

Salió entonces el Berrugo, que andaba subiendo y bajando sin saber lo que se hacía toda la mañana de Dios, aunque aparentaba cosa muy diferente; vio a Leto tan atrevido; acordóse del cargo que ejercía en el lugar; sospechó que su visita podría tener algo que ver con lo que a él le estaba preocupando; condújole a la sala sin preguntarle lo que quería; siguióle el otro muy hueco, sacando de paso unos papeles del bolsillo; y cara a cara y a pie firme allí los dos, sin preludios ni reparos y sin señal de miedo alguno, el Juez municipal de Robleces dijo al señor don Baltasar Gómez de la Tejera que, por delegación del señor Juez de primera instancia del partido, le hacía saber que, a petición de don Tomás Quicanes, de Nubloso, quedaba depositada su hija, doña Inés, en casa de don Gaspar de la Peña, natural y vecino de Ansares. Probó lo que declaraba con documentos fehacientes; enteróse el Berrugo sin desplegar sus labios ni hacer un gesto; cumpliéronse y se llenaron todas las formalidades de rúbrica; despidióse el de Los Castrucos, y dejóle ir don Baltasar sin decirle una insolencia, ni mostrar con signo alguno el efecto que le había producido la embajada.

La Galusa, que atisbó la escena desde el carrejo, se maravilló de aquella imperturbabilidad pacentísima de su señor y cómplice. Consideróla como celaje falso y encubridor de alguna tempestad destinada probablemente a descargar en seguida sobre su cabeza, y creyó muy conveniente esperar a subio, siquiera los primeros embates. Llamó a su sobrino con una seña; díjole al oído lo que temía, y le llevó a su cuarto, donde se encerraron los dos, dispuestos a no abrir la puerta como no la echara abajo el huracán.

Se engañaba grandemente la Galusa, con lo bien conocido que tenía a su amo. El Berrugo no era hombre de estrépitos, sobre todo, de estrépitos infructuosos. La tempestad que había dentro de él no era de las que pasan con cuatro estampidos gordos y unos cuantos aguaceros, ni de las que sirven para instrumento de las cóleras de nadie: era de las sordas que empujan y flagelan y arrastran al más templado; y arrastrado y flagelado por la suya, sin acordarse para maldita la cosa de su criada, que no era lo que entonces le dolía, bajó a su leonera del portal, y allí se encerró, con las dos vueltas de la llave.

Sobándose la barbilla con los dedos apiñados de una mano, y rascándose a menudo la cabeza con la otra, comenzó a pasear en redondo en el mezquino espacio que dejaban libre las cubas, los barriles, la mesa y un par de sillas derrengadas que ocupaban lo restante de la pieza. Allí, y de parecido modo, solía él correr los temporales de su vida; aclarar los puntos dificultosos de sus problemas económicos; preparar sus grandes resoluciones, y hasta soñar a gusto en sus ideales tentadores y disponer la urdimbre de sus cábalas supersticiosas. No sabía pensar con arte si no se movía mucho y a solas y al amparo de sus ídolos, a modo de penates, que estaban allí; y lo mismo en lo que le contrariaba que en lo que le seducía, siempre había encontrado, por oscurecidos que estuvieran los horizontes de sus ideas, un punto luminoso que le guiara en su labor tempestuosa (porque en tempestades, más o menos recias, paraban en su cerebro diabólico todos sus problemas), y al cabo llegaba a ser franca y triunfal salida.

Pero el huracán de esta vez era de noche cerrada y como jamás le había corrido él.

-Me coge -pensaba con la rapidez que se movía- como en una ratonera, y atado de pies y manos, y cuando empiezo a sentirme rendido de pelear a muerte con la mitad del género humano para sacarle el quilo... y es la primera vez que se me quiebra la suerte y el demonio me abandona, si es que no se pone contra mí, como lo voy temiendo; porque solamente cegado por él, he podido ser yo tan torpe como he sido... ¿Que al caso venían ahora esos rigores, si con mucho menos hubiera logrado todo lo que me proponía? Pero ¿quién había de creerla capaz de una resolución así? Yo me dejaba llevar del ejemplo de su madre, que no se movió, que no despegó sus labios, ni con una mala mirada se rebeló contra mí; y eso que acabé por matarla. ¡Como si los tiempos y los casos fueran los mismos! ¡Ciego, más que ciego! ¡Bestia, más que bestia! ¡Y pude recibir en mi casa a ese bribón, sin calarle las malas intenciones, y hasta metérsele a ella por los ojos, creyéndole rico y campechano!... Porque un hombre así era todo lo que yo ambicionaba paran ella: un hombre rico que la aceptara por pobre. Y no por su bien. ¡Por su bien!... Si sólo se tratara de llevármela de casa, ¿qué mayor ganga para mí? Un bulto menos y una ración que ahorrar; y a ver cómo no hacían de ella trizas y jigote escabechado, ¡bribona! ¡Pero resultar ahora que el currutaco ese que la levantó de cascos y se la llevó consigo y la encerró donde yo no puedo entrar para sacarla tiras del pellejo, es un tuno sin un real, listo como la pimienta, y con humos de gran señor!... ¡Lo que a mí más me ha espantado siempre! ¡Un sinvergüenza de esa estofa, que me reclamará, por de pronto, lo que yo no quiero ni debo darle, y mañana me devorará estas riquezas que no puedo llevar conmigo a la sepultura, ni esconderlas donde nadie las encuentre! En fin, que me dieron la tostada. ¡Y qué tostada!... ¡Tonto yo!... ¡pillo redomado él, y viles, infames y cochinas las leyes que le amparan contra mí!... Pero, señor, ¿por qué ha de haber esas leyes? ¿En qué justicia cabe que lo que yo tengo, que lo que yo gano, que lo que yo sudo, no ha de ser mío, mío solamente, y para nadie más que para mí? ¡Ah, pillos legisladores! Si tuvierais camisa que perder, ya pensaríais de otro modo; pero hacéis las leyes descamisados y hambrientos, y así salen ellas: encubridoras de ladrones... Mientras viva, ese granuja, invocando derechos que vosotros le habéis dado, meterá las uñas de raposo en mis bolsillos; y tras de arrancarme lo que es ya de su mujer desde que murió su madre, dará un tiento a lo que es mío, para sacar una tajada de ello a título de gananciales... ¡que no será poco, en gracia de Dios, si el demonio no me da tan buena maña para esconderlo, como la que me dio para adquirirlo!; y cuando me muera, volverá esa garduña, y levantará las tablas del suelo y las latas del desván, y revolverá todos los rincones de la casa penando que lo tengo escondido en onzas de oro... ¡En onzas de oro! Las onzas enterradas no producen ¡cochinote!, al paso que se dejan ver de ojos de zahorí ratero, como la ladrona de mi criada... ¡y como tú!... Y cuando más engañado se crea el grandísimo bribón, porque no halle barriles de monedas en que hundir los brazos hasta el codo, rebuscando aquí y allá, vendrá a abrir esa alacena, ¡esa! atestada de legajos; y comenzará a deshacerlos uno a uno; ¡y entonces sí que se relamerá de gusto, el gran canalla, al ver el caudalazo que representan y pensar en la vida regalona que podrá darse, y al fin se dará, con aquellas gotas del sudor y de la sangre del mismo corazón de este mentecato majadero... y más que estúpido....! ¡Oh, que no pudiera yo estar a aquellas horas a su lado, para hacer con los papeles una hoguera en el corral y asar al ladrón en ella!... ¡Leyes, leyes de bandidos! ¡Malditas sean por siempre jamás, amén! Yo quisiera ahora ser cien veces, mil veces, un millón de veces, más rico de lo que soy, para hacer unas leyes a mi gusto, o comprar a la Justicia y al rey mismo, para que no rigieran conmigo las que oprimen a los demás, y se me autorizara para colgar por el pescuezo al pillo ese, y a la taimada que le ayuda contra mí, y a todos sus encubridores y cómplices indecentes. ¡Mal rayo los parta, y a mí, por tonto, con ellos!

Aquí hizo el Berrugo, de repente, un alto en sus vueltas de torbellinos, y con la mano con que se acariciaba la barbilla, recorrió toda la cara y se restregó mucho las narices y los ojos. Estos le chispeaban, y tenía los pelos erizados y la boca muy reseca. Permaneció así un buen rato, como si le deslumbrara y le abstrajera alguna visión interna, o se hubiera desquiciado de repente la máquina de sus pensamientos. Ello es que presentaba todo el aspecto de un loco enjaulado. De pronto bajó otra vez la mano a la barbilla, y volvió a sus paseos circulares y vertiginosos.

-¡Y decir a Dios -pensaba mientras se movía- que esto de unas riquezas tan enormes, que parecería dicho vano a cualquiera; podría ser una realidad visible y palpable a la hora menos pensada! Porque él está allí; tan fijo, como yo estoy ahora abrasándome la sangre entre estos montones de miseria... Y no puede estar en otra parte; porque es imposible que mientan tantas señales juntas. Allí está, lo juraría, hacia lo hondo, entre lo oscuro; parte en cajones bien enzunchados; lo otro en pilas y a granel... pero mucho, ¡muchísimo!... ¡Y yo que a estas horas podía haberlo visto con mis ojos y palpado con mis manos, si no fuera tan gallina! El Lebrato decía verdad. Es una escalera aquello. Cincuenta veces lo he estudiado; otras tantas he tenido las piernas en el primer peldaño; pero la altura, la cabeza... el miedo, ¡qué demonio! me ha echado siempre hacia atrás... Y eso no puede averiguarse de otro modo... No hay hombre en el mundo que merezca tal confianza: el más honrado me engañaría. Sin ese temor, ya hubiera yo enderezado a Juan Pedro; y con temor y todo, he estado a pique de proponérselo... ¡Para él estaba! Después de visto y palpado por mí, ya será otra cosa. Ya sería aquello mío, y ya no podría engañarme cuando con él y con otros y por los medios seguros que yo dispondría con todo sosiego, se fuera sacando... ¡qué hermosura! No acabaríamos de ver filas de carros desde allá hasta Robleces en una semana, ¡y todos cargados de ello!... Después, aquí mismo, caja por caja... ¡qué curiosidad antes de abrirlas, y qué admiración, qué asombro, después de abiertas! ¡Qué correr mares de oro por el suelo!... Y ¡qué oro! De lo superior de entonces; no de este oro de pega que se usa, que tiene una mitad de alquimia. ¿Pues la pedrería suelta? ¡A celemines! ¿Y las joyas? ¡A montones! Para guardarlo, me daría el gobierno un batallón de civiles... y además dormiría yo sobre ello, por si acaso. ¡Qué colchón tan asombroso! En seguida iría comprando y comprando, aquí media ciudad, allá media provincia, y aún me quedarían tesoros bastantes para ser señor de honras y conciencias, después de ser tan poderoso como el rey más poderoso entre todos los reyes del mundo... Y no temieran esos personajes que yo fuera a disputarles la bambolla con mis lujos. Baltasar Gómez de la Tejera sería como ahora, y tan Berrugo como he sido hasta aquí, según me llaman mis cariñosos convecinos, a quienes parta un rayo. Me daría por satisfecho con ver llegada la hora de que anduvieran las gentes a mí gusto y se fabricaran las leyes a mi antojo. Porque esa hora habría llegado ya, y sin necesidad de que yo la llamara; en cuanto se oliera por el mundo que se apaleaban las onzas y los diamantes en este caserón de Robleces. ¡Vaya si conozco yo a los hombres, y sé lo que escasea el dinero entre ellos!... Pues repito que esto que doy por hecho no es soñar; que esto puede ser la verdad pura a la hora menos pensada: en cuanto a mí se me ponga entre cejas el empeño de vencer con una industria, que ya tengo bien ideada, ese recelillo que me queda... esta punta de miedo que me acomete en cuanto me arrimo allá y avanzo una pierna o la mirada fuera de lo seguro y firme... Porque insisto, porfío... ¡juro que él está allí, allí, esperando a que lo descubra con mis propios ojos!... porque no pueden descubrirlo otros que los míos... porque está destinado para mí, y para nadie más que para mí... y ha de ser mío, aunque para estorbarlo se juntara el cielo con la tierra...

Hasta muy cerca de aquí, ya había llegado el Berrugo, durante el verano aquel, muchas, muchísimas veces, con este mismo arrechucho; pero en la ocasión de que se trata, exaltado ya el hombre por el disgusto que había pensado digerir allí cuando cayó abismado en las honduras de su manía, avanzó con ella mucho más adelante; y llegó a ver tal cúmulo de demostraciones evidentes y de facilidades comprobadas que acabó por hablar a voces; y loco, loco de remate estaba, cuando oyó golpes en la puerta de su encierro. La sorpresa le volvió algo a la realidad de la vida; pero, recelando de todo, dudó si se haría el sordo o si respondería. En esta duda, los golpes se repitieron, y al fin se decidió a preguntar quién llamaba.

-Soy yo, si no molesto -respondió la voz de don Elías desde el portal.

Abrió entonces, estremecido y como si obedeciera a un impulso extraño, el supersticioso don Baltasar; y don Elías, que por su parte también iba bien espeluznado, se quedó suspenso al verle de aquella traza alarmante.

-¿Qué se le ofrece? -preguntó al médico, atravesándose en la puerta a medio abrir.

-Me dijo Antón, que salía al llegar yo a la portalada, que estaba usted aquí, y por eso he llamado sin subir; porque a usted es a quien vengo buscando.

-Y ¿para qué?

-Para una cosa que le interesa muchísimo.

-Pues dígala pronto, porque estoy de prisa y de mal humor.

-Si me permitiera usted -añadió don Elías pasándose el pañuelo por la frente para enjugarse el sudor- entrar un poquito más adentro... porque convendría que nadie se enterara.

El Berrugo, por toda contestación, dio un paso atrás sin soltar su mano del pestillo. Entró don Elías de medio lado; cerró el otro la puerta, y sin moverse de allí le dijo con la mirada:

-Ya está usted hablando.

Entendióle don Elías, y comenzó de esta suerte:

-Como la noche ha sido toledana para mí, levantéme con el sol; y no siendo esa hora la más a propósito para visitarle a usted, con la mira de hacer tiempo, bajéme a despachar la visita de Las Pozas, que no era larga, por mi cuenta; pero parece que el demonio se había metido allí de patas desde anteayer acá, porque no bien salía de una casa, ya me estaban llamando para otra... Yo no sé si los higos, que no escasean este año, o la mucha mora que hay por esos bardales... porqueriucas de nada; pero ello es que con tanta visita y un rato que pasé en la última de ellas para tomar una taza de leche, que buena falta me hacía, porque estaba en ayunas, se me fue más de media mañana.

-Y a mí ¿qué me importan esos higos ni esas moras, ni esa taza de leche, ni que se lleven los demonios a todo el barrio de Las Pozas? -saltó el Berrugo impaciente y con un gesto y una voz que flagelaban.

-Quería decirle a usted -replicó don Elías humildemente- que por esa razón, y por lo que he tardado desde Las Pozas aquí, aunque he venido a escape y sin tropezar con alma nacida, no me ha sido posible avistarme con usted tan pronto como yo deseaba... Voy a entrar al punto en materia, señor don Baltasar, que ya veo que está usted muy impaciente. Pues, señor, que, como le dije a usted hace un momento, esta última noche fue toledana para mí. La médica se puso como para quedárseme entre las manos; a las chicas les dio la ventolera también, y armaron cada catacumba que temblaba la casa; la cena fue mucho peor que todo ello, y, resultado, que a las altas horas logré un poco de sosiego y me metí en la cama: por supuesto, para no pegar los ojos. Que vuelta acá, que vuelta allá y que vuelta al otro lado, en una de ellas ¡zas!... la linterna a los ojos, y mi hermana detrás de ella.

Aquí dio un salto el Berrugo; y por más que tosió y carraspeó para disimularle, no lo hubiera conseguido a no estar ya don Elías enteramente espeluznado, y absorto en la ilación de su relato, que continuó de esta manera:

-Acordándome de la otra vez, dí por hecho que iba a ser cosa de otro viaje a la llosa Grande, en ropas menores y descalzo, y traté de incorporarme; pero me hizo señas para que me estuviera quedo, y en seguida, con su voz, con su misma voz, con la voz que tuvo en vida y yo recuerdo muy bien, aunque bajito, muy bajo, y muy arrimada la boca a mi oído, me dijo... ¡por estas cruces se lo juro a usted, señor don Baltasar! me dijo: «Elías, dile a ese hombre, que está donde él ha creído; que suyo es, que no tarde y que no tema». Con eso apagó la luz, y se desvaneció ella también.

El pestillo de la puerta, bajo la mano temblorosa del Berrugo, repiqueteaba en su retenedor; y no con toses, con alaridos disfrazaba el supersticioso la crispatura en que le había puesto la declaración del otro visionario. Pues aún halló en los rincones de sus adentros roñosos, un poco de ironía burlona para decir a don Elías, que se había quedado con los ojos encandilados y la frente bañada en sudor:

-Pero, alma de Dios, ¿cuándo acabará usted de ver visiones y de jeringar al prójimo con los relatos de ellas?

-¡No hay tales visiones, señor don Baltasar! -replicó el médico irguiéndose inspirado y atrevido.

-¡Quite usted allá! -añadió el otro, empujándole hacia la puerta.

-Y «ese hombre» -insistió don Elías haciéndole frente-, «ese hombre» a quien se refería mi hermana, es usted, por todas las señales.

-¡Vaya usted con doscientos mil demonios, y no me rompa más la cabeza con sus majaderías!

Y al mismo tiempo que le lanzaba estos improperios, con una mano abría la puerta y con otra le arrojaba del cuarto.

En seguida que se vio solo, volvió a cerrar; corrió hacia la mesa, y cayó desplomado en una silla con los ojos fulgurantes, la boca entreabierta, los brazos en cruz y las piernas estiradas.

Entre tanto, don Elías, limpiándose el sudor de la cara con el pañuelo salía a la calle al rayar el mediodía, sin sospechar, el desdichado, que a aquellas horas era el único viviente del barrio de la Iglesia que no sabía una palabra del suceso gordo ocurrido la noche antes en aquella misma casa.

¡Él, que se descuajaringaba y desvivía por correr un mal chismuco antes que nadie!

- XXXI - : «Por do más pecado había»

A la hora convenida con el Lebrato, y después de decir misa, estaba don Alejo en la barquía, con un chaquetón negro y un galero, negro también y también viejo, porque el chaquetón lo era: únicas prendas que llevaba encima, diferentes de las de todos los días. Llevaba muchas cosas que contar; y con la promesa de ir haciéndolo por el camino, agarró la caña del timón; bogaron el Lebrato y Pedro Juan, y comenzó la barquía a deslizarse por la Arcillosa adelante. Estaba la mañana como la mejor de primavera, y esto acababa de transportar al animoso párroco a los buenos tiempos de sus aficiones de «pescador de altura», como él se llamaba a sí propio con gran énfasis. Para explotarlo todo y no perder el tiempo, en cuanto desembocó en la ría largó un aparejillo de sereña, de su propiedad, cuyos anzuelos había encarnado poco antes; y así las cosas, remando firme el Lebrato y Pedro Juan, y avanzando mucho la barquía, dio principio el cura a sus relatos, mientras gobernaba con una mano y sacudía blandamente con la otra el aparejo tendido.

Lo de Inés se había arreglado tan puntual y guapamente como lo tenía calculado él. Estaba ya bien libre, la pobre, por todos los días de su vida, de caer en la infame ratonera de que se había escapado por un milagro de Dios. En otra, harto más llevadera, la encerraría él muy pronto, y en buena compañía. ¡Que fuera la Galusa a hincarla las uñas allí! Había sido muy de notar el sosiego con que recibió el Berrugo la notificación del depósito de su hija. Refirió también lo que sabía de los pasos dados inútilmente por las gentes de la casa, y, bien a la fuerza, por la autoridad, en busca de la fugitiva; y aseguró que Marcones, al encararse con él, había sido bien despachado.

Al Lebrato le pareció todo ello muy bien, y Pedro Juan habló un poco para ratificarse en su conocido dictamen del canto al pescuezo, por lo tocante al Berrugo.

-No se quedará sin él, aquí o allá, si le merece -dijo el cura-; que Dios consiente y no para siempre. Y ahora va lo mejor de todo lo acontecido ayer en la casona. Parece ser que el Berrugo se encerró en su leonera de abajo, en cuanto ocurrió lo del juez municipal; y que mientras estuvo encerrado allí, entre la tía y el sobrino, que andaban en conciliábulos arriba, llegó a armarse tal zipizape, que al fin se echaron las uñas. Según Luca, que lo oyó, la cosa se fue encrespando sobre quién de los dos había tenido más culpa en que la tajada se les escapara de los dientes. La moza se asustó; y viendo que no subía su amo, aunque ya era bien pasada la hora de comer, bajó a llamarle con ánimo de que pusiera paz entre aquellos dos demonios que andaban ya muy cerca de rodar por los suelos. Golpeó a la puerta, pero el hombre no respondía; golpeó más, y tampoco; hasta que en fuerza de golpear y golpear y de decir a gritos, por el ojo de la cerradura, que se mataban arriba, destrancó el Berrugo, abrió y se presentó delante de la muchacha, con una traza que metía miedo: con los ojos encandilados, las cejas erizadas, el poco pelo hecho una greña, y el color de la cara, de difunto. Preguntó, como espantado, quién se mataba; respondió Luca lo que ocurría; y después de decir él que ojalá fuera verdad, emprendió para arriba con todo el aire de un demente. Guióse por el ruido de la marimorena y se encontró en el cuarto de la Galusa al sobrino y a la tía, hechos un ovillo, rodando a los pies de la cama: él con la cara desollada a arañazos, y las dos manos en el pescuezo de ella, que ya enseñaba los gañotes y se la saltaban los ojos, mientras retemblaba la casa con maldiciones y blasfemias. El Berrugo no se anduvo con chiquitas: sin decir una palabra, pero con todas las trazas de recrearse en ello, y no para poner paz, sino para acabar cuanto antes lo comenzado, puntapié va a la una, bofetón al otro, silletazo por aquí, garrotazo por allá; hasta que alzándose los dos de repente, y como si un odio común los hubiera puesto de acuerdo, empréndenla con él, hechos dos furias; y allí, Pedro Juan, hubiera fenecido el desdichado sin necesidad del canto tuyo, a no llegar Antón, que volvía de levantar un vallado en una heredad de la llosa Grande, y meterse por medio, con la ayuda que entonces se atrevió Luca a prestarle. Separados los tres combatientes, que parecían, por lo erizados y gruñones, tres perros vagabundos después de una engarra, lo primero que ladró el Berrugo, porque aquello no se parecía a voz humana, fue para decir a la tía y al sobrino que salieran inmediatamente de su casa, para no volver jamás a poner los pies en ella. Dio esto motivo a una nueva encrespadura de la fiera, que reclamaba sus soldadas y alegaba otros derechos que eran un escándalo y, en buena justicia, merecían la recompensa de un presidio para la reclamante y para el reclamado; y como éste conservaba aún en la mano el garrote que había cogido antes en un rincón del cuarto para esgrimirle, como le esgrimió, sobre el ovillo, y se disponía a esgrimirle nuevamente sobre la provocadora, armóse el terne criado de resolución; echó del cuarto a empellones, pocos, pero buenos, a la tía y al sobrino; llevó a éste medio en volandas hasta la calleja; púsole encarado a Lumiacos con la advertencia, muy en serio, de que tomara soleta por allí y sin mirar hacia atrás; volvióse arriba, y se encontró a la Galusa amarrándose las greñas en mitad del carrejo, y jurando, entre aullidos, que en cuanto acabara aquella labor y se calzara unos zapatos, iba a largarse de casa, pero para ir a la del juez y encausar aquel ladrón de soldadas, mal padre y peor marido. Y así lo hizo poco después. Se largó de casa con un lío al brazo, a medio tapar con las puntas de un chaluco lleno de lamparones y pispajos.

A todo esto, el Berrugo, sin querer probar bocado ni soltar de la mano el garrote, se había puesto a dar vueltas por la sala; y dando vueltas y más vueltas, sin hablar una palabra, mirando sin saber a qué y estremeciéndose a lo mejor de repente, se pasó hasta media tarde. Entonces empezó a mascullar algunos dichos que no se le entendían bien, y en dos ocasiones se plantó encarado a la pared; hizo muy arriba de ella una raya con el palo, y dijo muy claramente: «Lo menos, ¡hasta aquí! ¡Qué hermosura!» Otra vez dijo, muy claro también: «Con quince brazas hay de sobra, y ya sé de dónde sacarlas». Y después de decir esto, sin reparar siquiera en los dos criados que andaban casi arrimados a él y mirándole de hito en hito, bajó a escape al cuartón del estragal; descolgó todas las cuerdas de carro que había allí; las fue anudando una con otra; atesó bien los nudos; midió las brazas que daban entre todas; le parecieron bastantes; y haciendo después con la cuerda entera una madeja muy curiosa, se la echó al hombro, se metió en el cuarto del portal, que es su leonera, y allí quedaba encerrado media hora después de anochecido, que fue cuando vino Luca a mi casa a contarme todo lo que os he contado y a pedirme mi parecer. Porque la moza ha llegado a cogerle miedo, y no sabe qué partido tomar: si largarse de casa, o seguir allí por caridad, hasta ver en qué para aquello. Quedéme asombrado, como podéis suponer, y la aconsejé que se aguantara, con ciertas precauciones, sobre todo de noche, un par de días siquiera, si Antón se aguantaba también. Suponía yo, y sigo suponiendo, que todo aquello no es más que un arrechucho ocasionado por lo de Inés, y un poco más encrespado por la zurribanda del mediodía. Es la primera vez en su vida que le sale el tiro por la culata; el hombre es malo a toda ley, y pierde los estribos de coraje... Hoy no he sabido cosa alguna de él. Al pasar para Las Pozas, quise preguntar; pero vi la casa muy cerrada y hallé la portalada trancada por dentro: supuse que estarían durmiendo todos... y no sé más. Conque ¿qué os parece la historia?

De perlas les había parecido. Por saborearla mejor, hasta se habían descuidado en la rema mientras el cura la contaba.

-Siempre pensé yo -dijo el Lebrato- que ese hombre había de acabar de mala manera... Porque, por mi cuenta, ya está loco.

-Y si lo de la cuerda -apuntó el Josco- fue pa colgase con ella, permita Dios que no güelva en sus cabales.

-Sobre eso de la cuerda -dijo el cura dando un tirón muy fuerte del aparejo, pero sin trabar nada en él, aunque la picada había sido buena-, sobre eso de la cuerda, desde que Luca me contó que Antón había dicho que el médico, el otro visionario, había estado encerrado con él en la leonera, tengo acá ciertas sospechas de que esté relacionado con su manía, lo cual no tendría nada de particular. Pero no hay miedo que haga un disparate; porque es hombre que, cuerdo o loco, tiene mucha ley a su pellejo. Lo indubitable hasta la hora presente, es que le ha llegado la suya, y que se ve la mano de Dios encima de él amenazándole con el castigo que le espera...

-Mucho tiene -observó el Lebrato-; pero a cambio de ello, no quisiera verme en su lugar.

-¿En el pellejo de ese hombre? -exclamó el Josco estremecido-. ¡Recoles! ¡moro relajao primero!

En éstas y otras, anduvo la barquía más de otro tanto; y el cura, dale que dale a la sereña y encarna que encarna anzuelos, y no embarcó más que dos panchos y una lobina, que no pesaban en junto medio cuarterón. Más adelante ya tuvo mejor suerte en su cacea: pescó dos mubles de a libra, y una porredana de tres cuarterones bien corridos. Todo, por supuesto, para entretener sus impaciencias hasta llegar al «pozo grande», donde no se mataba el hambre de unas aficiones como las suyas con parvidades como aquéllas.

Un poquito de resaca había en la barra cuando se disponían los expedicionarios a pasarla, pero sin malicia. La mar estaba noble, los horizontes limpios como la plata, y el nordeste apuntando. Lo peor era que con la charla y la cacea, y algo que se había descuidado el cura después de misa, cuando entraba la barquía en la mar estaban al caer las diez: media mañana perdida para la pesca, y la marea despuntando ya. Como que don Alejo sintió cierto ruborcillo profesional al presentarse tan tarde delante de hombres del oficio, más madrugadores que él, que pescaban en dos barquichuelos parecidos al del Lebrato, al socaire de la isla: precisamente en el sitio de sus preferencias. Así y todo, gobernó hacia allá, pero con ánimos de comenzar la pesca a medio camino, de acuerdo con el parecer de Juan Pedro.

-Pues bogar firme vosotros -dijo-; que yo iré encarnando por los tres, y ese tiempo ganaremos.

A los diez minutos de esto cesó la boga y comenzó la pesca. El Lebrato había conocido ya las barquías de la isla. Las dos eran de San Martín.

Entre si muerden o no muerden, y si sería peor o mejor un poco más acá o un poco más allá, pasó cerca de media hora; y ya iban a hacer otra impuesta, más hacia la isla, cuando el Josco, que pescaba por la banda de tierra, exclamó de pronto:

-¡Coles! ¿Qué es aquello?

Volviéronse hacia Pedro Juan su padre y don Alejo; y siguiendo la dirección de la mirada del asombrado mozo, distinguieron en el peñasco de enfrente un poco a la derecha del boquerón del Pirata, como a la mitad de distancia entre la cornisa y la imposta de la fachada de aquella mole llamada por el Lebrato «a modo de torre grandona», y a más de sesenta pies sobre el mar, algo que, desde allí, parecía un hombre abierto de piernas y de brazos, adherido a la peña como una garrapata. Reparando más, vieron que la figura se movía tan pronto hacia un lado como hacia otro, hacia arriba como hacia abajo, cual si vacilara y temiera. De pronto se llevó el cura las manos a la cabeza, y exclamó horrorizado:

-¡Santísimo nombre de Dios! ¡Armar, hijos, esos remos, y vamos hacia allá, que es él!

-¿Quién? -le preguntó el Lebrato, que parecía adivinar la respuesta.

-¡Quién ha de ser -respondió el cura sin apartar la vista de la peña- sino un hombre dejado de la mano de Dios, como ese desdichado! Y ¿cuántos hombres de esos conoces tú, Juan Pedro, más que uno... tu amo?

-¡Válgame Jesús! -exclamó el Lebrato acabando de encapillar el estrovo, y al mismo tiempo que su hijo, dispuesto ya a dar la primera estrepada, exclamaba por su parte:

-¡Recoles, qué hombre ese!

-Y ¿aónde vamos? -preguntó el Lebrato, acelerado y trémulo.

-¡Qué sé yo! -respondió el cura, sentándose al timón, pero sin dejar de mirar a la peña-. Por de pronto, hacia allá, a acercarnos todo lo posible... porque ese infeliz está gastando las fuerzas sin adelantar un paso... y va a caer sin remedio.

-¿Y qué adelantaremos con ir -repuso Juan Pedro sin dejar de bogar con brío- si la barquía no puede atracar hasta debajo de él? ¿No ve usté que está escripío de peñas al reador, en más de tres brazas de anchuras, y cómo rompe la mar allí? Si cae, señor don Alejo, se desnuca, lo primero; y lo que de él quede, se lo tragará la rompiente en un decir Jesús.

-Pos caer, cae, y sin tardar mucho -dijo Pedro Juan con gran aplomo.

-Sea lo que fuere, suceda lo que sucediere, hay que acercarse allá y discurrir un modo de prestarle algún auxilio... Malo es, malo ha sido; pero es hijo de Dios como nosotros... ¡Hala más, Juan Pedro!... ¡hala tú también de firme, muchacho!... Y no estaría de sobra que aquellos otros acudieran también...

«Aquellos otros» eran los de las barquías de San Martín, a los cuales comenzó a llamar con el pañuelo el cura, puesto de pie.

-¡Virgen María, qué demencia! -continuó exclamando y con la mirada fija otra vez en el peñasco-. ¡Y allí está como una lapa, sin subir ni bajar, el desdichado, acabando con las pocas fuerzas que le quedarán! Pero, hombre, ¿no habría medio de darle ayuda por alguna parte? Quizás por arriba...

-Sería tanto como despeñarse los dos, él y quien bajara a ayudarle -replicó el Lebrato-. Pero anque eso se arriesgara uno a hacer, ¿por ónde se va pa llegar antes que él se despeñe? Si tuviera un poco de serenidá, echándose hacia la izquierda pa ganar el balconuco, como yo le dije dende aquí mesmo un día... ¡Santo Dios! -exclamó aterrado de pronto el pobre hombre-. ¿Si con aquel dicho habré tenío yo parte en esa barbaridá de locura?... Pero, señor, yo lo dije por decir, y por mí mesmo, que soy capaz de hacerlo como lo dije... no por él, bien lo sabe Dios que nos estaría escuchando.

-No te apure ese temor, Juan Pedro -se apresuró a decirle el cura para desvanecerle el escrúpulo-, aunque no te afirmaré que el desventurado no haya tenido en cuenta tu dicho en medio de su locura para atreverse a cometer la que está cometiendo ahora; pero ¿qué culpa tienes tú de que haya un hombre, tan desatinado, que tome al pie de la letra esos dichos, sin distinguir de colores?

-Quien ahí le ha puesto -apuntó grave y secamente Pedro Juan- no ha sío el dicho de usté ni el de naide; que ha sío, o el demonio, o que le cegó por la cubicia que le consomía, u Dios, que quiere que las pague toas juntas de ese modo...

Avanzó la barquía un poco más; y según iba aclarándose la figura, iban enmudeciendo los que la contemplaban; porque a la vez crecía lo terrible y solemne del espectáculo.

De pronto se oyó un grito agudo y lamentoso, como si saliera del fondo de una sima; y el hombre de la peña se desprendió de sus asideros y cayó precipitado por su propio peso; pero no hasta la mar, sino, con grandísimo asombro de los espectadores, hasta cuatro o seis varas más abajo, donde se quedó oscilando y con la cara vuelta hacia la barquía.

-¡Coles... la cuerda! -exclamó Pedro Juan, mientras los demás estaban como petrificados-. ¡Ya está visto pa qué la quería!

Efectivamente, el Berrugo (porque ya no cabía duda que era él) estaba amarrado por debajo de los sobacos con una cuerda sujeta arriba por el otro extremo. La cuerda, buscando su aplomo al caer el cuerpo que sostenía, se apartó hacia la derecha del camino que llevaba don Baltasar, y éste se halló debajo de la imposta, enfrente de la parte más lisa y cóncava de la peña, oscilando en el aire sobre un fondo sombrío y viscoso, y tejiendo con brazos y pies, como sapo en estaca. Horrorizaba verle así.

O porque distinguió a la barquía, o porque el instinto de conservación se lo impuso, sucedió que el desdichado comenzó a dar alaridos y a pedir ayuda en todos los acentos que caben en los registros del espanto y de la desesperación.

El cura, sin saber qué hacerse, como los otros dos, se descubrió la cabeza y se puso a rezar por él.

-No hay poder humano que le ayude -dijo al mismo tiempo el Lebrato-. Otro, en su pellejo, se esquilaría por la cuerda; pero ¿de qué le ha de servir a él, que desde mucho más arriba, onde tenía apoyo pa los pies, no pudo aprovecharla pa ayudase con las manos tan siquiera?

-Sea lo que sea -exclamó el cura dejando de rezar, pálido y demudado-, acerquémonos más; y ya que no podemos salvarle la vida, hagamos algo por su alma.

Anduvo la barquía hasta acercarse tanto a las rompientes, que don Baltasar conoció a los que iban en ella. Lo demostró con un grito de júbilo.

-¡Dios os envía!... ¡Don Alejo!... ¡Hay Dios!... ¡Ya creo en Él... y en su misericordia!

-Por la cuenta que te tiene ahora -murmuró Pedro Juan al oír aquellas voces que parecían de un alma en pena.

-Bien está eso, señor don Baltasar -gritó el cura con la poca voz que le dejaba su angustia-. Pero no deje también de creer en su justicia... y mire, mire... nosotros vamos a hacer por usted todo lo que humanamente se pueda; pero, por si no alcanza, prepárese para una buena muerte...

-¡Eso no! -gritó el Berrugo pataleando allá arriba-. ¡Yo no quiero morir! ¡Yo estoy en sana salud y quiero vivir todavía!

-Y entonces, ¿por qué se puso tan en peligro de perecer, como se ha puesto por su gusto?

-¡Yo no me puse!... ¡Yo no sé por dónde ni cuándo he venido aquí!... ¡Yo he debido estar loco!... Agarrado a esta peña allá arriba, me ha despertado el espanto... ¡Por compasión!... ¡por caridad!... ¡ayúdenme, ampárenme... y pronto, que la cuerda trisca, y es de esparto viejo lo más de ella... y ya se me turba la vista... y me van faltando las fuerzas!...

De pronto se le ocurrió al Lebrato que se le podía socorrer desembarcando en la playuca, y corriendo luego a tirar de la cuerda desde arriba. Pero había media hora hasta la playuca, y otro tanto por tierra, y la cuerda flaqueaba ya, y el hombre no parecía estar más firme que la cuerda.

-No importa -respondió el cura-; es el único recurso, y hay que intentarle...

En esto llegaron las dos barquías, cargadas de hombres con el horror pintado en las caras; y al triste son de los alaridos cada vez más lentos y apagados del infeliz Berrugo, les comunicó don Alejo su proyecto. Una de las barquías podía quedarse allí para animar con su presencia al agonizante, y las otras dos ir con sus hombres a auxiliarle por la playuca. Se convino en ello; partieron a toda fuerza de remo las barquías de San Martín hacia la playuca, y don Alejo se lo gritó a don Baltasar para darle alientos.

-¡Es tarde ya! -respondió el mísero, con la cabeza caída y los miembros lacios-. Me va faltando la vida; y la cuerda, que me ahoga con mi propio peso, trisca cada vez más.

-¡Hay que intentarlo, con todo! -dijo el cura; y añadió en seguida-: Y mire, don Baltasar: como antes le dije, por si acaso tiene usted razón, prepárese para una buena muerte... Haga un acto de contrición. ¡Mire que otros en mejor salud han fenecido!... ¡Mire que voy creyendo que para algo me trajo el Señor aquí hoy!...

No se sabe si respondió algo don Baltasar y no dejó oírlo el incesante machaqueo de la resaca; pero está fuera de duda que volvió a patalear entonces; porque esto se vio.

El Lebrato daba diente con diente, sin apartar sus ojos del espectáculo, y su hijo, contemplándole también sin cesar, estaba como electrizado. Don Alejo, impaciente y conmovido, mirando tan pronto a don Baltasar como a las barquías, que no andaban tanto como su deseo, continuó amonestando al moribundo, pues por tal le consideraba; y al ver que no le respondía, y que cada vez inclinaba más la cabeza y eran sus movimientos más débiles, recitó la oración de los agonizantes, arrodillándose los tres en la barquía; y luego, levantando el brazo derecho y clavando los ojos compasivos en don Baltasar, bendíjole, y rezó con voz vibrante y solemne:

-Si es bene dispositus, ego te absolvo a pecatis tuis, in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.

En aquel mismo instante se oyó un trisquido y también algo como lamento, y se vio a don Baltasar precipitarse rápidamente, con las piernas y los brazos extendidos, como una rana que se lanza al charco, desde la altura en que oscilaba moribundo de horror y de fatiga, al erizado peñascal, en cuyas puntas rebotó dos o tres veces antes de desaparecer entre las revueltas espumas de la resaca.

El Lebrato y el cura lanzaron un grito. El Josco se echó hacia atrás, pálido como la pechera de su camisa; y los tres contemplaron, consternados, cómo se enrojecían las espumas del agua que batía las peñas entre las cuales había desaparecido don Baltasar.

El cura volvió a hincarse de rodillas; y mirando al cielo le elevó esta súplica, como recomendación del alma del desdichado:

-Suscipe, Domine, servum tuum in locum sperandae sibi salvationis a misericordia tua.

Era imponente y aflictivo aquello; y aún lo fue más cuando al ver los del barquichuelo flotar el largo pedazo de cuerda que había caído a la mar con el mísero despeñado, se lanzaron, con riesgo de sus vidas, a cogerle; y tirando de él don Alejo y remando los otros dos hacia afuera, apareció, casi a flote y remolcado por la barquía, el ensangrentado cadáver con el cráneo deshecho y los miembros destrozados.

Appendix A

Polanco, agosto-octubre 1888.


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TextGrid Repository (2022). José María de Pereda. La puchera. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). https://hdl.handle.net/21.11113/0000-000F-78B6-D